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ArribaCapítulo cuarto

Misiones de la Compañía de Jesús


Nunca resonó en el mundo palabra más poderosa y fecunda que la que un día se pronunciara desde una montaña de Judea para mudar los destinos del universo: Id, enseñad a todas las naciones92.

Entonces apareció en la tierra una fuerza desconocida   —87→   de regeneración moral y de civilización verdadera, que debía perpetuarse y vivir indestructible en medio de las revoluciones y ruinas. ¡Este poder maravilloso, se llama el Apostolado! Desde los primeros momentos, la Iglesia de Jesucristo abarcó en la efusión de su celo la universalidad del género humano. A los pescadores galileos se dirigía ese mandamiento profético de Dios, que quería, a la claridad de la luz evangélica, reducir a su reino de amor y de verdad las naciones descarriadas: «Id, pasad a esos países remotos que me aguardan. Levantad mi estandarte a la vista de los pueblos... Yo enviaré, dice el Señor, yo enviaré a los que he elegido a las naciones que están a la otra parte de los mares. Lanzarán las saetas encendidas de su palabra hacia el África, la Lidia, la Grecia, la Italia, y las islas apartadas, hacia los que no han oído hablar de mí, que no han visto mi gloria, y anunciarán mi ley a las naciones»93.

El ministerio apostólico comienza: los generosos soldados del crucificado se abalanzan a la carrera; a su voz se han repartido la conquista del universo. Conquistadores nuevos van a reunir pueblas innumerables bajo la bandera triunfante de la Cruz.

El indio, el escita, el persa, el árabe, el etíope han oído su palabra, que ha resonado cual poderoso trueno hasta las extremidades del mundo, las naciones dispertadas de un largo sueño han saludado con júbilo, la luz admirable, el día libertador del Evangelio.

Pablo, derribado perseguido en el camino de Damasco, se levanta apóstol intrépido; e irá a gloriarse en presencia de los sabios de Roma, de Atenas y Corinto de no saber otra cosa que a Jesús crucificado. Su varonil lenguaje asombrará al areópago; a su vista temblará en su silla el procónsul romano; el filósofo prestará el oído a la extraña   —88→   novedad de su doctrina, y hasta el palacio de los Césares oirá de su boca el Evangelio de la Cruz.

Mas por vos, ¡oh Simón Pedro! será la Cruz plantada en el centro mismo de Roma. Regada con torrentes de sangre cristiana, va a crecer y florecer como un árbol inmenso cuyas ramas cubrirán la tierra. Presto bajo de su sombra tutelar vendrán a reposar todas las naciones que han sido dadas en herencia a Jesucristo, y Roma, por medio de la Cruz, por medio del Pontífice que la lleva y levanta perpetuamente a la vista de la gentilidad, extenderá más lejos sus conquistas que en otro tiempo por el valor de sus soldados y la fuerza de sus armas.

Tal fue la misión primera; ella dura todavía y siempre durará. Siempre entrará en los designios de Dios que el apostolado sea la gloria y la misma vida de su Iglesia.

La Iglesia repite sin cesar a sus sacerdotes las palabras del Salvador: «Id, enseñad a todas las naciones». Y del foco potente de las luces, del centro de la unidad católica salen fielmente cada día generosos apóstoles, que van como sus antecesores a la pacífica y santa conquista de las almas.

Tras de sus pasos, vense aparecer, junto con la virtud y la verdad, las ciencias, la civilización y todas las instituciones benéficas. Mientras que esos grandes corazones, aguijados del celo, parece que no obedecen sino al sublime instinto del santo apostolado que les impulsa, llevan al mismo tiempo consigo y dispensan a lo lejos en extranjeras playas las influencias morales, caritativas: inspiran a los pueblos el amor al orden, la moderación, la justicia, la verdadera libertad y todas las virtudes sociales, que vuelven su dignidad verdadera y su dulzura a los afectos de familia y de patria.

Sin romper ninguno de los vínculos con que plugo a la divina Providencia ligar el hombre al suelo que le vio nacer, y respetando religiosamente todas las condiciones que fundan la nacionalidad y la patria, el misionero acerca las distancias; por   —89→   él se enlaza el antiguo con el nuevo mundo; él ayuda a la alianza de los dos hemisferios, deja tras sí caminos nuevos al cambio de las producciones y las industrias, abre las capitales y las puertas a las transacciones políticas y comerciales; y aun a veces envía a la silla de Roma y al trono de los grandes imperios prendas de unión útil y gloriosa.

¡Ay de mí si no evangelizare! Vae mihi si non evangelizavero, exclama en todo tiempo, con el gran Pablo, el apóstol cristiano, y en esta inspiración sobrehumana se hallan verdaderamente contenidas todas las fuerzas del principio civilizador. El cristianismo se dilata por una virtud que encierra profundamente en sí mismo; derrámase como las inagotables aguas de un manantial inmenso que provee al prolongado curso de los grandes ríos, y difunde por doquiera con ellos los tesoros de la fertilidad. ¡Cosa admirable! esa fe tan austera y tan rigorosamente definida se dilata sin cesar, alcanza a todos los tiempos y lugares; purifica, levanta, une, apacigua, consuela a la humanidad.

¡Gracias inmortales sean dadas al cielo! todavía no han faltado entre nosotros, ni faltarán jamás esos corazones de apóstoles, que arrancándose ellos mismos a todos los vínculos de familia y de patria, vanse con alegría a las extremidades del mundo a llevar la buena nueva del Evangelio.

«¡Qué hermosos son los pies de esos hombres a quien se ve venir de lejos trayendo la paz, evangelizando los bienes eternos, predicando la salud y diciendo: ¡oh pueblos sepultados en sombra de muerte! ¡vuestro Dios reinará sobre vosotros!»94.



Merced a esta misión perseverante y al trabajo regenerador del apostolado, la juventud y gloria de la Iglesia son de continuo renovadas, perpetúase la hermosura de los antiguos días, y queda al mismo tiempo demostrado que la civilización es inseparable del cristianismo: no existe donde él no ha parecido; desaparece cuando él se aleja.

  —90→  

Se ha dicho, y así es la verdad: «no puede citarse un solo país donde la antorcha de la Religión se haya apagado, y que no haya vuelto a caer en la barbarie».

