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II. La diócesis de Cuenca

Muy diversa había sido la suerte de esta vasta diócesis, todavía nueva, pero desgarrada ya por circulillos implacables.

Gobernábala desde el 7 de noviembre de 1807 el antiguo deán de Concepción en Chile, ilustrísimo señor don Andrés Quintián Ponte y Andrade, español de nacimiento, hombre impetuoso y de acerado carácter, realista tenaz, dotado del don de ubicuidad y del sentido de la organización y de la vigilancia, como ninguno de sus colegas del episcopado americano. Alma antípoda, en síntesis, del varón que presidía simultáneamente la Iglesia de Quito.

Tan pronto como el Obispo tuvo conocimiento de la revolución del año nueve, apercibió a sus clérigos para la defensa y la reacción, tomó parte   —48→   activa en ella como consejero e inspirador de Aymerich, organizó una columna de sacerdotes para mayor eficacia de la resistencia, dispuso al efecto de las rentas eclesiásticas, formó causa contra los clérigos sospechosos o culpables de apoyo al movimiento quiteño; en suma, fue la columna más vigorosa del Rey en tierras del Azuay.

Con razón, el Cabildo Eclesiástico de Cuenca, en sesión de 23 de enero de 1810, acordó llevar tan «heroicos procedimientos a la soberana noticia de Ntro. idolatrado Monarca». La tranquilidad de la ciudad, decían los sumisos cabildantes,

«se debe principalmente al celo religioso, a la fidelidad al Soberano, y amor a la Patria de Ntro. Ilmo. Prelado [...] cuyas virtudes acompañadas de su profunda política y vastos conocimientos supieron dar alma a la ciudad desfallecida, proporcionándole con sus arbitrios subsistencia y armas, con sus consejos y ejemplos infundiendo valor y entusiasmo a los vecinos, contra las insidiosas asechanzas de la insurrección mencionada, siendo el primero que a la cabeza del Consejo que se formó para este fin, enarboló el estandarte de sus virtudes heroicas, que le constituyen uno de los más dignos vasallos de Ntro. Católico Rey [...]»54.



Cincuenta y un mil pesos montaron los dineros de la Iglesia y del seminario que suministró el Obispo para someter a Quito; y de su renta propia, según otra acta del mismo capítulo, vistió la caballería. Como faltara hierro, cedió todo el que había comprado para la construcción de la casa episcopal; y, en fin, contribuyó de mil modos eficaces a la pacificación de la Presidencia de Quito.

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El ilustrísimo señor Quintián Ponte mantuvo asidua correspondencia con la parte monárquica del clero de Quito. El cura de San Andrés, don Teodoro Navarrete, se prestó a conducir las comunicaciones de presbíteros realistas como Batallas, Peñafiel, Villamagán y otros, que en aquellos días se esforzaban por secundar la reconquista. La diócesis de Cuenca fue el asilo de los clérigos que huyeron de Quito y que retornaron con el ejército pacificador. Montes tenía tan ciega confianza en el Obispo español que a los sacerdotes patriotas los remitía a Guayaquil, no a órdenes de la autoridad civil, sino del propio señor Quintián. Éste compartió, pues, las responsabilidades históricas del pacificador.

Como premio de sus trabajos en pro de la causa monárquica recibió el ilustrísimo señor Quintián el 8 de setiembre de 1812 las insignias de la Gran Cruz; y sin duda habría obtenido mayores recompensas, si la muerte no le hubiera sobrevenido en su ciudad episcopal el 24 de junio del siguiente año. Dejó suspensas diversas obras que había comenzado con verdadero celo; entre otras, la creación del seminario, para el cual trajo maestros de Lima, el hospital de mujeres y la casa de ejercicios55.

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Retrato de Andrés Quintián Ponte y Andrade

Ilustrísimo y reverendísimo señor don Andrés Quintián Ponte y Andrade, Obispo de Cuenca

En sede vacante gobernó la diócesis el doctor don José María de Landa y Ramírez, canónigo penitenciario, realista acérrimo también por aquella época, como que en Comisión del cabildo secular, había marchado a Luna para pedir auxilios a fin de sujetar a Quito. El doctor Landa, que tanta parte había de tener más tarde en la vida política y religiosa nacionales, no era ecuatoriano: había nacido en Buenos Aires, donde practicó la abogacía, así como en Chile. En este último país adquirió amistad con el ilustrísimo señor Quintián, que le trajo en calidad de secretario. Incorporose en la matrícula de la Real Audiencia de Quito el 2 de diciembre de 1817; y alcanzó tan grande ascendiente y autoridad en Cuenca, que ésta llegó a pedir para él un obispado y le apellidó su «civilizador».

