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Al día siguiente llegó el gobernador no poco corrido de habérsele arrebatado de las manos la tal cual gloria de aquella acción. Sus celos estuvieron para prorrumpir en una funesta enemistad, que procuró sufocar desde sus principios el padre Antonio Arias. Destacó luego cien hombres que en pocos días trajeron más de cien prisioneros que se entregaron solo al terror de algunos tiros. Se puso fuego al adoratorio del sol y algunos otros idolillos. Los de la Mesa del Cangrejo que habían guardado exactamente la neutralidad prometida, enviaron al gobernador un cacique ofreciendo venir a dar la obediencia el día siguiente, como lo ejecutaron, mostrándose dispuestos a congregarse en pueblo y abrazar nuestra santa religión. El gobernador pasó poco después a pagarles la visita, y dejó a su arbitrio la elección del puesto en que hubiesen de formar su pueblo. Escogieron el que lo es ahora de Jesús María, y pidieron en recompensa de su docilidad perdón para los que estaban presos en Peyotán y en Zacatecas, y todo se les concedió con benignidad. Al cacique don Domingo de Luna se dio orden que con las gentes de sus rancherías se pasase a Quaimazuri. La vecindad de este buen indio y la libertad con que podían ocurrir a él sin miedo de los españoles, fue un medio tan suave como eficaz para que se congregasen allí muchísimos otros, de quienes se comenzó a fundar el pueblo de Santa Teresa. A principios de febrero salió de la Mesa el gobernador, y por otra parte el capitán Escobedo, para recoger los fugitivos y dar corriente regular a las comenzadas poblaciones. El gobierno de la Mesa quedó a cargo de don Miguel Cañas, a quien vinieron a dar dentro de poco la obediencia tres caciques de los principales del país. La corta ausencia del gobernador dio aliento a los de Quaimazuri, mal hallados con la integridad de su cacique don Domingo de Luna: intentaron darle muerte, y acometida ya la casa y   —212→   herido un hermano suyo, lo hubieran conseguido con facilidad, si al ver a algunos indios de Guazamota que andaban con el gobernador no hubieran creído que venía sobre ellos todo el poder de los españoles. Este error salvó la vida al buen cacique; pero; de aquel pequeño incendio habían saltado algunas chispas a la Mesa del Cangrejo que soplaba uno de los principales caciques. Decíales que en la Mesa del Tonati no habían quedado sino doce o catorce españoles habitando en casas pajizas, que era muy fácil apoderarse de sus personas y del puesto. Estos rumores se avisaron a la Mesa, y a pocos días se apagaron enteramente con la venida del gobernador. Se dio orden de que pasara a Quaimaruzi el capitán don Cristóbal de Muro y el alférez don Nicolás García para hacer entrar en su deber aquellos pueblos. Pocos días después, habiendo ya dejado en forma de pueblo la Mesa del Tonati, a quien se dio el nombre de la Santísima Trinidad, partió el gobernador y en su compañía el padre Antonio Arias, para el sitio de Quaimaruzi. Como a doce leguas de la Mesa, sobre el mismo camino, había dos numerosas rancherías de que se formó el pueblo de Santa Gertrudis. Bautizó el padre cerca de doscientos párvulos y más de ciento en Santa Teresa de Quaimaruzi, donde pasó después para dar la última mano a aquella población que muy entra la esperanza, se halló en una suma tranquilidad y perfecta armonía. El Tonati; que desde su vuelta a México no se había puesto en presencia de los españoles, había pasado por aquellos días a la Mesa del Cangrejo. Aquí, por medio de algunos caciques fieles y deudos suyos, fue fácil persuadirle que pasara a verse con el gobernador y con los padres: vino en efecto y fue recibido con muestras de especial estimación. Se excusó cortésmente de no haberse juntado con los nuestros en tiempo del avance por el riesgo que corría su vida entre unos hombres obstinados que jamás quisieron acceder a sus consejos de paz. Dijo que estaba pronto a instruirse y bautizarse, y probó desde luego la sinceridad de sus expresiones ofreciendo al santo bautismo cuatro párvulos hijos suyos.

Con este suceso tan feliz se creía ya pacífica y asegurada del todo la posesión de aquellas sierras, y el gobernador, con licencia que había obtenido del señor virrey, resolvió dar una vuelta a su casa, donde le llamaba la urgencia de sus negocios domésticos. Breve se conoció lo que podría prometerse de la inconstancia y estupidez de aquellos bárbaros. Sabiendo que con el gobernador faltaban también de la provincia   —213→   les más de dos oficiales, y aun muchos de los soldados e indios amigos que ya no se juzgaban necesarios, comenzaron a hacer juntas secretas en la ranchería de don Alonso, cercana al río de Santiago. Este cacique revoltoso se ofreció a ir personalmente a solicitar la alianza de los tobosos; y efectivamente llegó, a ponerse en camino, aunque por saber que andaba en compañía el gobernador de la Nueva-Vizcaya se retiró sin algún fruto. Aumentó los recelos la muerte que dieron a un español, bien que después se supo haber sido provocados los nayaritas por aquel mozo inconsiderado, que habiendo tomado dos caballos de un indio, quiso aun defender con las armas el hurto y ultrajar, como suele acontecer, al indio.

El cacique don Alonso envió por este mismo tiempo a solicitar para la rebelión al pueblo de Santa Gertrudis; pero descubiertos los discursos sediciosos del enviado por el alférez don José de Carranza y Guzmán, pudo sufocarse en sus principios. A tiempo que el cacique don Alonso andaba más diligente en sus negociaciones, llegó a la sierra el gobernador. Con su venida, cayeron todos sus perversos designios, y temiendo no poder evitar el castigo que merecía su obstinación, tomó el partido de acogerse a la clemencia de los padres. Bajaban estos a recibir al gobernador, cuando les salió impensadamente al camino, pidiendo que le obtuviesen el perdón que no osaba pedir por sí mismo. Alcanzado, no sin dificultad, y remitido un salvoconducto; pasó con toda su familia a la Mesa o puebla de la Santísima Trinidad. A la reducción de este bárbaro (que no era de poca importancia) se añadió la formación de un nuevo pueblo en Guazamota, a quien se dio el nombre de San Ignacio. Se fundó por la mayor parte de nayaritas refugiados en Huaximique, de donde los sacó la prudencia y valor del capitán don Cristóbal de Muro. Después de una ligera controversia sobre división de territorios, se adjudicó al Nayarit, y el mismo alcalde mayor de Ostotipac don Agustín Fernández, dio jurídica posesión al padre José de Mesía, que poco antes había llegado a México. Solo quedaban aun por reducir los tecualmes, nación distinta de la cora; pero que habitaba, también, el territorio del Nayarit, y no daba muestras de querer rendirse a la obediencia del rey. Pasó allá el gobernador a la mitad de junio. Los tecualmes atemorizados, se retiraron, unos al pueblo de Tonalizco, otros a lo más áspero de las quebradas; pero sacados con facilidad, se redujeron a los pueblos de San Pedro y San Juan Bautista, a los que solo divide el río de San Pedro, y son el término de   —214→   la provincia hacia el Norte. Cerca de estos, se fundó cuasi inmediatamente el del Rosario, cerca de Tecualoyan, a quien divide el de San Juan el río Coyonqui.

[1722] Tal era el estado de la provincia del Nayarit a la mitad del año de 1722. Poco antes se había abierto en la provincia el nuevo pliego de gobierno en que venía señalado provincial el padre José Arjoó. Uno de sus primeros cuidados fue enviar a la Habana algunos sujetos para la fundación de aquel colegio. Después de cuasi tantos años de pretensión, como llevaba de fundada la provincia, no había podido la Compañía condescender a la constante afición de aquella ciudad. Ella fue la primera en esta América, donde tuvieron residencia fija los jesuitas después de desamparada por la indomable fiereza de sus naturales la península de la Florida. En ella se mantuvieron por ocho años, mientras se hacían repetidas instancias al rey y a los superiores de la Compañía para la licencia de fundación. No permitiéndolo entonces la pobreza del vecindario, se resolvió el padre Pedro Sánchez a sacar de allí a los padres, no sin grande sentimiento de toda la república. Se puede decir con verdad que no pasó en estos ciento cincuenta años jesuita alguno por aquel puerto sin que se procurase detenerlo y darle algún establecimiento. Por los años de 1643, con ocasión de pasar a Roma el padre Andrés Pérez de Rivas, significando por orden del padre provincial Luis Bonifaz lo agradecido que se hallaba su reverencia y toda la provincia, a los esfuerzos con que solicitaba la Compañía aquella noble ciudad, se juntó cabildo, en que a 30 de marzo se instó de nuevo a su majestad por la licencia. Por los de 1656, habiendo el padre Eugenio de Loza renunciado a favor de nuestra religión unas posesiones de casas que en aquella ciudad tenía frente de la iglesia parroquial, el padre Andrés de Rada, señalado para visitar el colegio de Mérida, tuvo orden de pasar a la Habana. En cabildo junto en 6 de abril propuso el procurador general los gravísimos motivos que había para solicitar de nuevo la fundación de un colegio, extendiéndose en diversos capítulos muy honoríficos a la Compañía, y promoviendo el grande interés y utilidad de toda la isla. En atención a esto, se resolvió suplicar al padre Rada quisiese detenerse en el puerto mientras se tenía respuesta de la corte y del padre provincial de México, a quien al mismo tiempo escribían. En efecto, con fecha de 5 de julio representaron a su majestad la importancia de la fundación, ofreciendo, fuera de las limosnas ya prometidas, competentes tierras para la fábrica de un ingenio   —215→   de azúcar. Fueron, tanto de Madrid, como de México, favorables las respuestas; sin embargo, no siendo suficientes las rentas, el maestre de campo, don Juan de Salamanca, caballero del orden de Calatrava, gobernador y capitán general de la isla, en 4 de noviembre de 1658, propuso al cabildo que destinase dos comisionados encargados de cobrar las limosnas prometidas y juntar otras de nuevo. Hízose así; pero por mucho calor que intentó dar al negocio aquel noble caballero deseoso de que en su gobierno se fundase el colegio, no pudo conseguirse la renta suficiente. Repitiose esta diligencia por los años de 1682; pero tuvo siempre el mismo éxito. No por eso desmayaron los conatos de la ciudad, antes crecieron mucho más a fines del siglo, animados con el ejemplo y aprecio singular que hacía a los jesuitas el ilustrísimo señor don Diego Evelino de Compostela.

Había ya juntos para la fundación como diez y seis mil pesos, en virtud de lo cual, determinó el celoso pastor escribir al padre general Tirso González. Su paternidad muy reverenda, con fecha de 11 de julio de 1699, respondió agradeciéndole, como debía a su ilustrísima, la singular estimación con que miraba a nuestra misma Compañía; pero representándole que la cantidad prometida, aun cuando llegara a cobrarse, no era suficiente para la fundación: que un colegio en la Habana tan distante de cualquiera de las provincias de México o Santa Fe, a que pudiera agregarse, no se podía mantener en observancia y disciplina religiosa sin competente número de sujetos, ni estos conservarse con el decoro y desinterés que en sus ministerios observa la Compañía sin rentas suficientes. Estas mismas razones movieron al padre general para no condescender con su ilustrísima en la súplica que también le hacía de que se fundase un hospicio. No era hombre el señor Evelino que pudiera desconocer el peso y fondo de estas razones. Sin embargo, firmemente persuadido a que la obligación de su cargo pastoral lo acompañaba a pretender la fundación de un colegio y a procurarse unos coadjutores fieles que le aliviasen el peso de la mitra, intentó de nuevo que a lo menos en misión de tiempo en tiempo se enviasen algunos jesuitas, o cuando así no fuese, se le concediese siquiera alguno de los padres a quien tener siempre al lado para confesor y consultor de sus dudas. Esto último, pareció que no se podía negar al afecto y ruegos de prelado tan venerable. Por tanto, se enviaron de México a principios del año de 1705 los padres Francisco Ignacio Pimienta y Andrés Resino. Cuando llegaron, había ya fallecido el venerable   —216→   obispo, dejando comprado un solar, que eran chozas de pescadores y formadas de horcones y palma, que allí llaman guano, una ermita dedicada a nuestro glorioso padre San Ignacio. Tomaron los padres posesión jurídica de dicho solar, ermita y sus alhajas en 11 de mayo con caución de restituir al colegio Seminario de San Ambrosio, lo que constaba del inventario, si no se obtenía la pretendida licencia. Las dificultades no parece que hacían sino inflamar más el ánimo de aquellos ciudadanos. Informado el marqués de Casa Torres, gobernador y capitán general de aquella isla, del estado de la pretensión en noviembre de 1713, hizo concurrir a todas las personas que sabía haber ofrecido, y les hizo poner por escrito, y firmar en su presencia lo que cada uno prometía. La Compañía, de su parte, para corresponder a los deseos de la ciudad, hizo en ella y en todos los lugares más considerables de la isla una fervorosa misión por medio de los padres José Arjoó y Fernando Reinoso, con grande satisfacción del ilustrísimo señor don Gerónimo Valdés. Este prelado había sucedido al señor don Diego Evelino, no menos en la mitra que en la singular estimación a la Compañía. Luego que volvió de su expedición el padre Fernando Reinoso, instó su ilustrísima porque abriera estudios de gramática, pero duraron poco. El padre provincial Alonso de Arrevillaga, hallándose al fin de su gobierno, y no viendo forma de asegurar aquella fundación mandó retirar a los padres a pesar de las instancias de la ciudad y del señor obispo, que se mostró muy sentido de aquella providencia.

Acontecieron estas cosas por los años de 1714. Ya por este tiempo habla movido el Señor el ánimo del piadoso eclesiástico don Gregorio Díaz Ángel para tomar sobre sí la fundación del colegio. No igualará el caudal a los deseos, y así tuvo muy callados sus designios, mientras el Señor le abría camino para una obra de tanta gloria suya. No le engañó su confianza: andaba en estos pensamientos, cuando un caballero que le era deudor de alguna cantidad (aunque no muy crecida) viéndose perseguido de otros muchos acreedores; llegó a ofrecerle una hacienda de ganado mayor, y habiéndolo instruido del valor de ella, que excedía en mucho a la cantidad de su crédito, la recibió con ciertas condiciones, persuadido desde aquel mismo instante que Dios quería servirse de él para la erección del colegio, y resolviéndose desde luego a consagrar a su majestad todos sus bienes. Tuvo secreta esta resolución mientras satisfacía sus obligaciones más urgentes. Luego se halló desembarazado, comunicó sus designios al señor don Pedro   —217→   Morel de Santa Cruz, entonces provisor y vicario general de aquella diócesis, y ahora su dignísimo pastor, después de haberlo sido de Nicaragua. Este señor, que nada había más deseado ni procurado promover aun con el ilustrísimo señor Valdés, lo animó a cumplir y poner en ejecución sus deseos. Prontamente dio aviso al padre provincial, que justamente lo era el mismo padre José Arjoó, quien como agradecido a la singular estimación que en aquella ciudad se hizo siempre a la Compañía, y singularmente a su persona, y fiado por otra parte enteramente en el juicio, madurez y afecto del señor Morel, no dudó señalar luego a los padres José de Castrolid y Gerónimo Varaona: uno y otro eran muy propios para dar un gran crédito a la Compañía en las circunstancias de una nueva fundación. Llegaron al puerto en ocasión bien favorable para hacer un gran fruto en las almas, había precedido pocos días antes, el 26 de julio, la furiosa tormenta y tempestad que hasta hoy se recuerda con horror el día de Santa Marta. El mar, entrándose por la ciudad, parecía intentaba tragársela a cada golpe de las aguas, al tiempo que con truenos espantosos y rayos asustaba por todas partes el cielo. Los padres, aprovechándose del temor de que estaban sobrecogidos los ánimos, predicaron con tanto espíritu y fervor, que jamás se había visto semejante conmoción. A vista del celo apostólico de los operarios, el celoso pastor depuso bien presto aquel amoroso sentimiento que le causó, la resolución del padre provincial. Se aplicó a fomentar con el mayor esmero unos operarios tan útiles. Mandó que en la parroquial se les diese todo favor para el ejercicio de sus ministerios, mientras obtenía la licencia del rey y levantaban propia iglesia, lo que veremos a su tiempo.

