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III. Las comunidades religiosas

Inútil sería negar el aseglaramiento de los claustros ecuatorianos, la descomposición de las costumbres clericales que imperó durante casi toda la época colonial y los primeros decenios de la vida republicana. Testigos de suma excepción y documentos de diversas fuentes dan razón de ese abominable mal.

En numerosas ocasiones la Autoridad Real quiso, ora sinceramente, ora como mera estratagema que cohonestaba segundas intenciones, remediar la relajación. Una de las últimas cédulas regias dirigidas a ese fin, fue la de 16 de octubre   —60→   de 1769, en que Carlos III, infeliz autor del extrañamiento de la Compañía, ordenó la visita y reforma general de todos los regulares de América. Por desgracia, como bien observa el docto historiador de los agustinos de Chile, padre Víctor Maturana, más que la devoción del monarca hipócrita, entraron en ello sus planes de política; o sea asegurar, por medio del influjo de los frailes, el dominio de España en estas comarcas. En dicha cédula, se mandó observar (como si fuese posible la restauración espiritual con meras disposiciones y consejos) la vida común que, generalmente, no florecía en España, ni en ninguno de los otros países de Europa. Ya por esta razón, ya porque para nada se contó con la Santa Sede, la idea de establecer la comunidad de vida fue sólo especioso pretexto para enviar a América mensajeros que fortalecieran el imperio, ya débil, de España.

Y así no pasó de iniciativa nugatoria dicha cédula. Casi todas las causas de desorden monástico se mantenían en vigor. Si la alternativa había caído en desuso en algunas religiones, en cambio persistía la administración por los frailes de doctrinas, curatos y coadjutorías. Subsistían igualmente la perturbación profunda de la jerarquía monástica, la violación de las Constituciones de los institutos por la ilegítima intervención de autoridades extrañas e incomunicación con la Silla Apostólica; y, en fin, la indisciplina proveniente de la ineficacia de las sanciones, impedidas, frecuentemente por los recursos de fuerza. A estas razones de índole político religiosa debe agregarse la organización social y económica del coloniaje, que condenaba a menudo a los segundones al claustro y originaba desmedida abundancia   —61→   de religiosos, a quienes ponía en la dura necesidad de ganarse por sí mismos la vida. El voto de pobreza había dejado de existir, a juzgar por las apariencias, en la realidad de los hechos.

La Iglesia no podía remediar por sí sola muchas de estas causas, extrañas a su jurisdicción y que exigían, ante todo, vasta reforma social. La relajación de los institutos monásticos fue, por todo lo dicho, mal propio de esa época individualista aun en lo religioso, producto de detestable régimen económico, efecto sombrío de la intromisión indebida de la autoridad civil. No fue tampoco llaga local, como podría aparecer de algunas expresiones del esclarecido González Suárez; existió en casi todos los países de instituciones políticas y familiares semejantes. Aquí se agravó, sin embargo, la úlcera a causa de la complicidad social. ¿Cómo se explicaría sin ella, que no causaran escándalo las transgresiones frecuentes de las reglas monásticas? Jorge, Juan y Ulloa, que pintan con tan negros y prevenidos colores la magnitud del vicio, lo explican en buena parte por esa connivencia negativa que significa la tolerancia del mal.

La clausura había desaparecido en muchos conventillos, menos vigilados por los superiores de las órdenes. En el Capítulo reunido en el General de San Agustín el 24 de julio de 1809, previa convocatoria del provincial fray Manuel Herrera, y en que se eligió como sucesor al padre maestro fray Tomás López Pardo, se denunció que en algunos conventos menores entraban mujeres, y se mandó que se practicara severa investigación, para imponer el merecido castigo al prior responsable de la infracción. En otras   —62→   religiones, y en diversos tiempos, se repite aquella orden.

A todos estos factores vino a añadirse otra concausa, si transitoria, terrible en su violencia: la guerra civil de la emancipación americana, que dividió a las Órdenes en facciones rencorosas. Durante doce años los claustros ecuatorianos fueron teatro de luchas, a veces sin cuartel, en que se arrumbó, como cosa superflua e inasequible, la caridad monástica. El incendio de fuera no podía menos de comunicarse a los conventos: no en vano ardía en el corazón de los frailes el fuego sagrado del amor patrio.

Ya hemos dicho que la primera Junta Soberana de Quito se formó en el General de San Agustín, donde días antes acababa de celebrarse el Capítulo de esa orden que lleva con noble orgullo el nombre augusto del Hijo de Santa Mónica. Allí, en los artísticos escaños de madera, se sentaron los próceres; allí, junto al altar, de pie ante el gran Crucifijo, símbolo del excelso Sacrificio, juraron crear la patria bajo la égida de la Cruz. El General de San Agustín es por esto, como dice un ilustrado académico, verdadero «relicario del patriotismo ecuatoriano»64.

En la conjuración que había precedido al 10 de agosto de 1809 entraron varios frailes: el padre presentado fray Andrés Torresano («insurgente, seductor y predicador, formidable entusiasta», al decir de Núñez del Arco), recibió las confidencias patrióticas de Salinas y apoyó ardientemente sus proyectos, por lo cual más tarde padeció prisión y destierro. Y en todos los sucesos   —63→   ocurridos desde 1809 a 1813 mezcláronse activamente los religiosos. Los triunfos de los patriotas traían consigo la postergación de los frailes realistas; y las victorias de las armas del Rey la persecución, el alejamiento, la proscripción de los patriotas. La disciplina monástica quedó profundamente herida65.

En el Capítulo intermedio de octubre de 1811 los frailes franciscanos, sujetos aun a la alternativa, redactaron grave memorial de recriminaciones contra los religiosos españoles, libelo que el definitorio del 13 de setiembre de 1813, una vez ocupada la ciudad por Montes, mandó borrar del libro de actas. Asimismo revocáronse todas las providencias que se habían «tomado por fuerza del gobierno ilegítimo», y restaurose en la prelacía al fogoso realista, fray José Manuel López, privado de su cargo de Custodio del convento de Quito. Aquel memorial tendía a impedir que las elecciones recayesen en religiosos   —64→   españoles, para lo cual imputárosles deshonrosas faltas.

Por su parte, Montes ordenó el 2 de agosto del mismo año que se excluyeran de los Capítulos y empleos conventuales, a los frailes patriotas66. Entre los franciscanos incursos en esa sanción estaban los padres Antonio Esteban Guerrero, provincial en 1809, Mariano Aguilera, Mariano Murgueytio y José Pita. Igual disposición dictó el Presidente en 1815: las elecciones debían recaer solamente en religiosos beneméritos, «e inmunes del contagio de la opinión subversiva del orden público» guardándose además las leyes que establecieron la alternativa.

Esta última orden era tanto más temeraria cuanto que no había ya suficientes religiosos españoles aptos para las prelacías, según reconocieron paladinamente ellos mismos en el Capítulo de 1810. En la contestación a Montes, acordada en junta de 8 de mayo de 1815, dijo el definitorio franciscano que el Concordato practicado desde largos años atrás daba facultad para permutar los oficios siempre que en ello convinieran ambas partes; pero que accedía al mandato del Presidente, en bien de la paz. Mantener, la alternativa rigorosa significaba, pues, imponer el nombramiento de religiosos incapaces o indignos, con tal que fuesen españoles.

En fuerza de estas rencillas se tornaron aun más difíciles y escandalosas las elecciones conventuales. En setiembre de aquel año, Montes prohibió que se proveyesen con titularles las vacantes   —65→   de las prelacías. A aumentar las mutuas animadversiones y el desorden contribuyó el malhadado mandato dado por el padre comisario de Indias fray Pablo de Moya; al padre José Manuel López, para que instruyese sumario contra sus cohermanos rebeldes al Rey. No podía confiarse a religioso más parcial el oficio de persecución del patriotismo franciscano.

A tal extremo llegó con tan importuno arbitrio la irritación de los frailes que el asesor general Pereda de Saravia, previa la venia de Montes, se vio en el caso de dictaminar que, en bien de la paz; se sobreyese en el procedimiento; y que el definitorio se limitara a no dar cargos a los religiosos expulsados o separados por el Presidente de la Audiencia. Agregó el asesor que esos juicios no tenían otro fin que preparar las elecciones del Capítulo venidero; aseveración contra la cual protestaron los padres López, Manuel de Jesús Dávalos y José Querejazu. En oficio de 10 de octubre mandó, además, el Presidente que se averiguara el paradero de los padres Durán, Calderón, Cruz, Valencia, Bossano, Segura y José Antonio Andrade; otras tantas víctimas de su patriotismo. Los frailes realistas eran, entre tanto, recompensados con cargos y prelacías: el padre Manuel Paz de Ulloa hízose recomendar con el Presidente, y en tal virtud se le eligió Guardián del Conventillo de Pomasqui; mas ni siquiera se presentó a servir el cargo...

En 1818, volvieron los frailes, durante brevísimo remanso en medio de las acerbas inquietudes de la guerra de la emancipación, a declarar permutables las guardianías entre criollos y españoles.

Lo que ocurría en San Francisco, acontecía   —66→   también en el seno de las otras órdenes, principalmente de la Merced, que compitió con la primera en el desenfado y valor de sus convicciones patrióticas. El provincial, fray Álvaro Guerrero no vaciló en entregar para la defensa del país el dinero del depósito de los cautivos cristianos, a pesar de la oposición del padre presentado fray José Arízaga; por lo cual Montes pidió, en represalia, la destitución de aquel. Al padre ex provincial y comendador de Quito, fray Antonio Albán, se le acusó de haber entregado una cañería de plomo que conducía el agua para el Convento Máximo, a fin de que con ella hiciesen proyectiles los patriotas.

Si bien en la Merced y San Agustín hacía mucho tiempo que estaba abolida la alternativa, según indican Juan y Ulloa, porque no había elementos españoles suficientes para turnarse con los nacionales, la pasión con que ambos bandos sostenían sus convicciones cívicas, se reflejó en las elecciones conventuales.

Si en 1819, por ejemplo, en que salió electo provincial de la Orden Mercedaria el padre Antonio Albán fueron pacíficas; en, cambio, tres años antes, habían abundado en accidentes y escándalos. Presidía el ex provincial fray Juan Ferrín y asistía el oidor Francisco Javier Manzanos, cual si el Capítulo fuese dependencia del gobierno real. Varios frailes protestaron contra el padre Ferrín, porque había nombrado poco antes comendador de Quito y definidores, con el objeto de contar con electores afectos a su partido. Ferrín explicó que los nombramientos se habían hecho con anticipación de dos meses, conforme a los Estatutos de la Orden y que, por tanto, eran inobjetables. Empatados los frailes en cuanto a   —67→   la exclusión del padre Esteban Andrade (el comendador recientemente nombrado), pidieron la opinión de Manzanos, quien se adhirió al parecer del provincial. Nuevo empate, hubo en el momento de la votación, entre el padre Albán y el padre fray Mariano Bravo Zurita; y en medio de variados incidentes transcurrían inútilmente los días hasta que se presentó Montes, ante el cual sé había reiterado la queja de la elección de Andrade y de su incapacidad para concurrir como elector al Capítulo. El pacificador, contradiciendo a Manzanos, decidió que no debían participar en la designación los religiosos contra quienes se había presentado el reclamo, lo cual causó protesta del padre Ferrín, que pretendió salir del Capítulo. De acuerdo con el criterio de Montes, el cuerpo resolvió entonces dócilmente excluir a Andrade y a los definidores, en medio de nuevas protestas y salidas de la sala capitular. Al fin, después de largas instancias, volvieron los religiosos, apellidando empero violencia. En la elección resultó favorecido el padre Bravo Zurita. Los claustros estaban; como la nación toda, en guerra civil.

En 1815, mandó Montes a la Orden de San Agustín que privase de todo cargo a los padres Alejandro Rodríguez, Manuel Solano, Andrés Rodríguez, Manuel Granda, José Tulledo y Manuel Naranjo.

En medio de las dificultades e inquietudes de la lucha, muchos frailes preocupábanse del progreso material y moral, no sólo de su orden respectiva, sino del país. Fray Antonio Albán, mercedario, traía para Quito el reloj público que hasta ahora obliga a llevar la vista hacia la bella torre de la Merced, enriquecía su instituto con   —68→   diversas mejoras y hacía más espléndido el culto; fray José Vinueza, en San Francisco, exigía en enérgicas representaciones, la reforma de los abusos introducidos en su santo instituto, y el definitorio ordenaba que se dirigiesen circulares en tal sentido a todos los conventos; los frailes franciscanos de Pomasqui reclamaban en 1811 que se nombrase para guardián a un religioso ejemplar, a fin de que estableciese la vida común; el padre Joaquín Vásconez, guardián de Ambato, sin recursos propios, con el solo esfuerzo de su celo, había hecho en orden a la construcción de la Iglesia franciscana de esa ciudad, destruida por el terremoto de 1797, más que sus predecesores juntos; el padre Sousa, en su período de guardián aumentaba la ropa de la Iglesia; el padre Solano y el padre fray Manuel Herrera levantaban la enseñanza, harto decaída, del Coristado franciscano, fray Antonio Altuna, en competencia con fray Tomás Mideros, de San Agustín, promovía el conocimiento de la música sagrada; fray José de Jesús Clavijo, doctísimo mercedario, era el más renombrado, profesor de filosofía; beneméritos religiosos dominicanos, como los padres maestros fray Manuel Cisneros, fray Francisco Martínez, fray Sebastián Solano, y los padres fray José Falconí, fray Antonio Ortiz y fray Nicolás Jaramillo, tenían a su cargo el rectorado de la Universidad o de San Fernando y las cátedras en los mismos institutos; fray Santiago Riofrío obtenía, como los dos primeros el magisterio en 1816, por su largo, fecundo y gloriosísimo apostolado en el Copataza; el padre José Prieto Ordo Minimorum misionero celoso, según dice el sabio y erudito historiador reverendo padre José María Le Gouhir (J. L. R.), llegó a descubrir en 1815 el asiento de Logroño   —69→   a los 214 años de su destrucción por los jíbaros; y comenzó la fundación de la Misión de Gualaquiza67. En suma, eran muchos los frailes que triunfaban sobre los peligros del régimen monástico de esa época; o que, aun cuando rindiesen pasajero tributo a la fragilidad humana; procuraban reparar sus extravíos con intensa labor religiosa68.