Honra singular del cabildo en sedes vacante fue la segunda erección del seminario (la primera la efectuó el ilustrísimo señor La Fita y Carrión en 1803), cuyo rectorado sirvió el mismo doctor Landa y Ramírez. Fueron profesores de teología los doctores José Mejía, Miguel Custodio Vintimilla y José Antonio Arévalo y de filosofía el doctor Miguel Rodríguez56. El doctor Mejía, sacerdote peruano de ciencia y autoridad por su virtud, era rigorista acérrimo, casi jansenista. Las cosas religiosas andaban, allá y acá, de la misma manera...

Mucho más habría podido hacer el vicario   —50→   Landa, si no hubiese tropezado con la oposición y las rencillas de parte del cabildo. Los canónigos deán y arcediano, doctores Díaz de Avecillas y Fernández de Córdoba, pusieron obstáculos insuperables a sus iniciativas. Afortunadamente, vino un período de paz, aunque corto, con la elección del ilustrísimo señor doctor don José Ignacio Cortázar y Lavayen para obispo titular. Este ilustre pastor designó al mismo Landa a fin de que le representase en la administración de la sede de la diócesis, mientras atendía a las necesidades de Guayaquil, por cuya visita comenzó su labor episcopal.

El ilustrísimo señor Cortázar nació en Guayaquil en 1755 en el seno de nobilísima familia. Hizo sus estudios en Lima y Quito; y en esta última ciudad recibió el Orden Sacerdotal. Aquí fue a poco Vicerrector del seminario de San Luis; y luego consagrose a fecunda y austera cura de almas en varias parroquias de la actual provincia del Chimborazo. El ilustrísimo señor Sobrino y Minayo57 le nombró Visitador general en esa misma sección de su vasto obispado.

Como bien dice el excelentísimo señor doctor don Manuel María Pólit Laso, en el magnífico estudio biográfico que dedicó al insigne prelado, el ilustrísimo señor Cortázar debió de mantenerse leal a la causa de la monarquía en 1809: sólo así se explica que el Rey le hiciese sucesor de tan firme realista como el ilustrísimo señor Quintián Ponte y Andrade. Preconizado Obispo por Pío VII el 15 de marzo de 1815, pasó a Lima para consagrarse58.

Debiole Guayaquil el favor especialísimo de la   —51→   visita canónica y de la creación del seminario. Y no necesitó para esto descuidar el fomento del que, en la sede de la diócesis, había establecido el cabildo en 1813. Gracias a esa medida, ambas secciones del obispado, tan distantes entre sí y tan diversas en clima y costumbres, principiaron a gozar de las inapreciables ventajas inherentes a un seminario propio. La creación del de Guayaquil era tanto más urgente cuanto que, por su falta, numerosos jóvenes que iban a Lima para hacer estudios eclesiásticos, se quedaban allí. A la sazón, dos eminentes sacerdotes guayaquileños honraban la Arquidiócesis peruana: el doctor José Ignacio Moreno, en quien nos ocuparemos posteriormente, y el doctor José Vicente de Silva y Olave, profesor en el Convictorio de San Carlos y en la Universidad de San Marcos, rector de este último plantel y del seminario de Santo Toribio, y Obispo electo de Huamanga.

Para rector del seminario de Cuenca escogió a un sacerdote riobambeño, que había sobresalido en Quito por sus dotes intelectuales y morales y dado qué hacer por su acendrado realismo: el doctor Andrés Villamagán59. Como Mejía y otros, como el mismo padre Solano (que para entonces estaba ya en Cuenca), Villamagán rendía tributo al criterio rigorista en boga aun en estos países, que reciben tarde el flujo y reflujo de las tendencias ideológicas de Europa. El doctor Custodio Vintimilla fue elegido para profesor de filosofía; y de humanidades, un gramático excelente   —52→   e inteligentísimo, don Juan Sánchez y Aguilera, más tarde sacerdote60.

