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VII. La provisión de los obispados

Durante todo el año de 1825, el ilustrísimo señor Lasso de la Vega dirigió repetidas instancias a León XII para que proveyese de obispos a Colombia. En carta de 8 de junio urgiole respetuosamente a ese efecto con la descripción ardiente, pero harto pálida aun, de las dolencias de la iglesia, víctima del abuso de la libertad de imprenta, de la propaganda irreligiosa de la fracmasonería y de la opresión patronal. Insistió,   —136→   además, en la imposibilidad de acudir para el remedio de la situación al Arzobispo de Filipos, que, despedido, había ya dejado Chile. Por último, aludiendo discretamente a las dificultades que el patronazgo español, podía presentar al nombramiento de obispos titulares, volvió a recomendar el de auxiliares. Pidió también una cosa, acaso inasequible por entonces: la erección en Metropolitana de la diócesis de Quito, de acuerdo con el deslinde de los nuevos países. En carta de 18 de noviembre hizo, en fin, bella apología de su compañero de episcopado, Jiménez de Enciso, que compartía su aflicción en lo relativo a la Ley de Patronato, contra la cual, añadía, nada podemos hacer, sin incurrir en la nota de infidencia.

La correspondencia de monseñor Lasso de la Vega debió de ser para el nuevo Pontífice lenitivo de amargura y a la vez inquietante resquemor. España, donde acababa de ser restablecido el absolutismo, y la Santa Alianza estrechaban irreverentemente, cada vez más, a la Santa Sede para que se negara a acceder a las demandas espirituales de América; y las poco tranquilizadoras noticias que iban de estos países, daban mayor fuerza a los requerimientos de los Embajadores de la Coalición absolutista.

Tejada fue la primera víctima de esta labor. Llegado el 4 de setiembre de 1824 a Roma, o sea en los momentos de mayor aflicción para la Santa Sede por la presión moral, atrevidamente eficaz, que sobre ella se ejercía117, encontró graves obstáculos para iniciar su encargo.

  —137→  

La mera noticia de la proximidad de su arribo, había puesto en acecho al embajador Vargas Laguna, para exigir que la Santa Sede no le recibiera: actitud que el mismo Tejada agravó con notorias imprudencias, y reuniéndose con liberales españoles y refugiados napolitanos. Tan desatinada fue su conducta inicial que llegó a creérsele inadecuado para la delicadísima comisión confiada por Colombia. El cardenal de la Somaglia acogiole, empero, benigna, aunque privadamente, ofreciole atender con paternal solicitud sus peticiones y le recomendó que, para el mejor éxito de su misma comisión, se alejara de   —138→   Roma, aunque sin salir de los Estados Pontificios, a fin de evitar así las embarazosas reclamaciones del español. Si bien puso reparos a la actitud del Cardenal, Tejada accedió a retirarse a Bolonia, y luego a Florencia, en virtud de nuevas y temerarias exigencias del Embajador. Un año debía permanecer allí en forzosa inacción, lapso que supo aprovechar para adquirirla altísima circunspección que empleó luego en su labor.

Impacientábase Tejada, y más que él, el gobierno de Bogotá, a causa de aquellas dilaciones. Justificábanse, empero, éstas en fuerza de la grave situación de la Silla Apostólica (que el diplomático colombiano no tardó en comprender), ora por su doble carácter de soberanía temporal y espiritual; ora por los vínculos que tenía con la Metrópoli, que le constreñían con el vigor del   —139→   Concordato a respetar los derechos adquiridos en materia eclesiástica; ora por el aflictivo estado religioso de la misma España y el deber de no empeorarla, precipitando el desenlace de las solicitudes espirituales de América: ora, en fin, por la necesidad de atalayar la evolución de los nuevos países y observar si el flamante orden de cosas se consolidaba. Temíase, además, que la institución de los obispos se tomara como una especie de reconocimiento de los nuevos gobiernos, empeñados en ella tanto por fines políticos como por motivos religiosos. Además, no era esa dilación, meramente negativa: el cardenal de la Somaglia trabajaba simultáneamente en España, por medio del Nuncio, para obtener que ésta, en fuerza del doble papel ya indicado, consintiera en la solución, siquiera fuese provisional de los problemas religiosos americanos. La Santa Alianza, sin embargo, rechazaba toda medida conciliatoria.

Tejada, que seguramente sabía todo esto, escribía al Vicepresidente en setiembre de 1825, desde Florencia:

«Roma desea nuestras relaciones porque le interesan, y luego que pueda entrar en ellas sin temor, lo hará con gusto: cederá cuanto sea posible ceder; y tendremos un Concordato digno de una nación que se ha regenerado a sí misma y de la ilustración actual...».



Y añadía:

«Ya ve Ud. también que podré volver al Estado Pontificio y que preparan mi regreso a Roma. Ya lo esperaba aunque han tardado y lo miro como un encaminamiento al logro de todos nuestros deseos, y como satisfacción que dan al gobierno. Conozco que se toman tiempo para todo, que atienden demasiado a las circunstancias del momento, y que las de nuestro país van teniendo influjo a pesar de la distancia, aunque no todo el que debían tener.   —140→   Nada de esto es de extrañar, así como tampoco extrañaré que ahí se desee más actividad de mi parte y menos dificultades de parte de Roma. Pero para juzgar es menester ver más de cerca»118.



Poco después, en efecto, llegó a Colombia la grata noticia de que el Papa había nombrado a monseñor Buenaventura Arias para obispo auxiliar de Mérida. Fue aquel el primer triunfo de la diplomacia colombiana en el orden religioso, y sobre todo la coronación de la eximia labor del monseñor Lasso de la Vega. Alegráronse los buenos en Colombia, porque principiaba a aplicarse el remedio a la desoladora aridez espiritual del país; y el Gobierno, por su parte, no dejó de regocijarse, si bien por diferentes y menos nobles motivos: en el nombramiento de obispos veía un medio de mantener adicto y leal al Clero.

  —141→  

«Gobierno que puede disponer de gracias, de mitras, canonjías, etc., decía Santander a Bolívar, al darle cuenta de la elección de Arias, debe ser muy querido de los que aspiran a ellas, que en lo general conservan mucho influjo sobre la masa del pueblo».



Con la muerte del embajador español Vargas Laguna y del Zar Alejandro, la Santa Alianza perdió gran parte de su influencia. Francia, por otra parte, se inclinaba cada día más al reconocimiento de los nuevos países americanos. Todas estas circunstancias fueron parte para que el Gobierno español adoptase actitud menos reacia. Y el 3 de mayo de 1826119, el nuevo Ministro de Relaciones Exteriores de España, Duque del Infantado, escribió al Embajador de su mismo país en Roma que el Rey no se ofenderá de que Tejada «sea escuchado como diputado de su cabildo o de un obispo; pero que no le será posible mirar con indiferencia su comisión, siendo a nombre de una llamada República»120. En consecuencia de esta declaración, Tejada pudo permanecer francamente en Roma, no todavía como agente público de Colombia, sino como gestor de asuntos religiosos, sacrificando así noblemente, en aras de los intereses espirituales a él confiados, la vanidad de una representación oficial.

El hábil diplomático granadino equivocose al creer que la Santa Sede celebraría fácilmente un Concordato: el tiempo no era propicio para pacto de esa trascendencia, en que ni España habría consentido, ni Colombia, empecinada en su regalismo, hubiera obtenido satisfacción a sus   —142→   pretensiones de patronazgo. En cambio, halló desde entonces franca y decidida voluntad de arreglar la provisión de obispos, cosa que era, por entonces, la más urgente.