El 5 de febrero de 1818 y el 17 de diciembre del siguiente año, el rey don Fernando VII expidió cédulas, por las cuales obligó a las órdenes a recapacitar sobre las imperfecciones monásticas dignas de reforma y los medios conducentes a ella. Moviéronle al monarca los informes que el padre fray Andrés Nieto Polo, ya nombrado, elevó el 17 de julio de 1815 respecto al estado de relajación del clero secular y regular de la provincia de Quito. El padre Polo, no sabemos si en venganza de las dificultades que en su orden tuvo, dificultades que le impelieron a abandonar el convento de Cuenca donde era comendador, puso el dedo en la llaga. Por desgracia, conocemos sólo los documentos relativos a las contestaciones de las Órdenes Franciscana y Mercedaria, de los cuales sacamos los siguientes datos.

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La franciscana fue la primera en preocuparse de responder a la Orden Real. El 9 de setiembre de 1818 se reunieron en Quito los padres del consejo y convinieron: 1.° en que habiendo el provincial, fray Vicente Valle, dirigido a su ingreso a la prelacía cartas exhortatorias a la observancia, y «cumplídose sus preceptos en cuanto lo permiten las actuales circunstancias», se dieran certificado de ellas, a fin de que el Rey se instruyese de los remedios empleados, cuando se habían advertido desvíos en los religiosos de la provincia; 2.° en que se reclamara del monarca la observancia de las exenciones y prerrogativas concedidas por la Silla Apostólica a la Religión Seráfica y miradas desdeñosamente por los Juzgados eclesiásticos y reales, que burlaban con su indulgencia las órdenes de las autoridades propias, y 3.° en que siendo muy escaso el número de religiosos europeos, era indispensable que enviase el Rey, «una misión» de religiosos europeos, calificados por los definitorios de sus provincias; para que pudieran alternar con los naturales del país, único medio de evitar que fueran a los cargos prelaticios frailes sin prudencia, instrucción, ni celo. A esta junta asistieron religiosos de las dos parcialidades y naciones, o sea Valle, Sousa Pereira, López, Guerrero, Caicedo, Dávalos, Carvajal, Molineros, Riera y de la Torre.

Como se ve, los religiosos franciscanos evitaron hábilmente discurrir acerca de los defectos de la vida claustral. Empero, indicaron con perspicacia dos de las grandes medidas, sin las cuales era imposible restaurar la plenitud de la disciplina y de la vida religiosas: el retorno al régimen propio del instituto sin intervención de elementos extraños; y el envío, no simplemente de   —71→   religiosos observantes aislados, sino de verdadera comisión organizada de ellos parada reforma.

El 25 de septiembre de 1820 congregó el padre fray Antonio Albán al definitorio de la Orden Mercedaria para conferenciar acerca de las antedichas cédulas. Expusieron en su informe que los conventuales vivían juntos en el claustro bien amurallado; y el prelado velaba a fin de que todos estuviesen en su convento a las seis de la tarde; que las horas canónicas se verificaban con la debida puntualidad; que la Orden había merecido la honra del nombramiento del padre Clavijo para profesor de filosofía en la Universidad y de que muchas familias prefiriesen la enseñanza particular de los frailes a la de los colegios y universidades; que entre los más elocuentes oradores de la ciudad se contaba el padre José Bravo, etc. Enunciaron, a continuación, uno de los más graves defectos de todos los institutos monásticos: la «peculiaridad»69, originada por el excesivo número de religiosos; pero añadieron que ya se había reducido éste en proporción a las rentas. Los regulares, en efecto, tenían su haber propio, su renta semanal que les concedía la Orden, sus bienes particulares: no había refectorio común y cada fraile se industriaba para ganarse la vida por su cuenta y riesgo. Nadie renunciaba a la posesión de su peculio, ni formaba con la comunidad vínculo económico indisoluble.

La cédula real, por lo demás, no debía tener en ninguna orden consecuencia seria: los frailes poco innovaron. La vida conventual continuó anémica. Muchos de ellos, especialmente los   —72→   enfermos, vivían en sus casas: el más ilustre de los mercedarios, el discípulo del santo recoleto Jacinto de Jesús Bolaños, fray Mariano Ontaneda, permanecía en su domicilio a causa de sus dolencias. Otros andaban por los campos, en completa autonomía de vida. El ilustrísimo señor Santander se vio en el caso de ordenar el 6 de febrero de 1822 que todos los frailes, que no ejerciesen coadjutorías, se recogieran a sus conventos en breve plazo.

Nada más peligroso que la desunión de las personas obligadas, por ley de su instituto, al amor recíproco. Los frailes olvidaron, en la época de la independencia (lo repetiremos), los deberes de la caridad cristiana y fueron más rencorosos con sus compañeros que los mismos agentes de la monarquía. En 1819, los padres franciscanos, desempolvando la orden de Montes, privaron de la definitura al padre Antonio Esteban Guerrero y le reemplazaron con fray Manuel Hugo. El presidente Aymerich se vio obligado entonces a anular dicha exclusión, tomando en cuenta que la medida del pacificador fue sólo precaria. Obedecieron «pecho por tierra» los tenaces frailes, pero protestando que recurrirían de nulidad. Aymerich tuvo que enviar al oidor don Juan Bastus para que hiciese cumplir la restitución del padre Guerrero al cargo de definidor.

Si en esta ocasión Aymerich procedió rectamente, no ocurrió lo propio en otras circunstancias. El Capítulo de 1820 removió, por orden de aquel, al guardián de Cuenca fray Ignacio Reyes, en razón de los sucesos políticos de esa ciudad: y mantuvo al padre Mariano Vásconez, que había terminado su período. Para Guayaquil fue designado el fogoso realista padre Querejazu, que andaba   —73→   inquietando a todas las autoridades con acusaciones contra sus cohermanos.

No sólo quedaron los claustros despedazados en su disciplina y espíritu religioso, a causa de las guerras de la independencia, sino también empobrecidos materialmente, por continuas contribuciones. A fines de 1821, el presidente Mourgeon exigió cuantiosa erogación de plata labrada a todos los conventos, que se vieron obligados a sacrificar buena parte de sus mejores joyas de Iglesia. La Orden de Santo Domingo, donde el culto tenía espléndida pompa, perdió entonces el carro del Santísimo y otras alhajas de valor. Muchos conventos tuvieron que malvender inmuebles, para reparar los quebrantos causados por los empréstitos y donativos, exacciones de tropa y tala de sus predios.

Ni padecieron menos las congregaciones femeninas, donde también entró el incendio del patriotismo. La fuga de las religiosas del Carmen y Santa Clara, ante la aproximación de las fuerzas de Montes, hace columbrar que ellas contribuyeron, en su esfera, a la defensa de la patria.

La clausura femenil no era rigorosa. Electo Vicario Capitular en sede vacante el deán Sotomayor, otorgó licencia a los oficiales de la tropa real para que entrasen al Monasterio de la Concepción a festejar la elección de abadesa; y poco después, doña María de Tacón, esposa del Gobernador de Popayán, penetró junto con Montes a los conventos de religiosas, manteniéndose allí hasta entrada la noche70. La «peculiaridad»   —74→   hacía también estragos en la disciplina y en la vida religiosa71.




Conclusión

Vamos a recordar en los capítulos siguientes la triste historia del clero ecuatoriano en los primeros años de la Independencia. Cambiaron los hombres: al patronato regio se sustituyó el republicano; a los Presidentes y Vicepatronos reales, los gobiernos centrales y los intendentes departamentales. Empero, el alma del régimen eclesiástico, el criterio regulador de las relaciones entre las dos Potestades, permaneció inmutable, hierático. Las modificaciones políticas, por trascendentales que sean, no transforman el espíritu de los hombres. La Iglesia había de seguir atraillada por el Poder Civil, ligada a su suerte, como simple pieza del mecanismo gubernamental. Del Cristo Místico, de la sociedad de Dios, había huido, casi por entero, la parte divina: sólo quedaba la faz humana, sujeta a todos los vaivenes de las pasiones, al flujo y reflujo de las olas políticas. Decimos mal, sin embargo: ¿no es, por ventura, en las épocas de desasosiego espiritual, cuando se sienten más la presencia y acción divinas, a despecho de los extravíos humanos? ¿Cómo reconocerían los hombres la divinidad de la Iglesia en esos momentos, si no estuviese más   —75→   patente y tangible la intervención inmediata de su Fundador? Cristo vivía en la Iglesia ecuatoriana, a pesar de las manchas y errores de sus ministros...

La profunda devoción mariana72, la solemnidad extraordinaria del culto, impidieron que el rigorismo jansenista produjese, todos sus dañosos efectos y arideciese por completo la vida religiosa de los fieles. El Sol de la Eucaristía no calentaba a menudo las almas. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, símbolo de su amor, estaba proscrita: la reacción antijesuítica había ahogado esa práctica subyugadora.





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ArribaAbajoCapítulo III

La Iglesia en Colombia



I. Los problemas iniciales

Desde los primeros días de la independencia de América, la Iglesia presenció desconcertada e inquieta el choque de dos tendencias antípodas: consecuente la una con las tradiciones católicas, aspiraba a dejar a la Santa Sede la plenitud de su derecho para disponer, según los cánones y la disciplina eclesiástica, acerca de los negocios religiosos; mecida la otra en los brazos del regalismo y episcopalismo dominantes aun en esa época, pretendía formar Iglesias Nacionales, arreglar libre y arbitrariamente, con prescindencia absoluta de Roma, todos los asuntos político-religiosos y emancipar tal vez a la postre, la conciencia de los americanos de los vínculos de la fe católica.

Esta segunda tendencia que, en casi todos los países de América, tenía representantes y prosélitos, adquirió realce especial en Bogotá: asiento de Virreinato, plaza predilecta para abogados y leguleyos españoles, todos ellos modelados en el troquel roñoso del galicanismo, debió de ir adquiriendo espíritu propicio a la rebelión contra el Sumo Pontífice. Por otra parte, el genio filosófico   —77→   de sus hombres, mucho más inclinados que los nuestros, a la especulación, al análisis de las ideas, a la meditación inteligente de las doctrinas, contribuyó sin duda a dar a los futuros gobernantes de Colombia mayor audacia de espíritu. La enseñanza de filosofía estuvo saturada de cartesianismo, que no podía menos de engendrar propensión a la duda, a la crítica excesivamente libre.

La Constitución de Cundinamarca, expedida el 30 de marzo de 1811, declaró que la religión católica era la exclusiva del Estado y dispuso que, para «evitar el cisma y sus funestas consecuencias», tratara el Gobierno de establecer, «a la mayor brevedad posible y con preferencia a cualquiera negociación diplomática», «correspondencia directa con la Silla Apostólica, a fin de negociar un concordato y la continuación del patronato que el Gobierno tiene sobre las Iglesias de estos dominios»73. Mas, otros actos advertían que la de Colombia corría grave riesgo. La Junta del Socorro (1810) se atrevió a erigir por su propia autoridad un obispado, a nombrar el titular y a conminar con extrañamiento a los obispos que se negaran a consagrar al electo: era la negación del primado del Papa y de su privativo derecho a conferir el carácter episcopal. Febronio hablaba por boca de la junta.

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Punto céntrico de todas las disputas fue desde entonces el patronato: ¿se debía considerarlo como prerrogativa inherente a la soberanía, o como mera concesión pontificia? Si lo segundo, ¿los pueblos de América sucedían, por la sola virtud de su separación de la Metrópoli, en los privilegios que la Santa Sede otorgó a los Reyes de España y no habían menester de nuevo arreglo con aquella? He aquí el dolorosísimo problema que durante más de cuarenta años atormentó a las flamantes nacionalidades y les puso, si no en el abismo de la herejía y del divorcio con Roma, al borde del precipicio.

El Congreso de Tunja (abril 24 de 1813) apeló a recurso muy peregrino y sospechoso, a fin de desatar el nudo de la dificultad: el de reunir una asamblea eclesiástica que enunciase sus pretensiones, «marcadas con el consentimiento del clero y deseos del pueblo», y las sometiese luego al Santo Padre. El legislador pretendía sin duda transplantar a Colombia las reuniones de fieles de la Iglesia constitucional de Francia, e imitar el descabellado proyecto de las Cortes de Cádiz de reunir un Concilio Nacional74.

Urgidos a que dieran su parecer, los gobernadores del Arzobispado de Bogotá contestaron, a la larga, que carecían de facultades para tal convocatoria, y que los inconvenientes de ella serían difíciles de remediar. En sustitución de esta idea, proponían que el Congreso se juntase con el gobierno de Cundinamarca y con los prelados del Arzobispado para acordar lo que debía representarse a Su Santidad. El cabildo, por su   —79→   parte, manifestó sagazmente que el único competente para llamar a dicha reunión era el Arzobispo, ilustrísimo señor Sacristán, a quien la junta había impedido que viniese a asumir el oficio pastoral, no obstante las admirables prendas que le adornaban. Aquel fue uno de los más graves yerros religiosos de los patriotas granadinos.

Por su parte, el colegio electoral de Cundinamarca, reunido el 24 de julio del mismo año, consideró la gravedad de los males que traía la duda sobre la sucesión del patronato; y pretendió haber encontrado un medio que conciliaba opiniones y desvanecía escrúpulos. Ese medio fue que el Poder Ejecutivo tratara a la brevedad posible de llegar a acuerdo provisional con la Potestad eclesiástica en cuanto al derecho de patronato.