Amargaron los últimos días del ilustrísimo señor Cortázar las acusaciones del doctor Landa y Ramírez, quien se ocupaba en escribir quejas y recriminaciones contra su prelado y en enviarlas al Rey. La muerte salteó al Obispo en el Girón el 16 de julio de 1818.

La faz de la diócesis se transformó por entero con el fallecimiento de monseñor Cortázar: treinta años debía durar la orfandad, agravada con disidencias eclesiásticas y con el continuo ir y venir de vicarios capitulares, tan pronto puestos como vergonzosamente sustituidos o arrumbados en el olvido; cuando no escarnecidos y vilipendiados. ¡Tristes consecuencias del régimen de patronato!

Si no estamos equivocados, el doctor don José Miguel de Carrión, canónigo de la misma ciudad, y uno de los firmantes de las recomendaciones de méritos del señor Ponte y Andrade, fue elegido Vicario Capitular a la muerte del ilustrísimo señor Cortázar, pues él ejercía ese difícil cargo cuando Cuenca proclamó, su independencia el 3 de noviembre de 1820. Carrión llegó a ser una de las glorias más puras, de la Iglesia ecuatoriana como Obispo de Botrén y Auxiliar de Quito.

Las tendencias del clero cuencano habíanse modificado ya. Casi todos los eclesiásticos, libres de la presión de sus prelados realistas, abrazaron la causa de la República. Por eso en el movimiento de noviembre de 1820 figuraron, como principales actores, sacerdotes y frailes. El cura   —53→   de Puebloviejo, doctor Juan Ormaza y Gacitúa, fue el orador popular que arengó a las multitudes y arrancó su adhesión a la naciente patria. Otro cura, el maestro don Javier Loyola, vino a Cuenca el 4 de noviembre, con «copioso número de hombres e indios armados», a auxiliar al jefe de la insurrección, el doctor don José María Vázquez de Noboa, abogado chileno, antiguo realista y fiscal de la Audiencia.

Retrato de José Ignacio de Cortázar y Lavayen

Ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don José Ignacio de Cortázar y Lavayen, Obispo de Cuenca

Los caudillos del movimiento cuencano convocaron inmediatamente a elecciones para miembros del Consejo de la Sanción, a quien tocaba expedir el Plan de Gobierno. Muchos de los miembros de este cuerpo fueron también sacerdotes: el doctor Juan Aguilar y Cubillús representó al Cabildo Eclesiástico; el doctor Custodio Vintimilla, vicerrector del seminario, llevó la voz del Clero; el presbítero Francisco Cueto Bustamante trajo el mandato de Cañar; el doctor Juan Orozco, el de la villa de Azogues; el doctor Bernardino Sisniegas, del pueblo de Taday; fray Juan Antonio Aguilar fue diputado de Asmal; y del pueblo, del Ejido el doctor Miguel Rodríguez; fray Alejandro Rodríguez, patriota desde 1809, concurrió a nombre de las Comunidades religiosas.

El Consejo de la Sanción dictó «en el nombre de Dios Todopoderoso Ser Supremo y único Legislador cuyo santo nombre invocamos», un esbozo de ley fundamental en que palpita, como fiel reflejo del alma azuaya, el mismo acrisolado sentimiento religioso que brilló en el Pacto quiteño del año doce. Su primer artículo declara: «La Religión Católica Apostólica Romana será la única que adopte, como adopta esta República, sin que ninguna otra en tiempo alguno pueda   —54→   consentirse bajo ningún pretexto, y antes bien por sus moradores, y por el Gobierno será perseguido todo cisma que pueda manchar la pureza de su santidad». El grito de independencia de Cuenca aparece, pues, digno de aquel pueblo esclarecido, cuyo lema fue siempre: Primero Dios y después vos.

Un reparo obliga a hacer, empero, la imparcialidad histórica en este punto. Sede de la Audiencia durante algunos años, Cuenca se había contaminado también del virus regalista, tan extendido doquiera sentaban sus reales los agentes de la covachuela española. La misma Carta expedida por el Consejo de la Sanción, es prueba viva de este criterio. Sus dos últimos artículos dicen así:

«54. Por lo peculiar a la Renta Decimal, su custodia y cobro continuará bajo el mismo pie que hasta aquí se ha practicado, introduciéndose a la Caja pública».