En efecto, ya el 13 de agosto de 1826, la Congregación de Negocios Eclesiásticos extraordinarios dictaminaba en el sentido de que no se debía abandonar la idea de proveer de pastores a las sedes vacantes y de que la provisión se hiciese motu proprio, sin presentación oficial. Una especie de ultimatum de Santander, que amenazó con el retiro de Tejada121, sirvió para precipitar el feliz desenlace de tan arduo negocio, conducido con moderación y tino singulares por el Ministro colombiano; y en diciembre convino León XII en aceptar las presentaciones de Santander y Lasso de la Vega sin hacer, empero, mención de ellas en las bulas de la institución; y con tanta benevolencia procedió el Papa que, ni siquiera se instruyó el proceso canónico, por la confianza que seguramente se tenía en la severidad del prelado de Mérida122. En los Consistorios   —143→   de 21123 y 22 de mayo de 1827 fueron, pues, preconizados los señores Caicedo y Méndez para los Arzobispados de Bogotá y Caracas, Estévez para el Obispado de Santa Marta; el padre Garnica para el de Antioquia, y los señores Escobar y Miranda para Quito y Cuenca124. El doctor Manuel Santos Escobar había muerto a la fecha de la institución; y en su lugar el Congreso   —144→   del mismo año acordó presentar a Su Santidad al Obispo de Mérida, sin duda con la esperanza de que pronto se honraría al egregio Pastor con el palio arzobispal. Al efecto, por decreto del Libertador, fechado el 23 de diciembre de 1828 se erigió en Metropolitana la diócesis de Quito. La aceptación del Pontífice debía tardar, empero, 20 años.

Nos place repetirlo: gracias al ascendiente de Bolívar y a la sagacidad con que había procedido Colombia125, y gracias también al mejoramiento de la situación de la Santa Sede frente a la debilitada Santa Alianza, pudo el Papa hacer nombramientos, no de obispos auxiliares, como se le había pedido, sino propietarios. Colombia obtenía así inapreciable galardón, mientras otros países no encontraron acogida durante largos años para sus imperiosas exigencias y presentaciones de obispos titulares. El plenipotenciario de México, señor Vázquez, protestó en 1830 contra   —145→   el proyecto de Roma de no designar sino obispos in partibus, como ofensa al decoro nacional126.

La Santa Sede se había guardado de comunicar a España su resolución de nombrar obispos para Colombia, temerosa de que tratara de impedir la preconización; y, en cambio, la anunció a Francia, cuyo Gobierno aplaudió dicha medida. Hecha la institución, el Papa la llevó a conocimiento de Fernando VII, quien se indignó y sorprendió de ese paso con el cual, según el ministro Salmón, «La Santa Sede había perjudicado a los intereses de la Corona más que Canning con el reconocimiento». Penosos incidentes de represalia sucedieron a la carta del Papa.

El 15 de diciembre de 1828 fue preconizado Obispo de Quito el ilustrísimo señor Lasso de la Vega; y motu proprio se instituyó el mismo día obispo titular de Mérida al señor Arias, auxiliar de esa diócesis. Este último paso de la Santa Sede dio lugar a desmedidas reclamaciones de Tejada, fundadas en las condiciones exigidas para la nominación de obispos por la Ley de Patronato, cuyo reconocimiento pontificio se pretendíó en vano una vez más.

No faltaron otros conflictos, cuyo origen quisieron los representantes de Colombia imputar a la Silla Apostólica, a pesar de que provenían de la misma Ley de Patronato. Tejada descubrió que varios de los obispos dirigían comunicaciones e informes al Papa, acerca de los negocios eclesiásticos de Colombia. El obispo Estévez, entre otros, había escrito excusándose de la prestación del juramento constitucional en la   —146→   forma enteramente inadecuada prevista en el decreto de 29 de julio de 1827, expedido por el general Santander.

Evidentísimo que tales informes perjudicaban al crédito de Colombia y fueron parte poderosa para que la Santa Sede vacilase en acceder a las exigencias del gobierno. Mas, ¿era lícito imponer silencio a los obispos, a pretexto de evitar que la Silla Apostólica perdiese el buen concepto que se había formado de la nueva República? ¿No era más decoroso derogar aquellas disposiciones, que ponían a los obispos en dolorosa alternativa de cumplir con la ley o de faltar a sus deberes para con el Vicario de Cristo?

Tejada que, por estar cerca del Pontífice, veía las cosas con claridad, aunque a veces su educación regalista le hacía ofender la lógica, trató de alcanzar que su gobierno impidiese la correspondencia de los obispos con Roma; pero aconsejó al propio tiempo que se modificasen los términos del juramento episcopal, ya que ni el monarca español, «había, exigido que se agregara cláusula alguna restrictiva a la fórmula que la Corte de Roma enviaba con las bulas...»127.

Todos estos hechos enturbiaron las relaciones diplomáticas de Colombia con Roma, menoscabo que coincidió con la muerte del Papa León XII y la elección de Pío VIII (1829), Pontífice que se propuso librar a la Iglesia de las ominosas trabas del patronazgo.

Para entonces habían llegado a Roma noticias que hacían conjeturar, aun a los más optimistas, la próxima disolución de Colombia la grande.   —147→   ¿Cómo exigir que el Pontificado se decidiese, en condiciones de tanta incertidumbre y precariedad, a acceder a las demás medidas reclamadas por el gobierno colombiano, inclusive la erección de Quito en Metropolitana? La ruptura de la unión, las disputas entre los nuevos Estados, el asesinato de Sucre, la ingratitud hacia Bolívar, la muerte, en fin, de éste (muerte tan cristiana como era menester para cerrar bellamente su vida heroica), retardaron el arreglo de los problemas religiosos de los tres países sucesores. ¿Qué confianza podía tener el Papa en la estabilidad y seriedad de estos?




VIII. Balance religioso

Al morir Colombia con la separación del Libertador, el balance religioso de los Estados sucesores podía sintetizarse así: de un lado habían conseguido la provisión de las diócesis con varones sincera y profundamente adheridos al nuevo régimen y al Pontificado; se habían acercado a Roma, aunque a veces con peticiones desmedidas y contrarias a los cánones, y le habían hecho ostensible su piedad católica y su anhelo de vivir unidos al Cristo Místico: emancipados de España, no renegaban de la fe que ella infundió con su sangre procera en las colonias de América. La lucha de la independencia en Colombia, si bien fomentó toda clase de pasiones, tuvo la suerte providencial de poner a salvo la creencia católica, y ésta será su mayor gloria.

De otro lado, alcanzada la paz, comenzaban a surgir incontables riesgos para la misma fe. Las sociedades bíblicas, las doctrinas regalistas, la filosofía utilitaria y materialista enseñada en   —148→   las Universidades, la masonería adueñada del poder (si bien no tenía aun toda la malicia de épocas posteriores), el liberalismo irreligioso y la excesiva licencia de la prensa, formaban cuadro sombrío de peligros que amenazaba el orden social de los estados colombianos.

La Iglesia no podía luchar con eficacia contra tan poderosos enemigos, asociados entre sí la Ley de Patronato había puesto pesadas cadenas, doradas a veces, en sus sagradas manos y le había incorporado en el organismo administrativo, haciéndole cuerpo político, parte de la covachuela: ¡Cristo era siervo del Poder! Incomunicada con Roma (aunque los gobiernos conversasen con ella); no tenía los recursos que eran menester para la defensa de la verdad y el pleno desenvolvimiento de la vida espiritual de los fieles.

Largos y ominosos años debían transcurrir así: arrastrados los gobiernos por contrapuestas tendencias; impulsados por la fe hacia el centro de la Catolicidad, pero recelosos de arreglar sus problemas con el Vicario de Cristo por temor de perder influjo sobre el clero, no se atrevieron a romper con inveterados prejuicios y a establecer el régimen de la amistad e independencia recíproca. La ambigüedad de tal posición fue venero inagotable de toda suerte de males para la Iglesia y la Patria.





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ArribaAbajoCapítulo IV

La Iglesia del Ecuador durante la época colombiana



I. El caso del Obispo Santander

Retrato de Leonardo Santander y Villavicencio

Ilustrísimo y reverendísimo señor don Leonardo Santander y Villavicencio, Obispo de Quito

Cinco días después de coronada la independencia del Ecuador en la batalla de Pichincha, donde la espada del insigne general don Antonio José de Sucre alcanzó uno de sus más espléndidos triunfos, reuniose el pueblo de esta capital presidido por el Ayuntamiento, el Cabildo Eclesiástico y el clero secular y regular, para resolver la incorporación del antiguo Reino de Quito a la Gran Colombia.

El acta de aquella magna asamblea es elocuentísimo testimonio del feliz enlace del civismo y de la religiosidad quiteños, para fundar sobre sólido cimiento la patria naciente: ofreciose la ciudad al Ser Supremo y prometió «conservar pura la religión de Jesús como la base de las mejores sociedades». Acordó, además:

«establecer perpetuamente una función religiosa; en que celebrar el aniversario de la emancipación de Quito, la cual se hará trasladando en procesión solemne la víspera de Pentecostés a la Santa Iglesia Catedral la imagen de la Madre de Dios, bajo su advocación de Mercedes, y en el día habrá en ella misa clásica con sermón a que concurrirán todas las corporaciones y será considerada   —150→   como la primera fiesta religiosa de Quito, cuando tiene el objeto de elevar los votos de este pueblo al Hacedor Supremo por los bienes que le concedió en igual día».



