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¿Quiénes son los jesuitas?

Reverendo padre de Ravignan



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  —III→  

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de la quinta edición francesa


Queda por resolver una cuestión.

Tal vez será resuelta algún día, pero todavía no lo está.

La historia dirá quizás cuál fue el extraño poder de un nombre para excitar los odios, atraer todas las injurias, provocar todo género de ataques, difundir terrores estúpidos, extraviar la razón de los más cuerdos, y hacer flaquear a los más firmes.

La historia revelará, sin duda, finalmente, por qué ese nombre inspiró preocupaciones tan extravagantes, sublevó tan extraordinarias revueltas, vino a ser el grito de la razón de estado comprometida, el arma del combate contra la iglesia, y aun muchas veces contra los gobiernos.

La historia lo dirá tal vez; hoy es un misterio: un misterio de odio sin razón, de terror sin objeto, de ruido y tumulto inexplicables.

Una supuesta relajación de doctrinas, calumnias amontonadas, el miedo de no sé qué influencias, tres siglos de trabajos apostólicos, de luchas religiosas, de persecuciones y vicisitudes continuas no son bastantes a explicarlo.

  —IV→  

Es un misterio.

El talento más ejercitado, el más habituado a reflexionar sobre los acaecimientos, no explicará este gran fenómeno moral. No, lo afirmo sin temor de ser desmentido, no hallará una razón clara de su existencia, y deberá remitirse al juicio del porvenir. Al presente, la causa proporcionada de semejante efecto no aparece.

Hay un misterio aquí.

Si al menos se articulasen algunos cargos precisos, si se alegaran algunos hechos ciertos... trátase de hombres actualmente existentes; si algunos nombres propios de entre ellos significaran realmente una influencia y una acción funestas... pero no, nada de todo esto. Ni un solo hecho, ni un solo nombre: jamás hubo acusación semejante.

Si el gobierno justamente conmovido e ilustrado, como debe estarlo, señalase un crimen... pero no. El gobierno ha inquirido, ha pesquisado, según debía, ha preguntado, ha examinado minuciosamente; y nada ha descubierto.

Si la prensa activa, vigilante, mensajera, como la Fama, de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal.

Tam ficti pravique tenax quam nuntia veri,



si la prensa, digo, hubiera denunciado hechos positivos, asignado seriamente un peligro real... Pero no, todo es vago. Tendencias, sospechas, rumores, clamores; ningún hecho, ningún cargo, ningún nombre propio.

Sin embargo, nuestra vida está abierta de claro en claro como nuestra casa: está patente para todo el mundo. Obramos, hablamos, escribimos.

No se imputa nada: se aborrece, se acusa; no me cansaré en decirlo, es un misterio.

El odio tiene ojos, y no ve; tiene oídos y no oye.

Se absuelve a las personas: esto se publica en alta voz, pero se condena, se proscribe la orden. Según trazas, la orden se compone de personas; no importa, la orden es culpable, las personas no lo son.

  —V→  

No acuséis, pues, a las personas, dicen: acusad solo a la orden.

No calumniéis a los jesuitas; pero acabad con el jesuitismo...

¿Qué importa que los religiosos de la calle de las Postas o de la calle Sala sean santos, si en los pliegues de su ropaje de inocencia, ocultan el azote que debe perturbar el estado?

¿Qué me importan vuestras virtudes, si me traéis la peste1?

Esto será bastante tal vez para arrastrar la opinión a un sistema de antipatía y de agresión violenta; pero esto no explica nada.

El problema subsiste.

Conviénese en que son hombres inofensivos, sacerdotes irreprensibles; y sin embargo, esos hombres, esos sacerdotes son dignos de las injurias más groseras, de las imputaciones más calumniosas, de los rigores del poder, de la proscripción. ¿Y por qué? Porque en un país católico, en un país de libertad de cultos, han elegido para su vida doméstica y privada las reglas de un orden religioso solemnemente aprobado por la Iglesia católica.

Son, pues, a un mismo tiempo inocentes y culpables; inocentes como individuos, culpables como sociedad: y sin embargo son los mismos hombres.

Explique este misterio quien pueda.

Tal es el verdadero estado de la cuestión: es un problema moral difícil de resolver.

Decís que no es el jesuita a quien perseguís, sino al jesuitismo, ¿las cosas estarán por eso más claras?

¿Qué es el jesuitismo? Os desafío a que lo digáis. Habéis escrito tres mil páginas sobre este asunto, pero nada habéis dicho. Voy a probároslo con vuestras propias palabras.

  —VI→  

El jesuitismo es un poder oculto, formidable invisible2, es uno de los poderes del estado3.

Son los pueblos sublevados, las tropas removidas, los ejércitos en marcha, los gobiernos derribados, los países esclavizados4.

El jesuitismo es la dominación universal: es una red de beatería, de absoluciones, de intrigas y de infamia que enlaza las familias, los individuos, las naciones5.

Es juntamente la moderación de los sentimientos, la energía secreta e implacable de la reacción, el cosmopolitismo sin entrañas6.

El jesuitismo es el imperio de las mujeres, el embrutecimiento de los niños; es la moral relajada, la piedad fervorosa, la complacencia inicua; es el tiranicidio mandado, el adulterio excusado7, la mentira, el robo, la blasfemia, etc., etc.8

Es también la política odiosa, es la influencia clerical: es la restauración, es su duración, es su caída: es la revolución de 1830, son las ordenanzas de julio9.

El jesuitismo es el hombre religioso, el católico fiel: es ir a misa, es tomar agua bendita; es confesarse, es el celibato de los sacerdotes, es el ultrasmontanismo10; es el espíritu de muerte11, es el autómata-cristiano12.

El jesuitismo son todas las pastorales de los obispos13,   —VII→   todos los actos del papado14, todas las reclamaciones de la libertad, todos los escritos opuestos a la universidad; es toda la prensa religiosa15.

El jesuitismo es todo lo que no se quiere, todo lo que se aborrece; es lo que hay de más infame y de más vil, de más fuerte y de más santo; es la Iglesia entera16.

¿El misterio está explicado? No.

¿Los que escriben estas cosas las creen? No.

Saben que carecen absolutamente de fundamento, y aunque son imposibles: no importa.

Pero gritan al jesuitismo, y esto les basta. Con el auxilio de este nombre evocan todos los espantos verdaderos o simulados de la muchedumbre ignorante o instruida: su objeto se ha logrado.

Y sin embargo, algunos hombres estimables se dejan arrastrar por estos clamores; sufren el yugo de las preocupaciones, y aumenta, aun a costa de lo que respeta, el concierto que se levanta de todas partes contra la verdad y la justicia.

Esto no hace sino aumentar el misterio.

El rústico de Atenas condenaba porque estaba cansado de oír siempre hablar del mismo hombre con entusiasmo por los unos, con desprecio por los otros.

Hoy cuántos hombres hay a quienes si se preguntase acerca de su oposición contra los jesuitas deberían responder: se dice de ellos tanto malo, se mete tanto ruido; yo quisiera no oír hablar más de ellos.

Pero yo preguntaré siempre con asombró y con tristeza, ¿cuál es, pues, ese increíble poder de un solo nombre?