«55. Los novenos vacantes mayores y menores que pertenecían a la Real Hacienda, se discutió si correspondían a la masa patriótica, y aunque se opinaba por la afirmativa, habiéndose propuesto por algunos señores que debían revertir a la Silla Apostólica; se resolvió que respecto a que la materia era delicada y ardua; se formase dentro de quince días una junta de Canonistas y Teólogos para que se decidiese el particular, y que lo que de allí saliese resuelto, se tuviese por Ley Fundamental sancionada en el presente plan, lo mismo que se hubiera hecho en el día de hoy».



¿Qué autoridad tenía la Junta de Canonistas y Teólogos para resolver con carácter de Ley, tan grave aunque claro asunto? ¿El parecer de aquella podía prevalecer sobre el juicio de la Silla Romana, la única competente para disponer acerca de contribución de evidente origen eclesiástico? Obsérvese, además, que el Plan de Gobierno no dejaba al examen de los canonistas   —55→   todo el problema, sino parte de él únicamente: la cuestión de los novenos vacantes. En cuanto al cobro de la renta, quedó de plano resuelto que correspondía a la Caja Fiscal. Esta declaración presuponía la de que las nuevas Repúblicas sucedían en las prerrogativas patronales del Rey de España. Cuenca siguió así la tendencia que, desde 1810, se advertía en toda Colombia, a pesar de los reclamos de algunos cabildos, como veremos en el capítulo siguiente.

Nombró la Asamblea una Junta Suprema de Gobierno, de la cual fueron miembros el provisor Carrión y el padre maestro fray Alejandro Rodríguez, de la Orden de San Agustín. Como el doctor Carrión se excusase, a causa de su oficio de Vicario, que le obligaba a ser padre de todos sus diocesanos, patriotas o realistas, fue elegido en reemplazo el doctor Miguel Custodio Vintimilla, que, según indicamos, ocupaba el Vicerrectorado del seminario. Ardiente patriota, acompañó como Capellán al ejército de Sucre hasta que se coronó de gloria en los declivios del Pichincha.

Numerosos sacerdotes y religiosos alcanzaron renombre por su patriotismo en aquellas circunstancias el padre fray Vicente Solano, catedrático más tarde de Teología en el seminario, como antes lo había sido en su religión; el padre fray Narciso Segura, de la misma Orden Franciscana y provincial posteriormente; el padre José Antonio Pastor, prior de Cuenca y luego provincial de San Agustín; los padres Miguel Narváez y Ramón Piedra, de la orden de la Merced; el padre José de San Miguel; religioso betlemita que se ocupaba en el hospital de la ciudad; el clérigo Andrés Beltrán de los Ríos, que pronunció la oración   —56→   gratulatoria cuando el juramento de la Constitución de Cuenca y cooperó eficazmente a la defensa del movimiento ahogado en Verdeloma; los canónigos José Mejía, Pedro Ochoa, José Antonio Arévalo y otros; los presbíteros Apolinario Rodríguez, promotor de la independencia de Zaruma, José Fermín Villavicencio, Manuel Morales, José Peñafiel, José Orellana, Ramón de Barberán, etc., etc.

Tuvo también la provincia del Guayas, perteneciente a la sazón a la diócesis de Cuenca, sacerdotes de perseverante amor a la libertad: el doctor Cayetano Ramírez Fita, más tarde deán de Guayaquil, que se hallaba en la sede de la diócesis por la provisión de curatos, influyó en el doctor Vázquez de Noboa para decidirle a la proclamación de la independencia. Acordada ya ésta, fue a Guayaquil a fin de tratar con la Junta de Gobierno y conseguir de ella auxilio de armas y tropas para sostener el referido movimiento61.

El doctor Francisco Javier de Garaicoa, vicario de Guayaquil y más tarde su primer obispo, fue asimismo patriota abnegado; y contribuyó generosamente al levantamiento de los cuantiosos empréstitos que hubo menester el ejército del general Sucre para las operaciones culminadas en Pichincha62.

