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ArribaAbajo Capítulo segundo

Las Constituciones de la Compañía de Jesús


Se ha visto cuál es la fuente donde bebemos nuestro espíritu, el crisol donde purificamos nuestras almas.

Tal vez pudiera haber parecido que las Constituciones de la Compañía debieran de haber bastado para darnos a conocer; mas después de leído el anterior capítulo, se habrá echado de ver que era   —39→   indispensable un exacto análisis del libro de los Ejercicios.

¡Cuántas veces no han sido combatidas y desfiguradas nuestras constituciones! Para justificarlas, las expondré sencillamente.

No es en verdad mi propósito ilustrar a los que no quieren serlo; pero importa que la pura verdad se haya dicho una vez: yo la diré.

El noviciado, los estudios, el tercer año de probación y los diferentes ministerios que desempeñamos, el gobierno de la Compañía, nuestro voto de obediencia: he ahí los puntos principales de que tengo que hablar.

San Ignacio de Loyola es el único autor de las Constituciones, así como de los Ejercicios.

Cuando estudié este conjunto de leyes tan sabiamente concebidas y tan fuertemente apropiadas a todas las necesidades de una sociedad religiosa, cuando quise saber a fondo lo que iba a ser la regla de toda mi vida, vi claramente que el espíritu del Evangelio había dictado estas leyes.

Para un católico no puede haber duda en este punto. El Instituto de la Compañía de Jesús ha sido aprobado por veinte Papas. Verdad es que Clemente XIV lo suprimió, pero sin condenarlo; Pío VII le ha restablecido aprobándole de nuevo. El concilio de Trento había declarado «que no era su intento innovar cosa alguna, o prohibir que los clérigos regulares de la Compañía de Jesús sirviesen al Señor y a su Iglesia, según su piadoso instituto aprobado por la Santa Sede: Sancta Synodus non intendit aliquid innovare aut prohibere quin religio clericorum Societatis Jesu, juxta pium eorum institutum a Santa Sede approbatum, Domino et ejus Ecclesiae inservire possit»43. Grande y solemne testimonio es este.

Muchas veces la Iglesia de Francia, por la voz de sus obispos congregados, se ha declarado altamente en favor de la Compañía de Jesús y sabido   —40→   es que en el pasado siglo protestaron contra el decreto de supresión44.

En ciertas épocas ha podido decirse de las órdenes religiosas que se había relajado en ellas el espíritu de su institución primitiva; nunca se ha dicho tal de la Compañía de Jesús; nunca se la notó de haberse alejado del espíritu de su fundador ni de las constituciones que la diera. ¿Y no hay en este solo hecho cierta cosa que debe inspirar estimación hacia semejante institución? ¿Si es verdad que después de tres siglos conserva la fuerza y la vida, no hay en estudiarla un interés que se aumenta con esta presunción favorable?

Ese estudio de las Constituciones de la Compañía de Jesús, vengo a proponerle a los hombres serios. Con ellos tornaré a comenzarle de buen grado; él me ha hecho lo que soy; hágalos él justos para con nosotros, y esto, según creo será para todos un bien.

Aun fuera de las graves circunstancias en que nos hallamos, es un objeto curioso de observación el que ofrece una legislación objeto a la vez de tantas censuras y tantas alabanzas.

¿Y no sería también un gran problema histórico y moral, el investigar cómo unos religiosos fieles a sus leyes, a leyes que aprobó la Iglesia, han podido verse expuestos a tal, contradicción de lenguas? Que ciertamente no es decretarse un elogio incompetente, el decir que jamás hubo hombres que en tal grado fuesen alternativamente aborrecidos, detestados, estimados, queridos; que nunca hombres algunos fueron como los religiosos de la Compañía de Jesús objeto de preocupaciones más violentamente hostiles, y más cumplidamente favorables.

Ya es tiempo quizá de llegar a una solución, y de pedir a la opinión un fallo definitivo. Creo que a ocasión es oportuna; tengo bastante confianza   —41→   de que los hombres sinceros querrán explicarse el singular contraste que ha representado a una sociedad religiosa como un cuerpo consagrado, según unos, a todos los trabajos y sacrificios del apostolado, y según otros como un foco permanente de intrigas, de bellaquería y de ambición.

Cuando la voz que me llamaba resonó en lo íntimo de mi corazón, cuando pesaba yo en mí mismo el diverso peso de esas singulares contradicciones, hubo un día en que me dije: Pascal, vuestro genio ha cometido un gran crimen, el de establecer una alianza tal vez indestructible entre la mentira y la lengua del pueblo tranco. Habéis fijado el diccionario de la calumnia; él hace regla todavía, pero no la hará para mí.

Esta autoridad perdurable granjeada a la mentira, por la magia del lenguaje, ese reinado imperioso ejercido dos siglos hace por un calumniador de genio, por tomar a M. de Chateaubriand este rasgo de su elocuencia reparadora, no me impidieron entonces tomar y llevar a cabo mi resolución de entrar en la Compañía. Preocupáronme pensamientos más altos; ¿se me permitirá confesarlo con toda la franqueza de mi fe y de mis convicciones? El odio que persigue sin treguas me pareció un poderoso motivo para estimar y querer. La filosofía antigua, presintiendo en cierto modo el Evangelio, lo había ya proclamado por su órgano más sublime: Nada es más bello que sufrir persecución por la justicia. «Y Dios mismo, dice Bossuet, ha reputado tan grande ese destino que nada encontró más digno de su hijo sobre la tierra».

Ahora, y en el espacio de veintiún años que pertenezco a la Compañía de Jesús, ese odio perseverante me alienta y me consuela. Lo que yo temería sobre todo, fuera la molicie que bastardea las almas; la molicie no existe entre nosotros; que mal pudiera afeminarse el hombre ante los repetidos asaltos de la persecución y de la injuria.

No vengo, pues, a quejarme: ¡más bien me regocijaría!   —42→   Tampoco vengo a justificarme; no vengo sino a dar un simple y verdadero testimonio.

Richelieu y otros políticos profundos, vieron en las Constituciones de San Ignacio la obra maestra del ingenio: yo llamo a la obra de mi padre un monumento de sabiduría, de piedad, de santidad admirables.

Dos palabras pudieran aquí reasumirlo todo: fin y medio. El fin es la gloria de Dios y la salud de las almas; el medio es la obediencia.

Por lo demás, es importantísimo, para conocernos, el querer comprender estas cosas; y lo que mejor podrá darlas a conocer, es lo que voy a referir. No es una ficción, es la pura verdad.

Un hombre cansado del mundo le dejó. Tal vez las ardientes pasiones de la juventud habían atravesado violentamente su alma, y buscaba un abrigo donde guarecerse. Concibió un profundo deseo de vengarse de sí mismo y de Satanás por medio de fatigas útiles al prójimo.

Creyó entonces, y todavía cree, que el gran mal de nuestra época es la falta total de subordinación y de obediencia entre los hombres. Desengañado de las vanas ilusiones, de las quimeras de la independencia, tenía sed de obedecer; sentía su inmensa necesidad, e invocaba la obediencia como el asilo salvador que debía proteger su dignidad de hombre y asegurarle la posesión de la verdadera libertad, la libertad del alma.

El trabajo de los ejercicios espirituales acabó de mostrarle la luz y de trazarle el camino; toca a la puerta de la Compañía de Jesús.

Lo que le conmueve apenas entra, es la profunda paz que reina en la religiosa morada. El aspecto de aquellos claustros silenciosos, el andar recogido de los que los habitan, el ruido de los pasos que resuenan como en el desierto, el orden y la pobreza que donde quiera aparecen, la oficiosa acogida y la expresión obsequiosa del buen hermano que introduce, la apacible gravedad del padre que recibe, cierto aire suave y puro que se respira,   —43→   una presencia de Dios más íntima, al parecer, y familiar, todo en esa mansión, al que arriba a ella por primera vez, extranjero que viene de lejos y maltratado por las tormentas, todo le hace sentir una impresión que apenas puede definirse, pero que bien puede llamarse la impresión de Dios. Un principio desconocido, un espíritu bienhechor alivia las penas, repara las fuerzas, y da el anticipado gusto de una nueva y feliz existencia. En fin, no tiene uno en rededor de sí más que corazones ingenuos y piadosos, frentes apacibles y serenas; la palabra que rara vez interrumpe un largo silencio, es siempre sencilla y fraternal, las relaciones libres, alegres, francas.

Colocado aun en el umbral, el candidato de la vida religiosa conocerá de antemano, en aquella hora solemne toda la extensión de los deberes que la Compañía de Jesús dicta a sus individuos; debe saber, y sabrá cuál es el espíritu que la anima en toda su verdad, y libre aun se decidirá.

¿Estáis dispuesto, le preguntan, a renunciar al siglo, a toda posesión y a toda esperanza de bienes temporales? ¿Estáis dispuesto a mendigar, si necesario fuere, vuestro pan de puerta en puerta por amor de Jesucristo? Sí45.

¿Estáis dispuesto a vivir en cualquier país del mundo y en cualquier empleo sea el que fuere, en que juzguen los superiores que seréis más útil para la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas? Sí46.

¿Estáis dispuesto a obedecer a los superiores que ocupan para vos el lugar de Dios, en todo lo que no juzgaréis en conciencia pecaminoso? Sí47.

¿Os sentís generosamente determinado a repeler con horror y sin excepción, todo cuanto los hombres   —44→   esclavos de las preocupaciones mundanas estiman y abrazan; y queréis aceptar, desear con todas vuestras fuerzas lo que Jesucristo nuestro Señor amó y abrazó? Sí48.

¿Consentís en revestiros de la librea de ignominia que él llevó, en padecer como él, por amor y por respeto suyo, los oprobios, los falsos testimonios y las injurias, sin embargo de no haber dado motivo a ello?49

Es forzoso responder, y gracias inmortales sean dadas a la bondad de Dios, yo respondí que sí. «Pasareis por loco. Sí, esto me conviene».

Nunca sonó en oídos humanos pregunta más extraña; nunca tal vez el Evangelio de la Cruz y su sagrada locura fueron mejor presentadas en su nativa aspereza. Por lo demás deseaba tanto San Ignacio que los soldados de su compañía fuesen verdaderos discípulos del Dios crucificado, que según atestiguan unánimes sus historiadores, toda su vida rogó encarecidamente al Señor que la Compañía de Jesús estuviera siempre perseguida; preciso es confesar que fue bien escuchado.

Pero, en fin, la pregunta está hecha; está justificada, a la manera que lo es una profecía exacta, por un cumplimiento permanente; y cuando el postulante, todavía libre, ha respondido se le admite al noviciado.

