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[Sucesos de Sinaloa y Parras] Con la vista de unos sucesos tan apreciables como éstos, se animaban al trabajo los misioneros en medio de sus continuas fatigas. En   —140→   Parras un furioso ramo de peste, en Sinaloa las secretas conspiraciones de algunos mal avenidos con la sujeción, dieron bastante materia a sus merecimientos. El padre Tomás Basilio, misionero de Yaqui, recibió un flechazo en el pecho sin haber precedido cosa que pudiese dar motivo a semejante atentado. Se descubrió ser el autor un hechicero llamado Juan Suca, algún tiempo antes bautizado. El agresor, preso por los fieles nebomes en Tecompa, y llevado al capitán, en el camino se dio a sí mismo la muerte, entrándose por el muslo una flecha emponzoñada. La que tiró al padre, o no tenía yerba, o no muy fresca, ni tampoco le entró, rayendo del uno al otro lado. La herida fue grande y peligrosa: los fieles yaquis acudieron prontamente a su socorro. Unos tomaron a su cargo ir a llamar al padre más cercano, que lo era el padre Cristóbal de Villalta; otros la cura de la herida, que en efecto, después de algunos días sanó perfectamente. Este suceso no parece que lo permitió Dios en el padre Tomás Basilio, sino para animarlo a nuevos peligros. A los dos meses, por fines de mayo, emprendió en compañía del padre Francisco Olinaño, la conversión de los albinos, cuyos primeros pueblos eran Teopa y Matape, al norte de Forin, cabecera de Yaqui. En esta primera entrada se bautizaron cuatrocientos y nueve párvulos, y seis enfermos adultos, de los cuales luego llevó el Señor para sí muchas primicias. Los albinos son de las mismas costumbres y genios de los sisibotaris de que arriba hemos hablado.

[Muerte del padre José Serrano] A los principios del año siguiente murió en la villa de San Miguel el padre José Serrano. Era muy conocido y estimado en aquel lugar en que había hecho muy frecuentes misiones. Aun fue materia de mayor sentimiento la pérdida del espiritualismo padre Nicolás de Arnaya, que pocos meses antes acababa de dejar el gobierno de la provincia. Fue compañero del venerable padre Gonzalo de Tapia en las primeras misiones a los chichimecas y a Guadiana, y su humildad le mortificó toda su vida con el pensamiento de que por su tibieza se había hecho indigno de derramar como él, la sangre por Jesucristo. Gobernó con grande suavidad y prudencia los colegios de Puebla, Guadiana, Tepotzotlán, en que fue seis años maestro de novicios, procurador a Roma, en que asistió a la congregación general que se juntó por muerte del padre Claudio Acuaviva. El sucesor padre Mucio Witelleschi lo envió de provincial, y lo fue seis años con grande utilidad de toda la provincia. Estuvo muchos años correspondiéndose, por cartas y haciendo   —141→   bien a una persona que había sembrado por todo el reino cartas muy contrarias a su honor. Escribió varios tratados místicos en que se retrató el carácter de su espíritu. Siendo provincial preguntada una persona de carácter por un confidente suyo, ¿qué sentía de los jesuitas? Hay muchos, dijo, muy dignos de estimación; pero al provincial todo México lo tiene por santo. Murió el día 21 de marzo de 1623. A la común opinión de su santidad, que hacía un grande honor a la Compañía, e inmediatamente la muerte del señor don Melchor de Oñate, maestre-escuelas de la santa iglesia catedral de México por sus limosnas y por su eminente literatura muy venerada en toda la ciudad, que quedó muy edificada tanto de su piadosa resolución, como de la paz y tranquilidad con que dentro de muy poco tiempo acabó sus días.

[Muerte de los padres Juan Álvarez y Cristóbal Villalta]

En el colegio de la Puebla fallecieron los padres Juan Álvarez y Cristóbal de Villalta. El primero era sujeto de aquel colegio y natural de aquella misma ciudad. Fue algún tiempo misionero de la Topía con mucho provecho de los indios, insigne en la devoción y ternura para con la Virgen, a quien entre suavísimos coloquios entregó su espíritu. El padre Cristóbal de Villalta había sido muchos años misionero en Sinaloa, y primer apóstol de los sinaloas y los tzoes: los tres años últimos estuve en los yaquis de superior de aquellos misioneros. Llamado de Sinaloa para rector del colegio de Guatemala, le sobrecogió en la Puebla la última enfermedad, en que dejó edificada aquella comunidad con grandes ejemplos de todas las virtudes. Éstos y los demás colegios, fuera de sus ordinarios ministerios de confesionario, púlpito, educación de la juventud, visitas de cárceles y hospitales, no ofrecen por este tiempo cosa particular. De la casa profesa se hizo misión a San Juan del Río, a petición e instancias de aquel beneficiado, que escribiendo al padre provincial, dice así: «De esta vez quedan muy santos los vecinos de este partido con la doctrina del padre Juan de Sangueza, el cual ha autorizado con su mucha virtud y ejemplos con que nos ha edificado; y así obra tan grande solo puede pagarse de la mano de nuestro Señor, por cuyo amor y servicio V. M. reparte tan liberalmente el fruto que hace la Compañía de Jesús, que aquí ha sido muy grande, y al tanto es la obligación, etc.». Se repitió también misión al real de minas de San Luis Potosí, y a petición de aquellos vecinos, que desde algún tiempo antes instaban por la fundación de un colegio de que había ya muy buenos principios.

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Había muerto en México el año antecedente don Juan de Zavala y Fanárraga, alguacil mayor y dueño de unas minas en el distrito de San Luis Potosí, dejando dispuesto en su testamento, que del valor de aquellas haciendas se sacasen cincuenta mil pesos para la fundación de un colegio de la Compañía, y dichas minas como a mejor postor se habían adjudicado a un sobrino suyo del mismo nombre, obligándose a 10 de mayo de 1622 éste, a dar los cincuenta mil pesos siempre que se verificase dicha fundación. Se obtuvo licencia de la real audiencia y decreto, para que los albaceas procediesen al cumplimiento y exhibición de dicho legado en 19 de setiembre de 1623. Con estos documentos se encargó al padre Luis de Molina con otro padre y un hermano coadjutor que pasasen allá por vía de misión, y obteniendo el beneplácito del cabildo sede vacante de Michoacán, viesen si sería conveniente estableciese casa en dicho lugar la Compañía. El cabildo, en quien ha sido siempre como hereditario el amor y la benevolencia para con nuestra religión, concedió su grata licencia fecha en 29 de diciembre de 1823, añadiendo a ella una carta al beneficiado de San Luis que no podemos omitir sin perder un testimonio el más auténtico de nuestra gratitud con aquel cuerpo venerable. «A buena dicha (dice) tiene este cabildo que en tiempo de su gobierno sede vacante tenga principio una tan deseable cuanto útil y provechosa empresa, como es la fundación y recibimiento de la Compañía de Jesús en ese pueblo de S. Luis, a cuyo efecto va con otros compañeros el padre Luis de Molina, religioso de ella, persona aventajada y de muy grande opinión, en religión, letras y púlpito, amparado de S. E. y de nuestra licencia que lleva como V. verá, y lo en ella dicho basta para que V. con su santo celo haga lo posible en favorecerles, honrarles y agasajarles en esa parroquia y pueblo, en que no será pequeña parte el darla de ésta a todos los beneficiados para que hagan lo mismo en sus casas, iglesias y beneficios, honrándose con tales huéspedes que ayudan y no disipan. Guarde Dios a V., etc. Valladolid y diciembre 29 de 1623. D. Eliseo Guajardo. Dr. D. Juan Fernández de Celia. Felipe de Gevea y Florencia. Por mandado de los Sres. deán y cabildos de vacante. Sr. Bartolomé Hilario de Orduña, secretario.

Entre tanto en México en 10 de octubre del mismo se había otorgado entre los albaceas y el provincial Juan Laurencio, la solemne escritura de que se entregaba a la Compañía la dicha cantidad, obligándose a todos los sufragios que en ella se acostumbran hacer a sus fundadores.

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[Sucesos de Sinaloa] Tal era la situación de las cosas para la nueva fundación del Potosí, mientras que en las misiones alternativamente por sucesor prósperos y adversos se procuraba promover la gloria de Dios. La hambre y la peste afligieron por algunos meses a las provincias de Topía y Sinaloa. A los ministros por las quebradas y precipicios de los montes, por los ríos crecidos, por las playas ardientes, por las malezas y los bosques, entre peligros de enemigos gentiles y de pérfidos apóstatas de día y de noche les será necesario recorrerlo todo para proveerles de alimento, para confesar moribundos, para enterrar cadáveres, y para impedir supersticiones. Todo les servía de medio para instruirlos y para encaminarlos a su eterna salud. Solo un misionero anduvo más de cuatrocientas leguas en este continuo oficio de caridad, y el gran padre de familias recogió por medio de sus operarios y fieles administradores tan abundante cosecha, que en un solo partido pasaron de ciento y cincuenta los que acabando de recibir el bautismo volaron a la gloria. Por otra parte, era de un inexplicable consuelo el ardor con que los hures, los albinos y otras naciones gentiles perseveraban en sus buenos deseos de entrar en el rebaño del Señor. Los albinos sobre todo dieron una clara prueba en ocasión bien crítica. Salieron algunos de ellos a visitar como solían a uno de los misioneros más cercanos. Pasaban por tierras de otros sus antiguos enemigos, que los comenzaron a flechar. Ellos volvieron a su país. Se hizo junta de la nación para declararles la guerra. Hubo diversidad de pareceres. Los principales caciques fueron de sentir que no debía declararse. Nosotros (decían) tenemos ya bautizados y cristianos nuestros niños. Habemos fabricado iglesias y edificado casa a los padres, que esperamos ver muy breve en nuestros pueblos para que nos enseñen y bauticen. La guerra podrá ser impedimento para que no vengan los padres. Nuestros enemigos no se han declarado en cuerpo de nación8. El atrevimiento de uno u otro malévolo, de que pudiéramos vengarnos con facilidad, no ha de ser causa para exponernos a riesgo de quedar más tiempo sin bautismo. Perseveremos en paz, y pasemos la noticia al capitán, que él inquirirá los malhechores, y su respeto nos asegurará el pasaje para ir a ver a nuestro padre.

Aun era incomparadamente mayor el consuelo espiritual que recibían   —144→   los misioneros jesuitas de la provincia Tepehuanes, viendo por su cuidado y diligencia volver a florecer la viña que tan lastimosamente había arruinado el enemigo común. Desde principios del año 18 había entrado según dejamos escrito el padre José de Lomas. Éste se creyó bastar por entonces en que eran muy pocos los que habían comenzado a restituirse a sus pueblos y solo de aquellos que había hecho huir el temor. Poco a poco, muertos los principales jefes, aprestados por los españoles, afligidos de las incomodidades, atraídos de la dulzura de los padres, se fueron agregando muchos otros; de suerte que dos años después hubieron de enviarse otros cuatro padres por orden del señor virrey, marqués de Guadalcázar, a petición del gobernador de Guadiana. Los pueblos de Guamaceví, de Santiago, estancias de Atotonilco y la Sauceda, volvieron a poblarse con más indios y españoles que antes. El pueblo de San Simón que antes era un lugar despreciable de catorce familias, se hizo después uno de los mayores con una colonia que a él se hizo bajar de los tarahumares del valle de San Pablo. La más florida población se hizo en el Zape, donde había sido mayor el estrago, disponiendo el Señor que así como en ocasión de una solemnidad que se preparaba a su Madre Santísima había prorrumpido la rabia y furor, así para honra de la misma Señora fuese este pueblo su más favorecido, y en que más brillase la devoción de los fieles y su augusta protección. La imagen de la santísima Virgen, en cuya solemne colocación se rebelaron los tepehuanes, fue entonces el principal objeto de su cólera. Robáronle todos sus adornos, quitáronla de sus andas, en que impíamente hicieron subir dos indias, paseándolas en forma de procesión por todo el pueblo. Dieron a la estatua un hachazo en la mejilla izquierda, y luego la arrojaron en un pozo. Bien se conoce que estaban poseídos del demonio, y que procedían animados del odio contra la religión los que tan indignamente ultrajaban las sagradas imágenes: pero de esto daremos aun en otra parte pruebas más seguras.