Después de muchas idas y venidas, nada resultó en limpio de la iniciativa tomada por el Congreso en Tunja cansados éste, y el gobierno de requerir la celebración de la asamblea, acabaron en hora buena por renunciar a la ejecución de su proyecto. Y al fin y al cabo, era de aplaudir que no se realizase; porque, ¿cuántas tentativas cismáticas y cuántos propósitos anticanónicos no habrían podido surgir de la convocatoria de aquel clero desgarrado por sinnúmero de disensiones?

Los gobernadores del Arzobispado, para prevenir conflictos de jurisdicción, proveían interinamente en esa época, previo consentimiento del gobierno civil, los beneficios eclesiásticos. Dicha solución transaccional aseguró la tranquilidad de las conciencias de los beneficiados y la de los fieles, que de aquellos recibían gracias y sacramentos.

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No se observó la misma prudente y conciliadora conducta en lo tocante a diezmos, en que creían también los gobiernos americanos haber sucedido a los Reyes de España, como uno de tantos privilegios del patronato.

«Sin embargo de los clamores de los eclesiásticos, dice Restrepo, principalmente del Capítulo Metropolitano de Santafé, el Congreso, los Gobiernos provinciales sostuvieron sus derechos con firmeza, y continuaron administrando los diezmos y repartiéndolos del mismo modo que en la época de la Monarquía. Estaban persuadidos con mucha razón que cumpliendo con las cartas impuestas de sostener el culto y el clero, como en efecto lo hacían los Gobiernos republicanos, no podría darse mejor destino al sobrante de los diezmos, que emplearlo en beneficio de los mismos pueblos, defendiendo su independencia y libertad»75.



Los pleitos entre las dos autoridades, especialmente entre el general Nariño y el Cabildo de Bogotá, las largas discusiones e informes de los diminutos congresos de la época, convertidos durante la guerra en especie de conciliábulos que llevaban el germen de la rebelión y del cisma, dieron margen para que se creyera que la religión naufragaba en Colombia.

«Si hubo algunos clérigos y frailes que persuadiesen al vulgo ignorante que la religión católica iba a perecer con la revolución y que todos los republicanos se convertirían en otros tantos herejes, la culpa, expresa el sabio Groot, la tenían los que daban materia para juzgarlo así; y la prueba de todo lo que tenemos dicho en este sentido la encontrará el lector en la proclama de Morillo expedida en Cartagena»76.



Sin embargo, era vilísima estratagema política la de Morillo, porque nadie trató más desapiadadamente   —81→   a la Iglesia que él mismo. Su actitud fue parte poderosa para que muchos sacerdotes y prelados, adictos antes al Rey, acabase por aceptar la independencia. El mismo monseñor Sacristán (alma generosa y profundamente evangélica), que procuró en su brevísimo gobierno, poner óleo sagrado de caridad sobre las ensangrentadas heridas de la Iglesia granadina, dijo un día: «No me extraña que haya en el país tantos patriotas, cuando hay tantos perseguidores». Allá como aquí, el Real Patrono desterraba frailes y clérigos, encarcelaba a los gobernadores del Arzobispado y ocurría a los más anticanónicos procedimientos para someter a la Iglesia, aliada fiel de la libertad americana77. Morillo no era sólo «asoldado semiincrédulo», como le llama indulgentemente el padre Leturia, sino perseguidor encarnizado y grotesco, en la forma, de la martirizada Iglesia granadina.

Mientras los patriotas, en medio de sus reveses y vicisitudes, se preocupaban con angustioso afán de regularizar la situación de la Iglesia americana; Pío VII, prisionero de Napoleón en Fontainebleau, ansioso de recobrar su libertad, volvía apesadumbrado los ojos al nuevo mundo. En 1814, expresaba al Duque de Bassano, para que lo transmitiera al agente diplomático de Venezuela, don Manuel Palacio Fajardo, su sorpresa de que los acontecimientos de la Revolución americana no le fueran participados, «por el órgano de un hijo de aquellos países, en que la   —82→   religión era un poderoso agente del modo de obrar». Por una como intuición de amor, América y el Pontificado, suspiraban simultáneamente por estrechar sus relaciones recíprocas. Ese mismo glorioso Pontífice, que había conocido y tratado a Bolívar en 1805, debía ser el que entablara las primeras negociaciones con Colombia para definir su situación eclesiástica.

Tan pronto como comenzó, en efecto, a esclarecerse el caos de la Revolución americana y los triunfos de Bolívar auguraron que la bandera de la libertad flamearía muy pronto sobre todas las grandes cimas de los Andes, los antiguos ensueños de los patriotas de acercarse al Papa renacieron con vigor. El 15 de febrero de 1819 se instaló el Congreso de Angostura, a quien dirigió Bolívar mensaje luminoso, obra de genial sabiduría política78. Allí, sobreponiéndose a todas las teorías en boga, echando a un lado las doctrinas de la Escuela de Derecho Natural abstracto, de ese que a inspiración de Rousseau prevaleció en el siglo XVIII, y según el cual las legislaciones podrían dictarse a priori para todos los pueblos; allí, decimos, habló de la necesidad de adaptar los Estatutos del país naciente a la religión,   —83→   inclinaciones, costumbres y modalidades de sus habitantes.

La soberana adivinación política de Bolívar triunfó así de todos los prejuicios de su educación filosófica. Su genio cristiano le elevó más alto que todos los publicistas de la época, al hacerle entrever con la Escuela Histórica que, si las Constituciones no han de ser obras muertas y quiméricas, deben reflejar fielmente el medio geográfico e histórico en que se aplican.

Desventuradamente, el Congreso se negó a consagrar de modo expreso en la Carta el principio de la unidad religiosa, no obstante la petición de los diputados García Cádiz y Ramón Ignacio Méndez (más tarde Arzobispo de Caracas). La mayoría resolvió:

«que no profesando el pueblo de Venezuela otra religión que la católica como única y exclusiva, que hemos recibido de nuestros mayores y la misma que siempre sostendrá el Gobierno, estaba de más está declaratoria, que por otra parte es impolítica en las circunstancias en que estamos, siendo socorridos de toda clase de extranjeros para asegurar nuestra libertad e independencia».



El Congreso determinó, por otra parte, que la comisión encargada de obtener recursos en Londres, se dirigiese también a Pío VII, «no como señor temporal de sus Legaciones», sino como jefe de la Iglesia, a fin de alcanzar ante todo la preconización de obispos. Ya no era el provecho económico que se derivaba del patronato, el que movía a los próceres a volver a Roma; sino el interés supremo de las almas.

Dos ilustres varones fueron honrados con esa comisión: Fernando Peñalver y José María Vergara, a quienes, no obstante el desafortunado suceso de su tentativa, debe imperecedera gratitud   —84→   la Iglesia de América. Los dos patricios recibieron instrucción de proponer a la piedad del Santo padre las bases de un Concordato y el nombramiento de persona suficientemente autorizada para concluirlo con Venezuela.

«La corteza de las instrucciones, ha escrito acertadamente el padre Leturia, es poco diplomática y aun extremada en varias expresiones; pero en su tuétano se esconde una fibra de convicción católico romana, y de sincera altivez que jamás se entenderá si no se echa por la borda toda la balumba de filosofismos extranjeros que habían invadido el Continente, y se ahonda en la tradición y en la fe de la raza...»79.



De Londres entablaron correspondencia Peñalver y Vergara con el Nuncio de Su Santidad en Francia; y le encargaron transmitir elegantísima y admirable nota (obra del gran polígrafo y cristiano, don Andrés Bello) en que vaciaron los filiales sentimientos de Colombia para con la Santa Sede, ponderaron la desolación de la Iglesia de América y pidieron oportuno remedio. Hablaban allí de la escasez de sacerdotes, de la falta de obispos, de la dificultad que tenían los fieles para recibir sacramentos, contraer legítimos matrimonios, etc. y no dudaban en afirmar que, «si siguen diez años más padeciendo tales males, es de temer poco menos que la ruina total de la religión». Pastores, decían, «pastores, Santísimo Padre, es lo que piden nuestros conciudadanos, pero pastores que miren por la dignidad sacerdotal y que ofrezcan a la patria enferma el refrigerio de la paz y la caridad cristiana; no pastores que enconen y desgarren sus heridas». Insinuaban; por tanto, que Su Santidad se dignara de nombrar para obispos y arzobispos, a las personas que   —85→   presentasen los gobiernos de Venezuela y Nueva Granada; que su consagración la efectuase cualquier obispo católico de América septentrional; de Inglaterra o de otra región; y que los prelados pudiesen designar como párrocos a los sacerdotes propuestos por los mismos Gobiernos. Hábilmente se reclamaba, pues, gracias inherentes al patronato, sin hablar de él.

Aun no se conoce la respuesta que, sin duda, dio el cardenal Consalvi, Secretario de Estado, al Nuncio en París. Colúmbrase, empero, que el insigne diplomático se negó a admitir por entonces la representación oficial de los legados colombianos y a conceder el nombramiento de obispos propietarios, por presentación de los respectivos gobiernos. Ambas cosas habrían significado prematuro reconocimiento de los nuevos Estados, en días en que la Santa Alianza miraba la independencia de América como fruto del espíritu antirreligioso nacido de la Revolución Francesa80.

A pesar de haberse negado la Santa Sede a reconocer de plano a los nuevos países, todavía en plena beligerancia con la Metrópoli, mostró desde entonces no sólo benevolencia para ellos, sino ardiente preocupación por su suerte y porvenir religiosos; y dio instrucciones llenas de tacto y prudencia, para que se tratara con blandura y miramientos a los representantes americanos.

Tampoco tuvo éxito la comisión confiada por Bolívar y el mismo Congreso de Angostura a don Francisco Antonio Zea (1820), prócer que pareció de cualidades diplomáticas y que no dispensó importancia alguna a la parte religiosa de   —86→   su encargo, ni hizo nada por acercarse directamente a Roma. Como el Nuncio en París hubiese adoptado en cuanto a Zea actitud enteramente uniforme con la de sus colegas acreditados en esa gran ciudad, Consalvi se vio obligado a escribirle estas notables palabras:

«No pretendo con esto que deba tener Usía conducta diversa de todos los otros gobiernos de Europa y sus Ministros, sino únicamente hago la reflexión de que el doble carácter del Santo padre en lo espiritual y temporal le colocan, por el lado religioso, en una posición más delicada y embarazosa, que a todos los demás soberanos, por razón del daño que puede acarrear a la religión el enojo de una repulsa, y obligan por tanto a procurar no aumentar la exacerbación con el modo».



Y en carta al Nuncio en Madrid, después de indicar la necesidad de que los obispos americanos llegados de América diesen detallada relación de sus diócesis, alegrábase en cierto modo de los destierros de aquellos, para que la Santa Sede pudiera informarse directamente de los problemas religiosos de nuestro continente. Y añadía:

«El deseo de todas estas noticias proviene de la solicitud por todas las iglesias de que el Santo padre está encargado y del celo en todo y por todo particular, que anima el corazón del Santo padre para con los fieles de América, los cuales por causa de las agitaciones políticas en que hace años se hallan arrastrados, deben encontrarse en gravísima necesidad. No tiene su celo, como observo, necesidad de estímulo, pues en su despacho 2099, apunta que la fe en América corre el mayor peligro, si no se llega a obtener de las dos partes beligerantes que, sin, perjuicio alguno de sus recíprocas razones, la Iglesia ejercite libremente su autoridad independiente, de modo que pueda proveer al remedio de las necesidades espirituales de los fieles. Espero que cultive con diligencia este saludable pensamiento, y que del negocio importantísimo   —87→   de la América Española haga objeto de particular y no interrumpida correspondencia»81.



El Pontificado se inclinaba, pues, inquieto y desasosegado, lleno de paterno amor, para oír los latidos del despedazado corazón de América.

La actitud irreligiosa que, a partir de 1820, asumen los liberales españoles, instigados por la masonería82, y los constantes triunfos de las armas libertadoras dieron poco a poco mayor precisión a la política religiosa de Pío VII y del Cardenal Consalvi, que no en vano llevó el nombre de Hércules. A raíz de la llegada del diplomático y arcediano chileno Cienfuegos, Consalvi escribió al encargado de negocios de España, Aparici:

«[...] cree S. Beatitud no poder dejar de exponer a V. E. que él, como padre común de los fieles, no puede negarse a prestar oídos a quienquiera que venga a exponerle lo que toca al estado de la religión, aunque sin entrar por ello en relaciones algunas políticas que puedan ofender los derechos del legítimo soberano».



La Santa Sede deslindaba así claramente sus deberes como Príncipe temporal en las relaciones con los demás Soberanos, de sus obligaciones como Jefe de la Iglesia, en lo tocante a las cosas espirituales.

Volvamos, empero, atrás para contemplar cómo se complicaba el cuadro religioso de la Iglesia colombiana.



  —88→  
II. El congreso de 1821

No bien consolidada la independencia granadina con el magnífico triunfo de Boyacá, creyose por algunos que era tiempo de hacer lo que no se había podido obtener mientras duró la guerra. Hablamos de la propaganda irreligiosa.

No obstante haber sido el clero, con la palabra y la influencia y hasta con sus auxilios pecuniarios, la llave maestra de la revolución, se le calumniaba desde 1820 en las gacetas oficiales de Nueva Granada, considerándole (al hilo de cuanto aseveraban los liberales españoles) como sustentáculo del despotismo. Hacíamos la guerra a España, pero los liberales de ella enseñaban irreligión a los noveles pensadores de Colombia.

La prensa clamaba por la extinción del Santo Oficio, contra el cual se había pronunciado el pueblo desde los primeros días de la libertad, no tanto por lo que tenía de religioso, sino por sus aspectos políticos. La inquisición, instituto ante todo civil, estaba harto desacreditada a la sazón, a consecuencia de condescendencias, parcialidades y hasta ambigüedades de doctrina.