Aquí comienza para él un nuevo orden de cosas.


I.- Noviciado

El novicio pasará dos años en profundo retiro; tendrá ese tiempo para reflexionar, y ese tiempo es necesario antes de ligarse con obligaciones irrevocables. Las pruebas morales que debe sufrir son grandes. Así su resolución, después de dos años de noviciado, será libre, ilustrada, fuerte.

  —45→  

Mientras dura ese mismo espacio de tiempo, le está prohibido todo estudio50, Concepción atrevida y poderosa, que no puede estimarse en lo que vale por sola la teoría, si que es también necesaria la experiencia.

Tan grande es la distancia que separa la vida del mundo y la vida religiosa, los estudios de un hombre destinado a andar por los caminos del siglo y los del religioso reservado a los trabajos apostólicos, que para el alma llamada a este género de vida en la Compañía de Jesús, el enérgico y prudente legislador ha querido crear en algún modo un medio nuevo y toda una nueva existencia. En la larga educación de sus novicios, y en la falta misma de los estudios, ha sido su ánimo, dice, preparar el mejor fundamento para los mismos estudios, a saber la humildad y todas las virtudes sólidas51.

La oración, las meditaciones prolongadas, el estudio práctico de la perfección, y principalmente de la más completa abnegación de sí mismo, la valerosa reforma de las inclinaciones de la naturaleza, la fiel y cotidiana lucha contra el amor de una vana honra y de los falsos placeres, el uso familiar de los ejercicios espirituales y de la conversación con Dios, el conocimiento de todo un mundo escondido en lo profundo del alma y de una vida toda interior; he ahí lo que llena las horas del noviciado52.

Se me perdonará, que al hablar de ese tiempo ya muy apartado de mí, encuentre en él mis recuerdos más deliciosos; entonces se realizaron los días más venturosos de mi vida. ¡Cuna querida de mi infancia religiosa, crisol laborioso de mi alma, purificación fecunda de la inteligencia y del corazón, no, yo no os olvidaré jamás!

Allí es donde vienen a morir los últimos rumores del mundo y sus vanas agitaciones. En la escuela   —46→   de la penitencia y de la oración, se despoja el hombre poco a poco de esa vida falsa, de esos intereses facticios, de esos afectos inferiores que impiden aspirar a los combates y triunfos de la gran gloria de Dios y de la conquista de las almas. Y sin embargo la unción de las conversaciones divinas, y los poderosos atractivos de la gracia, y la dicha íntima de una concordia, de una paz inalterables, penetran, alientan, consuelan... ¡Oh! ¡Preciso es decir que esos años se deslizan con bienaventurada rapidez!

Arrancado así el novicio a las ilusiones de la vida del siglo, y mejor precavido en adelante contra el peligro de su vuelta, no está ligado todavía con ningún empeño; es libre. Muchas muchísimas veces, se ejercitan sus reflexiones acerca de los graves deberes que los votos imponen. Debe pasar por pruebas reiteradas o decisivas53. Delibera y se le examina; es juzgado y juzga con entera libertad. Se ofrece finalmente, la sociedad le acepta; después de cumplidos dos años, se entrega al Señor por una consagración irrevocable.

No probaré a decirlo que pasa entonces en el alma.

Bella es la obra del noviciado; el noviciado es ese trabajo regenerador del espíritu que entrega en cuanto es posible a la divina gracia la posesión entera de las facultades, de las fuerzas y hábitos del alma. Es una especie de creación, una transformación poderosa que debe desprender la libertad religiosa, de las trabas sin cuento con que la embarazaban los intereses, las miras, los afectos y pasiones de la naturaleza. Es la fragua donde el hierro se ablanda para tomar un nuevo ser; es la lima que desgasta, que quita el orín, que prepara el instrumento, y torna a ponerle útil en manos del artífice. Entonces se imprime una dirección que reemplaza en el hombre todas las direcciones puramente humanas, por la única ambición de la gloria divina y de la salud eterna de todos.

  —47→  

A este fin se enderezan todas las pruebas que debe sufrir el novicio, las reglas todas que deben observar, todas las luces que se le prodigan. Y San Ignacio, con una constancia nunca desmentida, expresa casi a cada página ese fin sublime de su obra: Ad majorem Dei gloriam; esa gloria, para la cual somos criados, que comienza acá en la tierra por la fiel sumisión de la criatura racional a su Hacedor, y se consuma en los cielos en el seno de la bienaventuranza y de las perfecciones infinitas.

Ad majorem Dei gloriam: no podéis creer en esa política del todo sobrenatural y sagrada; no lo extraño. ¿Mas con qué derecho os atrevéis a sustituirle otra en vuestras inconsideradas afirmaciones, para presentar ante el tribunal de las generaciones, como culpables de un pensamiento que no tiene, que nunca tuvieron, a una sociedad de hombres para quien, al parecer, la justicia y la verdad se hicieron tanto como para vosotros?

Pero sigamos.

Trascurrido han dos años, hanse pronunciado los votos; sonado ha la hora de los estudios: el religioso de la Compañía entra en una nueva carrera.




II.- Estudios

Demás del poder del ejemplo y la vida del espíritu, ha menester también el hombre apostólico la ciencia competente para ayudar mejor a sus hermanos a conseguir el entero cumplimiento de sus destinos.

«Así pues, dice San Ignacio, cuando en los que son admitidos entre nosotros se habrá echado el cimiento de la abnegación y del progreso necesario de las virtudes, entonces se pensará en levantar el edificio de sus conocimientos»54.

Sin duda deberá ponerse cuidado, en que por consecuencia del fervor de los estudios, no llegue a entibiarse el amor de las virtudes sólidas y de la   —48→   vida religiosa; pero será no menos conveniente aplicar sabios temperamentos a los ejercicios de mortificación y de piedad; porque los estudios exigen en cierto modo a todo el hombre, quodam modo totum hominem requirunt55. Así vemos que en las Constituciones todo se contrapesa y concierta según las reglas de la moderación más segura y de la más alta previsión.

Entre los hombres, es corto el número de los que son al mismo tiempo sabios y virtuosos; boni simul et eruditi pauci inveniuntur. Por eso la idea de los primeros fundadores de la Compañía, fue admitir en su seno algunos jóvenes en cuya buena educación se pusiera el mayor cuidado, y que, por sus cualidades, diesen la esperanza de ver realizarse en ellos algún día esas dos condiciones de la ciencia y de la virtud, necesarias a un tiempo para trabajar con fruto en la salvación de las almas.

Éstas son también las propias palabras de San Ignacio; palabras que encierran el sentido, el fin y la razón de nuestros estudios56.

Su curso debe seguirse regular y fielmente, a no ser que la edad, la falta de disposición o de salud, las necesidades del santo ministerio o la calamidad de los tiempos opongan a ello insuperables obstáculos.

Los dos años que siguen a los del noviciado se consagran desde luego a la retórica y a la literatura; tres años a la filosofía y a las ciencias tísicas y matemáticas algunas veces más57.

Viene luego lo que llamamos la regencia, o la enseñanza de las clases en un colegio. Hácese de manera que el joven profesor, comenzando por una clase de gramática, suba sucesivamente, recorra uno tras otro todos los grados del profesorado. Hay en ello utilidad grande para sí, y servicio de los demás; aprendiendo mucho se cumple con todos los deberes   —49→   de un celo asiduo para con la juventud que tanto lo merece, y en los cargos que son tal vez los que más requieren.

La educación que ocupa un gran lugar en nuestra vida, cuando se nos permite seguir nuestras Constituciones en este punto.

Hacia la edad de veintiocho o treinta años envíase al religioso a estudiar teología. Este estudio junto con el de la Escritura santa, del derecho canónico, de la historia eclesiástica y de las lenguas orientales, ocupa cuatro años, y aun seis respecto de los que mostraren disposición notable. No se confiere el grado del sacerdocio sino al fin de los estudios teológicos, rara vez antes de los treinta y dos o treinta y tres años.

Después de cada año de este largo curso de estudios, se sufre un severo examen, nadie pasa al curso del año siguiente sino después de un juicio favorable formado por los examinadores acerca del año precedente.

Acabados todos los estudios, los que hasta allí han salido bien en los exámenes anuales, sufren un examen general sobre la universalidad de las ciencias filosóficas, físicas y teológicas. El haber obtenido en este postrer examen, de cuatro votos los tres favorables, es una de las condiciones necesarias para ser admitidos a la profesión58.

Tal es el orden de estudios para los jóvenes religiosos de la Compañía de Jesús.

Por lo visto, es conforme al fin que el Santo fundador se propuso. Para la mayor gloria de Dios, Y el mayor bien de las almas, un largo aprendizaje prepara los operarios evangélicos a todas las posiciones, a todos los ministerios sagrados. San Ignacio quiere, en cuanto sea posible, hombres sólidamente instruidos, hombres que no se extravíen, que caminen con seguro paso por las sendas de la verdad, y a quien las sanas doctrinas alumbren   —50→   y guíen siempre; hombres que sepan cuanto debe saberse, que se coloquen fielmente en presencia del movimiento de la ciencia y se mantengan a su altura; que en todo, así en historia, física, filosofía, literatura, como en teología, no se queden atrás de su siglo, sino que puedan seguir o aun ayudar sus progresos, si bien no olvidando nunca, que están consagrados a la defensa de la religión y a la salud de las almas.

Se nos echa en cara que no formamos hombres de gran talento.

Yo creo que entre las bellas glorias de la Francia se contará siempre a Corneille, Racine, Molière, La Fontaine, Bossuet, Bourdaloue, Condé, Turena, Descartes y Pascal; pues de estos once grandes hombres, siete fueron discípulos de los jesuitas.

En cuanto a nosotros mismos, se nos permitirá tal vez recordar esa muchedumbre de hombres útiles que ha producido la Compañía, en todos los ramos del saber humano, como en todo género de cargos evangélicos.

Y el que quiera ser justo, ¿no encontraría los caracteres del ingenio teológico en Suárez y Vázquez, a quienes Benedicto XIV llamó dos lumbreras de la teología; duo luminaria theologiae, en Belarmino y de Lugo: el talento de la elocuencia del púlpito en Séñeri, en Bourdaloue, de quien decía Bossuet: este hombre será eternamente nuestro común maestro: y en fin el ingenio de la ciencia, en Petau, Sirmond, Kircher, Clavio, Gaubil, Grimaldi59.

Además, San Ignacio quiso forma hombres apostólicos;   —51→   y no temo decir que las diferentes edades de la Compañía han realizado en esta parte el gran pensamiento de su fundador.