Pasada la borrasca, teniendo los padres noticia del lugar en que habían arrojado la imagen, procuraron sacarla, y comenzó a ser vista con gran veneración. El capitán de Guanaceví había prometido a la Señora mandar retocar la sagrada estatua, y promover constantemente su devoción si le ayudaba para salir con felicidad de aquellas peligrosas invasiones y continuos [sustos]. Cumplió su promesa con la misma piedad que la había hecho. El padre Oviedo en su Zodíaco Mariano,   —145→   guiado de las palabras del padre Andrés Pérez de Rivas en su historia de las misiones, bastante equívocas, dice haberse mandado hacer otra nueva estatua a semejanza de la primera, cuyos fragmentos se distribuyeron como reliquias. Esto segundo no dice el padre Rivas; solo escribe que pasada la tempestad el capitán de Guanaceví mandó hacer una de las más hermosas imágenes que hay en el reino, lo cual puede entenderse que se hizo de la misma madera y de los [mis]mos fragmentos de la antigua imagen. En nuestra carta anua de 1623 se dice que esta imagen es la antigua de bulto que despedazaron, y ultrajaron estos bárbaros en su alzamiento: renovola el capitán por voto que había hecho de hacerlo así, mandando hacer una de las más bellas y acabadas imágenes que hay por acá. Añádase luego que cuando se colocó de nuevo, que fue el día 14 de agosto por la tarde, se le cantaron vísperas muy solemnes, y al otro día hubo misa y sermón, con tantas lágrimas del predicador y los oyentes, que parecía de pasión; ya, por acordarse de la muerte de los padres y de más de ochenta personas que allí habían muerto; ya, por traerles a la memoria el destrozo que en la Virgen hicieron estos bárbaros, y la entrañable devoción que el padre Juan del Valle tuvo siempre a aquella santa imagen. Esto mismo afirma una antigua historia manuscrita, y supone el docto padre Rinaldini en la dedicatoria de una obra mística que consagró a esta soberana imagen. Concuerda en lo mismo la común opinión de aquellos vecinos, entre quienes mandó hacer averiguaciones muy exactas el ilustrísimo señor don Pedro Tamaron este año pasado de 1763. Uno de los más fidedignos testigos, (Don Francisco Jaques Gutiérrez), añadió haber oído generalmente, que cuando se llevó a retocar a México la santa imagen, volviendo con ella el arriero, y abriendo por no sé qué motivo el cajón en el santuario de Guadalupe, observó en el rostro la señal del hachazo. Volviola a llevar, y segunda vez le aconteció lo mismo. Instó aun tercera vez, y hallándola aun después de todo con la misma señal, conoció no ser voluntad de la Señora que se compusiese. Hasta aquí son palabras formales del ilustrísimo señor Tamaron, quien había tenido la piadosa curiosidad de medir la santa imagen, prosigue así: «La santa imagen, que medí con mis manos, tiene de alto vara y una tercia, y la cisura que corre desde la mitad de la mejilla del lado siniestro, y baja por la barba hasta cerca del cuello, tiene poco más de cuatro dedos de largo. Su semblante hermoso, majestuoso y devoto, infunde fervor, y se conserva blanco y rosado. Llámanle   —146→   comúnmente la Virgen del Hachazo, Nuestra Señora del Zape. Nuestra Señora del Valle, y aun le ha dado también la piedad de algunos el nombre de nuestra Señora de los misioneros. A esta sombra no es mucho que con tanta felicidad se procediese en el restablecimiento de las misiones».

[Grande y escandaloso tumulto en México. Véase la Revista Mexicana número 4.º, abril y mayo de 1835, y 2 de junio del mismo] El siguiente año de 1624 es muy memorable en la Nueva-España para que podamos pasar por él sin dar alguna noticia de los grandes sucesos que en él acontecieron. Gobernaba el reino desde el año de 21 como virrey y capitán general el excelentísimo señor don Diego Carrillo Pimentel, conde Priego, marqués de Gelves, y ocupaba la silla metropolitana el ilustrísimo señor doctor don Juan Pérez de la Cerna. Por grande que fuese la prudencia y la justificación de entrambos príncipes, no faltaron motivos de discordia, y aun sin culpa de uno y otro podrían traer su origen desde los fines del gobierno antecedente. El virrey venía con particulares comisiones para la enmienda de ciertos abusos, en que principalmente era comprendido don Melchor de Baraez, caballero del orden de Santiago y corregidor de Metepec, que se retrajo al convento de Santo Domingo. Pusieron los jueces guardias a dicho convento de predicadores, y las pusieron a causa de que se tuvo denuncia de que el reo pensaba en hacer fuga, y entre tanto ocurrió don Pedro Garcés Portillo al provincial para que permitiese extraer el reo. El señor arzobispo abocó así la causa, y sin embargo de la apelación interpuesta, el día 1.º de noviembre de 1623, declaró por excomulgos al licenciado don Juan de Alvarado y Bracamonte, y al corregidor de la ciudad con jueces de la causa, que en grado de fuerza se prestaron a la real audiencia recusando al señor arzobispo. Procediendo los pasos judiciales de la causa, el señor virrey mandó salir desterrado de los reinos de Su Majestad al licenciado Melchor de los Reyes, clérigo presbítero, con parecer y consulta de juristas y teólogos seglares y regulares en 14 de noviembre de 1623, en el cual día expidió también un auto y real provisión, en que al dicho señor arzobispo se le mandaba reponer, y dar por nulo todo lo actuado judicial o extrajudicialmente sobre el artículo que había intentado de censura, por expulsión del dicho don José de los Reyes, so la pena de diez mil ducados, y ser habido por extraño de los reinos de Su Majestad, a que Su Señoría Ilustrísima obedeció con protesta el siguiente día 15. Entre tanto el señor obispo de la Puebla, que en virtud de las bulas apostólicas obraba como delegado de su santidad, despachó provisión para que el metropolitano absolviese los   —147→   excomulgados, y en caso de negarse dio comisión a un religioso grave para hacerlo. En efecto, el señor arzobispo se negó diciendo, que el delegado procedía sin conocimiento de la causa. Por dos ocasiones el religioso subdelegado absolvió y quitó de la tablilla los excomulgados en virtud de segunda comisión, que bajo la pena de quinientos ducados, se había impuesto al metropolitano. No habiendo surtido esta diligencia el efecto deseado, el ilustrísimo de la Puebla despachó tercera provisión, declarando al señor arzobispo incurso en la multa de los quinientos ducados, y mandándole con pena de otros mil, que alzase el entredicho que desde el día 2 de enero había puesto a la ciudad. Esta provisión se le notificó al ilustrísimo el 10 de enero, y manteniéndose en la respuesta de que el testimonio en cuya virtud proveyó el delegado, no había sido sacado con noticia suya, ni autorizado por el notario ante quien se trataba la causa, apeló y protestó el real auxilio de la fuerza. Sin embargo, el subdelegado procedió a la ejecución de la pena pecuniaria, notificando diferentes autos al cabildo eclesiástico, a los párrocos y casas religiosas para que no guardasen el entredicho. El metropolitano de su parte envió al licenciado Martínez, cura de la catedral, con una petición, que dijo ser recurso de fuerza a la real audiencia. La sala respondió que dicha petición se entregase conforme el estilo a alguno de los procuradores del número.

Con esta respuesta al día siguiente, 11 de enero, el ilustrísimo a las diez del día pasó personalmente a la audiencia. Los oidores don Juan de Paz Vallecillo, don Diego de Avendaño y don Juan de Ibarra, se pasaron prontamente a la sala de acuerdo, donde en compañía del marqués proveyeron un auto de ruego y encargo para que el ilustrísimo se volviese a su casa, y desde allí hasta que se le decretase una petición que había intentado presentar desde el día antecedente. Se le notificó segundo auto con pena de cuatro mil ducados. En esta sentencia no convino el doctor Avendaño, y pareciendo que no bastaban los votos de dos oidores, dijo el licenciado Ibarra al marqués de Gelves, que en aquel caso tenía voto, con que hubo de votar también Su Excelencia. Recibida del señor arzobispo la misma bajo pena de ser privado de las temporalidades, y ser habido por extraño de los reinos de Su Majestad. El ilustrísimo se mantuvo siempre firme en su respuesta, en cuya virtud se dio orden al doctor don Lorenzo Terrones, alcalde del crimen y al alguacil mayor, para que con   —148→   todo el decoro posible sacasen a Su Señoría de la sala y de México, camino del puerto de San Juan de Ulúa, para que allí se embarcase en barco de su elección a los reinos de Castilla. Esta orden se ejecutó luego al punto, y sobre el mediodía salió el prelado para Guadalupe, donde comió aquel día, y pasó a dormir al pueblo de Santa Clara. El día siguiente los tres oidores arriba nombrados, sin noticia del señor virrey, en atención a no haber habido el día antecedente más votos que los de dos oidores, y estar allí en la sala del crimen el licenciado Vázquez de Cisneros, que pudo haberse llamado, y haber faltado también el fiscal de Su Majestad; proveyeron nuevo auto declarando haber intervenido discordia, haberse de ver y determinar en remisión. Por tanto, mandaban a los ejecutores nombrados que ínterin se determinaba volviesen al señor arzobispo a México. Entre tanto habiendo su señoría excomulgado al alcalde Terrones, se apeló al delegado, de quien dentro de veinticuatro horas vino provisión cometida al muy reverendo padre maestro fray Alonso de Almería, del orden de predicadores, para que los absolviese, y se llevase a puro y debido efecto lo actuado. El nuevo decreto de los tres oidores alcanzó al señor ilustrísimo en San Juan Teotihuacán, pueblo distante de México nueve leguas, de donde los ejecutores habían determinado no pasar adelante. El Excelentísimo, entendida la causa, mandó arrestar en Palacio a los dichos tres oidores, y respondió al alcalde Terrones que prosiguiese ejecutando su comisión. Dispuesto ya el coche para la marcha en Teotihuacán, el ilustrísimo entró la iglesia, abrió el sagrario, y expuso al Divinísimo. Reconvenido con los nuevos órdenes de Su Excelencia, dijo: que estaba visitando aquella, como una de las parroquias de su diócesis. Cerrado el sagrario hizo traer una silla, y cuando alguno de los ministros subía para hablarle en las gradas del presbiterio, lo abría y tomaba en sus manos el Augustísimo Sacramento9. El alcalde del crimen dio cuenta a Su Excelencia de lo que pasaba el mismo día 14 en la noche, en el cual el señor arzobispo dio también orden a su provisor, para que al otro día 15 de enero se promulgase en México cesación a divinis en todas las iglesias.

Efectivamente, a las ocho de la mañana se leyó el edicto en la catedral, en que se publicaba la cesación, y se declaraba el excelentísimo   —149→   incurso en las censuras de la bula de la cena, y de la clementina primera de poenis. Se consumió el Santísimo Sacramento, se despidió de la iglesia a innumerable pueblo, que atraído de aquella nunca vista ceremonia había concurrido en mucho número. Se clavaron las puertas del templo, y comenzó un lúgubre sonido de las campanas. Este golpe llenó de consternación los ánimos. La melancolía y el enojo se veía pintado en los semblantes de la plebe. Al rededor de las iglesias se formaba en diversos corrillos la gente de ellas salía; pero se hablaba muy poco. Este triste silencio de la ciudad no interrumpido sino por el clamor más triste de las campanas, causaba religioso horror con que se miraban unos a otros. En estas circunstancias pasaba por la plaza un escribano de cámara llamado don Cristóbal de Osorio. Esta vista excitó el furor: los muchachos comenzaron la grita y la algazara, llamándole hereje y judío. La inconsiderada voz de los muchachos siguió con mayor malicia la infinita plebe de mulatos, negros, indios y mestizos que con una negra nube de piedras lo hicieron retraerse a gran prisa en palacio. Dentro de un instante ya estaba rodeado todo de infinita gente, con palos, con piedras, con cuchillos para forzar las puertas. Se hizo seña con el clarín para que la nobleza viniese a la defensa de la autoridad real. El excelentísimo hubiera bajado en persona, pero lo impidieron los que lo acompañaban, diciendo, como era así, que el pueblo furioso no acataría a su persona, ni a su alta dignidad. Oyendo su excelencia que entre la confusión de las voces muchos pedían al Arzobispo, mandó al instante al inquisidor don Juan Gutiérrez Flores, que partiese a traerlo del camino. Éste, al salir vio a una persona distinguida, que seguida de la multitud, prendía fuego a las puertas del palacio. La reprehendió severamente, y contuvo a la plebe, diciendo a voces que iba a restituir a la ciudad a su ilustrísima. Parecieron sosegarse muchos; sin embargo, otros proseguían. Quitaron el estandarte real que se había puesto en uno de los balcones, y pasáronlo a la catedral. Después de un breve descanso, animados de ciertas cabezas, volvieron a cercar las casas reales y prender fuego a las puertas, diciendo a gritos, que querían ver la audiencia. El virrey mandó a los oidores que se mostrasen en las ventanas; mas como echasen menos entre los demás al licenciado don Pedro de Vergara y Gaviria, se mandó luego por él a su casa, y venido les mandó el virrey que saliesen a la calle, y viesen por la plaza algunas vueltas para sosegar con su presencia al   —150→   pueblo furioso. Efectivamente, causó no poca admiración ver la quietud en que entraron mientras que la audiencia se mantuvo en la plaza. Mudados de repente en otros hombres, se les oyó pedir a grandes voces perdón general, que se les concedió sin alguna dificultad.

[Nueva inquietud] Todo parecía caminar ya a la tranquilidad y acostumbrada obediencia y sujeción, cuando una pequeña circunstancia lo mudó todo. Los oidores después de haber estado algún tiempo en las calles se entraron en las casas de cabildo. La plebe ignorante, y presta a enfurecerse con cualquier nuevo accidente, creyó que esto era darle autoridad para proceder contra el virrey. Sobre un fundamento tan irracional se arroja con furia otra vez sobre el palacio, prende fuego a las puertas, y lo llevan todo a fuego y sangre. Serían ya las cinco de la tarde, y la audiencia temiendo mayores desórdenes mandó publicar un bando para que todas las personas capaces de tomar las armas se juntasen, y estuviesen a las órdenes del licenciado don Pedro de Vergara y Gaviria, a quien nombraron capitán general. Entre tanto, seguía la sedición con tanta mayor furia, cuanto se acercaba más la noche, velo muy a propósito para cubrir las personas de diferentes partidos. A la oración, en que ya el fuego había abierto bastante brecha en las puertas del palacio, y crecido el concurso en más de tres mil hombres se acometió a saquearlo y a apoderarse de cuantos había dentro; papeles, plata labrada, ropa, todo se dio en premio de los más atrevidos, que entre la confusión gritaban: ¡Viva la Iglesia y el Rey10, y muera el mal gobierno! El marqués de Gelves sabiendo que los mal contentos traían como distintivo para conocerse entre la obscuridad un paño blanco en el sombrero, se valió de la misma contraseña, y gritando los que iban con él, que eran muy pocos, las mismas palabras que el pueblo repetía, salió de palacio y se retiró a San Francisco, sin más lesión que un balazo, que le quemó el cuadrado de una media. A las once de la noche entre los repiques de las campanas y las aclaraciones de toda la multitud entró México el Arzobispo, trayendo el Santísimo Sacramento. Llegó a la puerta de las casas de cabildo, en que sin apearse del coche, mandó dar a los oidores las gracias, y pasó a depositar al Divinísimo en el oratorio de su casa. La real audiencia desde aquella misma tarde tomó en sí provisionalmente el gobierno, y haciendo después junta de teólogo; y jurisconsultos   —151→   perseveró en él, y proveyó auto en 26 de enero, en fuerza del cual gobernó hasta la venida del marqués de Cerralvo. El ilustrísimo señor don Juan Pérez de la Serna salió de México a los veinte y un días del mes siguiente para España, donde Su Majestad le hizo obispo de Zamora. Vino después el año de 25 por visitador de la real sala y juez de residencia, don Martín Carrillo, que fue después arzobispo de Granada.