El clero, por desgracia, no se mostraba unido para la defensa de los intereses religiosos. Clérigos hubo que, como antaño, hacían carantoñas al Real Patrono para conseguir ascensos, así ogaño halagaban al pretendido sucesor de las regalías y canonizaban todas sus desmedidas ambiciones. Frailes y clérigos entraban a las logias, en las que presidió primeramente el general Santander y luego el Ministro de éste, doctor Castillo, y que eran focos de desembozado liberalismo irreligioso, fomentado   —89→   por diplomáticos y masones norteamericanos. Y hasta hubo frailes (los cita Groot) que sin disimulo hicieron propaganda de impiedad o, cuando menos, de desconocimiento de los derechos pontificios. Cabeza de todas las tentativas cismáticas era el doctor Juan Nepomuceno Azuero, canonista de Santander en la defensa del patronato, vinculado a una familia de enemigos y asesinos del Libertador.

Azuero había evacuado la consulta del Vicepresidente, como para preparar la labor del Congreso de Cúcuta. El malaventurado clérigo daba allí quince y raya a todos los más desenfadados regalistas españoles. A su juicio, no sólo no era concesión pontificia el patronato (cosa de la que muy pocos dudaban), sino que, al contrario, los privilegios del Papado aparecían como meras gracias concedidas por los príncipes, que los Pontífices habían acabado por apellidar derechos suyos. En defensa del patrono, el clérigo trastornaba todos los términos del problema y excedía en celo a los más ardientes abogados del absolutismo religioso en los nuevos países.

El 6 de mayo de 1821 se instaló en la ciudad del Rosario de Cúcuta el Congreso constitucional, bajo la presidencia del doctor Félix Restrepo. Tenía como Vicepresidente a aquel insigne varón que había encaminado felizmente las negociaciones con Roma: Fernando Peñalver. El Congreso fue, sin embargo, en lo religioso, verdadero enigma, donde se observaron francos contrastes.

Por una parte, suprimió de la Carta todo artículo referente a la religión del Estado, yendo así más lejos que la Constitución española del año 12, la cual había escrito: «La religión de la   —90→   nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra»83. Expidió, además, otras disposiciones no sólo peligrosas, sino evidentemente dañinas. Mas, de otro lado, determinó que se formara una junta eclesiástica compuesta por los prelados diocesanos y los representantes de los obispados, para acordar los términos en que había de celebrarse el Concordato con la Santa Sede y arreglarse provisionalmente el modus vivendi entre las dos potestades. Tomó asimismo otras providencias que manifestaban espíritu religioso, bien que irregular en sus formas e inconexo en sus proyecciones y consecuencias. Así, la Asamblea estuvo oscilando entre el laicismo de la Carta y el sentimentalismo religioso.

Pocos entre los diputados alcanzaron a columbrar los peligros de la falta de artículo constitucional sobre religión. Sólo nos ha transmitido la historia los nombres de Otero y Estévez, y el del doctor Manuel Baños, a quien expulsó el Congreso por haberse negado valerosamente a firmar la Carta a causa de ese insidioso vacío84. Aun el Obispo de Mérida de Maracaibo que, a la época de la suscripción, era Vicepresidente   —91→   del Congreso, fue partidario de que no se incluyese ninguna disposición sobre ese punto en el Estatuto, por creerla innecesaria, incondecente a la misma religión y ofensiva al catolicismo de los pueblos colombianos. «El lenguaje inconsiderado, por no decir blasfemo, la religión es del Estado, tenga lugar para con el bárbaro e incrédulo...». En suma, el buen prelado, escaso en nociones de filosofía política, temía que a pretexto de protección de los intereses religiosos, se menoscabara la libertad de la Iglesia. Otros diputados patrocinaron la misma supresión por motivos antagónicos: querían tener a la Iglesia bajo su tutela, pero sin establecer constitucionalmente los deberes del Estado para con ella85.

Dos tendencias antitéticas se fundieron, pues, en Cúcuta para impedir que se definiese de manera clara la verdadera posición de la Iglesia. Desde entonces su situación fue sobremanera equívoca; y lo habría sido más, si sobre las discusiones teóricas y las imprecisas ideologías, no hubiera prevalecido el juicio práctico y la genial perspicacia de Bolívar, ángel tutelar de la Iglesia colombiana.

El obispo Lasso, que a la sazón era tan ardiente patriota como antes apasionada realista, tuvo el desengaño de ver, a vuelta de cortos días   —92→   que Santander y Castillo, los venerables Presidentes de la Logia, sostenían que el Estado estaba en legítima posesión y goce indiscutible del patronato. Había pedido el ilustre Pastor que se interpretara, extendiéndolo a caso no claramente previsto, el artículo 8.° del reglamento provisional del 3 de enero de 1820 dictado por el Congreso de Venezuela, artículo que decía:

«Mientras que por un Concordato con la Santa Sede se arregla todo lo concerniente al Patronato eclesiástico, los Vicepresidentes se ceñirán a manifestar que los nombrados para Provisores, Prelados regulares, Vicarios foráneos, Curas Párrocos o Doctrineros son o no de la satisfacción del Gobierno, para que se proceda a la posesión o nuevo nombramiento».



Castillo transmitió la nota del ilustrísimo señor Lasso al Congreso, reconociendo que ciertamente eran indispensables tanto el Concordato como el nombramiento inmediato de Legados para suscribirlo. Agregó, empero, que en su concepto el gobierno de la República poseía «títulos más legítimos al Patronato que los que ha tenido el Gobierno español». Según Castillo era el pueblo el verdadero patrono, en representación del cual ejercían antes los Reyes el referido derecho.

La exposición del Ministro contenía errores sustanciales; y aun en la forma manifestaba animadversión al Pontificado, al cual con sacrílega audacia zahirió sarcásticamente por «sus concesiones con el aire de graciosas»al Poder Civil.

Puesto el Congreso en el caso de decidir sobre la apelación del Obispo, aprobó el parecer del Gobierno, pero sólo «hasta tanto que se celebrara con la Silla Apostólica un Concordato sobre este grave negocio». Autorizó al mismo tiempo al Ejecutivo a fin de que hiciese con los prelados   —93→   arreglos precarios sobre provisión de prebendas, «para el efecto de calmar escrúpulos, y sin que se entienda que esto envuelve ni la renuncia del Patronato, ni una confesión de que no lo goza el Gobierno». La necesidad política de la concordia obligaba al regalismo colombiano a navegar en las turbias aguas de la indecisión, buscando compromisos entre tendencias discordantes: las de una parte del clero y las del Poder.

El 17 de setiembre se dictó desatentadamente la famosa Ley de Tuición con el «fin de conservar en toda su pureza la religión católica, apostólica, romana». Cualquiera creería que se trataba de alguna medida extraordinaria en favor de la Sociedad espiritual o de la concesión de gracias, exenciones y privilegios. Mas, desengáñese el lector: lo atractivo del título no se encaminaba sino a ocultar el tenebroso meollo de la parte dispositiva, en la que se atribuía el Estado el derecho de legislar sobre la disciplina externa de la Iglesia y se suprimía en seguimiento de la constitución de Cádiz, el Santo Oficio. La prohibición de libros venía a ser asunto meramente administrativo: el gobierno tomaba a pechos la reglamentación, no para contener la propaganda irreligiosa, sino para impedir que otros la contuvieran... ¡¡es decir, para fomentarla!!

Por ordenar las cosas religiosas, la Asamblea de 1821 las desordenaba y atropellaba; por crear, amontonaba ruinas; a título de proteger a la Iglesia, la ataba de manos. Esto significaban también los artículos 2.° y 3.° de la indicada ley de 17 de septiembre, por los cuales se dispuso que los Obispos, asumiesen nuevamente las funciones de vigilancia, prevención y castigo que antes ejercía el Santo Oficio; y se restringió la competencia   —94→   episcopal en causas de fe a los casos en que se tratase de nativos de Colombia o de extranjeros inscritos en los registros parroquiales. ¿No equivalía esta medida a sancionar la libertad de cultos?

Con el objeto de promover la educación pública, suprimió el Congreso de 1821 los conventos menores, o sea aquellos que no tuviesen ocho religiosos86, y aplicó sus bienes a los colegios. Magnífica habría sido la supresión, si se hubiese contado con la aquiescencia de la Silla Apostólica, única autoridad competente para dictarla; y decimos magnífica, porque en esos conventillos la relajación era muy a menudo escandalosa e inverecunda. Mas, el Congreso se introducía en cercado ajeno, ponía mano en el Santuario y legislaba sobre asuntos extraños a su jurisdicción meramente temporal. Por otra parte, ¿qué título tenía para adjudicar los bienes a los colegios? ¿Habían desaparecido acaso las órdenes, a que pertenecían los conventos menores? Para el fomento de la enseñanza se acudía a la expoliación de capitales legítimamente adquiridos. Y la medida ni siquiera tenía aspecto de originalidad: esta ley y la que se expidió pocos años después, postergando la admisión de novicios hasta la edad de 25 años, no eran sino simple copia de la famosa ordenanza francesa de 24 de marzo de 1768, preparada por la llamada Comisión de regulares87. La vinculación de nuestro cesarismo   —95→   religioso con el galicanismo se demuestra así con meridiana claridad.

Otras leyes merecerían también reproches por extrañas al ámbito de acción del Poder Público; empero, su propósito patriótico y de cultura las hizo aceptables. De estas fueron la que, corroborando la Real Cédula de 8 de julio de 1816, impuso nuevamente a las Monjas, inclusive las de claustro, el deber de enseñar a las niñas; y la que mandó que cada convento costease un instituto de enseñanza primaria.




III. Negociaciones con Roma. Arreglos provisionales

No bien terminado el Congreso de Cúcuta, el Obispo de Mérida llevó a cabo un acto que había de merecerle fervientes aplausos de la historia y el lauro de la inmortalidad. Con fecha 20 de octubre de 1821 dirigió al Papa una carta incorrecta por el estilo, pero admirable por el fondo, henchida de fe y de veneración, rebosante de inquietud por la suerte de las diócesis colombianas y el porvenir espiritual de estos pueblos. Daba en ella informes, sino minuciosos ni muy explícitos, suficientes para que la Silla Apostólica comprendiese que Colombia había menester de la ayuda paternal del Vicario de Cristo, a fin de sortear los peligros que la amenazaban. Roto el engranaje desgastado que, por medio de Madrid, unía a estos pueblos con Roma, correspondía a la Iglesia americana establecer vínculos directos, que no sólo reemplazasen los antiguos, desviados de los sanos principios, sino que restablecieran las legítimas relaciones orgánicas, interrumpidas por el patronato español. Destruida la mediación   —96→   o vicariato de la Metrópoli, si conveniente en algunos aspectos, funestísima en otros, era imprescindible que los obispos buscasen la forma de reanudar con el Padre Santo la cabal estructura de las conexiones canónicas que debe haber entre la Cabeza Visible y los miembros del Cristo Místico.

La Santa Sede pudo comprender también, por medio del informe de monseñor Lasso que, a despecho de la educación regalista del clero, había en América pastores evangélicos, que armonizaban los deberes del patriotismo con su fidelidad al Pontificado. Al declarar extinguido el patronato e indispensable la regulación completa de las relaciones entre los dos Poderes, y al solicitar instrucciones pontificias, el ilustrísimo señor Lasso de la Vega aparecía como personero fidedigno de los genuinos intereses de la Iglesia americana.

El relato incompleto y oscuro de la desolación que padecía la Iglesia, a causa de la escasez de pastores y clero y de la usurpación incesante de sus derechos, no podía menos de agravar en el corazón de Pío VII la inquietud que habían despertado los informes de Peñalver y los que, en términos semejantemente dolorosos, habían enviado por medio de Pacheco y otros, las Iglesias argentina y chilena. Así el 7 de setiembre de 1822 contestó el Pontífice al señor Lasso de la Vega recomendándole el envío de informes más precisos y manifestándole los sentimientos que le inspiraban las noticias antes suministradas. El Papa fijaba su plan de conducta en estos nobles términos:

«Nos ciertamente estamos muy lejos de inmiscuirnos en los negocios que tocan a política del Estado; pero cuidadosos   —97→   únicamente de la religión, de la Iglesia de Dios que presidimos y de la salud de las almas relacionadas con nuestro ministerio, mientras deploramos tantas heridas como se infligen a la Iglesia en España, deseamos también ardientemente proveer a las necesidades de los fieles en esas regiones americanas, y por tanto queremos conocerlas con toda exactitud».



La carta pontificia fue recibida en Colombia con transportes de indecible júbilo: «se ha consolidado la fe católica de todos, decía en contestación el Ilmo. señor Lasso, la filial confianza ha reaparecido y ha prendido en todos con mayor arraigo de obediencia la caridad paternal de V. S.». Era, en realidad, para la dolorida Iglesia de Colombia, «verdadero don de Dios»88. Santander, desentendiéndose momentáneamente de inveterados prejuicios, la estimó también así; y se animó a escribir, por su parte, al augusto Pontífice, como lo hizo en la célebre carta de 18 de julio de 1822. En ella concuerda con Lasso de la Vega en ponderar los males que había ocasionado a la Iglesia la guerra de la independencia, en la que «nada causó tanta aflicción: a nuestros ánimos como el vernos huérfanos, privados de la comunicación externa con el padre Universal de los fieles y legítimo sucesor de San Pedro». En ese documento comunicó ya a Su Santidad que había nombrado Ministro ante ella al doctor José Echeverría, a fin de celebrar el Concordato.

La muerte de Echeverría paralizó por lo pronto aquel proyecto. Fue en reemplazo designado don Agustín Gutiérrez y Moreno; mas, tampoco pudo ejercer el cargo. La Providencia señaló a   —98→   don Ignacio Sánchez de Tejada para el desempeño de aquella ardua y gloriosa comisión, que tanta honra había de dar juntamente a Colombia y al propio representante.