El 2 de junio siguiente, conforme a otra resolución constante en dicha acta, efectuose con magnífica pompa la misa de acción de gracias, ante la misma Virgen de Mercedes, patrona y amparadora excelsa de la ciudad. Allí inclinó Sucre reverente su espada vencedora, reconociéndose vasallo de María y deudor de ella por la espléndida victoria. Año tras año recordó a Quito, aun desde Bolivia, la promesa del 29 de mayo. Intendentes tan frívolos y semiirreligiosos como Murgueytio, no olvidaron tampoco esa deuda de amor, robustecida con el juramento cívico de todo un pueblo128.

El júbilo de la victoria vino, sin embargo, a enturbiarse con penoso incidente político eclesiástico, que trajo largo y caótico período de desasosiego espiritual y de discordia religiosa.

El obispo don Leonardo Santander y Villavicencio -lo repetiremos- no había sido nunca bienquisto en su diócesis, ora por su arrebatada adhesión al Rey y al absolutismo, ora por su apego a los bienes de fortuna, del que es suficiente prueba la Exposición documentada que, desde la Habana, dirigió a Fernando VII el 1.° de julio de 1823. El mismo prelado, después de exponer cuánto había hecho por servir a su monarca, dice:

«Aquellas gentes que aborrecían y miraban con la mayor execración a V. M. ¿cómo podrían amar a un Obispo europeo, que a todas las horas les inculcaba sobre este   —151→   amor? Me atraje, pues, por este mero hecho el odio de los malos, que como llevo dicho, son casi todos, con excepción de seis o siete personas...».



Sea por esta causa, o porque comprendiera la enemiga que de antemano le tenían algunos de los jefes de las fuerzas triunfadoras; y dejándose guiar más de su calidad de español que de su condición de obispo católico, pidió el 28 de mayo al general Sucre que le extendiera pasaporte, así como a su prima hermana, doña María de la Salud Labarta y Villavicencio, al hijo de ésta, presbítero don Juan José Díaz, que le servía de Secretario de Gobierno, y a sus familiares y criados. Sucre, en cortés nota, respondiole que, fiel a los tratados celebrados con Aymerich después de la batalla, concedería el pasaporte. Empero, le añadió que «S. I. permitirá que luego pueda hacerle algunas observaciones sobre los términos de su marcha». ¿Se presentaron tales observaciones?

El 16 del siguiente mes entró en Quito el Libertador, después de haber obtenido la rendición de la belicosa e hidalga Pasto129. Aclamole la ciudad cual merecía «el Ángel de la paz y de la libertad colombiana»; y desde entonces le profesó el amor filial y el respeto agradecido qué jamás desmintió en el decurso de la Historia. Bolívar, sobreponiéndose con la acostumbrada magnanimidad a los rencores de la guerra, hizo con el obispo Santander lo que antes había realizado con monseñor Jiménez de Enciso: le convenció de su deber de demorar en su diócesis y le ofreció dispensar «el más generoso amparo   —152→   y protección», según dice el mismo prelado en nota de 2 de julio. Por desgracia, el Libertador tenía necesidad de pasar a Guayaquil, cuya indecisión por entrar en la Gran Colombia le inquietaba hondamente; y se alejó en breve, sin arreglar de manera definitiva la situación del jefe de la diócesis.

Quedó en Quito, como intendente, el mismo glorioso y joven vencedor en Pichincha (frisaba apenas con los veintisiete años), quien no supo ahogar su antipatía contra el Pastor del Obispado. Era Sucre varón religioso; y, en diversas ocasiones acreditó con heroicidad su devoción a Jesús Hostia, doblando ante él la rodilla en medio de las balas enemigas130. Mas, educado entre el ruido de las armas, no había meditado en el papel que el obispo católico ejerce en su grey, a pesar de sus imperfecciones y flaquezas; y no vislumbró la alteza de los motivos espirituales y aun patrióticos que impulsaban a Bolívar a reclamar la permanencia del ilustrísimo señor Santander y Villavicencio.

El 1.° de julio pasó a éste una comunicación acerca del juramento de fidelidad a la República y del empréstito ordenado por el Libertador, para cuyo prorrateo entre el Clero había comisionado el Capítulo diocesano a los canónigos Joaquín Pérez de Anda e Isidoro Camacho.

Respondió el Obispo al día siguiente que estaba dispuesto a prestar el juramento prevenido, de acuerdo con la Ley Fundamental; pero con tres condiciones, o sea: que se lo recibiera en la Capilla de su Palacio a presencia de las personas   —153→   que diputase el intendente para constancia del acto; que se olvidase lo pasado, a fin de que a nadie se pudiera reconvenir por sus opiniones políticas, ni recargar contribuciones a causa de ellas; y que, en fin, tanto a él como a los suyos, se les reputara como ciudadanos colombianos. En cuanto a la distribución del impuesto, representó el ilustrísimo señor Santander que los comisionados antes indicados la habían practicado arbitrariamente, como medida o represalia políticas, sin tomar en cuenta la justicia distributiva, que exigía proporción de las asignaciones con los bienes131.

Indignose Sucre con tales notas, y desde aquel día, hizo cuanto pudo para salir del Obispo y obtener al efecto la aquiescencia de Bolívar. El 21 de julio escribía al general Santander, en términos desentonados que, aunque disculpables por el carácter acaso íntimo de la carta, no corresponden a la grandeza del Héroe:

«Los quiteños son buenos hombres, pero amigos de empleos [...] tal vez los alucina, el Obispo [...] Ese tal Obispo no tiene amistad con ningún oficial nuestro y ha tenido muchas relaciones con los jefes de los Gobiernos del Perú: sus ideas, pues, no se deben ocultar mucho. Yo no sé por qué el Libertador me recomendó conservar   —154→   a este padre tan godo, tan avaro y tan sanguinario; decidido él por nosotros nos sería útil, pero tan enemigo es tanto más perjudicial. Hasta ahora he podido mantener buena armonía con él, pero mañana romperé y muy duro, porque no es posible sufrir sin ser un sote la imprudencia de rebajar en el empréstito la cuota asignada a los clérigos godos hasta reducirlos a la tercera y quinta parte de lo señalado, y subirlo en una mitad a los patriotas. Mañana voy a contestarle para decirle cuantos son cinco; y si el Libertador se molesta, buen provecho. He hecho el sacrificio de servir la Intendencia por obedecer; pero no seré tan loco que la sirva con un enemigo tan poderoso en nuestro seno»132.



Bolívar, que consideraba a Sucre como la única persona adecuada en esas circunstancias para el ejercicio de la Intendencia, acabó por condescender con él y por ordenar, en nota del 17 de julio, que si el Obispo no juraba pura y simplemente la Carta de Cúcuta se le diera pasaporte, porque no podía «permitir la menor alteración en las leyes, ni hacer exenciones en favor de ninguna persona».

Además, algunos clérigos de Quito (tristísima revelación de su decadencia moral) tenían ya fatigado al Libertador con quejas contra el ilustrísimo, señor Santander y Villavicencio. En carta al Vicepresidente Santander, de 3 de agosto, Bolívar se expresaba así:

«[...] toda la gente de corona y cerquillo de Quito ha estado sumamente disgustada conmigo porque no había echado al Obispo que les es muy odioso. Uno de ellos me ha escrito un anónimo lleno de injurias personales a mí por esta misma causa: últimamente el cabildo eclesiástico de aquella ciudad de Quito le ha dirigido una representación al Coronel Sucre diciéndole que hiciese dimitir al Obispo y que si no dimitía, ellos ejercerían las funciones episcopales de hecho. Yo he cedido porque nada me importa que haya o no obispos, puesto que los interesados no lo quieren...»133.



  —155→  

Esta última expresión, de sentido harto equívoco, e incongruente con toda su política religiosa, nos parece fruto exclusivo del amargo desengaño que las rencillas eclesiásticas de Quito habían causado en el alma del Libertador.