De esta manera se da al mundo un espectáculo aflictivo: el reinado de lo falso. Un estado violento   —VIII→   y ficticio, un lenguaje que no significa la realidad, un nombre que ha llegado a ser la expresión del crimen y se aplica, lo diré sin temor, a la virtud; clamores ciegos; un arrebatamiento apasionado, ¡grandes palabras de adhesión a la Iglesia y a la libertad, y la Iglesia y la libertad pisoteadas! ¿qué más diré? todos los instintos de la impiedad, todos los impudentes ardores del cinismo dispertados al son de las protestas de respeto y amor a la religión: he ahí lo que vemos, lo que oímos, pero lo que ningún hombre serlo puede jactarse de comprender y explicar bien, como no sea verdad decir, que según las ideas y el fin de ciertos hombres, el jesuita del siglo XIX es el infame del XVIII.

¿Hay, pues, siempre un poder enemigo levantado contra la Iglesia y su creencia, y que para combatir necesite en ciertas épocas de un nombre inventado para infamar, de un grito engañoso para ultrajar, de un furor ciego para atacar todo lo que se quiere destruir?

Y cuando de la esfera de todas estas lamentables cosas revuelvo los ojos sobre mí mismo y mi conciencia, yo, religioso de la Compañía de Jesús, no puedo ya comprenderme: soy también un misterio.

En vano me examino, no comprendo mi existencia.

Yo no soy extranjero que haya pasado la frontera y venido a sentarme al hogar de la familia para esclavizarla y oprimirla; soy el hijo de la tierra que habito y que amo. He creído en la libertad religiosa de mi país: francés, he pensado que podía en la Francia católica, mi patria, lo que siendo inglés hubiera podido en Inglaterra, americano en los Estados Unidos; y aun holandés en Holanda; me he hecho jesuita.

Mis hermanos de los Estados Unidos, de Inglaterra y de Holanda viven libres y tranquilos; ¿por qué no lo estoy yo?

¿Cuál es la razón? Su país es libre; el nuestro no lo es. ¿Y por qué?

¡Todavía misterio!

  —IX→  

Se proclama que todo es libre en Francia. El ateísmo es libre; yo no lo soy.

Así pues, todo vendrá a ser contradicción en mi existencia.

Francés, gozo de los derechos de todos, jesuita, mi domicilio no será ya inviolable, no podré sin crimen habitar con mis hermanos bajo de un mismo techo de hospitalidad común: la propiedad no será ya sagrada para mí, y mi vida no estará más protegida que mi casa.

Habrá derechos para escudriñar mi conciencia, mi morada, mis votos, mi regla de vida interior y privada. Se deberá proscribirme, porque he abrazado en mi alma y mi conciencia una profesión religiosa que la Iglesia aprueba y que la ley ignora.

No salgo, pues, del misterio, y todo lo aumenta en vez de aclararle.

No doy un paso, no pronuncio una palabra que no deba ser violentamente torcida de su verdadero objeto, de su genuino sentido.

No me nombraba; era culpable, hipócrita. Me nombro; soy culpable. Soy jesuita, y esto lo explica todo.

Quiero invadir, quiero dominar; yo sé que nada de esto quiero: soy jesuita; quiero todo esto.

Somos por la mayor parte conocidos en cien lugares. Hemos hablado en público, en particular; millares de personas nos han seguido y oído. Nada puede citarse contra nosotros; pero somos jesuitas, y está dicho todo.

Nos conocen, nos estiman, nos aman. No nos conocen, nos odian, nos proscriben; ¡misterio!

Forzoso es confesar, que semejante situación es de todo punto singular.

Abandono estas reflexiones al lector.

En resolución, convendrá saber si el clamor reina solo en los consejos de la corona y del país; si un espantajo estúpido será bastante a desconcertar la sabiduría y el valor de aquellos en cuyas manos reposan la suerte y los derechos de los ciudadanos;   —X→   si sin cargos imputables, sin hechos formales, sin un solo hombre acriminado, sin un acto que pueda encontrar un acusador, un testigo y un juez, el odio será legítimo y la proscripción posible.

Nada tengo que decir del pequeño escrito de que la edición presente no es más que una exacta reproducción. No se ha juzgado a propósito responderme, ni una sola palabra; como no sea el montón de fábulas absurdas que componen una novela impía. La multitud cree en ella más que en la historia; no hay aquí lugar a discusión.

Sufriremos, pues, hasta el fin ese yugo de calumnias y de ultrajes. Nos humillaremos bajo la mano Divina que nos prueba: hallaremos nuestra fuerza en nuestras mismas pruebas, y seguros de nuestra conciencia, delante de Dios, no flaqueará nuestro corazón.

Martes de Pascua, 25 de marzo de 1845.



  —11→  

ArribaAbajo[Introducción]

La prudencia tiene sus leyes y sus límites.

Hay circunstancias en la vida de los hombres, en que las explicaciones más precisas llegan a ser un gran deber que es indispensable cumplir.

Lo confesaré: desde que el poder de lo falso parece que recobra entre nosotros un imperio que parecía abolido, desde que odios envejecidos y vetustas ficciones vienen de nuevo a corromper la sinceridad del lenguaje y desnaturalizar los derechos de la justicia, desde entonces señaladamente siento la necesidad de declararlo: soy jesuita; es decir religioso de la Compañía de Jesús.

Esta declaración la debo a mí mismo, la debo a mi ministerio, a mis hermanos en el sacerdocio a la juventud, a todos los fieles que me honran con su confianza; débola a la Iglesia, a Dios.

Nada digo al mayor número que ya no sepa; pero satisfago a la necesidad de mi conciencia, a la necesidad de mi posición y de mi libertad.

Demás de que, hay en este momento mucha ignominia, muchos ultrajes que recoger bajo de ese nombre, para que no reclame yo públicamente mi parte de semejante herencia.

Ese nombre es mi nombre; lo digo sencillamente: los recuerdos del Evangelio podrán hacer comprender a muchos que lo digo con alegría.

Jesuita ahora, no lo he sido siempre: por espacio de algunos años he seguido otra carrera que me ha dejado preciosos recuerdos y amigos fieles, de que me honro.

Antes de hacerme sacerdote y jesuita, era yo hombre de mi tiempo, lo soy todavía; era francés, y no he dejado de serlo.

  —12→  

Al hacerme religioso, no fue mi intención abdicar mi patria, ni violar sus leyes, ni renunciar a mis derechos o a mis deberes de ciudadano.

He tenido preocupaciones contra la Compañía de Jesús; Pascal y las tradiciones parlamentarias me habían engañado como a otros muchos.

Y debo decirlo, a pesar mío en algún modo supe la verdad acerca de los jesuitas. No quiero ocupar al público de mi historia; no tengo aquí que contar por qué vía plugo a la divina Providencia, hacerme pasar entonces, ni cuál fue ese trabajo interior de la conciencia cuyo secreto sabe Dios, cuyo recuerdo es indeleble en mi alma, y que trayéndome la luz, trajo para mí tan completa mudanza de existencia.

Pero lo que sí puedo declarar es, que mi convencimiento se formó y mi decisión fue tomada entonces en la situación más completamente libre de toda influencia, que mi carácter no ha consentido jamás aceptar ninguna.

Puedo afirmar igualmente, que las cosas que se desconocen, que se desfiguran, y se notan más en los jesuitas, esas fueron justamente las que me determinaron a hacerme uno de ellos. Me explicaré sobre estas cosas.

Sí, el espíritu de que me pareció animada la Compañía de Jesús, la obediencia misma que profesa, el apostolado que ejerce, las doctrinas que abraza, tuvieron sobre mi vida esa inmensa influencia.