A más de doce mil asciende el número de los escritores jesuitas; pero plácenos más recordar nuestros ochocientos mártires inmolados por la fe, nuestros ocho mil misioneros cuya vida preciosa en el acatamiento del Señor se ha consumado en los trabajos del celo entre los salvajes e infieles, y aquellos padres, aquellos hermanos venerados y queridos cuya santidad ha canonizado la Iglesia y a quien ha puesto solemnemente en los altares.

Sin embargo, no han acabado aun todas las pruebas para el religioso de la Compañía; hace ya muchos años que ha salido del noviciado; las Constituciones le ordenan que entro de nuevo.




III.- Tercer año de probación o última prueba antes del ejercicio del Santo Ministerio

Permítaseme decir, que esta es la obra maestra de San Ignacio. El hombre a quien destina al ministerio apostólico ha pasado como novicio dos años de recogimiento y de silencio; luego han venido nueve años de estudios y cinco o seis de enseñanza; acaba de ser ordenado sacerdote, y todavía no ha ejercido las funciones del sacerdocio; por lo común cuenta treinta y tres años de edad, y han pasado para él quince o diez y seis años de vida religiosa: el religioso, el sacerdote vuelve al noviciado.

Por espacio de un año entero va a renunciar de nuevo a todo estudio y a toda relación de fuera. Púsose gran cuidado en cultivar su entendimiento; ahora debe por última prueba y por última preparación, ejercitarse, según la notable frase de las Constituciones, en la escuela del corazón, in schola affectus. La expresión es difícil de comprender; para penetrar su sentido, he necesitado el año entero y no pretendo explicarlo.

Diré solamente: ese religioso, ese sacerdote ha podido adquirir extensos y variados conocimientos:   —52→   ha podido también dar ya pruebas de abnegación y de celo, en el seno de la soledad, en una vida de retiro y de silencio, hecho más presente a Dios y a sí mismo, antes de ser entregado a los demás, van a aplicarle cuidadosamente «in schola affectus a todo lo que afirma y hace adelantar en una humildad sincera, en una abnegación generosa de la voluntad y aun del juicio, en el despojo de las inclinaciones inferiores de la naturaleza, en un conocimiento más profundo, en un amor de Dios más ferviente; de este modo, después de haber fortalecido en su alma, y hecho penetrar en ella más hondamente esa vida verdaderamente espiritual, podrá ayudar mejor a los demás a adelantar en los mismos caminos para mayor gloria de Dios nuestro Señor»60.

Esto es lo que llamamos en la Compañía el tercer año de probación, el último año de preparación y de prueba. Pasa muy veloz ese tiempo de un santo reposo que ya no volverá. Yo lo he gozado, no me será ya dado disfrutarlo antes de mi muerte; y sea cual fuere el número de años que Dios me reserva aun en este triste mundo, no volveré a encontrar más el año del reposo.

Entonces se recorre de nuevo por espacio de un mes la gran carrera de los ejercicios; entonces la oración, la meditación se prolongan; el espíritu del Instituto, las condiciones del apostolado, la pobreza, la mortificación, la obediencia, todo cuanto constituye los deberes del religioso es de nuevo estudiado, profundizado. Algunas instrucciones de la doctrina cristiana dadas a los niños, algunas misiones en los campos vienen solo a interrumpir la soledad y servir como de preludios a los ministerios de que más gusta un corazón de apóstol. Confieso que me es delicioso sobremanera el contemplar aquel tiempo, en que me fue dado evangelizar a algunas pobres poblaciones de las montañas;   —53→   muy a menudo lo he echado menos después; muy a menudo el apostolado de las grandes ciudades ha contristado mi espíritu y fatigado mi corazón; y la juventud, a quien tengo la dicha de ver tan frecuentemente reunida en rededor de la sagrada cátedra, me perdonará este recuerdo y este sentimiento, cuando la diga con toda la sinceridad de mi alma, que nunca me ha dado sino consuelos.

Concluido el año, los superiores se informan religiosamente de los progresos hechos en la virtud y la ciencia, y según el juicio que forma el mismo Padre General por los informes que ha recibido, se da el grado (gradus), es decir, que le admiten a pronunciar los últimos votos de Coadjutor espiritual o de profeso. Que estas dos clases de religiosos hay entre nosotros. Unos y otros son iguales en todo; ningún privilegio, ninguna prerrogativa disfruta nadie en la Compañía. Aun los destinos de superiores se dan con preferencia a los coadjutores espirituales, y los profesos les están generalmente sometidos. Hay sin embargo algunos cargos, aunque en muy corto número, reservados a estos últimos; los profesos tienen igualmente el derecho, con ciertos superiores que la regla designa; de asistir a las congregaciones o asambleas provinciales y generales de la orden. Estas reuniones son bastante raras y están limitadas a ciertos casos.

Así, después de los dos años de noviciado vienen los tres votos de religión, simples pero perpetuos; después de quince o diez y siete años de pruebas o de estudios, después de un tercer año de noviciado vienen los votos solemnes de profeso, o los últimos votos del coadjutor; tal es la gradación regular61.

El que se dignase reflexionar gravemente sobre esta economía religiosa de pruebas y trabajos preparatorios;   —54→   el que quisiera explicarse esta legislación tan prudente, tan vigorosa, tan digna del genio apostólico de San Ignacio, gustaría de representarse al Santo fundador como el artífice encorvado afanosamente sobre su obra para labrarla y perfeccionarla; que la ensaya, y vuélvela a tomar luego para labrarla otra vez y rehacerla y no la entrega a su destino sino cuando ha apurado todos los recursos de un arte paciente y animoso.

De este modo es preparado largamente y trabajado, digámoslo así, el religioso de la Compañía de Jesús; le forman, le ensayan, vuélvenle a tomar luego y regenerarle en la fuente de las fuerzas activas del espíritu, en el taller de la soledad y del silencio. Y no es eso todo: cada día de su vida, por espacio de largas horas, deberá entrar de nuevo en el retiro interior del alma, para despojarse allí de todas las influencias de la tierra y de los pensamientos mundanos, para conquistar las ideas sublimes de la fe, brújula divina con cuyo auxilio puede mejor arrojarse luego por entre las agitadas olas de los errores y pasiones humanas, y alarga la mano a los pobres náufragos a quienes se esfuerza en conducir al puerto de la eterna salud.

Sabido es ahora el modo como se forma un religioso de la Compañía de Jesús. Cierto, ningún fundador multiplicó tanto como el nuestro las preparaciones y las pruebas. No parece sino que se propuso imitar laboriosamente la educación instintiva del ave que domina en los aires. Quiere que sus discípulos dejando como extranjeras las bajas regiones de los afectos terrestres, se eleven hasta contemplar hito a hito en su carrera al divino sol de justicia, y sepan de continuo renovar las fuerzas de su alma y aumentar el brío de su acción al calor vivificante de sus rayos.

¡Dígnese la gracia de Dios realizar en nosotros el pensamiento de nuestro padre! ¡Ojalá que todos nosotros, haciendo humildes y generosos esfuerzos, podamos corresponder a los deseos de su grande alma, y andar por los caminos que nos trazó!

  —55→  

Llegado en fin el día de la acción, para la mayor gloria de Dios y el servicio de sus hermanos, el jesuita será más que nunca indiferente a todos los lugares, a todos los empleos, a todas las situaciones62. No repelerá lejos de sí, con denegación incontrastable, sino los honores y las dignidades63. Las respeta y admira en los demás como lo más sublimo de la abnegación, y de una gloriosa servidumbre. También él se sacrifica en servicio de los demás, pero siempre para obedecer, nunca para mandar, sin reserva, sin excepción, para siempre.

La clase de séptima en el colegio, la penosa vigilancia del día y de la noche entre las paredes de una sala de estudio o de un dormitorio; la China, las Indias, los salvajes, los infieles; el árabe, el griego; las repúblicas, las monarquías; el ardor de los Trópicos y los hielos del Norte; la herejía y la incredulidad; los campos y las ciudades; las sangrientas resistencias del bárbaro, y las cultas luchas de la civilización; la misión y el confesonario; el púlpito y las investigaciones estudiosas; las prisiones, los hospitales, los lazaretos, los ejércitos; el honor y la ignominia; la persecución y la justicia; la libertad y los calabozos; el favor y el martirio; con tal que Jesucristo sea anunciado, la gloria de Dios propagada y salvadas las almas, todo es de igual indiferencia para el jesuita. Tal es el hombre que las Constituciones han querido dar al apostolado católico. Sin duda podemos deplorar delante de Dios el no alcanzar siempre este objeto con el valor perseverante que exige; pero al menos, forzoso es confesar que el objeto no está falto de grandeza, y que consagrará ello su vida, es tal vez darle algún precio: y he dicho la verdad.



  —56→  
IV.- Gobierno de la Compañía

Éste es acaso el punto de nuestras Constituciones de que más se han preocupado algunos. Hablaré de él también con sencillez; y espero que lo que voy a decir, será muy bastante a disipar las preocupaciones.

En toda sociedad se necesita de un gobierno y un poder; en la Compañía de Jesús, para conservar el vigor de las leyes, y la unidad de espíritu y de fin, para mantener la armonía de los medios y la sumisión de numerosos miembros en medio de los trabajos más diversos, era necesaria una autoridad. El General de la Compañía es su depositario. Sin embargo, por más que sobre este asunto se haya dicho, no la ejerce sino con arreglo a la gran ley católica, es decir, con la más perfecta dependencia respecto del vicario de Jesucristo, jefe supremo de la iglesia64.

Perdónenseme los pormenores en que voy a entrar; si deseo darlos es porque quiero que se nos conozca enteramente, y afirmo que fuera de lo que voy a decir, nada puede suponerse sobre la Compañía de Jesús que no sea falso de todo punto.

Seré lo más corto y conciso que me sea posible.

Cuando ha de nombrarse General, la Compañía se reúne en congregaciones provinciales, es decir, que en cada provincia de la Compañía, los profesos y ciertos superiores son convocados y se reúnen.

El padre provincial y dos profesos elegidos por la congregación provincial, pasan a Roma para componer la congregación general. Ésta procede igualmente por vía de elección; y así es como la Compañía representada por los diputados de las provincias elige a su General65.

Le da cierto número de asistentes sacados de las diferentes naciones, y a quienes debe consultar en   —57→   las cosas que conciernen a su administración. La Compañía designa igualmente un Admonitor, cuyo cargo es advertir al General, señaladamente en lo que mira a su conducta personal y privada66.