Los sentimientos de Sucre eran, por contraste, muy diversos; y bien se advertía que, a pesar de las fórmulas relativamente urbanas de las notas oficiales, tenía el propósito de expulsar al Obispo, por fas o por nefas. En carta de 29 de julio el futuro Mariscal de Ayacucho decía al Vicepresidente:

«Yo creo cada día más perjudicial al Ilustrísimo. No le he querido aun tomar el juramento de la Constitución porque no se llame a colombiano, y que en tanto pueda el Gobierno tratarlo como extranjero y como enemigo, y que se le haga usar del pasaporte que me pidió, y que le conseguí muy luego que llegué aquí, con cuyo paso estuvo muy contento el pueblo».



La única contestación del ilustrísimo Santander al oficio de Sucre en que le comunicaba el parecer del Libertador, fue solicitar nuevamente pasaporte, implorando eso sí que se le dejara el tiempo necesario para que su sobrino y secretario convaleciese o muriese, pues se hallaba gravemente enfermo. Al día siguiente, 31 de julio, enviole Sucre el pasaporte; y el 1.° de agosto, el coronel Eusebio Borrero, secretario del intendente, pasó al palacio episcopal a apercibir al enfermo que satisficiese los dos mil pesos que le correspondían en el empréstito, a lo cual respondió el prelado que no debía ser comprendido en él su sobrino, por tener ya pasaporte para dejar el país.

El mismo 31 de julio transmitió Sucre al Cabildo Eclesiástico la nueva solicitud de pasaporte   —156→   que le había dirigido el Obispo; y la mayoría de la porción republicana del cuerpo, compuesta por los canónigos Maximiliano Coronel, Calixto de Miranda y Joaquín Pérez de Anda, apresurose al día siguiente a asumir el gobierno de la diócesis, en virtud de la separación del Pastor, y a delegarlo, para que lo ejerciera en calidad de Vicario Capitular, al Maestrescuela doctor Calixto de Miranda. De seguida, los canónigos participaron la elección de Vicario al General intendente, lo cual equivalía a reconocer tácitamente la sucesión del Ecuador en el patronazgo español. Sucre, al otorgar el pase, felicitó al cabildo «por, la justicia que ha hecho a las luces y virtudes del señor Miranda».

Merece advertirse que el canónigo don Estanislao Guzmán, que figura como buen patriota en la Representación del Procurador Núñez del Arco, no quiso participar en la junta capitular indicada: prueba evidente de desacuerdo entre los miembros del cabildo que habían aceptado sin reserva el nuevo régimen. Con mayor razón rehusaron adherirse a tan violento como írrito proceder los canónigos Arteta y Batallas, fieles partidarios de la monarquía.

El 2 de agosto, el cabildo mandó tocar las cien lúgubres campanadas con que se suele anunciar la vacancia de un obispado: se repetía la dolorosa escena del año 12 con el ilustrísimo señor Cuero y Caicedo. El cabildo, prejuzgando el fallo del Papa, violaba los cánones e introducía el cisma en la diócesis, por secundar los propósitos del Poder Civil. ¡De cuán distinta manera procedió el Cabildo Eclesiástico de Caracas, después de la salida del ilustrísimo Arzobispo Coll y Prats! A pesar de todos los anticanónicos apremios   —157→   del Poder Civil, no se avino a declarar la vacancia y esperó que la Santa Sede le transfiriera a otra diócesis o que muriera aquel respetabilísimo prelado.

Oigamos cómo juzga la declaratoria el sabio historiador de Colombia don José Manuel Groot:

«Fue un atentado del Cabildo, si no se ha de decir qué todos esos canónigos ignoraban las disposiciones del derecho, pues era evidente que la causa alegada para declarar devuelta la jurisdicción del Obispo a su cabildo, no era, de las que el derecho determina, pues que ni había muerto, ni había sido depuesto canónicamente, ni había tenido renuncia admitida por el Papa, ni había sido trasladado a otra Iglesia, ni se había ausentado voluntariamente a lejanas tierras sin dejar vicario general, ni había sido censurado, y declarado nominatim, denunciado por autoridad competente; ni había caído en demencia, ni había sido reducido a prisión por los infieles o herejes»134.



El ilustrísimo señor Santander y Villavicencio había nombrado el día precedente a la declaratoria de vacancia, para gobernador del Obispado, al doctor José Manuel Flórez, en virtud de renuncia del doctor Nicolás de Arteta, que ejercía la Vicaría general. Arteta excusose de aquel cargo; porque «su genio tímido y apocado era incompatible con el ejercicio de la jurisdicción en un tiempo tan borrascoso», según dice el propio Obispo en su Exposición al Rey.

La elección del benemérito doctor Flórez honra al señor Santander, quien asevera en la misma Exposición que la hizo estudiadamente, para que el Gobierno civil no la desechase, «ni la Iglesia de Quito quedase despedazada con el horroroso   —158→   cisma que hoy la dilacera». Flórez se distinguió desde muy temprano como acendrado patriota; y era «buen jurisconsulto, de edad provecta y de buena vida y costumbres», como expresa acertadamente el Obispo. Mas, el cabildo estaba ya empecinado en la injustificable declaración de vacancia; y Sucre había dado el desacertado paso de aprobar tan precipitada e inconveniente medida. Surgió así violento pleito de competencia que acibaró a la Iglesia de Quito, perturbó la conciencia de los fieles y fue ocasión de envenenados rencores eclesiásticos.

El 2 de agosto nombró el general Sucre (tardío expediente) una Comisión de canonistas, compuesta por los doctores Bernardo Ignacio de León, José Fernández Salvador, José Félix Valdivieso, Salvador Ortega y José María Arteta, para que le asesorara respecto de la validez del nombramiento hecho por el cabildo diocesano. Los canonistas no eran eclesiásticos, ni teólogos, sino jurisconsultos que gozaban de fama de probidad, pero que, educados en el regalismo, carecían del profundo y delicadísimo sentido de las cosas eclesiásticas. La intromisión de los letrados civiles en el gobierno de la Iglesia continuaba como en la colonia.

Si el Gobierno hubiese buscado sinceramente la paz de las almas, el nuevo paso que dio el Obispo habría puesto término inmediato a los conflictos nacientes. El 6 de aquel mes se presentaron ante Sucre los alcaldes de la ciudad para comunicarle que el Pastor deseaba jurar la Constitución sin reserva, ni límite algunos. Mas, el General se limitó a contestar que al cabildo no le correspondía interponer su valimiento por el prelado; y que éste se dirigiera derechamente   —159→   al Gobierno. Al día siguiente, el señor Santander, a pesar de tan agria respuesta, envió a Sucre noble y decoroso oficio en el cual manifestó que, a fin de atender a las lastimeras solicitudes de su grey y de precaver las funestas consecuencias de un cisma -muchas de las cuales se sentían ya, con todo de no haber salido aun de la ciudad y de haber nombrado legítimo gobernador del Obispado-, se hallaba dispuesto a prestar «lisa y claramente» el juramento de la Constitución de Colombia.

Sucre respondiole complaciéndose de la resolución, porque revelaba que había comprendido la justicia de la Causa de la Libertad; mas, al mismo tiempo, reprendió de manera amarga al prelado por la frase relativa al cisma y trocó malamente su significado. Decía a este respecto que, «no sólo un cisma, pero ni un sueño de faltar a nuestras obligaciones cristianas ha ocurrido en Quito»; y prometía que, en ejercicio de la intendencia, sabría cumplir con sus deberes hacía la Religión. Por último, anunciábale Sucre que le daría contestación definitiva tan pronto como se evacuaran las consultas hechas para salvar la dignidad del Gobierno.

El 9 se reunió la Junta de Canonistas. A pretexto de que la indicada nota del Obispo no era sincera, pues nadie había mostrado interés por él, y de que su administración desacordaba con las máximas del Evangelio, dictaminó en el sentido de que se consultase al Ejecutivo, sin perjuicio de que pudiera ejecutarse la expulsión del malaventurado Pastor por desafecto al Gobierno. Además de esta opinión, Sucre pidió también dictamen a la Corte Superior acerca de si el Obispo podía continuar en el despacho de los   —160→   asuntos eclesiásticos, como lo hacía aun, y si por la petición de pasaporte, había o no renunciado de hecho o de derecho la Silla episcopal.

