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ArribaAbajoLibro séptimo

Recapitulación de la primera parte de esta historia. Estado de los obispados de Nueva-España. Pretensión de colegio en Zelaya. Muerte del padre Luis de Molina, y primeros ensayos de la congregación de la Purísima. Misión en el obispado de la Puebla a petición del señor Palafox. Carta del rey al señor Palafox en que le encarga dé las gracias al padre Juan de Ávalos que fue uno de los misioneros. División de los gobiernos de Sinaloa y Sonora. Visita del gobernador de Guadiana. Expedición a California. Gobierno del obispo de Puebla. Reconviene el excelentísimo e ilustrísimo señor Palafox al gobernador de Sonora. Decimatercia congregación provincial. Estado del pleito sobre la fundación del colegio en Veracruz. Muerte de tres insignes operarios en la casa profesa. Muerte del ilustrísimo señor don Juan Sánchez Duque, obispo de Guadalajara, admitido en la Compañía. Muerte del padre Luis de Bonifaz, y pretensiones del gobernador de Sonora. Sentencia de la real audiencia en el asunto. Alzamiento de los tobosos y su motivo. Confederación de los cabezas y tobosos. Informe del señor obispo de la Puebla, y respuesta del padre Calderón. Dotación de Guadalajara. Muerte de algunos sujetos. Muerte del padre Andrés de Val. Visita del padre Juan de Bueras, y misión del obispado de Puebla a petición del señor obispo. Alzamiento de los tobosos y confederación de las siete naciones con muerte de dos religiosos franciscanos.   —229→   Hostilidades de los indios tizanes. Expedición de don Luis de Valdés al castigo de los alzados. Éxito de esta jornada y sosiego de los indios. Estado de las misiones de Sonora, y muerte del padre provincial Juan de Bueras. Principio y establecimiento de la venerable congregación de la Purísima. Ilustres congregantes de ella. Visita del señor Palafox en su diócesis, y misión del padre Lorenzo López. Dotación del colegio de Guatemala, y jura de San Francisco Javier por su patrón. Gobierno del padre Pedro de Velasco. Aumento de las misiones. Intentos de la reducción de los himeris. Noticia de los guazaves y su reducción. Fidelidad de los ancianos tepehuanes, y epidemia de los pueblos. Peste entre los taraumares y casos prodigiosos. Ruina de la iglesia de la Compañía en Durango. Muerte de don Fernando Álvarez de Toledo, y del padre Bartolomé Pérez. Muerte del padre Gaspar.


[Recapitulación de los libros anteriores] Hasta aquí ha corrido sin tropiezo alguno la pluma por el largo espacio de ochenta años, ofreciendo a los juiciosos lectores, si no una tela de prodigios y de sucesos milagrosos, a lo menos una serie de trabajos dirigidos constante y generalmente a la mayor gloria de Dios y santificación de sus redimidos. No queremos dar a entender que todos los sujetos que en estos años vivieron en nuestra provincia fueron otros tantos varones esclarecidos en virtud y en sabiduría, como falsamente han calumniado las historias de las órdenes religiosas, algunos herejes de nuestros tiempos. Muchos habrá habido tibios, muchos imperfectos, muchos imprudentes, y aun quizá algunos que hayan correspondido mal al instituto y regla santísima que profesaban, ¿quién podrá negarlo? Pero mientras la relación de sus defectos no contribuye en cosa alguna a la serie de la historia o a la común edificación; mientras sus imperfecciones o sus culpas son secretas y aun rigorosamente castigadas dentro de los claustros religiosos, ¿deberá acaso el historiador descubrirlas por dar asunto a la curiosidad de algunas lenguas malvadas, y no le obligará antes a callarlas y sepultarlas era un profundo olvido la caridad cristiana? Esto hemos dicho por satisfacer a la mal fundada crítica de aquellos que querrían hallar en las historias religiosas escándalo para infamar el estado regular, o para autorizar sus crímenes, cuando por otra parte no querrían usar de esta libertad en las propias historias de sus príncipes, o de sus héroes de romance. Por lo demás, si hemos hecho, e hiciéremos en lo de adelante honorífica memoria de muchos ilustres muertos, es y será solo de aquellos que por   —230→   su particular fervor e inocencia de vida se han merecido los aplausos y la veneración de aquellos pueblos y lugares que edificaron con sus ejemplos. Sí, todos no son así; pero a lo menos ¿no es bastante materia de alabanza el hecho mismo y la sencilla relación de lo acontecido en estos años? Siete sacerdotes y tres hermanos estudiantes vienen a expensas de Su Majestad sin más caudal que el de su virtud. En Canarias, en Veracruz, en Puebla, procuran detenerlos; en México les ofrecen opulentas dotaciones; en Pátzcuaro, en Guatemala, en Guadalajara, en Valladolid, en Oaxaca, en Puebla, los pretenden los cabildos eclesiásticos. Los ilustrísimos señores don Francisco y don fray Domingo de Arzola, les procuran colegios en la Nueva-Galicia; el señor don Antonio Morales en Pátzcuaro; el señor don fray Juan de Medina en Valladolid; el señor don Pedro Moya Contreras les convida con el curato de Tepotzotlán, con borlas en la Universidad. El señor don Ildefonso de la Mota les funda un nuevo colegio en la Puebla. Los señores don fray Bernardo de Alburquerque en Oaxaca, don fray Juan Ramírez en Guatemala, después de que se satisfacen de su conducta, les favorecen con el más distinguido aprecio. El señor don Pedro de Villareal les ofrece sitio y caudal en Nicaragua. El señor don Bernardino de Salazar les ofrece fundación en Chiapas. El señor don Leonel de Cervantes en la Habana. El señor don Domingo de Salazar los llevó consigo a Filipinas. El señor don Bartolomé Guerrero al nuevo reino de Granada. En diez y siete colegios que habían fundado hasta entonces los más de ellos sin más renta que las gratuitas limosnas, se les ha visto constantes en el confesonario, continuos en el púlpito y en la explicación de la doctrina cristiana por las calles y plazas; la asistencia a los moribundos más animosa y más frecuente en tiempos de peste y de los mayores riesgos; las visitas de cárceles y hospitales; el consuelo y ayuda de los ajusticiados; la educación de la juventud en las escuelas, en los estudios en los seminarios con la leche de sana doctrina, y lo principal con la frecuencia de sacramentos, con la devoción a la Virgen Santísima y demás ejercicios de las congregaciones. Al Norte de la América, sin más armas que el sufrimiento y la dulzura, han añadido al imperio de Jesucristo y a los dominios de nuestros católicos reyes, más de doscientas leguas, y en ellas más de trescientas mil almas, fuera de otras tantas que entre párvulos y adultos habían ya muerto con las aguas del bautismo. Añádanse las vastas provincias de Topía, de San Andrés, de Tepehuanes, de la laguna de Parras, de Taraumares,   —231→   y la sangre de once de sus ilustres hijos que habían muerto por Jesucristo a manos de los bárbaros. Más de cien iglesias levantadas, al verdadero Dios sobre las ruinas de la idolatría17.

[Estado de los obispados de Nueva-España] Tal es el plan que de la provincia mexicana de la Compañía de Jesús, hemos procurado delinear en los seis primeros libros de esta historia. Los siguientes van a abrir a nuestra vista un teatro bastantemente diverso en muchas cosas. Gobernaba el reino el excelentísimo señor don Diego López Pacheco, marqués de Villena, duque de Escalona. El arzobispado vacaba por muerte del ilustrísimo señor don Feliciano de la Vega, y promovido a esta silla del obispado de la Paz, murió en el pueblo de Tixtla viniendo de Acapulco, el 6 de enero de 1641. La silla episcopal de la Puebla la ocupaba el ilustrísimo señor don Juan de Palafox y Mendoza; la de Michoacán el señor don fray Marcos Ramírez de Prado, la de Guatemala el señor don Juan Sánchez Duque; la de Guadalajara el señor don Agustín de Ugarte y Saravia que este mismo año pasó a la sede de Arequipa. En la Nueva-Vizcaya el ilustrísimo señor don fray Diego de Evia, que por enero de este año tomó posesión de su dignidad. En Oaxaca el ilustrísimo señor don Bartolomé de Benavente. En la provincia estaba ya para cumplir el término de su gobierno el padre Andrés Pérez de Rivas, y señalado su sucesor el padre Luis Bonifaz, que en el mes de febrero tomó a su cargo el gobierno de toda la provincia. El señor obispo de la Puebla pareció mostrarse muy propicio al señor don Fernando de la Serna, fundador de Veracruz en el pleito que sobre la donación de una hacienda le había movido el ilustre cabildo. Habiéndose este prebendado presentado a su ilustrísima sobre el embargo de su renta, proveyó que se le entregasen los libramientos como prebendado con fecha en la ciudad de Huexotzingo a 20 de enero de 1541. En consecuencia de este proveído se presentó petición ante el doctor don Juan López de Merlo, su provisor y vicario general para que se alzase efectivamente el embargo, quien con fecha del 31 del mismo mes   —232→   y año, mandó que se acudiese con los libramientos acostumbrados aunque con la advertencia al contador de la santa iglesia que reservase de dicha cantidad lo que importase el valor de los diezmos que se hubiesen dejado de pagar en dicha hacienda, y que así lo prosiguiese haciendo hasta la decisión. De este auto apeló don Fernando de la Serna para ante el juez metropolitano de México, interponiendo, si expresa o tácitamente se le denegaba, el real auxilio de fuerza en 9 de marzo del mismo año. Procediendo en la causa el doctor Merlo, sin embargo a la apelación interpuesta se le despachó en 20 de abril una real provisión mandándole remitir los autos, y vistos se despachó otra en 7 de mayo declarando que hacía fuerza el eclesiástico, y se expidió carta de ruego y encargo para que otorgase la apelación y repusiese y diese por nulo lo actuado después de ella, y las partes se presentaron ante el doctor don Pedro Barrientos Lomelin, provincial y vicario general del arzobispado por el cabildo sede vacante.

[Pretensión de colegio en Zelaya] El pleito intentado por el ilustre cabildo de la santa iglesia catedral de la Puebla contra el doctor don Fernando de la Serna, no solo militaba contra la fundación de Veracruz, sino que hizo también fluctuar por mucho tiempo la pretendida fundación de Tehuacán, y últimamente vino a perderla del todo, como veremos poco adelante. Entre tanto comenzó a rayar esperanza de un nuevo colegio en la diócesis de Michoacán, donde muy al contrario de lo que acontece ordinariamente en las cosas humanas, con el trato y comunicación parecía aumentarse cada día más la estimación y aprecio de la Compañía. Enfermó muy a los principios de este año en San Miguel el Grande el licenciado son Juan de Soto, cura propietario de aquel lugar, y dejaba en su testamento por albacea al padre doctor Diego de Molina, rector del colegio de Querétero, ordenando que del remanente de sus bienes se fundase en Zelaya, su patria, un colegio de la Compañía con la advocación de la gloriosa Asunción de nuestra Señora. Su opulento caudal fue lo menos que dio a nuestra religión el licenciado Soto. Lo más fue que conforme a la licencia que llevado de su grande afecto había impetrado desde tiempo antes del padre general Mucio Witelleschi se dio también a sí mismo, muriendo consagrado a Dios con los votos de la Compañía, en que hubiera entrado mucho antes si le hubieran dado lugar, las indispensables obligaciones de su ministerio. Con su muerte se pesaron las cosas muy de otra manera de parte de los superiores. El padre Luis Bonifaz, habidos los votos de la consulta, no juzgó deberse admitir aquel piadoso   —233→   legado, sin incurrir la Compañía en alguna nota habiendo muerto en ella el testador, y siendo un jesuita el albacea. Hubo, pues, de renunciarse y repartirse en limosnas y otras obras piadosas a provecho de su patria y su parroquia, y el intentado colegio no vino a fundarse en aquella ciudad hasta después de ochenta años, como diremos en su lugar.

[Muerte del padre Luis de Molina y primeros ensayos de la congregación de la Purísima] En el colegio de Tepotzotlán, donde había ido pocos días antes a predicar el día de la Circuncisión, falleció el padre Luis de Molino, Luis de Molina muy cercano y semejante no menos en la sangre que en la virtud y literatura a aquel gran jesuita del mismo nombre que tanto ilustró la teología y la jurisprudencia. Fue el padre Luis dotado de una extraordinaria elocuencia, y el más aplaudido orador que tuvo por entonces la casa profesa, a cuyo púlpito puede decirse con verdad comenzó a dar aquel lustre que después se ha procurado conservar con la mejor elección. Jamás se le oyó palabra que indicara mayor aprecio de otros oradores, cosa bastantemente rara en este género de profesión, y más no ignorando el buen padre que tenía muchos émulos a quien daban celos sus aplausos. Edificó muchos años la casa profesa con una abstracción y retiro tal, que se decía comúnmente que el padre Molina no se había de procurar ver sino en el altar o en el púlpito. Así tuvo tiempo para darse mucho al trato con Dios, cuyas luces dejó apuntadas en varias obras. Entre ellas dejó justo volumen que intituló Espejo de prelados, y gran parte de un excelente comentario sobre los salmos. Murió a los tres días de enero de 1641. Los grandes ejemplos de virtud que perdió la casa profesa con el padre Luis de Molina los recompensó poco después con la venida del padre Pedro Juan Castini, a quien por su edad y enfermedades pareció necesario traer de Sinaloa, después de haber trabajado allí muchos años, singularmente con la nueva cristiandad de los chinipas. Poco tiempo le gozó la casa profesa, porque a causa de un grave accidente pareció le sería más oportuna morada la del colegio máximo. Aquí, convalecido en breve, comenzó a buscar modo de desfogar el celo santo que lo consumía y que había perdido con los neófitos y los gentiles de Sinaloa su proporcionado pábulo. Dios lo trajo sin duda para echar los primeros cimientos y llevar después a su perfección una de las más ilustres y de las edificantes congregaciones de Jesús. Comenzó el padre a traer a sí con suavidad algunos pocos, pero escogidos estudiantes. En el confesonario y en privadas conversaciones procuraba aficionarlos al examen de conciencia,   —234→   a algunos ratos de oración, frecuencia de sacramentos y otros ejercicios de piedad. Como era tan dulce su trato y de tan grande magisterio de espíritu, hallando por otra parte una materia dócil y bien dispuesta en los jóvenes congregantes de la Anunciata, creció muy en breve aquella piadosa escuela que había de rendir luego tan gloriosos frutos.