«Por el talento, discreción, energía y perseverancia, probadas en su larga misión en Roma, escribe Ayaragaray, esta personalidad se destaca sobre todos sus colegas americanos; espíritu complejo con gran riqueza de elementos de acción. Es verdad que sus raras prendas las realzaba el prestigio militar, político y la preponderancia imperial de Bolívar en la Gran Colombia, desbordando aun su influencia sobre Perú y Bolivia. Representaba por tanto Tejada la parte mejor organizada del Continente; había detrás de él una autoridad, lo que no acontecía con otros agentes desquiciados y gobiernos demagógicos. Así Tejada concluyó por ser en Roma el centro de las reivindicaciones de América: varias de las naciones rebeldes le confiaron sus designios y negociados; Bolivia dos veces, y el gobierno de Méjico, con el título de agente privado»89.



Muy acertadamente apunta el mismo escritor argentino que el feliz éxito de la labor de Tejada se debió en primer término al ascendiente de Bolívar: la Santa Sede no pudo menos de inclinarse complacida ante las peticiones de aquel hombre inmenso que, a pesar de las ideas de su época y de su propia educación, no vaciló en emplear toda su influencia con el noble fin de ordenar el caos religioso de Colombia, crear la nueva jerarquía eclesiástica, disciplinar la acción del clero para que fuese útil a la Iglesia y la Patria, y enderezar la enseñanza en provecho de la restauración espiritual de Colombia. ¡Cuánto más habría hecho si el liberalismo colombiano, cuyo jefe era el vicepresidente Santander, no   —99→   hubiese puesto trabas sin cuento a su obra, genial y magnánima!

El año de 1823 se caracteriza por dos iniciativas: conducente la una a definir provisionalmente la situación de la Iglesia colombiana; y la otra a ilustrar a Roma acerca del camino que debería excogitarse para reorganizar las diócesis huérfanas o abandonadas.

Con fecha 6 de setiembre de 1822 dirigió el doctor José Manuel Restrepo, al obispo señor Lasso de la Vega, una nota encareciéndole la reunión inmediata de dos apoderados de las diócesis, conforme a lo dispuesto en Cúcuta, para venir a un arreglo provisional acerca de dación de beneficios y a la fijación de las bases del Concordato. Después de largas dificultades, provenientes del atraso con que llegaron los poderes de algunas de las diócesis, la Junta Eclesiástica comenzó al fin sus labores el 17 de junio de 1823. La presidía el mismo ilustrísimo señor Lasso, alma de la defensa religiosa en esa época caótica, quien había honrado al doctor José Antonio Marcos con la sustitución del poder que le dio la diócesis de Cuenca, al doctor José Guerrero con la delegación del mandato de Panamá, y al doctor Pablo Plata con la del de Quito. Los doctores Marcos y Guerrero, prebendados de los Coros de Cuenca y Quito, respectivamente, concurrían por entonces a la primera legislatura colombiana. Otras diócesis estuvieron representadas por personajes de inseguro criterio: la de Cartagena dio su poder al mismo doctor Castillo, a quien hemos visto empeñadísimo en sostener para Colombia la herencia del patronato real.

Rechazado el primer proyecto, que presentaron   —100→   el ilustrísimo señor Lasso y los doctores Fernando Caicedo y José Antonio Marcos, y el contraproyecto de Castillo, en que, apartándose del verdadero objeto de la junta, se dedicó intempestiva e impertinentemente a defender el mantenimiento de las prerrogativas patronales, mereciendo justa censura del mismo Obispo; triunfó, al fin, siquiera fuese en parte, el buen sentido. El 10 de julio los Delegados firmaron su decisión, en la que reconocieron que la Silla Apostólica era la «autoridad competente para proveer radicalmente al remedio» de las necesidades y acordar con el Gobierno los medios de hacerlo, y determinaron que, entre tanto, se observara en la provisión de canonjías, el procedimiento hasta entonces usado en las oposiciones. Formada la terna por los respectivos cabildos, debía pasársela al Ejecutivo, para que eligiera al beneficiado, cuya institución canónica se daría inmediatamente. Procedimiento similar se mandó seguir en cuanto a la provisión de dignidades; y respecto a curatos se acordó que se cumpliera el decreto de 4 de enero de 1822.

Bastardeó el espíritu del arreglo la declaración hecha por el Ejecutivo, en el artículo 6.° del Convenio, acerca de que no renunciaba a las preeminencias que correspondían a la Potestad Civil90. Si bien prevaleció en parte,   —101→   por consiguiente, la doctrina del Obispo y se reserva al Papa la resolución definitiva, el remedio precario no fue enteramente acorde con los cánones, ni satisfactorio a todos los intereses, ni pudo, en fin, tranquilizar de modo pleno las conciencias delicadas de algunos beneficiados. La Santa Sede se vio obligada a sanear posteriormente las provisiones hechas en virtud del Convenio; y a autorizar la percepción de sus honorarios a los eclesiásticos favorecidos con ascensos y dignidades91.

Empero, más necesaria que el nombramiento de canónigos, era la institución de obispos: en el vasto territorio de la Gran Colombia no quedaban sino tres; y de éstos el de Panamá había de descender muy pronto a la tumba. Restaban, pues, en definitiva sólo dos: el de Mérida y el de Popayán, que debían a la genial sagacidad de Bolívar la permanencia en sus diócesis.

El ilustrísimo señor don Rafael Lasso de la Vega había sido realista, y realista fogoso. La persecución religiosa iniciada en España en 1820 y las doctrinas que los mismos liberales españoles propalaban en cuanto a la soberanía política, fueron parte a disipar sus prejuicios; y la benevolencia de Bolívar, fruto no de mera cortesanía,   —102→   sino de respete a la jerarquía católica y de piedad hacia la religión de Cristo, apresuraron la evolución patriótica del respetable Pastor. Dicha verdadera fue para Colombia, como dijo el general Santander, el cambio de sentimientos del prelado, e inmortales los servicios que le prestó. Si a Bolívar, en calidad de inspirador de Lasso y Jiménez, corresponde la gloria principal de la reorganización de la jerarquía; a los dos Obispos les toca notable participación en la honra y el aplauso, por haber sido fieles y abnegados colaboradores del Genio, en la ardua empresa de la recomposición espiritual del país.

Varón vehementísimo, de ardientes sentimientos realistas, español de nacimiento, el ilustrísimo señor Jiménez de Enciso defendió con energía y con olvido de los cánones, la causa del Rey. Santander declaró vacante el obispado; pero cuando Jiménez se preparaba a abandonar la grey, Bolívar se interpone y en la más hermosa de las cartas, obra admirable de tino político y de fe religiosa, habla al corazón del prelado, le convence de la obligación de permanecer en medio de su rebaño y hace de él, como dice brillantemente el padre Leturia, «el Patriarca del Episcopado de las modernas Repúblicas de Colombia y del Ecuador»92. De él recibieron la plenitud del sacerdocio Calixto de Miranda y Nicolás de Arteta93.

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Tamaña desolación en las diócesis de Colombia la grande, había suscitado viva inquietud en el alma apostólica del ilustrísimo señor Lasso de la Vega. Por esto aprovechó complacido la confianza que Pío VII le dispensaba al pedirle amplias informaciones sobre la Iglesia colombiana para poner de relieve, en su carta de 19 de marzo de 1823, la situación religiosa de estos países.

Explicó en ella el Obispo cómo, siendo lícito el seguir cualquiera de los partidos (el de la República o el del Rey), todo el clero se había dividido y enconado profundamente; en su diócesis aun las monjas habían formado bandos y monasterios separados. Las iglesias habían pasado a manos de simples recomendados, con ruina de la moralidad de los pueblos. Añadió, sin embargo, que esperaba no volvería a repetirse tan grave situación, gracias a la nueva y acertada organización de Colombia. Pedía luego el nombramiento de obispos, la división de las diócesis, comenzando por la de Mérida y la erección de arquidiócesis en Quito. Para el caso de que hubiese duda sobre la provisión de tales vacantes, se permitía insinuar, sabia y prudentísimamente, la elección de obispos auxiliares. Hablaba también de la reorganización de las misiones y de la reforma regular: los institutos monásticos no debían depender de los vicarios de España, sino de sus propios provinciales, reservándose ciertos actos al juicio de un tribunal presidido por el Ordinario respectivo. Por último, el Obispo   —104→   solicitaba el nombramiento de auxiliar para su propia diócesis, acompañando al efecto, otra carta de presentación del candidato, respecto del cual se había puesto previamente de acuerdo con el Gobierno. Si rehuyó, con santa rigidez, acceder al reconocimiento del patronato republicano; no vaciló, en cambio, en negociar benevolentemente el placet gubernativo para los nombramientos, a fin de evitar inútiles choques y resistencias de parte del Poder Civil. Aunque el preclaro obispo no tenía grandes dotes para las bellas letras, poseía corazón evangélico, que le hacía encontrar, como por divina intuición, el camino del acierto en el difícil problema político religioso de Colombia.

Meses después, volvió monseñor Lasso a escribir al Papa (31 de julio). De acuerdo siempre con Santander, y corroborando la solicitud que éste había hecho directamente, propuso en esa nueva carta, el nombramiento de Obispos auxiliares o in partibus para las diócesis vacantes; e indicó los nombres de los doctores Fernando Caicedo y Flórez, José Suárez Aguado, Ramón Ignacio Méndez, Buenaventura Arias, José María Estévez, Manuel Benito Reboyo, fray Mariano Garnica Ordo Praedicatorum, Manuel Santos Escobar y Calixto de Miranda, para las diócesis de Santa Fe, Caracas, Guayana, Mérida (auxiliar), Santa Marta, Cartagena, Antioquia, Quito y Cuenca, respectivamente. Suplicó, en fin, la erección de la diócesis de Guayaquil y la designación del padre José Echeverría, agustiniano, para este nuevo obispado. Casi todas estas propuestas fueron la base para el nombramiento definitivo de obispos,   —105→   que, según veremos más adelante, alcanzó Tejada en 182794.

Como anota el docto padre Leturia, fue acierto providencial de Colombia proponer en aquella época la designación, no de obispos propietarios, sino simplemente in partibus95. Gracias a la prudencia admirable de monseñor Lasso de la Vega y del general Santander, que no extremaron exigencias, pudo comenzar a tramitarse en Roma ese arduo negocio, que de otro modo no se habría incoado. El derecho de presentación, que sólo se refería a obispos titulares, era en aquellos años, «eje central [...] de la contienda entre la Santa Alianza y las democracias hispanoamericanas»96.

Monseñor Jiménez de Enciso propuso al Papa en los mismos días (abril 19 de 1823) una idea que, si se hubiera realizado, habría dado mayor ventura a Colombia católica:

«La situación en que nos encontramos en estas remotísimas comarcas, decía, aunque no sea tan triste, para la Iglesia, gracias a la piedad de sus habitantes, que a diversidad de lo acontecido en Francia jamás maquinaron contra la Iglesia ni los derechos de la Santa Sede, sin embargo no se diferencia mucho por las consecuencias que podrían derivarse si no se las previniese enviando un Legado que trate con la República los dificilísimos asuntos que pueden surgir del cambio de gobierno y que por la inmensa distancia no pueden tratarse directamente con V. S. sin peligro de dilación [...] Ni es creíble que potencia alguna se opusiese a esta medida de V. S. dirigida   —106→   únicamente a la conservación de la Religión, y no a los negocios políticos del reino de España».



Monseñor Lasso de la Vega coincidió en esta idea, según expresó en carta de 20 de julio siguiente a don Agustín Gutiérrez. Si hubiera encontrado apoyo en el Gobierno, si el general Santander hubiera accedido a ella, pronta y eficazmente, como acogió las solicitudes de Lasso; Colombia habría tenido -tal vez- lo que tuvo Chile en aquel mismo año97. Monseñor Juan Muzi, Arzobispo de Filipos, había sido nombrado, con la venia de España, Vicario apostólico de Chile y del Plata; y llegó a Santiago el 6 de marzo de 1824. Su comisión fue netamente espiritual y se extendió a toda América del Sur, como lo manifestó el mismo sucesor de Pío VII, el Papa León XII, al obispo Lasso, en carta de 19 de noviembre de 1823, en que expresó los sentimientos paternales y de particular benevolencia con que miraba a la Iglesia americana98.

  —107→  

El recurso al Vicario apostólico de Chile era sobremanera embarazoso y tardío según anotó monseñor Lasso en su respuesta al Papa especialmente en esas circunstancias «por las disensiones bélicas del Perú». Sin embargo, el obispo de Mérida se dirigió a él; y Muzi trabó relaciones con Bolívar, a la sazón en Huanuco. Desde este lugar, el Ministro general del Libertador, don José Sánchez Carrión, escribió al Vicario la carta de 13 de julio de 1824, una de las más discretas que salieron de pluma americana por aquella época y que expresa de manera fiel e indubitable los sentimientos de Bolívar: «S. E., decía, considerando los derechos del Santuario, al paso que está comprometido en cimentar la Independencia de la Nación, y asegurar su libertad bajo las formas que ella misma se ha decretado, desea vivamente, que su régimen espiritual se determine conforme a los cánones; y que se arregle un Concordato sobre todos aquellos puntos que podrían causar alteraciones entre ambas potestades...». En esta nota no hay sombra alguna de regalismo, lo cual contrasta con lo que pensaban y sentían los próceres colombianos. ¿Se habría expedido la Ley de Patronato, si Bolívar hubiera estado en Colombia en 1824?99



  —108→  
IV. Los congresos de 1823 a 1826

Mientras los Obispos clamaban a Roma, para que viniese en auxilio de Colombia, los legisladores del 23 herían los sentimientos de la nación con toda clase de, proposiciones sectarias, saturadas de liberalismo y regalismo, doctrinas antitéticas en principio, pero que se aliaban frívola y fácilmente100.