Sentí qué Dios me llamaba a ella y entré.

Y hoy en día aunque la opinión se halle extrañamente descarriada; aunque ciertas palabras pronunciadas con desprecio ejerzan una increíble tiranía sobre espíritus por otra parte ilustrados, no dejaré por eso de hacer oír la voz de la libre verdad. No hay sandez por enorme que sea, que arredre a la ceguedad de las preocupaciones. En cierto lenguaje que muchos hablan a sangre fría, ¡todo sacerdote es un jesuita, todo católico de buena fe un jesuita!

Este nombre es una fortuna para el odio; dispensa de la verdad y reemplaza la justicia.

  —13→  

En caso necesario tendría el poder terrible de amotinar las pasiones populares, y tal vez desencadenar de nuevo las revoluciones. Esto es harto sabido; ¿y no es por eso por lo que se quiere imponer el miedo de ese nombre, el miedo que fue siempre cobarde y mal consejero?

Por lo demás es evidente que se ataca bajo de nuestro nombre a todo el clero, con él a la religión y a la Iglesia; debo, pues, al clero y a todos despejar las posiciones.

No ver en la Iglesia de Francia sino la dominación y el despotismo de los jesuitas, es una suposición tan absurda que no es posible hacerla seriamente.

Hay sin embargo cierta cosa más inconcebible todavía que esa misma suposición, y es la credulidad que la acepta.

Esta imputación no es nueva, Fenelon la señalaba ya en su tiempo cuando decía: «No se quiere ver sino a los jesuitas en todo lo que se ha hecho sin ellos, escuchad el partido (jansenista): los jesuitas han hecho las censuras de las facultades de teología de que están excluidos; han presidido en las asambleas para arreglar las deliberaciones de la Iglesia de Francia; han llevado la pluma de todos los obispos en sus pastorales; han dado lecciones a todos los Papas para componer sus breves; han dictado las constituciones de la Santa Sede. La Iglesia entera, entontecida a pesar de las promesas de su esposo, no es ya sino el órgano de esa compañía pelagiana. No debe ya escucharse a la Iglesia porque está conducida por los jesuitas, en vez de serlo por el Espíritu Santo. ¿No es así, como los protestantes han recusado el Concilio de Trento, como un tribunal sobornado por las cábalas de sus enemigos? Los jesuitas deben servir a la Iglesia y obedecerla, no gobernarla»17.

Y sin embargo, en el siglo de Luis XIV, hubiérase   —14→   podido, al parecer, con alguna verosimilitud, atribuir una gran parte de influencia a la Compañía de Jesús en Francia.

¿Es posible hoy de buena fe?

¿Qué es, pues, lo que sucede?

Algunos franceses, algunos sacerdotes, doscientos seis, para toda la Francia18, libres en lo interior de su conciencia para elegir el género de vida y los hábitos que les convengan, han escogido los tres votos de pobreza, de castidad, de obediencia y el Instituto de la Compañía de Jesús que el Concilio de Trento declaró piadoso, pium eorum institutum19.

No hay ni puede haber en esto infracción de ley alguna, ni seguramente ningún peligro, para el estado.

Hay sí ejercicio de la libertad de conciencia, que de otro modo fuera inexplicable.

Y aunque no es mi propósito en este escrito discutir la cuestión legal de nuestra existencia, no puedo menos de decir lo que el buen sentido no permite callar, y lo que la buena fe no consiente recusar.

¡Católico y francés, en el goce de todos los derechos de ciudadano, asegurado de la libertad de conciencia por la ley fundamental, sentí un día la necesidad de acercarme en cuanto me era posible a la perfección evangélica!

La profesión religiosa me pareció como la vía de perfección que yo buscaba; aprobada por la Iglesia, tenía al mismo tiempo, a mis ojos, el otro carácter, de ser del dominio exclusivo de la conciencia.

Es verdad que los votos religiosos no son reconocidos por la ley; pero ¿qué importa? La ley no se   —15→   ocupa de esos votos: pueden hacerse, y ella los ignora; pueden violarse, y ella permanece indiferente.

Pero proscribirlos, eso no lo puede sin armar el poder de la inquisición y de la intolerancia más odiosa.

Prohibir a unos hombres a quienes se proclama libres, el derecho puramente interior y privado de la vida religiosa, es caer en una contradicción evidente, es atentar a la libertad de conciencia en lo que tiene de más íntimo y sagrado.

A los ojos del estado, algunos hombres, algunos sacerdotes reunidos en hábitos comunes y puramente religiosos, podrán ciertamente no tener ningún derecho político o civil de corporación, y no reclamamos nada en esta parte; pero estos sacerdotes reunidos, que por los demás no ejercen en lo exterior otros cargos que los que tienen, como todos los demás, no jurisdicción episcopal, son legalmente inculpables o bien la libertad religiosa es una mentira, el derecho público de los franceses, la ley fundamental un engaño; porque entonces las palabras han perdido su genuino sentido, y las voces no expresan ya las ideas.

La carta ha proclamado la libertad de conciencia, ¿sí o no?

La perfección evangélica es un derecho de la conciencia, ¿sí o no?

¡Pues bien! la vida religiosa no es más que la perfección evangélica; es la enseñanza solemne de la Iglesia, como la libertad de conciencia es la promesa solemne de la carta.

Si pues yo francés, quiero ser en Francia religioso benedictino, dominicano o jesuita, ¿con qué derecho me lo impediréis?

Yo no os pido ni existencia pública y reconocida, ni la menor parte de la fortuna del estado; solo pido respirar con vosotros el aire libre de la patria. Pretendo en mi vida privada y en mi conciencia, poder hacer votos y seguir con mis hermanos en una habitación y paz común, unas reglas aprobadas por la Iglesia católica.

  —16→  

¿Y en qué, decidme esta libertad embaraza la vuestra? ¿En qué se opone a libertad alguna?

Pero en Inglaterra, en Bélgica, en los Estados Unidos, donde la libertad de conciencia es una realidad, los religiosos, los jesuitas, como otros, tienen públicamente colegios y numerosos establecimientos de todas clases; nadie piensa que sea justo y legal el desterrarlos.

¿Por qué se haría esto en Francia, donde seguramente no poseen tan gran parte del derecho común?

Felizmente para el honor del país, ninguna de las leyes hoy vigentes, puede alcanzarlos y causarles perjuicio en el sagrado derecho de su existencia personal y de la libertad de su conciencia.

¡Cómo! ¡y esta manera de vivir tan legítima, tan sencilla, tan pacífica, tan oscura, es la que excita las tempestades más violentas de la opinión! ¿Esto es serio?

¿Qué habemos hecho pues? ¿qué habemos dicho nosotros sacerdotes de la Compañía de Jesús? ¿De dónde viene ese ruido? ¿De dó nacen tantas borrascas? ¿Cómo hemos venido a ser nuevamente el objeto de tantos odios, el blanco de tantos ataques, la causa de tantos temores?

Vosotros, los que provocáis todo, el rigor de las proscripciones sobre sacerdotes, sobre franceses, contra ciudadanos libres, ¿nos conocéis? ¿Nos habéis visto? ¿nos habéis oído?

¿Qué palabra salida de nuestra boca han comprometido la tranquilidad pública y el respeto debido a las leyes? Sin embargo, nuestras doscientas voces han resonado en muchos púlpitos, desde las ciudades más populosas, hasta las más humildes aldeas.