Pero la luz desterrada volverá en el día señalado de las nuevas misericordias: el apostolado proscrito tornará a las regiones inhospitalarias. Ésta es su historia, éste su irrevocable destino. Es el rayo divino, que no puede ser encadenado ni destruido. El sol no retrocede ante los clamores del odio; la fe Evangélica obra del mismo modo, y el sacerdote de Dios, su invencible órgano, puede ser inmolado, pero nunca vencido. En la muerte se hará oír todavía; que la voz del mártir es inmortal. De su sangre se verá, renacer una posteridad generosa que perpetuará el grito de su apostolado hasta el fin de los tiempos. Que las persecuciones pueden enrojecer con sangre la tierra y poblar el cielo de sus víctimas; las potestades tiránicas que siempre han conocido que su tiranía debía caer en presencia del cristianismo, pueden apelar al rigor y armarse por todas partes contra la Iglesia y sus ministros; pero ¿qué ganarán con esto? Quieren matar la fe y a sus apóstoles; pero el apóstol y la fe vivirán siempre; y siempre trabajarán en la libertad de las almas, y se consagrarán a establecerlas en la santa y gloriosa libertad de los hijos de Dios. Por prenda de perpetuidad, tienen la autoridad infalible de las divinas promesas, y vivirán para perdonar, para bendecir, para ilustrar, para curar, para luchar eternamente contra todas las potestades del mal con las armas de la verdad, de la virtud y de la inagotable caridad.

Así obran, así mueren y viven los misioneros.

¿Se me permitirá decirlo? He aquí otro de los poderosos atractivos que me llamaron hacia la Compañía de Jesús, que me fijaron en ella por una resolución invencible, y eso es también lo que ha arrastrado mi corazón a esta efusión de alabanzas en honor del apostolado católico.

Bien se le alcanzó a San Ignacio, en su noviciado   —91→   de Manresa, el pensamiento católico y la divina institución del apostolado, y así le expresó desde entonces en su libro de los Ejercicios espirituales, según hemos visto.

Al principio no ambicionaba sino la gloria de ir a Tierra Santa con sus compañeros, a anunciar la redención consumada en los mismos lugares que fueron sus testigos: con este objeto vino a los pies del sucesor de los apóstoles a ofrecerlos votos y la fiel sumisión de su naciente Compañía.

Aceptola el Papa; pero la reforma acababa de nacer igualmente y de turbar la Europa. San Ignacio había pensado en la Tierra Santa y los países infieles; hubiera gustado de llevar nuevamente la luz del Evangelio a los lugares que alumbró con sus primeros rayos. La Providencia empero, que en el curso de los tiempos fija su data a los trabajos del apostolado según las necesidades de la Iglesia, señaló también el puesto de la Compañía de Jesús, frente a los repetidos esfuerzos del cisma y de la herejía; y los hijos de Ignacio quedaron a servicio de la Silla apostólica para combatir las funestas innovaciones de la reforma.

Así lo notó solemnemente el gran Pontífice Benedicto XIV: «A la manera, dice, que en otros tiempos suscitó Dios otros santos en razón de urgentes necesidades, así opuso San Ignacio y su Compañía a Lutero y a los herejes de aquel tiempo»95.

Apenas contaba Ignacio diez compañeros reunidos bajo de su obediencia, y tuvo que enviar tres a Alemania. La Inglaterra, el Portugal, la Italia, la España se repartieron los demás; y para comenzar desde el origen los trabajos del apostolado lejano, hubo uno que partió para las Indias, uno solo: verdad es que se llamaba Francisco Javier.

Lefebvre, Lejay y Bobadilla, fueron por orden   —92→   de Paulo III, a situarse en el mismo foco del incendio del protestantismo y en lo más recio de sus estragos.

Lefebvre, el primer sacerdote de la Compañía, pasó desde 1540 a Worms, a Spira, a Ratisbona, donde se granjeó la confianza universal, ganó todos los corazones, y afirmó felizmente la vacilante fe de los católicos, San Ignacio le llamaba el ángel de la Compañía.

En 1542 vuelve otra vez a Alemania, reforma al clero, y reanima el valor de los fieles. Spira y Maguncia vieron en particular los triunfos de su celo. En Colonia se opone con energía al arzobispo que se hallaba inficionado con el veneno de los nuevos errores, y puede con razón decirse que esta antigua e ilustre ciudad debió al padre Lefebvre el no ser presa de la herejía. Hoy levanta su frente coronada de todas las glorias de la constancia.

Lejay, Bobadilla, ambos también del número de los primeros compañeros de Ignacio, fueron enviados a Alemania en 1542 por el papa Paulo III. Su saber y su celo opusieron al torrente un poderoso dique en las ciudades de Batisbona, Insgolstad, Dillingen, Saltzburgo, Worms, Viena y muchas otras.

En 1545 y 1551, otros dos de los primeros padres de la Compañía, Lainez y Salmerón, son enviados por el Papa al Concilio de Trento en clase de consultores. Sabida es la confianza que les mostraron los Padres del concilio. Lainez cayó enfermo: suspendiéronse las sesiones, celebrándose cuando podía asistir a ellas. Y al mismo tiempo aquellos dos hombres, sabios consumados, pobres religiosos, alojados en Trento en el hospital, barrían las salas, servían y curaban a los enfermos, catequizaban a los niños, y pedían limosna para vivir. Así se lo había prescrito Ignacio, el cual quería que la humildad apostólica fuera siempre acompañada del celo y de la ciencia.

Lefebvre y Lejay fueron a su vez llamados del   —93→   teatro de sus combates Evangélicos para asistir a las sesiones del Concilio, tomar allí parte en la discusión de los intereses religiosos de Alemania.

Bien pronto Canisio y Hofeo, dignos hijos también de aquella primitiva Compañía, se van allende del Rhin a hacer frente a la segunda generación de los reformadores. Sus inmensos trabajos confunden la imaginación: a ellos correspondió el éxito más feliz, y el emperador Fernando decía de estos dos religiosos, que una gran parte del imperio los debía la fe96.