Comenzase a discutir la Ley de Patronato, y con la defensa audaz del clérigo venezolano, doctor Osio, pasó en Diputados. En el Senado se le hicieron modificaciones importantes y tuvo noble resistencia en el Obispo de Mérida. Inquieto éste con tantas innovaciones y proyectos sectarios, escribió al doctor Agustín Gutiérrez, plenipotenciario electo ante Su Santidad:

«Aturden las cosas que han propuesto y dicho en las Cámaras impunemente: secularización de religiosos y religiosas, casamiento de ordenados in sacris; disolución del matrimonio por el adulterio, renuncias del fuero eclesiástico; expropiación civil de los diezmos y usurpación de los bienes de las Religiones [...] Mi corazón se oprime [...]».



Se quiso aun suprimir o reducir a muy poco la enseñanza de latín, harto diminuta de suyo, para coartar las vocaciones eclesiásticas. La ley de   —109→   21 de junio mandó que no se exigiesen derechos por dispensas matrimoniales y que el trámite de éstas fuese verbal. Los legisladores se hacían, petulantemente, canonistas, sin tener el sentido de las cosas sagradas... Otra ley sometió los colegios de ordenandos al plan general de estudios y a la vigilancia del Ejecutivo, a quien tocaba expedir el reglamento.

Pero esto fue como nada ante la obra irreligiosa del Congreso siguiente.

Comenzose, a pretexto de proporcionar recursos al Libertador, por facultar la enajenación de los bienes de las cofradías. En vano varios diputados (entre ellos el doctor Marcos, diputado por Guayaquil), y algunos senadores, principalmente el ilustrísimo señor Lasso de la Vega, se opusieron a la sanción de la ley: a duras penas consiguieron que se añadiera un artículo por el cual la venta debía hacerse con anuencia de la autoridad eclesiástica, harto condescendiente por entonces.

El mismo doctor Marcos, clérigo inteligente e ilustrado, propuso que se prohibiese la introducción de libros contra la religión; empero, la mayoría de sus colegas, so color de favorecer la cultura popular, se opuso tenazmente a aquella medida. Y pásmese el lector: la labor de un clérigo, la deshacía otro. El doctor Azuero fue el más ardoroso impugnador del proyecto, así como antes había sido acérrimo defensor del patronato.

Ya para entonces los colombianos que no habían renegado de su fe, comprendían que todos los males y peligros que, en el orden religioso, amenazaban a su patria, provenían de la influencia letal de la Logia. Algunos diputados se   —110→   propusieron obtener del Congreso la prohibición de aquellas sociedades que, en la índole secreta de su funcionamiento, llevan la prueba irrefutable de la índole antisocial de sus fines. Mas, la mayoría se mostró adversa a tal iniciativa.

En cambio la misma mayoría aprobó el 28 de julio la Ley de Patronato, quinta esencia de todas las doctrinas que, en Colombia de Santander, estaban en boga durante esos años en que se incubaba la anarquía intelectual, que dio luego ominoso término a la gran creación del Libertador. Allí se funden y vierten, como las aguas de varias fuentes en su común desembocadura, el viejo regalismo colonial, amamantado en las venenosas doctrinas de los canonistas del siglo XVIII y en las tendencias absolutistas del Antiguo Régimen, el virus de la Enciclopedia y el criterio episcopalista y liberal. En vano el Derecho cristiano de diez y nueve siglos había establecido la independencia y soberanía de los dos Poderes, en sus respectivos ámbitos. La Ley de Patronato, sin embozo, o mejor dicho con maña diabólica, subordina todos los asuntos eclesiásticos al capricho del Poder Civil, establece la preeminencia del Estado, restringe la libertad de la Iglesia a términos inconcebibles, la mutila en sus derechos más esenciales, desconoce las prerrogativas pontificias y hace depender, aun las que acepta, del placet gubernativo. Esa ley fue en Colombia el triunfo de los intereses terrenos sobre los del Espíritu; de las exigencias de bastarda política sobre los fueros de la conciencia; del cesarismo democrático sobre la verdadera libertad cristiana. Donde la conciencia del creyente no está segura, frente a los desmanes del Poder,   —111→   ¿podrá existir respeto de los demás derechos individuales?

Según el artículo 1º. de la ley, la República continuaba en el ejercicio del derecho de patronato que los reyes de España tuvieron en las iglesias de América; y el gobierno quedaba obligado a reclamar de la Santa Sede que nada se innovara al respecto. El Concordato debía celebrarse para asegurar irrevocablemente esa prerrogativa y evitar reclamaciones.

La complejidad del derecho exigía que se ejerciera por distintas autoridades, cuyas facultades respectivas se determinan con extremada minucia en las disposiciones siguientes. Esas autoridades, que entre sí compartían tan vasto arsenal de armas contra la Iglesia, eran el Congreso, el Poder Ejecutivo con el Senado, el Poder Ejecutivo solo, los intendentes, los gobernadores, y las Cortes.

Correspondía al Congreso, entre otras atribuciones de menor importancia, decretar la erección de obispados, fijar sus límites, señalar el número de prebendas en las catedrales; permitir la celebración de concilios y sínodos y la fundación de monasterios; suprimir los existentes; arreglar la administración de los diezmos; dar a las bulas que tratasen de disciplina general o de reforma y variación de las constituciones monásticas el pase correspondiente, so pena de que no pudieran cumplirse; elegir las personas a quienes debía presentarse para obispos; y organizar las misiones.

Al Ejecutivo con el Senado tocaba el nombramiento de las dignidades y canonjías que no fuesen de oficio. Al Ejecutivo separadamente, nombrar la persona que hubiere de asistir a los   —112→   concilios y darle instrucciones sobre los puntos que debiera promover; presentar a los prelados y al Papa los nombres de los que fueren electos conforme a las disposiciones precedentes; proveer los canonicatos de oficio y los curatos; dar o no asenso a los nombramientos de provisores y vicarios capitulares, y a los de provinciales y superiores que verificaren las comunidades religiosas; dirimir las competencias que se suscitaren entre los intendentes y prelados; aprobar las erecciones de parroquias; velar para que no se introdujera innovación alguna en la disciplina exterior de las iglesias colombianas, etc.

Las demás autoridades tenían, en su esfera propia, atribuciones semejantes. Ningún nombramiento eclesiástico, por insignificante que fuese, podía hacerse sin la venia del Poder Civil: los intendentes debían nombrar sacristanes mayores de las catedrales y prestar su asentimiento a los de vicarios foráneos; cuidar que no se cobrasen derechos diversos de los fijados en los aranceles legítimamente aprobados por el Poder Civil, etc. Los gobernadores daban también su asenso a los nombramientos de mayordomos de fábrica de las iglesias parroquiales y catedrales; y a ellos mismos incumbía permitir o no la erección de templos y capillas, aunque fuesen construidos por particulares.

Pertenecía a las Cortes juzgar a los prelados en las causas de infidelidad a la República, resolver los pleitos de jurisdicción eclesiástica, conocer de los recursos de fuerza que se intentaren contra los prelados, haciéndoles levantar las censuras que hubieren impuesto, etc.

Indicábanse en las siguientes disposiciones el modo de hacer efectivas las cismáticas facultades   —113→   que acabamos de indicar. El artículo 16 establece el juramento de los obispos de «sostener y defender la constitución de la República, de no usurpar su soberanía, derechos y prerrogativas y de obedecer y cumplir las leyes, órdenes y disposiciones del gobierno». Según el artículo 17, los nombrados podían entrar en el ejercicio de la jurisdicción aun antes de la institución por Su Santidad.

No se limitaba el Estado a su propio patronato, sino que aun daba reglas en cuanto al uso del de laicos o particulares. El artículo 33 disponía que los vecindarios o las personas que construyesen iglesias, tendrían derecho de designar el eclesiástico que debiera servir de cura y presentarlo al Ejecutivo.

Todos los beneficios habían de recaer en naturales o en nacionalizados en Colombia; pero los obispos debían ser colombianos de nacimiento.

No hablaremos de las disposiciones de detalle, a pesar de que muchas de ellas contienen odiosos trámites. Aun para fijar edictos de concursos eclesiásticos era menester el placet del patrono. La Iglesia, en suma, no tenía libertad alguna en su vida exterior: en sus más insignificantes actos sentía la pesada mano del Poder, que legislaba en órbita propia de ella, se sobreponía a la legítima autoridad y le privaba de elementales derechos.

La Ley de Patronato reglamentó, pues, la irritante tutela del Estado sobre la Iglesia, la supremacía y vigilancia del Poder temporal sobre el Cristo Místico. Aquella era la inversión completa de los principios cristianos. En vez de reconocer el poder indirecto de la Iglesia sobre las cosas temporales atinentes101 a lo espiritual, rationi pecati;   —114→   el Estado sé atribuía dominio aun en las espirituales relacionadas con lo temporal, para disponer a su arbitrio de la conciencia. El Poder Público se convertía en Iglesia, en Iglesia al revés.

La ley era, además, negación radical del primado de honor y jurisdicción del Pontificado romano, al cual apenas si se le dejaba la institución de obispos, privándosele de esenciales derechos para el ejercicio de su divino ministerio.

Al coartar la libertad de la Iglesia, al subordinar el ejercicio de sus legítimos fueros a la venia del Poder Civil, negaba tácitamente la divinidad del Cuerpo Místico, fundado por el Maestro para perpetuar la redención humana. Y no era eso sólo: la ley arrastraba a Cristo, en la persona de sus ministros, a los tribunales, no por actos civiles, sino por funciones espirituales: se mofaba impunemente de sus providencias, al autorizar a clérigos y súbditos desobedientes para llevar a los legítimos superiores al pretorio de las Cortes; atábale en fin, de pies y manos, para que no pudiese proveer al bien de los fieles, sino en cuanto lo permitiesen los caciques, elevados por el Militarismo a la Suprema Magistratura102.

Todo esto se legislaba como en cosa propia, a pretexto de que los gobiernos habían heredado el patronazgo español. Aun concediendo que los Concordatos fuesen tratados internacionales, no habrían sucedido los pueblos de América en los derechos y obligaciones que en virtud de aquellos correspondían al Real Patrono. Es, en efecto, doctrina admitida por numerosos internacionalistas   —115→   que, cuando por ruptura de los vínculos con la metrópoli, se crea una nación, no se transmiten a ésta los derechos establecidos en los tratados que estipuló aquella, salvo los referentes al territorio. Tal es la enseñanza de publicistas tan eximios como Fiore, Heffter, Ullmann, etc., etc.103

Empero, los Concordatos no son pactos internacionales, sino concesiones y gracias que el Poder Espiritual, en su esfera privativa, otorga al Civil, ora gratuitamente, ora como compensación de las obligaciones que éste contrae. Absurdo era, pues, considerar los derechos del patronazgo como atribuciones inmanentes que, en virtud de su soberanía, corresponden al Estado: los había consentido o tolerado el Pontificado, como retribución de los servicios prestados a la Iglesia por los monarcas españoles en la extensión del Reino de Cristo en estas regiones.

Nadie puede obtener el derecho de patronato sino por haber fundado y sostenido una iglesia. Las Siete Partidas declaran expresamente que los monarcas españoles lo tenían por tres razones:

«La primera porque ganaron las tierras de los Moros, e fizieron las Mezquitas Eglesias, e echaron de y el nome de Mahoma, e metieron y el nome de Nuestro señor Jesu Christo. La segunda, porque las fundaron de nuevo, en lugares donde nunca las ovo. La tercera, porque las dotaron, e además les fizieron mucho bien: e por esso han derecho los Reyes, de les rogar los cabildos, en fecho de las elecciones, e ellos de caber su ruego».



  —116→  

He aquí precisado admirablemente en qué consistían y de dónde emanaban tales gracias. Felipe II reconoció expresamente que sus derechos como patrono provenían de las concesiones pontificias; y si habló de costumbres y justos títulos se refirió, sin duda, a los que de las mismas gracias se derivaban. Respecto a las iglesias de América, el patronato provino de la bula de Julio II expedida en Roma el 28 de julio de 1508, en la cual se estableció el derecho de presentación de obispos y dignidades. Mas, a poco fue oscureciéndose el recuerdo del origen de aquellas gracias; y los jurisconsultos, empeñados siempre en dilatar los derechos del Poder Civil, procuraron justificar todos los abusos de éste, de manera que el campo del patronato se extendió inconsiderada e írritamente. Para definir y esclarecer tan anormal situación, se celebraron los Concordatos de 1737 y 11 de enero de 1753: en este último, España y Benedicto XIV determinaron las concesiones que la Santa Sede otorgaba a la postre a la católica monarquía.

La bula de Julio II fue (lo repetiremos) la única fuente legítima del patronato de Indias; sin embargo, fuera de ella se implantaron notorias y gravísimas corruptelas, que jamás debieron enumerarse entre las condiciones de la «disciplina bajo la cual se establecieron las Iglesias de este territorio», como lo hizo la Ley de Patronato. Así se dieron, por la mera autoridad de los Reyes de España, sin conocimiento ni consentimiento del Papa, leyes sobre pase de las bulas pontificias, juramento de obispos, recursos de fuerza, levantamiento de censuras eclesiásticas, etc. Respecto de estos puntos, nada dicen las bulas de erección de las Iglesias americanas, ni   —117→   los mencionados concordatos. No se podía, pues, tener tan manifiestos e irreverentes abusos como parte del régimen orgánico de aquellas.

En cuanto a diezmos, Felipe II dijo expresamente en la ley 37 título 7.°, libro 1.° de la Recopilación de Indias: «De los diezmos que a Nos pertenecen, por concesiones apostólicas, hemos dotado todas las Iglesias de nuestras Indias, Arzobispados y Obispados de ellas, supliendo de nuestra Real Hacienda lo necesario para su dotación, alimentos y congrua sustentación». El sostenimiento de las iglesias se hizo, pues, con el dinero propio de ellas, graciosamente cedido por los Papas al Real Patrono. Nada significaba, consiguientemente, ante los fueros de la lógica; el especioso argumento de Azuero, según el cual la sucesión republicana del patronato se fundaba en el hecho de que las iglesias se habían establecido con fondos del pueblo americano. La Silla Apostólica concedió al Estado los diezmos; y éstos se emplearon en el sostenimiento del culto, erección de iglesias, etc. Los reyes devolvían a ellas lo que era suyo.