[Calumnia refutada] Éste es el hecho puro y simple y sencillo en que hemos procurado contar todas aquellas circunstancias que pudieran denotar estudio de partes muy ajeno de un historiador, y más religioso. Algunos papeles impresos y manuscritos hacen maliciosamente jugar a los jesuitas un gran papel en esta escena. Lo que consta es que el religioso padre Juan de Ledesma llamado del virrey en la consulta de 14 de noviembre, se excusó modestamente de dar dictamen en aquella materia, como consta de la misma real provisión en que mostró no ser partidario del virrey, ni tan adicto a sus intereses como se quiere dar a entender. Por otra parte, que no le fueron contrarios se ve, de que en la consulta que hizo la audiencia de los provinciales de todas las religiones sobre si debía volverse al virrey el gobierno, el de la Compañía y todos los demás, excepto uno, fueron de sentir que debía volvérsele, como consta del informe que se remitió a Su Majestad. En uno de los papeles de aquel tiempo en que se trata del modo con que se portaron las religiones en este grave negocio, de la Compañía se dice así: «Los padres de la Compañía con su singular prudencia desean siempre no dejar descontento a nadie, y esto intentaron en este caso, si bien no parece que lo consiguieron». Esto último se añade porque en una causa tan equívoca, y en un derecho tan dudoso no faltaron algunos que se declarasen ya por el ilustrísimo, ya por la audiencia, o ya por el virrey aun en cartas e informes escritos a Su Majestad, cuya conducta jamás dejaremos de reprobar como enteramente ajena del instituto y profesión religiosa. Por lo demás, todo lo que vio el mundo, y lo que agradecida la ciudad escribió al rey nuestro señor, fue que los padres de la casa profesa salieron todos a la plaza, no con pequeño peligro de sus vidas, procurando apaciguar la gente con buenas palabras y quitarla, oyendo muchas confesiones de los heridos, y haciendo todos muy buenos oficios en servicio de Dios y de la república11. Volviendo a los asuntos   —152→   asuntos más propios de nuestra historia, el padre Luis de Molina pasó a San Luis Potosí donde fue recibido con grande expectación y aplauso de aquellos vecinos. Hospedáronse él y sus compañeros en una de las más ruines casillas del lugar, poniendo por cimiento de la nueva planta la humillación y la pobreza. El padre Juan Laurencio que llegó allí poco después de paso a la visita de los demás colegios quedó (dice el padre Andrés Pérez de Rivas, su secretario, en su manuscrito) sumamente edificado de la mortificación de aquellos buenos padres, de la regular disciplina que observaban en aquella pequeña casita, y del buen olor que esparcían en todo aquel vecindario. Donde debemos advertir que el padre Pérez en aquel paraje dice haberse fundado este colegio dos años antes de 1622. Lo contrario consta de la escritura de fundación, y de la licencia del cabildo que fueron a fines de 23. Los republicanos viendo a los padres en tanta estrechez e incomodidad   —153→   de habitación, quisieron proveerles de otra mejor, aunque no fue necesario, porque el mismo don Juan de Zavala, sobrino del fundador, a quien se habían adjudicado las haciendas de minas en satisfacción de los cincuenta mil pesos a que se había obligado a la Compañía, dio las casas que habían sido morada de su tío, avaluadas en ocho mil quinientos pesos. Los ministerios conforme a la licencia del cabildo, se ejercitaban en la misma parroquia del lugar, y la liberalidad de los vecinos que no había habido lugar, quiso tenerlo en la iglesia. Había en el lugar no lejos de nuestra casa una ermita, la primera que había habido en aquel lugar, y tenía el nombre de la Santa Veracruz. Así le llaman las anuas de 24 y 25, aunque en los otros manuscritos que tratan de la fundación de este colegio, lo llaman de San Sebastián, sin duda por equívoco con otra semejante cesión que se hizo en sus principios al colegio de Zacatecas. Los republicanos hicieron donación a la Compañía de dicha ermita con altares, ornamentos y vasos sagrados, aunque siempre bajo la necesaria condición del beneplácito del ilustrísimo, que en aquel año había tomado posesión de la mitra.

[Sucesos de misiones] A los 3 de noviembre entró en México el excelentísimo señor don Rodrigo Pacheco Márquez de Cerralvo singularmente afecto a la Compañía, de donde luego tomó por confesar al padre Guillermo de los Ríos, rector del colegio de San Pedro y San Pablo, sujeto a quien singularmente habían procurado infamar en la sedición como enemigo de la autoridad y gobierno del virrey. La elección que hizo de su persona el marqués de Cerralvo, y el acertado gobierno de este señor, uno de los más aplaudidos que ha tenido la América, manifestaron bien presto todo lo contrario. Las misiones no ofrecen por este tiempo cosa alguna extraordinaria. El número de los cristianos en Sinaloa subía ya a 101300, fuera de casi otros tantos que entre párvulos y adultos habían muerto, en treinta y dos años de fundada la misión. Entre los tepehuanes se experimentaba cada día un nuevo fervor, singularmente después que en Taraumara junto al valle de San Pablo se dio muerte a Oriarte, uno de los mal contentos, y que procuraba aun sostener por largo tiempo su partido. El ilustrísimo señor don fray Gonzalo de Hermosillo es el autor de esta noticia en carta escrita al padre provincial, después de haber visitado este año las misiones de Topía y Tepehuanes. «Como yo, (dice) los he recibido puedo dar a Vuestra Señoría mil parabienes de los buenos sucesos que los padres de la Compañía tienen en estas partes, donde la doctrina suya se logra tan bien que promete muy gloriosos   —154→   fines. En estos últimos días se hizo la entrada al valle de S. Pablo con grande aceptación y gusto de los mismos indios que la deseaban, y habían así pedido, y en ella los españoles quitaron la vida a Oriarte, muerte muy bien deseada en este reino, por el ánimo inquieto y perturbador que tenía, y que era la cabeza y caudillo de los indios. Yo estimo a V. S. y a todos los demás mis padres con extremos encarecimientos el beneficio que se les hace a estos naturales, etc.».

[Pretensión del señor obispo de Ciudad Real] A las antecedentes expresiones del señor obispo de Nueva-Vizcaya, podemos añadir otras aun mayores del ilustrísimo señor don Bernardino Salazar y Frías, dignísimo prelado de Chiapa. Desde poco después que pasaron a Guatemala los primeros jesuitas, había instado esta ciudad para que allí se enviasen algunos misioneros. Creció el deseo mucho más después que el año de 22 tomó posesión de aquel gobierno el referido prelado. Llegó a tanto, que entre su señoría y los vecinos determinaron enviar a México todo avío, y trescientos pesos para el viático, a que añadían encarecidos ruegos: no se pudo resistir a tan urgentes motivos, y a las súplicas de un pastor tan acreedor a nuestras atenciones. Partieron efectivamente un padre y un hermano. Éste en la plaza y en la puerta de la iglesia enseñaba a los niños e ignorantes la doctrina cristiana, mientras el padre predicaba, confesaba, y ejercía todos los demás ministerios. La pobreza, y la desnudez de los dos misioneros, su admirable constancia en el trabajo, y la utilidad grande que se prometían de tenerlos siempre en su compañía, comenzó a suscitar en algunos ánimos pensamientos de fundación. El ilustrísimo escribió al padre provincial Juan Laurencio en estos términos: «Notable merced he recibido con la de V. R. singularmente por venir por manos de los portadores padre Juan Antonio y su compañero, cuya venida la tenía muy deseada porque sé de cierto, que ha de ser para muy gran servicio de Dios nuestro Señor, y bien de las almas. Han sido recibidos con notable aplauso, y regocijo general de todos, pronosticando el bien grande que han de recibir de mano de nuestro Señor por medio de tales ministros. Yo me holgara ser un obispo tan caudaloso de hacienda como lo soy de deseos de servir a la Compañía, que a ningún hijo suyo mientras, viviere, en esto daré ventaja, para fundar aquí un colegio; pero en cuanto mi corto caudal alcanzare, haré cuanto pudiere remitiéndome a las obras, y serán testigos así de mis deseos como de mis obligaciones. En el ínterin he dado a los padres para su hospedaje una casa que estaba   —155→   asignada para hospital, la cual y su sitio es para vivienda perpetua. En lo demás no solo acudiré de mi parte, pero alentaré a todos a que reconozcan el gran bien que con la Compañía me ha enviado nuestro Señor, que guarde etc.».

[Fundación de San Ildefonso de Puebla] Tales eran los piadosos deseos del señor Salazar, que hubiera sin duda puesto en ejecución, a no habérselo poco después impedido la muerte, que le sobrevino el año siguiente de 1625. Las mayores facultades que gozaba el ilustrísimo señor don Ildefonso de la Mota, le ayudaron a poner más presto por obra lo que aunque con igual voluntad no pudo conseguir el dignísimo prelado de Chispa. Había el ilustrísimo de la Puebla labrado para su sepulcro y hospital de los naturales, una iglesia dedicada al grande arzobispo de Toledo, cuyo nombre tenía, y añadídole algunas piezas de casa; pero, o porque creyese que después de sus días no podría subsistir aquella obra de piedad, o por algún otro motivo, determinó dar aquella iglesia y casas a la Compañía para un colegio de estudios mayores de filosofía y teología: comunicó este oculto designio con el excelentísimo señor marqués de Cerralvo cuando pasó por aquella ciudad a fines de octubre del año antecedente. Este señor, que amaba tiernísimamente a la Compañía, le aprobó enteramente la acción, y le exhortó a ponerla luego por obra. Efectivamente, el día 23 de enero dedicado al glorioso doctor San Ildefonso, se otorgaron las escrituras, señalando su ilustrísima por patrón para después de sus días al venerable deán y cabildo de aquella santa iglesia, dejando renta señalada para los capitulares que en aquel día asistiesen cada año en nuestra iglesia, y añadida condición de que si algún año faltase el cabildo pasase el patronato al mismo santo titular, a quien en su nombre se presentaría la candela; para mayor comodidad y lustre de aquellos estudios, pretendió y consiguió del excelentísimo marqués de Cerralvo, y del claustro de la universidad, que los cursos de filosofía y teología que allí se estudiasen, pudiesen servir para graduarse en las mismas facultades con la certificación del rector o prefecto de aquel colegio. De nuestros superiores consiguió también que el primer maestro de teología de aquel su ilustrísimo colegio, hubiese de ser el padre Andrés de Valencia, de cuya sabiduría había formado tan alto concepto, que estando en el colegio del Espíritu Santo instó con los superiores para que leyese públicamente casos morales. El ilustrísimo asistía muchas veces a estas asambleas mientras lo permitieron sus achaques, y a su ejemplo el clero: sabiendo que a ninguno ordenaba   —156→   su ilustrísima, sin certificación del padre Andrés de Valencia, de que asistía en dichas juntas. Aunque la muerte impidió al señor obispo ver establecidos en su colegio los estudios, la Compañía cumplió de su parte, señalando para aquel mismo octubre un maestro de filosofía y dos de teología, de los cuales fue uno el padre Andrés de Valencia, a que después se añadieron otros dos, cuyas lecciones han formado en aquella ciudad hombres muy grandes, y continúan hasta el presente con notable lustre de aquella nobilísima ciudad.