Empero, las consultas no eran sino simple artería para dar barniz de legalidad a la expulsión, ya que el general Sucre la tenía resuelta de antemano. El 6 de agosto, escribiendo al general Santander, decía el intendente:

«Es cierto que en general todos se disgustaron aquí por la protección que el Libertador ofreció en público al Obispo, que está detestado en el Departamento, porque es a todas luces un mal hombre; y creo que S. E. penetrado luego, del aborrecimiento que tienen en el país a S. I. me dijo luego que le diera pasaporte si no juraba lisa y llanamente la Constitución, lo cual es claro porque las condiciones del Obispo no quieren decir nada. La fortuna que yo no las acepté ni dije cada sobre ellas hasta que vino la respuesta del Libertador a la consulta que le hice. Por tanto, cualquiera que sea la contestación que usted dé a la consulta que dirijo sobre el negocio, debo detenerla hasta que en vista de las copias y de todo lo ocurrido, usted me diga definitivamente su resolución [...] Yo estoy contento que este padre se vaya porque es a lo sumo malo. Él peleó con Aymerich, riñó con Murgeon y conmigo las ha querido tener, que saber; sufro que es imposible hacerlo más. He pasado copias de todos los documentos al Libertador que creo aprobará todo y mañana le diré en el correo que si su intención es que no se vaya un Obispo de Colombia, mande éste a Popayán, no a Caracas, y venga aquí aunque sea el de Popayán, que al fin tiene más educación y más talento que éste y se prestará al Gobierno para ayudarlo [...]».

«[...] Quedándose este Ilustrísimo será nueva razón para que yo repita mis solicitudes de no ser Intendente».



Inútil era, pues, que el Obispo se sometiese: entre él y Sucre, pocos habían de preferir al primero. Mas, el Obispo, pese a todos sus defectos personales, representaba el orden espiritual, y,   —161→   con su ida, ese orden quedaba violentamente herido y trastornado.

Acordada ya la separación del prelado, permaneció éste todavía en Quito algunos meses, reclamando sus rentas para cubrir los gastos que exigía el viaje y cuidando de la salud del clérigo su sobrino. El 6 de octubre, Sucre pudo ya escribir al general Santander:

«Se fue el Obispo, y gracias a Dios que estamos libres de tan mal bicho. Dios quiera llevárselo a España, o al Cielo, si fuese mejor»135.



Lentamente se hizo el viaje hasta Guayaquil. Y el prevenido intendente se encendía en ira cuando alguna de las autoridades del tránsito permitía que el prelado se detuviese algo más de lo acostumbrado, para atender al sobrino, que al fin murió. A Riobamba, le dirigió Sucre carta descortés en que le decía que imitaría la conducta de Montes con el ilustrísimo señor Cuero, si quería aun burlarse de sus disposiciones136.

Ese deplorable incidente, con que se abre la Historia Eclesiástica de la Independencia, no puede imputarse solamente, según es fácil colegir, a las condiciones personales del ilustrísimo señor don Leonardo Santander y Villavicencio137 y a   —162→   su falta de blandura y flexibilidad para tratar con el nuevo gobierno: fue también resultado sombrío de las ideas regalistas de los conductores del país naciente y de la calidad de funcionarios públicos que los intérpretes del patronazgo español, atribuían a obispos y beneficiados. Comenzó entonces la prolongada cadena de conflictos a que dio origen el juramento constitucional, tomado de la Constitución civil del clero francés.

El Obispo se trasladó a la Habana, de acuerdo con las disposiciones reales; y desde allí dirigió formidable representación a Fernando VII, libelo infamatorio contra Quito, en el cual, a su decir, eran contadísimos los individuos partidarios de la monarquía.

Los bienes de monseñor Santander fueron confiscados, después de haberse oído por el general intendente el voto de la Corte y de los famosos canonistas, todos ellos contaminados de cesarismo religioso. Violáronse en la confiscación las Capitulaciones firmadas con Aymerich, según las cuales los españoles que no quisieran morar en Colombia podían exigir pasaporte y abandonar el país, sin pena alguna. Con monseñor Santander se extremó en todo la medida.

Hecha la paz con España, aquella pena tuvo reparación tardía y parcial, después de haber manchado la reputación de nuestros hombres   —163→   públicos, a los cuales se les imputaron fraudes y vergonzosos escamoteos de los bienes del prelado.

La confiscación fue confirmada y aprobada por la Corte Suprema de Colombia, en sentencia dictada en Bogotá el 5 de junio de 1827. Ya para entonces el Obispo había obtenido en propiedad la diócesis de Jaca.

Aun durante su permanencia en Quito, los canónigos habían pretendido tomar por sí y ante sí algunas providencias graves, prescindiendo de la única autoridad legítima, el Papa. El 2 de julio acordó el cabildo proveer las sillas vacantes; mas, al día siguiente, el Obispo, juntamente con los canónigos Arteta y Batallas, se opuso a la elección y surgió empate, que debía dirimirlo, según los cánones, el Metropolitano de Lima. Ocurrió entonces al intendente la parte del cabildo que más ardiente partidaria se mostraba de la causa de la libertad política; y Sucre consultó el caso al doctor Ortega Sotomayor. Éste opinó que mientras se celebrara el arreglo provisional dispuesto por el Congreso de Cúcuta, o el Concordato definitivo con la Santa Sede, sólo se podían proveer interinamente las vacantes.

No contento con este dictamen, el general Sucre se dirigió al Poder Ejecutivo, quien remitió el asunto al examen del cabildo eclesiástico de Bogotá. He aquí como Groot habla de la solución de ese enredadísimo incidente, sin conocer su origen:

«Puesto el negocio en discusión, el doctor Estévez opinó que el Provisor que hubiese sido electo en Lima por el capítulo sedevacante, debería ser el juez de la competencia. Los señores Burgos y Rocha fueron del mismo dictamen. El doctor Plata expuso que, para resolverse la   —164→   cuestión era preciso saber cuál era el estado del gobierno eclesiástico de Lima, porque si existía el arzobispo, aun cuando estuviera ausente, los recursos debían ir a él. El doctor Guerra dijo, que por el oficio del general Sucre, no se podía saber si en Lima había o no verdadera sede vacante, porque pudiera acontecer que el arzobispo se hallara en la misma diócesis; que hubiera seguido en el partido republicano, o que se hubiese apartado de él: que en el primer caso debían dirigirse a él las competencias de Quito, en cualquiera parte donde se hallase, y que en el segundo se llevasen al capítulo o al provisor que hubiera elegido. Este dictamen fue seguido por el doctor Caicedo. El doctor Rosillo, después de multitud de citas y consideraciones, dijo que en el informe se propusiera ser muy conveniente para allanar todas las dificultades y prevenir todo escrúpulo, que tanto el obispo de Quito como el cabildo, mientras se solicita que aquella sea silla separada de la de Lima, se comprometan, nombrando por árbitro; perpetuo al prelado o cabildo de la metropolitana de Santa Fe de Bogotá; y en los recursos, de apelación, a los de Cartagena y Santamarta. Así se determinó y se pone con el acta al gobierno. Era aquel tiempo el de las chapucerías eclesiásticas y todo se pretendía componer con la epiqueya»138.



La única consecuencia práctica de este conflicto entre el Obispo y el cabildo fue mover al Gobierno de Colombia a solicitar la erección de la Iglesia de Quito en Metropolitana, separándola de la de Lima. Desde 1822 dataron, pues, las gestiones entabladas con tal fin. La erección constó entre las principales instrucciones y recomendaciones a los diversos comisionados que Colombia envió ante la Silla Apostólica.

El general Sucre tomó providencias análogas a las empleadas contra el ilustrísimo señor Santander, respecto de la persona y bienes de otros eclesiásticos. Confiscáronse también las propiedades del canónigo magistral don Francisco Rodríguez   —165→   Soto, que se hallaba en España desde hacía algunos años y cuya generosa actuación en defensa del Clero patriota, en 1812 era título para trato más hidalgo. Bolívar adjudicó al mismo vencedor en Pichincha dichos bienes, que montaron diez y seis mil pesos139. Quince años después, la legislatura de 1837, reconociendo paladinamente que la conducta de Soto había sido leal, mandó pagarle el valor de aquellos bienes.