¿Dónde están las autoridades civiles fue nos acusan? ¿Dónde las autoridades eclesiásticas que nos condecían? Se imputa a alguno de nosotros un solo hecho reprensible y positivo?

Preocupaciones, recelos, presunciones no bastan; no pueden equivaler a hechos ni a pruebas; y la   —17→   culpabilidad de una sociedad no puede tener una expresión práctica y justa sino en las faltas de los que la componen. A estos, a los individuos, pertenecen la acción, el crimen, la virtud.

¿Quiénes son entre nosotros los culpables?

La vida, la influencia política nos son extrañas; servidores de la Iglesia, vivimos para ella, y proseguimos con ella, en todos los tiempos, en todos los lugares, bajo toda clase de gobiernos, la obra del ministerio evangélico.

Se nos trasforma en enemigos de las libertades e instituciones de la Francia: ¿por qué lo seríamos?

Y cuando somos los únicos amenazados o los únicos excluidos de los beneficios de una legislación liberal, ¿cómo se nos convierte en opresores?

¿No compite aquí la ridiculez con la injusticia?

Hase levantado una polémica ardiente para reclamar la libertad de enseñanza prometida por la carta; en este punto debemos ser y somos efectivamente de la opinión unánime del episcopado francés y del clero: ¿quién puede echárnoslo en cara?

Muchos escritos han visto la luz pública: hoy como en otro tiempo los jesuitas lo han hecho todo, inspirado todo, dictádolo todo contra la universidad.

Los autores de los libros se nombran, son conocidos. Porque sus ataques desagradan, dícese que han tomado falsos nombres: los verdaderos autores son jesuitas.

Pero si el sol brilla para todo el mundo, ¿por ventura la justicia y el buen sentido se extinguen cuando se trata de nosotros? Sí, realmente, en muchos entendimientos, y hace ya mucho tiempo que esto dura.

Yo vengo en este escrito a apelar a los hombres reflexivos, y proponerles que resuelvan, en fin, seriamente ellos mismos las cuestiones que se agitan siempre que se pronuncia nuestro nombre.

Es preciso que esas cuestiones se resuelvan; lo   —18→   necesitamos por nosotros, y por esos jóvenes que vienen a tocar al umbral de nuestras casas, y piden participar de nuestra existencia. Debemos decirles, y ellos deben saber, si realmente nuestras leyes excluyen del suelo de la patria a los franceses católicos que abrazan la vida religiosa.

Esto pedimos se nos declare con la mano puesta sobre la conciencia, con la mano puesta sobre la carta; no más declamaciones ni injurias; algo de serio en fin: tal vez sea una solemne injusticia; en tal caso compadeceremos al país, pero no nos quejaremos. Sabremos desterrarnos otra vez, e iremos a buscar el goce de nuestros derechos de ciudadanos y la libertad de nuestras conciencias, entre los salvajes de la América, o entre los paganos de la India y de la China.

Somos ya trescientos quince jesuitas franceses fuera de Francia; seremos más. Toda la tierra es del Señor a quien servimos.

Diré, pues lo que somos: se ignora, yo lo explicaré con precisión.

Cuatro cosas nos darán bien a conocer:

El espíritu que tomamos del libro de los Ejercicios espirituales de San Ignacio.

La obediencia que sus Constituciones nos imponen.

El Apostolado que la Compañía ejerce en las misiones.

Las doctrinas que abraza.

Hablo de lo que sé: nada hay en mi vida que sea para mí más cierto ni mejor conocido que lo que voy a decir, y esto será la pura verdad. Los hombres pueden rechazarla, Dios la ve y me juzga20.





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ArribaAbajoDe la existencia y del Instituto de los jesuitas


ArribaAbajoCapítulo primero

Los Ejercicios espirituales usados en la Compañía de Jesús


El libro de los Ejercicios espirituales, es un manual de retiro, un método de meditación, y al mismo tiempo una colección de pensamientos y preceptos propios para dirigir el alma en el trabajo de la santificación interior, y en la elección de un estado de vida. Este libro no es para leído, sino para practicado; así no puede realmente apreciarle con alguna justicia sino el que hubiere pasado por la escuela de la experiencia.

Estos religiosos Ejercicios han sido hace poco singularmente desfigurados: se ha equivocado completamente   —20→   el sentido, el objeto y la economía de las enseñanzas que contienen; yo restituiré a todo esto su verdadero carácter.

El libro de los Ejercicios espirituales21, es obra de un soldado no menos extraño a las ciencias humanas que a los estudios sagrados, cuando le compuso.

Ignacio de Loyola es herido en el sitio de Pamplona en 1521. En el estado de inacción forzada a que su herida le reduce, pide a los que le rodean alguna novela para distraerse. Sin duda había pocos libros en la casa de sus padres; tráenle la vida de Jesucristo y de los santos; la lee. Conmuévese su alma: una luz viva brilla a sus ojos: deja el palacio paterno. Peregrino y mendigo voluntario, el guerrero convertido busca una soledad, donde lejos del comercio del mundo, pueda libremente estudiar y sondear su alma conversando con Dios. La gruta de Manresa le sirve de asilo. Allí, entre los rigores de la penitencia, armándose del valor perseverante de la oración, lucha y busca. Sufre pruebas crueles que trastornan todo su ser. Pálido, extenuado por las maceraciones, postrado bajo de la ceniza y del cilicio, parece aniquilado. Una mano poderosa le levanta y condúcele a la gran luz de las ilustraciones divinas, hasta las regiones más elevadas de la caridad apostólica.

Entonces, volviendo digámoslo así hacia atrás y contando todos sus pasos, mide Ignacio la carrera recorrida, y ve un admirable encadenamiento de verdades y luchas interiores que purifican el alma, la ponen en presencia de la voluntad divina tan a menudo desconocida, y la vuelven a Dios generosa y fiel.

Ignacio en Manresa, después de haber experimentado la virtud para sí mismo, pensó que sería útil trazar para los demás la serie de esas verdades   —21→   y la economía de esos caminos: así se compuso el libro de los Ejercicios espirituales.

Estos Ejercicios no son nuestro Instituto, y ni aun forman, hablando propiamente, parte de nuestras reglas; pero convengo en que son un alma y como su principio. Sí, los ejercicios han creado la Compañía; la mantienen, conservan y vivifican: están destinados a formar el cristiano fervoroso y aun el apóstol; las constituciones hacen al jesuita; las misiones le aplican a la obra; las doctrinas le guían y le inspiran.

Conozco que voy necesariamente a hablar una lengua extraña para muchos. Tengo que exponer el trabajo interior de la regeneración verdadera; tengo que contar esa transformación de una alma que pasa del mundo a Dios, y se reviste de una vida sobrenatural, no obstante la violencia de las inclinaciones de la naturaleza.

No solo he leído, sino que he practicado el libro de los Ejercicios. Hace veintiún años que lo tengo a la vista; fue, y es todavía el tesoro de mi vida; le estudio, lo medito sin cesar con júbilo y con amor; he hecho con este libro en la mano los ejercicios que indica.

Fuérame imposible expresar cuánta luz y libertad y paz interior me vinieron con ellos. No me lisonjeo sin embargo de poseer la ciencia quo hay escondida en este librito22: para adquirirla necesito   —22→   aun de largas y atentas meditaciones, y no me admiro en verdad de que haya sido el libro desconocido y cerrado para muchos.