Pero mientras vemos subir la venerable congregación de la Purísima a aquel estado de lustre y de perfección en que se mantiene hasta hoy en día, no podemos pasar en silencio la misión que se hizo por este tiempo en el colegio del Espíritu Santo en el obispado de la Puebla. Había el ilustrísimo señor don Juan de Palafox dado nuevamente a clérigos muchos beneficios de su diócesis, cuya administración tenían antes los regulares de varias órdenes. Una mutación como ésta no podía menos que exponer las feligresías a grandes alteraciones. Para precaver sus consecuencias, y juntamente para adiestrar, como decía su ilustrísima, a los nuevos curas en el celo y cuidado pastoral, le pareció conveniente que se repartiesen por aquellos pueblos cuatro misioneros de la Compañía, peritos en el idioma de aquellos indios y ya acostumbrados a este género de excursiones como los había tenido siempre aquel colegio. El padre provincial Luis de Bonifaz condescendió prontamente, señalando cuatro sujetos de las cualidades y circunstancias que pretendía el ilustrísimo, quien por sí mismo quiso señalarles los lugares y términos de sus respectivas misiones. Al uno destinó las ciudades de Tlaxcala, Huexotzingo y Cholula, con Topoyango, Nativitas, Huamantla, San Felipe, San Martín, Totomehuacán y otros pueblos de aquellos contornos. Al otro día por término, la ciudad de Tepeaca, Acatzingo, Misión de la Amozoque, Quechula, Acultzingo, Tecamachalco, Nopaluca, Tehuacán y varios otros lugares vecinos. [Misión de la diócesis de Puebla a petición del señor Palafox] A unos y otros cometió Su Ilustrísima todas sus veces y autoridad para cuanto pudiera ofrecérseles en la práctica de sus saludables ministerios. La misión se hizo con tan notable fruto y provecho de aquellos lugares, que el prelado se dignó, por carta escrita al padre provincial y aun a los dos padres misioneros, a darles las gracias por lo mucho que habían trabajado en utilidad de sus ovejas y en descargo de su solicitud en la Puebla18. [Muerte del padre Vicente del Águila y peste en Sinaloa y Tepehuncán] Los misioneros   —235→   de Sinaloa perdieron uno de los más insignes obreros en el padre Vicente del Águila, que por espacio de treinta y tres años había cultivado aquella viña. Entró en la Compañía renunciando las grandes esperanzas que le daba la sombra y protección de su ilustre hermano don Juan del Águila, ya entonces doctor de la Universidad de Alcalá y después obispo de Lugo. En todo el tiempo de su vida cargó el padre Vicente la pesada cruz de unos molestísimos escrúpulos, si intolerables en todos tiempos, mucho más en la ocupación de misionero. Sin embargo, jamás se quejó, jamás propuso el ejercicio; antes habiéndose mudado en aquellos días todos sus conmisioneros, él solo continuó en el empleo sin intermisión, siendo cuando murió él más antiguo ministro de Sinaloa. Diole el Señor en su última enfermedad una admirable paz y serenidad de espíritu, premio sin duda de su continua mortificación e inocencia de vida y principio de eterna quietud. Murió el 5 de marzo de 641. Lo demás de Sinaloa y Tepehuanes no ofrecía sino lástimas, primero con grande hambre, a que se siguió, como suele suceder, una mortal epidemia. Una y otra dio a los padres una grande cosecha de merecimientos en buscar alimentos para sus hijos, en seguirlos por los arenales, por las malezas, por los pantanos y las breñas donde se partían a buscar el alimento, y donde oprimidos de la enfermedad solían quedarse hasta rendir el alma. Entre estas angustias y penalidades crecía el cuidado de las supersticiones y abusos a que tal vez por su antigua costumbre solían recurrir por librarse de la enfermedad. En los principios de esta peste, en un pueblo de la misión de Yaqui, uno de sus saludadores o curanderos habiendo practicado sus misteriosas ceremonias en el enfermo... Levántate, hermano, le dijo, ya estás sano. Tentó el infeliz a levantarse; pero en el mismo movimiento cayó muerto con vergüenza del infame hechicero y escarmiento de todos los vecinos que no volvieron a valerse de tan malvada medicina. En este partido se habían bautizado en el año más de mil trescientos párvulos.

[División de los gobiernos de Sinaloa y Sonora] En lo político hubo alguna mutación en aquellas naciones, que resultó en mayor utilidad de la nueva cristiandad de Taraumares. El gobernador y capitán de Sinaloa don Pedro Perea, hizo asiento con el excelentísimo señor Duque de Escalona sobre el descubrimiento y gobierno de las provincias de Sonora, y condescendiendo Su Excelencia en nombre de Su Majestad, se dividió el mando de unas y otras naciones, poniéndose la cabecera de Sonora en el Real de San Juan Bautista, hoy despoblado. Para dar la   —236→   última mano a este negocio, partió de Sinaloa por el mes de octubre el capitán don Pedro Perea en compañía del padre Gerónimo de Figueroa, misionero de Taraumares, por cuyas tierras le pareció podía ser mejor y más breve el camino para salir a los Sisibotaris por los pueblos de Aribetzi y Salmaripa, que administraban misioneros jesuitas. Esta expedición ejecutada con felicidad, hizo más trajinable el camino del Parral, cuyas minas estaban entonces en boga, y facilitó que penetrase la luz a muchas naciones más septentrionales, así de la lengua de los taraumares, como de otras, vecinas de pimeria, por cuyas rancherías el padre Gerónimo de Figueroa iba industriosamente dejando muy ganados los ánimos y sembrando de paso el grano evangélico. Los taraumares, sea por amor y reverencia al misionero de que por la vecindad de los cristianos tenían ya muchas noticias; sea por afecto a la religión y desea de abrazarla, o lo que parece más natural, por el temor de las armas, de que marchaba escoltado el capitán, y por respeto a su autoridad, se mostraban por todas partes muy dóciles, concurrían con todo género de provisiones, y comerciaban con los españoles gustosamente. El gobierno de Sinaloa dio el virrey a don Luis Cestin de Canas.

[Visita del gobernador de Guadiana] En este estado se hallaba el gobierno político de las misiones, cuando don Luis Valdés, caballero del orden de Santiago, gobernador y capitán general de la Nueva-Vizcaya, tuvo orden de pasar a visitar los nuevos partidos de Taraumares, del Parral y demás lugares vecinos. Salió a esta empresa por mayo de 1642 y a Huexotitlán, pueblo en que residía el padre Gerónimo de Figueroa, superior de aquella misión; hizo bajar los caciques de todas aquellas cercanías para el asiento y tranquilidad de sus poblaciones, en que nombró gobernadores y capitanes con un aparato y solemnidad que dejó llenos de admiración, y no menos de respeto y de satisfacciones a aquellos nuevos vasallos de Su Majestad. Verdad es que toda la armonía de estos establecimientos se turbó poco después por discordias y disensiones de sus lugartenientes, más atentos como suele suceder, a sus intereses particulares que a la pública utilidad. No fue más feliz la expedición que a la mitad de este año se encomendó al cuidado y valor de don Luis Cestin de Canas. Recibió orden del Marqués de Villena de pasar desde Sinaloa al reconocimiento del seno y costas de Californias, y de llevar consigo para este efecto al padre Jacinto Cortés, hábil misionero de aquella provincia, y que el padre provincial Luis de Bonifaz había venido en conceder a   —237→   Su Excelencia. Partieron de Sinaloa por el mes de julio y llegaron a la isla de San José, cuyos habitadores los recibieron con bastantes muestras de placer, y aun prometieron ayudar al buceo de las perlas, como los españoles los defendiesen contra otra nación enemiga que habitaba en la tierra firme. De allí pasaron corriendo la costa hasta el seno o bahía de la Paz. El padre Jacinto Cortés, conforme a la costumbre de la Compañía, da en carta escrita al padre provincial noticia de su viaje y de las costumbres de aquellos naturales, que nos darán materia para lugar más oportuno. Lo mismo hizo el gobernador de Sinaloa en larga relación que remitió al señor virrey y que junto con las apretadas órdenes de Su Majestad, encendieron en su ánimo grandes deseos de llevar a su perfección aquel importante descubrimiento. Hubieran sido muy eficaces para moverlo a emprender seriamente un descubrimiento y una conquista tan importante, a haber venido informe en más felices circunstancias. Cuando llegó, había ya sido el duque depuesto del gobierno desde 10 de junio de aquel mismo año, en que el ilustrísimo señor don Juan de Palafox, convocados secretamente los oidores, había tomado posesión del gobierno por secretas órdenes de la corte, mientras llegaba don García Sarmiento de Sotomayor, destinado virrey de Nueva-España. Los motivos de la deposición del duque de Escalona, fueron al parecer, algunas leves sospechas contra su lealtad. Había precedido poco tiempo antes el día primero de diciembre de 1640 la conspiración de Portugal contra el rey don Felipe IV, y la aclamación y coronación del duque de Braganza. En un tiempo en que aun los primeros señores de España no estaban libres de las tímidas presunciones del conde duque de Olivares, primer ministro de estado, no fue mucho que a las acciones más menudas y a los dichos más equívocos se les diese mayor cuerpo, a tanta distancia como de México a la corte de España. El excelentísimo Duque de Escalona probó tan bien a Su Majestad la rectitud y fidelidad de su conducta, que satisfecho el rey volvió a nombrarlo Virrey de México, a que hubiera vuelto efectivamente, si necesidades más urgentes no lo hubieran llevado al gobierno de Sicilia. El tiempo que estuvo en la corte, procuró acalorar el descubrimiento y conquista de California, debiéndose a su actividad las más serias y eficaces providencias, como veremos en la serie19.

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Por la ausencia y deposición del duque de Escalona se halló el ilustrísimo señor don Juan de Palafox con la mayor autoridad y poder, así en lo eclesiástico como en lo secular que había tenido hasta entonces, ni tuvo después hombre ninguno en la América. Obispo de la catedral más rica de las Indias, gobernador del arzobispado y aun electo arzobispo de México, visitador de la real audiencia, y gobernador y capitán general de Nueva-España; todo este inmenso peso tenía que temer sobre sí el racionero don Fernando de la Serna en el pleito comenzado de los diezmos. Efectivamente, sin embargo de la sentencia obtenida en su favor por el doctor don Pedro Barrientos Lomelin, día 2 de enero de 1642, en que revocaba el auto del provisor de la Puebla en cuanto a la reservación de la cantidad correspondiente al diezmo de la hacienda, tuvo aun mucho que padecer en sus bienes y en su misma persona por muchos días, y más que todo, la mortificación de haber tenido, aunque inculpablemente, ocasión de los gravísimos disturbios, que poco después pusieron a la provincia en la más triste situación. El apoderado de la Santa Iglesia apeló de este auto para ante el delegado de su santidad, que lo era el señor obispo de Oaxaca en 7 del mismo mes. Esta apelación se admitió solamente en cuanto a lo devolutivo, mandando que en cuanto a lo ejecutivo se guardase lo antecedentemente proveído, como consta de auto de 6 de mayo. La parte de la Iglesia recurrió por vía de fuerza a la real audiencia en 17 de junio, y en 15 de setiembre se proveyó auto en que aquellos señores declararon hacer fuerza el juez provisor y deberse admitir la petición en ambos efectos, para lo que se despachó real provisión. Sin embargo, el ilustrísimo y excelentísimo visitador, fuera de este asunto que defendía con el mayor ardor, en todo lo demás procuraba favorecer a la Compañía, como siempre antes lo había ejecutado en Europa.

Bien se hubo menester un brazo tan poderoso como éste para no ceder   —239→   a la astucia y a las inicuas pretensiones del gobernador de Sonora. Había éste entrado en aquella provincia en compañía del padre Gerónimo de Figueroa, y pretendido el gobierno de aquel país bajo el título de Nueva-Andalucía. A poco tiempo se disgustó con el padre Figueroa, que no podía reducir a aprobar la dureza y rigor con que trataba a los indios, escollo en que siempre tropiezan los celosos misioneros con gentes acostumbradas a buscar sus particulares intereses y no los de Jesucristo. Con este motivo intentó deshacerse, no solo de aquel censor, sino de todos los jesuitas, e introducir en aquella región misioneros de otros órdenes, como si todos no hubiesen de defender con la misma entereza la libertad de los indios que pretendía oprimir. No pudieron estar tan secretos sus designios que no los penetrase el padre Figueroa, y diese pronto aviso al padre Pedro Pantoja, visitador de aquel partido de San Francisco Javier. Éste escribió prontamente al padre provincial, y se ocurrió al excelentísimo e ilustrísimo señor don Juan de Palafox, que reconvino luego al capitán y le hizo entrar en su deber; bien que le duró poco tiempo aquella violenta sugestión, y en breve lo veremos excitar en el mismo asunto nuevas turbaciones.