No faltó a la verdad el ilustrísimo señor Santander cuando afirmó que antes de su salida se palpaban ya las consecuencias del pleito de jurisdicción entre los doctores Flórez y Miranda, nombrados respectivamente para gobernador del Obispado y Vicario capitular, por el prelado y el Cabildo   —166→   Eclesiástico. Mayores habrían sido aun las amarguras de la diócesis, las colisiones entre las dos autoridades y la división del clero, si el doctor Flórez no hubiese procurado con exquisita prudencia y santa mesura, mitigar aquellas consecuencias.

Conviene releer la breve relación que hace el continuador de Ascaray respecto de aquel conflicto:

«[...] resultó un trastorno en los asuntos eclesiásticos. Unos obedecían sólo al doctor Flórez, otros al Obispo Miranda, otros a la vez a los dos, y otros querían sustraerse de ambas autoridades. El Sr. Miranda hizo un concurso, concedió licencias, dio dispensas, y ejerció en fin la Autoridad Eclesiástica en toda su plenitud, mientras que el doctor Flórez ni aun quería que se revelase las facultades y poderes que le había dejado el Obispo. Algunos escrupulosos recibían una gracia del señor Miranda, y pasaban a pedir la confirmación del señor Flórez, de modo que a pasos largos íbamos camino a un cisma. Las disputas que se suscitaron sobre este asunto, se hicieron de tanta trascendencia que los curas empezaron a abandonar sus curatos, los sacerdotes a no querer administrar sacramentos, los casados que habían necesitado dispensas a separarse de sus mujeres, y los descontentos a nulitar sus matrimonios: en suma, llegaron las dudas al extremo de que las gentes para oír misa o confesarse averiguaban primero de cuál autoridad había recibido aquel sacerdote sus licencias, decidiendo cada uno la cuestión magistralmente al lado de sus inclinaciones, hasta que el doctor Flórez ocurrió al Papa140, quien aprobó todo lo hecho por él, y por el señor Miranda, para que así se aquietaran las conciencias, y mandó que el Cabildo Eclesiástico eligiera un Gobernador del Obispado, no queriendo proveer la Mitra en otro sujeto»141.



  —167→  

¡Tal fue el amargo fruto de la declaración de vacancia del Obispado, hecha por clérigos frívolos a instigación del nuevo Patrono, que se mostraba mucho menos respetuoso de los cánones que el general Montes!




II. El gobierno del doctor Calixto de Miranda

Casi tres años gobernó la diócesis el señor Miranda, hasta que vino la decisión que indica el continuador de Ascaray. Preciso es, pues, relatar siquiera sea someramente los hechos más importantes de aquel gobierno, a nuestro parecer, ilegítimo y anticanónico. Mas, digamos previamente algunas palabras sobre el célebre eclesiástico a quien los canónigos patriotas, urgidos por, el preclaro Sucre, confirieron la administración del Obispado.

El doctor Miranda había nacido en Ibarra poco después de mediado el siglo XVIII, en el seno de hidalga y pudiente familia. Sus padres fueron don Ramón de Miranda y doña Rosa Suárez de Figueroa y su abuelo materno, el general don Antonio Suárez. Tenía estrecho parentesco con dos ilustres sacerdotes coloniales: el ilustrísimo fray Bartolomé García Ordo Praedicatorum, promotor del colegio de San Fernando y más tarde Obispo de Puertorrico y el padre Raimundo de Santacruz Societas Jesu; misionero y mártir en nuestro Oriente.

Hizo Miranda brillantes estudios en la Universidad de Santo Tomás, donde se graduó de doctor en ambos derechos en 1774, e inmediatamente entró en el estado eclesiástico. Dos años más tarde, cumplida la práctica jurídica en el estudio del doctor Ramón de Ibarguren, graduose de   —168→   abogado; y a poco recibió el sacramento del Orden, una vez que, con la debida licencia, se fundó en beneficio suyo pingüe capellanía con el contado libre de cuantiosas haciendas de Imbabura que dejó a doña Rosa Suárez su segundo esposo, el capitán don José Arboleda. En el juicio de fundación, certificó el fiscal doctor Francisco de Escobar y Mendoza, que «la buena conducta, arregladas costumbres y suficiencia literaria (del doctor Miranda) hacen esperar que en el estado eclesiástico desempeñará con utilidad de la Iglesia sus obligaciones». Tuvo, además, Miranda otras capellanías, por lo cual el obispo Santander ponderó en la Representación al Rey tantas veces nombrada, la opulencia de su rival.

En el sacerdocio, ejerció cargos de trascendencia como los de promotor fiscal y vicaria general de la diócesis en tiempo de los ilustrísimos, obispos Díaz de la Madrid y Álvarez Cortés, adquiriendo notable experiencia de los negocios religiosos. Cuando el primer grito de nuestra independencia, tenía Miranda, según anotamos oportunamente; el alto cargo de Canónigo Maestrescuela de Quito.

Desde los primeros días de la nueva era, fue uno de los más ardientes promotores de la causa de la libertad. Perseguido con encono durante largos años, la batalla de Pichincha inició para él la época de la liberación y del triunfo. Así, en su equívoca posición de Vicario Capitular se propuso, ante todo, ser el brazo derecho del nuevo régimen. En carta de 7 de agosto de 1822, dirigida al Libertador, expresaba su programa en estos términos:

«[...] si hasta aquí he sido un colombiano cual sabe V. E. en adelante seré uno de los que más concurran a la consolidación del gobierno de Colombia y a la inmortalización del invicto y glorioso fundador de esta gran República».



Al efecto, no titubeó en tomar sobre sí la responsabilidad de graves medidas, no siempre acordes con las instituciones canónicas. Conforme al decreto del Libertador expedido el 28 de junio en Quito prometió «colocar en los beneficios a los eclesiásticos que como yo, dice él mismo, han sido inflexibles y han padecido por destruir al gobierno español», «reprobando por el contrario a los idólatras del gobierno tiránico». Pretendió aun, para dispensar recompensas a los buenos patriotas, que se viese la forma de anular el último concurso practicado por el ilustrísimo señor Santander.

Prestó el Vicario eficacísimo apoyo al Gobierno para compeler a los eclesiásticos al juramento constitucional, so pena de graves sanciones, y particularmente del extrañamiento. Entre los sacerdotes a quienes mandó requerir para que lo emitieran, con intimación de destierro, se contaron los presbíteros Orejuela, Pérez, Pazays, Constan, Peñafiel, Benavides y el padre fray Domingo Aguirre Ordo Praedicatorum. Hasta los frailes, que no se contaban propiamente en el número de los funcionarios asimilados del Estado, tenían que pasar por las horcas caudinas del juramento.

Numerosos religiosos y clérigos fueron asimismo perseguidos con venia del Vicario; que procedió aun a la separación de los curas realistas. Hasta el 28 de noviembre del año indicado, habían sido excluidos de sus beneficios y reemplazados con excusadores, once párrocos propietarios, que franca o embozadamente profesaban sentimientos monárquicos. Con la misma amenaza   —170→   de privación de sus cargos, cooperó Miranda a los repetidos levantamientos de empréstitos, ordenados por el Libertador para la prosecución de las guerras de la independencia. Sobre el clero ecuatoriano todo pesó, principalmente el costo de las campañas conducentes a la consolidación de la libertad: el cabildo y la clerecía de Quito, además de erogar dócilmente las contribuciones forzosas, acreditaron la ejemplaridad de su patriotismo con donativos voluntarios, entre otros el solicitado para el sustento de cuatrocientos milicianos, que sustituyeron a la tropa veterana movilizada para castigar la rebelión de Pasto.

Diversos fondos eclesiásticos, entre otros los que tenía en su poder el Padre Comisario de las Casas Santas de Jerusalén, fueron destinados por orden del Vicario, al sostenimiento del Estado, con cargo de devolución142.

El empréstito que ordenó en marzo de 1823 el general Sucre gravó especialmente de dura manera, sobre el esquilmado clero de la diócesis. Tocáronle en la división 33333 pesos, ingente suma en aquellos tiempos; y como varios párrocos no satisficieron la prorrata respectiva, fueron excluidos de sus beneficios. Pocos meses más tarde, en julio, el Libertador solicitó «donativo necesario» para sufragar las expensas de nueva expedición contra los insurgentes de Pasto; donativo que, después de reiterados reclamos del Vicario Capitular, se redujo a siete mil pesos. Cada uno de los miembros del cabildo debía erogar, durante algún tiempo, 355 pesos mensuales.   —171→   En 1824, época en que suplía a Miranda el doctor Flórez, el Libertador ordenó otro préstamo, que el general Morales distribuyó con excesiva desigualdad, por lo cual sobrevinieron reclamaciones.