[Refútase una calumnia acerca de esta fundación] No podemos pasar adelante en nuestra historia sin desvanecer a nuestros lectores una preocupación cercanía que acaso les haría juzgar muy de otro modo acerca de la noticia pura y sincera que hemos dado de la fundación de este colegio; preocupación tanto más poderosa, cuanto tiene por autor o por patrono, a lo menos un escritor digno por otra parte de la mayor veneración, tanto por su elevado carácter, como por su eminente sabiduría. Esta pluma si no gobernada por la pasión, a lo menos dirigida de informes poco favorables a nuestra religión, ha divulgado por todo el mundo que la Compañía abusó de alguna especie de insensatez que los años y la enfermedad habían causado en el ilustrísimo señor don Ildefonso de la Mota, y de la confianza que hacía su ilustrísima del padre Andrés de Valencia y algunos otros jesuitas para sorprender su consentimiento y firma de las escrituras de fundación en los últimos instantes de su vida. Es menester ignorar enteramente el carácter del señor don Ildefonso de la Mota, el tiempo de su enfermedad, las condiciones de la fundación y las circunstancias de su muerte, para avanzar a los ojos de todo el mundo una proposición tan injuriosa a la Compañía de Jesús. No nos pertenece en cualidad de historiadores hacer aquí una apología jurídica. La historia enseña con los hechos. La relación misma que haremos de la enfermedad y muerte de aquel gran prelado, no interrumpirá enfadosamente el hilo de los sucesos, y será al mismo tiempo una prueba clara y conveniente de la falsedad de aquella calumnia. Hemos visto ya cuanto el ilustrísimo señor don Ildefonso de la Mota fue siempre afecto a la Compañía desde que era obispo de Guadalajara, y cuanto quedó edificado en la visita de las misiones, y agradecido al trabajo de aquellos sus fieles coadjutores. En el obispado de la Puebla sucedió y aun coadyuvó algún tiempo a un prelado tan afecto a nuestros ministerios, como fue el ilustrísimo don Diego Romano que acababa de fundar en Valladolid de Castilla el insigne colegio de San Ambrosio, en que se mandó sepultar. Su antiguo afecto animado   —157→   con la estimación que veía en su dignísimo antecesor, y su grande ejemplo en la fundación de un colegio, y la ternura con que miró aquella su obra hasta preferirla a su amada esposa en el depósito de su cadáver, ¿no eran bastantes a inspirarle los mismos pensamientos? Por otra parte, no era hombre de un carácter propio a dejarse sorprender fácilmente, ni emprender cosa alguna sin la más prudente reflexión. Era, dice el maestro Gil González Dávila, varón de maravilloso ejemplo, y tan atento en seguir los pasos de la virtud, que su memoria en el mundo de la Nueva-España, se venera como de obispo apostólico. El vastísimo territorio de la Nueva-Galicia, entonces aun no dividido en dos mitras, lo visitó personalmente muchas veces, y una de ellas con evidente riesgo de la vida en la rebelión de los acaxees. El de la Puebla visitó trece ocasiones, y aun se preparaba a nueva visita cuando le sobrevino la última enfermedad. No acredita poco su virtud, dice el citado Gil González, el haber sido íntimo amigo del santo varón Gregorio López, y el haber muerto como él escribe, con palma y prerrogativa de virgen. Sería de extrañar que hubiese fundado un colegio de la Compañía, si en cuantas partes estuvo no hubiera ido dejando monumentos insignes de magnificencia y de piedad. En Michoacán, en Guadalajara, en Puebla, en México; sobre todo, donde fundó el monasterio de la Santísima Trinidad, dotó las salves de los sábados de cuaresma en su iglesia: dio una estatua de plata de la Asunción, y más de cincuenta mil ducados en alhajas de sacristía. Su mayordomo dejó por escrito estas palabras, que hacen solas el panegírico de un grande obispo. «Al Sr. de la Mota le valió más de novecientos mil ducados el obispado, fuera de treinta mil que trajo de su patrimonio, y todo lo dio de limosna y gastó en obras pías. Solo gastaba en sí y en su familia, consagraciones de obispos y otros expedientes que se le ofrecían, cuando más nueve mil pesos. Dotó muchas religiosas que entraron en conventos. Cada mes y cada semana tenía señaladas cuantiosas limosnas a gente honrada y vergonzante. Las que hacía a los indios eran extremadas, y todo el año en peso, y en los años caros puerta franca en su casa, y en el patio montones de maíz y carne que se les repartía. Muchos domingos por la tarde visitaba los pobres del hospital, y quería que se hallase allí el médico para que le diese razón de todos. Consolábalos disponiendo que se les acudiese con todo regalo etc.». Manifiestan bien el alto concepto que el rey católico don Felipe II se había formado de su virtud y eximía literatura, las palabras   —158→   que Su Majestad escribió al santísimo padre Clemente VIII, presentándole para el obispado de Jalisco en 22 de octubre de 1597. «Tengo, dice, mucha satisfacción de su vida, ejemplo, letras y servicios particulares que ha hecho a las iglesias donde ha residido». Ni menos lo que añade el citado Gil González por estas palabras: «Fue tan grande la opinión que tuvo, que en toda la Nueva-España se tenía por asentado, que si la santidad del sumo pontífice honrara a las Indias con los honores de capelo de cardenal, esta gracia había de ser para el obispo de la Puebla».

[Enfermedad del ilustrísimo] Era ya de setenta y nueve años, y sin embargo se había puesto en camino para nueva visita, porque había algún tiempo que no la hacía en las partes más remotas de su obispado. La enfermedad le hizo volver muy presto del camino, y luego trató de recibir el Santo Viático. El haber firmado la escritura de fundación en aquel mismo día, es lo que ha dado motivo a la pretendida extorsión de parte de la Compañía, sin advertir, que desde muchos días antes había tratado con el señor marqués de Cerralvo sobre la fundación de su colegio y pretendido el que los estudiantes se graduasen con la certificación del rector o prefecto, como consta del decreto del marqués firmado en México a 7 de enero de 25, que el Ilustrísimo sobrevivió después dos meses, y que en aquel acto y en todos los siguientes hasta el último suspiro conservó siempre una entereza de juicio que admiró a cuantos le vieron, y que se conocerá mejor por la misma serie de los sucesos. Sabiendo que llegaba ya el Señor a su cámara, pidió una gran fuente de plata sobredorada, en que había sido bautizado, como hijo de muy nobles y opulentos padres, y a quien conservaba por esto particular afición. En ella venían tres papeles: el uno, la protestación de la fe, que leyó con una entereza y piedad, que la infundía a los presentes. El otro era su testamento que mostró a su cabildo y circunstantes, haciéndolos testigos de que aquella era su última voluntad, y confirmaba y ratificaba de nuevo. El otro mostró ser un libro en que tenía escrito de su mano todas las capellanías que había dado y beneficios de que había hecho colación. Hizo después una exhortación muy patética a los presentes, y concluyó con su amado cabildo con aquellas palabras: Haec mando vobis, ut pacem habeatis ad invicem, persuadiéndoles a la antigua paz y buena armonía que su ilustrísima había tan felizmente conservado en diez y nueve años de su gobierno. Abrazó después tiernamente a todos los capitulares y a don Luis de Córdova, alcalde mayor de la ciudad. Después   —159→   entonó el Pange lingua, y cantó la oración, y después de la comunión y un gran rato de recogimiento el Te Deum con admiración de todos los presentes, que jamás habían visto semejante serenidad.

[Su muerte] Vivió después de esta religiosísima preparación dos meses, poco menos, en el cual tiempo pretendió el señor virrey y real universidad, lo que ya hemos referido. Cada día lo señalaba con nuevas limosnas a los pobres. Dio hasta la cama en que yacía enfermo y el pabellón que la cubría, haciendo tomar jurídica y real posesión al donatario, y pidiéndosela después prestada para morir en ella. Hacía venir algunas veces a su ante sala la Compañía a que le cantasen el miserere o las lecciones de difuntos, a que añadía luego la oración pro defuncto episcopo. Nada se pasó a su providencia. Dispuso su entierro en el nuevo colegio de San Ildefonso, preparó las bayetas, el bálsamo, la cera y aun los cuchillos con que habían de abrir su cadáver, según el ritual romano, encomendando que por mayor decoro y honestidad lo abriesen por un lado. No habló ni trató en todo este tiempo sino de su muerte, teniendo largos ratos de meditación sobre el modo con que había de aparecer ante el soberano Juez, y el semblante con que su Majestad lo recibiría. Con esta preparación y tan repetidos actos de amor, de confianza, de misericordia, de religión, de desengaño y de tantas otras virtudes cristianas, se dispuso para el último trance. Él mismo había dicho algunos meses antes, y repitió cuando recibió el Viático, que no moriría hasta los idus de marzo. En llegando este día pidió el Crucifijo de la indulgencia, y habiéndose ocupado largos ratos en coloquios con su Majestad, dijo: «Consumatum est, y luego: in manus tuas Domine commendo spiritum meum». Respondió a toda la recomendación del alma, y comenzando un sacerdote a decirle: «María Mater gratia», y no pudiendo proseguir por la fuerza del llanto, el prelado prosiguió aquella devota jaculatoria, y acabada, fijos los ojos en el Crucifijo, le entregó su espíritu con suma tranquilidad a la media noche del 15 de marzo de 1625. Se hicieron las debidas honras en su santa iglesia catedral, y luego se depositó en el colegio de San Ildefonso, donde al lado del Evangelio una bien acabada estatua de mármol con sus armas, eterniza su memoria y nuestro agradecimiento.

[Beatificación de San Francisco de Borja] A la fundación ventajosa de este colegio se añadieron otros muchos motivos para hacer este año muy glorioso a la provincia mexicana. Llegó por este tiempo la noticia de la beatificación de San Francisco de Borja, su fundador, cuyas fiestas con el favor y sombra del Excelentísimo marqués   —160→   de Cerralvo fueron muy semejantes a las que dejamos escritas de nuestro Santo padre Ignacio, y ocuparon algún tiempo a los demás colegios de la provincia. Esmeráronse singularmente los de Puebla y Guatemala. En esta ciudad dio mucho crédito a la Compañía la generosa resolución de don Lorenzo de Ayala, maestrescuela de aquella santa iglesia catedral, que venciendo no pocas dificultades, y despreciando las grandes esperanzas que su sangre y sus riquezas le ofrecían, salió fugitivo de la ciudad y de enmedio de sus nobles deudos para venir a ofrecer al Señor el sacrificio de sí mismo en nuestro noviciado de Tepotzotlán con admiración del excelentísimo y de todas las personas de distinción que lo visitaron en México. En esta heroica acción les había precedido poco antes don Sancho de Baraona, chantre de aquella misma catedral, que a poco tiempo de religión pasó a gozar el premio muriendo aun de novicio. En este colegio, fundados pocos años antes los estudios de filosofía, pareció preciso condescender con las deseos de aquellos ciudadanos, dando también principio a las lecciones públicas de teología para que se enviaron de México sujetos escogidos. [Muerte del hermano Juan Aldana] En el Realejo murió el hermano Juan de Aldana, varón de admirable sencillez, de quien hace honrosa memoria nuestro menologio el día 7 de abril, aunque allí sin duda por equívoco se pone su muerte el año de 27. Había ido en compañía del padre rector Alonso de Valencia, fundador de aquella residencia, y con él mismo salió para Nueva-España, siendo los primeros y últimos moradores de aquella casa que por orden de nuestro muy reverendo padre general Mucio Witelleschi vino a deshacer a los tres años de fundada. La experiencia enseñó a los superiores, inconvenientes grandes que no se habían tocado al principio. La hacienda de Tinta que había dado el licenciado don Antonio de Grijalva, o porque no era lo que se había informado, o porque la poca experiencia de los administradores en un género de labranza para ellos tan nueva, no era la más oportuna, no contribuía lo suficiente para la subsistencia de los sujetos. Lo mismo acontecía en la residencia de Granada, y en ésta con mayor razón, no teniendo fondos algunos, era necesario que los hermanos saliesen por los lugares vecinos a recoger limosna de que alimentarse las casas, y no bastando eso, que fuesen hasta muy lejos por tierra, y aun por mar, a Panamá y a Portobello, con poco crédito de la Compañía, mientras que dos o tres padres quedaban solos en los colegios de la Compañía, mientras que dos o tres padres quedaban solos en los colegios con dispendio de la distribución y observancia religiosa.

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[Principio de fundación en Querétaro] Al padre Pedro de Cabrera que gobernaba la residencia de Granada, ocuparon luego los superiores en otra fundación más feliz que la de Nicaragua, y en que hasta hoy perseveran los gloriosos frutos de su trabajo. Había mucho tiempo que los vecinos del pueblo de Santiago, hoy ciudad de Querétaro, habían pretendido se estableciese allí la Compañía. Desde el año de 1615, o poco antes, el alférez don Tomás González de Figueroa había ofrecido a la Compañía cincuenta mil pesos para este piadoso designio. Se ocurrió a la corte de Madrid por la licencia, y Su Majestad por su real cédula de 12 de marzo de 1618 pidió a la real audiencia le informase en la materia. Entre tanto murió don Tomás González de Figueroa, y con él la pronta esperanza que se tenía de la fundación en Querétaro, hasta que la piedad del doctor don Diego Barrientos y Rivera, y su esposa doña María Lomelin, determinaron fundar allí un colegio, vista la licencia que había venido de Su Majestad en conformidad del ventajoso informe que después de muerto don Tomás González había hecho la real audiencia. Otorgaron los fundadores escritura de treinta mil pesos para dicha fundación, y la aceptó en su nombre y de sus sucesores el padre Juan Laurencio en 20 de junio de 1625. Llevaba el padre Pedro de Cabrera, destinado rector de este colegio, cartas del excelentísimo señor marqués de Cerralvo para el alcalde mayor de aquel lugar don Lesmes de Astudillo con orden de que amparase y protegiese a la Compañía, y llevase a puro y debido efecto la fundación de aquel colegio, sin embargo de cualquiera contradicciones que se ofrecieran de parte de particulares seglares, clérigos o religiosos de cualquiera instituto. El Señor, que sin duda se agradaba de aquella fundación, no permitió que fuesen necesarios semejantes recursos. El alcalde mayor era por sí mismo bastantemente inclinado a favorecernos. Los vecinos antes habían instado muchas veces, y aun ofrecido algunas mandas para la fundación del colegio. El clero y religiones recibieron a los primeros fundadores con singular agrado, como lo mostraron en las obras.