Por lo demás la autoridad del General no tiene otro contrapeso regular y ordinario: está obligado a tomar y recibir consejos, pero él solo es juez de su última determinación. En un caso extremo que nunca se ha presentado, y que, Dios mediante, nunca se presentará, las provincias podrían elegir diputados, y los asistentes convocarlos, a fin de deponer al General que se haya hecho indigno o incapaz67.

Todos los superiores, todos los miembros de la Compañía están sujetos al General y deben obedecerle.

Todos pueden recurrir a él libremente, y escribirle como a los demás superiores68. Es el padre común. La subordinación es grande, pero los recursos son numerosos y fáciles.

Como todas las otras órdenes religiosas, la Compañía está dividida en provincias. En cada provincia o subdivisión de país, un provincial es el superior de todos los establecimientos que contiene; todos los años los visita para exponerle sus necesidades y sus penas. El provincial tiene sus consultores y su admonitor nombrados por el General; también debe tomar y recibir sus dictámenes.

Finalmente, cada casa tiene con este o el otro título su propio superior, sometido al Provincial y al General. El superior de cada casa tiene igualmente un consejo y un admonitor. Tal es la forma del gobierno de la Compañía: la unidad de poder, la multiplicidad de votos consultivos. De este modo la sabiduría posee toda su luz y la acción todo su poder.

El General es vitalicio; todos los demás superiores,   —58→   cualesquiera que sean, no son nombrados sino para tres años; sin embargo pueden ser reelegidos; y todos se reputan dichosos cuando llega el término y quedan libres de la carga69.

Esta sencilla organización entraña mucha fuerza y suavidad, muchos elementos de orden y de paz; muchas garantías y apoyos conservadores. Es un rodaje fácil y regular que desenvuelve su acción tranquilamente. Hay siempre muchas conciencias que velan por deber cerca de la autoridad, y la ilustran y la avisan respetuosamente y dan cuenta a la autoridad superior.

Las reglas, los consejos, las libres comunicaciones, los recursos siempre abiertos y el principio interior de caridad que es el alma de todo, se aúnan para producir un estado de cosas en que ninguna autoridad es independiente y absoluta. Las leyes solas tienen un soberano imperio.

Así todos contribuyen en algún modo al ejercicio de la autoridad y todos obedecen.

Sin embargo he ahí lo que algunos han osado llamar despotismo, delación, servidumbre; cuando en realidad no hay sino orden, respeto, legítima vigilancia y verdadera libertad.

Es claro que para un cuerpo religioso y apostólico, aquí debían parar las combinaciones y prescripciones de la prudencia. Su conservación y buen éxito debían dejarse a Dios mismo, a su espíritu, a su atenta Providencia. Demás de que, cuando por medio de las largas preparaciones y las pruebas que dirigen las elecciones, se ha adquirido la moral certidumbre de no tener por gobernantes sino hombres de probidad, de conciencia, desinteresados y capaces, ¿qué otra medida pudiera mejor responder a un cuerpo de su porvenir? Hágase lo que se quiera, la garantía más segura y aun la cínica eficaz en punto de gobierno será siempre la probidad, la religión, el celo de los depositarios de la autoridad.

  —59→  

Y en cuanto a los que quieren juzgar de todo, según las menguadas ideas de la política humana, que respecto de una sociedad religiosa no saben tomar en cuenta ni el elemento divino depositado en sus leyes, ni el poder regulador de una caridad verdadera, hablarán siempre como ciegos de nuestro Instituto, de su fuerza vital y de su régimen interior. No suponéis sino desconfianza mutua y triste esclavitud en nuestra vida; no la conocéis. En todos vuestros juicios ni uno solo hay que sea exacto. Habéis hecho mucho ruido y discursos sin verdad. Ignorabais: pero cuando se ignora, el silencio es la ley del honor, y donde vosotros habéis prodigado la injuria, yo que sé he dicho la verdad.

Por lo demás, ¿queréis juzgar mejor a esos hombres? sabed cual es la vida que llevan.




V.- Día del jesuita

A las cuatro de la mañana la campana toca a despertar; el hermano Dispertador recorre al punto los cuartos, y avisa con el piadoso saludo: Benedicamus Domino. Un cuarto de hora después torna a pasar para probar la obediencia puntual de todos a este primer deber de la regla. Así es como una exacta disciplina viene siempre en auxilio a la buena voluntad personal. El uso llama entonces a los religiosos de la Compañía a la capilla, al pie del Santísimo Sacramento. A las cuatro y media entra de nuevo en su celdilla para vacar solo a la oración por espacio de una hora.

La campana del Angelus pone fin a la meditación: los sacerdotes dicen sucesivamente su misa; y después de la acción de gracias, comienza el curso de las ocupaciones diarias. En verdad no nos faltan; y pudiera decir, que el tiempo es un bien que dentro, vienen a robar al jesuita, tanto quizá, como le disputan fuera, aunque con miras muy diversas, el honor y la libertad.

Sin embargo hay siempre reservadas algunas horas para el trabajo solitario y el estudio. Los   —60→   unos, y son los más, se aplican a las penosas y lentas preparaciones que exige la predicación Evangélica: otros se entregan a las investigaciones científicas e históricas. Todos se emplean en las activas funciones del ministerio de las almas, que, en general dejan poco lugar a un pacífico ocio. Además, a no ser que la imperiosa necesidad obligue al religioso a prohibir severamente el acceso de su pobre celdilla, está casi siempre sitiada de visitas. Y allí se presentan libremente los hombres de todos los estados, de todas las opiniones: todos los géneros de infortunio, todas las aflicciones del alma, vienen alternativamente a excitar nuestra compasión y nuestro celo. La estadística de las visitas de un solo día en la habitación de alguno de nosotros, sería a veces una curiosísima, historia. Muchas acaso tendrá en ellas su parte la policía, y los intrigantes buscarán la suya; pero siempre quedará la mayor para los que sufren, y que vienen confiadamente a pedirnos consuelo y verdad. A todos se procura hablar el lenguaje de la fe y de la caridad: los que habían venido para tentarnos y cogernos en nuestras palabras, retírense, muchas veces confusos, y acaso alguna vez desengañados; y otros en mayor número, creemos que consolados en sus penas. Así es como algunos hombres enemigos se han hecho los amigos fieles de aquellos a quien no conocían y que han aprendido a conocer.

¿Qué diremos ahora de las demandas que algunos nos dirigen, como a hombres de influencia? Buenas gentes, que llegan a creer en fin lo que les venden acerca del poder de los jesuitas. ¿Cómo quererlas mal? Pero es preciso confesar, que en nuestras horas de recreo, nos hacen pasar algunos ratos divertidos.

El religioso, el sacerdote se debe a todos; las mujeres cristianas, y aquellas que sienten la necesidad de hacerse tales, preguntan por él; baja al lugar asignado para recibirlas; y la caridad no le permite siempre volver a subir tan presto como   —61→   quisiera. Llámanle también al confesonario; vase allá; y aunque ciertamente haya un gran bien que hacer allí, aunque se hallen algunas de esas almas fuertes que son los ángeles de sus familias, las madres de los pobres, los apoyos de todas las buenas obras, preferimos desempeñar este ministerio con la juventud de las escuelas y del mundo, que todavía quiere confiar en nosotros y hacernos depositarios de sus flaquezas, de sus combates y virtudes.

Las relaciones del ministerio o algunas horas de trabajo que se les roban; he ahí pues lo que llena la primera parte del día y lo que llenará la segunda.

Llega el medio día, que es un tiempo de parada en la vida, de comunidad. Empléase desde luego un cuarto de hora en el examen de conciencia acerca de la mañana, a fin de encontrarse uno nuevamente más cerca de Dios y de sí mismo. Bájase después al refectorio, donde el silencio y la lectura sazonan una frugal comida que dura como media hora. Visitan juntos el Santo Sacramento, y se reúnen luego para el recreo. Francamente lo digo, yo quisiera que se contemplara entonces desde algún observatorio a esos formidables jesuitas; tal vez al ver la libre cordialidad, los sencillos desahogos, la leal alegría de sus pláticas, ya no se les tendría por esos seres tenebrosos y maléficos a quienes se ha pintado tantas veces con los más negros colores. Esas odiosas preocupaciones son tan contrarias a mi carácter, que no puedo traerlas a la memoria sin contristarme, y me ofende hasta el lenguaje que acabo de emplear.

Nos separamos después de tres cuartos de hora. Vuélvese al silencio, al trabajo, y por lo común al confesonario, comenzando a oír nuevamente la larga historia de las penas y enfermedades de las conciencias mundanas. Se oye así al pobre como al rico, al niño y al hombre hecho. En caso de necesidad se va también a consolar a los enfermos y moribundos en su lecho de dolor, y estos religiosos deberes   —62→   se desempeñan principalmente en las primeras horas de la tarde. Pero nos abstenemos de toda visita que no sea sino pura distracción o ceremonia. Nunca un jesuita se deja ver en el mundo; nunca come fuera de la comunidad a no encontrarse de ella separado por causa de misión evangélica.

Viene la noche; sin embargo ha sido preciso encontrar tiempo para la oración y el oficio divino, se le ha aprovechado tan luego como se ha podido. A las siete reúne la cena a los habitantes de la casa; siguen otra vez algunos instantes de recreo; a las siete y cuarto rézanse en la capilla las letanías de los Santos; concluidas, cada cual se retira a su cuarto y consagra una media hora a la lectura espiritual y al examen de su conciencia. A las nueve se toca a descanso. Algunos, con permiso de los superiores, podrán prolongar todavía el trabajo o la oración; algunos otros, por la madrugada, se adelantarán a la hora de despertar común; pero todos obedecerán a la prudente autoridad que vela en la conservación de la salud y de las fuerzas necesarias.

De este modo se siguen los días y se aparecen. Son llenos, penosos muchas veces, sin embargo apacibles. Y he ahí en la realidad a esos hombres a quienes se juzga tan peligrosos al estado, a la Iglesia, a la causa de las libertades públicas, al bien de las familias.




VI.- La obediencia

Acabaré el análisis de las Constituciones, dando la idea exacta de la gran ley de obediencia. Convengo en que ella es nuestra alma, nuestra vida, nuestra fuerza y nuestra gloria. Éste es el punto capital del Instituto, y el punto también capital de los ataques. Hablaré de ella con la misma sencillez y precisión que de las cosas que preceden.

He aquí las palabras de San Ignacio, que traduzco literalmente.