[1733] En la misma ocasión en que llegó a Nueva-España el pliego del gobierno, le vino patente al padre Juan Antonio de Oviedo, rector del colegio del Espíritu Santo, para visitador de la apostólica provincia de Filipinas, para donde salió el 10 de marzo de 1723. Los principios de este año, fueron a nuestra provincia bastante gloriosos por el nuevo favor que se dignó hacer a su escuela y maestros la real y pontificia Universidad de México. Citados por una cédula ante Diem los doctores y maestros de ella para claustro pleno el día 28 de enero el doctor don Pedro Ramírez del Castillo, como rector que era, propuso en un breve y discreto discurso varias razones y fundamentos sobre que se informase y pidiese a su majestad católica cátedra de teología para la Compañía de Jesús en dicha real Universidad. Conferida entre los votantes la materia,   —218→   salió resuelto por todo el claustro, se suplique a su majestad se conceda a la Compañía y su escuela cátedra de teología, dejando a la justificación del rey, como dueño soberano de sus estados, y sobre ellos de terminar la hora de la lectura, la obligación de los estudiantes que deban cursarle, el grado, estipendio y turno del catedrático, etc. Añadieron los doctores don Juan Ignacio Castorena, después obispo de Yucatán, don José de Soria y don Juan Rodríguez Calado, que determinadamente se pidiese al rey cátedra del eximio doctor padre Francisco Suárez; pensamiento que siendo rector don Juan Miguel Carballido, ya se había propuesto tratándose de la cátedra del sutil Escoto que pretendió la seráfica religión de San Francisco. Determinó asimismo el claustro que de esta pretensión y determinación se diese cuenta a la parte de la misma Compañía, para la cual nombró el señor rector por comisionados a los doctores Castorena y don Marcos Salgado. El éxito feliz de esta pretensión se verá pocos años adelante. En el mismo mes de enero, falleció en el colegio máximo el hermano Juan Nicolás, natural de Villaromancos, en la diócesis de Toledo. Ejercitó por treinta y ocho años el oficio de procurador con una exactitud y actividad, con un despego de todo lo temporal, y al mismo tiempo con una religiosidad y una observancia regular, que era la admiración aun de las personas más autorizadas, que se veía obligado a tratar por razón de su oficio. En los gravísimos negocios que manejó por tantos años, jamás se le notó alguna violencia o alteración en las palabras o en el semblante; jamás se le escapó alguna que pudiese ofender la caridad. Dotole el cielo de una rara expedición para desenredarlos negocios más enmarañados, con tanta claridad y precisión, que con pocos renglones no dejaba quehacer a los abogados, como ellos mismos lo confesaban. De esta suerte, jamás perdió pleito alguno de cuantos se le ofrecieron, por que no entraba en ellos sino cuando tenía entera y cabal satisfacción de la justicia de su causa. En lo doméstico, su retiro, su aplicación a los ejercicios humildes de su estado, cuanto se lo permitían sus ocupaciones, su constancia en la oración, exámenes y lección espiritual, era de suma edificación. Murió con admirable quietud el día 2 de enero.

A 2 de diciembre del mismo año, falleció en el colegio del Espíritu Santo de la Puebla el padre Juan Carnero, natural de México, varón de extraordinarios talentos, y uno de los más aplaudidos oradores de su tiempo. Debió a la Santísima Virgen no solo la prontitud y viveza   —219→   de ingenio, siendo antes tenido por extremamente rudo, sino la vocación a la Compañía, después de una aversión y fastidio tan natural, como innato a los jesuitas, que nunca había podido tratarlos sin hacerse violencia. Se consagró enteramente al culto de la Santísima Virgen en la prefectura de la congregación del colegio de la Puebla, a la que agregó la de la Buena Muerte, erigida con autoridad apostólica. [Muerte del padre Juan Carnero en Puebla, varón singular] Dejó en ella dote para tres huérfanas, que salen anualmente el día de la Visitación, y la enriqueció de otras muchas cosas, siendo en lo personal tan pobre que llegaba a faltarle a veces aun el ordinario desayuno. Dirigió a la más alta perfección muchas almas; aseguró en los monasterios y en honestos matrimonios la castidad de muchas doncellas pobres; y como aseguró un padre que lo acompañó por muchos años, jamás salió a otras visitas que a buscar dotes o capellanías para estudiantes pobres, a interceder por presos o por esclavos fugitivos y otras obras de caridad. Llamábase frecuentemente para su abatimiento el hijo del pintor, contrapesando con este arte el grande aprecio que se le tenía en toda la ciudad por su virtud y literatura. Predijo muchas veces las cosas futuras con la luz de la oración, en que tal vez le hallaron enteramente arrebatado. Entre ellas, habiendo comenzado a predicar la novena de San Francisco Javier, que llamaba la misión, afirmó que el día del Santo estaría en la iglesia, pero llevado en hombros ajenos, como efectivamente aconteció. Hizo el oficio sepulcral el día de su entierro el señor don Francisco Javier de Vasconcelos, canónigo entonces, y deán después de la Santa Iglesia de Puebla. La congregación, fuera de la costumbre de la Compañía le hizo de allí algunos días unas ruidosas exequias, con elogios e ingeniosas poesías, y sermón que predicó el padre Joaquín de Villalobos. Autorizáronlas con su presencia el ilustrísimo señor don Juan de Lardizábal, entrambos cabildos y religiones, y cantó la misa el ilustrísimo señor don Diego Felipe Gómez, obispo de Oaxaca, y entonces arcediano de aquella Santa Iglesia.

En las misiones de California todo procedía con felicidad, adelantándose cada día los pueblos en instrucción y policía. El padre Everardo Helen, misionero de Guadalupe, fue sin embargo, el que más trabajó en este año y el antecedente por las calamidades de hambre y dos consecutivas pestes que afligieron a su rebaño. Al Nayarit, para la asistencia de las nuevas poblaciones se enviaron este año los padres Manuel Fernández, que se encargó después del pueblo de Santa Rosa, Urbano de Covarrubias y Cristóbal de Lauria. A fines del año, se   —220→   divulgó sin saber el origen o motivo, un rumor falso de que se habían visto indios tobosos en las fronteras de la provincia. Fácilmente dieron crédito y aun mayor cuerpo a esta voz algunos mal contentos, o por el deseo que tenían de aquel socorro o por causar inquietud a los españoles, y ver si podían con este motivo sacar de la provincia al gobernador, que poco antes había vuelto de su casa. En efecto, consiguieron alarmarle, de suerte, que sin ser bastantes a desengañarlo las razones que se alegaban, hubo de ponerse en camino a reconocer las fronteras. Esta ausencia dio ocasión de nuevas juntas a los inquietos, y de forjar una conspiración que pudo ser la ruina de toda aquella cristiandad, como veremos después de haber referido lo que por este mismo tiempo pasaba entre los pimas. Acababa de llegar de vuelta del Nuevo-México el capitán don Antonio Becerra, que había muchos años comandaba el presidio de Janos. Confina con el Nuevo-México por el Norte la provincia de Moqui, y se creía extenderse por Poniente hasta muy cerca de la Pimería. Este país, desde antes del año de 1651, en que se rebelaron las naciones del Nuevo-México había sido el objeto de las ansias de muchos misioneros apostólicos del orden de San Francisco. De parte de su majestad por medio de los señores virreyes se habían hecho cuantiosos gastos para reconquistar lo perdido, y atraer a la obediencia del rey aquella regios de Moqui, que les servía de amparo y refugio. El capitán Becerra, estando sobre aquellos mismos lugares, procuró informarse de los motivos que tenía aquella nación para no reducirse a la obediencia, y de los medios que podrían tomarse para hacerla entrar en su deber. Entre otras cosas, supo que los moquinos habían deseado desde mucho antes misioneros prietos, (que así llamaban a los jesuitas) y que habiendo tenido tanta parte en la sublevación del Nuevo-México, en que habían muerto tantos religiosos franciscanos, habían cobrado grande horror a los del mismo hábito, quizá por la memoria de su delito, o porque temiesen irracionalmente que aquellos padres no habían de dejar de vengarse. Ello es cierto, que por los años de 11 y 12 habían estas mismas naciones por medio de otras más vecinas, solicitado al padre Agustín Campos, misionero de San Ignacio en la Pimería para que pasase a sus tierras. El obediente y celoso jesuita pasó la noticia a sus superiores; pero ni el padre visitador Andrés Luque, ni el padre provincial Antonio Jardón, lo tuvieron por conveniente por no entrar en controversias con los religiosos franciscanos, que de tantos años antes cultivaban aquellas regiones   —221→   con el sudor y aun con la sangre. El capitán Becerra, vuelto a Janos, y creyendo ser de su obligación dar noticia al señor virrey de un medio tan fácil, y tan nada costoso para la conversión de aquellas perniciosas naciones, informó largamente al excelentísimo s eño marqués de Casafuerte, qua desde el año antecedente había sucedido al marqués de Valero. Añadía el modo con que esto podía efectuarse sin nuevo gasto de la real hacienda, sacándose los soldados de cada uno de los presidios vecinos, y encaminándose, no por el Nuevo-México, sino por la Pimería, donde pasado el río Gila por el de la Asunción, podían penetrar en tres o cuatro días de camino hasta las fronteras de Moqui: que los apaches que podían inquietar la marcha eran mucho menos temibles por este rumbo que por otro alguno; y que finalmente podían llevar consigo al padre Agustín Campos y algún otro de los misioneros jesuitas, que por sus continuos viajes hasta las orillas del Gila tenían más noticia de aquellas regiones. El marqués de Casafuerte trató el negocio con los superiores de la Compañía; pero permaneciendo siempre la misma razón aun cuando accediese todo el peso de la autoridad de su excelencia, no pareció conveniente dar el más leve motivo de sospecha a los celosísimos operarios de aquella viña. El dicho padre Agustín Campos, que a principios de este año se hallaba en el colegio de San Andrés, presentó a su excelencia un exacto informe del estado de la Pimería, donde había trabajado por espacio de treinta años continuos, de los rumbos y naciones por donde podían extenderse las conquistas. Pretendía la fundación de una villa en las orillas del Gila y nación de los sobaipures, por donde desagua el río de Terrenate, prometiendo en nombre del padre provincial no pequeños socorros de ganados, semillas y utensilios para cien familias pobladoras. Tocaba, aunque muy ligeramente, la entrada de la provincia de Moqui, y concluía pidiendo dos misioneros para la Pimería, donde había de volverse cuanto antes. Estos grandes proyectos, no ejecutados por entonces, se han visto reputados por necesarios en estos últimos años en que las poblaciones de las riberas del Gila y otros medios mucho mas fáciles entonces que proponían los misioneros, se tratan de ejecutar con calor. Los dos misioneros no vinieron a concederse sino después de algunos años.

[1724] En la nueva cristiandad del Nayarit, vuelto ya el gobernador de su infructuosa expedición contra los tobosos, se creía todo muy tranquilo, cuando en el día 1.º del año de 1724, comenzaron a brotar las primeras   —222→   centellas de la conspiración que habían premeditado tiempo antes. [Rebelión de los nayaritas] Se observó aquel día un extraordinario concurso de nayaritas a la Mesa, que a algunos más cautelosos ocasionó algunas sospechas. Crecieron estas viéndolos formarse en pequeños corrillos y hablarse con voz más baja y circunspección; sin embargo, se atribuyó su número a la solemnidad del día, y sus conversaciones a grosera curiosidad mezclada de respeto. No tardaron mucho en desengañarse de este errado juicio. Aquella misma noche desaparecieron del presidio y del pueblo todos los indios, tanto, que a la mañana se hallaron solos en toda la Mesa los soldados, y los padres Juan Téllez Girón y Urbano Covarrubias: ya no se dudó de los malos designios de los serranos. Por otra parte, los del pueblo de Santa Gertrudis habían ya prorrumpido en una abierta conspiración con muerte de su cacique don Domingo de Luna que habitaba en Santa Teresa. Este indio fiel había venido pocos deis antes a informar al gobernador de la mala disposición que había observado en sus gentes. No se le dio entero crédito, atribuyéndolo a nimia desconfianza; solo le mandó el gobernador que pasase a la Mesa su familia. Yendo a ejecutarlo la noche del 2 de enero le cercaron la casa, donde después de una larga resistencia, muerto el capitán de los mal contentos, y heridos algunos, hubo de ceder a la multitud y caer a las flechas de más de cien hombres que peleaban contra uno solo. Con esta noticia salió prontamente el gobernador para la Mesa del Cangrejo, donde se decía haberse hecho fuertes los amotinados; se halló sin ellos, y mandó luego un cabo con veinticinco hombres al pueblo de Santa Gertrudis con orden de transportar a la Mesa las imágenes y vasos sagrados, y provisiones de guerra y boca que hallasen en el presidio y casa del misionero. A la vuelta, el día 5 de enero, en un lugar estrecho y escarpado, les acometieron los bárbaros, mataron a uno, hirieron a otros, de los que cayeron en la Celada los primeros. Los demás, avisados de los tiros, se pusieron en arma, abandonando las cargas: duró algún tiempo el combate; heridos siete de los nuestros y algunos nayaritas, y muertos tres, cayeron en sus manos algunas de las cargas, de que se aprovecharon, profanando todo lo sagrado. En San. ta Gertrudis, Santa Teresa y el Rosario, quemaron las iglesias: hubieran hecho lo mismo en la Mesa del Tonati, a no estar allí el principal presidio. Los habitadores siguieron el ejemplo de los demás inquietos y llevando cuanto podían cargar, tomaron el camino de la Nueva-Vizcaya. El gobernador ocurrió a Zacatecas y a los reales vecinos por   —223→   socorro de armas y de gente que se envió con prontitud. Escribió asimismo a los tres misioneros de Jesús María, Peyotán y Guazamota, que se refugiasen a la Mesa para asegurar sus vidas. Los padres, como de concierto, respondieron que sus indios estaban quietos hasta entonces, que desamparándolos el pastor, acaso se descarrearían siguiendo las instigaciones de sus vecinos. Con efecto, fue cosa muy notable que de cinco pueblos en que había entonces misioneros, solo se sublevaron los de Santa Gertrudis y Santa Teresa, cuyo ministro, el padre Urbano Covarrubias, estaba ausente en la Mesa, y los de la Mesa misma o pueblo de la Trinidad, donde aunque asistía el padre Juan Téllez Girón, prevalecía sin embargo al amor que debían a la suavidad y dulce trato del misionero, el odio y abominación con que miraban al gobernador y sus presidiarios. Así se vio que lo mismo fue salir el gobernador con su libre y codiciosa tropa hacia los confines de Durango en busca de los fugitivos, que venir ellos mismos a entregarse voluntariamente, envidiando la felicidad de los que descansaban a la sombra y amparo de los padres.

Vino este año la deseada licencia para el colegio de la Habana, en cuya atención, a 7 de noviembre, se otorgó la escritura de fundación por don Gregorio Díaz Ángel, renunciando este varón humilde el patronato en el gloriosísimo patriarca señor San José, cuyo título quiso dar a su colegio. Habitaban los padres en la isleta de Casas, situada entre la parroquial y el convento de Santo Domingo, posesión que había sido, como dijimos, del padre Eugenio de Losa, y que después adjudicó a aquel colegio el padre provincial Andrés Nieto por los años de 1728. Los ministerios de confesonario y púlpito se ejercían en la parroquial. Se abrieron por este tiempo estudios de gramática: la clase era una pieza pequeña y baja, que servia antes de cochera al señor obispo, y los cuartillos con que interrumpe el maestro sus lecciones38, salían a tenerse en la misma plazuela. Aunque con tanta incomodidad y pobreza no puede explicarse bien con cuanta satisfacción enviaban allá sus hijos las personas más distinguidas, correspondiendo felizmente el aprovechamiento de los estudiantes, que hoy ocupan los primeros cargos de la república. Esta misma aceptación y provecho comenzó a experimentarse   —224→   también en la ciudad de Celaya, donde obtenida también este año la licencia, comenzó a leer gramática el padre Agustín Mesa.