[Posesión de casa e iglesia] Acaso por aquellos días se halló en aquel lugar el padre Pedro de Egurrola, rector del colegio de Valladolid. Después de haber conseguido, a diligencias del alcalde mayor, sitio en que alojarse con suficiente fondo y comodidad para la fábrica de iglesia y colegio, el padre rector Cabrera en compañía del padre Egurrola fueron a rendir la obediencia al padre guardián de San Francisco, párroco juntamente de aquel pueblo. Presentáronle las necesarias licencias y recomendaciones   —162→   del señor virrey y gobernador del arzobispado, protestando que jamás usarían de ellas sino con el beneplácito de su reverendísima, a cuya disposición dejaban enteramente tanto la fundación como la posesión del sitio que tenían escogido. Poco después de los padres entró el alcalde mayor que esforzó las mismas razones con toda la viveza y elocuencia que le sugería su grande afecto. El reverendo padre guardián no solo recibió con sumo gusto a los padres, sino que para mayor significación determinó que de su mismo convento se pasase el Soberano Sacramento a nuestra iglesia, señalando para esta solemnidad el día 20 de agosto, consagrado al glorioso abad San Bernardo. En aquel corto intervalo se dispuso para templo la pieza más capaz de la casa, como de ciento y veinte pasos, a diligencias del alcalde mayor y de su mujer doña Isabel de Astudillo, tan semejante a su marido en la piedad y amor para con la Compañía, como en el apellido y en la sangre. Estos dos señores asistieron personalmente a disponer y adornar la pequeña iglesia. El reverendísimo guardián promulgó edicto para que todas las cofradías asistiesen el día señalado en la parroquia con sus respectivas insignias, y el día de la Asunción de nuestra Señora mandó publicar en el púlpito la solemne procesión para el día 20. El orador que lo fue también en nuestra iglesia en la primera función, llevado de un tierno afecto que había profesado siempre a la Compañía, no se contentó con publicar precisamente la futura posesión, sino que descendiendo al motivo de aquella solemnidad dio a su auditorio una sublime idea de la Compañía con aquellas palabras: Ignem veni mitere in terram. El día de San Bernardo amanecieron colgadas las calles, y desde muy temprano llena de gente nuestra iglesia en que se había colocado la imagen de nuestro glorioso padre en medio del seráfico padre San Francisco y San Antonio de Padua. Trajo el adorable sacramento en la procesión, y cantó después la misa, el reverendo padre guardián, y predicó el reverendo padre fray Juan Manuel. El piadoso alcalde mayor suplió nuestra pobreza dando aquel día en su casa a los religiosos que tanto nos habían favorecido, un banquete magnífico, y a la Compañía él y todo el lugar muchos parabienes de la paz y tranquilidad con que habían tomado posesión de casa e iglesia, de lo cual me mandó dar también un testimonio autorizado en toda forma.

[Descripción de Querétaro] Tales fueron los principios del colegio de Querétaro, lugar antiguo, grande y bien poblado, de terreno muy fértil, de amena situación y de agradable temple. Está situado como a cuarenta leguas al noreste de   —163→   México, a los veintiún grados de latitud septentrional, y es como la garganta de todo el comercio de México con los países más boreales, y tierra adentro. El pueblo se dice haber sido fundado en tiempo de Moctheuzoma primero, quinto rey de México, ciento y diez ocho años después de la fundación de aquella capital. Don Fernando de Tapia, cacique de Xilotepec, lo conquistó por los años de 1531, el mismo año que en México se apareció la milagrosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, y tomó posesión de él el día 25 de julio dedicado al glorioso patrón de España de quien tomó el nombre de Santiago de Querétaro12. Los indios de este país eran por la mayor parte otomites, había también algunos tarascos, y pocos mexicanos. En el día es después de México la mejor y más grande población de españoles en el arzobispado. El rey católico don Felipe IV le dio título de ciudad por los años de 1654, y provee allí Su Majestad un corregidor cuyo cargo es de cinco años. Los primeros predicadores y párrocos del lugar, y cuasi restauradores de su población, fueron los reverendos padres franciscanos, que tienen allí un magnífico convento cabeza de provincia, y muy hermosa y bien adornada iglesia. Hay también conventos de San Agustín, de Santo Domingo, del Carmen, hospicio de la Merced, convento de San Diego, hospital de San Hipólito, convento de religiosas de Santa Clara, Capuchinas poco ha fundadas por los años de 1721, beaterio de Santa Rosa de Viterbo, y de Santa Teresa, de moderna fundación, colegio seminario dedicado al Apóstol de las Indias San Francisco Javier, que a cargo de la Compañía fundó el licenciado don Juan Caballero de Osio. A la mitad del siglo presente se dividió   —164→   el curato antiguo quedando en los clérigos seglares el de españoles, y el de indios a los religiosos de San Francisco, cuya parroquia es San Sebastián en lo que llaman la otra banda, la parte más amena de la ciudad a las orillas del río. Sus más bellos edificios son: el convento y palio principal de San Agustín. El convento e iglesia de San Francisco. El templo de nuestra Señora de Guadalupe, el primero dedicado a la Santísima Señora, y con la primera congregación de clérigos consagrados a su culto. El convento del Carmen y el colegio de la Compañía. En la iglesia de Santa Rosa, ya se mire la fábrica, ya la riqueza y gusto, o ya la disposición de sus adornos, todo es de un primor y delicadeza que encanta. El terreno de la ciudad es desigual en partes por las faldas de lomas en que está edificada. La parte más alta carecía de agua hasta que don Antonio de Urrutia y Arana, marqués del Villar de la Águila, el año de 1728 emprendió traer el agua a la ciudad. La obra se concluyó el año de 1738. Este acueducto es de los más bellos de la América. Fuera de la tarjea ciega que por más de una legua viene entre los montes, todo el demás distrito hasta la ciudad, de más de 1332 varas lo suplen arcos de hermosa cantería, y muy sencilla arquitectura, desiguales en el ancho, y en el alto, según está más o menos bajo el plan. Los más altos son de veinticinco varas, y los más anchos de diez y ocho varas dos tercias; las basas de diez y seis varas en cuadro: El costo de toda la obra fueron ciento cuarenta y dos mil setecientos noventa y un pesos, de los cuales puso el marqués ochenta y dos mil novecientos ochenta y siete. El padre Murillo citando la gaceta de México acrecenta la altura en nueve varas, y disminuye el costo en diez y ocho mil pesos.

[Descripción de la Cañada de Querétaro] Querétaro se dice ser vulgarmente el Paraíso de la América. De México y de otras partes se va allí a convalecer de varias enfermedades. Lo que llaman la cañada, que es una quiebra entre dos cerros, o ya por la abundancia de sus aguas, o por la frescura de sus bosques, o por la amenidad de sus huertas, o por lo saludable de sus baños, o por el temperamento del aire, o por la copia de las frutas, o por la hermosura de su vista; es de los paseos más bellos, y de los países más graciosos que puede pintar la simple naturaleza. Extramuros del lugar se venera la milagrosa imagen de nuestra Señora, que llaman del Pueblito, y allí cerca se ven unos pequeños montecillos que se dice ser fabricados a mano en tiempo de la gentilidad, a semejanza de otros que se hallan cerca de San Juan Teotihuacán a nueve leguas   —165→   de México, y que según las diversas interpretaciones, servían de atalayas o de adoratorios en que subían a ofrecer sus bárbaros sacrificios. [Santa Cruz y fundación del colegio apostólico] Pero lo que hace más recomendable a esta ciudad es el santuario, y colegio de la Santa Cruz, recolección de franciscanos. Esta cruz colocada en aquel sitio a petición de los mismos indios, y que por algún tiempo estuvo sin culto alguno particular bajo de una cubierta pajiza, después que por sus milagrosos movimientos y otras maravillas comenzó a hacerse célebre, fue puesta en una capilla al cuidado y culto de los religiosos de San Francisco, que edificaron allí un pequeño convento, hasta que partiendo a la Europa venerable padre fray Antonio Linaz consiguió de fray José Jiménez Samaniego, ministro general del orden seráfico, licencia para fundar un colegio de misioneros apostólicos, su fecha en Madrid a 28 de octubre de 1681. Esta licencia se consiguió para el pueblo de San Juan del Río de Orizava13, o villa de Córdova; pero no habiendo parecido conveniente en el consejo real de las Indias, el reverendísimo ministro general destinó para ella el convento de Santa Cruz de Querétaro, por patente dada en 12 de marzo de 1682, que aprobó Su Majestad en 18 de abril del mismo año, y de que se tomó posesión el 15 de agosto del siguiente de 1683. La cruz es de piedra de cantería blanquizca, ochavado el mástil y los brazos. De las varias medidas que se han hecho para examinar su milagroso aumento trata largamente el cronista de aquel convento, por cuyo testimonio se ve, que el año de 31 de este siglo, se halló de cuatro varas y tres dedos lo que tenía descubierto, y que entonces se le dio una vara más a la vara, de modo que solo quedasen visibles tres varas y tres dedos. Esto dice aquel escritor, y lo que podemos asegurar es que habiendo llegado a venerar esta santa reliquia el año pasado de 1764, y suplicado al reverendísimo padre fray Mariano Dueñas que midiese exactamente la Santa Cruz; según las medidas que entonces se hallaron, y conservo con veneración tiene hoy el mástil tres varas y media, y una octava, y los brazos vara y una sexta. Es también fama común que ha temblado muchas veces con extraordinarios movimientos; y la última, o una de las últimas veces, supimos que había sido el año de... en presencia del padre Tomás Tello de la Compañía, que quiso visitar el santuario de camino para las misiones, donde pocos años después dio la vida a manos de los bárbaros.

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[Donación al Colegio del Potosí] El nuevo colegio de San Luis Potosí caminaba con progresos tan felices como habían sido los principios del de Querétaro. Todo el año se había estado esperando al ilustrísimo señor don fray Alonso Enríquez de Armendaris, que de obispo de Cuba había pasado a la mitra de Michoacán, para que con su autoridad confirmase la donación que de la iglesia y alhajas de la Veracruz había hecho a la Compañía aquella república. Los malignos informes que de algunos de los padres se habían dado a su ilustrísima, tenían su ánimo justamente enajenado, y no parecía haber de ser muy favorable su sentencia. Acaso por este mismo tiempo pasaba no lejos de allí para la visita de Guadiana el padre Juan Laurencio. El padre Luis de Molina le salió al camino a procurar que viese al Ilustrísimo y le deshiciese aquellas siniestras impresiones. Las razones del padre provincial, su religiosa humildad, y prudente resignación con que lo dejó todo al arbitrio de su señoría, lo desengañaron tanto, que dentro de pocos días, hallándose allí mismo en la visita de su diócesis, pasó personalmente al colegio, confirmó la dicha donación, y dio muchas gracias a los padres de la gran parte que tomaban sobre sí del peso de su mitra. Ni contento con una demostración tan honrosa, volvió a su casa, y envió un testimonio de la dicha confirmación autorizado con su firma, y refrendado de su secretario. Este testimonio que su Ilustrísima, para prueba mayor de su benevolencia, remitió con un religioso de la Merced que traía por confesor y compañero, llegó a nuestro colegio a tiempo que se hallaban presentes el alcalde mayor y otras de las personas más distinguidas del lugar, que con repiques y otros públicos regocijos en cuasi todas las demás iglesias mostraron cuanta parte tomaban en aquel beneficio y honor que se concedía a nuestros religiosos. Los partidos de misiones ofrecían por este tiempo a Dios muchas almas, y a los padres una abundante cosecha de merecimientos con la peste general que afligió por algunos meses cuasi todo el Norte. [Décima congregación provincial] En México el día 3 de noviembre se dio principio a la décima congregación provincial, en que siendo secretario el padre Diego Díaz de Pangua, fueron electos procuradores los padres Gerónimo Díez, prepósito de la casa profesa, y el padre Diego González. En esta congregación se propuso por primera vez que se pidiera a su Santidad el privilegio de confirmar en las misiones. La congregación por fuertes razones no juzgó deberse pedir por entonces, aunque había ya el ejemplar del Japón, añadiendo que cuando en algún tiempo llegase a pretenderse, siempre hubiese   —167→   de ser con previo consentimiento de los señores obispos, cuya alta dignidad siempre ha reconocido y en nada ha procurado disminuir con sus privilegios la Compañía de Jesús.

[Inténtase fundar noviciado en México] Entre otros varios negocios, de que fueron encargados nuestros procuradores, no era el menor impetrar del muy reverendo padre general la aceptación de un colegio mucho tiempo antes proyectado. Desde el gobierno del padre visitador Rodrigo de Cabredo, se había comenzado a discurrir sacar del pueblo de Tepotzotlán el noviciado y casa de probación. La cláusula del testamento de don Pedro Ruiz de Ahumada, dejaba al arbitrio del padre provincial la elección del sitio para la fundación del noviciado. Los disgustos que había por entonces con los beneficiados de aquel partido eran motivo bastante para desamparar aquel lugar. Añadíase la incomodidad del temperamento y el retiro del pueblo, no el más a propósito del mundo para las humillaciones y desprecio de la vanidad con que quiso nuestro glorioso padre que se educasen los novicios de una religión, cuyos hijos han de volar por toda la tierra, y hacer guerra a los vicios, dentro, digámoslo así, de sus mismas trincheras. Con este pensamiento se ocurrió entonces a Su Majestad que fue servido despachar su real cédula, fecha en Valladolid a 13 de junio de 1615, por la cual comete al excelentísimo señor marqués de Guadalcázar la asignación de sitio acomodado al intento de la Compañía.

[Dotación para este efecto] Habiéndose luego sosegado los disturbios que habían obligado a tomar esta resolución, por la merced que hizo Su Majestad a la Compañía de darle en propiedad el curato y parroquia de Tepotzotlán, no se volvió a pensar en la traslación del noviciado, hasta que a fines del año de 1624 el señor don Melchor da Cuéllar, y su mujer doña Mariana Niño de Aguilar, trataron de fundar en México una casa de probación con el título de Señora Santa Ana. El padre provincial dio facultad y pleno poder para la conclusión de este importante asunto al Reverendo Padre Guillermo de los Ríos, por instrumento otorgado en 12 de diciembre de 1624. Los piadosos fundadores otorgaron escritura de sesenta mil pesos en 20 de enero del siguiente año de 25, a que con el gran deseo que tenía dicha doña Mariana de ver concluido el noviciado, añadió otra de cuarenta mil pesos en 24 de abril de 1626. Con estos documentos y la cédula de Su Majestad que dejaba al arbitrio del virrey el establecimiento del noviciado, se ocurrió al excelentísimo señor marqués de Cerralvo, quien insertando en su mandamiento la real cédula, señaló esta ciudad de México por decreto expedido en 8 de julio de 1626. Con   —168→   la misma felicidad se consiguió para el nuevo noviciado la licencia del doctor don Pedro Garcés Portillo, provisor y vicario general y gobernador del arzobispado, fecha en, México a 24 de julio del mismo año, en cuya virtud se procedió a tomar posesión de un sitio, donde hoy está el colegio de San Andrés, y se tomó efectivamente, en 22 de agosto de 1826. Pocos meses después llegó la patente del padre Mucio Witelleschi; en que concede a aquellos señores el patronato y privilegios de tales, fecha en Roma a 20 de mayo del mismo año de 26.