«Todos procurarán observar principalmente la   —63→   obediencia y sobresalir en ella. Es preciso tener delante de los ojos a Dios nuestro Criador y Señor, por el cual se presta obediencia al hombre». Esto es lo que la justifica y ennoblece. No conviene que los corazones se encorven bajo el yugo del temor; por eso el Santo Legislador añade: «Conviene poner el mayor cuidado en obrar con espíritu de amor, y no con la inquietud del temor, ut in spiritu amoris et non cum perturbationem timoris procedatur... En todo aquello a que la obediencia puede extenderse con caridad (es decir, sin pecado), seamos tan prontos y dóciles como sea posible a la voz de los superiores, como si fuera la voz misma de Jesucristo nuestro Señor; porque a él es a quien obedecemos en la persona de los que ocupan para nosotros su lugar... Cumplamos, pues, con gran presteza, con alegría espiritual y perseverancia todo lo que se nos mande, renunciando por una especie de obediencia ciega a todo juicio contrario; y esto en todas las cosas ordenadas por el superior, y en que no se hallare pecado».

Aquí se encuentra el dicho famoso y tantas veces comentado: «estén todos bien convencidos de que viviendo debajo la ley de la obediencia, deben sinceramente dejarse llevar, regir, poner, trasponer por la divina providencia por medio de los superiores, cual si fueran cadáver, perinde ac si cadaver essent; o bien así como el báculo que un anciano tiene en la mano, y que le sirve a su antojo». Y el Santo Legislador, explicando su pensamiento, añade: «Así el religioso obediente cumple con alegría aquello que el superior le ha encargado para el bien común, seguro de que obrando así corresponde verdaderamente a la voluntad divina, mucho mejor que si inspirado por su propio juicio formara empresas a gusto de una libertad inconsiderada, y algunas veces por los movimientos de una libertad caprichosa»70.

Quisiera que se releyeran atentamente estas palabras,   —64→   y se procurase entenderlas bien. Se ha metido mucho ruido; y sin embargo ni aun se ha comprendido su sentido, o al menos se le ha desfigurado extrañamente.

Volveré a las palabras su significado, y sus derechos a la buena fe.

Y en primer lugar recordaré simplemente que todas las órdenes religiosas están ligadas por el mismo voto de obediencia, que todas expresan y entienden del mismo modo la virtud de obediencia.

¿Pero se quiere ir al fondo mismo de las cosas? ¿Se quiere hablar según razón y principios?

Busque cada uno en sus recuerdos lo que hay de bello, de grande y de mayor estima entre los hombres.

¿Serán por acaso las magnificencias del orden perfecto? Pues bien, todo el orden consiste en la justa subordinación. Gravitar hacia un centro común es el orden mismo de la naturaleza: pero esto es la obediencia.

El orden y la armonía del cuerpo humano son también admirables; pero la cabeza manda.

La prudencia y la seguridad de miras son preciosas y muy raras en la conducta de los negocios. Pero la sabiduría del hombre, dice Fenelon, no se halla sino en la docilidad. El verdadero sabio es el que agranda su sabiduría con toda la que recoge en otro. Esto es exacto.

El hombre que está solo consigo mismo, que se fía de sus propias ideas y se exime de todo consejo; ese no tiene ya sabiduría ni prudencia.

Así pues, el religioso es verdaderamente cuerdo; porque el superior es para él por estado el consejo, el apoyo, la razón de un padre. Contemplad a una familia pacífica y bien arreglada; ¿por ventura el alma de su prosperidad no es la subordinación y la obediencia?

Pero debo asentar aquí el gran principio; principio que ciertamente no es del dominio estrecho de la humana filosofía, sino que es propio de la fe. Supóngala   —65→   al menos por un momento el que sea tan desgraciado que no la tenga.

¿Cuál es, pues, el sentido de la obediencia del jesuita, y para hablar más exactamente, de todo religioso sin excepción? Helo aquí bajo el punto de vista de la fe, el único que hay práctico y verdadero en esta materia.

Dios en su providencia sobrenatural y particular, ha establecido en el seno de la Iglesia un género de vida y de perfección evangélica cuyo fundamento y esencial carácter es el voto de obediencia.

Al mismo Dios es a quien el religioso consagra su obediencia: Dios la acepta, y se obliga así en cierto modo a dirigir y gobernar por medio de una autoridad siempre, presente, las acciones del que quiere y debe obedecer.

Dios vive, Dios obra, y dirige en la Iglesia las funciones de todo el cuerpo y señaladamente las funciones de la jerarquía. Esta jerarquía, divina y no humana, constituye, aprueba; inspira los reglamentos y los superiores de las órdenes religiosas; por manera, que la obediencia de cada uno de sus miembros, por una idea de fe tan cierta como pura, debe subir a la autoridad del mismo Dios.

Yo obedezco a Dios, no al hombre: yo veo a Dios, oigo en mi superior al mismo Jesucristo; tal es mi fe práctica, tal el sentido de mi voto de obediencia y de las reglas que le explican. Dejad pues al hombre, a su esclavitud o tiranía: dejadme, yo obedezco a Dios no al hombre.

Y ahora levantemos la mente, que hay aquí una teoría magnífica. Cierto, es sobrenatural y divina, pero esto nada importa. El superior manda con la conciencia de la autoridad que le viene de Dios: el inferior obedece con la convicción de la obediencia que debe a Dios. El superior vive de la fe; el inferior también.

Pláceos a vosotros descartar la fe, y con eso apagáis la antorcha de donde viene aquí toda la luz,   —66→   y nos juzgáis como ciegos al través de las tinieblas que son vuestra obra.

No, no hay aquí sino un solo principio, principio absoluto y soberano que debe considerarse y fuera del cual se desatina necesariamente en materia de obediencia religiosa: Dios reconocido, Dios respetado en los superiores.

Además, ¿qué hay en eso de singular?

No hay duda sino que San Ignacio ha insistido mucho sobre la virtud y perfección de la obediencia; pero nada ha dicho de más fuerte, ni aun tanto como los demás fundadores de sociedades religiosas: y esto es lo que no debieran ignorarlos que nos combaten si lo hubieran examinado sinceramente.

San Ignacio nos permite dirigir siempre a los superiores nuestras humildes representaciones, después de haber consultado a Dios en la oración; nos permite manifestarles respetuosamente nuestras opiniones contrarias a las suyas, y con esa lengua de moderación y de prudencia, que sabía hablar tan bien, creyó que debía templar el consejo de la obediencia ciega (caecu quadam obedientia) cuando los otros, todos los otros, la imponen con un rigor que no admite miramiento, con una extensión que no conoce límites.

San Benito, este patriarca de la vida religiosa en Occidente, cuyos discípulos han desmontado la Europa, y a quien las ciencias y las letras deben la conservación de sus más bellos tesoros; San Benito, cuyo espíritu dominó largo tiempo sobre innumerables generaciones para civilizarlas e instruirlas; San Benito, fundador de la vida monástica, ordena textualmente a sus discípulos que obedezcan hasta en las cosas imposibles; se comprende que es aquí el eco de la palabra Evangélica; véase el prefacio de sus reglas y los artículos 5 y 68.

No ignoraba San Ignacio el misterio de esa santa temeridad que se remite a Dios ciegamente, confiada en que trasladará los montes para hacer   —67→   brillar los triunfos de la fe; pero no dejó la lección por escrito.

San Ignacio exhorta a los religiosos a que se dejen llevar y regir por la Divina providencia71, cual si fueran cadáveres; perinde ac si cadaver essent. Esta imagen no es suya, siendo evidente que la tomó del grande y admirable San Francisco de Asís. Este hombre tan extraordinario, tan poderoso y apacible, a quien fue dado realizar tantas maravillas, que vino a mostrar a la tierra el Evangelio viviente de la pobreza y de la cruz en un apostolado tan bello y tan verdadero: San Francisco de Asís no miraba como realmente obediente, según refiere San Buenaventura, otra lumbrera resplandeciente de la edad media, sino al que se deja tocar, remover, colocar, y mudar de puesto sin resistencia alguna, como un cuerpo sin vida, corpus exanime72.

El mismo pensamiento expresaba también casi en los mismos términos, cuando decía su sentir a los religiosos, instruyéndoles acerca de la obediencia: «Muertos y no vivos quiero yo por discípulos». Mortus non vivos ego meos volo73; y ya Casiano había empleado mucho antes esta enérgica imagen para significar la perfección de la obediencia74.

En fin, por omitir todos los demás, San Basilio, el legislador de los monjes de Oriente y una de las figuras más varoniles de las antiguas Iglesias, así como una de las más bellas glorias del episcopado y de la ciencia sagrada, San Basilio, en el capítulo 22 de sus constituciones monásticas75, quiere que el religioso obediente sea como el instrumento en manos del artífice, o bien, como la segur en manos de un leñador. Preciso es confesar, que el báculo   —68→   del anciano, tan singularmente notado en San Ignacio es algo menos formidable.

¡Pero cómo! se dirá siempre, obedecer como ciego, someter uno su voluntad y su juicio, ¿es eso pensar, vivir como hombre? Sí; y aun es haber hecho gloriosas conquistas en la carrera de la dignidad humana, y aunque el horror hubiera aun de aumentarse, yo expondré esa horrible doctrina.

«¡Ay! dice la Escritura; ¡ay del que anda en su camino, y se harta de los frutos de sus propios consejos! ¡Ay del que se cree libre cuando no es determinado por otro, y no conoce que en su interior es arrastrado por un orgullo tiránico, por pasiones insaciables, y aun por una sabiduría, que bajo de una apariencia engañadora, es peor muchas veces que las mismas pasiones!». Fenelon es quien habla así76; yo diré después de él:

¡Oh Dios mío! ¡Cuánto deseara yo estar muerto a mí mismo, estar anonadado como lo entendían San Ignacio y San Francisco! Toda mi ambición quedara satisfecha en este mundo. Hay almas piadosas y recogidas que aceptarán y comprenderán este lenguaje; y para hacerlo entender a todos, los bellos y poderosos genios que han fecundado la Iglesia y derramado copiosamente los frutos de vida en el seno de las naciones, vendrán en mi ayuda y dirán mejor que yo cómo debe uno morir a sí mismo para bien vivir.

Oid a San Pablo; «estáis muertos y vuestra vida está escondida con Jesucristo... estamos sepultados con él en la muerte... Por lo que a mí toca, muero cada día... Estoy muerto y crucificado para el mundo, y el mundo está muerto y crucificado para mí... Así mi vida es Jesucristo solo... Somos como moribundos, y sin embargo vivimos»77.