A 9 de julio, falleció en el colegio de San Gregorio el padre José María de Guevara, natural de México. Renunció los lustrosos empleos que por la línea de las cátedras le prometían sus grandes talentos por dedicarse enteramente al servicio de los indios, en que se mantuvo por más de diez y ocho años. Desde muy niño, parece lo escogió el Señor para operario de este colegio, inspirando a su devota madre, que luego recién nacido, viniese a ofrecerlo a la Santísima Virgen en la santa Casa de Loreto. El venerable padre Salvatierra, predijo en términos formales que aquel niño había de entrar en la Compañía. Para conseguirlo, tuvo que luchar algún tiempo con la opuesta resolución de su padre que venció finalmente, huyéndose de su casa a nuestro noviciado de San Andrés, donde ya desde mucho antes seguía en hábito secular toda la distribución de novicio. Fue notable el fervor con que se ofreció entre los primeros al padre visitador Manuel Piñeiro, para pasar a Filipinas: la constancia con que según el orden del padre visitador trabajó por conseguir a este fin la licencia de su madre, y el desinterés, pobreza y caridad con que deshecho el viaje, hizo que se repartiese entre los pobres cuanto el maternal amor le había prevenido. Viéndose en San Gregorio entre sus amados indios, no es ponderable la suavidad y ternura con que los atraía a la frecuencia de Sacramentos y práctica de la virtud. Vivía cuasi de continuo en la iglesia por las mañanas, desde la hora en que se abría hasta las doce, sin más interrupción que la de un ligero desayuno, y dos o tres horas bastantes veces sobre tarde. Conservó, según el juicio de sus confesores, intacta hasta la muerte la pureza virginal, y en su entierro el luto y lágrimas de los indios fueron solemne testimonio del amor y veneración que tuvieron siempre a tan fervoroso operario.

No fue menos sensible en el colegio de San Ildefonso de la Puebla la falta del humilde y devoto padre José Aguilar, natural de Durango. Once años se ocupó gloriosamente en una de las misiones de Taraumara, que pidió a los superiores fuese la más trabajosa y la más pobre. Treinta y cuatro en la Puebla en continuo ejercicio de devoción y caridad. Toda la semana tenía distribuida en este género de ocupaciones. Los domingos con los niños de las escuelas salía cantando la doctrina por las calles, que luego hacía la explicación con exhortación moral en la plaza. Los lunes iba a la casa de las recogidas, donde   —225→   confesaba y hacía pláticas. Los miércoles y sábados a los convictorios o colegios de niñas. Los martes y viernes a las cárceles y hospitales. El tiempo que le sobraba de estas tareas lo ocupaba en rezar el rosario en la hermosa y magnífica capilla del convento de Santo Domingo. Todo el tiempo que vivió en la Puebla, asistió a los ajusticiados; jamás omitió el santo sacrificio hasta dos días antes de morir: rezó siempre de rodillas el oficio divino, el parvo de la Santísima Virgen, la Piísima de San Buenaventura, y otras innumerables oraciones, para las cuales no bastándole por los ministerios el día, empleaba en el coro gran parte de la noche. Fue varón verdaderamente humilde, preciándose de ser coadjutor espiritual, y quejándose amorosamente a los superiores cuando señalaban algún otro para las confesiones nocturnas o para algún otro ministerio de incomodidad y trabajo. El ilustrísimo señor don Juan Antonio Lardizabal; le visitó en su última enfermedad, sintiendo perdiese su diócesis tan incansable obrero. La esclarecida religión de Santo Domingo hizo con el humilde padre demostraciones nunca vistas, ni después usadas aun con las personas de la primera jerarquía. En el primer sábado en que por su enfermedad no pudo ir al rosario y letanías que se cantan a la Santísima Virgen en su capilla, echándolo menos aquellos padres, vinieron en comunidad a cantárselas a su pobre aposento, y después el credo. Finalmente, se encargó la misma nobilísima familia de su entierro, honrando así el Señor y su Madre Santísima a uno de sus más amantes siervos. Falleció el padre José de Aguilar el día 14 de marzo.

[Muerte y elogio del padre Antonio Urquiza] Pasó de esta vida el mismo año en la villa de Sinaloa el padre Antonio de Urquiza. Este sujeto es incontestablemente uno de los mayores que ha tenido nuestra provincia en lo heroico de sus virtudes y dones divinos, y poco conocido al mismo tiempo por no haberse impresa su carta de edificación que suponemos se escribiría al tiempo de su muerte. El padre Juan Antonio Baltazar, visitador de las misiones, procuró juntar algunas noticias de su admirable vida, de las cuales se formó la memoria que de él se hace en nuestro menologio: pero no bastando esta para la alta idea que nos hemos formado de su mérito, y creyendo que no será desagradable a nuestros lectores salir esta vez de nuestro método en los elogios de los varones ilustres, determinamos dar aquí un extracto de lo que hemos podido hallar en este asunto.

Era el padre Antonio de Urquiza natural de Bilbao y bautizado en la parroquia de San Sebastián. Se sabe haberse criado, por muerte de   —226→   sus padres, a la sombra y amparo de un tío suyo, eclesiástico, y que procuró este inclinarlo a prácticas de devoción y culto divino. De sus estudios, vocación a la Compañía y pasaje a Indias, no se sabe cosa alguna fija. Un manuscrito de aquel tiempo conjetura haber venido en la misión del padre Pedro de Echagoyen; pero esto no pudo ser, porque del libro de bautismos del pueblo de Ocoroiri consta que administró aquel partido desde el año de 1688, en el cual tiempo no había aun ido a España el padre Echagoyen que fue elegido procurador en 1689. Lo cierto es que en esta provincia se ordenó de sacerdote, e inmediatamente fue destinado a misiones a los veinticinco años de su edad, donde estuvo hasta los ochenta y seis que pasó a lograr el premio de sus apostólicas tareas. Administró en este tiempo los diversos partidos de Chicorato, Oguera, Bamóa, Nio, Guazave y Tamazula, aunque la mayor parte en Ocoroiri. En tantos años fue uno siempre el tenor de su vida. Levantábase muy temprano (dice un manuscrito dirigido sin nombre de su autor al padre Mateo Ansaldo) y nadie podía saber su hora, porque cuando estaba en el colegio de Sinaloa a la media noche se iba a la iglesia hasta la alba. Al salir decía la misa, salvo los días de fiesta que por esperar al pueblo la decía más tarde, y en esos días predicaba siempre dos sermones, uno en el idioma del país y otro en castellano. Daba gracias y tomaba un leve desayuno: se iba otra vez a la iglesia con el breviario y algún libro espiritual, donde en el rezo, lección o meditación gastaba toda la mañana, si alguna cosa urgente de la caridad o de la obediencia no le hacía interrumpir. Siendo ya de ochenta años se quejó en cierta ocasión que ya no podía estar de rodillas tres y más horas como en otro tiempo cuando la continuación le había hecho crear callos en las rodillas como a Santiago Apóstol. En esta su oración se transportaba tanto, que muchas veces no atendía a lo que pasaba en la iglesia, y otras prorrumpía en cánticos espirituales con tanta fuerza de espíritu que añadía a una voz suave, entera y argentada, que aun cerrada la iglesia se oía a alguna distancia. La materia de estos cánticos eran, o los salmos o himnos del breviario por lo común, o algunas otras alabanzas de Dios y de su Madre Santísima y del Santísimo Sacramento, en castellano unas veces, otras en latín, tal vez en mexicano, y muchas más en vascuence, tornadas de los soliloquios de San Agustín, los cuales, el Kempis y el breviario eran sus únicos libros. Los capitanes don Sebastián López de Ayala y don Pedro Cuello, no se explican sobre este punto sino diciendo que el padre   —227→   Urquiza estaba siempre en la presencia de Dios, que siempre estaba en oración, que vivía en la iglesia y en el coro de día y de noche.

Con este espíritu de oración no será de admirar el profundo silencio y recogimiento que observó toda su vida. Jamás tuvo familiaridad con persona alguna, ni hay ni habrá, dice el padre Ignacio Duque que concurrió con él cuatro años, quien diga que siquiera por el corto espacio de un cuarto de hora o menos le oyó conversación seguida o hilada. Sus palabras eran siempre muy medidas, cortadas, y como de quien estaba atendiendo siempre a otra cosa. Con los seglares y gente de su partido, aunque fuesen de los más autorizados, como alcaldes mayores o capitanes del presidio, después de las salutaciones comunes, eran sus únicas palabras... El corazón en Dios... el corazón en Dios. Jamás tuvo cuidado alguno de cosa temporal, fiado enteramente en el amor de sus indios, de quienes recibía su corto y grosero alimento. Por esto quiso vivir siempre en las dos misiones más pobres de toda la provincia, donde no tenía fondos que cuidar, y habiéndolo mudado a otras más acomodadas, luego propuso a los superiores volverse a aquellas, echando menos las incomodidades y estrechez de su primera morada; pero la falta de lo temporal la suplía Dios con la abundancia de celestiales consuelos. La pobreza no podía ser mayor: yo (dice el citado padre) estuve con él cuatro años; vi su misión y su aposento, me hallé a su entierro, nunca vi sino el crucifijo , rosario, breviario; soliloquios de San Agustín, y el librito de Contemptus mundi. Llegó en esta materia a lo sumo de no tocar aun con sus manos la moneda. La limosna anual que da el rey a los misioneros, hacía que se entregase a los fiscales indios de los pueblos, sin tomar para sí un medio real. Ignoraba enteramente el valor de la plata. Hubo ocasión que dándole una piedra de mina de valor de tres o cuatro pesos, el santo hombre la dio al conductor de las platas que venía a México encargándole una memoria de géneros de los que usaban los indios que importaba más de cien pesos. El conductor, admirado de su sencillez, se valió de la ocasión para hacer a su pobre partido aquella limosna , quedando el padre muy satisfecho de que le había costado su dinero.

El general don Andrés Rezabal, que mandaba los presidios de aquella provincia, por la singular veneración que tenía al padre Antonio, había procurado muchas veces hacerle recibir alguna cosa en dinero o efectos; pero siempre en vano, porque o no lo admitía, o lo enviaba luego sin verlo al padre rector de Sinaloa. Sabiendo después el conductor   —228→   de las platas lo que le había pasado con el padre, quiso valerse (le este medio para socorrerlo en sus graves necesidades. Le hacia dar por tercera mano algunas pedrezuelas de aquellas instruyendo al donador que dijese al padre que en la tienda de don Andrés Rezabal darían por aquella piedra estos y los otros efectos. Enviaba allá el padre y el piadoso general tenía el consuelo de vestirle a sus indios o hacer alguna cosa que necesitaba: añadía algún chocolate y algunas otras cosas, tanto que el hombre de Dios llegó a preguntarle si tanto valían aquellas piedras. Don Andrés solía responderle que aun todavía le quedaba a deber, para poderle enviar más. Otras veces le decía que ya no quedaba en su poder cosa alguna, y de allí a algún tiempo volvía a enviarle otra piedra. En estos y otros muchos casos semejantes convienen cuantas personas le trataron, religiosas y seglares. Con la misma exactitud que su pobreza, observaba la castidad y la obediencia, los ojos o cerrados o en el suelo. Su misma simplicidad y candor lo hizo confesar que en esta materia lo más sublime y elevado de esta bellísima virtud era el no sentir aun las tentaciones y primeros movimientos de la sensualidad. Confesando algunas de estas culpas los penitentes, les decía con admirable sinceridad... Amén a Dios: ¿cómo ya no he sentido jamás esas cosas? De su obediencia baste decir que era fundada sobre la admirable sencillez de su corazón, dejándose gobernar como un niño de su madre sin proponer cosa alguna sino lo que pudo serle de alguna comodidad cuando lo sacaron de su pobre misión de Ocoroiri. Era tal el respeto y veneración que tenía a los superiores, que hasta ahora (dice un padre su conmisionero) no he visto niño alguno más ajustado o temeroso ante su padre o maestro como lo estaba el padre Antonio ante su rector. Usaba un medio birrete viejo de paño, y cuando se ofrecía entrar a ver al padre rector, mucho antes se lo quitaba y lo tenía en la mano hasta que volvía a salir. Por muchas instancias que se le hiciesen jamás se cubría la cabeza, ni tomó asiento delante de superior alguno. Pasando ya ochenta años, cuando ya no podía andar sino cargado en hombros de indios, venía sin embargo cuando lo llamaban a algunas fiestas al colegio de Sinaloa a que solían concurrir anualmente los demás misioneros vecinos; en estas ocasiones, atendiendo a su edad y enfermedades, solía detenerlo el padre rector algunos días, y aun meses. Obedecía ciegamente el bendito padre; pero sus indios, poniéndolo en un tapextle o lecho portátil, cargaban con él ocultamente y lo llevaban a Ocoroiri, edificándose todos   —229→   los sujetos, no menos del hurto piadoso de los buenos indios, que de la amable mansedumbre y sencillez del padre.

Estas singulares virtudes manifestó el Señor cuanto le agradaban con algunos sucesos admirables que le conciliaron a su humilde siervo mucha veneración y una común y constante fama de santidad. Diciendo misa en la iglesia de Sinaloa el día de San Miguel Arcángel del año de 1717, repentinamente quedó transportado y como fuera de sí por largo rato. Luego, volviéndose al pueblo con rostro encendido dijo con gran fervor. Ayer se arruinó la ciudad de Guatemala; Dios está muy airado por nuestras culpas. Prosiguió el santo sacrificio de la misa, y luego, tomando aquello por asunto, hizo un largo y fervoroso sermón en que refirió muchas particulares circunstancias de aquel lastimoso terremoto, y acabó diciendo... Yo no sé cómo es esto: no me crean a mí, esperen a que vengan cartas... Halláronse presentes don Sebastián López de Ayala, don Martín Verástegui, y algunas otras personas de carácter. Don Martín tuvo la curiosidad luego que salió de la iglesia de apuntar el día y las circunstancias que todas se hallaron muy conformes a la verdad. En otra ocasión volvió diciendo... Rueguen a Dios por la alma de doña Nicolasa Pereira, mujer del teniente de los Álamos, que anoche murió; era buena mujer, pero se haya en gravísimas penas por algún exceso en el aliño de su cuerpo. La dicha señora había muerto muchas leguas de allí, de donde en tan corto tiempo no podía llegar noticia, la que se tuvo después de dos días. Habiendo salido del real presidio de la villa la compañía de soldados arreglados para la sierra de Chinipas a reparar cierta invasión de los taraumares, iba de capitán don Nicolás de Ibuera, vecino honrado del lugar, algún tiempo después de su partida, saliendo de la iglesia el padre Urquiza, llamó al indio sacristán llamado Francisco Fernández, indio de mucha razón y de notoria cristiandad... Francisco (le dijo) ¿has oído algún rumor de llanto, o cosa de novedad en casa del capitán Ibuera? Diciéndole el indio que no sabía que hubiese novedad, y qua le hacía fuerza la pregunta, el padre, como corrido, añadió...? No sé de dónde se me ofreció preguntarte esto; yo de la casa no sé nada, ni tú le digas cosa alguna. Pasó esto, y a pocos días llegó el general don Andrés Rezabal con noticia de haber muerto don Nicolás Ibuera el mismo día en que el padre hizo aquella misteriosa pregunta. Murió algunos años después este misma indio (Francisco Hernández) y pasado mucho tiempo, estando el padre Antonio rezando en la iglesia, y   —230→   está llena de gente por ser día de mucha solemnidad, se levantó improvisamente de su lugar, y penetrando por medio de todo el concurso que le miraba con espanto y veneración, fue a ponerse sobre el mismo sepulcro de aquel indio, y prorrumpió diciendo en alta voz... Este que está aquí le llamaban el Chico, ya está grande... ya está grande... Era buen cristiano, y sirvió fielmente a Dios en esta iglesia. ¡Dichoso él, está gozando de Dios...! Luego, como avergonzado, añadió: Digo que quizás estará ya en el cielo39. Contaba uno de los padres que recién llegado a las misiones por falta de ayudante solía decir solo la misa. Quedábale de esto algún escrúpulo, hasta que entrando al colegio de Sinaloa a ciertos negocios encontró al padre Urquiza, quien en lugar de otra salutación le dijo solamente... Padre mío, bien se puede decir la misa sin ministro. Era fama común que le visitaban las almas del purgatorio, o para pedirle o para agradecerle sus oraciones y sufragios. Varias veces (dice el citado capitán don Sebastián López de Ayala) decía en el tiempo de la misa de algunas personas que morían muy lejos de allí, nombrándolas, que las encomendaran a Dios y aplicaran aquella misa por su alma. Entre tantas divinas ilusiones no le faltó la noticia de su muerte. Se observó que mucho tiempo antes, numerando los jesuitas sepultados en la iglesia de Sinaloa, después del último tiempo antes de enterrado se contaba a sí mismo, como efectivamente aconteció. En su entierro, faltando alhajas de que apoderarse la devoción, le despedazaron sus vestiduras, le cortaron los cabellos, y aun hubieran pasado adelante a no impedirlo los padres. Falleció el día 12 de enero.