[Muerte de los padres Pedro de Hortigoza y Juan de Tovar] Este año fue por otra parte fatal a la provincia, y si podemos decirlo así, a toda Nueva-España. Los literatos perdieron a uno de los mayores hombres que ha tenido la América; los indios a un operario infatigable, a cuyo ejemplar se formaron todos cuantos en San Gregorio de México, en Tepotzotlán y en Puebla hubo en los principios de la provincia; las misiones de gentiles al primer fundador de ellas, y que por espacio de treinta y cuatro años había cultivado el campo de Sinaloa. El primero de estos grandes hombres fue el padre doctor Pedro de Hortigoza, primer lector de filosofía y teología en el colegio máximo. En las honras, que como a uno de sus más famosos doctores le hizo la universidad, no dudaron, decir en sermón y oración fúnebre, que había sido sol y maestro universal de estos reinos. El doctor don Alonso Muñoz, tesorero de la santa iglesia y catedrático muy antiguo de teología, aludiendo a la segunda misión de jesuitas en que había venido el padre Pedro de Hortigoza, solía decir con gracia, que en la primera había venido la Compañía, y en la segunda la teología. Del aprecio que los arzobispos y los virreyes, las provincias de nueva y antigua España, y aun el padre general Claudio Acuaviva hicieron constantemente de su gran virtud y literatura, nos apartaría mucho del hilo principal de nuestra historia, y a que daremos gustosamente mucho lugar en otra parte. Murió el día 12 de mayo de 1626. A fines del mismo año, víspera de San Francisco Javier, que entonces se celebraba a 2 de diciembre; falleció también en el mismo colegio su grande imitador el padre Juan de Tovar, llamado comúnmente el Javier de Nueva-España. Entró en la Compañía pocos meses después de fundada en México, ya sacerdote y prebendado de la santa iglesia catedral. Por cuarenta y siete años se ocupó sin intermisión en ayudar a los indios en San Gregorio y en Tepotzotlán, excelente en los idiomas otomi, mazagua y mexicano. Hombre de admirable pobreza, humildad y paciencia, que mostró bien en los seis últimos años, privado de   —169→   la vista, mortificación que toleró con una tranquilidad maravillosa, sin que aun el ardiente celo de ayudar a los indios, que lo consumió siempre, hiciese asomar a sus labios una palabra de sentimiento de aquella calamidad, o que desdijese en lo más mínimo de una conformidad perfecta.

[Del Padre Martín Pérez] El tercero de los sujetos arriba mencionados fue el padre Martín Pérez, fundador juntamente con el venerable padre Gonzalo de Tapia de las misiones de Sinaloa, en que desde el año de 1590 hasta el presente se había ocupado con un tenor de vida invariable, y con grande provecho de aquella cristiandad, que vio nacer y vio llegar a su perfección. Fue siempre, aun en medio de tantas y tan continuadas fatigas, de un silencio, de un recogimiento, y de una observancia admirables. En lo últimos diez años, después de haber empleado veintiséis en los oficios de una vida activa y laboriosa, le premió con una enfermedad que no le daba lugar ni aun para levantarse de una silla sin ajeno socorro. Por tan largo tiempo vacó enteramente a Dios en lección espiritual, en oración, en continuas jaculatorias, en pobreza, en paciencia y abstracción total de todo lo terreno. Algunos ratos empleó en escribir por el orden de los años los sucesos de aquella misión, desde el de 1590 hasta el de 1620, todo de su mano; fragmentos preciosos de que hemos procurado sacar cuanto aquí se ha escrito relativo a aquellos tiempos, corrigiendo con su exacta cronología la confusión que tal vez ocurre en la historia de Sinaloa del padre André de Rivas. Murió el día 25 de abril. [Del capitán Diego Martínez de Hurdaide e inquietud de los nevomes] No fue golpe menos doloroso para aquellas misiones la muerte del famoso capitán Diego Martínez de Hurdaide, que con el valor y con las armas, con la prudencia y el consejo, con su propia hacienda y con la constante protección de todos los misioneros fue por muchos años no menos el capitán que el apóstol y la columna de aquella cristiandad. Sucediole en el cargo don Pedro de Perea, y con las precauciones necesarias en los principios de nuevos gobiernos, habiendo bajado a visitarle los caciques y gobernadores de los pueblos, quiso proceder a la averiguación de ciertos rumores de alzamiento, que con ocasión de la muerte de su predecesor habían comenzado a sembrar maliciosamente algunos nevomes del partido del padre Vandersipe. Se decía efectivamente que los de esta nación habían enviado a los pueblos vecinos aquellas cañas de tabaco que usaban como en prenda de su alianza y general conspiración. Mientras que el prudente capitán hacía sobre este asunto las diligencias, y detenía cerca de sí a los caciques de los nevomes, algunos viejos del pueblo   —170→   en que residía el padre Vandersipe, se fueron a él y dijéronle los intentos malvados de sus gentes, y como habían conjurádose, que si dentro de cinco días no volvían al pueblo los caciques, habían de flechar al misionero. El padre no juzgó deber hacer mucho aprecio de un aviso ya demasiadamente común en las nuevas cristiandades, y que acaso no tenía más cimiento que el miedo y la cavilosidad de sus neófitos. Entre tanto, habiendo llegado a los tres días la noticia de que en la villa se había dado la muerte por justicia a un indio que por autos había resultado ser el jefe de aquella conspiración, los nevomes abreviaron el plazo, y entrando un poco adentro en una pieza en que actualmente estaba el padre escribiendo, dos de los parientes del muerto le tiraron dos flechas, la una le hizo en la frente una pequeña herida, la otra le hirió más profundamente en el pecho, aunque al soslayo, por haberse el padre al mismo tiempo levantado de la silla, avisado de un niño que dio voces. Huyeron los agresores, y el padre, habiendo sacado del pecho la saeta, aunque dejando dentro el pedernal y el nervio de venado con que lo atan, después de haber agradecido a los unos la fidelidad con que habían corrido a favorecerlo y exhortado, a todos a mantenerse en paz sin miedo de los españoles, que no castigarían sino a los culpados, que eran bien conocidos, partió con diligencia a Tecoripa, el partido más vecino, que administraba el padre Francisco de Oliñano. Se confesó con mucho sosiego, habiendo ya comenzado a hacer su efecto la ponzoña. Se procedió luego a la extracción del pedernal y cura de la llaga, que sin embargo de no ser muy fresca la yerba, la dejó que padecer para muchos años. Después de seis días, en que se conoció no haber peligro de muerte, le pasaron al río de Yaqui, no juzgando los superiores por conveniente volverlo a los nevomes, por quien es sin embargo clamar el fervoroso misionero; tanto más, que aun en el partido del padre Oliñano se sabía que los indios habían arruinado una estancia, quemado la iglesia, y que había sido necesario enviar un piquete de soldados para la seguridad de aquel ministro. Todo estaba en paz, en regularidad y en fervor en los demás partidos de misiones. [Misiones en Michoacán] Las circulares que del colegio de Pátzcuaro se hacían frecuentemente por toda la diócesis de Michoacán desde la fundación de aquel colegio, y en que los padres Gonzalo de Tapia, Gerónimo Ramírez, Juan Ferro, Ambrosio de los Ríos, Juan de Santiago, y tantos otros obreros infatigables habían ganado al cielo muchas almas, y un grande nombre a la Compañía, se habían interrumpido   —171→   por más de tres años por motivos muy justos. Los indios de cuasi todos los partidos, reconociendo la falta de aquel saludable riego, en vano habían hecho las representaciones más vivas. Determinaron, pues, ocurrir a Su Majestad, como lo hizo en nombre de todos los tarascos don Luis de Castilleja y Puruata, descendiente de los antiguos reyes del país. Su Majestad condescendió a unos deseos tan racionales, despachó su real cédula fecha en 17 de agosto de 1626, cuyo tenor hemos resuelto insertar aquí como un testimonio el más auténtico de la atención de nuestros reyes para con los caciques de la América, y del alto aprecio que formaban de nuestros ministerios. [Falta la cédula en el manuscrito.]

[Muerte del padre José de Vides] Las muchas aguas del año antecedente de 26 habían dado principio a la inundación que duró cuatro años, y que no acabó hasta el de 29 cuasi con la ruina total de la ciudad, y de que en llegando aquel tiempo procuraremos dar una exacta relación. En el colegio de México murió el padre José de Vides, famoso abogado de la audiencia real de México. Había casado con una señora principal, y muy rica de aquella ciudad, y en la continua fatiga de negocios y pleitos, conservó siempre un fondo grande de piedad, y una cordial devoción para con la Virgen Santísima y su Santísimo esposo Señor San José. El grande afecto que tenía a la Compañía de Jesús le había hecho pedir al Señor que si le daba algún hijo varón había de procurar cuanto estuviera de su parte, que sirviese a Su Majestad en la Compañía, y había de ponerle el nombre de José. Entre estas fervorosas súplicas de uno y otro vino a morir la virtuosa señora. Él, oprimido del dolor, buscó consuelo en la vista y trato del venerable siervo de Dios Gregorio López, a quien trataba con familiaridad. Llegado a su presencia el santo hombre le dijo con gracia: Señor Tomás, lo que usted quería que hiciera un hijo suyo, ¿no será mejor que usted lo haga? Dios se ha llevado a la señora para que usted le sirva en la Compañía de Jesús. Este aviso lo llenó de confusión y espanto. Luchó por algún tiempo con las seculares inclinaciones y humanos respetos, hasta que finalmente se resolvió a seguir la voz de Dios, mudándose en esta segunda regeneración el nombre de Tomás en José. A los 34 años de una vida ejemplar, pasó a gozar el premio de sus trabajos, el día 10 de octubre de 1627.

[Pretensión de colegio en Tehuacán] Por ese mismo tiempo los señores don Juan del Castillo y doña Mariana de Fuesta, su esposa, vecinos de Tehuacán, habían comenzado a tratar con grande ardor de fundar en aquella villa un colegio de la Compañía, para lo que de común consentimiento otorgaron solemne   —172→   escritura de 13 de diciembre del mismo año, obligándose a dar para este efecto unas opulentas haciendas que tenían en aquellos territorios. Había vuelto poco antes de Roma con una florida misión el padre Gerónimo Díez encargado justamente del gobierno de la provincia, a que algún tiempo antes había venido de visitador el padre Diego de Sosa. Uno y otro juzgaron deberse admitir la donación, y proceder a la fundación del colegio, obtenida antes la licencia de Su Majestad y la aprobación de nuestro muy reverendo padre general; y pareciéndoles que para uno y otro era muy corto el término de dos años, dentro de los cuales se expresaba que habían de entrar en Tehuacán los fundadores del colegio, suplicaron que tuviesen por bien alargar aquel plazo, como en efecto lo ejecutaron, aunque no podemos saber la causa de haberse detenido en ello seis años hasta el de 1633, como diremos a su tiempo. [Reducción de los chinipas] Volviendo a lo presente, en Sinaloa se agregó al rebaño de Jesucristo la numerosa nación de los chinipas. Ya desde el año de 1621 el fervoroso padre Pedro Juan Castini había entrado a aquellos países, y dejado allí un hábil catequista de los sinaloas que les fuese instruyendo en la doctrina, después de haber hecho paces entre esta nación y los guazaparis, cuyo cacique Cabameai pedía también con grande instancia el bautismo. Desde aquella primera entrada se habían bautizado como cuatrocientos párvulos, y los adultos hacían cada día nuevas instancias para tener la misma fortuna. Sin embargo de tan saludables deseos, o porque juzgaron que todavía no les obligaba su pretensión para abstenerse de los gentílicos saraos y embriagueces, o porque creyeron serles lícito despedirse de sus antiguos ritos con toda solemnidad, determinaron celebrar uno de aquellos bailes, con más ruido y mayor aparato que otras veces. En él, uno de los principales caciques, aturdido con la fuerza del licor, sobre un tenue motivo flechó a una parienta suya. Volvió en sí, y reconocido de su crimen que temía no fuese motivo de retardar la entrada del padre en sus tierras, resolvió irse a arrojar a sus pies. Ejecutó esto con tanto fervor y diligencia, que en solo un día anduvo un áspero y penoso camino que era regularmente de tres jornadas. El padre Castini, compadecido de su ceguedad e ignorancia, y por otra parte, enternecido de su dolor y lágrimas, lo recibió con benignidad; pero sin embargo, llevado del celo de reparar con una pública satisfacción aquel grave escándalo que podía viciar todo el terreno para la semilla del Evangelio, le mandó que restituido a su pueblo juntase en la enramada que les servía de iglesia a todos   —173→   los caciques, confesase delante de ellos su culpa, y les suplicase que para escarmiento de los demás, cada uno descargase sobre sus espaldas dos golpes de disciplina. Oyó el bárbaro una proposición tan dura y partió luego a ponerla en ejecución, a pesar de toda la resistencia y el respeto de los suyos. Acabado un acto de tanta edificación, el fervoroso cacique vuelto al pueblo, que había concurrido de tropel: yo (les dijo) por haber incurrido en el delito que sabéis, me he sujetado a un castigo tan duro para enseñaros cual debe, soy el ánimo y disposición de nuestros corazones estando para recibir el bautismo. Si mi ejemplo os ha engañado, que os desengañe mi arrepentimiento, y que os persuada a que en lo de adelante habéis de tener en mí un fiscal y un celoso vengador de las ceremonias gentílicas, de los licores y de todos los vicios que ellos ocasionan. Esta exhortación y este ejemplo bastó a desterrar para siempre de toda la nación la envejecida costumbre de sus embriagueces y profanos bailes.