  —69→  

Si el lenguaje de San Ignacio es extraño, al menos será fuerza convenir en que San Pablo le había dado buen ejemplo. San Pablo nos revela, aquí sus más admirables secretos: nos descubre el principio de donde, entre las largas luchas de su apostolado, fue a sacar la fuerza y la victoria. Muriendo pues de este modo al mundo, a sí mismo, a sus voluntades y deseos, a todo lo que no era Dios, así llevó a cima tan increíbles empresas, consumó una carrera tan gloriosa, salvó tantas almas.

Esa lengua de San Pablo habíala ya hablado antes una boca divina. ¿Y qué otra cosa significa esta lección «si alguno quiere venir en pos de mí renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame», si no esa misma abnegación interior que esta muerte en nosotros de la voluntad e inteligencia propias, de esa falsa energía que nos mata, al paso que abdicándola, vivimos de esa noble vida que enseñó el Señor?

Qué significa esa otra enseñanza del Salvador: «¿Conviene nacer de nuevo?». Mas, para renacer, es forzoso que antes se haya muerto; y morir, es principalmente obedecer; que obedeciendo señaladamente es como el alma se despoja de esa vida facticia y corrompida que le ha formado el orgullo, y se regenera en el seno de la vida nueva que la humildad le trae con la gracia.

Pero hay una sentencia de Jesucristo que el hombre apostólico debe meditar profundamente entre todas las demás: «El grano de trigo, si no muere, queda solo, si muere, produce mucho. Así el que ame su alma la perderá; y el que aborrece su alma en este mundo la guarda para la vida eterna»78.

  —70→  

Pues bien, vuelvo a preguntar, ¿qué viene a ser ese aborrecimiento de sí mismo, esa muerte voluntaria y soberanamente codiciable para vivir y fructificar? ¿Qué es eso? ¿Blasfemaréis contra la palabra evangélica?

Sí, nos dice la sabiduría increada, es necesario que muráis, que seáis sepultados en la tierra, que desaparezcáis en la humillación de vosotros mismos y en la abnegación, y luego después reviviréis. Se os tornará a ver, reapareceréis llevando los frutos de vida. Por la muerte os habréis hecho la sal de la tierra, la luz que ilumina, el aliento de las almas y el trigo de Jesucristo.

San Pablo quiso expresar enérgicamente en la misma persona del Salvador este divino principio de gloria y de vida, cuando dijo: Se anonadó, exinanivit: hízose obediente hasta la muerte, obediens usque ad mortem. San Ignacio en su ley de obediencia, no ha querido expresar otra muerte que esa bella y fecunda vida del apostolado definido por Jesucristo y por San Pablo.

¡Oh mi bienaventurado padre! No había yo menester que la autoridad de vuestros preceptos fuera nunca justificada en mi presencia. La palabra con que me mandáis morir obedeciendo es el más puro y generoso espíritu del Evangelio. Lo creo con todas las fuerzas de mi alma, y lo proclamo a la faz de este siglo, que tal vez comprenda mejor ahora mi lenguaje: no he encontrado la paz y la vida sino en la idea de esa muerte a mí mismo.

Cíteseme uno de los grandes nombres con que se honra la Iglesia católica, que no haya enseñado esa doctrina sublime. Admiráis a Bossuet: pues bien tomad su discurso sobre la vida oculta, y hallaréis que es un comentario magnifico del texto del Evangelio y al mismo tiempo del célebre dicho de San Ignacio79. Ese discurso es demasiado largo para que yo le traslade, y sobradamente bello para que lo destroce en citas. Es necesario leerle   —71→   entero. Recordaré solamente esta expresión de Bossuet: «Como está un muerto respecto de otro muerto, así está el mundo para mí y yo para el mundo»80.

El ingenio tan profundo y piadoso de Fenelon, mal podía olvidar ese estado de muerte espiritual: ¡cuántas veces discurre sobre este punto! «¿Qué es, pues, lo que debemos hacer? escribía. Es preciso renunciar a sí mismo, olvidarse, perderse... ¡oh Dios mío! no tener ya más voluntad ni más gloria que la vuestra... Dios quiere que mire yo a este ser mío, como miraría a un ser extraño... que lo sacrifique para siempre, y lo refiera totalmente y sin condición al Criador de quien lo tengo...»81. ¡Y este grito de San Agustín que se ha mirado como una de las más sublimes aspiraciones de su grande alma, no sería más que una locura! «¡o morir a sí mismo, o amar, o ir a Dios!». Que es también lo que deseaba Fenelon cuando exclamaba: «¡oh Salvador, yo os adoro, yo os amo en el sepulcro, yo me encierro ahí con vos... yo no soy ya del número de los vivos! ¡oh mundo! ¡oh hombre! olvidadme, pisadme, estoy muerto, y la vida que me está aparejada estará escondida con Jesucristo en Dios»82.

Tal es, pues, la muerte preciosa que la obediencia religiosa realiza por admirable manera: vivo y verdadero holocausto en que el hombre entero se sacrifica, a Dios, a sus hermanos, a todas las obras grandes y gloriosas.

Vosotros no lo comprendéis, espíritus soberbios de este tiempo, enseñados a complaceros en todos los ambiciosos desvaríos de la razón humana, en todas las quimeras de independencia; lo concibo: más, por Dios, guardaos de blasfemar lo que ignoráis; lo que los santos y los más bellos ingenios   —72→   han conocido; lo que nos han legado en sus testamentos religiosos.

No podéis comprender, y sin embargo algunas veces gemís; ¡ah! la tierra tiembla debajo de vuestros pies, y proponéis cuestiones sabias para definir qué plaga es esa que destruye la humanidad.

¡Cosa en verdad extraña! Se os ve al mismo tiempo ebrios de un orgullo insensato cantar sobre un abismo; y vacilantes siempre en la vida, celebráis el desenfrenado poder de pensar y decirlo todo, cuyos excesos teméis también. Os ufanáis de esa fuerza que derriba siempre sin edificar jamás; enhorabuena; pero otros han pensado que reconquistarían la libertad, el orden y la paz de sus almas, abjurando en las manos de Dios y de una autoridad por él constituida, ese poderío de error, de perturbación y de crimen que entraña el corazón del hombre. Rebelarse contra Dios, sacudir insolentemente su yugo, es tan fácil como desastroso. Domeñar el orgullo que brama, el pensamiento inquieto, las pasiones deslumbradas y todo ese yo desarreglado, cuya independencia nos envilece y nos mata, eso es libertarse y vivir: es volver a un imperio verdaderamente fuerte y pacífico donde Dios reina, donde el hombre obediente reina también; porque hace el uso más noble de su poder y de su libertad. Y si es costoso el morir de esto modo a esa falsa y funesta vida; si es costoso conformar la inteligencia y los deseos a la sabia dirección que la religión imprime, y que Dios mismo reviste con su autoridad, también hay en ello el más esforzado, el más glorioso, el más fecundo de los sacrificios, el sacrificio de sí mismo, y la victoria alcanzada sobre los más indomables enemigos del hombre, su entendimiento y su corazón.

¿Qué es lo que muere aquí? Lo que no es digno de vivir, lo que da la vida al alma retirándose; el orgullo, la vanidad, el capricho, la flaqueza, el vicio y la pasión.

No se hace morir, antes bien se reanima y robustece lo que es digno de la vida; es decir, el olvido   —73→   de sí mismo, la virtud, la abnegación, el valor verdadero.

Así es como el hombre, obedeciendo, hácese dueño de sí mismo, se levanta y agranda tanto con magnánima sencillez, cuanto dista la verdadera servidumbre de la verdadera libertad.

¡Oh esclavitud, a quien la insolencia humana no se avergüenza de llamar libertad!, decía Fenelon; y éste era el grito de un gran corazón y de un bello talento.

Así el religioso no es ya esclavo; no sirve ya al genio, al capricho, a los sentidos, al orgullo ni a las pasiones; ha hollado sus tiranos. Está libre en los caminos seguros; la verdad y la prudencia arreglan sus pasos. Es libre, porque obedece a la sabiduría de Dios; y obedece para consagrarse a todas las obras útiles, a todos los sacrificios y a todos los trabajos para el bien eterno de la humanidad.

«Soldado, irás a colocarte a la cabeza de ese puente; permanecerás allí; tú morirás, nosotros pasaremos. Sí, mi general».



Tal es la obediencia guerrera, perinde ac cadaver. Ella sirve, ella muere; y he ahí por qué la patria no tiene bastantes coronas, no tiene voces bastantes para celebrar su heroísmo y su grandeza.

«Mañana saldrás para la China; la persecución te aguarda, y acaso el martirio. Sí, padre mío».



Perinde ac cadaver; tal es la obediencia religiosa. Ella hace al apóstol, al mártir; ella envía sus nobles víctimas a morir a las extremidades del mundo por la salud de hermanos desconocidos. Y he ahí por qué la Iglesia le levanta altares, le decreta su culto, sus pompas y sus cantos gloriosos.

Tal es la obediencia que se exige del jesuita. Habéis creído poder entregarla a la misión pública; os ha parecido bien menospreciarla; dejadme pensar que hasta hoy no la habíais comprendido83.





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ArribaAbajoCapítulo tercero

Doctrinas de la Compañía de Jesús


El 6 de agosto de 1762, el parlamento de París dio el decreto que pronunció la supresión de la Compañía de Jesús. Según los términos que preceden a la parte dispositiva, y que bien podemos mirar aquí como la expresión de los motivos que antiguamente no se enunciaban en los juicios, se declara a los jesuitas culpables de haber enseñado en todo tiempo y constantemente con aprobación de sus superiores y generales; «la simonía, la blasfemia, el sacrilegio, la magia y el maleficio, la astrología, todo género de irreligión, la idolatría, y la superstición, la impudicicia, el perjurio, el falso testimonio, la prevaricación de los jueces, el robo, el parricidio, el homicidio, el suicidio, el regicidio».

El catálogo no es completo. La misma sentencia trae muchas denuncias y ochenta y cuatro censuras que notan y condenan la moral y la doctrina enseñada en la Compañía de los jesuitas, como «favorables al cisma de los griegos, atentatorias al dogma de la procesión del Espíritu Santo, que favorecen el arrianismo, el socinianismo, el sabelianismo, el nestorianismo, conmueven la certeza de algunos dogmas sobre la jerarquía y los ritos del sacrificio y del Sacramento, destruyen la autoridad de la Iglesia, favorecen a los luteranos, calvinistas y otros sectarios del siglo XVI, reproducen la herejía de Wiclef, renuevan los errores de Ticonio, de Pelagio, de los semipelagianos, de Casiano, de Fausto, de los Marselleses, añadiendo la blasfemia a la herejía; injuriosas a los Santos Padres,   —75→   a los apóstoles, a Abraham, a los profetas, a San Juan Bautista, a los ángeles, ultrajadoras y blasfemas contra la bienaventurada Virgen María; destructivas de la divinidad de Jesucristo, que combaten el misterio de la redención, favorecen la impiedad de los deístas, saben a epicureísmo, enseñan a los hombres a vivir como brutos y a los cristianos a vivir como gentiles, etc.»84.