[1725. Casa de ejercicios en Puebla] A la mitad del siguiente año de 1725 entró a gobernar la provincia el padre Gaspar Rodero, que ya había vuelto de Roma con una muy numerosa misión por setiembre de 1723. Uno de sus primeros cuidados fue la subsistencia y restauración de la residencia de Chihuahua, que por las muchas deudas y atrasos estaba muy próxima a su ruina. Señaló el padre provincial por superior de aquella casa al padre Constancio Galazati, quien por la estrecha familiaridad que tenía con don Manuel de San Juan y Santa Cruz, y benevolencia de otras muchas personas, a costa de muchas fatigas puso en corriente las fincas con que   —231→   hasta hoy se mantiene aquella residencia. Por este tiempo el ilustrísimo señor don Benito Crespo, obispo de Durango, compadecido como celosísimo pastor de la pérdida de tantas almas como habitan la parte septentrional del Nuevo-México y provincias de Moqui, intentó pasar personalmente a la reducción de aquellos pueblos. Determinaba llevar consigo algunos jesuitas, sabiendo lo que tantas veces se había dicho, que no consentirían aquellos bárbaros la entrada a otros misioneros. Escribió para este efecto a los superiores de la Compañía; pero ni a estos, ni al padre rector de Guadiana pareció conveniente hacerlo en el modo y forma que disponía su ilustrísima, que era entrar por el Nuevo-México. El padre Agustín de Campos, que era uno de los sujetos que pensaba llevar el señor obispo, consultado sobre este asunto como hombre de tan larga experiencia en treinta y dos años de misionero, en tantos viajes hasta cuasi las mismas fronteras de Moqui, y que tanto había deseado esta entrada, respondió que entrando por el Nuevo-México, cuyo gobierno aborrecían los moquis, no habían de permitir el paso a su tierra, pensando que querrían sujetarlos a la obediencia de aquella provincia: que por la Pimería era el camino más corto cerca de doscientas leguas, más poblado, y más seguro para no dejar expuesta la Señora a las invasiones de los apaches; que aunque fuese al lado y sombra del ilustrísimo siempre se daría justo motivo de queja a los reverendos padres de San Francisco, si pasando por medio de sus tierras y misiones se entrasen los jesuitas al Moqui; y finalmente, que por aquel rumbo no podía mantenerse la disciplina y modo de gobierno que usa en sus misiones la Compañía, por el extravío de las órdenes superiores, y ninguna comunicación y mutuo alivio de aquellos sujetos con el resto de los misioneros. Estas poderosas razones obligaron a omitir por entonces al señor obispo aquella jornada, que no sabemos volviese a intentar en lo de adelante; pero lo que no pudo hacer por aquellas naciones hizo con el mayor esfuerzo por la conversión de los pimas, escribiendo a su majestad repetidos informes hasta conseguir se enviasen a aquella desamparada viña tres nuevos operarios, como veremos a su tiempo. Entre tanto, por orden del muy reverendo padre general debió pasar a Europa el padre Gaspar Rodero, destinado a la procuraduría general de las Indias. Por su ausencia se abrió el segundo pliego en que se halló nombrado provincial el padre Andrés Nieto, actual rector del colegio máximo. En su lugar entró en aquel rectorado el padre Juan Antonio de Oviedo, que desde principios del año de 25 había vuelto de Filipinas. El autor de la vida   —232→   de este insigne jesuita, pone estos sucesos en junio del año de 1727, en que se equivocó notablemente, pues fuera de otras muchas razones, hasta que por noviembre de 1726 en que se celebró la vigésimaquinta congregación provincial, ya gobernaba el padre Nieto que la presidió, como veremos adelante.

Por este tiempo falleció en Guatemala el padre Ignacio de Azpeytia natural de aquella misma ciudad, y uno de los jesuitas que más la han ilustrado con sus trabajos y ejemplo. Sin más caudal que diez mil pesos, fiado en la Providencia de Dios, y en las limosnas que solicitaba personalmente, emprendió, y perfeccionó después de veinte años de fatigas, el templo de nuestro colegio, uno de las más hermosos y bien adornados de toda la América. A este siguió la fundación y fábrica del colegio Seminario de San Borja, que tanto ha después ennoblecido la ciudad. Se fundó muy a los principios del siglo no sin bastantes contradicciones que venció el padre Azpeytia para obtener las licencias necesarias, a expensas por la mayor parte de la muy noble y virtuosa señora doña Teresa de Loyola, quien fuera de diez mil pesos que dio para dotación de cuatro becas para otros tantos jóvenes de Chiapas, donde su marido don Pedro Gutiérrez había sido gobernador, entrándose luego en el religiosísimo convento de la Concepción, dejó al dicho colegio el reato de sus bienes. El padre Azpeytia lo estrenó con solos diez colegiales, y lo gobernó por algún tiempo, estableciendo en él aquellos ejercicios de letras y de piedad con que hasta ahora florece. Atendía el padre a estas obras públicas sin faltar jamás a las espirituales distribuciones que prescriben nuestras reglas. Era constantísimo en la oración espiritual y cuotidianos exámenes, extremado en la pobreza, a pesar de las instancias con que procuraban proveerle de todo sus acomodados hermanos y parientes. En tantos años como vivió en Guatemala, que pasaron de cuarenta, teniendo a uno de sus hermanos muy cerca del colegio, jamás pidió ni admitió su coche, sino solas tres veces, aun en la postrera ancianidad estando ya muy enfermo de las piernas. Fue de una maravillosa abstinencia, o por mejor decir, de un perpetuo ayuno toda su vida. Vestía un áspero jergón de cáñamo, y dormía sobre un colchonzuelo tan delgado, que nada disminuía la dureza de las tablas. Sus más secretas mortificaciones dieron a conocer los horrorosos silicios, y las camisas ensangrentadas que se hallaron en su muerte acaecida en siete de junio de 1726.

En la Casa Profesa acabó su vida mortal el padre Joaquín Camargo   —233→   natural Celaya, actual prefecto de la ilustre congregación del Salvador. Fue de muy aplaudidos talentos para la cátedra y él púlpito, a que sin embargo de sentir una gravísima repugnancia; se sacrificó por la obediencia los últimos años de su vida. Su modestia, circunspección y guarda de los sentidos, sería admirable en el más fervoroso novicio. Por este medio logré conservar intacta la pureza sin sentir en esta materia el más ligero escrúpulo en todo el tiempo de en vida religiosa, aun en medio de continuas y feísimas tentaciones, con que le combatía el común enemigo. Era observantísimo de la religiosa distribución especialmente de la oración por la mañana, a que añadía muchos otros ratos recogiéndose a esto cuatro o cinco veces al día. Murió el día 29 de octubre.

En 2 de diciembre le siguió el padre Pedro Spectiali natural de Ancona, una de aquellas almas privilegiadas a quienes previene el cielo con particulares bendiciones. Su tenor de vida, su edad, su muerte, fue una entera semejanza del angélico joven San Luis Gonzaga. El mismo fervor en dedicarse a Dios desde luego que pudo conocerle con uso prefecto de la razón y en cortar la raíz de todo deleite impuro con un muy temprano voto de castidad, el mismo deseo de mortificarse desde su más tierna edad, y las misivas ingeniosas industrias para ocultar su penitencia, la misma ternura, para con la Virgen Santísima, la misma atención interior de la divina presencia, el mismo continuo ejercicio de jaculatorias y actos de amor, que debilitándole la salud dieron lugar al mismo arduo precepto que se impuso a San Luis; y le hicieron tan difícil como al santo la obediencia. Finalmente, la misma enfermedad de una lenta calentura, que con poca diferencia de años de salido de esta vida a los 28 de su edad; expiró la víspera de San Francisco Javier, a los dos meses no cabales de ordenado sacerdote.

[Vigésima quinta congregación provincial] Poco antes se había, como apuntamos arriba, juntado en México la vigésimaquinta congregación provincial, en que presidiéndola el padre Andrés Nieto, fue elegido secretario el padre Antonio de Peralta, primer procurador el padre Nicolás de Segura, rector del colegio de San Ildefonso de Puebla. Segunda, el padre Juan Ignacio de Uribe, maestro de prima de teología en el colegio de México, y tercero, el padre Juan de Guenduláin, visitador general que entonces era de las misiones. En la congregación no se trató alguna otra cosa digna de memoria fuera de la pretensión de que el día 20 de mayo se celebrase fiesta anual de la conversión de nuestro Santo Padre Ignacio, lo que hasta el   —234→   presente no ha llegado a tener efecto alguno. Los padres procuradores se hicieron a la vela a la mitad del siguiente año de 1727. El padre Juan Ignacio Uribe, obtenida licencia de nuestro padre general, se quedó en la Europa de donde había venido no mucho tiempo antes.

[1727. Temblores en Oaxaca llamados allí de señor San José] El año de 1727 fue fatal a la ciudad de Oaxaca por los continuados espantosos temblores con que por muchos días se sacudió la tierra el día 10 de marzo40. El colegio de la Compañía, aunque recién edificado, siguió la fortuna de muchas otras fábricas que fue menester derribarlas para no perecer debajo de sus ruinas. Los padres pasaban la noche en chozas cubiertas de esteros (o petates) que se habían levantado en la huerta. La iglesia, abiertas por muchas partes las bóvedas, no estaban mucho más seguras; sin embargo, ningún peligro bastó para que en aquella común consternación se dejasen los ordinarios ministerios de cuaresma en confesonario y púlpito, cuyo fruto era correspondiente al temor de que estaban tan saludablemente prevenidos los ánimos. Para aplacar la ira del cielo, se resolvió llevar en procesión a la catedral, y hacer allí un solemne novenario a la milagros a imagen de la Soledad; se fijó la ceremonia para el día 18 de marzo, y estándose ya formando, al salir de su iglesia la soberana imagen, sobrevino un nuevo terremoto mucho más violento que todos los pasados. Corrieron todos fuera de sí por espanto, y nadie pensaba ya en la devota procesión a que habían concurrido41. En esta turbación, dos padres, subiendo el uno el púlpito, y saliendo el otro al cementerio, después de haber   —235→   hecho fervorosos actos de contrición, animaron la confianza del concurso en la poderosa intercesión de la Madre de Dios, a cuyo favor se habían acogido, y del Santísimo Patriarca señor San José, en cuya víspera estaban.

A estas voces, como de un profundo letargo volvió en sí la muchedumbre, y depuesto todo pavor, se ordenó lúcidamente la procesión y se llevó a la Catedral la devota estatua. Después de los nueve días fue jurado solemnemente patrón o de la ciudad contra aquel terrible azote el Santísimo Patriarca señor San José, a cuya protección se atribuía que en tantas ruinas de edificios y en tan peligrosas hendiduras de otros, y en tan fuertes y continuados temblores no hubiese muerto alguno, ni aun enfermado de peligro, saliendo al aire y durmiendo en las plazas y en el campo tantos achacosos de graves y maliciosos accidentes.

Pagó aquella nobilísima ciudad a los jesuitas sus buenos oficios, juntando entre los primeros republicanos seis mil pesos para reedificar su casa e iglesia. Entre los demás ciudadanos no faltaron también muchos que contribuyesen con sumas considerables. Gran parte se debió a la liberalidad del padre doctor Juan Narciso de Robles, que habiendo sido antes canónigo de aquella Santa Iglesia Catedral, por el singular amor que tenía a aquel colegio, donde había concebido la resolución de entrar en la Compañía, aplicó de sus bienes seis mil pesos para esta, entre otras muchas obras pías. El noble caballero don Sebastián de San Juan Santa Cruz, reedificó y adornó la capilla de nuestra Señora de los Dolores, con expensas de más de doce mil pesos.

[Estreno de la casa de ejercicios de Puebla] Nuestra provincia tuvo por este tiempo las mayor satisfacción que podía apetecer en el reconocimiento, visita y ventajoso testimonio que casa de ejercieron de las apostólicas fatigas y trabajos de sus religiosos los dos celosísimos pastores el señor doctor don Nicolás Gómez de Cervantes, obispo de Nicaragua, y el ilustrísimo señor don Benito Crespo, obispo de Durango. Visitó el primero personalmente las nuevas misiones del Nayarit, y quedó sumamente consolado de la paz y tranquilidad en que vivían aquellos, poco antes fieras. No se cansaba de dar gracias al Señor y a los padres misioneros de ver tanta docilidad e instrucción en aquellos bárbaros, tantas, aunque pobres y pequeñas iglesias levantadas al verdadero Dios en aquel alcázar de la idolatría. En efecto, sosegadas las inquietudes primeras de los nayaritas desde el año de 1725 ¿en la reformación de la tropa que se redujo a solo cincuenta hombres   —236→   y del gobernador que aquel mismo año, por orden de don Pedro Rivera, visitador general de los presidios, se retiró de la provincia. De los cincuenta soldados se mandaron habitar treinta en la Mesa, diez en Guainamota, Y otros tantos en Ixcatán. Los señores virreyes habían mandado ejecutar las más estrechas providencias para la tranquilidad y buen gobierno de aquellos pueblos: que se repartieran entre los indios cinco mil pesos por los daños que les hubiesen hecho en la conquista, que a los padres asistiese siempre un soldado de escolta y dos cuando hubiesen de salir a sus pueblos: que no se dejasen sentar plaza forajidos ni solteros; que no se les permitiese tratar ni contratar con indios, ni entrar en los pueblos sin beneplácito de los misioneros, ni servirse en manera alguna de los indios para sus particulares comodidades. Con estas disposiciones (bien que no todas veces observadas rigorosamente) respiraron algún tanto de sus pasados temores y vejaciones los nayaritas. Era singular la aplicación y asistencia a la doctrina y a los demás ejercicios de cristianos que pudo llenar de complacencia al ilustrísimo señor Cervantes.

El señor obispo de Guadiana (Durango) en cuya jurisdicción está la mayor parte de nuestras misiones, dejada la expedición del Moqui, intentó la visita de su vastísima diócesis, que cuasi toda hacia el Poniente y Norueste, debe aquella mitra a nuestros operarios. La Tepehuana, la Topía, la Sinaloa, Ostimuri, alta y baja Taraumara, la Sonora, la Pimería, son otras tantas regiones civilizadas, cultivadas y atraídas a la religión y obediencia de nuestros reyes, con solo el sudor y sangre de los jesuitas. En todas ellas halló mucho de que bendecir y alabar a Dios el celosísimo prelado. A la misión de San Ignacio, que administraba el padre Agustín Campos, bajaron a presentarse a su ilustrísima más de setenta indios del Sonoidac, del Bac, de Soamea y otras rancherías de sobaipuris y papavotas. Representáronle con demostraciones de no pequeño sentimiento, que había muchos años que atraídos de la dulzura y caridad de su primer padre y protector el padre Eusebio Kino, habían solicitado padres para instruirse y recibir el santo, bautismo: que el dicho padre Kino les había enseñado a sembrar regularmente, a fabricar sus casas, y cuidar ganado para mantenerse así, y a los padres, que en vano habían esperado muchos años: que entre ellos había muchos bautizados, y que si no lo estaban todos, era por no haber podido el padre asegurarse de que se les proveería de ministro; que por orden de Su Majestad se debían haber destinado para la Pimería   —237→   ocho padres, lo que jamás se había verificado aun después de muchos informes e instancias del padre Kino; que esta dilación había sido causa de la perdición de otras muchas naciones y países que dicho padre tenía ya reconocidas y bien dispuestas, como los yumas, quiquimas, cocomaricopas, hoabonamas y otros habitadores de los grandes ríos Gila y Colorado, y aun los mismos apaches, cuya conversión en otros tiempos hubiera sido muy fácil, y hubiera libertado a la Taraumara y Sonora de tan continuos sustos, e inmensos gastos a la real hacienda. El señor obispo, penetrado del mas vivo color, conferenciada con los padres la materia, y hallando ser verdadero cuanto expresaban aquellos buenos indios, resolvió escribir, como lo hizo, al excelentísimo señor marqués de Casafuerte, virrey, y al padre provincial de la Compañía pidiendo por lo menos uno o dos operarios, los que si no podían mantenerse a expensas del rey se obligaba su ilustrísima a mantenerlos a su costa por el bien de aquellas almas. Aun a esta petición tan autorizada y tan justa, se opusieron dificultades en México, que hicieron al ilustrísimo recurrir a su majestad con el feliz éxito que veremos adelante. La misma representación que ahora se hace al ilustrísimo señor obispo de Durango habían hecho a fines del año antecedente los mismos sobaipuris al padre rector Ignacio Arzeo; pero estando esta narración inserta en el informe que de aquellas misiones hizo al señor virrey el brigadier don Pedro de Rivera, hemos tenido por mejor vaciar aquí a la letra dicho informe, que es como sigue.