Estos ejercicios seguidos y meditados constantemente, dieron a la Iglesia San Carlos Borromeo, San Francisco Javier, San Francisco de Borja y otros muchos. San Francisco de Sales, cuya piedad no debe hacer olvidar su genio, decía de este libro que había salvado tantas almas como letras contenía.

Ruego a los hombree del mundo serios y reflexivos, y aun a los demás, que lean atentamente el rápido análisis que voy a hacer de ese librito. Atrévome a esperar, que hallarán en él cierta cosa que se dirige a las inteligencias elevadas y a los corazones generosos.

El libro de los Ejercicios está dividido en cuatro semanas; este mismo orden seguiremos.


I.- Primera semana de ejercicios

La materia de las meditaciones, en distribución en el curso de un día, los avisos y pensamientos que deben dirigir los diferentes ejercicios; he aquí lo que parará desde luego nuestra atención.

Los graves recuerdos de la fe, se apoderan de una alma: esto acontece aun, gracias al cielo; la luz de Dios no está apagada en el mundo, y va a buscar a veces a los que menos la esperan.

Un hombre seguía un camino falso en la vida; se extraviaba en las vías tortuosas al través de las opiniones insensatas y las pasiones desordenadas. La ambición, las vivas aficiones de la juventud, tal vez la fortuna le han prodigado todos sus goces: los ha agotado. Triste ahora, siéntase a la orilla   —23→   del camino, como el viajero cansado y decaído.

Súbito siente la necesidad de hallar alguna cosa mejor, de lanzarse en busca de ese bienestar cuya ausencia le contrista. Busca a Dios; quisiera recobrarle, colocarse cerca de él a fin de levantar su alma decaída y calmar las angustias que experimenta en presencia de los formidables juicios de la conciencia.

Acosado de un deseo indefinible, rompe sus ataduras. En una de esas horas que Dios conoce y marca con el sello de sus atenciones infinitas, discípulo nuevo del arrepentimiento, húyese a la soledad a donde el Señor le llama para hablar a su corazón. Ha resuelto vivir por algún tiempo, desconocido, oculto, lejos de esas ilusiones que le fascinaron, lejos de ese tumulto que le aturde. ¡Noble esfuerzo! ¡generosa empresa! ¡Qué no hay cosa tan difícil cono arrancarse a la agitación, al ruido y a todas esas trabas poderosas que deplora y ama juntamente!

Así el principio es penoso además, pero échase de ver muy presto que la dicha comienza, que viene la calma tras tantas fluctuaciones crueles; que la tempestad le ha arrojado al puerto. Siéntese asimismo que acaba de encontrarse el amigo necesario, el amigo desinteresado que faltaba, el padre de una nueva existencia: se oye la voz de Dios en el sacerdote ilustrado que aconseja y dirige. Él es quien enseña a manejar las armas espirituales de los Ejercicios, y las distribuye oportunamente para la combates que se preparan.

El generoso tránsfuga, va pues a sentar su deuda a la soledad por treinta días, y realizar la grande cura de los ejercicios que regeneran y transformar, como tantos otros que le han precedido, va a renacer a la vida pura, vigorosa y fiel.

Por lo demás, el fin de la empresa es propuesto sin rodeos: leo en el título: «Ejercicios espirituales para aprender uno a vencerse a sí mismo, y arreglar para en adelante todo el conjunto de su   —24→   vida, sin aconsejarse de ningún afecto desordenado»23.

Acuérdome todavía de la impresión que produjeron en mí estas palabras cuando las leí por primera vez: vi en ellas todas las obligaciones de mi porvenir. ¡Objeto inmenso, me decía yo, generosa idea de una filosofía superior que se aplica a fundar en un alma el soberano imperio de la verdad, de la gracia y de la virtud!

Viene luego el curso de ese aprendizaje interior y espiritual que llena cuatro semanas. Pero es preciso comprenderle bien, y esto no se alcanza fácilmente con una lectura superficial; todas esas formas necesarias de examen, de meditación, de contemplación, de oración vocal o mental, y las otras operaciones que se llaman Ejercicios espirituales, son movimientos piadosos y regulares que deben encaminar el alma hacia el grande objeto: y este objeto, repito, es arrancar todas las malas pasiones que han turbado y deshonrado la vida, y señalar a cada uno el estado que le conviene en este mundo para cumplir libremente sus eternos destinos24. De este modo se realizará una bella obra, el restablecimiento de la criatura en toda la dignidad verdadera que puede en este mundo pertenecerle.

Con esta idea tan digna de las reflexiones y de los esfuerzos de un sabio y de un cristiano, San Ignacio sienta primeramente el principio de todo bien moral. El hombre fue criado por Dios para Dios: rey del universo, en todo lo que está sujeto a su imperio, no debe ambicionar ni elegir sino apoyos para elevarse hasta Dios, y alcanzar este fin sublime. Todas las criaturas que le rodean y le sirven, no tienen otro destino que cumplir. Es preciso pues que llame aquí en su auxilio toda la energía de la voluntad, todos los impulsos de la oración, para pedir, para conquistar estos medios saludables25.

  —25→  

Cuanto más avanzo, tanto más echo de ver que hablo un lenguaje que convendría mejor a las enseñanzas del púlpito. Pero ya que se ha querido marcar con el sello del ridículo a este libro de los Ejercicios, necesario es que yo diga lo que se encierra en él de grave y elevado.

El alma así restablecida por un violento y generoso esfuerzo bajo la ley eterna de tendencia hacia Dios; el alma sometida en adelante, y consagrada, como es justo, a las voluntades del Criador, debe emprender un gran combate.

Un mal enemigo, un tirano nos oprime, el que esclavizó al primer hombre, que todavía destruye la humanidad, el pecado; escisión voluntaria entre la criatura y su hacedor por la infracción de las leyes divinas; rebelión funesta que arrastrando el alma lejos de la majestad de la belleza infinita, degrada y mancilla sus más nobles facultades.

Para romper este yugo, y espiar también el reinado del mal largo en demasía, el atleta de los Ejercicios espirituales se armará de su misma humillación y de sus más dolorosos recuerdos. Con la antorcha de las justicias divinas en la mano, descenderá a las profundidades de su conciencia, y recorrerá con mirada escudriñadora las vergonzosas huellas que ha impreso la iniquidad, en todo su ser en el curso de los pasados años. Vendrá a levantar, digámoslo así, unas tras otras, y pesar en la balanza del santuario las potencias envilecidas de su alma26.

Esto es lo que San Ignacio ha llamado en su libro el Ejercicio de las tres potencias del alma, o la meditación propiamente dicha. La memoria, el entendimiento, la voluntad tienen sucesivamente su oficio y su deber que desempeñar; de manera que todo el ser espiritual y moral del hombre se ha repuesto en la santidad y la justicia de la verdad, según la expresión de San Pablo.

  —26→  

El alma comienza a considerar en rápidos preludios los disformes rasgos del pecado, que deben excitar la viva necesidad de la reparación penitente. Luego la reflexión paciente, semejante al arado que labra un campo, ejercita sucesivamente cada una de las facultades por la idea severa de los caracteres y castigos de un mal que se desconoció largo tiempo, por la acción de los poderosos motivos que nos apremian a aborrecerle y deplorarle.

Tal es la meditación de San Ignacio; cual se halla en el libro de los Ejercicios27.