No era el gobierno central el único que imponía gravámenes al clero, sino aun las Municipalidades exhaustas por la guerra. El señor Miranda tuvo que hacer eficaces gestiones ante los Ayuntamientos de Latacunga e Ibarra para la exención de indebidos tributos a los sacerdotes.

El territorio de Pasto, perteneciente aun a la diócesis de Quito, padeció como el que más en lo religioso, a consecuencia de las medidas gubernativas exigidas por la pacificación. Numerosos curas fueron perseguidos o expulsados, entre ellos los presbíteros Pedro José Sañudo, Martín Burbano, Manuel María Urrutia y Ángel María Bucheli; y, una vez salidos del país, Miranda inició el proceso de vacancia de los curatos correspondientes. Aun las religiosas se mostraron allá adversas al régimen republicano. El vicario eclesiástico, don Aurelio Rosero, envió algunas de ellas a otros lugares, para evitar que ejerciesen dañoso influjo entre los facciosos: conducta que mereció la aprobación del anciano, pero fogosísimo Vicario Capitular de Quito. Probablemente por esta misma causa, Miranda se vio obligado en marzo de 1824 a ordenar que las monas concepcionistas de Pasto se trasladaran al convento de Ibarra.

Gravísimos problemas tuvo que afrontar y resolver el señor Miranda en cuanto a la sucesión del viejo patronazgo español. Uno de los primeros fue, sin duda alguna, el del conocimiento de las apelaciones de los juicios eclesiásticos iniciados   —172→   en Quito. Como no había dejado de ser esta diócesis sufragánea del Arzobispado de Lima, tocaba al prelado de esa capital dicho conocimiento y resolución; mas, Miranda creyó conveniente consultar a la Corte de Justicia, de acuerdo con el parecer de uno de los canonistas más tachados de regalismo, Van Espen. El decreto de 6 de octubre, según el cual podía avocar el estudio de las apelaciones la diócesis más próxima, vino a dar solución a ese problema, solución dudosa en cuanto a su legitimidad, pero más o menos satisfactoria para las ideas y corruptelas de la época.

Miranda opinaba, personalmente, que la República no podía ejercer, sin previo convenio con la Santa Sede, el patronato. Mas, para manifestar su deferencia y armonía al Poder Civil, procedió siempre con la anuencia de éste.

Las sillas vacantes del Coro de Quito, no fueron provistas sino con posterioridad a la expedición de la Ley de Patronato. Seguramente entonces el Gobierno ascendió al mismo Vicario Capitular al Deanato de esta diócesis, que no se había podido proveer desde el fallecimiento del señor Sotomayor y Unda, a pesar de que en el reglamento provisional de beneficios de 1.º de enero de 1822 se fijó, como antes vimos, la manera de proceder a los nombramientos de beneficiados.

No fue plausible en algunos aspectos la solución que dio a los problemas eclesiásticos el impetuoso Vicario. Entre ellos merece particular mención, por la gravedad de sus consecuencias, el relativo a la autoridad competente sobre los institutos monásticos, una vez rotos los vínculos políticos con España. En oficio de 24 de setiembre   —174→   de 1822 sentó Miranda la peregrina tesis de que

«el generalato de su Orden (escribe a los franciscanos) no ejercía otra potestad que la episcopal sobre sus Comunidades religiosas, concedida por el Sumo Pontífice en razón a privilegio o exención. No existiendo, como no existe hoy el tal generalato en el territorio de nuestra Serenísima República, es visto que el ejercicio de dicha potestad episcopal se ha devuelto al Ordinario eclesiástico en su respectivo distrito».



Debían, por tanto, los frailes ocurrir al Juzgado del Vicario, mientras no dispusiese otra cosa el Sumo Pontífice, a postulación, dice, del Supremo Gobierno de la República, para todos los negocios concernientes a los respectivos institutos.

Si el Vicario se refería solamente a la incomunicación transitoria de esos institutos con los Generales, la intervención de los Ordinarios eclesiásticos debía considerarse únicamente como mal menor, dentro del desorden que en el régimen de los claustros había sobrevenido en fuerza de ella. Empero, si se pretendía sostener, como cree el padre Compte, que los Generales habían perdido su jurisdicción, la doctrina del doctor Miranda era de todo en todo anticanónica y nociva para los intereses monásticos:

«Acaso, dice el referido autor de los Varones Ilustres de la Orden Seráfica en el Ecuador, el simple cambio de gobierno civil y de su forma impedía que los Prelados generales siguieran ejerciendo sobre sus súbditos de América sus derechos y que cumplieran con ellos sus deberes?»143.



Inadmisible era, por tanto, en principio, la tesis sostenida por Miranda, ora porque existían   —174→   los Generales de las Órdenes, ora porque, aun sin existir éstos, la inspección de las comunidades respectivas, nunca podía recaer ipso jure en los Ordinarios. Las circunstancias, empero, excusaban a veces tal inspección y supervigilancia, y la Santa Sede no vaciló en autorizarla, y aun más, en imponerla posteriormente. Monseñor Lasso de la Vega escribía en 1825 al Papa a este respecto:

«Ya comienza por aquí a florecer la concordia entre los religiosos [...]; mientras que en otras partes perseveran las disensiones, particularmente en Quito, donde sometidos los Regulares al Ordinario Eclesiástico, por disposición política, hay que deplorar la inobservancia de las sanciones canónicas»144.



Otro factor hacía menos dañina la intromisión del Ordinario, y era que los mismos institutos pasaban en Europa por grave crisis interna: sus Generales tenían que atender en primer término a la recomposición de la observancia y a la nueva extensión de sus casas y obras en el continente europeo, para luego consagrar sus esfuerzos al reflorecimiento de las de otras partes. Las órdenes de los Superiores generales llegaban a América raras veces y tardíamente; y esta circunstancia fomentó, cual ningún otro factor, el aseglaramiento y la indisciplina de los claustros.

Fundado en su doctrina, Miranda intervino en la vida interna de nuestras comunidades, ora para obtener que no se eligieran religiosos realistas como prelados, ora para corregir extravíos de algunos frailes, que vivían libremente fuera de sus conventos145. En nota pasada al intendente coronel Aguirre, el 13 de noviembre del 22, Miranda justificó la indignación de aquel contra los religiosos mercedarios, quienes, a pesar de las prevenciones de Sucre y del mismo Vicario Capitular, habían nombrado a algunos frailes partidarios del Rey para cargos de importancia, y ofreció gestionar para que no se repitiese tal «atentado». Objeto particular de la censura del coronel Aguirre era la designación de Comendador de Portoviejo hecha en el padre fray Cecilio Cifuentes, «el mayor godo de esa religión».

El celo de Miranda en la persecución de los frailes realistas excedió a veces al de la misma autoridad civil. Tal cosa ocurrió, por ejemplo, con motivo de haber separado del curato de Pujilí al religioso franciscano padre fray José Manuel López, uno de los más aferrados realistas, quien para purgar esa tacha había hecho donativos patrióticos. El intendente mantuvo al fraile en su beneficio, y Miranda tuvo que ceder, limitándose a dar queja al Vicepresidente de la República.

  —176→  

Tomó el Vicario especialísimo interés en contener la divulgación de libros prohibidos, que continuaba con excesiva libertad e inmenso daño de las almas, en este Departamento. Empeñose sobre todo en impedir la venta del libro Catecismo de la ley natural de Volney, que el doctor Vicente Espantoso había importado. Miranda no tuvo tropiezos en esta labor; mientras que en 1826 el intendente Murgueytio, a petición del doctor Luis de Saá, tristemente célebre por su regalismo, mandó al Gobernador del Obispado que retirase el edicto prohibitivo de ciertos libros, expedido por el antiguo Santo Oficio. Saá arguyó, en abono de su actitud, que dicha prohibición no podía hacerse sin anuencia del Gobierno, una vez extinguido aquel Tribunal. Mas, la recta aplicación de la ley de 1821, habría exigido que el Poder Civil no se limitara a ordenar el retiro de los edictos, sino que, de acuerdo con la autoridad eclesiástica, dictara él mismo la prohibición. Por contraste, la conducta del Gobierno a este propósito fue casi siempre la de impedir el ejercicio del derecho de la autoridad eclesiástica, sin cumplir el suyo propio. La segunda intención encerrada en dicha ley, se comprende así a primera vista.