Vinieron luego aquellas instituciones, colegios, universidades y seminarios fundados por todas partes, aquellas obras sin número emprendidas y publicadas, aquellas controversias sostenidas con brillo, aquella predicación de la palabra de Dios, difundida con prodigalidad inagotable, y en fin aquella acción valerosa y siempre presente con que los jesuitas en Alemania, en Inglaterra, en Francia, doquiera la reforma amenazaba con sus invasiones, se levantaron contra ella cual centinelas vigilantes, aun con peligro de sus vidas.

Otros dirán si la Compañía de Jesús cumplió entonces su misión, y si es verdad que fue uno de los instrumentos de que se valió la mano de Dios para poner coto a los funestos progresos de la herejía. Ello es que historiadores ilustres de entre los mismos protestantes, han dado en esta parte un testimonio muy diferente de ciertas opiniones contemporáneas. Se hallarán todos recogidos por su orden en el libro recientemente publicado con este título: La Iglesia, su autoridad, sus instituciones y el orden de los jesuitas. Bástenos decir aquí en dos palabras, que según Juan de Müller, Schoell y Ranke, la reforma vio atajados sus progresos en Europa por el esfuerzo de los jesuitas, y que antes de estos historiadores, Bacon, Leibnitz y Grocio, los tres hombres más eminentes del protestantismo   —94→   supieron también loar bajo diversos aspectos la Compañía de Jesús, sin dejar de ver en ella un enemigo97.

Pero tengo prisa en apartar mi pensamiento de esos tristes combates, en que nuestra Compañía puede aplaudirse al menos de haber conservado la admiración de sus más ilustres adversarios.

Lo diré de lo íntimo de mi alma: ¡ojalá que las malhadadas divisiones que han desgarrado el seno de la Iglesia no nos hubiesen condenado a esa guerra perseverante contra hermanos extraviados, siempre caros al corazón de un apóstol! Doloroso deber, pero que era fuerza cumplir.

¡Ojalá que nunca hubiéramos tenido que recoger los tratos amargos o las felices ventajas de la contradicción en otra parte que entre los pueblos idólatras y las hordas salvajes!

Desde su origen, la Compañía de Jesús, sin abandonar el centro de la civilización y la lucha europea, se arrojó en todas direcciones por traer al divino redil esos rebaños sin cuento de ovejas descarriadas. Tal era el ardor por aquel las lejanas conquistas; que debió temerse, cediendo a él, ver las casas de Europa faltas de los operarios evangélicos que les eran necesarios. En vano los intereses más apremiantes del catolicismo exigían entonces a los jesuitas de todas las naciones que no abandonaran el campo de batalla a la herejía siempre armada; en vano los colegios y las universidades, el púlpito y el confesonario, reclamaban doquiera en la antigua Europa valientes y celosos atletas, y aun les ofrecían el atractivo del peligro: un atractivo más poderoso iba anexo a las misiones de más allá de los mares, y había en las filas de la Compañía un increíble anhelo de ir a llevar la luz de la fe a los hermanos desconocidos que nunca habían oído la buena nueva.

  —95→  

En aquellos días del siglo XVI en que la Compañía de Jesús acababa de nacer, cuando la reforma separaba de la unidad una parte de la Alemania y de los Países Bajos, la Inglaterra, la Dinamarca, la Suecia, y aun tentaba tan violentamente invadir nuestra Francia, daba Dios un grande espectáculo a la tierra, y a la Iglesia una gran reparación. Dejaré hablar un momento a Fenelon: «Regiones inmensas se abren de improviso; un nuevo mundo no conocido del antiguo... Guardaos bien de creer que tan prodigioso descubrimiento no sea debido sino a la audacia de los hombres. Dios no concede a las pasiones aun cuando parece que deciden de todo, sino lo que han menester para ser los instrumentos de sus designios; así el hombre se agita, pero Dios le lleva. La fe plantada en la América entre tantas tempestades no deja de producir allí frutos».

«¿Qué falta? ¡Pueblos de las extremidades del Oriente, llegado ha vuestra hora! Alejandro, aquel conquistador rápido, que pinta Daniel como no tocando la tierra con sus pies, y que tan celoso de subyugar al mundo entero, se detuvo mucho más acá de vosotros; pero la caridad va más lejos que el orgullo. Ni las arenas abrasadas, ni los desiertos, ni las montañas, ni la distancia de los lugares, ni las borrascas, ni los escollos de tantos mares... ni las flotas enemigas, ni las costas bárbaras, son poderosas a detener a los que Dios envía. ¿Quiénes son esos que vuelan como nubes? Vientos, llevadlos sobre vuestras alas... Helos ahí a esos nuevos conquistadores, que vienen sin armas, excepto la Cruz del Salvador... ¿A quién se debe hermanos míos esta gloria y esta bendición de nuestros   —96→   días? A la Compañía de Jesús, que desde su nacimiento, abrió, con el auxilio de los portugueses, mi nuevo camino al Evangelio en las Indias»98.



Ciertamente, Fenelon, hubiera podido añadir, y yo me complazco en decirlo, que entonces se vio abalanzarse a la santa conquista de las almas, en todos los puntos más distantes del globo, a las grandes y venerables familias de Santo Domingo y San Francisco, con las que tantas veces hemos mezclado sobre la tierra descreída nuestros sudores y nuestra sangre. Vinieron más adelante, los dignos y celosos hijos de San Vicente de Paul, y esa fraternal Sociedad de las misiones extranjeras a que nos unen los vínculos más sagrados y la comunidad de los más gratos recuerdos.

¡Cuán bella es pues esa obra del apostolado en las regiones inhospitalarias y remotas! El alma tan vigorosa y tierna de Fenelon, la había ambicionado, y yo mismo, ¡oh mi Dios! ¿me será permitido recordarlo? yo he pronunciado ese sagrado voto que pronuncia el religioso profeso de la compañía, de ir a todo lugar, entre todo género de infieles, a la menor señal de la voluntad del Soberano Pontífice, y de partir sin pedir el dinero necesario para viaje. ¡Ay! otros han sido juzgados más dignos de esta misión bien aventurada. Y vuestros designios sobre mí, ¡oh Señor! han sido retenerme en esta antigua tierra de mi patria, en el centro de una civilización que está enferma por haber abusado de todos los bienes, entre hermanos que han desaprendido la lengua que debo hablarles. ¡Vos me habéis dado por parte el sostener la lucha contra la mentira y la calumnia! Al menos en las misiones se muere, y todo se ha acabado con la tierra. Aquí es forzoso morir cada día, y cada día pasar de la muerte a las congojas de la vida. Cruz pesada, pero cruz bendita, como todas las que vienen de la mano del Señor, yo te llevaré con resignación y con amor,   —97→   mientras que plazca al cielo imponerte a mi flaqueza.