La gravedad de los negocios que se iban entrelazando unos con otros, principalmente en el obispado de la Puebla, movió al padre provincial Luis de Bonifaz a anticipar cerca de un año la congregación provincial, que según el uso constante no debía comenzar sino hasta el mes de noviembre de 1643. La flota debía salir por marzo de aquel año, y no daba tiempo para consultar a los padres de los colegios distantes; así es que el padre Luis Bonifaz a aquellos vocales que se hallaban en los colegios cercanos de Puebla y Tepotzolán, habidos sus votos, se resolvió juntar la congregación provincial, irregular y extraordinaria para el día 22 de enero en la casa profesa. Concurrieron en número de 27 profesos, supliendo la congregación por la autoridad que les dan nuestras constituciones, los defectos de tiempo, lugar y número de los vocales en la primera sesión que se tuvo el día 31 del mismo mes, en que fue también elegido secretario el padre Horacio Carocci. La elección de procuradores se dejó para el día 3 de febrero, en que fueron elegidos los padres Andrés Pérez de Rivas, rector del colegio máximo de México, y el padre Juan de Sangüesa, rector del colegio y casa de probación de Tepotzotlán.

[Estado del pleito sobre la fundación de Veracruz] El ilustrísimo señor obispo de la Puebla no tardó mucho en saber que la Compañía había anticipado la elección de sus procuradores, para que   —240→   diese cuenta en Madrid y Roma de la situación de sus negocios, en que por parte de su catedral era muy interesada Su Señoría Ilustrísima. Con esta ocasión se escribió entonces por su orden un informe y defensa autorizada de sus derechos para remitir a España en aquella misma flota, pareciéndole, como dice, muy debido a la justa defensa que la flota que lleva la queja, lleve asimismo la satisfacción. Este papel está dividido en tres puntos: el primero, si eran justificados los medios que tomó aquella Santa Iglesia para defender sus derechos; el segundo, si estos medios eran necesarios en el estado de las cosas; el tercero, si el propio prelado puede y debe asistir a la defensa de su iglesia en caso semejante. Corre este informe en manos de todos, como también otros muchos, papeles sobre el mismo asunto. Entre tanto, el doctor don Fernando de la Serna tenía mucho que padecer en la prosecución de su pleito, con el cabildo de la catedral de Puebla. Sin atención a la apelación interpuesta del auto de 2 de enero del año antecedente, se procedió a darlo por incurso en la excomunión del auto de 4 de marzo de 639. Recurrió por vía de fuerza segunda vez a la real audiencia. Salió el pleito dos veces en discordia en 26 de febrero y 10 de marzo, hasta que el día 22 de mayo declaró aquel tribunal no hacer fuerza el juez provisor de la Puebla en denegar la apelación que interponía el doctor Serna de la definitiva.

La casa profesa de México perdió este año tres ilustres obreros, que después de ganadas al Señor muchas almas en las misiones de gentiles, ilustraban con sus ejemplos aquella comunidad. El primero fue el padre Juan de Ardeñas, flamenco de nación, hombre de muy amable sinceridad y de un grande celo de propagar la fe de Jesucristo, de que dio muy claras pruebas aun desde su niñez, no dejándose corromper de las solicitaciones y malos tratamientos de uno de sus hermanos, que seguía la secta de Calvino. Diez y siete años cultivó la nación Yaqui con la misma regularidad de vida y religiosa distribución de los colegios. Cada año hacía por espacio de un mes entero los ejercicios de nuestro padre San Ignacio. La caridad con que asistió hasta el último aliento a un enfermo de contagio, hizo más precioso el sacrificio de su vida que ofreció al Señor el día 9 de febrero. Siguiole poco tiempo después el padre Martín de Egurrola. Sus graves achaques le sacaron de las misiones de Parras en que había trabajado más de once años para el ministerio de la casa profesa que ejercitó siete años con admirable prudencia. La Santísima Virgen le pagó la singular   —241→   devoción con que la veneró toda su vida, avisándole con voz clara y distinta de la hora de su muerte. Aun fue más sensible la falta del padre Pedro Méndez, antiguo misionero y de los fundadores de las de Sinaloa, en que entró a suceder al venerable padre Gonzalo de Tapia. Fue primer apóstol de los tehuecos y de los mayos: pasó a los yaquis, y su última conquista fueron los sisibotaris, con que abrió puerta a la conquista de Sonora, y a la numerosa cristiandad que ha florecido en aquellas provincias. Tuvo todas las cualidades propias de un misionero, una mansedumbre inalterable, grande amor a los indios y celo a toda prueba de los mayores trabajos. Varias veces hemos hecho mención de este operario en lo que dejamos escrito, y la relación de su religiosa vida, nos dará aun larga materia, en otra parte. Descansó en paz el día 22 de julio.

[Muerte del ilustrísimo señor don Juan Sánchez Duque, obispo de Guadalajara admitido en la Compañía] En el número de los ilustres muertos de nuestra provincia, debemos contar al ilustrísimo señor don Juan Sánchez Duque, obispo de Guadalajara. Había nacido este prelado en un lugar vecino a Talavera de la Reina, de padres muy pobres. Los primeros rudimentos de gramática y aun la filosofía, estudió en el colegio de la Compañía de Jesús de la villa de Oropeza. Pasó de ahí a Alcalá a cursar teología, en que su capacidad y sus virtudes le granjearon el patrocinio del doctor Espinosa y algunos otros piadosos, con cuyos brazos pudo borlarse en aquellas facultades, y hacerse apto para más lustrosos empleos. Electo obispo de Nueva-Galicia por promoción del señor don Francisco de Rivera a la silla de Michoacán, deseó con ansia renunciar aquella alta pero pesada dignidad, y retirarse a vivir enteramente a Dios, y así en la Compañía de Jesús, a quien había conservado siempre muy singular veneración. La distancia del romano pontífice, cuya licencia era indispensablemente necesaria para el valor de la renuncia, dilató por algún tiempo sus deseos. Pero acometiéndole la última enfermedad, llamó al padre rector, y habiéndole pedido con humildad y con lágrimas que lo admitiese en la Compañía, conforme a la licencia que tenía ya alcanzada de los superiores, prometiendo impetrarla (si vivía) de su santidad para renunciar el obispado, fue admitido a los votos religiosos que hizo con grande edificación de los presentes, y pocos días después arrojado sobre una cruz de ceniza sobre el desnudo suelo, expiró con tranquilidad, por el mes de marzo de este mismo año.

[Muerte del padre Luis de Bonifaz y pretensión de Sonora] A los principios del siguiente tomó a su cargo el gobierno de la provincia el padre Francisco Calderón por muerte del padre Luis de Bonifaz,   —242→   sujeto de gran prudencia y religiosidad. Se ocupó cerca de veinte años en el ejercicio de las misiones, de donde le sacó la obediencia para el gobierno de los colegiales. Hemos ya referido los grandes ejemplos de moderación que dio en la vez primera que tuvo el oficio de provincial. No fueron menores los de prudencia y mansedumbre cristiana que dio en el segundo, en que comenzaban ya los sordos movimientos de aquella borrasca que había de agitar tan violentamente a toda la provincia. La singular dulzura del padre Luis de Bonifaz, impidió que prorrumpiera con estruendo en su tiempo; pero viendo que al fin no podía enteramente prevenirlo todo, ni remediar las cosas con su presencia, se partió a la visita de los colegios. A pocos días de llegado a Valladolid, acometido de un violento dolor y oprimido del peso de tantos cuidados, pasó de esta vida el 3 de febrero de 1644. Otros ponen su muerte el día 16 de marzo. El padre Francisco Calderón, que le sucedió en el cargo, era hombre poco a propósito para las presentes circunstancias, aunque en otras hubiera sido muy apreciable su conducta. Era de un genio vivo y ardiente, y que atento siempre a la justicia de sus fines y rectitud de intención en lo que hacía, no atendía tanto a la conducencia y proporción de los medios. Es verdad que a la variedad de asuntos importantes que ocuparon el tiempo de su gobierno, apenas daban lugar para tomar justamente las medidas. Por una parte el gobernador de la Sonora don Pedro Perea perseveraba en su antigua pretensión de introducir ministros de otras religiones en aquella provincia, principalmente en el valle de Cumupas, en que el padre visitador Pedro Pantoja había puesto al padre Egidio de Montefrío, y de que el mismo capitán diez años antes había dado posesión al padre Tomás Basilio. En consecuencia de este designio llevó consigo a Vanamitzi cuatro o cinco religiosos. El padre visitador, informado de esta novedad, escribió luego a dicho capitán y al superior de aquellos padres, y pasó inmediatamente a la visita de dicho pueblo en que el gobernador tenía su casa y familia. A los religiosos a quienes el capitán llevaba engañados, y que con un santo celo y recta intención, solo eran guiados del deseo de la salvación de las almas, fue fácil desengañarlos; no así el capitán, que ofendido de los requerimientos que en toda forma le hizo el visitador, prorrumpió en amargas quejas contra los de la Compañía. De todo se dio cuenta al excelentísimo señor conde de Salvatierra y al padre provincial Francisco Calderón, enviando para este efecto a México al padre Gerónimo de la Canal, antiguo misionero del valle de Sonora.

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[Resistencia de los hymeris y enfermedad y muerte del gobernador] Mientras se tomaban de parte de la Compañía estas justas providencias, el capitán don Pedro Perea mortificado de no haber podido ejecutar sus primeros proyectos, y pretendiendo complacer a aquellos religiosos que había empeñado en su seguimiento, puso los ojos en los Hymeris, nación situada en los varios valles que forma la Sierra Madre entre Occidente y Norte del valle de Sonora. Dispuso desde luego su marcha llevando consigo los mismos ministros y muchos otros seculares. Este aparato nunca visto en su país espantó a los Hymeris, pueblos gentiles aun. Corrieron luego a las armas y ocuparon los pasos angostos de los montes por donde se podía entrar en sus tierras. El capitán, que no se hallaba con tropas ni provisiones suficientes para resistir a tanta multitud de bárbaros, se vio precisado a retroceder con tanta prisa y susto, que añadida la mortificación en un genio pundonoroso y altivo, lo derribó en la cama con una grave enfermedad. Se hizo conducir a Vanamitzi, donde fue forzoso dentro de pocos días administrarle los Santos Sacramentos, asistiéndole constantemente en todo el tiempo de su enfermedad el padre visitador y los demás que allí se hallaban, con una caridad que no pudo dejar de reconocer, y por lo que se vio obligado a mandar a su mujer doña María de Ibarra, que públicamente en la iglesia diese a los padres las debidas gracias. Sin embargo, a fines de setiembre, hallándose ya enteramente convalecido, o pareciéndole que lo estaba, determinó pasar a Toapa, donde tenía citada una junta para la ejecución de sus designios. Partió efectivamente; pero agravándosele con la agitación del camino su antigua enfermedad, de que aun estaba mal sano, expiró dentro de pocos días a los 4 de octubre. Deseó mucho en esta última enfermedad verse con el padre visitador Pedro Pantoja, y en efecto lo mandó llamar. Por mucha prisa que se dio el padre llegó a tiempo que aunque conocía y daba muestras de entender, había ya perdido enteramente el uso de la habla. El padre procuró pagarle con todos los oficios de caridad posible su antigua aversión para con la Compañía asistiéndolo hasta el último suspiro.

No contento con eso continuó después lo mismo con su viuda doña María de Ibarra, a quien suplicó le diese licencia para llevar el cadáver al pueblo de Acantzi como lo ejecutó con el mayor acompañamiento y pompa que permitía el país. El mismo padre visitador cantó la misa e hizo el entierro, dándole sepultura en una capilla al lado derecho del evangelio. Poco tiempo después llegó el padre Gerónimo   —244→   de la Canal, trayendo favorable sentencia del real acuerdo. Llevaba cometida la residencia del difunto don Juan de Peralta, gobernador de Sinaloa, con apretadas órdenes para que Don Pedro Perea dejase el mando luego, y tomada dicha residencia saliese de toda la provincia de Nueva-Andalucía. A los religiosos que hasta entonces se habían detenido en Babispe con esperanzas de entrar en los himeris, se les notificó un auto de ruego y encargo para que dejasen luego la tierra y se restituyesen a sus antiguos puestos.