Si los Concordatos no son tratados internacionales, en que las partes acuerdan lo conveniente sobre sus intereses comunes; si, aun en el caso de considerarse como tratados, no podían dar origen a relaciones jurídicas entre los nuevos gobiernos y la Santa Sede, por versar sobre derechos meramente personales, que quedaron extinguidos ipso jure para América con la separación de la Metrópoli; si el patronato fue mera concesión y no prerrogativa consustancial a la soberanía civil; si la disciplina según la cual se establecieron las iglesias de América, no justificaba el quebrantamiento de la jurisdicción espiritual; si,   —118→   en fin, los fondos con que aquellas se fundaron, pertenecían en gran parte a las mismas iglesias, ¿cómo podía excusarse la atribución que, por propia autoridad, se hacía el Estado colombiano del patronato?

Si era prerrogativa soberana, ¿cómo se ordenaba reclamar de la Santa Sede la celebración de un concordato, que la «asegurase» irrevocablemente? Si el Gobierno no se creía seguro de su derecho, ¿cómo se atrevía a prejuzgar la decisión de la Santa Sede? ¿Dónde se había arrumbado aquella prudencia y moderación de los primeros días de la separación? Estaban cumpliéndose ya las palabras que García del Río decía al general Santander, en carta de 1.° de octubre de 1823: «La hora de nuestra independencia será la del desencadenamiento de las pasiones innobles, contenidas tan sólo hasta aquí por el temor del común enemigo». Mientras la Iglesia era indispensable para afirmar el movimiento, el Estado le prometía toda libertad; ahora, la hacía esclava...

Alrededor de cuarenta años debían Nueva Granada y Ecuador gemir bajo la coyunda de esa ley sectaria y opresora. El patronato republicano fue la clave; la justificación, la síntesis de todas las medidas legislativas con que se hizo asaz dura y difícil la vida de la Sociedad espiritual. Ella inaugura el período que puede llamarse del Estado Pontífice, o mejor dicho, por lo minucioso de sus reglamentos, del Estado Sacristán. José II vería allí, retratado fielmente, su propio espíritu...104.

  —119→  

Muchos clérigos apoyaron la promulgación de la ley. En el mismo Congreso, el doctor Fernández de Sotomayor pidió certificado de haber contribuido con su voto a forjar cadenas para la Iglesia. El futuro Obispo de Tricala, doctor Talavera105, fue otro de los que sostuvieron la inmanencia del patronato, no obstante la seductora fortaleza con que el Jefe del Episcopado, monseñor Lasso de la Vega, se opuso a él. Aun el ilustrísimo señor Jiménez de Enciso no acertó a ver con claridad el problema del patronazgo. En carta de agosto de 1823 había escrito al general Santander:

«Quedo impuesto de lo que me dice acerca de la declaración del Patronato y desearía que este punto se hubiese declarado de una vez para que tuviésemos una regla fija por donde dirigirnos, pero a bien que la próxima legislatura no tardará mucho y se resolverá este asunto, el más interesante».



Lo que importaba es, no que hubiese regla fija, sino que ésta la diese la autoridad competente, para que no fuera origen de graves problemas de conciencia en clero y fieles.

El gobierno solicitó de los prelados y cabildos de las iglesias catedrales, para humillarlos, expresa constancia de su obediencia a la ley. De casi todos obtuvo completa y dócil sumisión. Entre los que hicieron menosprecio de la autoridad de la Silla Romana y se sometieron mansamente, se contaron los cabildos y provisores de Quito y Cuenca.

Las condescendencias aumentaban a medida   —120→   que se agravaba la imposición del patrono. El provisor de Bogotá, doctor Cuervo, subordinó el ejercicio de las sanciones espirituales al nihil obstat gubernativo; el de Caracas, suspendió a petición del intendente a un sacerdote, por haber predicado contra los masones; el ilustrísimo señor Jiménez de Enciso necesitó vindicarse ante Santander a causa de igual predicación. Éste se reía en secreto de tales gentes. Escribiendo a Montoya, el 9 de agosto de 1825, le decía: «tenemos un provisor más excelente que un buen vino». «El Intendente de Apure ha recogido las bulas contra los fracmasones, mandadas publicar por el Obispo de Mérida, y el de Caracas no se ha prestado a los requerimientos de Suárez para recoger las biblias distribuidas por la Sociedad bíblica». En todas partes, no había sino inextricable laberinto de ideas y sentimientos respecto de las cosas sagradas.

Otras leyes de la Legislatura del 24 -por ejemplo la de Capellanías- pasaron como desapercibidas, ante la mayor gravedad de la de patronato. El Congreso del siguiente año, se ocupó en cambio muy poco en asuntos religiosos. Sólo expidió una ley por la cual quedaron abolidos ciertos impuestos conocidos con los nombres de anatas y medias anatas, que gravaban al clero, y otros decretos secundarios en los cuales, a pretexto de llenar vacíos de la Ley de Patronato, se agravaron y ampliaron las facultades del Estado. Perdido el temor de legislar en el campo propio de la Iglesia, no cabía esperar que el Poder renunciase a sus proyectos y se detuviera a la mitad del camino.

La Legislatura de 1826 comprobó una vez más esta verdad y mostró que los hombres públicos   —121→   habían tomado gusto por la fruta del cercado ajeno. Los Congresos trataban los asuntos eclesiásticos como materia de su propia incumbencia. La ley de 7 de abril de 1826 dispuso sobre esponsales, materia que se tramitaba, como todos los referentes al matrimonio; ante los tribunales eclesiásticos. A petición del Ministro Restrepo, prohibiose, por decreto de 4 de marzo anterior, que se admitiesen novicios en los conventos de hombres y mujeres, antes de los veinticinco años, con el fin harto manifiesto de obstar a las vocaciones religiosas. En vano se opusieron a este proyecto el obispo Lasso de la Vega y el doctor Ramón Ignacio Méndez, integérrimo Arzobispo más tarde de Caracas, a quien satirizó gravemente el senador don Diego F. Gómez, por lo cual acabaron a bofetadas, provocándose ruidoso altercado. Méndez había sido enemigo del patronato; pero, como había aceptado la prebenda que le ofreció el gobierno, Gómez se permitió baldonarle imputándole contradicción. El Senado destituyó al señor Méndez, por haber pretendido (así se dijo) coartar, en la persona de Gómez, la libertad de los Senadores con aquel acto primo, humildemente reparado.

Como la ley de 1821, que suprimió los conventos menores, no se había cumplido en varios lugares -especialmente en los Departamentos del Sur, sujetos entonces al dominio español-, la legislatura del 26 mandó que se la ejecutase en todas partes. Se permitió, además, el Congreso agregar un artículo por el cual venían a comprenderse en esa medida, aun los conventos que sólo con posterioridad al 6 de agosto de 1821 hubiesen tenido los ocho religiosos necesarios, así como los que en adelante no llegaren a ese número.   —122→   Todas estas disposiciones perturbaban el sosiego nacional.

Y si las legislaturas se contenían en la fatal pendiente, no era por respeto a la Iglesia, sino por mera prudencia política. El doctor José Fernández Madrid escribía desde París en enero 30 de 1827: «considero a éstas (las gentes timoratas, fanáticos e interesados en los abusos de la Iglesia) como un cancro, que debe extirparse de raíz o no tocarse». Sin audacia para ninguno de esos extremos, el Estado tomaba medidas menos radicales, ocasionadas, empero, a notorios peligros.




V. Propaganda irreligiosa. Corrupción de los estudios

En cuanto acabamos de recordar, los absolutistas americanos seguían consejos de los liberales españoles. América, independizada, no acertaba a otra cosa que a transplantar la reciente legislación antirreligiosa de la Metrópoli.

Esos liberales, especialmente Argüelles, Villanueva y Llorente, inundaban Colombia con sus libros, saturados de odio contra el Pontificado. Las comisiones financieras, que nuestros países mandaban a Londres y a otros puntos de Europa, se ponían en contacto con esos publicistas y olvidando a prisa rencores de nacionalidad, en gracia a las ideas, les compraban libros y les ayudaban en su maléfica propaganda.

Preciso es reproducir lo que a este respecto escribe Groot:

«Éstos (los liberales españoles y los protestantes de la Sociedad Bíblica de Londres) tomaron por su cuenta el ilustrarnos mandándonos multitud de catecismos y libretos,   —123→   todos, con pocas excepciones, sazonados con la sal y pimienta del protestantismo, el utilitarismo y algunos con el jansenismo. El establecimiento de Ackerman era la principal fragua de tales armas. El señor Moreno, arcediano de Lima, observaba que los emigrados españoles en Londres, tomaban el espíritu de las sectas y aprendían a llamar superstición la creencia de la Iglesia romana: que se empeñaban en traducir al castellano para propagar en América, obras heterodoxas, como si quisieran persuadirnos a ser cristianos emancipándonos de la autoridad de la Iglesia, o a seguir a Cristo fuera del rebaño, que, según nos advierte Él mismo, es uno solo, bajo un solo Pastor. Marchena se atareaba en traducir, aunque pésimamente, los libros más detestables del ateísmo y del materialismo [...] Villanueva y Llorente, el primero en su Juicio de Depradt sobre el Concordato de Méjico; en su Incompatibilidad de la monarquía universal del Papa; en su Vida literaria. El Canónigo Llorente, cuyos escritos respiraban por todas partes los errores de la herejía y de la incredulidad, principalmente en la Apología de la constitución religiosa y en el Retrato político de los Papas... tendían a una con los del español Blanco, apóstata del catolicismo, a persuadirnos que debíamos independizarnos de la Silla Romana»106.


Olvidose Groot de mencionar el influjo de Canga Argüelles, autor, según parece, del Ensayo sobre las libertades de la Iglesia Española en ambos mundos, libro que sirvió de vademecum a nuestros cesaristas, empeñados en atar la Sociedad espiritual a la cadena del Estado, para que como dócil lebrel siguiese mansamente al amo. Publicose el libro sin nombre de autor, por lo cual en otra obra nuestra107, conjeturamos que fuese de Villanueva; mas, de las actas de la Convención ecuatoriana de 1861, se deduce que pertenece a Argüelles, el famoso jefe del Partido   —124→   reformista en las Cortes de Cádiz y amigo de nuestro Mejía.

Argüelles -recogiendo tardíamente las tendencias episcopalistas del siglo anterior-, pretendía insinuar a las Iglesias americanas que volviesen a supuesta disciplina primitiva, de modo que el pueblo designase obispos y éstos, renunciando a considerar al Papa como primado y centro de la catolicidad, le tuviesen apenas como símbolo meramente exterior de unidad. Para ese publicista, «es tal el enlace de las libertades canónicas de la Iglesia y de las políticas de las naciones, que el menor detrimento de las canónicas es un asalto contra las políticas, o un portillo cuando menos que prepara la sujeción ilegal de los pueblos al despotismo civil». ¿Cómo sorprendernos de que los legisladores colombianos, lectores asiduos de Argüelles, en vez de hacer la distinción que su religiosidad les aconsejó en los primeros días, entre la libertad religiosa y la justa libertad política, comenzasen a juntar ambas en sus programas? ¿No era la Libertad, según dijimos al comenzar esta obra, el objeto fundamental de la sociedad política?

La desconfianza de Roma, que principió a ser obsesión de los estadistas colombianos, tenía también su perversa fuente en el libro de Argüelles:

«Roma, escribió allí, mira y mirará siempre como enemigos a los pueblos que obedezcan a gobiernos democráticos, porque sabe que no le es dado ejercer en ellos una ilimitada autoridad; y si alguna vez aparenta deferencia, es cediendo a la fuerza de las circunstancias y mientras consigue sobreponerse».


Ya hemos visto que Villanueva, presbítero ambicioso y turbulento, cuyas peregrinas metamorfosis de ideas conoceremos más tarde, era comentarista   —125→   de otro clérigo, infiel asimismo a su vocación religiosa: De Pradt, que pertenecía a esa raza de hombres como Tayllerand, Montesquiou y Louis, a quienes el galicanismo francés torció el criterio y convirtió en voceros de su enemiga contra Roma. En los libros de De Pradt, antiguo arzobispo de Malinas108, bebieron también los legisladores de Colombia, a par de los de Méjico, las más eficaces lecciones de aversión al Pontificado. Tanto más halagadora se presentaba para estos países la obra de aquel publicista, cuanto que su inquina contra el Papado se hermanaba con refinado odio contra España y con brillantes apologías de la independencia americana; por lo cual la Constituyente de Cúcuta no vaciló en presentarle homenajes de gratitud. Muy significativo es el considerando de este decreto, en que se advierte con evidencia el doble influjo (religioso y político) que ejercían las ideas de Pradt en la naciente Colombia:

«el muy ilustre abate de Pradt, decía, antiguo Arzobispo de Malinas, ha defendido con sus eminentes talentos, a la faz de Europa, la causa del pueblo colombiano, e ilustrado a nuestros propios enemigos con sus sabios escritos, manifestándoles muy de antemano la senda de la razón y de la justicia, que debieron seguir en un siglo de luces, y combatiendo victoriosamente las preocupaciones políticas y religiosas, en que por largos siglos habían fincado su dominio».


(Decreto de 14 de octubre de 1821).                


La influencia de Pradt, como la de Tamburini (promotor del famoso Sínodo de Pistoya, donde   —126→   culminaron las doctrinas febronianas y regalistas), se extendió aun al Sur de América: el doctor Valentín Gómez, a quien comisionó Argentina para informar a Pío VII sobre su situación religiosa, corrompió sus ideas por la conversación y amistad con De Pradt, forjador de adversarios del Papado.