Francisco Javier, el amigo y discípulo de Ignacio, fue quien en las Indias, en las Molucas y el Japón, abrió nuevos caminos al Evangelio. Fuele dado a aquel hombre extraordinario, renovar todos los prodigios más asombrosos del establecimiento primitivo del cristianismo, y ofrecer así al mundo mil nuevas pruebas de su divinidad. Tuvo la dicha singular de agregar a la unidad católica mayor número de pueblos y de imperios que jamás le arrancara la reforma. Convirtió cincuenta y dos reinos, enarboló el estandarte de la Cruz en un espacio de tres mil leguas, bautizó con su propia mano cerca de un millón de mahometanos o idólatras, y ¡todo esto en diez años! Espántase la imaginación al considerar todos los obstáculos que encontró; ¿y de qué medio se valió para vencerlos? La pobreza, la mansedumbre, la paciencia, las austeridades, la oración, en suma el invencible ardor de la caridad. A éste plúgole a Dios juntar todos los dones del poder sobrenatural y milagroso. Su vida, en un tiempo a que aun tocamos por decirlo así, está escrita según los testimonios más verídicos, y las maravillas que la llenan no permiten la duda. Los mismos historiadores protestantes lo confiesan, cuanto pueden confesarlo.

«Si la religión de Javier conviniese con la nuestra, dice Baldeo en su Historia de las indias (p. 78), debiéramos estimarle y honrarle como a otro S. Pablo». Sin embargo a pesar de esta diferencia de religión, su celo, su vigilancia y la santidad de sus costumbres, deben excitar a todos los hombres de bien a no hacer la obra de Dios con negligencia, porque los dones que Javier había recibido para ejercer el cargo de ministro y embajador de Jesucristo, eran tan eminentes que mi lengua no es capaz de expresarlos. Si considero la paciencia y mansedumbre con que ha presentado a los grandes y pequeños las santas y vivas aguas del   —98→   Evangelio; si contemplo el valor con que ha sufrido las injurias y afrentas, véome forzado a exclamar con el apóstol: «¿quién es capaz como él de estas maravillas?». Y Baldeo ha terminado el elogio del santo repitiendo el dicho de un antiguo que Bacon había ya aplicado a la Compañía: «¡Pluguiera a Dios que siendo lo que sois, hubierais sido de los nuestros!».

Así las Indias y el Japón se cubrieron de iglesias florecientes. La Compañía de Jesús alimentaba sin cesar por medio de numerosos refuerzos aquellas misiones fundadas y sostenidas a costa de la sangre y los padecimientos de sus hijos.

¿Qué recuerdos no nos ha legado señaladamente esa tierra amada del apóstol, tierra que alumbrada apenas con las primeras vislumbres del Evangelio, debía brillar con la más esplendente gloria que concede a su Iglesia Jesucristo, la del heroísmo en medio de las persecuciones; y que por un destino misterioso, después de haber producido más de un millón de mártires, debía cerrarse como un sepulcro y aguardar el día señalado para la resurrección?

Cruel Japón, islas infortunadas, no siempre podréis rechazar de vuestras playas la verdad y la caridad católicas que os piden os abráis delante de ellas. En la opuesta ribera veían ahora los hermanos de Javier para aprovechar el favorable instante que les franqueará las puertas de esas regiones desoladas, y les dará la dicha de anunciar en ellas a Jesucristo o de morir por él.

Javier había suspirado ardientemente por la conquista de la China; dirigíase a ello, cuando murió lleno de vida y de gloria a vista de sus riberas, en una cabaña abandonada de la Isla Sancian. Siguiendo sus pisadas, el padre Ricci de la Compañía de Jesús fue el primero que arrostró sin temor el suelo inhospitalario de aquel vasto imperio, después de infinitas penalidades logró abrir su entrada a los predicadores del Evangelio.

Olvídase hoy quiénes fueron los primeros que   —99→   penetraron en aquella región, por no decir en aquel mundo tanto tiempo desconocido, y le dieron a conocer a la Europa sabia. Allí en presencia de una civilización envanecida de sí misma y armada de celosa desconfianza contra el extranjero, fue necesario emplear todos los prestigios del arte y de la ciencia para hacerse perdonar la enseñanza evangélica. Al salir del palacio del emperador o del tribunal de los matemáticos, el jesuita a quien había amnistiado su saber, iba a enseñar el catecismo a los niños, visitar a los pobres o instruir al pueblo.

Formáronse numerosas cristiandades en China, así como en las indias, edificadas por manos de la Compañía; y si otros operarios entrando más tarde en la cosecha, vinieron a asociarse a sus trabajos, si el mismo celo consagrado a la misma obra dio lugar a desagradables disidencias, en fin, si la autoridad soberana de la Santa Sede decidió que los jesuitas se habían engañado dejando se mezclaran a las prácticas del culto cristiano, ceremonias locales que no habían creado contrarias al espíritu de la religión, al menos aquellos cuya prudencia había errado dieron entonces un persuasivo ejemplo de humilde y filial obediencia. Después de haber sostenido, sobre un punto oscuro y disputado, su opinión que creían útil y verdadera, no bien hubo hablado Roma, se inclinaron silenciosamente y conformaron a su decisión. Importaba aquí recordarlo.

Tal fue exactamente la parte de los jesuitas en la cuestión de las ceremonias chinas y los ritos malabares.

Murieron; y sus hermanos, que al cabo de sesenta años tienen la dicha hoy de recoger su herencia, han proseguido y van a continuar sus trabajos.

El Asia ofrecía también a aquellas generaciones de apóstoles inmensas regiones entregadas a las espesas tinieblas de la idolatría. Así al mismo tiempo que cubría con sus misiones la China, el Japón y las Indias, la Compañía trabajaba incesantemente   —100→   en conquistar al cristianismo las islas de la Sonda, el Thibet, el Mogol, la Tartaria, la Cochinchina, el Camboge, el país de Malaca, Siam, el Tonquin, la Siria, la Persia y otros países más; lo que formaba un total de ciento cuarenta y cinco establecimientos de misioneros jesuitas en la superficie del Asia. Y en ninguna parte la luz del Evangelio difundió sus resplandores sin hacer brillar los de la civilización. Las conquistas de la ciencia corrían parejas con las de la fe.