[Alzamiento de los tobosos y su motivo] Esto en Sonora. En los confines de Parras y provincia de taraumares eran de mayor consecuencia las inquietudes de los naturales. Comenzaron estas por algunos genios revoltosos del pueblo de San Francisco del Mesquital, doctrina de la familia seráfica. Éstos, con la sujeción y santa disciplina, comenzaron a huirse del pueblo, pretextando que no podían sufrir la dureza y malos tratos de aquellos religiosos. Fácilmente pasó el contagio de éste a otros pueblos vecinos hasta el Tizonazo, cuyos naturales, que estaban a cargo de la Compañía, no dudaron poner en sus ministros las lenguas atrevidas. En efecto, llegó su atrevimiento a tanto, que persuadido el ilustrísimo señor don fray Diego de Evia a que la opresión de los doctrineros era la causa de su abatimiento, intentó quitar a los regularse todas aquellas doctrinas, y aun llegó a hacer un violento despojo en el padre Juan de Zepeda, actual misionero de Tizonazo. Breve se descubrió que no la violencia de los franciscanos y los jesuitas, sino el amor de la libertad y sus fines particulares eran el verdadero motivo de su fuga. Comenzaron las hostilidades por los tobosos, gentes belicosas y bárbaras, y que servían como de asilo a todos los forajidos y mal contentos de aquellas provincias. Los robos y las muertes eran ordinarias no solo en los tarros y españoles que encontraban en los caminos, pero aun en las poblaciones y en los reales de minas más poblados. En los reales de Mapimi, del Parral y en San Miguel de las Bocas se vivía en un continuo sobresalto, especialmente en las crecientes de las lunas, en que solían juntarse. Para reprimir estas correrías determinó don Luis de Valdés, gobernador de la Nueva-Vizcaya, que saliesen del Parral tres compañías bajo la conducta del capitán Juan de Barafia, oficial que había servido largo tiempo en el país, y que juntaba a un grande valor el conocimiento del terreno y una grande experiencia del genio y modo de pelear de los indios. A la frente de doscientos sesenta entre soldados e indios conocidos, entró dicho capitán hasta las últimas rancherías de los tobosos   —245→   cerca del río grande del Norte. Hubo varios encuentros en que les mató muchos e hizo algunos prisioneros. Las rocas y picachos y la ligereza de sus pies valieron a los demás. Al mismo tiempo que el capitán Barasa los acometía, digámoslo así, dentro de sus mismas trincheras, un trozo de ellos cayó violentamente sobre las tierras de Indeé. Talaron los campos, lleváronse la mayor parte del ganado, y con muerte de algunos españoles dieron la vuelta a su país con tan increíble velocidad, que en dos días caminaron más de setenta leguas. Esta prisa les fue en la ocasión bastante perniciosa, porque encontrándose con el trozo de españoles que volvía, no pudieron excusar el choque, en que perdido todo cuanto habían hurtado en Indeé, muertos y presos muchos de los suyos, el resto hubo de buscar abrigo en los montes y juntarse con el grueso de la nación.

[Confederación de los cabezas y tobosos] Esta junta fue muy dañosa para toda la provincia. Los tobosos, viéndose con poca gente y fuerzas para poder hacer frente a los españoles e indios aliados, determinaron traer a su partido a los cabezas, nación numerosa y guerrera del partido de Tizonazo. El gobernador de Nueva-Vizcaya don Luis Valdés había por todos los medios procurado la paz y amistad de estos indios. Para esto efecto, después de muchos buenos oficios les había enviado a don Álvaro de Moranta, gobernador de Tizonazo, en compañía del padre Juan Zepeda, ministro del mismo pueblo. La negociación fue tan feliz, que dentro de pocos días bajaron más de cuatrocientos acompañando a los enviados, y se presentaron al gobernador prometiendo reducirse a sitios cómodos, hacerse cristianos y ser fieles vasallos de Su Majestad Habiendo faltado poco después del partido de Tizonazo el padre Juan de Zepeda, los cabezas se creyeron desobligados de sus antiguas promesas. No volvieron a dejarse ver en pueblo alguno de cristianos, y habiéndoles enviado segunda vez al capitán don Álvaro para solicitarlos a la paz de vuelta de su país, le dieron cruel muerte en el camino. Tales eran las disposiciones de los ánimos entre las cabezas cuando los tobosos pretendieron hacerles tomar parte en su alzamiento.

El éxito fue como podía prometerse de tales principios. Los cabezas, para prueba de la sinceridad con que entraban en sus intereses, les comunicaron sus antiguos resentimientos con los españoles, y cómo ellos habían dado la muerte al capitán don Álvaro, secreto hasta entonces oculto. Contraída la alianza en toda forma, comenzaron luego a sentirse los efectos. El capitán Barasa se mantenía sobre las armas,   —246→   y corría la tierra proveyendo por todas partes a la seguridad del comercio. ¿Pero qué providencias se podían tomar bastantemente eficaces contra tropas desbandadas de bandoleros que amanecían al día siguiente a treinta o cuarenta leguas del sitio donde habían hecho el daño? La primera acción de los confederados fue cargar sobre una tropa de carros que conducía Marcos Beltrán escoltado de otros quince hombres. Los forajidos acometieron con tanta furia, que de ellos once dejaron muertos sobre el campo y a los cuatro llevaron prisioneros. El conductor, malamente herido, tuvo la fortuna de escapar de sus manos: cargados de despojos dieron vuelta a sus rancherías, donde por segunda vez resolvió acometerlos el capitán Barasa. Ya marchaba en su busca cuando recibió orden de volver con su tropa hacia otra parte. En marchas y contra marchas se le hizo gastar inútilmente el tiempo con deshonor del buen capitán y daño de toda la provincia, por informes de algunos émulos que finalmente lograron hacerle dejar las armas y retirarse a su presidio a los fines del año.

[Informe del señor obispo de Puebla y respuesta del padre Calderón] Había ya venido por este tiempo, impreso en España, el informe que de parte de la santa iglesia catedral de la Puebla se había presentado a Su Majestad y corría por todo el reino con no poco deshonor de la Compañía. Para remediar este daño, el padre Francisco Calderón imprimió una respuesta demostrando en ciertos puntos la falsedad de dicho informe, y volviendo por el honor de la provincia que tenía a su cargo; el cual, refutadas las débiles razones con que habían pretendido impugnarlo, se insertó después en el memorial que se presentó a Su Majestad de parte de la Compañía, y corre impreso entre las manos de todos. Ésta que pareció justa defensa de la Compañía, dolió altamente al ilustrísimo señor obispo de la Puebla que creía ultrajada su dignidad y los derechos de su iglesia. Ayudó en parte que a los 6 de julio de este mismo año, el doctor don Pedro Barrientos Lomelin, provisor y vicario general del cabildo sede vacante, juez en grado de apelación en segunda instancia sobre el pleito de don Fernando de la Serna, proveyó auto en que inhibía al doctor don Juan de Merlo, provisor de la Puebla, que de modo alguno conociese procediese ni actuase en dicha causa. Esto era en tiempo de que el ilustrísimo don Juan de Mañozca, electo arzobispo de México, había ya tomado por su procurador el gobierno de la diócesis y cesado el del ilustrísimo don Juan de Palafox.

[Muerte del padre Mateo Castroverde] A los 21 de marzo murió en el colegio de México el padre Mateo Castroverde, natural de la misma ciudad, célebre orador y de genio extraordinario   —247→   para la poesía latina y castellana. Leyó teología mucho tiempo en los colegios de Puebla y México. Fue hombre de extraordinario recogimiento y abstracción, que le hizo olvidar aun las calles de su patria. En este retiro halló tiempo para entregarse a Dios en largos ratos de oración y para escribir muy útiles tratados, entre los cuales fue un piadoso y erudito comentario sobre los cantares, que no llegó a ver la luz. El colegio del Espíritu Santo perdió en el padre Diego de Herrera un antiguo y famoso operario que por más de cincuenta años se empleó en la instrucción y ayuda de los indios, tanto en la ciudad como en los vecinos pueblos, para donde incesantemente lo solicitaban los beneficiados. Acabó su carrera a 10 de agosto con universal sentimiento de los naturales. [Muerte del padre Miguel Godines] Pocos meses después falleció en México el padre Miguel Godines o Wading, sujeto que en las humanas y divinas letras en la prudencia para el gobierno, en el ejercicio de las misiones y en el magisterio y discreción de espíritu, dio mucho lustre a la provincia. Después de muchos años de misiones en Sinaloa, siendo prefecto de estudios mayores en el colegio máximo, escribió el admirable compendio de la teología mística que había corrido con tanto aplauso, y que en nuestros días el padre Ignacio la Reguera acaba de ilustrar con dos copiosos volúmenes. Este autor, al principio de su obra, recogió con la mayor diligencia cuantas noticias pudo haber a las manos del padre Miguel Godines, y escribe haber muerto el día 12 de diciembre, no muy conforme en esto a los manuscritos de nuestra provincia que ponen su muerte el día 18 del mismo. En su vida procuraremos valernos de las demás noticias del padre la Reguera y de otras que tenemos más particulares.

[Muerte del padre Andrés de Valencia] El próximo enero de 1645 faltó al colegio máximo del Espíritu Santo, que actualmente gobernaba, y a toda la provincia, una grande lumbrera en el padre Andrés Valencia, igual en todo género de literatura, a que añadido un religiosísimo tenor de vida, mereció así y a la provincia la estimación de las primeras personas. El ilustrísimo señor don Alonso de la Mota, justo reconocedor del mérito de los hombres literatos, lo pidió para el colegio del Espíritu Santo, y le encomendó la instrucción de su clero en las materias morales. Fundado el colegio de San Ildefonso, quiso que fuese el primer maestro de teología de aquellos estadios. El mismo aprecio hizo de su dictamen el excelentísimo señor marqués de Villena. Tuvo por una alma favorecida del Señor noticia cierta de su próxima muerte a que se dispuso en el ejercicio de todas las virtudes   —248→   y murió con tranquilidad el día 12 de enero, aunque la biblioteca mexicana, siguiendo el menologio del padre Juan Antonio de Oviedo, le señala el 11 de enero del año antecedente, no sabemos con qué fundamento.

[Visita del Padre Juan de Bueras y misión por el obispado de Puebla a petición del señor obispo] En este mismo llegó de las islas Filipinas el padre Juan de Bueras, destinado visitador de la provincia de Nueva-España, y que concluida la visita debía entrar a gobernarla en calidad de provincial. Hallándose sin noticias algunas del país y de los colegios, tomó por compañero y secretario al padre Juan de Sangüesa, que había vuelto de Roma al colegio de Tepotzotlán. En las presentes circunstancias era el padre Juan de Bueras el hombre más a propósito del mundo para encomendarlo el gobierno de la provincia. A su venerable ancianidad y consumada prudencia se allegaba una sinceridad de ánimo y una inocencia y suavidad de costumbres admirable, mucha instrucción en los menores ápices del instituto, mucho espíritu y frecuente trato con Dios en la oración. El padre visitador se dedicó desde luego enteramente a restablecer la paz y buena armonía con el ilustrísimo señor obispo de la Puebla. Su prudencia y el alto concepto que se había formado de su virtud, que traslucía en toda su conducta, fue bastante para que en poco menos de un año, que obtuvo el oficio de visitador, calmase algún tanto la borrasca, y aun se concibiesen esperanzas de una perfecta tranquilidad. Pidió el señor obispo al padre visitador algunos misioneros que ejercitasen su santo ministerio por los pueblos más remotos de su obispado. Señaláronse luego los padres Mateo de Urroz y Lorenzo López, grande operario de indios, y de quien había mostrado siempre Su Señoría Ilustrísima particular estimación. El padre visitador representó al Ilustrísimo al mismo tiempo como había prohibido a los misioneros que no predicasen y confesasen en los pueblos que poco antes se habían quitado a los regulares de varios ordenes, por quitar entre las familias religiosas este motivo de sentimiento, y que no pensasen que la Compañía de Jesús había tenido parte alguna en el despojo de las doctrinas, como algunos habían querido darles a entender, con el motivo de la misión que por orden de su señoría habían hecho en aquellos pueblos algunos años antes. El señor obispo conoció todo el peso de esta razón, y condescendió gustosamente, admirando la prudencia y circunspección del padre visitador. Concedió a los dos operarios sus facultades todas para todos los casos que pudieran ofrecérseles en el fuero interior de las conciencias, y encargándoles singularmente la   —249→   instrucción de dos negros de los ingenios, los hizo comenzar su jornada apostólica por el lado de Izúcar y tierra caliente.

Salieron de la Puebla el día 12 de julio, y comenzaron sus santos ministerios por el pueblo de San Salvador el Verde. El cielo derramaba por todas partes tan abundantes bendiciones sobre sus trabajos, que el cura de Tepexuxuma, doctor don Eugenio Romero y muchos otros escribieron mil agradecimientos al señor obispo, reconociendo que el espíritu de Dios hablaba y obraba por medio de aquellos sus ministros. El padre Mateo de Urroz predicaba y confesaba a los españoles, y el padre Lorenzo López a los indios. La poca salud del primero le hizo rendir muy en breve a la continua fatiga, y enfermó en la villa Atlixco. El padre López continuó solo la misión con tan copioso fruto y utilidad de los indios, que hubo pueblo en que arrebatados de su sencillo fervor, escribieron de común acuerdo al señor obispo para que el padre se encargase de su administración. En Teopantlán halló el misionero una de aquellas almas en que el Señor se agrada tal vez de mostrar las riquezas de su misericordia y la profundidad de sus juicios. Había enfermado una india de muchos años de edad y otros tantos de la más execrable apostasía. Había sido bautizada, asistía a la misa y explicación de la doctrina, confesaba las cuaresmas; pero en su corazón jamás había adorado al verdadero Dios, ni conocido a su hijo Jesucristo. Enseñada de sus infelices padres a la idolatría y al más profundo disimulo, daba sus adoraciones a una pedrezuela que conservaba con el mayor respeto. Tocada piadosamente del Señor, por lo que veía de los otros de su nación del fervor y caridad del misionero, lo mandó llamar. Le declaró con sinceras lágrimas el infeliz estado de su alma, suplicándole la instruyese en los misterios principales de la fe cristiana. Hízolo el padre con el mayor esmero cuatro días, que pudo detenerse en el pueblo, y dejándola consolada hubo de partirse a un ingenio vecino, conforme a la instrucción del señor obispo. A pocas horas de llegado vinieron a avisarle cómo aquella pobre estaba extremamente acongojada y deseosa de hablarle. El hombre infatigable al punto se puso en camino, aunque distaba cuatro leguas y eran las diez de la noche. Halló a la enferma muy afligida, con interiores sugestiones y aun exteriores apariciones del mal espíritu. Decíale que no hiciese aprecio de las doctrinas del padre: traíale razones muy fuertes para impugnar los misterios de la fe, que seguramente excedían la capacidad de la india. Alentada y satisfecha con las razones del celoso   —250→   ministro, y guarnecida con los últimos sacramentos de la Iglesia, pareció entrar en una inalterable serenidad, y encendida en fervorosos actos de contrición y de confianza en Dios, le entregó el alma a las once del día siguiente. Alentado el padre Lorenzo López con este suceso, prosiguió su apostólico ministerio con un nuevo fervor, tomando el camino hacia Orizava. Santificó de paso muchos ingenios y algunos pueblos.