Hácese de día, y por la noche, distribuye regularmente el curso de las horas, y deja al descanso o al ocio silencioso los necesarios intervalos. Este misterioso combate, exige una constante energía, cuando se lo acepta plenamente; sin embargo un regulador discreto e inteligente vela cerca del combatiente; consulta y atiende a la medida de las fuerzas, atemperando a ellas la acción interior y las fatigas de los ejercicios.

Dentro, pues, de los límites de una justa discreción, San Ignacio quiere que en medio de la noche, como en otro tiempo los ilustres penitentes del desierto, el solitario de los ejercicios sea llamado del sueño a la lucha. Bajo la religiosa impresión de la oscuridad y del silencio más profundo, trascurre lentamente una hora en el trabajo del pensamiento y de los afectos que oprimen y purifican el alma. ¡Afortunada noche la que se añade de esta manera a los días mejor llenados! Ella producirá frutos abundantes de luz y de paz.

Por la mañana, al segundo dispertar, la primera hora que nos vuelve a nosotros mismos, debe volvernos a Dios y a las austeras leyes de la meditación. Otras dos horas en el discurso del día deben madurar aun los pensamientos y hacer crecer los sentimientos de la noche y de la mañana.

Ya se deja entender que la ley que lo rige todo en el curso de los ejercicios, es la bella ley de la   —27→   soledad y del silencio, que debe guardarse religiosamente28: ¡la soledad y el silencio, estas dos grandes cosas que tocan a Dios tan de cerca, que no parece sino que nos dan alguna idea de la misma naturaleza divina, y nos sumen más hondamente en su inmensidad, para vigorizar allí nuestras almas enflaquecidas! La soledad es la patria de los fuertes, el silencio su oración. Allí obra Dios y conversa con ellos; los engendra a los generosos designios, a las enérgicas empresas.

El hombre cautivo de la carne y de la sangre tiene horror a la soledad y al silencio: los hombres del mundo lo saben; y ¡cuántas veces no me lo han confesado! Ellos conocen lo que les paga en la soledad; y es que encuentran en ella a Dios, se encuentran a sí mismos, y toda su vida es un largo esfuerzo para evitarlo. Cuento aquí lo que he visto muy a menudo: deplorables flaquezas del alma hacia las cuales me inspira el interés más profundo y tierno, el recuerdo de mi libertad.




II.- Segunda semana

Tal es pues la primera fase de los Ejercicios. Reasumiré aquí sus hechos principales.

El alma, colocada por la meditación en presencia de Dios, hase ejercitado fuertemente en medio de los trabajos, de los pensamientos y dolores que purifican y reparan; ha concebido un horror profundo del mal que la degrada y un justo menosprecio de sí misma y del mundo. Se ha dado un paso inmenso29.

Entonces Jesucristo se presenta a su vista como un rey valiente y glorioso; y en todos los días de la semana que comienza, este divino Salvador y los misterios de su vida serán el objeto que el libro de los Ejercicios ofrecerá constantemente a la meditación.

  —28→  

Así Jesucristo aparece primeramente bajo el velo de una parábola militar que recuerda al guerrero y al apóstol. Uno y otro fue San Ignacio, y desconoce completamente su espíritu el que no sabe ver en sus Ejercicios y Constituciones la fuerte unión de esos dos caracteres. El apóstol de la Compañía de Jesús debe mostrar en los combates a que su Dios le llama, la disciplina, la franqueza, la abnegación militares. El jesuita es soldado, y por eso tal vez encontramos tan vivas y generosas simpatías en las filas de esos guerreros sin miedo y sin tacha, que conservan con la piedad magnánima de los bravos la antigua herencia del valor francés.

Muchos creen erradamente que la piedad amengua los bríos; no los enflaquece, no, antes bien los vigoriza y exalta; y en la meditación atenta de las verdades de la fe, las más nobles imágenes de la vida del soldado se presentan como de suyo al corazón que ellas se nutre.

Jesucristo, este divino héroe, este capitán divino, según le llama Bossuet, se muestra bajo la figura de un rey que marcha a la conquista de las naciones infieles, y busca soldados valerosos que se consagran a seguir sus huellas y compartir sus fatigas. El que retrocede cuando Jesucristo llama, es un cobarde, dice San Ignacio. Ignavus miles aestimandus30.

Y ahora el libro de los Ejercicios quiere que el alma solitaria, durante las horas consagradas a la meditación, se mantenga constantemente cerca del modelo divino. Todos los adorables misterios de la historia evangélica se desplegan sucesivamente ante sus ojos. Estos misterios deberán ser para ella como si estuvieran actualmente presentes31.

San Ignacio pide que mediante el auxilio de la oración se recoja uno tan profundamente, que se   —29→   aísle por algunos instantes de toda la vana fantasmagoría del mundo, y se establezca en el seno mismo de las realidades divinas.

Debemos hacer aquí una observación importante que no solo explica el secreto y poderío de los Ejercicios de San Ignacio, si que nos revela además la economía y la razón de la liturgia y de las fiestas sagradas del cristianismo; los hechos del hombre-Dios obran siempre la redención del mundo; no son puramente recuerdos e historias de lo pasado; su verdad, su virtud infinita vive y dura siempre presente, dispuesta a curar; a regenerar en todo tiempo el alma dócil.

No se han comprendido estas cosas. Algunos hombres a quienes son extrañas estas vías interiores y su lenguaje, no han visto en ellas sino un frío mecanismo, una violencia estudiada, propia solamente para detener el ímpetu de la inspiración religiosa. ¡Ah! ¡por qué no han experimentado, como me fue dado experimentarlo algún día, toda la santa y generosa libertad que siente el alma en medio de esta economía saludable de los ejercicios!

En aquel día afortunado, sentí que no me hallaba ya sujeto a una funesta y tiránica arbitrariedad; encontraba la unción y la divina luz de la gracia en el orden mismo que se me había trazado; tenía en fin un guía y un apoyo para el gran viaje. Este guía es el ministro de Jesucristo, quien con su paternal experiencia templa, modifica en caso necesario la forma, la naturaleza y duración de los ejercicios según las disposiciones y las fuerzas; él es quien reduce al camino, en caso de extravío; él quien aproxima de continuo el alma a las elecciones y ejemplos del maestro porque el alma es siempre gobernada, pero solo para ser mejor repuesta en manos de su consejo, bajo de la acción divina; y no ha querido comprenderse que si se trazan reglas y métodos, son el medio, no el fin; que no encadenan, sino que ayudan y dirigen.

El alma permanece siempre libre bajo la mano de su Dios. Su libertad se robustece y eleva, y los   —30→   que pretenden hallar un degradante yugo en una dirección, benéfica, no ven que rechazan el apoyo que se ofrece para no caer en las olas del torrente. Que precipitarse entre las profundidades de las cosas divinas, aventurarse en los vastos desiertos de la contemplación sin regla y sin guía, para no seguir sino el impulso espontáneo y el capricho de la inspiración, es aceptar todos los peligros de las ilusiones extremas y de las locuras más desastrosas32.




III.- Elección de un estado de vida

No se crea que el libro de los Ejercicios se compuso para ocupar santamente los ocios del espíritu: se escribió señaladamente para decidirse y obrar: y no solo para reparar lo pasado, sino para fijar lo venidero, para decidir el tiempo y la eternidad. No es un puro recreo contemplativo. El guerrero de Pamplona que había tomado más de una idea del oficio de las armas, ha trasladado una de ellas aquí: los soldados no hacen el ejercicio sino para prepararse a la guerra.