Es menester que retrocedamos algún tanto en la narración   —57→   de los sucesos. Restaurado precariamente, a raíz del desastre de Verdeloma, el gobierno del Rey en Cuenca, se constituyó una Junta de Secuestros, para el castigo de los ciudadanos que participaron en la insurrección de noviembre. Miembro de ese cuerpo (órgano de las venganzas de jefes tan despiadados como González), fue el doctor don Francisco Javier Crespo y Andrade, que había sustituido a Carrión en la Vicaría Capitular de la diócesis.

El Cabildo Eclesiástico se manifestó renuente a las nuevas imposiciones que ordenó González, por lo cual éste tomó providencias represivas contra aquel. La situación del pueblo, la inopia de la sociedad toda con las exacciones de los jefes realistas llegó a desesperados extremos. En el cabildo abierto convocado en los últimos días de la dominación española en Cuenca, el cura don Juan Barbosa y Dávila opúsose con vehemencia a todo nuevo arbitrio de empréstitos, demostrando la insolvencia de las multitudes. El clero protegía sin embozo a las clases populares contra la rapacidad del régimen desarraigado y caduco.

Sin embargo, todavía no se puso término a la sobrecarga de impuestos y sacrificios de esa región. Tan pronto como abandonó Cuenca el coronel Tolrá, creose allí (27 de febrero de 1822) la Junta de Auxilios encargada de obtener nuevos recursos, vituallas, etc. para el ejército patriota: en representación del clero tuvieron asiento en ella el nuevo provisor doctor Mariano Isidro Crespo, y, como personero del cabildo, el doctor Bernardino de Alvear, sacerdote argentino.

Los miembros del cabildo, aun los más afectos antes al Rey como el doctor Landa, contribuyeron   —58→   en aquella ocasión con gran parte de sus rentas al sostenimiento del ejército patriota, según consta del acta de 4 de mayo de 1822. ¡Admirable sacrificio que debe acoger la Historia en sus mejores páginas! El provisor hizo por sí mismo la distribución del empréstito ordenado por Heres, entre los sacerdotes y conventos de la diócesis, que satisficieron 23727 pesos. Casi todas las agrias divisiones que, en lo político, habían existido, desaparecieron rápidamente. A la junta que se convocó para decidir sobre la adopción de la Carta fundamental de Cúcuta concurrieron los más fervorosos realistas de otros tiempos: allí estuvieron Latida, Villamagán, el famoso fray Andrés Nieto Polo y el padre Tomás Lozada de la Orden de la Merced, etc. La Iglesia cuencana, en su gran mayoría, se incorporó a la República.

Mas, si el vínculo patriótico iba a ser en adelante vigorosa causa de unidad, quedaban en el fondo del alma, latentes, los antiguos rencores, como germen de conflictos y génesis fecunda de rivalidades y rencillas, estimuladas y enardecidas por el patronato.

Los Vicarios Capitulares cambiaban a menudo: la unidad en la administración de la diócesis era inasequible; y por la fugacidad del período de cada uno de los nombrados, sobrevenía todo género de calamidades sobre la malaventurada diócesis.

La aridez jansenista y la postración de los estudios fueron parte para que también en Cuenca se solicitase con urgencia, en 1815, la restauración de la Compañía de Jesús. Y Loja, por la voz de su Ayuntamiento, pidió el 6 de agosto de 1816 la venida de algunos religiosos de la Orden   —59→   ilustre, con el fin de que, se encargasen de la fundación del colegio, al cual habían dejado rica herencia don Bernardo y don Miguel Valdivieso63.

En suma, la situación de las cosas religiosas era en Cuenca, mutatis mutandis, igual a la de la diócesis de Quito: allá, la mayor instabilidad de las autoridades eclesiásticas ennegrecía más aun el cuadro sombrío. En Guayaquil, a las demás causas se añadía el aparecimiento de la irreligión. Los viajes de muchos jóvenes a la Universidad de San Marcos, donde había mayor libertad de ideas y costumbres que en los institutos de la Presidencia de Quito, contribuían a crear ambiente propicio a la lenta infiltración de la heterodoxia: ¿el deísmo de próceres tan ilustres como Olmedo y Rocafuerte, no hace columbrar que en su ciudad natal la propaganda de ideas peligrosas era más intensa que en las otras regiones del país?