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Sumario: 1. Diversas clases de normas jurídicas.- 2. El Derecho positivo es la voluntad del Estado.- 3. Cuatro diversos problemas sobre las fuentes del Derecho.- 4. La fuente unitaria formal del Derecho Positivo.- 5. Alusión sociológica sobre las fuentes generadoras de Derecho.- 6. La sistemática del orden jurídico vigente.- 7. Las formas de producción del Derecho: de modo originario y de modo derivativo.- 8. La producción originaria. El poder constituyente. -9. Teoría del poder constituyente.- 10. La Producción derivativa del Derecho. La legislación constitucional. La legislación ordinaria. Los reglamentos. El negocio jurídico. La sentencia judicial. La resolución administrativa. El acto ejecutivo. -11. Relación entre las normas generales y las individualizadas. La plenitud hermética del orden jurídico. Las lagunas y el juez.
Hasta ahora, cuando se ha hablado en estas páginas de la norma jurídica positiva, se ha estudiado de ella su esencialidad; pero no se ha hecho referencia a los diversos tipos de normas, ni a su varia procedencia, ni a la relación que todas ellas guardan entre sí. Vamos ahora a ocuparnos de estos temas.
Hay preceptos jurídicos de muy diversas clases, según su generalidad mayor o menor, o su menor o mayor concreción, según su rango y según su procedencia -aparte de otras clasificaciones, de que me ocuparé más adelante-.
El ordenamiento jurídico vigente en un Estado, en un determinado momento, se compone de una serie de preceptos de diversa generalidad. Los hay de máxima generalidad, por ejemplo, los contenidos en las leyes, las cuales, en términos abstractos, ligan a determinado tipo de situaciones determinado tipo de consecuencias jurídicas. Los hay de una mayor concreción, como son muchos de los expresados en reglamentos y en disposiciones administrativas, los cuales vienen a concretar, en términos más restringidos, principios contenidos —186→ en las leyes. Hay otros preceptos jurídicos que tienen una materia y un ámbito ya puramente concreto y singularizado, cuales son, verbigracia, los pactos de un determinado contrato celebrado entre Pedro y Juan, pactos que constituye el Derecho vigente para regular algunas relaciones entre esos dos sujetos. Y, finalmente, todavía los hay de una máxima concreción, como ocurre con las disposiciones de una sentencia judicial o de una resolución administrativa, en las cuales se manda nominativamente, con plazo determinado, una cierta prestación o consecuencia.
Desde otro punto de vista, a saber, desde el punto de vista del origen aparente, podemos distinguir también varios tipos de normas jurídicas. Las hay que aparecen expresadas en disposiciones emanadas del Estado (leyes, reglamentos públicos, órdenes administrativas, sentencias de los tribunales). Otras, en cambio, se revelan a través de costumbres jurídicas, y tienen consiguientemente como origen la convicción jurídica de la comunidad, expresada mediante la repetición de una misma conducta relativa a determinadas relaciones. Otras, son el producto de entes colectivos, de instituciones, que engendran espontáneamente ordenamientos propios, como acontece con algunas corporaciones, sindicatos, etc. Finalmente, hay una serie de disposiciones jurídicas de carácter concreto, cuyo contenido emana de la voluntad de personas particulares, por ejemplo, las cláusulas de un contrato, las de un testamento, etc.
Dejaremos para más adelante otras clasificaciones de las normas jurídicas (necesarias y supletivas; formuladas y no formuladas, etc.)
Ahora es preciso cobrar principios de orientación en el abigarrado boscaje de las normas jurídicas, desde los dos puntos de vista de variedad que he anotado, es decir, desde el punto de vista de la diversa generalidad y rango, y desde el punto de vista de las varias procedencias de sus contenidos.
Pues bien, esa balumba multiforme y dispar de preceptos jurídicos (leyes, reglamentos, sentencias, contratos, estatutos de corporaciones, costumbres, etc., etc.) debe constituir una totalidad orgánica o sistemática, pues de lo contrario no sería posible el orden jurídico positivo. Y no sería posible, porque nos encontraríamos con una multitud de preceptos de diverso origen, de distinto rango, —187→ y aún de contenido dispar, sin saber cómo artícularlos. El principio de conexión entre todos los preceptos jurídicos de un ordenamiento positivo consiste en que todos ellos valen, rigen, en tanto y porque son la voluntad del Estado. La común referencia de todos los preceptos jurídicos a la voluntad del Estado es lo que permite concebir el ordenamiento jurídico como un todo unitario y conexo.