De Orizava, donde se le juntó el padre Pedro de Orgaz, retrocedieron los misioneros hacia Maltrata, con noticia que tuvo el padre Pedro López de alguna idolatría que había aun entre los naturales de aquel pueblo. En sermones, en pláticas, en conversaciones privadas, comenzaron desde luego a combatir aquel gravísimo crimen. Favoreció el Señor su celo con pronto y feliz suceso. Dos indios de los más ancianos y más obstinados en su error, vinieron una noche a verse con los padres, y después de muy largo coloquio, en que les propusieron muchas y muy groseras dudas, los llevaron a un arroyo cercano. Allí les mostraron un árbol grueso, en cuyo tronco tenían oculto un pequeño ídolo de figura humana, a quien de noche la mayor parte del pueblo iba a ofrecer sus cultos con copal, incienso y otras ceremonias supersticiosas. El padre les mandó sacar y quebrar en su presencia a aquel objeto de abominación, a que obedecieron gustosamente, siguiéndoles todos los demás en el desengaño, como los habían seguido en la infidelidad. De allí pasaron a la villa de Córdova, donde el padre Lorenzo López recibió carta del ilustrísimo señor don Juan de Palafox, en que le significaba que se alegraría que pasase al pueblo de Cozamaloapan, situado junto al río de Alvarado, no muy lejos de la costa a predicar el día de la limpia Concepción, en la dedicación de un nuevo templo dedicado a este gloriosísimo misterio. Obedeció el padre prontamente y publicó el jubileo en aquel lugar, de que recogió un copiosísimo fruto que continuó en Tacotalpa, Alvarado, Talixcoya y Medellín. De aquí hubiera pasado a Veracruz, solo distante tres leguas, sí en los últimos días de diciembre no hubiera el padre López recibido segunda carta del ilustrísimo, que lo llamaba para que lo acompañase en la visita de su diócesis, que intentaba comenzar a principios del año siguiente, y en que tendrá lugar más propio esta segunda expedición.

Las que se hacían por este mismo tiempo al Norte de la América en la provincia de Taraumares eran de muy distinta naturaleza: quitado el mando al capitán Juan de Barasa, el único que había por experiencia   —251→   y por valor capaz de sujetar a los alzados, y el único a quien ellos temían, se comenzaron a experimentar cada día mayores estragos. Las dos naciones confederadas, tobosos y cabezas, como un torrente sin diques corrían la tierra, mataban y robaban impunemente en los caminos y los poblados, en las haciendas y en las minas. A los principios del año se había dado el comando de las armas con el título de teniente de gobernador y capitán general, al maestro de campo don Francisco Montaño de la Cueva. Se puso luego en campaña; pero con tal desprecio y atrevimiento de los indios, que en aquellos mismos días acometieron sus haciendas, robaron todo el ganado, talaron los sembrados, pusieron fuego a las casas y dieron a conocer a todo el mundo su debilidad o su ineptitud para aquel empleo. Con la impunidad de estos delitos y ninguna resistencia de los españoles, crecía cada día más el número de los alzados.

Por uno de los pocos indios que se pudieron haber a las manos, se supo que los salineros, mamites, julimes, conchos y colorados, se habían allegado al partido de los cabezas y tobosos. Nada se extrañó más que la sublevación de los conchos, nación dócil y que hasta entonces había sido la más fiel a los españoles y la primera en defenderlos. No hallando motivos que pudiesen inducirlos al rompimiento, se les enviaron algunos que sondeasen sus ánimos; pero en breve se declararon de un modo que no dejó dudar de la disposición en que se hallaban. En el pueblo de San Francisco de Conchos, doctrina de la seráfica familia, la mañana del día 25 de marzo estando para celebrar la fiesta de la Encarnación los padres fray Félix Cigarán y fray Francisco Lavado, sintieron una extraordinaria conmoción y algazara en el pueblo. Saliendo a las puertas vieron al cacique, por nombre don José, que corría hacia la iglesia huyendo de una multitud de indios que lo seguían armados de arcos, flechas y macanas. El cacique se entró por la iglesia; pero sus enemigos no se hallaban en ánimo de respetar aquel sagrado asilo, y ciegos de la cólera se entraron en aquel lugar santo. Los religiosos no pudieron disimular un atentado tan sacrílego, y procuraron impedirles la entrada con un celo que les costó a entrambos la vida. A las puntas de las flechas y golpes de las macanas acabaron felizmente, regando con su sangre la casa de Dios, cuyo celo los consumía. Entre tanto, otra porción de ellos entró a las piezas interiores del convento, donde se había refugiado el cacique don José. Mientras unos pretenden forzar las puertas, otros más atrevidos   —252→   pusieron fuego a los techos, entre cuyas llamas acabó el buen cacique. De aquí pasaron al pueblo de San Pedro, doctrina también de religiosos franciscanos sobre el mismo río de Conchos. Los moradores de este pueblo, ya de concierto con el grueso de la nación, habían persuadido a su ministro que pidiese al padre Virgilio Maez, de la Compañía de Jesús, cuyo partido distaba solo seis leguas, una escolta de veinte o treinta taraumares para la seguridad de su persona y del pueblo, si llegaban a invadirlo los alzados. Bajo este espacioso pretexto se ocultaban designios perniciosísimos. Los intentos eran, según se supo después, acabar con la vida de aquel religioso, y atribuir la muerte a los taraumares para incitar a los españoles contra esta nación y obligarla a unirse con los demás alzados. La providencia del Señor dispuso que mientras el religioso franciscano fue a verse con el padre Vigilio Maez, acometieron los forajidos conchos las aldeas y haciendas vecinas a San Pedro. Los naturales ya conocidos no aguardaron a que volviese su ministro ausente, y desampararon las casas, entregándolas a las llamas. El Tizonazo, único pueblo de aquellas siete naciones que estaba a cargo de la Compañía y en que estaba el padre Diego de Osorio, siguió bien presto la misma fortuna, como los de San Bartolomé, San Luis, Mascomahua y Atotonilco, que doctrinaban los padres franciscanos.

Con el motivo de estas hostilidades y la noticia que se tuvo de que por este mismo tiempo todos los indios conchos que se hallaban en el Parral y sus contornos habían desamparado, el padre Nicolás de Zepeda escribió al teniente de gobernador don Francisco Montaño para que diese providencia correspondiente para la seguridad de los neófitos taraumares y de sus ministros para si no mandarlos retirar a sus respectivos partidos conforme a lo que desde el año antecedente había dispuesto el padre visitador Martín Suárez. Respondió el maestro de campo que para el día siguiente de la fecha, que era el 26 de abril, remitiría quince soldados con un cabo para escolta de aquellos padres; sin embargo, habiendo esperado muchos días el efecto de esta promesa, y creciendo cada instante más el peligro, el padre Zepeda ejecutó las órdenes y mandó a todos los misioneros, cuyos partidos estaban en fronteras de alguna de las naciones confederadas, que se retirasen al real de San Felipe, o Chihuaha. El padre Diego de Osorio que administraba el pueblo de Tizonazo, se retiró al real Indeé.

[Hostilidades de los Tizonazo] Los naturales de este partido, que eran los últimos que habían entrado   —253→   en la liga de las siete naciones, recompensaron esta tardanza con más frecuentes y más crueles insultos. Eligieron uno que presidiese a toda la nación, a quien obedecían como a rey. Era éste un indio bastantemente ladino y sagaz, que en memoria del ilustre jesuita que lo había bautizado, se hacía llamar Gerónimo de Moranta. A otro llamado Nicolás Baturi [o pies de liebre] dieron el oficio de capitán. A uno llamado Hernandote dieron el título de obispo. A su cuidado pertenecían las cosas de la religión, él les decía misa, remedando con ridículas e impuras ceremonias el adorable sacrificio, él los casaba y los descasaba a su voluntad. Partiéronse luego en tres trozos, llevando a todas partes el susto y la desolación. Los unos acometieron el sitio de Ramos: otros fueron hacia Cuencamé: otros hacia San Pedro, pueblo cercano y de la jurisdicción de Parras. Aquí, como en lugar menos poblado, fue mayor el estrago. Después de haber muerto a muchos y puesto fuego a las casas, entraron en la iglesia, quebraron, arrastraron y profanaron cuanto no podía serles de ninguna utilidad. La contingencia de haber ido a Parras el padre Diego del Castillo, que doctrinaba a aquel pueblo, lo libró de la muerte.

Los forajidos determinaron pasar a Parras, y habían ya emprendido el camino que hubieron de dejar avisados de sus espías, de la gente y armas que había para resistirlos. En este camino cautivaron a una española y cuatro hijos suyos que presentaron al pérfido Moranta. Cuando estaban en su presencia refiriendo con jactancia los robos y muertes que habían hecho, la buena mujer no podía contener las lágrimas. Se trató en su junta de matarla; pero prevaleció la opinión de los que tuvieron a mayor gloria hacerla que les sirviese en los oficios más groseros. No tuvieron la misma piedad con sus hijos: de tres varones quitaron a los dos la vida a los ojos de la infeliz madre, y al más pequeño pocos días después. Lo mismo quisieron hacer con una hija; pero venciendo la lascivia a la inhumanidad, hubo de entregársele a uno de los principales caciques que la pretendía para sí, piedad más cruel para hija y madre que la muerte que hubieran podido darles. Apartadas al día siguiente, a la madre por nombre Antonia Tremiño, le quitaron el calzado y honestos vestidos que llevaba: cortáronle el pelo, hacíanse servir de ella en cortar leña, cargar agua y todo lo demás que acostumbraban hacer entre ellos las mujeres. El padre Nicolás de Zepeda, de quien tenemos una prolija relación de este alzamiento, y que conocía a la mujer dicha y a su marido Antonio   —254→   Pérez de Molina, asegura que a pocos días de cautiverio y de trabajo, casi repentinamente encaneció. Después de algunos meses de tan triste servidumbre y de haber mudado muchos amos, que por un capote o un caballo la compraban, hubo de pasar a los tobosos, como un gaje y prenda que asegurase la alianza entre las dos naciones, y éstos cuando trataron de rendirse a los españoles y de restituirse a sus pueblos, quisieron quitarle la vida por no dejar un testigo de sus maldades; la que después de haber padecido aun más sensible ultraje, el mismo indio que la había tan gravemente injuriado, la dejó en el campo, a media legua de la hacienda de don Diego de Ontiveros, diciéndole que se fuese como se fue en efecto, donde aunque recibida con cristiana caridad, oprimida de la vergüenza y del dolor vivió algunos meses en amargo llanto.

[Expedición de don Luis de Valdés al castigo de los alzados] Entre tanto las naciones confederadas habían juntádose para determinar los modos de hacer la guerra y los puestos en que debían repartirse para no carecer de alimentos, de que por su multitud empezaban ya a sentir alguna falta. En esta asamblea resolvieron acometer al valle del Espíritu Santo o del río Florido, y singularmente el pueblo de San Miguel de las Bocas, de que esperaban sacar mucho botín y llevarse al padre Nicolás de Zepeda, a quien conocían muy bien de seis años que había administrado el pueblo del Tizonazo. En efecto, aquel valle era el más poblado de haciendas abundantes en ganado y fecundas en grano, con que habrían podido mantener la guerra mucho tiempo. La providencia del gobernador don Luis de Valdés cortó a tiempo todas estas medidas. Este prudente caballero dividió su gente en cuatro partes. En Atotonilco dejó al maestre de campo don Francisco Treviño con orden de recibir en paz a los indios, que acaso perseguidos en otras partes viniesen a pedirla rendidos. Al capitán Cristóbal de Nevares envió por el lado de los conchos. Dio por otra parte orden al capitán Juan de Barasa para que prontamente viniese con toda la gente de su presidio a juntársele a pocas leguas del real de Cuencamé, donde él con la mayor parte de la gente debía salir a fines de agosto. Penetró hasta las salinas en busca de los forajidos, cuyos designios acerca de la entrada que pretendían hacer al río Florido y pueblo de las Bocas, se entendieron por algunos espías. A pocos días de marchase halló el campo del gobernador a vista de la desordenada multitud de los bárbaros, que sobrecogidos de temor se recogieron a lo más alto de un monte, desde donde gritaban confusamente pidiendo paz y enarbolando   —255→   bandera blanca. Don Luis Valdés, aun contra los votos de la mayor parte de su consejo, determinó recibirlos al perdón, y en esta confianza bajo el cacique Moranta acompañado de los principales a jurar la obediencia y acogerse a la clemencia del general. Éste, para mayores muestras de la sinceridad con que los admitía, les dio el capotillo de campaña que llevaba, bien conocido por la cruz de Santiago de que era caballero. Un religioso franciscano les dio también su capilla, y pidiendo tres día de tregua, volvió el Moranta a los suyos para asegurarles de las buenas intenciones del gobernador y atraerlos a la paz. En rehenes quedaron diez y ocho o veinte caciques. Se conoció bien presto cuan poco se podía contar sobre la palabra del pérfido apóstata. Pasaron los tres días y algo más, que la benignidad del gobernador quiso esperarlos sin que pareciesen; y no pudiendo subsistir el ejército más largo tiempo entre aquellas ásperas montañas sin bastimentos, determinó el general pasarse al cerro Gordo, donde era muy fácil proveerse de lo necesario. El capitán Bartolomé de Acosta, que con quince soldados había quedado de guarnición en San Miguel de las Bocas, tuvo la fortuna de aprisionar una cuadrilla de veintiocho o treinta personas con seis de las principales cabezas, a los cuales, como a los rehenes que habían quedado en el campo, averiguados gravísimos delitos, se les dio sentencia de muerte, disponiéndolos a morir cristianamente el padre Nicolás de Zepeda, su antiguo ministro, que había mandado llamar el gobernador para ver si por su medio podía reducir a los forajidos, a cuyas tierras se disponía a hacer nueva entrada. Ellos, que no estaban ignorantes de los designios del general, de quien después de la traición antecedente no podían prometerse buen cuartel, se encaminaron a su teniente don Francisco Montaño que había quedado, como dijimos, en la frontera de Atotonilco. La parcialidad del cacique Moranta envió a éste un indio joven, de buena presencia, muy ladino y muy estimado entre ellos por su valor y sus ardides, a quien llamaban Dominguillo. Éste, después de haber pretendido justificar en cuanto pudo la conducta de los suyos, pidió en nombre de todos, ser admitido a la paz y buena gracia del gobernador; y añadió que la mayor prenda que podía dárseles de ser benignamente oídos, sería enviarles de parte del gobernador a un indio noble de su nación, a quien ellos amaban tiernamente, y cuyos consejos les pesaba no haber seguido en la ocasión. Era éste un indio de muy bellas costumbres, muy fiel a los españoles, y seguía entonces al maestre de campo.   —256→   Éste, temiendo quisiesen quitarle la vida, resistió largo tiempo enviarlo hasta que los mismos diputados se ofrecieron a quedar en prendas, con que probaron sinceramente su propuesta.