Formaríase una biblioteca bastante numerosa con las obras de los jesuitas sobre los varios pueblos del Asia, acerca de sus orígenes, sus lenguas, sus costumbres, su historia, sus artes e instituciones. La biblioteca real posee en esta parte riquezas inéditas que aun pudieran tener algún valor.

El comercio, la industria, la medicina, no menos que la astronomía y la física, han debido útiles descubrimientos a esos tan desacreditados jesuitas. Pero la posteridad olvida presto; el cielo que no olvida, dio a aquellos pobres religiosos la única gloria que ambicionaban; tres o cuatrocientos pueblos diferentes evangelizados por su celo, millones de mártires que formaron mezclando su sangre a la de sus discípulos: muchedumbre innumerable de infieles convertidos en el espacio de dos siglos: he ahí sus obras, y para estas obras solo el cielo tiene coronas.

Hase hablado de la ambición de los jesuitas. Con verdad lo digo: nunca conocieron otra que esa hambre y esa sed de la salud de las almas, cuyos insaciables ardores difícilmente puede el mundo concebir, y entre los cuales ni aun quiero comprender que en el curso de los tiempos, y en medio de tantos, tan extensos y difíciles trabajos, hayan podido encontrarse algunas debilidades excusables; como si al cabo, para decirlo con Bossuet, debiera parecer extraño que algunos hombres hayan tenido algunos defectos humanos.

Obedecían pues a esa misión sobrenatural, cuando desde el origen de la Compañía se fueron a plantar   —101→   la Cruz en las arenas abrasadas del África. Las misiones de Abisinia, del Congo, da Angola, de Mozambique duraron en su mayor parte hasta la supresión de la Compañía en el pasado siglo.

Pero se me perdonará aquí una especie de predilección de familia hacia los trabajos de la Compañía en el Nuevo Mundo. La América acababa de abrirse a las empresas del espíritu de aventura, al mismo tiempo que San Ignacio y sus compañeros se consagraban a la grande obra de las misiones extranjeras. Era imposible que aquella tierra nuevamente revelada al genio europeo no viniera a ser para los jesuitas un vasto teatro de esfuerzos apostólicos. Así es que se les vio pasar allá en numerosas colonias, y diseminarse en toda la extensión de aquellas regiones inmensas. Las penalidades que sufrieron, los útiles y generosos medios que emplearon para suavizar las costumbres de la conquista, para templar el orgullo de una dominación feroz, para arrancar las hordas salvajes a sus supersticiones y barbarie, no hay pluma que pueda describirlo. Yo presentaré números.

Sin contar los noviciados y colegios, había en América cuando la supresión, ciento veintiocho misiones, treinta y cinco de ellas en el Brasil, treinta en el Marañón, diez en Chile, tres en la Nueva Granada, diez en México, inclusa la California, Guatemala, etc., doce en el Paraguay, el Uruguay, la provincia de Quito: ocho misiones francesas en la América septentrional, en los Hurones, los Algonkines, los Illineses, en la Nueva Orleans, etc.; ocho misiones francesas en la América meridional, en la Martinica, la Guadalupe, Cayena, etc. El campo era dilatado, y ofrecía todos los peligros, todas las variaciones del estado civilizado y del salvaje.

¡Cuántas veces encontró el misionero los ensangrentados restos de su compañero de apostolado que el diente de las bestias o el furor no menos mortífero de los caníbales habla devorado! Entonces daba a su compañero el fúnebre adiós, y pasaba   —102→   luego adelante más seguro de la suerte que le esperaba.

¡Qué de luchas había también que sostener contra el poder generalmente ciego y opresor de los europeos! Sin embargo, no se perdonaba ningún medio; y al menos el indio vencido, el esclavo a quien se vendía, encontraba a su lado un defensor, un padre, un consolador, un amparo. En esta noble empresa, muchos obispos, sacerdotes y religiosos concurrieron gloriosamente al mismo fin. El nombre de Bartolomé de las Casas, del orden de Santo Domingo, a pesar de injustos ataques, subsistirá inmortal entre los bienhechores de la humanidad.

En cuanto a la Compañía, sus anales nos ofrecen, entre otros, a un padre Claver, apellidado en Cartagena el apóstol de los negros. El que quiera saber cuánto heroísmo puede inspirar el celo por la salud de las almas más degradadas, debe leer la vida de ese hombre extraordinario; pero es preciso que se prepare a estremecerse más de una vez de asombro y de espanto, al aspecto de los horribles tormentos que se impuso libremente este nuevo mártir, asociándose al destino de los más infelices esclavos para calmar sus angustias y traerlos a las virtudes de la Cruz. Breboeuf, Lalemand, Acevedo, Anchieta, también vuestros nombres vivirán eternamente entre nosotros venerados y queridos, y el poder de vuestros ejemplos y padecimientos, hablará siempre elocuentemente a nuestros corazones.

Las misiones del Canadá, las que iban a llevar la palabra Evangélica a las poblaciones más apartadas hacia el norte, produjeron señaladamente frutos admirables, y dieron a la Cruz, numerosos mártires. Aun hoy en día aquellas tribus salvajes conservan y reverencian la memoria de nuestros antiguos padres, y piden que se les vuelvan las ropas negras... La Compañía ha accedido ya a sus votos en algunos puntos. ¡Cosa singular! ¿Será acaso a las vastas soledades del   —103→   Oregon; y entre las Cabezas chatas, adonde nos será forzoso ir a buscar lo que aquí se nos disputa, la libertad de enseñar, un asilo para vivir y morir?

Al mismo tiempo, o poco después de suprimida la Compañía, debía perecer también una de las más bellas instituciones que la religión haya podido realizar sobre la tierra; ese cristianismo feliz, como también le llama Muratori, que había convertido en pueblos de hermanos a tribus embrutecidas y feroces.