Así todas las monstruosidades del entendimiento humano, todas las herejías, todos los errores, excepto solo el Jansenismo, todos los crímenes, todas las impiedades, todas las infamias fueron enseñadas por los jesuitas en todo tiempo y constantemente. He ahí lo que hallé delante de mí en el umbral de la Compañía de Jesús, cuando Dios me inspiró el designio de abrigar, en ella mi vida. Era yo magistrado, era hombre y pase adelante.

Las calificaciones que d'Alembert y Voltaire hicieron de este decreto son bastante conocidas y subsisten. La ley del sentido común, que prevalece siempre en Francia, se ha pronunciado también sin apelación. Me limitaré a citar la opinión de monsieur de Lally Tolendal, la cual es notable por su gravedad.

«Creemos poder reconocer desde este momento, que, en nuestro sentir, la destrucción de los jesuitas fue un negocio de partido y no de justicia: un triunfo orgulloso y vengativo de la autoridad judicial sobre la eclesiástica, y aun diríamos, sobre la autoridad real si tuviéramos tiempo para explicarnos; que los motivos eran fútiles: que la persecución llegó a ser bárbara; que la expulsión de muchos miles de súbditos fuera de sus casas y de su patria por metáforas que eran comunes a todos los institutos monásticos, por libracos sepultados en el polvo y compuestos en un siglo en que todos los casuistas habían profesado la misma doctrina, era el acto más arbitrario y tiránico que pudiera ejercerse;   —76→   que de ello resultó generalmente el desorden que acarrea una grande iniquidad y que señaladamente se hizo, a la educación pública una herida hasta ahora incurable. M. Seguier, obligado por su cuerpo a tomar una parte activa en aquella guerra encarnizada contra algunos religiosos, hízolo al menos con toda la blandura y moderación que pudo... educado por ellos, podía juzgar cuanto se les calumniaba»85.



Dejemos esto. Dos puntos me han llamado la atención: me ha parecido que lo decidían todo, y bastaban al buen sentido y a la buena fe.

¿La Compañía de Jesús tiene doctrinas que la sean peculiares?

¿Qué espíritu la dirige en la enseñanza dogmática y moral de la religión?

San Ignacio ha querido estas dos cosas: la seguridad de la doctrina, y el espíritu de caridad y de celo evangélico.

Diré desde luego que la compañía no tiene, hablando propiamente, doctrina que le sea peculiar; sigue las doctrinas más comúnmente autorizadas en la Iglesia; y en cuanto a las opiniones libres, deja también libertad a los entendimientos en la unión de los corazones. Tal ha sido el sabio pensamiento de su fundador.

Un cuerpo tiene principalmente necesidad de armonía y de paz interior; la unión entre los miembros es su vida. La diferencia de opinión y de doctrina, dividiendo los entendimientos, expone también muchas veces al riesgo de dividir los corazones. No es pues extraño que San Ignacio haya recomendado a los religiosos de su Compañía, eviten, cuanto sea posible, esa variedad de enseñanza y de opinión, la cual quita con la unión la fuerza, y viene a ser la ruina de la verdad misma. Los superiores deben poner el mayor cuidado en apartar este peligro86.

  —77→  

Con este fin, y para celar también la integridad de la doctrina, nuestras constituciones sujetan a un examen y autorización previos todos los libros que un religioso de la Compañía quiera publicar87. Esta garantía es necesaria, y moralmente suficiente.

Sin embargo, fácilmente comprendí, que nunca pudo ser el ánimo de la Compañía, al emplear tan prudentes precauciones, que la menor enseñanza de cada uno de sus escritores o profesores viniera a ser la enseñanza de todo el cuerpo; ni que la aprobación de tres o cuatro examinadores y de un superior imprimiese al libro de un jesuita una sanción de verdad irrefragable. Seguramente es cosa muy sencilla el reconocer que algunos autores jesuitas, sus examinadores y prelados pudieron engañarse y se engañaron.

Mas pareciome evidentemente contrario a la justicia y al buen sentido el imputar a todo el cuerpo las opiniones o los errores de algunos individuos; bien así como repugna que los individuos sean tenidos por irreprensibles, y que el cuerpo sea criminal y digno de condenación. Porque, en fin, de unos miembros sanos nunca se formará un cuerpo vicioso. Sin embargo ¿cuántas veces no se ha cometido, respecto de la Compañía de Jesús, una u otra de esas inconsecuencias?

San Ignacio para conseguir el fin que se proponía trazó pues las reglas más convenientes.

Nada encuentro en ellas de exclusivo, nada que constituya en manera alguna una doctrina singular y propia de la Compañía: muy al contrario; y con la más ligera atención se tocará con el dedo la extraña equivocación en que ha caído la ceguedad de las preocupaciones.

¿Cuáles son, en verdad, las doctrinas de la Compañía de Jesús?

Lo que hay de más aprobado en la Iglesia, lo que es la voz común de los doctores, y de aquel en particular,   —78→   a quien se ha apellidado tan justamente el príncipe y ángel de las escuelas.

En esta sabia dirección dada a nuestra enseñanza dogmática y moral, no descubro vestigio alguno de esa supuesta esclavitud impuesta a nuestros entendimientos. Encuentro sí una libertad sana, una libertad muy extensa aun sin menoscabo del orden y de la caridad, traducción fiel y verdadera de esta bella máxima de San Agustín: In necesariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus charitas. He ahí pues el sentido de las palabras de nuestras constituciones.

«Sigan los nuestros en cada facultad la doctrina más aprobada y la que ofrezca más seguridad, securiorem et magis approbatam doctrinam»88. En teología, Santo Tomás, una de las más bellas glorias de la Iglesia, y honor de la ilustre orden de Santo Domingo, es declarado el doctor propio de los maestros y discípulos de la Compañía de Jesús89, sin sujetarse por eso a seguir ciegamente sus menores opiniones. Además; en las cuestiones libremente controvertidas entre los teólogos, el jesuita es también libre para abrazar el partido que bien le parezca. Solamente se le recomienda la moderación y la caridad90, in omnibus charitas.

Llenos están los autores de la Compañía de estas libres disensiones entre sí. Puede leerlos el que guste; y en presencia de un hecho tan fácil de comprobar ¿dónde está, decidme, esa doctrina particular a los jesuitas, y esa enseñanza de cuerpo que solo a ellos pertenece?

No, vuelvo a decirlo, no tenemos doctrinas propias; podemos tener un espíritu peculiar, lo que es muy diferente.

Cuanto más reflexiono aquí, más me admiro de ver hasta qué punto han podido burlarse algunos   —79→   de la credulidad pública: no puedo menos de preguntarme dónde han ido a buscar esas monstruosas quimeras que se han forjado acerca las doctrinas de la Compañía. Un solo y misterioso pensamiento dicta y esclaviza todos los pensamientos; el cuerpo entero enseña y habla por la boca de cada uno; el jesuita no tiene ya el uso de su propia inteligencia; todo se le impone aun en lo que es más inofensivo y más libre, la opinión.

Esto asombra tal vez; sin embargo es muy forzoso tomar a lo serio esas extravagancias, ya que se han encontrado tantos que las creyeran. Pero yo me atreveré a pedir que consientan en creer que somos hombres como los demás, y que no hemos abdicado ni la dignidad, ni la libertad de un espíritu razonable.

He restablecido los principios que nos dirigen y que los hechos manifiestan. De ellos resulta, que la Compañía no tiene, y ni aun puede tener doctrina que le sea exclusivamente propia. Adoptamos la doctrina recibida en la Iglesia más comúnmente. Cuando acerca de una cuestión no hay enseñanza común y autorizada, somos libres entre nosotros según la caridad, como lo son todos los cristianos y sacerdotes, para escoger la opinión que nos pazca. La intención de San Ignacio no fue la de esclavizar y embrutecer los entendimientos, sino arreglarlos; no proscribir toda libertad de opinión, sino prevenir los abusos que pudieran de ella originarse.

Tales son nuestras reglas en cuanto a la doctrina, y tal es el verdadero carácter que presentan los numerosos autores de la Compañía de Jesús. Los que digan de ellos otra cosa, de seguro no los conocen.

Y esto es lo que hace aparecer en toda su claridad la manifiesta injusticia de las acusaciones dirigidas contra algunos de nuestros teólogos, con motivo de ciertas proposiciones reprensibles, las cuales, bueno es que se sepa, son por lo demás en muy corto número, cuando se las reduce, como debe   —80→   hacerse, a la regla que lo decide todo en la Iglesia, a la autoridad de sus definiciones.

Pues bien, esas proposiciones con que tanto ruido se ha metido, esas sutilezas casuísticas tan dignas de condenación, se las ha escrupulosamente comprobado. La respuesta a las aserciones contiene en esta parte pruebas irrefragables: esas proposiciones no tienen por autores a jesuitas; eran comunes a muchos teólogos dominicos, agustinos, franciscanos, a individuos del clero secular, a doctores de la Sorbona; enseñábanse anteriormente a la institución de la Compañía; éstos son hechos sabidos y demostrados.

Pero, ya se supone, que no se ha querido acriminarlos a los demás; los jesuitas solos son culpables. No hay malas doctrinas que no sean obra suya y su propiedad exclusiva: enhorabuena. ¡Pobre Escobar! has pagado por todos; y sin embargo no eras el único criminal; que otros muchos lo eran antes que tú. Pero a favor de una cómoda y fácil jurisprudencia, todo es permitido y legítimo para nuestros adversarios, todo es honroso, hasta las novecientas falsificaciones demostradas en la obra de los Extractos de las aserciones. ¡Paz a sus cenizas! Sin embargo, ¿será mucho pedir el que a lo menos no mientan ya en la muerte?

No obstante, si queda demostrado que no tenemos doctrina particular y propia, también es verdad que debemos tener un espíritu que nos sea peculiar. El objeto apostólico de la Compañía, la mayor gloria de Dios que se propone, la salvación de las almas a que está especialmente consagrada, la universalidad de los lugares y misterios que abraza, exigen un linaje de espíritu y de dirección religiosa, que influya en las doctrinas y caracterice una enseñanza. Todo cuerpo religioso tiene necesariamente un espíritu que le es propio, que está en armonía con su objeto, con las circunstancias a que debió su nacimiento, con las necesidades que obligaron a instituirle y adoptarle.