[Informe sobre las misiones del obispado de Durango al virrey, del brigadier don Pedro de Rivera] Excelentísimo señor. -A más de las órdenes generales que vuestra excelencia se ha servido ministrarme, la que consta por carta de 20 de junio de 1725, en que se me manda observar el estado que tienen las misiones donde me fuese posible saberle, por lo que conviene estar vuestra excelencia enterado de la forma en que están divertidos los operarios del Evangelio, instrucción en la fe católica de los indios, reducidos a vida política por la gravedad de este punto y repetidos encargos de su majestad; y habiéndolo ejecutado por lo tocante a las misiones de Nuevo-México y Nueva-Vizcaya que hallé a cargo de los reverendos padres franciscanos, ahora pasando por las de Ostimuri, Sonora y Sinaloa, vengo gustoso a informar a vuestra excelencia lo satisfecho y complacido que me han dejado las experiencias del total complemento con que estos ministros se aplican en todas líneas a su obligación. Las de Sonora y Ostimuri, están en riberas fértiles, en cuyo cultivo logran sus ministros cosechas con que tener bien abastecidos a los indios reducidos a pueblos. Estos, en unión   —238→   de casas, forman las misiones en vida política, estando ellos, sus mujeres e hijos decentemente vestidos, y muchos en el traje español, inclinados al trabajo corporal del campo, y las mujeres a la labor y telares con que comercian con los españoles. Hay muchos instruidos en la lengua castellana, y sus ministros todos diestros en varios idiomas, según los pueblos a quien en ellos administran y predican. Las de Sinaloa son menos fructuosas; mas no obstante, se halla igualmente en todas con total decencia el culto divino, excediendo solo las de Sonora y Ostimuri en el mayor adorno de las iglesias, ornamentos y vasos sagrados, en que los padres emplean cuanto adquieren, y en cuyo reconocimiento tiene mucho que venerar y que aplaudir la devoción. Mantienen los ministros entre los moradores de esta provincia mucho crédito, estimación y respeto por sus loables virtudes, buenas correspondencias, y distribución de limosnas a los necesitados y misiones pobres. Y en cuanto a la conversión y educación de los naturales, no tiene que oponer la más rigorosa censura, porque a más de estar los ya reducidos bien radicados e instruidos en nuestra santa fe, hay muchos tan adelantados en cada pueblo, que en todos ellos hay capilla de música, de la cual, con los varios instrumentos que les han enseñado sus ministros asisten a los oficios diarios de la Iglesia, atrayendo a ella a los demás, y a la asistencia al continuo rezo y explicación de doctrina a los niños y niñas, manifestando todos obediencia, amor y respeto a sus ministros, que son celadores continuos de sus operaciones. Mucho más pudiera decir de lo que trabajan estos padres para honra y gloria de Dios, propagación de la fe y bien de las almas, no solo entre las naciones bárbaras que reducen, sino entre los vecinos españoles de estos países en el pasto espiritual que les comunican y el socorro en sus urgencias; solo añadiré que en las ocasiones que se ofrecen de hacer campaña, contribuyen con largueza dichos operarios con víveres, e indios amigos abastecidos de todo lo necesario, como lo experimenté en la que acaba de hacer contra los apaches el capitán de presidio de fronteras. Asimismo satisfacen estos ministros a los piadosos deseos del rey nuestro señor, procurando atraer los indios aun gentiles al conocimiento de Dios, en cuya comprobación, estando en dicho presidio, vi que copia de indios de la numerosa nación de los pimas vinieron a pedir al padre rector Ignacio Arzeo, que respecto a no tener ministro, les diese el consuelo de ir a bautizar gran número de párvulos, lo que dicho padre ejecutó internándose más de treinta leguas al Norte: bautizó   —239→   ciento cuarenta párvulos, y volvió muy compadecido del desconsuelo con que quedaban aquellos naturales de no tener ministro, y no poder él asistirles por la precisa residencia en los pueblos de su cargo. Por lo que juzgo necesario que vuestra excelencia procure se envíe uno o más ministros para esta nación de más docilidad y racionalidad que todas las otras. Esto mismo que he dicho de Sinaloa y Sonora, debo decir de la de Tepehuana y Taraumara, según he podido informarme de personas desapasionadas. He juzgado necesario individualizar estas noticias por la complacencia que el celo de vuestra excelencia tendrá por ceder todo en servicio de ambas majestades, y ver ensalzado y alabado en partes remotas el santo nombre de Dios, mediante el insuperable trabajo de tan celosos ministros. Quedo a los pies de vuestra excelencia con el más reverente respeto, pidiendo a Dios guarde a vuestra excelencia cuanto deseo y he menester. Real presidio de San Felipe y Santiago, de Janos, y febrero 14 de 1727. Excelentísimo señor.- A los pies de vuestra excelencia. -Don Pedro de Rivera.



Corroborada la petición de los pimas sobaipuris con los autorizados informes del ilustrísimo señor obispo de Durango y del visitador general de los presidios, obtuvo finalmente de Madrid un despacho feliz de su majestad en 10 de octubre del siguiente año de 1728, mandó dos cédulas al excelentísimo señor marqués de Casafuerte, y al ilustrísimo señor obispo de Durango: esta segunda, es del tenor siguiente.

El rey. -Reverendo en Cristo padre obispo de la Iglesia Catedral de Durango en la provincia de la Nueva-Vizcaya, de mi consejo. Sabed: En carta de 22 de agosto del año pasado de 1728, me disteis cuenta de que estando entendiendo en la visita general de vuestro obispado, os salieron al camino en la provincia de los pimas altos más de setenta indios gentiles, dando a entender deseaban ser católicos cristianos, y no tener ministros que les instruyesen a ello, y que habiendo representado lo referido al virrey de Nueva-España, luego que concluisteis la visita, a fin de que diese providencia de que fuesen tres misioneros que por entonces bastaban al intento, no lo había ejecutado, como tampoco el provincial de la Compañía de Jesús de México por decir no tenía orden alguna, sin embargo de haberle insinuado vos no se detuviese en enviar dichos ministros por falta de medios, pues os obligáis al costo de su transporte, y mantención anual; y habiéndose visto en mi consejo de las Indias, con lo que dijo mi fiscal, como quiera que por despacho de la fecha de este, ordeno al referido virrey de Nueva-España de la más pronta providencia, a fin de que pasen ministros   —240→   misioneros a la referida provincia de los pimas altos, poniendo este encargo al cuidado de los religiosos de la Compañía de Jesús; de cuya providencia queda asimismo prevenido el procurador general de esta religión, que reside en esta corte, a fin de que por todas partes se pongan los medios convenientes; ha parecido participároslo y datos gracias, por lo que os dedicáis al cumplimento de vuestra obligación pastoral, de cuyo celo espero concurriréis, como os lo encargo; al fomento de la expresada misión y mejor logro de esta empresa, en que tanto se interesa el servicio de Dios y mío. Fecha en Madrid a 10 de octubre de 1728. -Yo el rey. -Por mandado del rey nuestro señor. -Andrés del Corobarrutia y Serpide.



Tales eran has nuevas providencias de su majestad acerca de la reducción de los pimas. En la California, entre tanto, se dio principio a una misión que desde el año de 1724, había dotado de su legítima el padre Juan Bautista Luyando. Este famoso jesuita, río contento con haber ofrecido y dedicado a la salud de los californios aquella parte de sus bienes, quiso también consagrarlo a sí mismo, pidiendo con instancia a los superiores ser enviado a aquellas misiones; como lo consiguió acabados sus estudios el año de 1727. Desde entonces, mientras el nuevo ministro se imponía en el idioma y costumbres del país, fue enviado para disponer a la reducción los ánimos el padre Sebastián de Sistiaga, aunque de mucho tiempo atrás por los años de 1706 habían aquellas rancherías manifestado bastantemente al padre Piccolo sus buenos deseos. El sitio era en la sierra de San Vicente o arroyo del Carrizal, que los naturales llaman Kadda Kaaman. La nación es de los Cochimies de la gente más dócil y menos brutal de la California. Habiendo pasado allá por enero de este año el padre Juan Luyando acompañado del padre Sebastián de Sistiaga y nueve soldados; fue tal el fervor de los catecúmenos, que muy en breve se pudieron comenzar los bautismos, fabricarse casa e iglesia, que se dedicó solemnemente por diciembre de aquel mismo año. Bien, que entre las ordinarias persecuciones de parte de los bahamas o hechiceros y ancianos, crecía cada día la misión con nuevas rancherías que se agregaban atraídas de la suavidad y regalos del padre. Entre estas, vino una a los dos meses tan bien instruida en la doctrina cristiana, que movió al misionero a preguntarles cómo habían aprendido por ser de aquella que no había podido catequizar, y disponer el padre Sistiaga. Respondieron que no pudiendo esperar que fuese allá el padre por la distancia del lugar, habían   —241→   solicitado un indizuelo cristiano de los enseñase. Con estos y otros semejantes sucesos, endulzaba el Señor las amarguras que causaban al celoso operario la rebeldía e ingratitud de algunos caciques que por varias veces intentaron darle muerte. Fueron estos singularmente dos, de quienes por último triunfó la mansedumbre del padre Juan Luyando, reduciéndolos a vida cristiana, y asistiéndolos hasta la muerte, que les sobrevino poco después en la general epidemia que este año se padeció en toda la Nueva-España.

[Epidemia de sarampión] México, como la ciudad más populosa del reino, fue la que principalmente sintió el estrago del sarampión. En esta, como en todas las ocasiones de igual naturaleza, se hizo muy digno da notar el celo, fervor y actividad con que sin perdonará trabajo alguno, ni aun a la misma vida se sacrificaron los jesuitas a la salud del público. Celebrado antes de la hora regular el santo sacrificio, se repartían nuestros operarios por los diversos cuarteles de la ciudad a asistir a las confesiones de los enfermos y ayuda de los moribundos, de donde el que más temprano se restituía al colegio, era después de medio día. Tomada una ligera refacción y algún tiempo para el oficio divino, volvían otra vez a la tarea hasta muy entrada la noche, y no pocas veces hasta la mañana siguiente, sin que en medio de tan continuada y penosa fatiga en el incesante comercio de enfermos y moribundos, enfermase y muriese alguno. No contentos con el socorro espiritual, repartían al mismo tiempo largas limosnas en alimentos, medicinas, en ropa para el abrigo de innumerables pobres, en reales, que parte de los mismos colegios se les daba para distribuir por sus manos, y por su medio las repartían muchas ricas y piadosas personas. A pesar de todas las precauciones que el excelentísimo señor marqués de Casafuerte y todos los principales sujetos de la ciudad tomaban para apagar el incendio, no parece sino que le ministraban pábulo para nuevas creces. Agotados todos los remedios humanos, procuraron algunos devotos, por medio del excelentísimo señor Carlos Bermúdez de Castro se sacase en procesión por toda la ciudad la imagen de nuestra Señora de Loreto, que se venera en nuestra iglesia de San Gregorio. Salió efectivamente con extraordinario concurso y solemnidad. En el camino pasó el venerable deán y cabildo de la Santa Iglesia Metropolitana, un oficio al padre provincial pidiéndole su beneplácito para conducir a la Catedral la Soberana imagen, y hacerle allí un solemne novenario. No pudo el padre Andrés Nieto dejar de condescender a la súplica del cabildo eclesiástico, que lo era de toda   —242→   la ciudad, ni la piadosísima Madre de Dios dejar de manifestar cuanto se agradaba de aquel obsequio. Desde aquellos mismos días se comenzó a hacer muy reparable la diminución del mal, que a poco tiempo se acabó enteramente. En agradecimiento de tan señalado favor, determinó la ciudad asistir anualmente en cuerpo de cabildo a la fiesta que el día 8 de setiembre se le hace en dicho seminario. Las sagradas religiones tomaron a su cargo los nueve días antes, venir a hacer a su costa un día de la novena, como hasta ahora pocos años se ha practicado con edificación de toda la ciudad y grande aumento de la devoción para con la santa Casa de Nazaret42.

[1729] A 1.º de abril del siguiente año de 1729 falleció en el colegio del Espíritu Santo de la Puebla el padre Andrés Montes, natural de Foncarral, lugar vecino a Madrid. Se crió en México en la casa de un rico hermano suyo, que a su ejemplo convirtió muy en breve en un observantísimo convento, sobre el que derramó el Señor copiosísimas bendiciones. El hermano, después de tolerada pacientísimamente la mortificación de la ceguera en los últimos años de su vida con anticipada noticia de su muerte, que de mucho antes comunicó a sus corresponsales en España, falleció con singular opinión de santidad. La suegra y la mujer de dicho caballero, acabaron antes que él con la misma fama de virtud. Una hermana de dicha señora, que antes de comenzar el padre Andrés sus estudios, le destinaban para esposa, murió en el convento de San Bernardo con la singularísima prerrogativa de haber según pudo conjeturarse por los dichos de dos confesores de uno y otro de haber conservado su integridad virginal en el estado del matrimonio en que vivió muchos años. Ejemplo maravilloso, y que en pocos santos casados lo venera la Iglesia; quien con tanto celo promovía las almas a la virtud en el estado seglar, bien se deja conocer con cuanto fervor se aplicaría al ministerio de las almas llamado de Dios a la Compañía ya ordenado de sacerdote. El padre Andrés Montes, trasplantado a la casa de Dios, se hizo luego muy singular en el fervor y aplicación al confesonario y al púlpito. Es verdad que este camino por donde quizá la Compañía se había prometido mucho fruto de sus trabajos, no era el que le tenía trazado la Providencia para nuestra edificación. Después de haber sido un apóstol en el siglo, no parece haberlo traído el   —243→   Señor a la religión, sino para un ejemplar de sufrimiento como a Job y un varón de dolores. De cuarenta y ocho años que vivía en la Compañía, cuasi los cuarenta fueron de habituales enfermedades en que su tolerancia, su obediencia aun a los mozos enfermeros, su mortificación, pobreza, devoción y su modestia, fueron copiosísima materia a la edificación de todo aquel colegio.

Al partido de San Ignacio, del rectorado de Piaztla, en las misiones de la sierra de Topía, faltó también este año un insigne operario, y grande ejemplar de toda virtud en el padre Juan Boltor, a quien los misioneros en vida (vecinos) y en muerte dieron siempre el título de venerable. Lo merecía efectivamente, no tanto por su respetable ancianidad, que según se creía, pasó de cien años, y cuando no, se acercó a ellos, cuanto por sus religiosas virtudes. Hombre siempre hambriento de la perfección, vigilantísimo en la observancia de las más menudas reglas, aun en más de setenta años de misionero, donde faltaron los ejemplares de hermanos fervorosos, y el cuidado de los celosos prelados, amantísimo de los pobres, con quienes repartía aun lo necesario para su persona, sustentándose de solo las limosnas que le ofrecían voluntariamente los indios. Sus conversaciones con los prójimos eran siempre de Dios, o de cosas de espíritu. Daba muchos ratos a la oración mental, los que le dejaban libres la administración de sus pueblos, y sus espirituales ejercicios los daba a la poesía y pintura en que tenía absolutamente materia, y no otro objeto que las alabanzas a Dios, los misterios de la vida de Jesucristo y de María Santísima, o las heroicas acciones de los santos, las que tan no apagaban, sino que servían de fomento a su meditación. En estas piadosas ocupaciones, amado de Dios y de los hombres, lleno de días y de merecimiento, pasó al Señor en 19 de julio. Ni es de omitir ya que hemos tocado las misiones de Topía, lo que poco antes había acontecido con un piadoso cacique. Hallábase este muy cercano a la muerte; pero con tal tranquilidad y regocijo de ánimo, que su serenidad y lo risueño de su semblante, dio no poco cuidado a los que le asistían. Un yerno suyo, llegándose a la cabecera, le dijo con respeto: «Señor y padre mío, no es esta la hora de reírse, estando para dar cuenta a Dios: apartad la memoria de las cosas frívolas del mundo, y ponedla en las eternas de la otra vida». A este prudente aviso... «No, hijo mío, respondió el buen anciano, no es el motivo de mi risa y gozo la memoria de las cosas de esta vida, que pasto he de dejar, sino antes la esperanza de los   —244→   eternos gozos que me prometo con tanta seguridad por los cortos obsequios con que según mis fuerzas he procurado honrar y servir a la Santísima Virgen, y también a los sacerdotes y ministros de Jesucristo, (dejándome gobernar por sus santos consejos. Haz tú otro tanto si quieres sentir semejante consuelo en esta hora».