El que no haya entregado todo su ser a las inspiraciones del odio, y dominado de su fatal influencia se haya prohibido todo sentimiento de justicia, todo pensamiento noble, no puede pronunciar sin conmoverse el nombre del Paraguay. No me detendré aquí en refutar miserables imputaciones: los juicios de Montesquieu, de Hayer, de Robertson y de otros muchos, no permiten ni aun examinarlas y menos aun el responderlas.

Para tributar un fiel homenaje a tan gloriosos recuerdos, me valdré de la voz elocuente que resonó al principio de este siglo con tanto poderío y esplendor, de esa voz que tan noblemente supo restituir su lustre entre nosotros a la lengua y poesía de la fe, y vengar el genio del cristianismo de las mentiras del odio y los desdenes de la ignorancia. Un católico, un sacerdote, un religioso de la Compañía de Jesús, no puede olvidar el nombre del que, alzándose valerosamente sobre todas las detracciones inconsideradas, consagró el primer vuelo de un talento sublime a defender la gloria de las verdades e instituciones religiosas. Débil combatiente en la llanura, humilde hijo de una familia de apóstoles, agobiada hoy todavía bajo el peso de un siglo de calumnias, me es dulce cosa pagar aquí la deuda legítima de gratitud para con un defensor eternamente ilustre: muy dichoso en mezclar a este tributo que pago en nombre de mis hermanos, el fiel recuerdo de una benevolencia, cuyos testimonios ya antiguos, nunca saldrán de mi corazón.

«Es sin embargo un culto bien singular, escribe   —104→   M. de Chateaubriand en su inmortal obra del Genio del Cristianismo99, el que reúne, cuando le place, las fuerzas políticas a las morales, y crea por sobreabundancia de medios unos gobiernos tan sabios como los de Minos y Lycurgo. Aun no poseía la Europa sino constituciones bárbaras formadas por el tiempo y el acaso, y ya la religión cristiana hacía revivir en el Nuevo Mundo los milagros de las legislaciones antiguas. Las hordas errantes de los salvajes del Paraguay se fijaban, y al imperio de la palabra de Dios salía una república, cristiana del más profundo de los desiertos».

«¿Y cuáles eran los grandes genios que reproducían estas maravillas? Simples jesuitas, estorbados frecuentemente en sus designios por la avaricia de sus compatriotas».



Debe leerse en las siguientes páginas la admirable descripción del gobierno interior, patriarcal y libre de las Reducciones: ningún poema tiene más atractivos que esta verídica historia. Solo su mucha extensión me impide citarlo todo. Así, me limitaré a trascribir la elocuente pintura que reasume y termina el capítulo V del libro IV:

«Con un gobierno tan paternal y tan análogo al carácter sencillo y pomposo del salvaje, no hay que extrañar que los nuevos cristianos fuesen los más puros y afortunados de los hombres. La mudanza de sus costumbres era un milagro obrado a la vista del Nuevo Mundo. Ese espíritu de crueldad y de venganza, ese abandono a los vicios más groseros, que caracterizan a las hordas indianas, habíanse trasformado en un espíritu de mansedumbre, de paciencia y castidad. Júzguese de su virtud por la expresión ingenua del obispo de Buenos Aires: "Señor, escribía a Felipe V, en esas numerosas poblaciones, compuestas de indios naturalmente inclinados a todo género de vicios, reina   —105→   tan grande inocencia que no creo se cometa entre ellos un solo pecado mortal".

Entre aquellos salvajes cristianos no se veían procesos ni querellas; el tuyo y el mío ni aun eran conocidos; porque, según observa Charlevoix, es no tener nada suyo, el estar siempre dispuesto a partir lo poco que se tiene con los que se hallan en necesidad. Provistos abundantemente de las cosas necesarias a la vida; gobernados por los mismos hombres que los habían sacado de la barbarie, y a quienes miraban justamente como especies de divinidades; gozando en su familia y en su patria de los afectos más dulces de la naturaleza; conociendo las ventajas de la vida civil sin haber dejado el desierto, y los encantos de la sociedad sin haber perdido los de la soledad, aquellos indios podían gloriarse de que gozaban de una dicha que no había tenido par en la tierra. La hospitalidad, la amistad, la justicia y las tiernas virtudes brotaban naturalmente de sus corazones a la voz de la Religión, bien así como algunos olivos dejan caer sus maduros frutos al soplo de las brisas.

Parécenos que no se tiene sino un deseo al leer esa historia, y es el de pasar los mares e irse lejos de las turbulencias y revoluciones a buscar una vida oscura en las cabañas de esos salvajes, y un pacífico sepulcro bajo las palmeras de sus cementerios. Pero ni los desiertos son bastante profundos, ni los mares bastante espaciosos para librar al hombre de los dolores que le persiguen. Siempre que se hace la pintura de la felicidad de un pueblo, es preciso venir a la catástrofe: en medio de las pinturas más risueñas, oprímese el corazón del escritor con esta reflexión que se presenta de continuo: Todo esto no existe ya. Las misiones del Paraguay están destruidas; los salvajes con tantas fatigas reunidos andan de nuevo errantes por los bosques, o están sepultados vivos en las entrañas de la tierra. Se aplaudió la destrucción de una de las más bellas obras que han salido de la mano de los hombres...».



O mucho me engaño, o después de esta exposición,   —106→   el lector de buena fe comprenderá, cómo un magistrado, un francés, un hombre del siglo XIX, ha podido libre y concienzudamente hacerse jesuita, sin abdicar por eso su razón, sin renunciar a su tiempo y a su patria.

No, no ha abdicado su razón, porque la haya colocado en el puerto resguardada de las tempestades, bajo la segura guarda del principio sagrado de la autoridad. Cuando el testimonio interior no le anunciara a voces esta verdad, bastantes ejemplos le darían el derecho de proclamarla. No le faltarían nombres para probar que la inteligencia humana no adquiere sino más dignidad y fuerza, bajo el yugo tutelar de la regla; aun le faltarían menos para mostrar, cómo, aun bajo el traje del sacerdocio, la razón abandonada a sí misma y extraviandose en su orgullo, va cayendo de error en error, y acaba ofreciendo al mundo el triste espectáculo de una verdadera abdicación.