Y he aquí por qué enmedio de la santa carrera debe abrirse una grave deliberación en presencia de los divinos ejemplos de Jesucristo, que fijan el bello ideal de la perfección para todos, para los que son llamados a la vida apostólica, y para los que lo son a la vida del mundo y de familia: ha llegado el tiempo de lo que el libro de los Ejercicios llama la elección, es decir, el escogimiento de un estado de vida. Así el alma todavía libre, debe considerar maduramente, qué género de vida le conviene abrazar, proponiéndole la gloria de Dios y la eterna felicidad. Considera fielmente el Redentor divino: se examina y ora sin intermisión.

Tal es ese gran negocio de la elección de un estado de vida; es el centro de los Ejercicios, el foco   —31→   donde todo va a parar, y el poderoso nudo a que se ligan nuestras esperanzas y destinos.

¡Qué de existencias hay en el mundo aventuradas y fallidas! ¡Cuán larga y triste fuera su historia! No se deliberaron y escogieron a los pies del soberano maestro de la vida, en la fuente de los pensamientos religiosos.

¡Ah! si compasivo para consigo mismo y generoso con el Criador, se dignara el hombre arrancar al torbellino que le arrebataba algunas horas y algunos días de recogimiento, antes de precipitarse ciegamente a las tan varias funciones del orden social; si, todavía joven, no aceptara una determinación de su porvenir sino en presencia del que prodigó su sangre y su vida por la salud de todos; comprendiérase entonces la elevada misión de todo cristiano, de todo hombre ilustrado en este mundo: magistrado, guerrero, hombre de estado, padre, esposo, literato, sabio, pontífice, sacerdote o religioso, caminaran bajo del estandarte de la fe, prudentes, y celosos para remediar los males, para acrecentar los bienes comunes, y fuera esto el cristianismo realizado en su más alto poderío para bien de la humanidad; pero apenas se sabe ya ni deliberar, ni escoger, ni orar, y la desolación cubre la tierra.

Al ver esta lamentable indiferencia de la mayor parte de los hombres, resolvió Ignacio colocar en el centro de los Ejercicios esta deliberación decisiva. Y para conseguirlo más fácilmente, prescribe a todos los que se constituyen sus discípulos, hagan lo que él mismo realizó, y mediten lo que le inspiró en la gruta de Manresa el reciente recuerdo de la carrera de las armas y de las brillantes esperanzas que le ofrecía.

Hay ahí delante de vosotros dos campos, dos estandartes, dos jefes, dos ejércitos, dos espíritus. Satanás, el príncipe del mundo, aparece en Babilonia; el ruido, la agitación, la inquietud, un falso esplendor le cercan. En su bandera, con inflamados caracteres, están grabadas estas palabras:   —32→   Riqueza, honor, orgullo; porque de pronto no representa el atractivo de los placeres al alma, a quien los dolores del arrepentimiento han regenerado: ordena a sus ministros que hagan brillar por doquiera el resplandor de sus promesas, y establezcan a lo lejos el imperio de sus poderosas ilusiones.

Jesús, sentado en humilde llanura cerca de Jerusalén, ofrece a la vista de todos la apacible y divina imagen de la paz y de la mansedumbre. En su estandarte se lee: Pobreza, oprobio, humildad. Noble y valerosa divisa: y Jesucristo manda a sus discípulos propaguen a lo lejos su poderío y beneficios. Es preciso escoger: San Ignacio, en la constante calma que nunca abandona sus enseñanzas, advierte que es necesario orar, suplicar encarecidamente a María, para que nos coloque y retenga debajo la bandera de su hijo, si bien en el grado y clase señalados por la voluntad divina. Esto es lo que se apellida la meditación de los dos estandartes. De una parte se ofrecen los placeres que dan la muerte, de la otra los sacrificios que traen la vida33.

Una queja dolorosa se exhala no pocas veces de mi conciencia: ¿por qué algunos corazones juveniles casi nunca se atreven a arrostrar en el silencio del retiro el combate de los afectos y las ideas, a fin de conquistar la seguridad y la dicha que solo puede dar una vocación divina, conocida y abrazada, cualquiera que ella sea? Y no me cansaré de repetirlo: si el mundo está agitado por tantas inquietudes, por tantas perplejidades, es porque muchas naturalezas vigorosas y ardientes no están en el lugar que les había señalado la Providencia. ¿Y quién se recoge en su corazón para tratar de conocerla?

Pero los ejercicios reservan para este momento un espectáculo magnífico; nos presentan el más noble y más bello uso de la libertad humana; es la   —33→   situación más elevada para el hombre; nada hay más solemne en una existencia, y el mismo Dios no ha tenido objeto más divino. Es el objeto mismo de la creación. Dios no coloca nunca un alma en este mundo sin decidir que habrá un momento para ella en que se la verá hacer bien o mal la grande opción. Y cuando esto se hace bien, se ejerce la más sublime prerrogativa; es la elección de Dios por medio de la criatura.

Así en este momento de los Ejercicios, pónese el alma en presencia de Jesucristo y de su Evangelio, en presencia del fin supremo de todo hombre viajero en este mundo, en presencia de todos los estados y de todos los medios legítimos. Es libre y sin embargo está sometida al trabajo interior de dos acciones y de influencias encontradas. ¡Qué inquietudes a veces, y de violentas tempestades! ¡Qué de combates y alternativas! Semeja a un mar embravecido; las olas suben, las olas bajan. Hácese sentir un bamboleo inmenso como el balance de dos mundos. Y el alma se halla realmente entre dos mundos, entre dos eternidades.

De verdad es cosa que maravilla, ver con que invencible serenidad conduce Ignacio a su discípulo, por entre todos los escollos y le establece en tranquilo puerto.

La acción del espíritu de Dios es diversa: ora es el águila que se arroja y arrebata, ora la paloma que se reposa y hechiza dulcemente.

Una gracia poderosa sorprende y derriba a Saulo perseguidor en el camino de Damasco; apenas hay ya deliberación posible: «Pablo, ayer Saulo, levántate, ve a llevar mi nombre delante de las naciones». El alma obedece.

Si la elección divina con atractivos suaves y constantes inclina el alma hacia una elección claramente manifestada, entonces adelanta sosegadamente, y su porvenir será bendecido por el Señor.

Empero si estos signos privilegiados no aparecen, en su indubitable claridad, la razón alambrada por   —34→   la fe deberá en tal caso desempeñar su función más alta y su misión más augusta sobre la tierra.

Cuando el alma está tranquila, cuando posee en paz todas sus potencias, examinará, pesará los motivos opuestos, consultando a Dios en la oración. Se colocará en la situación, de un moribundo, a los pies del soberano Juez o bien cual si se hallara cerca de un desconocido, que encontrado por primera vez en la vida, expusiera sus dudas, pidiera su aclaración, reclamase todo el desinterés del más libre consejo.

De este modo la mente se ilumina; la elección se resuelve, y el hombre inmola sobre el altar del sacrificio todas las repugnancias de la naturaleza. Jesucristo ha vencido, y el fiel discípulo, vencedor como él, canta y celebra su triunfo consagrando al Señor sus fuerzas, sus trabajos y su vida entera, o en el apostolado del mundo o en la milicia consagrada34.

¡Oh Dios! Yo os bendigo y os doy gracias, porque así habéis fijado mi vida y asegurado para siempre mi dichosa existencia.