Andando el tiempo, De Pradt avanzó más en sus ideas episcopalistas y febronianas, nombres diversos de una misma tendencia de emancipación de los obispos de su centro de unidad y gobierno. Y en su Concordato de América con Roma, precisó las lecciones de que hemos hablado. Eco de este libro, aparecido en 1825 y de los anteriores del ex Arzobispo, fueron las célebres instrucciones de 9 de marzo de 1826 dadas por Santander a Tejada, en que se le mandaba solicitar que Su Santidad erigiera en Silla Patriarcal la Metropolitana de Bogotá, y que el patriarca, o en su defecto el Obispo más antiguo, tuviera facultad de hacer nuevos arreglos de las diócesis, crear las que fueren necesarias, confirmar a los obispos y conceder el palio a los arzobispos nombrados en virtud de la Ley de Patronato, secularizar religiosos y habilitar a los beneficiados, etc. Fruto suyo también fue el plan mejicano del mismo año, fraguado, dice el padre Cuevas, «a base de los libros del Obispo de Blois, de Monseñor Pradt, Arzobispo de Malinas y del maleante clérigo español Villanueva»109. Allí se incluía asimismo, entre las instrucciones dadas al plenipotenciario canónigo don Francisco Pablo Vázquez, la siguiente:

«negociará también que para lo sucesivo el metropolitano,   —127→   y en su defecto el obispo más antiguo de la República, ratifique las nuevas erecciones, agregaciones, desmembraciones o supresiones de arzobispados u obispados que decrete el congreso general [...] Negociará, por último, que el mismo metropolitano [...] confirme en consentimiento de su comprovincial o comprovinciales, a los que se le presenten según las disposiciones del congreso general para las sillas arzobispales o episcopales que fueren vacando, o que se decretaren».


(Setiembre 4 de 1827).                


En los primeros meses de 1825 llegó a Bogotá un inglés inteligente y ducho, comisionado por las Sociedades Bíblicas de su Patria para la propaganda de la Biblia. James Thompson, así se llamaba, presentose al general Vicepresidente, con carta del Plenipotenciario colombiano Revenga. En corto tiempo, aquel experto propagandista logró conquistar para la formación de la Sociedad Bíblica Colombiana, no sólo a los altos representantes de los Poderes Públicos, sino a los más ilustrados sacerdotes de la arquidiócesis santafereña. Nadie se percató de los peligros de la lectura de la Biblia sin notas: si los doctos necesitan intérpretes y guías para aprovechar tal lectura, con mayor razón los que componemos el vulgo de los cristianos.

En el acta de organización de la Sociedad, vemos los nombres de frailes, clérigos y seglares, todos ellos seducidos por Thompson. Uno de los miembros fundadores fue el doctor Mariano Miño, representante de Quito al Congreso de aquel año, y uno de los primeros heterodoxos de nuestra patria. En ella tomaron además asiento como Vicepresidentes, junto al célebre doctor Castillo, venerable de la Logia, el doctor José María Estévez, futuro Obispo de Santa Marta, y el doctor Juan Fernández de Sotomayor, rector   —128→   del colegio mayor de Nuestra Señora del Rosario. El padre fray Antonio María Gutiérrez, gran propagandista de la Enciclopedia, miembro de la Logia también, fue secretario de la sociedad. Olivos y aceitunos todos son unos: filósofos, masones, amigos de la Biblia, no eran sino heterodoxos, conscientes o inconscientes, francos o solapados enemigos del Pontificado. Y los clérigos, por falta de profundos conocimientos en Teología dogmática, secundaban sin comprender los planes de tan funesta trilogía.

Empero, no era esto todo. Más bien dicho, como indica Groot, había otro elemento peor que aquellos: la propaganda de Bentham. El utilitarista inglés era semidiós en Colombia: su doctrina tuvo más boga y ejerció mayor ascendiente que Rousseau y todos los liberales españoles, febronianos y episcopalistas. El general Santander lo conceptuaba como su libro de cabecera; como oráculo, al cual acudía en los momentos en que la ardua facción de las leyes le dejaba reposo. La opinión de Bentham, aun en materia de política práctica, de política colombiana, era reputada infalible. Para oponerse a la dictadura de Bolívar, el Vicepresidente escribía a José Gabriel Pérez el 8 de febrero de 1827:

«Hablo con conocimiento de las opiniones de escritores ilustres, como Bentham, de Tracy, de Pradt, para quienes el general Bolívar dimitiendo la dictadura, protegiendo la libertad del pueblo y predicando republicanismo, es un hombre digno de la veneración del mundo filósofo. He aquí otros motivos, por qué me he opuesto a una dictadura innecesaria, deshonrosa para Colombia y para el Libertador y vergonzosa para el Gobierno colombiano»110.


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Bentham, de Tracy...: ¡los nombres del plan de estudios del 3 de octubre de 1826! Ya antes, por decreto de 8 de noviembre de 1825, Santander había ordenado que en todos los colegios se leyese la legislación civil por el utilitarista inglés, comentado, agravado por el profesor salmantino don Ramón de Salas, a quien procesó el Santo Oficio en tiempo de Carlos IV, y que sobrepujó, según dice Menéndez Pelayo, en tercio y quinto al original inglés por lo que hace a inmoralidad teórica y materialismo111. Los pocos que comprendían los funestos estragos de la enseñanza utilitarista, en país abrumado por la crisis social y política, necesitado como el que más de reforzar la conciencia cívica mediante austera moral religiosa, alarmáronse con la introducción de Bentham y procuraron que se lo proscribiese de los colegios y universidades. De este número de varones que columbraron los venenosos efectos del utilitarismo fue el doctor Margallo, hombre apostólico, prototipo de pureza de doctrina en el caos de Colombia.

El doctor Azuero, para vindicar a Bentham, de las justas críticas de Margallo, se limitó a manifestar que, si no se enseñaba la moral y la legislación por Bentham, se los cursaría por otros autores igualmente peligrosos:

«Él ha asegurado, decía, que en el colegio del Rosario se enseñan doctrinas más puras que en San Bartolomé; pero allí se han dado lecciones por el Espíritu de las leyes de Montesquieu, y no me sería difícil demostrar que este autor tiene más invectivas sobre materias religiosas que todas las obras de Bentham. Allí se ha enseñado por el Pacto Social de Rousseau, que todos saben como trata a la religión; se ha leído el derecho de gentes por Wattel,   —130→   que como rígido protestante ataca frecuentemente los dogmas y prácticas ortodoxas: hoy día se enseña la ciencia del derecho por Lepage, que contiene también diversos capítulos sobre religión y sostiene vigorosamente la tolerancia religiosa. Estos ejemplos, que estoy muy distante de improbar, persuaden la injusta parcialidad con que se ha tratado de difamar sólo a mí y al colegio de San Bartolomé...»112.

Esto quería decir que en todos los colegios era igual el cáncer: la enseñanza estaba hondamente viciada. En el plan del 26 esos autores analizados por Azuero adquirían carta de ciudadanía. Mandó allí Santander enseñar Filosofía por los sensualistas Desttut de Tracy y Condillac; el derecho público eclesiástico por Lakis, regalista acérrimo, y por el Ensayo sobre Las libertades de la Iglesia española en ambos mundos, obra cuyas malhadadas tendencias febronianas hemos indicado ya; y la historia eclesiástica por Pellizzia o Tomasini. Constánt, Lepage, Wattel, Bentham debían servir para el estudio de Derecho público general. Colombia ignoraba que España, a cuyos prohombres liberales pretendía desatentadamente imitar, acababa (1824) de reformar sus planes de estudio, proscribiendo la enseñanza regalista de Lackis y Cavallario, y sustituyéndola con la de Devoti y Berardi para el derecho canónico113.

Las provincias elevaron representaciones a Santander contra la enseñanza de Bentham; y la Dirección de Estudios, obligada a dar dictamen sobre ella, lo emitió en el sentido de que podía continuar como texto, pero que el profesor debía advertir a los alumnos que tenía cosas inaceptables.   —131→   El doctor José Manuel Restrepo, que ya comenzaba a vislumbrar los maléficos efectos del decreto del 26, autorizado con su ilustre nombre, opinó en sentido opuesto.




VI. Reacción religiosa

La enseñanza de Bentham continuó, empero, contra viento y marea hasta que el 12 de marzo de 1828 la prohibió el Libertador, y facultó a la Dirección general del ramo para que, oyendo el informe de la junta de gobierno de la Universidad, variase los textos de jurisprudencia y teología. Inició así Bolívar la gran reforma espiritual que, de seguro, habría abrazado todos los puntos indispensables para tranquilidad de las almas; si le hubiese dejado tiempo la ardua situación de Colombia, en vía de rápida descomposición. ¡Ya había dado todos sus frutos la anarquía intelectual!

No esperó, pues, Bolívar que la siniestra luz del sangriento 25 de setiembre de aquel año abriese los ojos de Colombia, víctima de sus propias libertades, para enmendar el régimen de los estudios y comenzar la revocación de las leyes hostiles a la Iglesia. El 12 de marzo anterior había mandado también que todos los curas residiesen en sus beneficios; y el 10 de julio había restablecido los conventos menores, suprimidos por las leyes de 1821 y 26, con excepción de aquellos cuyos edificios estuviesen destinados a colegios, casas de educación y hospitales. Ordenó, además, que se dieran a los Superiores de los conventos regulares, todos los auxilios que hubiesen menester para conseguir la obediencia de sus súbditos y el exacto cumplimiento de sus   —132→   deberes, «a fin de que los pueblos reciban de ellos sanas lecciones de moral y de religión y para que de ningún modo la conducta de los religiosos desdiga de su Instituto». Tendía así, por lo menos imperfectamente, a desvirtuar el argumento hércules de los partidarios de la supresión de tales conventillos: el de su postración y aseglaramiento indiscutibles.

El 11 del mismo julio, con el propósito de reorganizar las misiones; suspendió la vigencia de la ley de 4 de marzo de 1826, que prohibió a la admisión de novicios menores de 25 años. Sin embargo, el decreto no alcanzó a librarse del amargo dejo regalista, porque estableció que el número de novicios debía ser fijado por el Gobierno.

El 28 del propio mes restableció en el ejército de Colombia las plazas de Vicarios generales y capellanes, suprimidas por ley de 30 de julio del año anterior. El 6 de octubre, después del atentado parricida contra él, Creador de tantas naciones, dispuso que los intendentes, para designar el número de novicios, oyesen el informe, de los prelados y se atuvieran a las disposiciones del Tridentino. Y el 20, después de recordar que en la tentativa, habían participado universitarios imbuidos de las doctrinas utilitaristas, ordenó, para la reforma del espíritu de la enseñanza, que los jóvenes asistieran a la Cátedra de fundamentos y apología de la religión católica y que se reorganizasen los estudios de latín de moral y derecho natural114. Los decretos escolares   —133→   de Santander, impregnados de solapada impiedad, caían heridos de muerte.

El 30 de octubre habilitó los estudios que se hiciesen en los Conventos de regulares para la opción de grados; y el 8 de noviembre coronó su obra con la prohibición de las sociedades secretas, que sirven «especialmente para preparar los trastornos públicos, turbando la tranquilidad pública y el orden establecido».

Todos estos decretos fueron fruto de nuevo concepto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado; concepto que, contrastando con el vacío de la Carta de Cúcuta, se consagró en el artículo 25 del Decreto Orgánico, con fuerza de ley constitucional, expedido el 27 de agosto de 1828: «El gobierno sostendrá y protegerá la religión católica, apostólica, romana, como la religión de los colombianos»115.

El Estado, gracias a los decretos del Libertador, venía a ser, no meramente creyente o deísta (la Constitución de Cúcuta comenzaba con la invocación del nombre de Dios), sino oficialmente protector de la religión católica. Y, al revés de lo que ocurriría más tarde en el Ecuador, esa fórmula tenía otro mérito: el de no subordinar el   —134→   sostenimiento de la Iglesia al ejercicio del patronato por la nación.

La reforma de los pueblos es inasequible sin la de la educación. El 5 de diciembre de 1829 dictó, por esto, el Libertador un decreto modificatorio del que en el año 26 estableció el plan de estudios: en él se organiza la enseñanza religiosa de la niñez, se dan funciones de promoción e inspección a los obispos, y se nombra a los párrocos para miembros de las juntas curadoras de las escuelas primarias.

Desventuradamente, a aquellas horas la República de Colombia agonizaba los países sucesores de la inmensa creación de Bolívar, no respetaron en todas sus partes la labor de enmienda y corrección de los vicios espirituales de la legislación colombiana, emprendida por el Genio; y Nueva Granada, especialmente, se apresuró a derogar algunas de esas medidas, en forma hiriente para la memoria insigne del padre de la Libertad americana.

El historiador católico no puede menos, de rendirle el debido pleito homenaje de amor y gratitud. Si bien, en los primeros años de su carrera pública, se muestra Bolívar regalista y, en lo político más que en lo religioso, aparece como discípulo de Rousseau, su admirable sentido práctico y la solidez de su fe, latente en el alma a pesar de la liviandad de la vida, le hacen entrever sus deberes de legislador cristiano. Y poco a poco, depura sus ideas, da mayor precisión y enlace lógico a sus proyectos, y acaba en 1828 y 29 por esbozar aquel vasto programa de reflorecimiento religioso del país, que, como advierte el padre Leturia, le presenta como precursor de García Moreno.

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Para juzgarle, no debe atenerse el historiador a algunas expresiones lanzadas en momentos de Exaltación: hay que tomar en cuenta sus actos meditados, en que el estadista se impone al político, y en que, con pleno dominio de sí mismo, a la luz de sus deberes y responsabilidades de Libertador, define su papel en el orden religioso. Si no hubiera gobernado con hombres que representaban tendencias disímiles y a veces antagónicas; si siempre hubiese tenido suficiente libertad para dar expansión a sus ideas; si su ansia de paz y de orden para Colombia, no le hubiera obligado a sacrificar a menudo sus convicciones en aras de la concordia con Santander y otros personajes, el país se habría ahorrado los azares de la lucha religiosa116.

Mas, ya es tiempo de ver, para terminar este capítulo, cómo Roma cooperó a la resurrección espiritual de Colombia.