No, no ha renunciado a su país... Es muy cierto que la caridad católica, abarcando en su ardiente expansión la humanidad entera, pone en el corazón de sus apóstoles un afecto más extenso que el del patriotismo; es verdad también que el misionero que va a llevar la luz de la fe a sus hermanos idólatras de la Corea o de las soledades de la América, corre a veces el riesgo, en presencia de estos inmortales intereses, de olvidar los intereses de un día que se agitan en el seno de la patria; ¿pero olvida acaso por eso a su misma patria? ¿Cesa por dicha de llevar en su corazón su dulce imagen? ¿Cesa de rogar, por su felicidad? ¿Cesa de implorar las bendiciones del Altísimo sobre los que llevan la pesada carga del gobierno de los pueblos?

¡Ah! ¡no saben esos hombres que suponen al jesuita desamorado de su país, qué deliciosa emoción de júbilo siente al hallar entre las tribus salvajes del Nuevo Mundo algunos de los sonidos de la lengua natal, o al oír en los mares de la China   —107→   y del Japón el lejano eco de la gloria de nuestras armas!

¡Y fuéranos la Francia menos amada a nosotros que no la hemos dejado! No nos envaneceríamos de sus triunfos así en la paz como en la guerra, de su genio para las letras y las artes, de sus atrevidas conquistas en el dominio de las ciencias y en las regiones nuevamente abiertas a la industria! ¡No amaríamos en ella el verdadero foco de la civilización cristiana! ¡No nos felicitaríamos de los inefables consuelos que aun hoy en día da a la Iglesia!

No, no ha renunciado a su siglo... Es muy cierto que no apellidamos mejora ni progreso a cuanto la moderna sabiduría en su orgullo decora con estos títulos pomposos; es muy cierto que no aguardamos del porvenir una religión más perfecta que la Religión de nuestro Señor Jesucristo, y que la humanidad, fecundada por los sistemas, no nos parece se halla elaborando una era indefinida de virtud y bienandanza.

Pero bajo de esa autoridad inmutable de la fe, no dejamos de pertenecer a nuestro tiempo por nuestras ideas y nuestros corazones, y sobre todo le conocemos más de lo que a algunos les parece.

Por eso nunca nos ha venido al pensamiento, que doscientos pobres operarios evangélicos, distribuidos en la dilatada extensión del territorio de la Francia, puedan proponerse, en días como éstos, establecer en ella lo que no se han avergonzado algunos de llamar nuestra dominación.

Este anacronismo no es el nuestro; es el de nuestros adversarios. ¡Porque dos siglos ha la Compañía de Jesús pudo emprender en una tierra virgen, y entre pueblos que nacían a la civilización, realizar el reino del Evangelio, nos suponen hoy el absurdo proyecto de reinar sobre la Francia! Esto fuera un delirio de insensatos... pero, lo repito, no es el nuestro; le devolvemos a los cerebros enfermizos de los que se han hecho nuestros enemigos.

Si hemos de darles crédito, una parte de esta obra está ya realizada, y la iglesia de Francia, habiendo   —108→   abjurado sus antiguas tradiciones, sufre toda ella el yugo de las influencias ultramontanas.

¿Será preciso que nos veamos obligados a remitir a las lecciones de la historia a los que tanto gustan de servirse de su autoridad contra nosotros? Por lo visto olvidan lo que ha pasado de sesenta años acá; olvidan el triste camino que hizo el Jansenismo en la segunda mitad del pasado siglo, bajo el cómodo manto de una oposición harto fácil a la corte de Roma; olvidan como el cisma escondido en las entrañas de esa doctrina funesta se presentó al público en las disensiones de la asamblea constituyente, se convirtió en ley, y poco después ensangrentó el desgarrado seno de la Iglesia con espantosas persecuciones. ¡Olvidan los altares derribados, y cuanto mi pluma se niega aquí a bosquejar...!

Gracias a Dios, el episcopado francés ha guardado mejor memoria de estas cosas; ha comprendido que después de semejantes pruebas, convenía no exponer la unidad a nuevos peligros, por medio de controversias, que carecían ya de objeto; y se ha reunido, y apiñado todo, y confundido en un solo corazón y en una alma sola, en rededor de la cátedra de San Pedro, y ha repetido con voz unánime las inmortales palabras de Bossuet:

«Santa Iglesia romana, madre de las Iglesias, y madre de todos los fieles, Iglesia escogida por Dios para unir a sus hijos en la misma fe y en la misma caridad, nosotros estaremos siempre adheridos a tu unidad de lo íntimo de nuestras entrañas. ¡Si yo te olvido, Iglesia romana, olvídeme antes a mí mismo! Séquese mi lengua y quede inmóvil en mi boca, si no eres tú siempre la primera en mi memoria, si no te pongo al principio de todos mis cánticos de regocijo».



Y yo también, humilde soldado de la unidad católica, para darla, si era posible, más íntima y completamente mi alma y mi vida entera, he ido a buscar un lugar oscuro en las filas de la Compañía de Jesús.

  —109→  

En el estado en que veía yo la santa Religión de mi maestro en este mundo, después de la gran guerra declarada a Jesucristo por la incredulidad del siglo XVIII, el catolicismo me aparecía como un ejército ordenado en batalla con un frente de vasta extensión, para hacer frente por todas partes a la impiedad y al error, y socorrer a la sociedad amenazada. No había ya campos diversos ni banderas divididas.

En el centro veía yo la cátedra de San Pedro en su majestuosa inmovilidad, y cerca de ella en la primera fila del rendimiento y de la fidelidad valerosa, a la iglesia de Francia con sus obispos y sacerdotes, bella aun y vigorosa a pesar de los días de la desgracia.

Ciertamente, al alistarme en la bandera del santo fundador de la Compañía de Jesús, no ha sido mi ánimo separarme de la milicia sagrada de mi país; simple combatiente, solo he tomado otro puesto en el mismo ejército.

Dos palabras más y concluyo.

Hace ya, más de ochenta años que pesa en Francia sobre la Compañía de Jesús una sentencia de proscripción. Nuestros jueces, como todos saben eran entonces partes contra nosotros, y antes de instruir el proceso habían pronunciado el fallo. Cuanto se dijo, todo lo que se escribió en aquella época, recógenlo algunos hoy, sin tener en cuenta veinte refutaciones victoriosas, y arrójanlo como pasto a la credulidad popular.