No se diga que es inexacta la afirmación de que todas las normas jurídicas sean expresión de la voluntad del Estado aduciendo que hay normas jurídicas que no han sido elaboradas por éste -verbigracia el Derecho consuetudinario gestado espontáneamente por la colectividad, el Derecho de las corporaciones emanado del mismo seno de éstas, las reglas de los contratos dictadas por las partes que los concluyeron, etc.- No es admisible esta objeción, porque cuando se habla de la voluntad del Estado como fuente unitaria y única de vigencia de todos y cada uno de los preceptos jurídicos, no nos referimos a que todas las normas de Derecho hayan sido fabricadas por el Estado -ya que resulta notorio que no es así-, sino que nos referimos a que valen como normas de Derecho vigente, porque, sea cual fuere su origen efectivo, el Estado las requiere como tales y las aplica como tales. Y, por otra parte, adviértase, además, que cuando se habla de voluntad del Estado no nos referimos a ningún fenómeno real de voluntad psicológica de unos hombres, sino a una construcción jurídica formal, a saber, a la personalidad del Estado como centro común de imputación de todos los mandatos contenidos en el ordenamiento jurídico.
Una costumbre jurídica no ha sido elaborada por un órgano calificado del Estado, sino que ha surgido por espontánea gestación social en el seno de una comunidad. Cierto; pero esa costumbre es Derecho vigente sólo en el caso de que el Estado (los tribunales de justicia) la apliquen, sólo si es impuesta inexorablemente por los órganos de la coacción jurídica. Si éstos no la toman en cuenta, si no fallan según lo determinado en esa costumbre, podremos acaso censurar este desconocimiento desde un punto de vista estimativo o político, pero lo cierto es que tal costumbre no constituye, en ese caso, Derecho vigente -aunque podamos creer que debiera constituirlo-. Lo mismo podemos decir respecto de los estatutos de una corporación: ellos han sido fabricados por ésta y no por el Estado, pero constituirán Derecho vigente sólo en la medida en que el Estado los eleve o reconozca como tal Derecho. Y, parejamente, podemos decir que las cláusulas de un contrato es cierto que han sido redactadas por las partes contratantes, pero valen como Derecho —188→ porque el Estado admite que los particulares puedan establecer, dentro de ciertos límites, las normas jurídicas que han de regir determinadas relaciones recíprocas entre ellos; y tanto es así, que los contratos celebrados en contra de lo determinado por el Derecho se consideran jurídicamente inexistentes.
Por eso, cuando se trata de las fuentes del Derecho, hay que diferenciar cuidadosamente dos problemas enteramente diversos, a saber: 1º. El problema de la fuente común de vigencia jurídica de todas las normas, problema que se resuelve contestando que esa fuente es unitaria y consiste siempre y necesariamente en la voluntad del Estado, entendida ésta como el centro común de imputación de todos los mandatos contenidos en el ordenamiento jurídico; y 2º., el tema acerca de cómo se han elaborado realmente en la historia los contenidos jurídicos concretos, es decir, de cuáles son los procesos sociales a través de los cuales han surgido los contenidos del Derecho, lo cual constituye una investigación de Sociología genética.
De otro lado, cabe además plantearse el problema de las fuentes del Derecho desde otros dos puntos de vista distintos de los dos mencionados en el párrafo anterior, a saber: a) preguntarnos con relación a un determinado sistema positivo -v. g. el mexicano de hoy cuáles son las instancias que éste establece para la producción de normas jurídicas, es decir, a quiénes y a qué procedimiento concede autoridad para establecer normas jurídicas; y b) la consideración estimativa, esto es, valoradora, sobre qué procedimientos deban ser considerados como preferibles para la formación del Derecho, es decir: la discusión sobre si es mejor la regulación legal que la regulación consuetudinaria; sobre si es mejor dejar amplio margen de arbitrio discrecional a los tribunales, o si, por el contrario, es más conveniente proceder a una normación rígida preestablecida; etc., etc.
Así, pues, se han dibujado cuatro problemas distintos, que es ineludible mantener separados, pues de lo contrario se promueve un barullo caótico en esta materia. Y, precisamente, esto es lo que ha ocurrido en la mayor parte de la literatura jurídica, producida en torno a este asunto: que por haber sido involucrados estos cuatro puntos de vista, se ha caído en un máximo de confusión.