[Éxito de esta jornada y sosiego de los indios] Partido el buen indio, llamado Francisco Mandá, tuvo que luchar algún tiempo con la obstinación de sus naturales, que no todos habían consentido de buena fe en la embajada de Dominguillo. Verosímilmente habría tenido esta negociación el mismo éxito que la antecedente, si no hubieran subido que el gobernador a los 18 de setiembre, partiendo de Cerro Gordo a la frente de cinco compañías y mucho número de indios amigos tepehuanes y taraumares había entrado a sus tierras; con este nuevo temor hubieron de rendirse y el Mandá volvió a Atotonilco a dar al maestre de campo estas alegres nuevas. Se dio luego parte a don Luis Valdés, quien fue de parecer que no se recibiesen a la paz sino con la condición de haber de entregar las cabezas y motores principales del alzamiento, cuyo castigo y escarmiento de los demás era el fin principal de tantos gastos como se habían a la real hacienda. Con esta condición bajaron 130 de los más pacíficos y de allí a pocos días el mismo cacique Moranta con el grueso de los salineros, los cuales mantuvo siempre a la vista don Francisco Montaño hasta la vuelta del gobernador que con esta noticia vino a la mitad del mes de noviembre a dar el orden conveniente en el castigo de los culpados y la distribución de los pueblos a que debían agregarse. No se hizo esto sin bastantes dificultades aun menos de parte de los indios que de los mismos españoles. Entre éstos había gran discordia sobre el pueblo a que debían incorporarse los cabezas. Uno de los capitanes se ofrecía a asentarlos en el Cerro Gordo, llevado de particulares miras, como después manifestó el suceso. El gobernador quiso sin embargo que volviesen al Tizonazo, como volvieron en efecto a principios del año de 1646, aunque no con tan buen orden como se deseaba. Los émulos del capitán Juan de Barasa informaron al gobernador que no convenía confiarle el asiento y establecimiento de estas naciones por ser hombre de genio áspero, a quien los indios habían tenido siempre un grande horror. Llevado de estas razones que parecían no tener más objeto que el bien de los indios, don Luis Valdés, hombre sano y de buenas intenciones fió la empresa a aquel mismo sujeto que se ofrecía a poblarlos en Cerro Gordo. Éste no pensó sino en conseguir de los indios lo que no había conseguido del gobernador. Efectivamente, los condujo al Tizonazo, pero con palabras, con   —257→   donecillos y con amenazas, inspirándoles máximas muy contrarias a la pública tranquilidad, dentro de poco tiempo se comenzaron a experimentar los tristes efectos de su maliciosa conducta. Los indios en pequeñas cuadrillas se desparecían cada día del pueblo y se acogían a la casa de su conductor, que sin cuidado alguno de su doctrina e instrucción los mantenía en su servicio a pesar de las demostraciones de los misioneros, y aun de expresas órdenes de don Luis Valdés, que muy tarde conoció ser engañado. Por otra parte, el ilustrísimo obispo de Durango, impresionado contra los religiosos de la Compañía y de San Francisco, de cuya dureza creyó, como dijimos, habían tenido ocasión los movimientos pasados luego que supo haber bajado de paz las naciones alzadas, destinó párroco clérigos que recibiesen los pueblos del Tizonazo y de San Miguel de las Bocas, que administraba la Compañía, y otros dos que estaban a cargo de los religiosos franciscanos. El gobernador mandó formar una junta de los capitanes y sujetos más principales de los pueblos vecinos, y respondió al ilustrísimo, que de entregar aquellas administraciones a nuevos párrocos, que entraban sin conocimiento ni experiencia alguna del genio y costumbres de los indios, entre otros graves inconvenientes se seguiría infaliblemente haberse de turbar y romper la paz y tranquilidad de los nuevos establecimientos que entonces se pretendían. Le proponía con viveza razones capaces de desimpresionarlo del falso concepto en que estaba de los misioneros regulares, y añadía que mientras no le constase de la voluntad del rey, no podía resolverse a privar de la administración de aquel rebaño a los religiosos franciscanos y jesuitas, en que a costa de sudor y de sangre habían introducido la fe de Jesucristo. Con esta resolución desistió entonces de su intento el ilustrísimo señor don fray Diego de Evia. Los indios salineros y vecinos del real de Mapimi, que no habían aun dejado las armas, atemorizados poco después por el capitán Juan de Barasa, hubieron también de rendirse, y distribuidos por su mano en diferentes pueblos, descansó toda la tierra de las hostilidades pasadas.

[Estado de las misiones de Sonora y muerte del padre provincial Juan de Bueras] En la nueva misión de San Francisco Javier, provincia de Sonora, después de la muerte del capitán don Pedro Perea, caminaba todo con prosperidad. El padre visitador Pedro Pantoja que con el padre Bartolomé Castaño, había sido fundador de aquella misión, no perdonaba cuidado ni trabajo alguno para avanzar más cada día las espirituales conquistas. Dividió toda la región en siete partidos, de que cuidaban otros tantos misioneros. Al padre Francisco Paris encomendó los   —258→   pueblos de Ures y Necameri. El partido de Huccapa con los pueblos de Banamichi, Senoquipe, Arizpe y Teuricatzi al padre Gerónimo Canal. El de Cumupas al padre Egidio Montefrío: el de Vatuco al padre Juan de Mendoza: el de Guasdavas con Oposura y Nacoberi al padre Marcos del Río: el de Matape al padre Pedro Bueno, y el de Babiacora, que administraba el mismo padre visitador. En el año que hablamos de 46, se bautizaron en los siete partidos dos mil ciento cuarenta y nueve personas entre párvulos y adultos. Por lo demás, la hambre que se hizo sentir bastantemente en este tiempo, dio copiosa materia a los misioneros, tanto de Sonora, como los pueblos septentrionales de Sinaloa. El padre visitador Juan de Bueras, creyó conducir la visita general de la provincia, poniendo la última mano a los negocios de Sonora. Caminando para Guadiana recibió carta de los padres consultores, por las cuales conoció ser necesaria su presencia en México, para donde volvió con diligencia, y dando por concluida la visita tomó a su cargo el gobierno de la provincia. A pocos días se comenzó a sentir gravemente enfermo, y administrados los Santos Sacramentos, descansó en paz con mucho sentimiento de sus súbditos y de muchos extraños que lo trataron. Gobernó diez años la provincia de Filipinas, a donde había ido de la de Toledo. En todas partes edificó con una sinceridad de espíritu, con una apacibilidad de costumbres, con una humildad, que casi había llegado a serle natural, y con una discreción y suavidad admirable. En medio de una rigorosísima pobreza, halló su caridad fondos suficientes para socorrer a muchas familias de China y Japones, que huyendo de la cruel persecución que se movía, contra el nombre cristiano, se desterraron voluntariamente a Filipinas, y sacrificaron a la fe todos los bienes de la tierra. El tiempo que gobernó en Nueva-España con la suavidad y dulzura, que era el alma de todos sus dictámenes, estuvo deteniendo aquella tempestad que algún tiempo después de su muerte prorrumpió con estruendo. Descansó en paz el día 19 de febrero en el colegio máximo. Por su fallecimiento se abrió el segundo pliego en que se halló señalado provincial al padre Pedro de Velasco, actual rector de aquel colegio, hombre de mucha religiosidad y de eminente literatura, con que oscureció, o por mejor decir, ilustró la nobleza de su origen. Tomó el padre Pedro de Velasco posesión del provincialato el día 12 de febrero, aunque a principios del año siguiente recibió carta del padre general, en que le confirmaba por el trienio entero el gobierno de la provincia.

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[Principios y establecimientos de la congregación de la Purísima] El padre provincial Juan de Bueras había antes de morir puesto la última mano a la ilustre y venerable congregación de la Purísima, de que por tanto debemos dar aquí, como en su lugar propio, una breve y exacta relación. Dijimos por los años de 1641 como había pasado de la casa profesa al colegio máximo el padre Pedro Juan Castini, y comenzado a juntar algunos piadosos estudiantes de las clases mayores, a quienes hacía familiares y fervorosas pláticas sobre materias de espíritu. A poco tiempo, con el dulce trato del padre y el buen olor de devoción que inspiraba aquel la edificativa juventud, comenzó a aumentarse el número y a llegarse algunos ejemplares sacerdotes y seculares de algún carácter. Este aumento llenó de consuelo al padre y le obligó a dar alguna forma regular a aquellas juntas. Se señaló día que hubiese de ser jueves o el que en su lugar vacase en la semana, para que no faltasen los cursantes a la tarea de sus estudios. Se destinó para teatro de sus devociones y pláticas el general, de que a poco tiempo se pasaron a la interior capilla de Loreto, y se fijaron las pláticas a solo los tiempos de adviento y de cuaresma. Así perseveró por todo el año de 42, hasta que a principios del siguiente creyendo el padre poderse prometer algo más del fervor y constancia de aquellos sus alumnos, les propuso que se eligiese un prefecto de entre ellos mismos a pluralidad de votos, como fue efectivamente elegido el bachiller Pedro Velázquez de Loayza. En este mismo día, que fue justamente el 30 de abril, pareciendo muy estrecha la pieza en que hasta entonces habían hecho sus ejercicios, se pasaron al coro de la iglesia. Fuera de esta mudanza de lugar y la institución del nuevo prefecto, todo lo demás se quedó por entonces en la misma disposición, hasta el aumento de 1642, en que aumentado ya el número de los oyentes pareció necesario bajarse al crucero al brazo derecho, donde ante el altar de la Anunciata prosiguieron sus piadosos ministerios. A fines del año de 45 se habían ya agregado más de cuarenta sacerdotes, y como otros tantos seglares deseosos de su aprovechamiento; con lo cual, más animado el padre Castini, les propuso que formasen una congregación en que se perpetuase el fruto espiritual de que gozaban. Propúsoles esto después de una plática el día 7 de diciembre de 45, y fue oído con tanta aceptación, que inmediatamente después partieron juntos al aposento en que yacía enfermo el padre provincial Juan de Bueras a pedirles erigiese aquella sociedad en congregación, conforme a las otras muchas que había en nuestras casas y colegios, y les concediese plena   —260→   libertad o facultad de hacer sus juntas y en ellas deliberar la substancia, advocación, modo condiciones, y estatutos más conducentes al fin que pretendían de la perfección cristiana. Añadieron, que su reverencia les señalase lugar propio para sus espirituales ocupaciones y propio prefecto que les dirigiese: que querían fuese señaladamente el mismo padre Pedro Juan Castini; y finalmente, que al mismo padre se le encargase la continuación de dichos pláticas, no solo en adviento y cuaresma, sino en todas las semanas del año, en los días que al cuerpo de la congregación pareciesen más proporcionados. El padre visitador y provincial condescendió gustosamente con tan piadosos deseos: prometió cooperar de su parte a que el padre general agregase aquella nueva congregación a la primaria de la Anunciata de Roma. Para lugar de sus juntas les ofreció la capilla de la Concepción, que por entonces estaba ya acabándose. No aceptaron este honor creyendo que era muy pequeña la pieza para los aumentos que se prometían en lo futuro, y por otra parte muy en lo interior del colegio para que tantas personas seculares pudiesen allí concurrir tan frecuentemente sin mucha incomodidad de los sujetos de casa. Determinaron, pues, quedarse en la misma bóveda que servía de entierro, y en que vencidas no pocas dificultades han perseverado hasta el presente. En la siguiente junta, que se tuvo el 7 de enero del año en que vamos, primeramente me ratificaron en el designio de formar una congregación, y quisieron que tuviese por título la Purísima Concepción de Nuestra Señora, por especial devoción de todos a este gloriosísimo misterio. Convinieron en que los primeros oficiales de la congregación fuesen nueve, un prefecto y dos asistentes, que necesariamente hubiesen de ser sacerdotes y seis conciliarios, dos eclesiásticos de algún orden sacro y cuatro seculares que hubiesen de elegirse cada año, en el día que se señalase la misma congregación, que casi desde entonces fue el 27 de enero consagrado a la memoria del padre San Juan Crisóstomo. Para la primera elección se destinó el día 17 de aquel mismo mes, en el cual elegidos con suma concordia los nueve oficiales, todo el cuerpo de la congregación les cedió el derecho para que en su nombre, y de acuerdo con el padre Castini, formasen los reglamentos y constituciones convenientes a perfección y subsistencia de obra tan piadosa, e inmediatamente pasaron los electos a presentarse al padre provincial Juan de Bueras que estaba aun gravemente enfermo de los achaques de que murió poco después. Confirmó el padre visitador la elección de los   —261→   nuevos oficiales y, los nuevos reglamentos que se habían formado en la junta antecedente; pero a causa de la grave enfermedad del padre Juan de Bueras, ni de la primera erección, ni de la confirmación, pudo quedar instrumento auténtico por donde pudiese constar y pretenderse la formal erección y agregación deseada de Roma. Falleció, como dijimos, dentro de pocos días el padre Juan de Bueras; y habiéndose sucedido en el gobierno de la provincia el padre Pedro de Velasco, según lo resuelto en nueva junta de 20 de febrero, presentó la congregación un escrito al nuevo provincial pidiendo confirmación de todo lo hasta allí actuado, que concedió con acción de gracias el padre Pedro Velasco en 20 de marzo de 646. Desde este tiempo, tanto de parte del padre provincial, como del padre Pedro Juan Castini y la venerable congregación, se escribió a nuestro muy reverendo padre general, sin cuya institución no podía tener alguna firmeza el nuevo edificio, ni procederse a formar las constituciones y reglas para su permanencia y perfección. A pesar de tan vivas diligencias, tardó cinco años la aprobación del padre general, que no llegó hasta el de 1651, en que ya gobernaba el padre Picolomini. Su antecesor el reverendo padre Vincencio Carraffa había en efecto desde el año de 1648 erigido y agregado a la Anunciata de Roma; pero esta primera institución sin noticia alguna en México había pasado a Filipinas por descuido de los conductores, de donde no vino a Nueva-España hasta el año de 1653. Se conoció la particular providencia del Señor en haberse impetrado confirmación del padre Picolomini, sin noticia alguna de la que había concedido su antecesor, y como se vio después, no hubiera podido tener efecto alguno, por venir aprobada y agregada a la primaria de Roma la congregación la Purísima fundada en la casa profesa de México; equívoco tanto más substancial, cuanto era cierto haberse fundado en dicha casa otra congregación de venerables sacerdotes bajo el mismo título en tiempo del ilustrísimo señor don Juan de la Serna, de que hablamos por los años de 1616, y de que aunque muy débiles, quedaban aun algunas memorias que volvieron a revivir poco después, como diremos a su tiempo.