Para los unos este espíritu será relativo, al alivio   —81→   de los pobres, a la redención de los cautivos, al trabajo o a la oración solitaria; para nosotros y para otros, es el celo de las almas, la defensa de la verdad, la propagación del reino sagrado del Evangelio.

Por poco que se estudien atentamente los autores de nuestra Compañía, en todos se encontrará ese espíritu bien marcado. Y aquí, no temeré chocar de frente con la preocupación, y asentar, respecto del espíritu que caracteriza nuestra enseñanza y nuestras doctrinas, una aserción que va a parecer muy singular; pero necesito decir mi pensamiento con libertad y franqueza; porque si es verdad que la opinión es la reina del mundo, cierto que señala su imperio con los más extraños caprichos.

Lo diré pues: se achaca como un crimen a ciertos hombres lo que han rechazado y combatido siempre y en todas partes más que todos los otros; se nota su enseñanza de estar falta del principio que constituye su esencia y alma, y cuando se ven luego forzados a reconocer en ella la doctrina que se buscaba, les dan entonces por delito el que profesan lo que se les acusaba de no profesar.

Tal es nuestra historia: ¿se querrá una vez al menos estudiarla con justicia?

Se nos ha echado en cara hace poco con que embrutecíamos la razón y esclavizábamos la libertad humana. Y cabalmente, todos los clamores reunidos nos reprocharon en otro tiempo que las favorecíamos demasiado; éramos la Compañía pelagiana: ¿y quién no sabe que Pelagio fue el promotor exagerado y falso de la religión y libertad naturales? Entre todas estas imputaciones contradictorias, ¿en qué nos fijaremos? La verdad es que nos hemos mantenido constantemente entre los dos extremos, en pie junto a la inmutable columna de la verdad.

Lo afirmo resueltamente, nuestro espíritu consistió siempre en una verdadera tendencia a guardar   —82→   los derechos de la libertad humana y de la razón. Lutero, Calvino, el Jansenismo, gran número de filósofos del pasado siglo quisieron imponer al hombre el degradante dogma del fatalismo; nuestra Compañía luchó constantemente en favor de la libertad. ¿Es este su crimen? De hecho, no ha sido objeto de un odio tan inveterado, no ha venido a ser víctima de tantas persecuciones, sino por haber rechazado incesantemente de la enseñanza católica doctrinas opresivas y desesperantes. El protestantismo de Alemania, y el jansenismo de Francia, son bastantes para probarlo.

Libertar realmente las almas, volver a la libertad, a la razón humana, sus verdaderas prerrogativas, sin dejarlas nunca decaer; aceptar noblemente la dignidad, los derechos verdaderamente razonables de la fe y de la autoridad, que no destruyen en nosotros sino el orgullo de las preocupaciones y los padecimientos del desorden; levantar de nuevo el decaimiento de la naturaleza, consolarla y darla brío, para conducirla bajo la influencia de la gracia al gran fin de los destinos inmortales, esto es lo que una sociedad de apóstoles debe proponerse en todos sus esfuerzos; éste el sentido y el voto expresado por todas las doctrinas de la Compañía; tal es su espíritu.

Y en cuanto al probabilismo, de que se habla las más veces sin saber lo que se dice, no daré aquí una lección de teología sobre un punto de doctrina tan larga, sobrado largamente debatido. Solo diré una palabra, y esta palabra bastará.

Diré únicamente la razón en que se fundan los muchos y graves teólogos que han abrazado el probabilismo; esta razón no es despreciable. Se verá que el probabilismo no consiste en esa necedad de muchas gentes las cuales entienden por eso que el bien o el mal son en todos casos igualmente probables.

El hombre es libre: la ley del deber no puede encadenar la libertad sino en cuanto es cierta la obligación. Una ley incierta o desconocida no es una   —83→   ley no quita al hombre el derecho cierto de la libertad de sus actos. Así, cuando hay para la conciencia fundada y prudente duda tocante a la existencia de la ley o del deber; cuando se presentan motivos poderosos y graves autoridades que son propios para persuadir a un hombre prudente, y que tienden a probar que la obligación no existe, o que al menos es incierta y dudosa, en tal caso hay en favor de la libertad lo que se llama opinión probable. Así, continúan esos teólogos, en la duda, después de un examen razonable, y en esas consecuencias lejanas y oscuras de la ley primera en que la obligación no es bastante cierta y definida, el hombre es libre y no está ligado con el precepto; este precepto no es ley; es verdaderamente probable que no existe; la libertad dura todavía y no está restringida. He aquí el probabilismo sanamente entendido. No hace sino enunciar un principio profundamente filosófico y moral, a saber, que toda ley cierta obliga, pero que una ley incierta, no. Se podrá aconsejar lo más perfecto, lo más seguro, exhortar a ello, y sobre todo escogerlo uno para sí: pero obligar a ello siempre a los demás, es un rigor que no está escrito en ninguno de nuestros códigos divinos. Tal es la opinión de los teólogos de que hablo.

Lo que de ella acabo de decir hará conocer tal vez que era una cuestión realmente, seria la que se ventilaba, y que la frivolidad de las opiniones mundanas nada puede encontrar en ella que preste materia para sus burlas.

Muchos teólogos de la Compañía de Jesús han combatido el probabilismo. Uno de nuestros generales, el padre Tyrso González, escribió contra esa doctrina lo más fuerte que yo sepa. Otros muchos de entre nosotros la admitieron. Por lo demás era esta una doctrina generalmente enseñada antes que los jesuitas existiesen, y si de improviso se la hizo salir de las escuelas para presentarla en público y controvertirla a la faz del mundo, es porque había en ella un fácil espantajo para las conciencias mal   —84→   instruidas: es que esa palabra de probabilismo venía a ser un grito de guerra, tanto más propio para encender las pasiones, cuanto que nada decía a la inteligencia.

Así, a pesar del ingenio de Pascal, cuyas burlescas páginas no pudieran resistir a una discusión verdaderamente seria y teológica, diré: los excesos y sutilezas de algunos casuistas, las burlas y las fáciles injurias de sus adversarios, dejan intactas las razones porque sabios teólogos han creído que el probabilismo, encerrado en justos límites, no era sino una expresión del espíritu de libertad y de caridad evangélica; así lo han enseñado grandes santos.

No me extenderé más, limitándome a reasumir, tres hechos: antes que existiera la Compañía, el probabilismo era generalmente enseñado en todas las escuelas de teología; en la Compañía de Jesús fue combatido con las más fuertes razones; sin embargo fue enseñado también por ambos jesuitas y a solo nosotros se nos echa en cara.

Hay otra doctrina, cuyo nombre se parece a la tempestad, y que parece que aun amontona sobre nosotros negros nublados: hablo del tiranicidio.

No discutiré aquí tampoco; una ley severa de la Compañía me lo prohíbe absolutamente. El 1.º de agosto de 1614, el padre general Aquaviva, expidió un decreto que aun está vigente. Por ese decreto se prohíbe en virtud de santa obediencia, y bajo pena de excomunión, a todo religioso de la Compañía el afirmar en público o en privado, en la enseñanza, en los escritos, o respondiendo a los que pidieren consejo, que sea lícito, so pretexto de tiranía, matar a los reyes, etc. No discurriré, pues, como teólogo, narraré como simple historiador.

En los tiempos de la edad media, la cuestión de la legitimidad del tiranicidio en ciertas circunstancias había ocupado a los hombres más graves, y Santo Tomás (De Regimine principum, lib. 1, cap. 6 y 8) no había titubeado en resolverla afirmativamente. La profunda estabilidad del principio de   —85→   los gobiernos, se hermanaba con la profunda independencia de las teorías en materia de filosofía y teología.

Vinieron tiempos en que esta formidable doctrina, que había como dormitado en los libros, fue trasladada a la arena de las pasiones políticas y de las disensiones religiosas; esto fue en el siglo XVI.

Un celo ardiente, algunas veces implacable, había como absorbido la caridad, y apenas dejaba ya en los corazones sino los instintos de la defensa, instintos que tan temibles son en las reuniones de hombres como en el individuo abandonado a sí mismo. Hacíase a la sazón arma de todo; ¿cómo no se hubieran apoderado de la doctrina del tiranicidio? Católicos y protestantes en el ardor de sus inflamadas pasiones, echaron mano de ella.

Empero, esa doctrina, imputada a los jesuitas, tan lejos estaba de serles peculiar, que la Sorbona fue la que en enero de 1589 dio la señal del desenfreno de las pasiones tiranicidas contra el rey Enrique III. Los predicadores más fogosos de ese dogma sanguinario, fueron hombres cuyos nombres no quiero repetir aquí, pero que es notorio no pertenecían a la Compañía de Jesús.

Las relaciones de la liga están en manos de todo el mundo, y en ellas puede comprobarse esta aserción. Solo más adelante se oye hablar de la adhesión dada por algunos jesuitas a esa doctrina; y aun estos se contentaron con reproducir la opinión de Santo Tomás. Uno solo de entre ellos, Mariana, hombre de un talento superior, pero de un carácter vehemente o indócil, traspasó el límite puesto por el ilustre y santo doctor. Publicose el libro de Rege; el cual fue desaprobado en Roma por el general Aquaviva, y suprimida la edición. Mas cayó un ejemplar en manos de los protestantes; esto era una gran fortuna; convenía poder oponerle eternamente a los jesuitas. Por los cuidados de los   —86→   protestantes, el libro de Rege fue reimpreso y difundido91.

Entonces fue cuando el padre Aquaviva dio su decreto. Así es que después, desde 1614 ningún autor jesuita ha hablado ni podido hablar del tiranicidio; pero no importa; en 1762, todos los jesuitas fueron condenados como autores del regicidio; en 1845 pesa todavía sobre ellos esta absurda inculpación. Preciso es reconocer que la justicia y la verdad se entienden y aplican algunas veces de una manera singular.

Reasumamos; no tenemos doctrinas que nos sean peculiares, sino que seguimos las que se enseñan más comúnmente en las escuelas católicas. Tenemos y debemos tener un espíritu propio, como lo tienen todas las sociedades religiosas. El nuestro, que es un espíritu de celo por la salvación de las almas, nos indujo siempre a defender los verdaderos principios que protegen contra los excesos y mantienen en sus justos derechos la libertad y la razón humanas.

En cuanto al probabilismo y tiranicidio, lo dicho ha demostrado suficientemente como se practica la justicia distributiva respecto de nosotros.



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