En la misión de Loreto en California, acabó su gloriosa carrera el padre Francisco María Piccolo, fundador en compañía del padre Salvatierra de aquella cristiandad, que cultivó con increíbles peligros por espacio de treinta y dos años, después de haber estado seis u ocho en las misiones de taraumares altos, donde fundó la misión de Carichic. Fue siciliano de nación, y vino ya sacerdote a la provincia, de un celo verdaderamente apostólico e incansable en procurar por todos los medios posibles la salud de las almas, especialmente de los gentiles, de una mansedumbre admirable para sufrir las groserías de aquellas naciones salvajes, de una maravillosa pureza de conciencia, que a juicio de sus confesores jamás contaminó con alguna culpa mortal. Murió el día 22 de febrero: en su muerte dieron sus amados californios bastantes pruebas de sentimiento y ternura con que le veneraban como a su más antiguo padre y fundador. Por este tiempo se padecía mucho en todas las demás misiones de la California con la epidemia que había ya cundido entre los indios, singularmente al Norte de la nueva misión de San Ignacio. Entre estas penalidades, no faltaban al celoso misionero grandes motivos de consuelo. Tales fueron las sinceras conversiones y cristianas muertes de dos famosos bahamas o hechiceros, que sus embustes y apostasías habían causado mucha inquietud a los neófitos y dado al mismo padre mucha materia de merecimiento. No fue de menor júbilo la reducción de una ranchería llamada Walimea a la costa del mar del Sur. Un gentil de este país, por la comunicación de otros pueblos cristianos, tuvo alguna noticia de los misterios de nuestra religión y necesidad del bautismo. Era de una razón y entendimiento poco común entre aquellos bárbaros, despejado, pronto y sagaz. La rectitud y santidad de las máximas cristianas aun ruda y groseramente propuestas por boca de sus paisanos, sin haber visto jamás alguno de los padres, le hicieron tan poderosa impresión, que desde luego determinó bautizarse. No contento con hacerlo él, procuró traer otros muchos, haciéndose el predicador y apóstol de su nación. No pudo conseguirlo de todos, singularmente de los ancianos con quienes tal vez estuvo para llegar a las manos en el calor de la disputa; pero con los   —245→   de su familia y tal cual otro pariente y algunos amigos, partió a San Ignacio, donde a pocos días, bautizados lucios, se volvieron llenos de consuelo. No tardó mucho en volver con nuevos prosélitos, hasta agregar al rebaño de Jesucristo toda su ranchería.

La prosperidad de estos sucesos con que se comenzó a abrir puerta al Evangelio por la playa del mar del Sur, se turbó en parte con una improvisa invasión de algunos salvajes más septentrionales, que o por lidio del cristianismo, o por antiguas enemistades con la nación de los cochimies, cayeron de un golpe sobre la misión de San Ignacio, con muerte de dos cristianos. Creyó el padre Luyando que la mansedumbre y paciencia cristiana triunfaría de la inhumanidad de aquellos bárbaros, y así no permitió a sus neófitos que se vengaran, como intentaban, por las armas; mas la impunidad les dio nueva osadía, y llegaron a intentarla fuerte del ministro, y el incendio de la misión. Fue forzoso entonces desengañarlos de que no era miedo o cobardía la tolerancia de que habían usado hasta entonces. Se convocaron las vecinas rancherías cristianas en número de setecientos hombres de armas; de que se escogieron solo trescientos cincuenta. Se nombraron dos caudillos de valor y autoridad entre ellos: se les proveyó de toda clase de armas, todo con mucho orden, y cuanto mayor aparato fue posible, fabricado todo en la misión. A los dos capitanes se les dio orden de no matar a nadie, sino traer a cuantos se pudiesen tomar vivos, y acabada una novena a la Santísima Trinidad, llevando por bandera la Santa Cruz, marchó la tropa en busca del enemigo. Informado por las espías el capitán, gobernador del pueblo de San Ignacio, que los enemigos descansaban en un aguaje cerca de la sierra, se acercó a ellos de noche, formando un cordón; que insensiblemente fue estrechándose hasta cerrarles todo el paso.

A la punta del día, se levantó de todos un horrible alarido. Los enemigos que dormían sin el menor recelo, despertaron alarmados, y quisieron ponerse en defensa; pero los cristianos eran en mucho mayor número, bien armados, y les tenían cortado todo el paso. Era forzoso morir o entregarse, no quedando arbitrio a la fuga: hubieron de poner los arcos en el suelo en señal de rendimiento. Pocos pudieron escaparse y dar aviso a otras cuadrillas más distantes. Se trajeron en triunfa a San Ignacio treinta y cuatro prisioneros, que fueron condenados a azotes. Se comenzó por el que había cometido el homicidio; pero a pocos golpes los padres Sistiaga y Luyando, que se hallaban en   —246→   la misión, salieron a interceder por él y los demás prisioneros. Esta caridad los cautivó de manera, que aun sueltos ya de las prisiones, se quedaron por muchos días en el pueblo pasmados de la hermandad con que todos los acariciaban, y procuraban hacerles olvidar las antiguas discordias. Pidieron que se bautizasen sus párvulos, y a su instancia se hubo de hacer en algunos, menos en el hijo del principal cacique. Pareció desconsolado, y tanto, que del camino volvió pidiendo con lágrimas el bautismo para su hijo, y prometiendo volver con todos aquellos prisioneros y cuantos más pudiese, a instruirse también y bautizarse. No pudieron negarse los padres a tan piadosos ruegos, y él cumplió exactamente su palabra dentro de pocos días.

Con igual fervor, aunque con muy diferente fruto se trabajaba en Nayarit. Los fervorosos operarios tuvieron el desconsuelo de saber por medio de un indio fiel llamado Francisco Javacué, que algunos aún de los ya reducidos a los pueblos adoraban los antiguos ídolos. Señaló los lugares donde celebraban sus juntas, y añadió que por no haber querido tener parte en sus abominaciones intentaban matarlo. El padre Urbano Covarrubias, a quien se hizo la delación, pasó la noticia al gobernador del presidio, y en su compañía pasó también al lugar señalado: quemaron los ídolos e infame adoratorio; pero ni el capitán tenía fuerzas bastantes para hacerse temer de los apóstatas, ni su pequeña tropa, compuesta por la mayor parte de forajidos y gente malvada, tenían tanto celo como él, para empeñarse en vengar las injurias de la religión. Estos, engreídos con el título de conquistadores, y no creyéndose bastantemente recompensados, no procuraban sino atraerse a los indios, permitiéndoles todo, porque les descubriesen minas; o les sirviesen en sus tratos y labranzas, o les disimulasen los excesos de lascivia en sus mujeres y en sus hijas. Semejantes cristianos, bien claro está que habían de ser más declarados enemigos de los ministros de Dios que los gentiles y apóstatas. Así a la pobreza y falta aun de lo más necesario, a la imponderable aspereza de los caminos, a la rusticidad, inconstancia y malicia de los serranos, a la calurosa intemperie del clima, a los insectos y sabandijas molestísimas y aun ponzoñosas, tenían que añadir los celosos obreros las murmuraciones, los fraudes, los fingimientos, los malos modos, y aun las calumnias y declarados odios con que los perseguían los presidiarios, impidiéndoles de cuantos modos podían aun los cortos alivios que permitía su situación, y lo más doloroso, imposibilitando cada día más la propagación del Evangelio y sólido   —247→   establecimiento de la fe católica. Vino este año el padre Segura con un misionero: los demás vinieron después con el procurador Filipino.

[1739. Es nombrado provincial el padre Oviedo] A 4 de noviembre de este año, en el nuevo pliego que vino, cumplidos los tres años de gobierno del padre Andrés Nieto, se halló nombrado provincial el de provincial el padre Juan Antonio de Oviedo. En el siguiente de 1730, se agregó a los demás piadosos ejercicios que practican los congregantes de la Buena Muerte en la Casa Profesa, el cuidado de la casa real de los Hormigos. Este recogimiento de mujeres escandalosas había fundádose en México, a instancias de la real audiencia para reclusión de aquella peste de la república. El señor rey don Carlos II a fines del siglo antecedente, les había comprado casa y dado algunas fincas de que sustentarse. Se aplicaron singularmente a promover obra de tanta piedad los señores y reales ministros don Francisco Saraza, don Juan de Veguellina y don Gaspar de Zepeda; pero muerto el uno, enfermo por mucho tiempo el segundo, y pasando el tercero al coro de la Santa Iglesia de Puebla, presto por la incuria de los administradores vinieron a padecer aquellas infelices cuasi extrema necesidad. Noticioso de esto el padre Nicolás Zamudio, prefecto de dicha congregación, a quien su caridad para con todo género de gentes lo hacía como el refugio común de todos los necesitados, trató con sus nobles congregantes hacerse cargo de fomentar con sus limosnas a aquellas miserables. No fue difícil conseguirlo de tan caritativos y liberales ánimos, y junta competente cantidad, se renovó su antigua habitación, se pusieron en buen corriente sus antiguas fincas, y se impusieron a réditos para su sustento algunos miles. Se les introdujo agua, de que carecían. El padre prefecto asistía con frecuencia a confesarlas, y hacerles exhortaciones morales, y algunos otros padres las cuaresmas. Los congregantes con su prefecto en determinados días les llevaban el alimento con bastante abundancia, les proveían de vestido a las que lo necesitaban, y repartían en reales competentes limosnas.

En la California se trataba entre tanto de una nueva fundación hacia la parte del Sur y cabo de San Lucas que es la punta más meridional de la península que habitan los uchities, coras y parte de los guaicuros. Se había, como vimos, por los años de 21 fundado allí la misión de Santiago; pero quedaban aun muchos gentiles que causaban inquietudes. El capitán del presidio hizo muchos viajes para sujetarlos y hacerlos entrar en su deber. En estas diferentes ocasiones los coras del cabo de San Lucas le instaron siempre por ministros, y creyendo que este   —248→   podía ser medio para relucirse los demás, propuso el asunto a las padres. Por el mismo tiempo movió Dios el corazón del señor marqués de Villapuente inspirándole fundar otra misión en dicho cabo de San Lucas, sabiendo lo que incomodaba aquella gentilidad a los antiguos cristianos. El padre José de Echeverría, que se hallaba actualmente en la California en calidad de visitador general de las misiones, pasó por el mes de marzo al cabo de San Lucas con el padre Nicolás Tamaral, dejando Orden que le sucediese en la Purísima el padre Sigismundo Taraval, que se esperaba de México. Fundada la misión en una obra espaciosa cerca de una alaguna de agua dulce, se detuvo allí algunos días el padre Echeverría, y ofreció a Dios las primicias de algunos párvulos. Los adultos no parecieron sino en muy corto número, hasta que con el padre visitador regresaron los soldados. A poco tiempo fue preciso trasladar la colonia cinco leguas más lejos del mar por los insectos y otras incomodidades del primer sitio. Aquí, con las ordinarias pensiones se dio tanta prisa el fervoroso padre Tamaral, que antes del año tenía ya bautizados más de mil y treinta gentiles.

[Muerte del padre Juan de Ugarte] A fines de este año falleció con gravísimo y justo dolor y pérdida de toda aquella cristiandad el padre Juan de Ugarte, hombre raro y de aquellos que produce tarde la naturaleza. El padre Juan María Salvatierra confesaba ingenuamente que mil veces se hubiera desamparado la California a no haber sido por el celo y expediente del padre Ugarte. Habiéndosele frustrado el primer viaje que hizo a la reducción de los guaicuros, se volvió diciendo: ...Esta empresa la reserva Dios para el Apóstol, nombre que daba al padre Ugarte, y frasismo que solía usar en las cosas que se proponían como imposible a la industria humana. Sus talentos singulares para la cátedra y el púlpito le hubieran merecido las primeras estimaciones de la provincia que abandonó por consagrarse todo al bien de la California. De todas sus grandes prendas de alma y cuerpo, de su entendimiento, de su robusta salud, de su extraordinaria fuerza, de la fecundidad de su espíritu, de la grandeza de su corazón, de su habilidad para todo género de obras mecánicas, de su autoridad, de su mansedumbre y de todas las demás virtudes, supo valerse maravillosamente para la fundación, conservación y fomento de aquellas desamparadas regiones, y por tanto en los últimos años le miraban como al padre de la Colonia y el atlante (que así le llamaban) de la California. No le hicieron menos respetable en lo doméstico su pobreza, su invicta paciencia, su frecuente trato con Dios   —249→   en la oración, en medio de las continuas tareas de treinta años de misionero, y algunos particulares dones con que le favoreció el cielo. Acabó su carrera el dio 29 de diciembre de 1730.

Había mucho tiempo que el piadoso eclesiástico don Nicolás de Aguilar, vecino de la villa de León, en el obispado de Michoacán, movido de la apostólica predicación y copioso fruto que tanto en aquel lugar como en otros vecinos hacía el padre Manuel Valtierra, deseaba fundar en su patria un colegio de la Compañía. Tuvo que luchar por muchos días el virtuoso sacerdote con la oposición de algunos émulos de los jesuitas que con todo género de artificios y de engaños, procuraban impedir su residencia en León. Decíase que los jesuitas harían más daño allí por su ambición y codicia que provecho por su literatura y su doctrina; que en Roma los habían condenado de herejes, y no tardarían mucho en hacer lo mismo en España. Comprobaban estas falsedades con otra mayor, diciendo que en la Puebla había salido de la Compañía un sacerdote profeso, y se había casado dentro de pocos días. Prometían al fundador que con mucho menos costo proveerían a la villa de ministros para la educación de la juventud y de operarios para la reforma de las costumbres. Nada bastó a hacerle mudar de resolución a don Nicolás Aguilar. Consultó sus designios con personas sabias y virtuosas, y habiendo conseguido que entrasen en su poder dos haciendas de sus hermanos don Manuel y don Marcos de Aguilar, deseosos igualmente de contribuir a la fundación, escribió al padre provincial Juan Antonio Oviedo, ofreciendo sitio para la iglesia y colegio; cincuenta mil pesos para la fábrica, trescientos marcos de plata para su adorno y las haciendas para la manutención de los sujetos. El padre provincial, con dictamen de la consulta, aceptó de su parte la liberalidad del fundador, y prometió enviar desde luego algunos padres a la villa siempre que se obtuviese la licencia necesaria de su majestad, ofreciéndose a solicitarla de su general. Muy largo pareció este plazo a don Nicolás, deseosísimo de ver alguna prenda que le asegurase el feliz éxito. Solicitó, pues, que entre tanto se ocurría a Madrid y a Roma, se pusiese allí con el beneplácito del señor virrey y del señor obispo de la diócesis un hospicio con dos o tres sacerdotes y un maestro de gramática, de que mucho necesitaba el país, tomando desde luego la Compañía posesión de las haciendas. Así se practicó obtenidas las licencias del señor marqués de Casafuerte y del ilustrísimo señor don Juan José de Escalona y Calatayud, obispo de Michoacán: se dio a la Compañía posesión del   —250→   sitio y fincas en persona del padre Manuel Andrés Fernández a 16 de mayo, y en 8 de julio entraron en la villa los padres Manuel Álvarez de Lava, superior del hospicio, y Manuel Rubio, con el hermano Francisco Arriaga, a quienes acompañó desde Celaya el padre Manuel Valtierra. El fruto espiritual que siguió en León al establecimiento de la Compañía, lo manifiesta bien el que los mismos antiguos émulos se vieron obligados a ser después panegiristas de su celo, y las instancias con que toda aquella república solicitó aun en tela de juicio la restitución de los jesuitas, cuando después de algunos años por justos motivos hubieron de desamparar el hospicio, como quizá veremos adelante.

[1732] No fue solo el nuevo hospicio de León con el que aumentó la provincia el padre Juan Antonio de Oviedo. A los principios de 1732, se dispuso la fundación de otra casa en la villa (hoy ciudad de Santa Fe, real y minas de Guanajuato). Por dos ocasiones había pretendido aquel populoso lugar en el siglo XVII, la fundación de un colegio, y aun a los principios del corriente había resucitado los antiguos deseos el señor don Juan Antonio Bracamonte, natural de Guanajuato, oidor de la real audiencia de México y arcedeano después de la Santa Iglesia de Puebla, donde recibido en la Compañía había fallecido poco antes. La ciudad, puesta desde el año de 1616 bajo la protección de San Ignacio de Loyola, (siete años antes de su canonización) parecía tener derecho más que alguna otra para que trabajase en ella la Compañía.