Sabida la bella disposición de los ánimos, resolvió el padre pasar de asiento a los chinipas, a que se habían juntado de las vecinas naciones los hios, barohios, temoris, guazaparis en número de más de quinientas familias. No pudo hacerlo tan presto como deseaba por haber muerto poco después de aquella cuaresma el hermano procurador de aquellas misiones, y que era como se explicó uno de ellos las manos y los pies de los misioneros. [Muerte del hermano Francisco Castro] Era este el hermano Francisco Castro, que de la familia del excelentísimo señor marqués de Villamanrique sacado de Dios para humilde coadjutor de la Compañía, sirvió en ella treinta y cuatro años desde el de 1593, en que volviendo a Sinaloa, de donde había venido a negocios de su misión, lo llevó consigo el venerable padre Gonzalo de Tapia. Fue hombre de grande humildad y de constante mortificación y observancia. Algunos piensan haberse después ordenado de sacerdote y pasado de coadjutor temporal a espiritual, a que parece haber dado motivo el padre Juan Eusebio Nieremberg. Llevado de esta opinión el autor, de los latinos y elegantes elogios de algunos de nuestros varones ilustres, que por orden de nuestro muy reverendo padre general Laurencio Ricci se enviaron a Roma, escribe así: «Literarum haud omnino expers oblatae sacerdotis dignitatae admissit, in qua tamen constitutus, etc.». En las cartas anuas de nuestra provincia, en las vidas manuscritas de los claros varones, en la historia del padre Rivas, que en el libro 3, capítulo último se escribe su vida por un testigo ocular que lo trató muchos años, no se hace memoria alguna de sus órdenes.   —174→   Nuestro menologio y el padre Oviedo en sus elogios de coadjutores lo ponen en este grado: no hemos podido saber el fundamento que tuvo el padre Eusebio. Sobre el día y año de su muerte no se varía menos. El padre Oviedo en los referidos elogios, y nuestro menologio le asignan el día 5 de febrero. El padre Andrade por diciembre, el padre Petrignani a 7 de junio. Estos dos últimos le hacen muerto el año de 24. No sé qué motivo pueda haber causado tanta variación. Lo cierto es que murió dejando en aquella misión un gran vacío el año de 1617 el día 14 de abril, como consta de la carta que el padre Juan Varela escribió al padre provincial firmada en 16 de febrero de 1628, en la cual el dicho padre Varela, superior de aquella residencia, lo trata siempre, como el padre Rivas, con el nombre de hermano.

[Carta del padre Pedro Méndez] Luego que lo permitió el tiempo pasó el padre Castini al país de los chinipas, que con un increíble júbilo lo recibieron en iglesia y casa que tenían ya edificadas. Colocáronse cruces en las casas y calles, y se concedió el santo bautismo a los más bien dispuestos de los adultos entre chinipas, guazaparis, temoris y algunas otras naciones que cada día engrosaban el partido de los fieles. El padre Pedro Juan Castini, que había conquistado esta nación, y reducídola ya cuasi enteramente al gremio de la iglesia, después de haber estado la mayor parte del año con sus nuevos hijos, le fue forzoso dar la vuelta a los sinaloas y los huites. Los chinipas y demás naciones cupieron en suerte dichosísima al padre Julio Pascual que a fines de aquel año llegó de México. Con la misma rapidez que se extendían las espirituales conquistas en Sinaloa hacia el Oriente, se propagaban también por el Norte hacia las regiones de los sisibotaris. Esta nación, a cuyos bautismos ya desde el año de 21 había dado principio el padre Pedro Méndez, logró por este mismo tiempo la fortuna de cultivarse con doctrina de asiento. El mismo padre Méndez, que hasta entonces había estado en el Yaqui, partió lleno de consuelo a esta empresa, que había deseado con ansia. Escribiendo al padre provincial con fecha de 15 de noviembre: «Aquí llegué (dice) a mediados de mayo acompañado de unos indios ladinos. Luego que los sisibotaris supieron de mi venida comenzaron a poner por leguas enteras arcos de yerba con grandes cruces, y en los pueblos me recibían hincados de rodillas con cruces en las manos. No he hallado en esta nación rastro de idolatría, y hechicería muy poca. Los que llaman comúnmente hechiceros en su lengua, isoribe, son los muy valientes en la guerra. En seis meses no   —175→   ha tenido noticia de que alguno se haya embriagado. El sitio de los pueblos que tengo ya juntos y congregados con sus iglesias, es en dos valles muy fértiles de maíz y otras legumbres. Los ríos de lindas aguas con que riegan sus sementeras todas con notable artificio, y así nunca se padece hambre en estos puestos. Después de bautizados nunca pierden misa, y la oyen con tanta devoción, que hasta después que he dado gracias y echádoles la bendición no se van de la iglesia. En lo que más se echa de ver su bondad y buena disposición, es en que rancherías que tenían en algunos corros de a veinte, de a treinta, y otras de más casas fuertes y abastecidas de todo, y hacendillas, sin violencia ni brazo armado, las han echado por el suelo y bajádose a poblar junto a las iglesias, que en seis meses han fabricado tres, aunque no las mayores; pero las mejores y más lucidas que he tenido, y la una se ha dedicado a nuestro glorioso apóstol San Francisco Javier».

[Sucesos de los guazaves] Hasta aquí el padre Pedro Méndez, a cuya relación podemos añadir lo que aconteció al padre Alberto de Clericis en el partido de los guazave con algunas naciones marítimas, poco antes convertidas. Dispusieron éstos para el día 24 de marzo una solemne pesca, para la cual quisieron que el padre los acompañara y les dijera misa en la playa. Juntáronse en número de más de cuatrocientos, y después de celebrado el santo sacrificio, entraron a su pesca. Ya estaban para echar el lance cuando observó el padre que algunos indios se habían apartado de los demás. Preguntándoles la causa, respondió uno de los más ladinos, que de aquellos algunos eran sepultureros y enterraban los muertos, otros habían poco antes enviudado y perdido sus mujeres, y otros finalmente las tenían con su ordinaria enfermedad, en las cuales circunstancias debían, según el rito del país, abstenerse de la caza y de la pesca, que de otra suerte no se haría pesca alguna. Procuró el misionero desengañarlos de este error, y llamó a los demás que estaban separados. Los pescadores se comenzaron a afligir y consultaban ya entre sí dejarla para tiempo en que no estuviese allí el padre. Este, conociendo sus designios, les dijo que para desengañarlos de aquel abuso les prometía en nombre de la Santísima Virgen, cuya misa habían oído, que si entraban todos a pescar, habían de echar un lance más feliz y más copioso que nunca. Dijo estas palabras con tal fervor y aseveración, que al instante con una alegre algazara se arrojaron todos a la pesca invocando a la Virgen con estas dulces palabras: Nuestro Madre Santa María. El padre entre tanto desde la   —176→   playa viendo su fe los encomendaba a la misma Señora, y cooperando Dios a la sinceridad de aquellos pobres, y a las oraciones de su siervo, fue tan abundante la pesca, que en un cuarto de hora cogieron muchas arrobas de peje, con tal facilidad, que cuasi, dice el padre Varela en su relación sobre el testimonio de algunos soldados españoles, les venían a las manos saltándoles sobre la cabeza y alrededor del cuerpo. Junto con este beneficio les hizo Dios el de desengañarlos de aquella vana observancia, y atraerlos a la devoción para con su Santísima Madre, cuyo nombre quedó desde entonces impuesto a aquella costa y pesquería.

[Visita del señor Hermosillo y su muerte] Ayudó mucho al aumento y espiritual consuelo de aquella nueva cristiandad la presencia y viva voz de su pastor el Ilustrísimo don fray Gonzalo de Hermosillo, que emprendió poco después a costa de inmensas fatigas la visita de aquella grande y la más remota parte de su diócesis. Seguido de innumerable tropa de indios, que de todas partes concurrían gustosísimos a ver y recibir la bendición del padre grande (que así lo llamaban) pasó mucho más adelante de la villa de San Felipe hasta Mayori, pueblo principal de los tehuecos. Confirmó muchos millares, celebró misa de pontifical, y ordenó de orden sacro a algunos que habían venido de Topía y Culiacán. La misteriosa majestad de las sagradas ceremonias hizo formar a los neófitos una altísima idea de nuestra santa religión. El ilustrísimo después de haber consolado y acariciado mucho a aquellas sus ovejas, volviendo a Topía fue sobrecogido de una mortal enfermedad que a pocos días le acabó en el camino. Llevose su cuerpo y se le dio sepultura en la iglesia de nuestro colegio de Sinaloa, con menos aparato del que demandaba su eminente dignidad; pero con muy sinceras lágrimas de los indios y de todos los misioneros, cuyos trabajos había siempre apreciado mucho. [Pretensión del obispo de Comayagua] Al tiempo que faltaba a la Compañía de Jesús en Durango un padre tan tierno y un tan poderoso protector, en Valladolid, capital de Comayagua, que vulgarmente llaman Honduras, otro ilustrísimo prelado deseaba y pedía ardientemente algunos religiosos de ella, que entraran a la parte de su pastoral solicitud. Era este el señor don fray Alonso Galdo, del orden de predicadores, y hallándose cargado de muchas y gravísimas enfermedades, había desde el año antecedente suplicado a Su Majestad le señalase coadjutor y te enviase algunos religiosos de la Compañía, para lo cual escribió también al padre provincial Gerónimo Díez con fecha 28 de junio de 1629. El señor conde de Gomera, presidente de la real   —177→   audiencia de Guatemala, prometía dar a la Compañía las doctrinas de todo este obispado; sin embargo, en los superiores prevaleció a las más fuertes razones la experiencia que se tenía de los colegios del Realejo y Granada de Nicaragua, que había sido necesario desamparar poco antes. Esto pasaba en Honduras. En Tehuacán estaba aun viva todavía la pretensión de un colegio. El año antecedente, el licenciado don Juan Bravo, cura de aquel partido, había, en 16 de junio, escrito con nuevas instancias al padre provincial. Por otra parte, don Tristán de Luna y Arellano, alcalde mayor, hacía toda diligencia con el señor marqués de Cerralvo, a cuya petición había escrito un ventajoso informe en 22 de mayo de 1629. Su Excelencia mandó avaluar las haciendas que don Juan Castillo y su esposa ofrecían a la Compañía, que juntas montaban la suma de ciento ochenta y seis mil pesos, y para mayor seguridad, no queriendo dar lugar a que se creyese que su grande afecto a la Compañía hacía pasar atropelladamente por un negocio tan grave, dio comisión a su asesor don Pedro Barrientos Lomelin para que hiciese una exacta información de testigos más autorizados sobre la utilidad de aquel establecimiento, que sin embargo pidiéndose después muy duras condiciones no pudo tener efecto alguno, como veremos adelante.

[Muerte del hermano Pedro de Ovalle] En México murió el hermano Pedro de Ovalle después de cuarenta y dos años de una vida edificativa en la religión. En los últimos años lo había dedicado la obediencia a la instrucción y cultivo de los niños indios del seminario de San Gregorio. Procuraba sobre todo criarlos con la leche de la devoción a la bienaventurada Virgen en que fue singularísimo. Parece lo reconoció la Señora por su fiel siervo llevándolo a gozar el premio de sus trabajos el día consagrado a su devotísimo defensor San Ildefonso, 23 de enero de 1629. El padre Florencia en su menologio, y el padre Oviedo en las vidas de ejemplares coadjutores, le señalan el día 16 de julio de 1628. Lo contrario consta de la carta anua, a que juzgamos más seguro conformarnos.

[Canonización de San Felipe de Jesús] Este año fue por una parte el más plausible, y por otra el más calamitoso a la ciudad de México. A los principios de él se celebraron de con la mayor solemnidad y aparato que jamás se había visto las fiestas de la canonización de San Felipe de Jesús. Todos los gremios se interesaban mucho en el aplauso de este santo mártir, el primero que de estos reinos y de esta ciudad había subido a los altares. Comenzáronse las fiestas el día 5 de febrero, justamente aquel en que treinta y nueve   —178→   años antes había dado la sangre y la vida por Jesucristo en los reinos del Japón. La Compañía de Jesús aun fuera de aquella gran parte de gozo que le tocaba por la canonización de tres hijos suyos que habían acompañado a San Felipe en el martirio tenía también particulares motivos para singularizarse en las demostraciones de veneración para con el ínclito mártir franciscano. Había este pasado su juventud en los estudios de nuestro colegio máximo de México, y vivía aun en aquel mismo colegio el padre Pedro Gutiérrez que había tenido el honor y la felicidad de instruirlo en los primeros rudimentos de la gramática. Con esta ocasión entre todas las demás religiones se singularizó la Compañía, y la lucida juventud de sus estudios en celebrar aquel lustre de México y de la seráfica familia. Tuvieron estas fiestas la singularidad muy digna de notarse de que asistiese a ellas Antonia Martínez, dichosa madre del bendito mártir, la cual siete días después, el 12 de febrero, habiendo asistido al día octavo de la fiesta de su bienaventurado hijo que celebraron los franciscanos descalzos de San Diego, no teniendo felicidad mayor que poder gozar sobre la tierra, cayó enferma aquel mismo día, y pasó poco después, el 20 del mismo, a acompañarle, como piadosamente se debe esperar, en las moradas eternas. [Inundación de México] A tan felices principios del año, siguieron, como suele suceder conforme a la naturaleza de las cosas humanas, unos tristísimos fines con la inundación que hasta ahora llaman grande y que lo fue en efecto mucho más que cuantas hasta entonces había padecido esta ciudad. Habíase comenzado a sentir desde fines del año de 26 en que fueron, como dijimos, copiosísimas las lluvias. Creció el peligro con las del año de 27, en que sin embargo con la buena diligencia del excelentísimo señor marqués de Cerralvo no se tuvo el mayor susto. Dispuso Su Excelencia por consejo y dirección de los hombres más inteligentes, que se levantase la albarrada de San Cristóbal una vara más, y lo mismo las de Mexicaltzingo, San Antonio, Calvario, Tacuba y Atzcapotzalco. Que se reparasen las de Zumpango y San Lázaro, obra antigua de don Luis de Velasco el viejo. Que se reedificase una antigua calzada para divertir el curso de los ríos Sanctorum y Morales, de modo, que después de haberse explayado por los ejidos de la Piedad y San Antonio, viniese a desaguar en la laguna de San Lázaro. Que se hiciese una presa de mampostería para divertir las avenidas de Pachuca, que engrosaban las lagunas de Zumpango y San Cristóbal: que se prosiguiese el desagüe de Huehuetoca, y se cerrase una abertura que para hacer experiencia   —179→   del incremento del agua había mandado abrir el marqués de Gelves por auto de 7 de marzo de 1623. Que se estacasen las acequias dentro de la ciudad para que las aguas corriesen sin perjuicio de las calles y casas. La superintendencia, dice en su relación don Fernando de Zepeda, de todas estas obras encargó Su Excelencia a los religiosos de la Compañía de Jesús, con maestros que dispusiesen su fábrica, y todas se pusieron en ejecución y se fueron haciendo hasta mediado el año de 1629.