IV.- Tercera y cuarta semana

La grande obra de la elección se ha consumado; la vida está fijada. Pero lo que debe notarse bien, y lo que San Ignacio no podía olvidar, es que sea cual fuere el estado que se haya abrazado, la cruz, la cruz y sus pruebas deben contemplarse en su realidad más viva y más presente. Nada es más necesario ni más cuerdo. ¿Qué tiempo, qué lugar, qué estado estuvieron jamás libres de padecimientos? Las cruces se hallan donde quiera; cuando las huimos, las hallamos. Los más dichosos son aquellos que las abrazan. ¿No es la tierra un inmenso Calvario? Es preciso saber, como el Hijo de Dios, reducirse por obediencia al estado de muerte voluntaria, para resucitar, para vivir   —35→   de su vida, para obrar y hablar en su nombre con poderío, para consagrarse a su ejemplo en la carrera escogida, a todos los trabajos de la abnegación, de la mortificación y del apostolado35. ¿Y entonces qué es lo que resta? Una sola cosa que comprende y reasume todos los ejercicios, que asegura y fecunda el porvenir creado por su virtud: el amor divino.

Muy poco conoce la filosofía la dignidad de su misión entre los hombres, cuando descuida en sus altas especulaciones el unirse a la fe para celebrar el deber, la pujanza y la dicha del amor de Dios.

Los mayores ingenios del paganismo lo habían al menos presentido: Sócrates y Platón querían que el hombre se adhiriese a lo que ellos llaman TO KALON que significa justamente lo hermoso y lo bueno, es decir, lo perfecto. Platón expresa admirablemente la grandeza y el heroísmo de ese amor, cuando hace decir a Sócrates en su festín «que hay cierta cosa divina en el que ama... que el amor le trasforma en un Dios por la virtud... que solo los que aman quieren morir por otro»36.

La filosofía profundamente cristiana de Leibnitz encierra sobre este punto una doctrina sublime: «Excelente es este pensamiento, dice hablando de la Providencia, que Dios es un padre común; y esta idea debe espantarnos menos que la de un mundo huérfano, abandonado a la casualidad»37. «Si hay algunos que juzguen de otro modo, tanto peor para ellos; son descontentos en el estado del más grande y mejor de los monarcas, y hacen mal en no aprovecharse de las muestras que les ha dado de su sabiduría y bondad infinitas, para darse a conocer, no solamente admirable, sino amable también sobre todas las cosas»38.

En fin, queriendo asentar los principios de la sólida devoción, Leibnitz recuerda que Jesucristo vino   —36→   a traer la ley de amor, y presenta sus verdaderos caracteres: «el amor es ese afecto que nos hace encontrar placer en las perfecciones de lo que amamos; y nada hay tan perfecto como Dios, nada que más deba deleitarnos. Para amarle, basta considerar sus perfecciones; lo que es fácil por cuanto hallamos en nosotros sus ideas. Las perfecciones de Dios, son las de nuestras almas: pero él las posee sin límites, es un océano de que no hemos recibido sino gotas... El orden, las proporciones, la armonía nos encantan... Dios es todo orden... Hace la armonía universal; toda la hermosura es una difusión de sus rayos»39.

No he menester citar a Fenelon, cuyo ingenio eminentemente filosófico y cuya tierna piedad supieron hablar tan bien la lengua del puro y noble amor de Dios40.

El soldado elevado súbitamente en la gruta de Manresa a la más alta filosofía, a la de la santidad, mal podía omitir esta última consumación y este coronamiento de las virtudes por la divina caridad. Según su costumbre, indica más bien que desenvuelve; abre una rica vena, refiere algunos hechos, y entrega el alma a sus pensamientos.

¡Pero qué sublime bosquejo en esa contemplación final para obtener el amor!41

Asiéntanse dos principios fecundos y prácticos; el amor consiste en las obras; el amor consiste en la recíproca comunicación de bienes. El mismo Dios; va a servirnos de regulador y de medida. Lo que Dios hace lo que nos da, debemos procurar hacerlo y darlo por él: esto es justo.

El alma se trasporta en medio de los ángeles, a fin de contemplar mejor con ellos las inagotables riquezas que prodiga Dios al hombre, en fuerza del amor que le tiene.

«Os doy, ¡oh mi Dios! os consagro y entrego en justo reconocimiento, cuanto soy y cuanto tengo;   —37→   mi libertad, mis recuerdos, mi inteligencia, mis afectos, porque todo me lo habéis dado».



Dios vive, Dios habita en las criaturas; vive y habita en mí; crea en mí de continuo la vida, el sentimiento, la inteligencia; me ha hecho su templo augusto donde brilla su divina imagen; viviré pues de su vida, y viviré para él, unido sin cesar a su inmensidad siempre presente.

Dios obra y trabaja para mí en todas las criaturas; su mano se abre, y con su acción, llena de beneficios a todo cuanto respira. Trabajaré, pues, y obraré yo también, consumiré todas mis fuerzas por Dios, y esta será la correspondencia legítima del amor.

La carrera está acabada; treinta días han pasado; el hombre está dispuesto; los ejercicios le han transformado; sin embargo será forzoso que persevere, que crezca, que se sacrifique en el divino amor, que combata y se renuncie a sí mismo42.

Tal es el libro de los Ejercicios. Conocidos son ahora el designio que le inspiró, el fin a que se encamina, los medios que indica para alcanzarlo.

He dicho, he contado, y no he hecho una obra de polémica. ¡Hay tanto riesgo de perder la caridad en esas luchas de la palabra! Mas por mucho que quiera yo dominarme, no puedo privar aquí a mi corazón del derecho de desahogarse. Es preciso que yo diga cuán dolorosamente se ha oprimido, cuando he visto un libro, para mí tan querido y venerado, expuesto hace poco a las risas del mundo bajo un indigno disfraz.

Para calumniarlo, todo se ha confundido y alterado; se ha querido ver en él el éxtasis reducido a sistema, el entusiasmo de las cosas divinas trasformado en mecanismo embrutecedor para hacer salir de todas las pruebas el autómata cristiano y el instrumento servil del miedo.

Acaba de leerse la respuesta.

Este libro admirable no es más que espíritu y vida.   —38→   San Ignacio expresó en él su propia historia y la gruta de Manresa, testigo de sus interiores luchas y sus valerosos triunfos, no podía inspirarle otra idea que la de trazar caminos seguros para corresponder fielmente a la gracia, para unirse a la fuerza, a la verdad divina, para alcanzar la libertad de los hijos de Dios.

Pero lo que ofusca el juicio de ciertos hombres en esta circunstancia como en otras muchas; es el universal error del tiempo en que vivimos, de no ver el entusiasmo sino allí donde se manifiesta por extravíos, de cifrar el triunfo de la voluntad en la ostentación de sus orgullosas pretensiones, de no mostrar en fin la libertad humana sino por el abuso que hace de sí misma.

Nuestro punto particular de vista, el del Evangelio, el de San Ignacio es muy diferente: creemos que el entusiasmo, arreglándose, se purifica y se eleva cuanto el cielo se levanta sobre la tierra: creemos que la voluntad del hombre, renunciando a sí misma y sometiéndose a la de Dios, alcanza la más bella de sus victorias: creemos que la libertad nunca muestra lo que puede hacer, por más alta y digna manera, que aprendiendo a obedecer.

Aquí está toda la cuestión entre nuestros, contradictores y nosotros.





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