Desde fines del siglo antecedente se había establecido allí la congregación de San Francisco Javier, a quien en la iglesia de Guadalupe, cuasi fuera del lugar, se hacía cada año por marzo un solemne novenario. El piadoso eclesiástico que rezaba la novena por su particular afecto a nuestra religión, al llegar a la petición secreta añadía en alta voz: ...Y pídanle todos al Señor, por la intercesión del Santo, que nos traiga a este lugar padres de la Compañía... Asistió este año, como otros muchos, a la novena la noble Señora Doña Josefa Teresa de Busto y Moya, de la casa de los ilustres marqueses de San Clemente, y una de las más distinguidas y poderosas del país. Se le ofreció en esta ocasión vivísimamente el pensamiento de fundar en Guanajuato colegio de la Compañía; volvió a su casa sin haber comunicado a nadie aquel pasajero ofrecimiento. A poco rato entró a visitarla el vicario y juez eclesiástico de la villa don Juan de Ocio y Ocampo, y rodando sobre varios asuntos la conversación, llegó a decirle que con su caudal aun sacada la legítima de sus hijos, podía hacer mucho bien a Guanajuato   —251→   fundando allí un colegio. En el ánimo piadoso y discreto de la Señora, no dejó de hacerle alguna impresión la armonía y consonancia de aquellas palabras con la idea que se le había tan poco antes ofrecido, y contrayendo más la conversación, dijo que estaba pronta, como conviniese en ello su hijo el doctor don Ildefonso de Aranda, clérigo presbítero, que era el árbitro de todos sus negocios. Supo este que pendía de su resolución un asunto tan importante, y partiéndose luego a ver a su madre, no solo le aprobó su designio, diciendo que era lo mejor y más útil que podía hacer de su caudal, sino que prometió concurrir también con diez mil pesos de su legítima paterna. Se ofreció, fuera de eso, a tratar personalmente el negocio con el padre provincial, que no estaba lejos en la visita de los colegios vecinos. Era esto por fines de marzo de 1732, y pocos meses después pasó el padre Oviedo a Guanajuato. La piadosa fundadora, hallando que podía disponer de cincuenta mil pesos de quinto, ofreció liberalmente toda esta cantidad para dote del colegio. Añadió una obligación de mantener cinco sujetos, tres operarios, un maestro de gramática y otro de escuela por tiempo de seis años que se daban de término para alcanzar las licencias del rey y del padre general. Para la fábrica de colegio e iglesia hizo escritura de diez mil pesos el ilustre señor don Francisco Matías de Busto y Moya, marqués de San Clemente, y de cinco mil don Miguel Herbás. La señora viuda e hijos de don Andrés de Busto, hermanos de dicho señor marqués y de la señora fundadora, dueños en su compañía de la mina de la Cata, don José de Sardeneta y Legaspi, dueño de la de Rayas, y don Francisco Iguerátegui, don Bernardo Riaño, don José Liceaga de la Asunción, ofreciendo poner en sus minas la limosna que llaman Piedra de mano, durante la fábrica, perfección y adorno de la iglesia. [Entrada de los primeros jesuitas en Guanajuato] Aceptadas estas condiciones y obligándose la Compañía a conseguir licencia del rey, volvió el padre provincial a México y envió a Guanajuato los primeros jesuitas, por superior al padre Mateo Delgado, que entraron con gran regocijo de todo el lugar en 29 de setiembre de 173243.

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[Elogio del padre Domingo de Quiroga] Poco antes había pasado de esta vida en el colegio máximo, donde actualmente era prefecto de espíritu el padre Domingo de Quiroga, rector que había sido del mismo colegio, maestro de novicios y procurador a Roma, sujeto de eminente magisterio y de conocida perfección en la vida espiritual, de extraordinaria pureza de alma y cuerpo, que según el juicio de cuantos le trataban con intimidad: conservó hasta la muerte su pobreza extremada, y constante su interior y extrema, mortificación. Puso el Señor a su dirección muchas almas escogidas que el padre condujo a lo más sublime de la santidad, ilustrándole su Majestad muchas veces con luz sobrenatural para conocimiento de los más arcanos pensamientos; y de muchos sucesos futuros, por donde se granjeó la constante opinión de santo, con que fue venerado, y consultado como oráculo en materias de espíritu de los ilustrísimos señores don fray José Lanciego y don Nicolás de Cervantes. En su muerte se sacaron muchos retratos y se hicieron otras demostraciones que indicaban bien el alto concepto que se tenía de su virtud. A la misma hora en que expiró le vio una alma muy favorecida del Señor entrar en el cielo entre los brazos dulcísimos de nuestro Redentor Jesús. Murió el día 2 de setiembre.

Entre las misiones circulares que por este año se habían hecho en las diócesis de México y Puebla, fue singular el fruto que se cogió en la ciudad de Cholula y pueblo de Huamantla. En Cholula hubo persona de la primera distinción, que a voces comenzó a decir en la iglesia sus culpas; otras muchas a quienes en la procesión pública fue necesario moderar sus rigorosísimas penitencias. Un joven había estado por largo tiempo amancebado con tanto descaro, que tenía a su cómplice en casa aparte, sin que juez alguno eclesiástico o secular se atreviese a remediarlo. En tiempo de la misión prohibió a su manceba que fuese a la iglesia; pero él, a pesar de sus propósitos, hubo de encontrarse   —253→   con uno de nuestros misioneros en parte donde le fue forzoso detenerse y oír, aunque corto rato algunas sentencias. Estas bastaron para hacer en su ánimo tan fuerte impresión, que yendo derechamente a la casa de su perdición... Y a esto se acabó, le dijo: yo ya no vuelvo a verte hasta que sea para casarnos en legítimo matrimonio. A la siguiente mañana (sábado) en que había acostumbrado ayunar desde su tierna edad a la Santísima Virgen, salió para Atlixco con ánimo de cobrar un poco de dinero para las diligencias necesarias al fin que meditaba. Llegó a las cuatro de la tarde, todavía en ayunas, al rancho de un antiguo conocido, que disimulando sus intentos, lo convidó a comer, pensando vengarse de no sé qué pasados agravios. En efecto, bebiendo un jarro de agua le disparó un trabuco con que le dejó instantáneamente muerto. Su torpe cómplice, sabido el suceso, hizo con el mismo padre J. J. Martínez una confesión general, y entabló una vida cristiana. En Atotonilco, en Pachuca, en el Real del Monte, en Tisayuca, y en otros muchos lugares del arzobispado, se hicieron amistades, se quitaron por medio del matrimonio innumerables escándalos, tantos, que un teniente de cura escribió a su parroquia, es decir, al cura que estaba ausente... Que ya en Pachuca no quedaban por casar, sino los clérigos y frailes: se quemaron muchos ídolos y se extirparon muchos perniciosos abusos con grande satisfacción y consuelo de los celosos misioneros.

[Fundación de misiones en la Pimería] Los que según las últimas órdenes del rey debían señalarse para la Pimería, a petición del ilustrísimo señor Crespo, obispo de Durango, estaban ya en la Sonora desde fines del año antecedente. El padre visitador Cristóbal de Cañas, dispuso que para aprender el idioma se repartiesen en los pueblos antiguos de San Ignacio y Tubutama, donde los furiosos tabardillos que acometieron a los padres Juan Bautista Grazhoffer, e Ignacio Javier Keller, detuvieron la expedición hasta principios de abril de este año. Juntos los ya convalecidos con el padre Felipe Segeser en un lugar llamado Kino, en memoria del fundador de aquellas misiones, el día 3 de mayo en que se celebra la Invención de la Santa Cruz, salieron acompañados del capitán del presidio vecino don Juan Bautista de Anza y de algunos soldados españoles y muchos pimas de los nuevos y antiguos pueblos. Al padre Juan Bautista Grazhoffer se destinó la misión de San Gabriel y San Rafael de Guebavi, treinta leguas al Norueste de los Dolores, con las visitas de San Marcelo, hoy San Miguel de Sonoidac, siete leguas al Este. A Aribac diez y ocho al Poniente,   —254→   San Cayetano y el Xamac de cinco a ocho leguas al Norte con más de mil cuatrocientas almas. De ahí, pasó la caravana a San Javier del Bac, donde quedó el padre Felipe Segueser con las visitas de San Agustín, cinco leguas al Norueste, en que se contaban de población fija más de mil trescientas almas. Finalmente, la misión de Santa María Soamea, situada veinticinco leguas al Norte con alguna inclinación al Este de los Dolores, y sus visitas San Mateo, San Pedro, Santa Cruz de Quiburi, San Pablo, con algunas otras rancherías, todas seguidas en espacio de treinta y dos leguas al Norte, con más de mil ochocientas almas, se dejó al cuidado del padre Ignacio Javier Keller. En todas partes fueron recibidos los padres con grandes demostraciones de júbilo de aquellos dóciles pueblos, y que por tantos años con tanta hambre habían esperado quien les partiese el pan de la divina palabra. El capitán del presidio, y el cacique gobernador general de la nación don Eusebio Aquibisani, les hicieron en todas partes razonamientos muy acomodados, declarándoles la intención de su majestad y de su pastor el señor obispo de Guadiana (Durango) y la buena voluntad con que los padres se sacrificaban gustosamente a todos los trabajos por el bien de sus almas. De todo esto dieron dicho comandante y los padres exacta cuenta al ilustrísimo señor don Benito Crespo, y su ilustrísima a la corte de Madrid, sabiendo cuán plausibles habían de ser estas noticias al animoso rey Felipe V. Efectivamente, su majestad recibió con el informe del ilustrísimo y cartas de los misioneros mucha satisfacción, encargándole diese en su nombre las gracias a los operarios evangélicos y al capitán don Juan Bautista de Arza por su eficaz aplicación y cuidado en la fundación y asiento de aquella nueva cristiandad, y encargando al mismo señor obispo continuase sus buenos oficios para el adelantamiento de las referidas conversiones.

[Pasa el padre Taraval a reconocer unas islas en la costa del Sur de la California] En California, el padre Segismundo Taraval, que de la misión de la Purísima había pasado a San Ignacio, emprendió la conquista espiritual de unas nuevas islas a la costa del Sur. Algunos de sus habitadores atraídos de las persuasiones del cacique de Walimea habían venido a catequizarse con otros muchos de una ranchería llamada Anawa muy cercana de la costa, e instado al padre para que pasase a sus cercanas islas. Nada más conforme al celo, y aun al genio del padre Taraval que este género de expediciones. Dadas las providencias necesarias para el buen gobierno de su misión, partió para Anawa, distante seis días de camino, reconoció una grande ensenada que llamó de   —255→   San Javier. De aquí en una balsa pasó a la primera isla que los naturales llaman Asegua, desierta, estéril, sin agua, ni otro alimento que algunos mescales y muchísimas aves, de donde toma el nombre, pequeña de menos de un cuarto de legua en largo. Entre los pájaros se hallaron dos especies incógnitas, unos pequeños negros todos, que viven de ordinario en el mar; pero duermen en tierra en nidos cavados en la arena. Otros grandes como ánades o patos, pecho blanco, a las y espalda negras, pico y garras corvas, como aves de rapiña. Cavan también sus nidos en la playa, pero no los habitan sino en tiempo sereno. Dista esta primera isla cerca de seis leguas de la playa. La otra llamada Amalgúa, o sea tierra de neblinas, está a poco más de cuatro leguas de la primera, y las dos en altura de 31 grados, poco menos. Amalgúa es mayor, larga como dos días de camino y uno de ancho. Su longitud de Oeste a Norte con un monte en medio de buen alto. Desde su cima se vieron al Poniente otras dos islas pequeñas que no dieron noticia alguna los moradores de Amalgúa. Hallaron tres pequeñas bahías con pozos y fuentes de agua dulce, muchas y diversas especies de pájaros, venados o tayes, conejos negros pequeños y de pelo muy suave. Supieron que había también castores y lobos marinos, y en el vecino mar no pocas ballenas que todo surtía de gasto a los isleños. Estos eran pocos y con facilidad vinieron en pasar al continente para instruirse y bautizarse, como se consiguió de todos, menos de un malvada anciano, que habiendo resistido largo tiempo, y venido a fuerza por no quedarse solo en el camino, se arrojó a cazar lobos que vieron sobre un banco de arena, y a la vuelta murió despedazado de un tiburón, no sin asombro y escarmiento de los demás.

[Sucede al padre Oviedo en el gobierno de la provincia el padre José Barba En 4 de noviembre de 1733, justamente a los tres años del padre Juan Antonio Oviedo, le sucedió en el gobierno de la provincia el padre José Barba. Su trienio fue inquieto y tumultuoso por los diversos y ruidosos pasajes del pleito de diezmos que en esta sazón me ventiló con más ardor de parte del ilustrísimo señor don Juan Antonio Bizarrón, arzobispo de México, y de los señores jueces hacedores de la Santa Iglesia Catedral. No pienso se echará menos en este lugar una relación más circunstanciada del curso de este pleito. Si en todos los demás negocios meramente temporales de los colegios hemos siempre procurado abstenernos de odiosas narraciones, mucho más en estos años en que no pudiendo dejarse de nombrar personas que viven aun, o ha poco que fallecieron, sería preciso renovar memorias nada agradables,   —256→   especialmente cuando en ellas nada ganaría la edificación de nuestros lectores. El señor Bizarrón, es por otra parte muy acreedor a la estimación de la provincia por lo mucho que la honró en los lustrosos empleos de arzobispo y rey de estos reinos. Se valió de muchos sujetos de la Compañía para muchas cosas de la gloria de Dios y bien de su rebaño, y finalmente, para el más importante negocio de su salvación, comunicando íntimamente en su última enfermedad con el padre Mateo Ansaldo, en cuyas manos murió en 174744. Pero volvamos a tomar el hilo de nuestra historia.

Por los años de 1733 y tiempos cercanos, eran muy famosas en el obispado de la Puebla las misiones circulares del padre Juan Tello de Sites, operario infatigable, y uno de los sujetos que ha tenido aquella ciudad más enteramente dedicados a la salud de los indios. Acompañábale muchas veces en estas expediciones el señor doctor don Miguel de Nieto y Almirón, canónigo magistral, y después maestre escuelas de aquella Santa Iglesia, ocupando en esto los meses de oraciones que le permitía el derecho. Este raro ejemplo seguía también el señor don Pedro de Vargas, prebendado de la misma iglesia; pero en quien será de mucho ejemplo tomar la narración desde más alto.

Había sido este señor cura beneficiado algunos años del partido de Huamantla. En este tiempo hubo algunos ruidosos disturbios entre él y el teniente de gobernador y otros vecinos principales del pueblo, por los cuales se hallaba actualmente capitulado y llamado a la capital, cuando llegó a hacer misión a Huamantla a petición del señor Lardizaval el padre J. J. Martínez. Creyó el ilustrísimo que la misión sería el mejor medio para mitigar aquellos ánimos agitados y enemistados y evitar los escándalos que ocasionaban a todo el partido los choques del cura y del teniente; y así permitió al beneficiado que fuese en aquel tiempo a su curato. Empezaron los padres la misión con un fruto copiosísimo, como suele acontecer en la gente pobre y rústica; pero nada conseguían de los principales del pueblo, que o por no concurrir con el cura, o por no verse obligados a deponer su enemistad evitaban cuidadosamente asistir a los sermones. Entre tanto, llegó la fiesta de San Bernardino de Sena, patrón jurado de aquel valle. Era en este día inevitable la concurrencia; pero no siendo sermón de misión, no se les hizo muy difícil asistir a la iglesia. Era convidado para el sermón un   —257→   sobrino del mismo cuca, recién ordenado, y la Providencia Divina dispuso que este, o porque en realidad enfermase, o por algún recelo que tuvo de predicar en aquellas circunstancias tan críticas, avisó la víspera a su tío que no podía predicar por hallarse enteramente indispuesto. El cura, en este aprieto, ocurrió al padre Juan Martínez, que admitió gustosamente, y comenzando por panegírico, declinó con destreza el punto moral que necesitaba su auditorio. Dios le inspiraba las palabras y un ardor a que no había resistencia. Mirábanse unos a otros con susto los oyentes, y nadie prorrumpía por la confusión y la vergüenza. El párroco, creyendo que por su oficio y estado lo convenía ser el primero en el buen ejemplo, se levantó del lugar en que presidía al clero, y fue para donde estaba el teniente. Calló el predicador, y todo el auditorio esperaba con susto y silencio el éxito de una acción tan desusada. El buen cura se arrojó a los pies del teniente pidiéndole perdón. Este, con los demás sus partidarios hicieron lo mismo. [Escena patética, interesante y religiosa] En toda la iglesia no se oían sino perdones y lágrimas de alegría, de compunción y ternura a vista de semejante espectáculo. Una acción tan heroica premió Dios al doctor Vargas con tal abundancia de gracias; que fue después el ejemplar y espejo de los eclesiásticos. A poco tiempo le vino una prebenda, cuya renta toda repartía entre los pobres, contentándose con vestido honesto, y un grosero alimento. El tiempo de sus vacaciones lo ocupaba en salir a predicar e instruir a los indios de los pueblos, donde había sido cura para resarcir (como decía) el descuido y mal ejemplo con que había quizá escandalizado en su juventud. El tiempo que estaba en la ciudad, cuanto se lo permitir el coro, lo empleaba en las cárceles y hospitales, y otros ejercicios de caridad, hasta que algunos años adelante, una misión que hizo a países muy destemplados de la costa, le fue causa de la última enfermedad, y de una apetecible muerte.