[Servicios de los jesuitas en la ocasión] Los religiosos de la Compañía que aquí no señala ni individúa este autor, sabemos por carta anua de 29, que fueron seis, entre los cuales el padre Bartolomé Santos y el padre Cristóbal Ángel, que en semejante ocasión habían ya ayudado al excelentísimo marqués de Salinas, y servido bastantemente a la causa pública en el año de 1607. Con estas precauciones se pasó el año de 27 y el de 28 sin el mayor susto. La ciudad y el virrey, agradecidos al trabajo de los padres, se prometían ya una total seguridad; pero a pesar de las más prudentes medidas se verificó bien presto todo lo contrario. En el año de 28 fueron las lluvias demasiadamente tardías; en el de 29 comenzaron muy temprano, y con tal fuerza y continuación, que españoles e indios antiguos no se acordaban haberlas visto semejantes. Fuera de la mucha agua que llovía, de la que trasminaba por las albarradas y las presas, se habían ya anegado todos los barrios do la ciudad, de suerte que a pocos días no se podía entrar o salir sino por las calzadas. Los barrios, compuestos por lo común de casas de adobe, todos se arruinaron cogiendo a muchos pobres bajo de sus ruinas. Otros quedaban aislados, y morían de hambre y necesidad muchísimos. El día 5 de setiembre navegaban ya las canoas por los arrabales de Santiago, de la Piedad, y por las calles más bajas. Las familias religiosas comenzaron a desamparar sus conventos, dejando precisamente algunos pocos sujetos parte por la incomodidad y el peligro, y parte por la falta de las limosnas. Dentro de poco se hallaron menos en la ciudad, fuera de los muertos, más de veintisiete mil personas. Muchas familias se pasaron a la Puebla, que por tanto, a fines del siglo que tratamos, cuasi competía con la capital en el número y riqueza de sus habitadores. [Extraordinario aguacero en México de 36 horas de duración] Sobrevino a estos grandes principios de inundación, que tenía ya muy consternados los ánimos, el copiosísimo aguacero de San Mateo, que hasta ahora es famoso en el reino, en que desde la víspera hasta el día llovió con increíble fuerza por treinta y seis horas continuas. Al día siguiente, 22,   —180→   amaneció toda la ciudad llena de agua, que sabía más de media vara en la parte más alta. Encareciéronse los bastimentos con inexplicable daño de los pobres: no se oían sino clamores pidiendo a Dios misericordia, y continuas plegarias en las iglesias. Ni aun quedaba el consuelo de refugiarse a los altares y al sagrado de las imágenes milagrosas. Todos los templos estaban cerrados y aun después de todo plenos de agua. Cesaron los sermones, la frecuencia de los sacramentos, el comercio de las tiendas, el trato y comunicación de las gentes, los oficios mecánicos, y aun los públicos de audiencia y tribunales. El ilustrísimo señor don Francisco Manso y Zúñiga, arzobispo de México, proveyendo a todo como celosísimo pastor, hizo primeramente traer de su santuario a la milagrosa imagen de nuestra Señora de Guadalupe, acción que no había tenido ejemplar hasta entonces. Entró de Santa imagen en la ciudad en canoa con acompañamiento de toda la nobleza, clero y religiones, el día 24 de setiembre. Dio asimismo su señoría licencia que en los balcones, en tablados que se formaron en las encrucijadas de las calles y aun en las azoteas se pudiesen poner altares en que celebrar el santo sacrificio de la misa, que oía el pueblo desde los terrados y ventanas vecinas, no con aquel respetuoso silencio que en los templos, sino antes con lágrimas, sollozos y clamores que a los ojos sacaba un tan nuevo y tan lastimoso espectáculo. Salía también todos los días su Ilustrísima en una canoa por los barrios a visitar las casas de los pobres, llevando tras de sí algunas otras canoas cargadas de pan, carne, maíz, frijol y otras muchas cosas que repartía a los menesterosos.

[Providencias del virrey] No cumplía con menos exactitud las grandes obligaciones de su oficio el excelentísimo marqués de Cerralvo. Dividió los varios cuarteles y barrios de la ciudad entre religiosos graves y otras personas de su satisfacción, con orden de formar una lista de todos los pobres que en ellos se hallasen. Estas personas debían ocurrir cada tercero día a palacio, donde en pan, en carne, en semillas y en reales, se les daba cuanto era menester para el socorro de las necesidades de sus respectivos cantones. Mandó asimismo formar otra lista de todos aquellos que o por entera ruina, o por eminente peligro de sus casas habían quedado desacomodados, con orden de traerlos todos a palacio. Su Excelencia se encargó de muchísimos que en uno de los más grandes y más fuertes edificios de la ciudad congregó y alimentó por más de seis meses. Los demás repartió por las casas ricas y comunidades religiosas. Muchas   —181→   personas de caudal, imitando estos ilustres ejemplares, socorrían liberalísimamente a los necesitados, y pagaban casas en que se mantuviesen a sus expensas. Mandáronse traer todas las canoas de los pueblos vecinos, se fabricaron angostas calzadas en las calles a raíz de las paredes y puentes de madera para el trajín y comercio de la ciudad. Tomadas estas más urgentes providencias se comenzó a pensar en los remedios para tanto mal en lo futuro. Se propusieron premios en nombre de Su Majestad a los que diesen algún arbitrio, aunque fuese muy costoso, para desaguar a México, y librarla para siempre de tan continuos sobresaltos. Se presentaron muchísimos, y entre ellos el padre Francisco Calderón, de la Compañía de Jesús, representó de un sumidero de que parece había habido en la antigüedad algunas noticias en la laguna de Tescuco, y que acaso habría obstruido y ensolvido el tiempo, o por la estrechura de su vaso no era suficiente para recibir tantas aguas14. Para el reconocimiento de este y otros muchos medios se dio comisión a personas inteligentes. Su Excelencia entre tanto salió a recorrer todos los contornos de México a raíz de los montes que ciñen su hermosísimo plan, expedición en que anduvo en pocos días más de cien leguas. Después de todo se conoció que el único recurso era proseguir y perfeccionar el desagüe de Huehuetoca, que veintiún años antes había comenzado el marqués de Salinas. El ilustrísimo señor don Francisco Manso, escribiendo a Su Majestad con fecha 16 de octubre de 29, dice haber muerto en aquel corto tiempo más de treinta mil indios y de veinte mil familias de españoles que antes de la inundación tenía México, apenas quedaban en la ciudad cuatrocientas. En una situación tan lastimosa es fácil concebir cuanto tendrían que hacer y padecer nuestros operarios en espirituales y temporales obras de misericordia.

[Quejas contra la Compañía y su satisfacción] Es menester confesar que a principios de la inundación no solo no llamaban a parte alguna a nuestros operarios; pero aun apenas podían andar por las calles sin exponerse a las descortesías y a las maldiciones del pueblo. Con ocasión de haber el excelentísimo puesto la superintendencia de las obras arriba dichas a cuidado de nuestros religiosos, no faltaron personas desafectas a la Compañía que de palabra y por escrito publicaron por toda la ciudad, y aun por todo el reino, que los jesuitas habían dejado en las albarradas algunos ojos y aberturas, como   —182→   si junto con ellos no hubiesen asistido de orden del virrey otras personas inteligentes para no poderlos culpar de ignorancia. Algunos, interpretando más malignamente el hecho, añadían que esto había sido para regar unas tierras. Aunque no se decía qué albarradas, qué tierras, ni en qué parte se habían abierto los diques; sin embargo, una impostura tan mal surtida en unos ánimos consternados, halló fácilmente crédito, sin advertir cómo podían estar las nubes a disposición de los jesuitas, o qué necesidad había de las aguas de la laguna para el riego de las tierras, cuando caía del cielo con tanta abundancia cuanta jamás se había visto en Nueva-España. Finalmente, después de algún tiempo de mortificación gravísima, la razón, el silencio y la paciencia de los calumniados, la constancia y puntualidad en los ministerios a todas horas del día y de la noche, el ver que ninguno de los jesuitas había desamparado la ciudad, aunque la casa profesa, con la falta total de las limosnas, padeció increíbles trabajos, la liberalidad con que de nuestros colegios se socorría a los pobres, pues de limosnas manuales se dieron del colegio máximo más de cuatro mil pesos, fuera de treinta familias que por algunos meses mantuvo en casas propias aun en ocasión que con la ruina de otras había perdido más de cuarenta mil pesos; todo esto, digo, y más que todo la confesión del mismo Enrico Martínez, maestro mayor de la obra, que puesto en prisión por orden del virrey, confesó había hecho cerrar la boca del desagüe, impidiendo el paso del río de Cuautitlán sin orden ni licencia del virrey, y había roto el vertedero, con lo cual el río de Cuautitlán entró por la laguna de Zumpango, que tiene comunicación con la de San Cristóbal y la de México, dando por excusa que el avío fue poco y tarde, y las avenidas nunca vistas, y que el haberle cerrado fue por las muchas lajas que cayeron impidiendo el paso. Esta prisión y esta confesión volvieron su primera estimación y antiguo reconocimiento a la Compañía, a quien aun después de la inundación, quedó bastante materia para ejercitar su celo en la peste que sobrevino al siguiente año, ocasionada de la humedad, de la hambre, de la corrupción de los cadáveres de tantos animales y aun de muchos pobres que a cada paso morían en los primeros días.

No porque en este tiempo hubieran ya bajado enteramente las aguas, lo cual no se vino a conseguir sino hasta los principios del año de 1633, antes las nuevas lluvias del año de 1630, singularmente por los meses de junio y julio, lo pusieron todo en nueva consternación y circunstancias   —183→   en que la célebre procesión del día de Corpus estuvo parta prorrumpir en una sedición aun más ruidosa que la del año de 24, y cuya relación es enteramente ajena de nuestro asunto. [Muerte del padre Ignacio Zavala] En el colegio de México murió el padre Ignacio de Zavala, natural de Oaxaca, de singular compostura y amabilidad de costumbres. La caridad con que asistía a los enfermos de casa en el oficio de ministro; dio motivo a su enfermedad postrera en que tres días antes, visitado según se creyó entonces de nuestro padre San Ignacio y San Francisco Javier, tuvo noticia de su próxima muerte. En estas mismas circunstancias falleció el doctor don Pedro Garcés Portillo, persona muy afecta a la Compañía, a quien como la última señal de su estimación, dejó por heredera de su escogida numerosa librería, que se aplicó al colegio máximo. [Muerte del padre Francisco Ramírez] Faltó poco después en el colegio de Valladolid el padre Francisco Ramírez, insigne operario de los indios tarascos, entre quienes empleó fuera del tiempo que lo ocupó la obediencia en los gobiernos de Pátzcuaro, Valladolid, colegio máximo y casa profesa, todo el resto de sesenta años que vivió en la Compañía. Siendo ya de ochenta, e impedido de la gota, se hacía llevar en silla de manos al cementerio de la catedral para explicar a los indios la doctrina cristiana: ejercicio santo en que le cogió la última enfermedad lleno de días y merecimientos de que pasó a gozar el premio en 22 de junio. Con su muerte tendría mucha mayor razón de quejarse uno de los beneficiados de la costa de Michoacán, que pocos meses antes había escrito al padre Diego de la Cruz, rector de Pátzcuaro, en estos términos. «Después que nos faltaron el padre Gerónimo Ramírez y el padre Juan Ferro, nos ha desamparado la Compañía a los de esta tierra caliente, donde tanto fruto se hacía y tan gran servicio a nuestro Señor. Si V. P. viera la necesidad, se hallaría obligado en conciencia a quitar alguno de los padres de allá, y enviárnoslo. ¿Es posible que la caridad de la Compañía solo se haya de extender a los partidos de por ahí cerca, y que no hemos de merecer gozar de la doctrina que otros años hemos tenido? Por la sangre de Jesucristo que siquiera esta cuaresma nos envíe un padre, y si fuere de lengua mexicana será de más provecho. Si supiera cuando llega ahí nuestro padre provincial fuera en persona a suplicárselo y representarle esta necesidad, si bien V. P. la puede remediar, etc.».

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