Aunque casi todo el período de la guerra de la Emancipación, Miranda había estado oculto, conocía cuán profundamente había penetrado la inmoralidad en el Clero; y quiso corregir el mal, si bien el tiempo no era propicio para reforma tan honda como trascendental. En julio de 1823 se dirigió al Vicario de Riobamba, ordenándole que conminara con excomunión a los clérigos que comparecieran con indecencia al Santuario, «calzados de botas, con esclavinas en lugar de   —177→   manteos, y con cachuchas por sombreros, sin llevar divisa alguna que los distinga de los legos, volviéndose histriones». Mandó, además, que no se habilitara a aquellos clérigos afeminados y muelles, mientras no presentasen certificado de vestir decentemente y de que sabían «rezar el breviario, celebrar dignamente el santo sacrificio de la misa y administrar sacramentos». ¡Menguada ciencia para un sacerdote!

De nada habrían valido estas medidas, si no hubiese comenzado por la base: la rehabilitación de los seminarios. Miranda, desde el principio de su gobierno, puso mano firme en ella; pero tropezó con gravísimas dificultades. En mayo del 23 nombró para profesor de teología moral del seminario de San Luis al doctor José María Freile, «sujeto de mi entera satisfacción por su patriotismo, literatura y costumbres buenas». Empero, meses después se ausentó violentamente aquel sacerdote y se procedió a otro nombramiento. El 27 de enero del siguiente año designó rector, por renuncia del doctor Prudencio Báscones, al doctor José Barba y Borja, que había ocupado el cargo de Vicerrector, y, en lugar de éste, al doctor Apolinario Domínguez. Los nuevos dignatarios tampoco pudieron alcanzar cosa alguna en orden a la reforma del plantel, a causa del decreto ejecutivo que concedía al Poder Civil derecho de intervenir en la designación del personal y organización de los seminarios.

En oficio de 21 de abril de 1824 opúsose el Vicario a que se privara al Ordinario de su jurisdicción sobre el «San Luis», fundado y dotado exclusivamente por el santo Obispo, gloria purísima de la colonia, don fray Luis López de Solís,   —178→   a cuyos sucesores correspondía el patronato, conforme a las disposiciones del Concilio de Trento. No fue oído el Vicario, pues el gobierno alegó que no podía suspender el cumplimiento de las leyes. En 1825, la junta provincial encargada del fomento de los estudios nombró para rector de aquel instituto al doctor José Isidoro Camacho. Este benemérito eclesiástico se empeñó en la restauración del brillo del plantel, en la medida compatible con las embarazadoras leyes del ramo, con las ingerencias gubernativas y con el desorden del plan de estudios, que había acortado sobremanera el curso del latín. Sin embargo, no se logró reforma definitiva y radical. Los mejores pedagogos y hombres de ciencia se negaron a servir las principales cátedras: tal cosa ocurrió con los doctores José de Jesús Clavijo y Manuel Cobo, nombrados sucesivamente para Vicerrectores en 1826. Al año siguiente, el intendente Murgueytio, se quejaba de que el establecimiento era «el depósito de la corrupción, de los vicios y de otros execrables crímenes», ocasionados por la debilidad de las sanciones. Extraña queja, porque el mismo Poder Civil estorbaba todo proyecto conducente al reflorecimiento de la disciplina. El intendente Valdivieso había ordenado poco antes que la clase de derecho canónico no se tuviese en el seminario, sino en la Universidad, para que concurriesen también los alumnos del San Fernando. Y como el Rector del primero manifestase los inconvenientes de la traslación continua de los seminaristas al claustro universitario, el intendente se limitó a pedir que se redoblara el celo a fin de impedir desvíos.

Propuso también Miranda que, para el establecimiento   —179→   del Colegio de Ordenandos, se adjudicase la cantidad de 67 mil pesos de la masa de censos reconocidos en las casas de la extinguida Compañía de Jesús; y que se entregara la parte del antiguo edificio de aquella que no había sido ocupada por los colegiales de «San Luis» y por el arsenal de guerra. De este modo la Casa de Ordenandos habría estado junto al colegio seminario y al Templo de la Compañía.

El colegio no pasó, empero, de simple proyecto. El tiempo no era propicio para la fundación de un Seminario Mayor digno de este nombre. Por eso, el mismo señor Miranda cambió de parecer pocos meses después y pidió al intendente doctor José Félix Valdivieso, que destinase la parte del seminario de San Luis contigua al templo para residencia de los padres de San Camilo.

La Congregación de Padres de la Buena Muerte, vulgarmente llamada de los Camilos, había ocupado poco después de la expulsión de los jesuitas, la casa y templo de éstos. Mas, extinguida la Congregación a la muerte del padre José Romero, el Rey adjudicó la casa y templo indicados al colegio seminario. En junio de 1824 llegaron los padres Francisco Zea y José Elorza para restaurar el instituto desaparecido y formalizar noviciado. La ciudad, dice el mismo doctor Miranda, «ha levantado el grito con los más vivos clamores porque se restablezcan dichos PP.», considerando «no sólo la utilidad, sino también la necesidad que tiene al presente de estos PP. porque los religiosos por lo general han abandonado sus obligaciones». El Gobierno accedió a esta providencia; y Quito pudo aprovechar los servicios espirituales que el instituto   —180→   de los Camilos, si bien deficiente en el número, le prestó por algunos años. El padre Elorza, especialmente, fue largo tiempo el mejor guía espiritual de los fieles quiteños.

Con anuencia del doctor Flórez, otra parte de la antigua casa del seminario se destinó a la fundación del primer esbozo de Escuela Normal, en que se empeñó, por orden del Gobierno central, el doctor Valdivieso.

Anheloso de contribuir al progreso de la instrucción primaria, apoyó Miranda eficazmente la orden ejecutiva que renovó la real cédula colonial en cuya virtud los conventos de religiosos debían sostener sendas escuelas de primeras letras. No sólo los institutos de varones, sino también los de mujeres, fundaron o reabrieron tales planteles.

Desde los primeros días de su gobierno, tomó a pechos el activo Vicario la reorganización de las misiones en diversas zonas de la diócesis. Al efecto, el 9 de setiembre de 1822 pidió al intendente se restableciesen los estipendios, que el gobierno español otorgaba a los curas de montaña, principalmente a los de Esmeraldas, sección careciente de auxilios espirituales. Exigió también que se construyeran iglesias, parroquiales en los sitios de Embarcadero y Bolaniguas, a donde debían trasladarse las poblaciones de Mindo y Cocaniguas, para facilitar la construcción del camino de Quito a Esmeraldas.

No pudo Miranda atender, cómo anhelaba, al reflorecimiento de las misiones orientales, por la escasez de sacerdotes: no los había, según dijo el 25 de setiembre de 1823, ni para las montañas cercanas a Quito. Mas, por lo menos, procuró que no faltasen curas en Ávila y Archidona.

  —181→  

Miranda sostuvo que por haber «desertado» de la diócesis de Maynas el obispo titular don fray Hipólito Sánchez Rangel, le correspondía la administración eclesiástica de las provincias de Ávila, Archidona y Napo; y que el presbítero don Bruño de la Guardia, que sustituía a aquel, no podía «representar la persona de un obispo que no existe en los términos de su obispado, sino en la Europa, cuyo gobierno español no reconocen ya las Repúblicas Colombiana, Peruana, ni otras de América»146. Doctrina que semejaba a aquella en virtud de la cual el cabildo de Quito declaró vacante la silla del ilustrísimo señor Santander.

Como Mainas se había reincorporado, a raíz de la independencia, a la diócesis y departamento de Quito, de acuerdo con los límites territoriales de la Real Audiencia, el señor Miranda hizo, empero, obra de estadista previsor al ejercer jurisdicción sobre aquella diócesis. Sus actos, írritos tal vez desde el punto de vista canónico, se fundaron en móviles patrióticos147.

El discutido gobierno del Vicario Capitular fue, pues, por circunstancias propias del tiempo, más bien de carácter político que eclesiástico, aunque no le faltasen iniciativas felices demostradoras de sus altas cualidades y experiencia.   —182→   Sin la insanable rémora que a todos sus planes puso el bastardo origen de su Vicaría, Miranda habría podido hacer mucho en favor de la Iglesia: para ello le sobraban energía y decisión.