[Ilustres congregantes de la Purísima] Tales fueron los principios de la ilustre congregación de la Purísima. Comenzáronla unos pocos estudiantes que formalizada ya la planta y mudando el martes en jueves, en que solían ser sus piadosas juntas, hubieron de ceder el lugar a las primeras personas de la república, que tanto del cabildo eclesiástico como de la real audiencia, inquisición y otros tribunales, concurrieron a porfía a dar sus nombres y   —262→   trabajar en su propia perfección. Tales fueron el ilustrísimo señor don Juan de Palacios, entonces catedrático de prima de leyes de la real Universidad y después obispo de Cuba, donde juntó y dio a luz el sínodo provincial, en que tanto resplandece su celo, piedad y prudencia, y que hasta ahora se observa con tanta exactitud y veneración en aquella diócesis. El ilustrísimo señor don Juan de Mañozca, entonces inquisidor de México, y después obispo de Cuba y Guatemala y electo de la Puebla. El doctor don Juan Manuel de Sotomayor; caballero del orden de Calatrava y oidor de la real audiencia. El excelentísimo señor don Juan de Leyba, conde de Baños, virrey, gobernador y capitán general de estos reinos, de cuyos admirables ejemplos en este asunto hablaremos en otra parte, y en quien puede gloriarse la venerable congregación de la Purísima de haber dado al mundo aquella grande luz de desengaño, con que renunciando al mundo se acogió a la humildad de la vida religiosa entre los carmelitas descalzos de Madrid. Con este mismo esplendor, y lo que es más, con el mismo fervor en sus espirituales ejercicios de oración, lección y frecuencia de sacramentos, cultos de la Virgen Santísima, fraternal concordia, piadosas limosnas y visitas de hospitales, permanece aun hoy esta ilustre junta.

[Visita del señor Palafox en su diócesis y misión del padre Lorenzo López] Para principios de este año había resuelto, como dijimos, el ilustrísimo señor obispo de la Puebla don Juan de Palafox emprender la visita de su vasta diócesis, en que había conseguido del padre visitador Juan de Bueras, le acompañase el padre Lorenzo López, fervoroso operario de indios en el colegio del Espíritu Santo, que por mandado de Su Señoría Ilustrísima acababa de llegar de la misión que escribimos el año antecedente. Después de seis meses de continua fatiga, de caminadas más de 240 leguas, de haber predicado más de doscientos sermones, y oído de penitencia más de siete mil almas, sin más descanso que el de los pocos días que corrieron de 15 de enero a 5 del mes siguiente, volvió el incansable espíritu del padre Lorenzo López a la tarea de sus ministerios apostólicos, y salió de Puebla acompañando al señor obispo. En todo el camino que fue de más de cuatrocientas leguas, repartida entre sí la fatiga, el señor obispo predicaba a los españoles y el padre López a los indios, cuyas confesiones oía solo por no ir algún otro sacerdote que supiese el idioma mexicano, otomit y totonaco que el padre poseía juntos en igual perfección. La aspereza de los caminos, la desigualdad de los temperamentos, y el no interrumpido trabajo de la misión, sobre un cuerpo no muy robusto y aun cansado ya con los viajes y   —263→   penosas tareas de la misión antecedente, atrajeron al padre López luego que llegó al puerto de Veracruz unas tercianas de que no pudo sanar, hasta que por orden de los médicos salió para Jalapa. El ilustrísimo le ofreció con grande liberalidad todo lo que pareciese necesario a su curación y convalecencia, aunque las providencias que se dieron del colegio de Veracruz no dieron lugar a admitir este favor. Entre tanto, el señor obispo recorrió los restantes pueblos de la costa, y tuvo la benignidad de esperar al padre ya convalecido en Atzala, a doce leguas de Jalapa, desde donde prosiguió con el mismo fervor y espíritu, hasta volver a la Puebla a los 27 de junio.

El señor don Juan de Palafox dio al padre provincial Pedro de Velasco las gracias de lo mucho que en aquella ocasión había trabajado por el bien de su rebaño el padre Lorenzo López, significando al mismo tiempo cuánto gustaría que no saliese el padre de aquella ciudad y colegio en que eran tan gloriosos y tan útiles sus trabajos.

[Dotación del colegio de Guatemala y jura de San Francisco Javier por patrón de la ciudad] En este mismo tiempo, cuarenta años después de establecida en Guatemala la Compañía, y habiéndose mantenido en ella de voluntarias limosnas con no pequeñas incomodidades, le proveyó el Señor de cuantiosa dotación por la piadosa generosidad del capitán don Nicolás Justiniano, vecino de la misma ciudad, caballero del hábito de Santiago, y de la nobilísima familia de los Justinianos de Génova, que ofreció para la fundación treinta mil pesos. Aceptó el padre provincial Pedro de Velasco, y confirmó después el padre general Vincencio Carraffa, concediéndole todas las gracias y privilegios que a sus fundadores acostumbra la Compañía. El piadoso caballero por la singular devoción que tuvo siempre a nuestro glorioso patriarca señor San Ignacio, quiso dejarlo por sucesor de su patronato, para que en el día de su fiesta se dedicase a él la candela que se acostumbra dar a los patronos. Con estos nuevos aumentos crecía justamente el esmero y aplicación de los obreros a la común utilidad de aquella república, en que tan provechosamente se empleaban sus saludables exhortaciones. Este aprecio y docilidad se manifestó singularmente en el siguiente año de 1647. Llegó a Guatemala la funesta noticia del violento terremoto, que por mayo de aquel mismo año había casi enteramente arruinado en pocos minutos la ciudad de Santiago de Chile en los reinos del Perú. Añadíase en la relación, cómo entre la ruina común de los edificios en que habían muerto más de mil personas, había caído también el palacio episcopal. Gobernaba actualmente aquella diócesis el ilustrísimo y reverendísimo   —264→   señor don fray Gaspar de Villarroel, y cavando para darse a su cadáver, lo hallaron sin la menor lesión dando muchas gracias a Dios y al apóstol de las Indias San Francisco Javier, de quien era singularmente devoto, y a quien había invocado al desplomarse el edificio. Refirió este caso prodigioso predicando en la festividad de San Francisco Javier el padre Lucas de Salazar, y concluyó exhortando a su auditorio a la devoción y recurso a tan poderoso abogado para defenderse del terrible azote de los temblores, de que ha sido siempre tan molestada la ciudad de Guatemala. Esta piadosa exhortación tuvo más efecto que el que podía prometerse el orador. A los quince días, ya la ciudad en pleno cabildo había resuelto jurar por patrón contra los temblores a San Francisco Javier, prometiendo hacerle a sus expensas la fiesta en nuestra iglesia, y asistir en forma de ciudad, como efectivamente lo juraron, precediendo la aprobación y confirmación del señor don Diego de Avendaño, presidente de la real audiencia, y del ilustrísimo señor don Bartolomé González Soltero, que con acuerdo de su cabildo y general aplauso y alegría del pueblo, hizo de guarda el día 3 de diciembre en que honra la iglesia su memoria.

[Gobierno del padre Pedro de Velasco, aumento de las misiones e intento de la reducción de los hymeris] Había ya cerca de un año que gobernaba la provincia el padre Pedro de Velasco, cuando vinieron de Roma nuevos pliegos en que el mismo padre venía señalado provincial. Fue esta asignación un golpe doloroso para el humildísimo padre, como lo mostró bien, consiguiendo con instancias de nuestro muy reverendo padre general que no se le contase el trienio de su gobierno desde este nuevo orden, sino desde el día 21 de febrero de 1646, en que por fallecimiento del padre Juan de Bueras lo había tomado a su cargo. Se creyó desde luego una particular providencia del Señor haber puesto en tiempo tan calamitoso a la frente de la provincia un hombre de tanta circunspección, de tan acreditada literatura, de tan grande fortaleza de ánimo, junto con una humildad tan heroica, una moderación y aun unas canas tan respetables en lo humano, que aun los más declarados émulos de la Compañía no tuvieron otro crimen de que acusarle sino de alguna deferencia a los dictámenes del padre Francisco Calderón, actual propósito de la casa profesa. En su visita de que había vuelto poco antes, había dejado a todos los colegios prudentísimos reglamentos y ordenanzas con que se veían todos obligados a proceder en la más rigorosa observancia. Cuidó singularmente de las misiones de los gentiles a que él mismo había dedicado tan gustosa y útilmente sus primeros fervores. Tuvo el sólido   —265→   consuelo de muchos espirituales aumentos debidos al fervor de los operarios. En la misión de San Francisco Javier se aumentó el rebaño de Jesucristo con más de veinte mil adultos que recibieron el bautismo, según la relación del padre Pedro Pantoja, a quien por su singular actividad y celo se había continuado seis años en el oficio de visitador. Nuevamente, para arrancar de él toda la ocasión de los pasados disturbios, pretendía enviar dos misioneros que llevasen la luz del Evangelio a los hymeris. Esta nación parecía estar la más bien dispuesta del mundo para recibir la semilla de la santa doctrina. Muchos de ellos salían con frecuencia al valle de Sonora a visitar a los misioneros más vecinos, y a mostrarles el gusto que tendrían de verlos en sus tierras.

Tal vez las madres, atraídas del buen hospedaje que hallaban en los pueblos de los cristianos, traían a sus hijos para que se bautizasen como en efecto se ejecutó con muchos.

El padre visitador propuso en una de las juntas a los padres, si los parecía conveniente encargarse la Compañía de aquella nueva empresa, y conviniéndose y aun ofreciéndose todos al trabajo, señaló a los padres Pedro Bueno y Francisco Paris, que aceptaron la comisión con extraordinaria alegría. Ya se disponían para la jornada, cuando se supo por una carta del capitán de aquellas minas cómo intentaba hacer justicia en Babispe de un indio malhechor, lo que avisaba para que se dejase hasta mejor ocasión la entrada a los hymeris, que aunque distantes, no dejarían de tener muy presto la noticia y servirles de rémora para sujetarse a los españoles. En efecto, no pareció prudencia exponer la vida de los dos misioneros a la natural inconstancia y barbarie de unas naciones, que con muy ligeros motivos mudan ordinariamente de consejo, y se despachó luego correo a los padres para que suspendiesen la partida hasta nueva orden.