A este suceso de tanta edificación debemos añadir otros dos no de poco temor acontecidos en Guatemala. Llamaron con prisa al padre José de Villalobos para una confesión en un barrio distante. El padre, aunque actualmente estaba con una úlcera en el calcañal del pie, partió al instaste con aceleración; pero cuando llegó había espirado la enferma. Halló a las asistentes extremamente congojados, y me lo quedó menos el padre de haberla hallado muerta. Los circunstantes entonces tomándolo aparte: padre, le dijeron, no ha sido culpa de vuestra reverencia que haya muerto esta mujer sin confesión. Seis sacerdotes   —258→   se han llamado de la vecindad, y todos se han excusado. Cuando llamamos a vuestra reverencia ya estaba en agonía. Estos son secretos juicios de Dios: ella era una mujer de vida notoriamente estragada y que había inducido también a dos de sus hijas al mismo infame comercio. Ha muerto sin quererse confesar, y apartando de sí mientras pudo el Santo Crucifijo que le poníamos en las manos. Lo que más nos asombra es, que habiendo tenido muy blancos y hermosos dientes, que era lo más agraciado de su rostro, de anoche acá se le han desaparecido de la boca. Entró el padre a ver el cadáver, y halló ser verdad, que ni aun señal le quedaba de haber tenido dientes, sino solo la raíz de un colmillo que mucho antes se le había caído. El caso fue notorio y muy espantoso para cuantos la habían conocido. El padre Villalobos, grandemente compadecido encomendó a una persona de probado espíritu que encomendase a Dios una alma, sin decirle el nombre y las circunstancias del caso. No tardó muchos días en darle esta respuesta: ...padre, le dijo, yo tengo la cabeza llena de ilusiones, y no querría juzgar mal de nadie. Haciendo oración por la alma que vuestra reverencia me encomendó, vi que unos demonios la llevaban por un campo presa con cadenas de fuego, y me decían en mi interior: ...A esta le sacaron los demonios los dientes antes de morir en prendas de que habían de llevar su alma como lo ves, por los muchos que condujo a perdición por el nimio cuidado de sus dientes.

[Otro terrible caso] No fue menos horrorosa la muerte de otro sujeto de más que mediana distinción y de grandes créditos en su oficio. Murió repentinamente en una calle pública dando espantosos bramidos como una fiera y sin poderse confesar a presencia de mucha gente que acudió a las voces y algunos sacerdotes. No se supo más por entonces; pero a pocos días yendo una mujer a confesarse, bañada en lágrimas, dijo a uno de nuestros sacerdotes, que por mucho tiempo había estado en mala amistad con aquel hombre infeliz: que la misma noche en que murió salía él de casa de un caballero que nombró (y donde era cierto que había estado aquella noche); que encontrándola en la calle la fue solicitando por dos cuadras que hay desde dicha casa al lugar donde murió; que resistiéndose constantemente por estar en la actualidad haciendo una novena a Señor San José, él la había tenido por fuerza abrazada hasta conseguir su brutal deleite, e inmediatamente apenas se había apartado de ella dos o tres pasos, cuando con furiosos bramidos cayó en tierra y murió a poco rato.

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Con muy diferente suerte murieron este año en la provincia dos hermanos, uno estudiante y otro coadjutor, dejando hasta ahora un suave olor de edificación en los colegios donde florecieron. El 1.º de febrero, víspera de la Purificación de nuestra Señora en el colegio del Espíritu Santo de la Puebla, el hermano Bernabé Sánchez, natural de Cuba, mozo de angelicales prendas aun desde su más tierna juventud, en que era ejemplo a los demás colegiales en el Seminario de San Gerónimo. En la Compañía fue admirada de todos su exactitud en la observancia de los más menudos ápices. Tan delicado en la pobreza, que jamás usó sin licencia particular aun de aquello que da a todos la religión. Su modestia y guarda de los sentidos, fue tal, que siendo sota ministro, fue necesario mandarlo que alzase los ojos para cuidar del refectorio. Preguntado por su confesor poco antes de recibir el Santo Viático sobre una materia en que recayese la absolución sacramental, respondió que no se acordaba haber cometido algún pecado venial deliberadamente. En el colegio de la Habana, a 14 de agosto, pasó de esta vida el activo y devoto hermano José Ignacio Vila, natural de Cerdeña y ejemplar de coadjutores de la Compañía. Jamás se sentó sin mandárselo delante de algún sacerdote, ni les habló sino con el birrete en la mano. Acompañando a los padres en sus ministerios, siempre iba un paso atrás, y no bien veía algún sacerdote con las manos ocupadas, cuando ocurría a servirlo. Cuidaba él solo de la sacristía, del refectorio, de la despensa, cocina, enfermería; era ropero, despertador, procurador, portero, cumpliendo tan diversos oficios con tanta exactitud, como si cada uno le ocupase enteramente, y ninguno lo ocupó nunca tan del todo, que se dispensase por él de la oración, exámenes y lección espiritual a las horas señaladas, a que añadía el oficio Parvo, muchas visitas al Santísimo Sacramento, y una cuotidiana y recia disciplina, con un cuasi continuado ayuno. Dentro y fuera de casa se hicieron por su salud muchas oraciones, misas y promesas, y el entierro lo tomó a su cargo con su religiosa comunidad el reverendísimo padre guardián de San Francisco.

Para noviembre de este año, tenía ya convocada el padre provincial José Barba la vigésima séptima congregación provincial. Fue el día 2 elegido secretario el padre Nicolás de Segura, prefecto que era entonces de la congregación de la Purísima, y el 4, destinados procuradores los padres Juan de Guendulain, rector y maestro de novicios en Tepotzotlán, Andrés García, rector de San Gregorio, y el padre Manuel   —260→   de Herrera, rector del colegio de Guadalajara. En esta congregación se volvió a tratar con calor el asunto de la división de la provincia. El padre general Miguel Ángel Tamburini había ya requerido en esta materia el dictamen de los padres consultores de provincia, que conviniendo todos en la substancia discordaban en el modo. Mandó su reverencia que cada uno de dichos padres en carta separada le informasen a la manera que juzgaban más oportuna para la dicha división. De esta diligencia, como ni de que se hizo en esta congregación, y se han repetido después, ha resultado hasta ahora efecto alguna. [1734] Comenzó el año de 1734 pacífico y tranquilo en todo el resto de la provincia, solo en México y California con bastante inquietud y turbación de muy distinta naturaleza, que Creciendo por instantes, prorrumpieron en estruendo a los fines del año. En México, los señores jueces hacedores en el litigio de diezmos llegaron a fulminar censuras y fijar por excomulgados a algunos administradores de las haciendas de la Compañía, aunque recurriendo esta por el recurso de fuerza y protección al real acuerdo de oidores, se alzaron prontamente. Las hablillas de algunos indiscretos indignaran no poco el ánimo del ilustrísimo señor don Juan Antonio Bizarrón contra el padre provincial José Barba, de quién llegó a quejarse amorosamente al padre general; pero satisfecho en breve con la rendida sumisión del mismo padre Barba y de toda la provincia su generoso ánimo, y desvanecidas las calumnias de los impostores y émulos, volvió a los jesuitas aquel mismo grado de estimación que siempre le había merecido45.

En la California era muy glorioso a nuestra religión el motivo de las turbaciones. Había a la mitad del año de 1735 el padre Sigismundo Taraval, por orden del padre Clemente Guillén, fundado en la Ensenada de las Palmas, de la nación Cora, la misión de Santa Rosa entre los de Santiago y San José, que algunos años antes habían fundado los padres Ignacio Napoli y Nicolás Tamaral. En lugar del padre Napoli había entrado en la misión de Santiago el padre Lorenzo Carranco. Eran los coras y pericues, y generalmente les rancherías del Sur de California, más ladinos y capaces; pero también más viciosos e inquietos que las demás naciones de la península. Había entre ellos   —261→   algunos mulatos y mestizos, raza que habían dejado en el país, los buzos de perlas y algunos otros barcos, ya españoles, ya extranjeros que solían llegar a aquellas playas. De estos había dos singularmente revoltosos e indomables a toda la dulzura y celo de los padres Carrasco y Tamaral. El primero era el gobernador del pueblo de Santiago, cargo que el padre Carrasco le había solicitado, y de que fue forzoso deponerlo, sin que ni aquella tal cual honra, ni la afrenta y el castigo hiciesen más que empeorar su condición altiva y licenciosa. Causó bastante turbación, y aun intentó deshacerse del misionero; pero no pudiendo conseguirlo, solo trató de retirarse a algunas rancherías, todavía gentiles, de San José. Encontró allí un socorro poderoso en otro de su calor y de su genio a quien llamaban Chicori, nuevamente irritado con el padre Tamaral por haberle procurado apartar de una india que poco antes había hurtado del pueblo. Entre los dos determinaron sacudir un yugo tan pesado como les parecía la nueva religión, y deshacerse de los padres que miraban como fiscales de sus acciones. Junta una cuadrilla de mal contentos determinaron acometer primero al padre Tamaral a su vuelta de Santiago, donde poco antes había ido; pero noticioso el padre de su mal intento, no volvió sino bien escoltado de sus fieles indios, quedando burlados los designios de Chicori y su tropa. Ellos, para asegurar mejor el tiro, lo dilataron a mejor ocasión, y entre tanto se dieron de pez al misionero, pidiéndole doblemente perdón de sus delitos pasados, y prometiendo vivir sujetos entre los demás catecúmenos. Pasaban estas cosas a principios del año, y un nuevo accidente que embargó por muchos días la atención de los misioneros y de los indios, hizo olvidar cuasi del todo las turbaciones pasadas. Vino al padre Tamaral la noticia de que había pasado por el cabo de San Lucas, y que proseguía rayendo la costa un navío. Envió prontamente indios que lo siguieran por la playa, y habiendo entrado a hacer aguada en la bahía de San Bernabé, supieron ser el Galeón de Filipinas a cargo del capitán don Gerónimo Montero. El padre Tamaral pasó personalmente con cuanto socorro pudo recoger de su misión y las vecinas, en frutas, carne fresca, etc., único remedio al verbén (o sea mal de loanda) de que venía, como suele, inficionada mucha gente. El capitán dio muchas gracias al caritativo padre, y valiéndose de su favor dejó en tierra tres enfermos muy agravados, y prosiguió su viaje a Nueva-España. De los tres que quedaron en tierra, asistidos cuanto permitía la pobreza de la tierra, sanaron   —262→   dos, que fueron el padre fray Domingo Orbigoso (u Orbegoso), del orden de San Agustín, y don Francisco de Baytos, capitán de guerra de la nao. Don Antonio de Herrera, que era el otro, a pesar de todo el cuidado con que se le procuró asistir, murió de un nuevo accidente que le sobrevino a pocos días, y fue enterrado con la mayor solemnidad que permitía aquel desierto, en la iglesia de la misión. A los dos convalecidos procuró el mismo padre barco en que pasasen a la Paz, y de allí a Matanchel, dejándolos no menos admirados de su caridad que de su apostólico desinterés, principalmente en no haber querido admitir para sí, para su misión o sus indios lo más mínimo de los bienes del difunto, que hizo se entregasen luego por un muy prolijo inventario que había formado delante de los demás desembarcados. El reverendo Orbigoso quedó tan edificado de toda la conducta del misionero, que quiso formar y formó un muy honorífico testimonio de todo, firmándolo de su mano para memoria de su agradecimiento, en 24 de febrero de 1734.

Con tan virtuosas obras se preparaba el padre Tamaral para el glorioso fin que le destinaba el cielo. Poco tiempo después de esta novedad que entretuvo algunos días la grosera curiosidad de los indios, volvieron los dos perversos jefes de las turbaciones pasadas a conmoverse e inquietarse para otras más ruidosas. Comenzaron por unas rancherías situadas entre las dos misiones de Santa Rosa y San José, en que los más eran gentiles aun. Al nombre de libertad y exención de toda autoridad con que los persuadían, se fueron agregando insensiblemente al partido muchos nuevos cristianos que entre tanto no dejaban de vivir en la misión, y asistir a la doctrina para no causar la más leve sospecha a los padres. Hallábanse estos repartidos en las cuatro misiones del Sur, sin más escolta que tres soldados en Santa Rosa por ser la más nueva, dos mestizos con nombre de soldados en Santiago, uno en la Paz y ninguno en San José. Aun de estos pocos procuraron deshacerse con doblez y alevosía los cobardes indios antes de acometer a los misioneros. Hallando solo en el monte a uno de los que acompañaban en Santa Rosa al padre Taraval le dieron muerte, y pocos días después al único que había quedado en la Paz. No faltaron a todos los padres vehementes sospechas y aun expresas noticias de lo que tramaban los bárbaros. El padre Clemente Guillén había avisado como visitador a todos que se retirasen a los Dolores o a Loreto, y aun despachado una canoa con 17 indios que no llegaron o   —263→   llegaron tarde. Al padre Tamaral dio aviso a un soldado de Loreto que vino por aquellos días a sangrarlo, y aun el mismo padre Carranco lo envió algunos indios que de su parte le llamasen a Santiago y le escoltasen en el camino. A estos mensajeros, ya de vuelta, salieron al encuentro los mal contentos preguntándoles dónde y a qué habían ido. Respondieron que a Santiago a traer al padre Tamaral, porque ya saben los padres que los queréis matar. Habían ellos siempre pensado comenzar por la misión de San José por ser la más remota, y menos defendida; pero con esta noticia mudaron de dictamen, y resolvieron acometer primeramente al padre Carranco, porque o no se les escapase o tomase otras providencias que les impidiesen después la ejecución. No les fue difícil hacerlo así, por hallarse el padre solo a la hora sin la corta defensa aun de aquellos dos mestizos, que habían salido al monte. Hallábase el padre Lorenzo Carranco hincado de rodillas en su pequeña choza, dando gracias después de haber dicho misa. Los mensajeros que venían de San José, o engañados por los amotinados, ya unidos con ellos, entraron a la pieza, y el padre se levantó pensando viniese con ellos el padre Tamaral: no viéndolo les preguntó si traían carta; entregáronle un billete, y estándolo leyéndolo entraron en tropel los sediciosos, y arrebatándolo en brazos lo sacaron con algazara facciosos; [Matan los facciosos al padre Lorenzo Carranco] dos le tienen de la ropa mientras que los demás, cercándolo por todas partes, le atraviesan con innumerables flechas, pronunciando él incesantemente los nombres dulcísimos de Jesús y de María; al ruido y alboroto concurre todo el resto del pueblo. Algunos a la primera vista fueron tocados de la compasión no estando aun pervertidos; pero bien presto, o por no declararse del partido opuesto, o porque hallándose sin testigos no tenían que temer, se revistieron como fieras vueltas al bosque de toda su barbaridad. Con piedras y con palos acaban de dar la muerte al sacerdote de Dios: desnudan al venerable cadáver, y vengando en él las reprensiones que el padre les había hecho de su sensualidad y torpeza, le mofan, escarnecen y profanan con execrables e impuras abominaciones, y después lo arrojan al fuego. Entre tanto corren otros al despojo de la casa e iglesia, quemando y destrozando los vasos sagrados, cruces, imágenes, misales y cuanto no podía servirles de alimento y vestido. En la casa hallaron llorando a un indiezuelo que acompañaba al padre, y para más delito lo acabaron a golpes y arrojaron a las llamas. La misma fortuna siguieron poco después los dos soldados que acaso en esta sazón volvían ignorantes del campo.

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