En ciertos días determinados la Francia entera se alimenta de eso; añádanse calumnias nuevas a las antiguas; se nos imputan las faltas y las desgracias de los pasados tiempos, como si las pasiones de los hombres no fueran bastantes a explicar su historia; y a nosotros a quienes cada hora de nuestra vida nos llama a la contemplación exclusiva y única de la eternidad, se nos acusa de que ligamos inseparablemente en nuestros pensamientos, los intereses inmortales de la religión, a los   —110→   móviles intereses del siglo y al pasajero destino de las cosas de la tierra. Nos acusan de que buscamos, mantenemos, cultivamos cuidadosamente en nuestras almas todo lo que irrita y divide, cuando la filosofía más vulgar inspira pensamientos más cuerdos a los mismos actores de la escena política desencantados por tantos yerros.

En medio de todo esto, no se respeta más al buen sentido que a la buena fe, y no se retrocede ante las más extrañas contradicciones. Lo que otros han dicho, se nos achaca, y al mismo tiempo se nos echa en cara nuestro silencio. Pondérase, a placer, y sabe Dios con qué objeto, lo que llaman nuestra habilidad, y al mismo tiempo se nos atribuyen en las circunstancias más críticas, las más locas temeridades.

A la relación del menor derecho atacado, de la menor libertad amenazada en el más humilde ciudadano, levántanse mil voces invocando la constitución y las leyes, y esas mismas voces no saben invocar contra nosotros sino las proscripciones y los golpes de estado. En las columnas de los periódicos, en los talleres, en los bancos de las escuelas, hasta en la enseñanza distribuida a la juventud, donde quiera somos designados al odio y como ofrecidos en holocausto a los furores de la opinión descarriada.

Tal es en fin nuestra situación, que algunos hombres tienen el incalificable poder de hacerse creer proclamando, por todas las vías de la publicidad lo que se avergonzarían de decir en su cara a uno de nosotros, y hasta se ven algunos hombres de bien rendirse al oír nuestro nombre bajo el yugo de un miedo estúpido.

Es preciso que todo esto tenga un término.

Un hombre cuyo nombre ha adquirido celebridad se presentó delante de la justicia al fin del último siglo. Nada tenía que pedir, nada que reclamar para sí mismo; pero un motivo poderoso impulsaba su corazón, y exaltaba su valor. Hijo generoso,   —111→   hijo lastimado en sus más caros afectos por la condenación de un padre, no obstante la autoridad de la sentencia, pronunció allá en su conciencia que era injusta, y pidió una rehabilitación solemne. A sus perseverantes esfuerzos, a esta valerosa consagración de un bello talento, debió el triunfo de la piedad filial y una noble parte de nombradía.

Yo vengo como él a pedir la rehabilitación de mis padres. Hijo ofendido en mi alma por las largas desgracias de mi familia y la dolorosa iniquidad de la sentencia que pesa sobre ella, no ambiciono fama alguna, no traigo talento, solo tengo una convicción incontrastable. No pido sino justicia y verdad; no necesito otra cosa.

Pido la revisión de un grande e injusto proceso; la pido para mis padres que ya no existen; la pido para mí mismo. Tengo la más indudable conciencia de que fueron inocentes, de que lo somos. Ellos no fueron juzgados ni oídos; óigasenos en fin, júzgueseles hoy.

Sé que este linaje de rehabilitación judicial no existe ya en nuestras leyes; pero la rehabilitación moral estará siempre en la justicia de la Francia; y esa pido.

La pido en nombre mismo de la patria, que no puede ver por más tiempo con indiferencia que se vilipendie y ultraje, con mengua de todos los derechos, el honor de los que no han dejado de ser sus hijos.

La pido para millones de católicos a quienes se pretende insultar dándoles un nombre, que no es su nombre, que es el nuestro, y que ya no debe ser una injuria.

Pídola para todas las sociedades religiosas que han plantado su tienda al sol protector de la Francia, y sobre las cuales a pesar nuestro se carga todo el peso de las animosidades que nos persiguen.

La pido en nombre de esos obispos venerados cuya voz se dejó oír tres veces solemnemente, protestando contra la injusta proscripción de toda una   —112→   familia de religiosos fieles a Dios, a la Iglesia, a las leyes, al país.

La pido en nombre de veinte Papas que aprobaron, confirmaron, loaron el Instituto proscrito; la pido en nombre del Santo Pontífice que bendijo por dos veces el territorio francés, y que en medio de los largos dolores de su destierro, descansó en el pensamiento de dar gloria a Dios restableciendo la Compañía de Jesús. Este ilustre anciano que fue para todos tan benigno y animoso reparador, ¿acaso ha perdido en la tumba todos los derechos de la virtud y todo el poder de sus recuerdos?

La pido en el nombre de la Iglesia universal, quien, por la voz del Concilio inmortal de Trento, pronunció desde entonces una aprobación indestructible; pium corum institutum.

Pídola, y al pedirla no hago sino reclamar para mis hermanos y para mí lo que pertenece a todos, el aire de la patria, el derecho de vivir, de trabajar, el derecho de sacrificarnos, la libertad según el orden, la libertad según la justicia.

Y ahora he concluido, me recojo en el pensamiento de Dios y de mi país; y siento en lo más íntimo de mi alma la grandeza y solemnidad de lo que acabo de hacer.

Que si debiera yo sucumbir en la lucha, antes de sacudir el polvo de mis pies sobre la tierra que me vio nacer, iría a sentarme por última vez al pie del púlpito de nuestra Señora. Y allí llevando en mí mismo el perdurable testimonio de la equidad desconocida, compadecería a mi patria, y diría con tristeza.

Hubo un día en que le fue dicha la verdad; una voz la proclamó; y no se hizo justicia, porque faltó valor para hacerla. Dejamos tras de nosotros la Carta violada, la libertad de conciencia oprimida, la justicia ultrajada, una grande iniquidad más; no por eso se hallarán mejor. Pero lucirá un día más apacible; y yo leo en mi alma la infalible seguridad de que ese día no se hará esperar mucho tiempo. La historia no callará el paso que a   —113→   cabo de dar, y dejará caer sobre un siglo injusto todo el peso de sus fallas inexorables. Señor, vos no permitís siempre que la iniquidad triunfe definitivamente acá en la tierra, y ordenaréis a la justicia del tiempo que preceda a la justicia de la eternidad.









 
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