[Noticia de los guazaves y su reducción] Los frutos que se esperaban de la conversión de los hymeris recompensó el cielo abundantemente con la entera reducción de los guazaves. «Había esta nación (dice en su carta de 4 de abril el padre Marcos del Río) como a ciento cincuenta leguas de la villa de Sinaloa, y llámanse así, o porque en su país madura muy temprano la pitaya de que hay grande abundancia, o porque hay muchas milpas. Viniendo de Sinaloa se camina para estas gentes entre Norte y Poniente, y están repartidos en cuatro valles con otros tantos pueblos, de los cuales riega un brazo del río Vaqui, teniendo al oriente los babispes, y al Poniente   —266→   la misión de Cumupas, de Sonora, con cuyos moradores están emparentados, hablan la misma lengua, y observan las mismas costumbres». Desde cuatro o cinco años antes había intentado sujetar esta nación el capitán don Pedro Perea, acordonó el sitio y mandó acometer por varias partes, lo que no pudo conseguir sino a costa de grandes riesgos. Los guazaves, avisados de su marcha escogieron puesto ventajoso, donde atrincherados a su modo y prevenidos de víveres, esperaron al enemigo, cuyas tropas se componían de más de cien españoles y dos mil indios amigos. Pero de todas partes fue igual la resistencia de los valerosos guazaves. Derramaron mucha sangre de indios confederados, y aun la de no pocos españoles, y le hubieran hecho volver el pie atrás, si al valor no hubiera suplido la industria. Mandó poner fuego a los contornos, que favorecido del viento, prendió velozmente en los troncos y ramajos de que habían formado sus trincheras, y de aquí pasó muy presto a sus chozas. No desmayó por eso el valor de los cercados, antes creciendo con la desesperación se exhortaban mutuamente a vender caras sus vidas y morir antes que entregarse. El capitán sentía vivamente darse por vencido de un puñado de gentes, sin disciplina, y conocía muy bien de cuánto estorbo podía serle dejar a las espaldas nación tan valerosa para los designios que meditaba. Entre estos pensamientos, sabiendo que era gente cuidadosísima de sus milpas y sembrados, hizo entrar por sus cementeras que estaban en los valles vecinos muy verdes y hermosas, una porción de vacas y caballos, mandándolos al mismo tiempo requerir con la paz. Esta estratagema tuvo todo el efecto que el capitán se prometía. La vista de sus milpas destrozadas fue para ellos un espectáculo más triste que el de sus chozas ardiendo para moverlos a rendirse. Bajaron de paz, y desde entonces se había comenzado lentamente por la vuelta de los años antecedentes a trabajar en su conversión. Por febrero de 45 hizo una entrada a sus tierras el padre Cristóbal García, y dando noticia al padre visitador de las demostraciones de gozo con que había sido recibido, se determinaron al año siguiente, por marzo, destinando a los padres Marcos del Río y Egidio de Montefrío, a quienes no pudieron ver salir de sus tierras sin mucho dolor. Compadecido el padre Marcos del Río, les prometió volver en breve a verlos, como en efecto volvió de allí a dos meses. A su arribo le ofrecieron para el bautismo más de cuatrocientos párvulos como en prendas de que ellos harían lo mismo, y para obligar al padre a perseverar en sus pueblos. Movido de tanto fervor   —267→   el misionero, y habido el beneplácito de los superiores, hubo de condescender con sus deseos. Sembró el grano de la divina palabra con tan feliz suceso, que por abril de este año tenía ya bautizados y reducidos a la policía cristiana, más de cuatro mil adultos.

[Fidelidad de los ancianos tepehuanes y epidemia en sus pueblos] No servían de menor consuelo los ejemplos de fervor que se veían en la antigua cristiandad de los tepehuanes. Los del pueblo de Santa Catarina donde había prorrumpido la conspiración del año de 1616 lavaron bien la mancha de su pesada apostasía con un grande ejemplo sus de fidelidad y de constancia en la vocación presente. Quedaban aun algunas funestas reliquias del alzamiento de los salineros y tobosos, y no faltaban entre los de un pueblo algunos que mal avenidos con la sujeción y disciplina de los ministros, intentaron sacudir un yugo que se les hacía de tanto peso. Los tepehuanes más ancianos con la noticia de sus pláticas sediciosas se juntaron para poner remedio, y llamando a su presencia a los mozos inquietos, el indio gobernador les hizo un grave razonamiento en esta forma: «Vosotros, hijos míos, sois jóvenes, y la falta de experiencia os arrastra tras el amor de la novedad. Escuchad los consejos de vuestros padres ancianos. Nuestros mayores tuvieron estos designios atrevidos que ahora fomentáis vosotros. Dieron la muerte a sus pastores y maestros, y a muchos otros inocentes. Pero ¿qué consiguieron con rebelarse contra Dios? Nosotros que alcanzamos aquellos tiempos y éstos, os diremos la verdad. Ellos pagaron con muy desastrosas muertes la pena de su delito, y a nosotros nos dejaron la triste herencia de muchas calamidades nunca antes vistas en el país. El poder de los españoles asoló nuestras sementeras y nuestras casas. Los mismos de la nación, discordes entre sí, volvieron unos contra otros sus macanas y flechas. Las sequedades, las hambres, las epidemias han agotado el número de nuestras gentes que apenas llega hoy a la mitad del que nosotros alcanzamos. Tened siempre en la memoria lo que tantas veces nos repite nuestro padre, que no hay más que un verdadero Dios, y que todo se ha de acabar con la muerte. Nosotros somos testigos que después que hemos obedecido a nuestros ministros, y vivido como buenos cristianos, hemos hallado la paz y la tranquilidad que tanto apetecen los hombres, y que a los que viven quietos y pacíficos en sus pueblos Dios da lo necesario para la vida, y mucho consuelo y sosiego en el fin de sus días»20. Estas palabras   —268→   bastaron para apagar el incendio que ya comenzaba a prender, y el padre Gerónimo Regano, misionero del pueblo, que refiere este suceso, quedó no menos edificado que agradecido al fervor y constancia de los ancianos a quienes debía su vida y la salud de todo su rebaño. A este pueblo, como a muchos otros de tepehuanes y taraumares, afligió por este mismo tiempo una epidemia con que quiso el cielo probar su fervor y su fe. Los misioneros atendían a todas partes con gran celo, como lo muestran siempre los de la Compañía, y sabe todo el mundo en semejantes circunstancias. En medio de la aflicción no faltaban grandes motivos de consuelo. En Santiago de Papázquiaro un indio moribundo sanó repentinamente haciendo voto de servir con su música a la soberana Virgen en las fiestas de una cofradía dedicada al misterio de su Concepción en gracia. Este mismo pueblo, temiendo por la falta de agua, mucha esterilidad del año, hizo una devota procesión a la misma Señora, que no se acabó sin una repentina y copiosísima lluvia, principio de otras muchas que siguieron, y que hicieron uno de los aires más fértiles. Aunque de muy distinta naturaleza no fue de menos gloria para el Señor la constancia de una india que después de haber resistido largo tiempo a las solicitudes de un soldado español, lo apartó de sí enteramente con un valor heroico. Habiéndole traído algunas dádivas para su vestido y adorno, la joven india en su presencia las arrojó en el fuego diciéndole... Señor, dejadme... ¿queréis que por daros gusto arda mi alma eternamente en los infiernos como esas vuestras prendas? No os canséis, que no pienso ofender a Dios...

La epidemia y la sequedad se hicieron sentir igualmente entre los xiximes, taraumares y otras naciones vecinas de que sacó el cielo copiosísimos frutos. Los xiximes hallaron a la sequedad pronto remedio en una devota plegaria que hicieron al Santísimo Sacramento, expuesto públicamente en su iglesia. Entre los taraumares hizo mayor estrago la epidemia, singularmente en el pueblo de San Miguel de las Bocas. A algunos días de contagio cayó herido el misionero padre Gabriel Díaz, portugués de nación, que no perdonaba trabajo alguno por la salud corporal y espiritual de sus amados neófitos. Libre de la enfermedad atribuyó su curación al patrocinio del gloriosísimo Arcángel San Miguel, y apenas mal convalecido, volviendo a sus ordinarias tareas exhortó a sus feligreses a que hiciesen una devota procesión sacando la estatua del santo por el pueblo puesto a la sombra de su nombre,   —269→   y fue cosa de asombro que puntualmente desde aquel mismo día ninguno otro murió de la enfermedad, siendo así que en los días antecedentes jamás bajaron de cuatro o cinco los entierros. Aun de otro modo más maravilloso quiso Dios mostrar a aquellos nuevos cristianos la poderosa intercesión de su glorioso titular. Presentose al padre una india teniendo en sus brazos una criatura de cuatro meses, ya en los últimos trances de la vida por haber tres días que no tomaba el pecho al rigor del contagio. Exhortaba el padre a la buena india a que lo encomendase muy de veras al Santo Arcángel, prometiéndole que no dejaría de socorrerla. Al oír estas palabras la tierna criatura, con admiración del padre y de algunas otras personas que se hallaban presentes, pronunció en alta, clara y distinta voz estas palabras: Sancte Sancte Michael, y luego, volviendo a su natural mudez, buscó ansiosamente el pecho de la que la tenía en sus brazos, y al día siguiente ya estaba con una entera salud. En memoria de tan raro prodigio llamaron a la dicha Inés de San Miguel todo el resto de su vida. No quiso honrar menos el Señor a su fidelísimo siervo San Ignacio. A una india del mismo pueblo sobre el contagio de que estaba gravemente enferma, se añadieron los dolores de un dificultoso parto. Llamado el padre a su socorro, después de confesarla, la exhortó a confiar en Dios que la sacaría de aquel peligro por la intercesión del santo, y luego, poniéndole al cuello una medalla con su imagen, comenzó a rezar sobre la doliente la oración del oficio: apenas la acabó cuando la enferma arrojó una criatura que al parecer de todos los circunstantes estaba muerta. No por eso dejó de acudir con diligencia el fervoroso misionero a ver si daba algunas señas de vida. Hizo con ella la misma diligencia, y al instante comenzó a darlas tan claras, que todos clamaron a milagro. El padre la bautizó con increíble júbilo, y dentro de pocos instantes voló al cielo. Con otro semejante suceso obrado por intercesión del mismo Santo en el pueblo del Tizonazo con el hijo de un cacique gentil que ya trataban de sepultar, trajo Dios al bautismo más de sesenta gentiles testigos del prodigio. Esto en las misiones.

[Arruinase la iglesia de los jesuitas en Durango] En el colegio de Guadiana o de Durango se pasó desde la mitad del año con bastante incomodidad, aunque no sin experimentar la benevolencia de aquellos piadosos ciudadanos. Habíase fabricado desde el año de 1616 una iglesia vistosa y bastantemente capaz; pero o fuese por la prisa con que se quiso acabar, o por poca fijeza de los materiales en tierra, no muy poblada aun, y donde había pocos maestros inteligentes en   —270→   la arquitectura, con las copiosas lluvias de este año, se vino a tierra una noche con tan espantoso ruido, que despertó atemorizada toda la ciudad. Las campanas de la torre que se tañeron por sí mismas al desplomarse el edificio, avisaron que el estrago era en nuestro colegio.

El gobernador don Luis de Valdés fue el primero que corrió al socorro de los padres, y temiendo que el colegio corriese la misma suerte o que hubiese padecido con la ruina del templo, rogó instantemente al padre rector se pasase con su comunidad a las casas del ayuntamiento. El mismo ofrecimiento hicieron los religiosos de San Francisco y de San Juan de Dios; pero no habiéndose reconocido algún peligro en la casa, no pareció necesario desampararla. Al día siguiente concurrieron las personas más distinguidas de la ciudad convocadas de su devoción a desenterrar el Divinísimo Sacramento. El ilustrísimo y reverendísimo señor don fray Diego de Evia, fue el primero que con una barreta comenzó a cavar la tierra como a cinco varas del sitio en que había estado el altar mayor. El gobernador, prebendados de la Santa Iglesia, religiosos y republicanos, siguieron un ejemplo de tanta piedad. Habrían cavado ya como vara y media de profundidad, cuando se descubrió una de las sagradas formas. A este espectáculo, hincados de rodillas aquellos ilustres trabajadores y llorando de ternura, tomó el señor obispo la forma, y poniéndola en un cáliz con solemne repique de su catedral y las demás iglesias, la condujo bajo de palio a una interior capilla del colegio. Después de esto se prosiguió cavando con mayor ardor; pero no pudo hallarse alguna otra forma, hasta que advirtiendo que se había comenzado a cavar muy lejos del lugar donde estaba el sagrario, sin embargo de haberse allí encontrado una de las formas, se comenzó más arriba, y a las cuatro de la tarde vino a descubrirse la caja de madera sin puerta junto al pie del altar mayor, y en ella el vaso del sagrado depósito algún tanto aboyado, con muchas astillas dentro de él, y algunas otras esparcidas por el suelo del sagrario. Todas las recogió con suma veneración el ilustrísimo prelado, y entre los repiques y tiernísimos afectos de todos los circunstantes, las condujo a la misma capilla. Aquella tarde y todo el día siguiente prosiguieron a imitación del señor gobernador, nobles y plebeyos en desenterrar las santas imágenes, singularmente la de la Santísima Virgen, copia de la que pintó San Lucas, que habiéndole caído encima toda la torre se halló sin lesión alguna en rostro y manos, aunque roto y maltraído el ropaje. Para reparo y adorno de esta santa imagen, que era el encanto de los corazones,   —271→   ofreció luego un vecino de la ciudad trescientos pesos. El gobernador, por su singular afecto a la Compañía, quiso salir los días siguientes en compañía del padre rector a pedir limosna para nueva fábrica con tan feliz suceso en la común lástima de todos los vecinos, que solo el primer día se juntaron tres mil pesos. No dejaremos de notar como desenterrándose los cuerpos de los benditos padres que habían muerto a manos de los tepehuanes, se halló el del padre Luis de Alavez entero con la piel enjuta, el rostro levantado al cielo, y formando con la mano derecha la señal de la cruz. Estos cuerpos se depositaron después en la santa iglesia donde aun hoy descansan.

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