Repito que se trata de cuatro problemas distintos, que de nuevo voy a enumerar: 1º. Cuál es la fuente de validez jurídica de todas —189→ las normas de un sistema de Derecho positivo (pregunta que se contesta diciendo que, siempre y necesariamente, esa fuente es la voluntad del Estado). 2º. Cuáles suelen ser en la realidad social las instancias productoras de normas jurídicas (pregunta, que se contesta diciendo que, de ordinario, encontramos la producción legislativa, la producción consuetudinaria, la producción jurisprudencial, y la autonomía de la voluntad -contratos, testamentos, etc.- 3º. Situados en un determinado ordenamiento, esto es, dentro del Derecho de un país en un cierto momento histórico, se pregunta cuáles son en él las instancias productoras de normas jurídicas (a lo cual se tiene que contestar indagando qué es lo que dicho ordenamiento dispone sobre esto). 4º. Consideración estimativa o política -en plan de teoría valoradora del Derecho, o en plan de Derecho constituyente- sobre qué fuentes sea mejor establecer; sobre si hay que dar preferencia a la ley o a la costumbre; sobre si hay que ampliar o restringir el ámbito de la autonomía de la voluntad privada para la producción de normas jurídicas; sobre si hay que aceptar o no como normas jurídicas las reglas espontáneamente surgidas en el seno de las corporaciones, etc.
En cuanto a su fundamento de validez jurídica, todo Derecho (consuetudinario, jurisprudencial, legislado, contractual, institucional, etc.) deriva de la voluntad del Estado. Lo que se llama voluntad del Estado, en lenguaje jurídico, no es ninguna realidad psicológica, pues el Estado, según veremos, no es un sujeto real que tenga conciencia ni voluntad, en el sentido propio de estas palabras. Lo que se llama voluntad del Estado es sencillamente un caso de la ley general de imputación normativa, a saber: una serie de actos realizados por determinados individuos (funcionarios administrativos, legisladores, tribunales de justicia, partes contratantes, etc.) no son atribuidos a dichas personas individuales, sino a un sujeto ideal supuesto tras de las mismas, esto es, al Estado, que constituye y significa la personificación total y unitaria de todas las normas jurídicas. El Estado, o lo que es lo mismo, su voluntad, consiste en un punto central y común de imputación, que constituye la unidad del ordenamiento jurídico. La voluntad del Estado, o lo que es lo mismo, su personalidad, es un término ideal de imputación, creado por el Derecho. Adviértase, por vía de digresión, que Estado y Derecho son —190→ para la consideración jurídica dos palabras que se refieren a un mismo objeto. No voy a tratar ahora aquí, sino que lo reservo para uno de los próximos capítulos, el discutidísimo problema de si la realidad del Estado excede de la consideración jurídica del mismo, es decir, de sí, en términos absolutos, el Estado es lo mismo que el Derecho positivo. O si, por el contrario, cabe distinguirlos y, por tanto, establecer cuáles son las relaciones que medien entre ambos. Pero, aún siendo, como soy, adverso a la tesis kelseniana de la plena identificación entre Estado y Derecho, sin embargo he de proclamar que para el jurista, es decir, desde el punto de vista pura y exclusivamente jurídico, el Estado se manifiesta tan sólo en el Derecho y se agota en el Derecho. Para la consideración jurídica, Estado y Derecho aparecen como dos modos o acepciones de una misma cosa, a saber, como ordenamiento constituyente y como ordenamiento constituido, respectivamente. Para el jurista, existe el Estado sólo y en tanto y como se expresa en el Derecho; no como poder social (que lo es también), no como producto histórico (que así mismo lo es, indiscutiblemente), sino como sujeto y objeto de sus normas, es decir, de las normas jurídicas. El Estado es el Derecho como actividad normativa; el Derecho es el Estado como situación normada.
Todo Derecho positivo (consuetudinario, jurisprudencial, legislado, contractual, institucional, etc.) es tal Derecho positivo en tanto en cuanto podemos referirlo a la voluntad del Estado. Esta es pues la única fuente formal de las normas jurídicas positivas vigentes. Y es así porque toda norma positiva, sea cual fuere su origen efectivo, constituirá Derecho vigente en la medida en que deba ser aplicado, impuesto por el Estado, es decir, por sus órganos. Órganos del Estado lo son aquellos que el Derecho establece como tales, porque determinados actos de ellos no se los atribuye a ellos sino al Estado. Pero los órganos del Estado dejan de ser tales cuando lo que realizan no es lo que en el orden jurídico está previsto como voluntad del Estado. Y todo aquello que realizan, dentro del ámbito de su competencia formal y material, vale como voluntad del Estado (aunque de hecho haya sido inventado en otra instancia: consuetudinaria, institucional, contractual, etc.). No es Derecho positivo, no es Derecho vigente, aquella costumbre, o aquella norma contractual o institucional, que no sea susceptible de obtener aplicación por los tribunales o por los otros órganos del Estado que vengan en cuestión, esto es, aquella norma cuyo cumplimiento no vaya a ser impuesto inexorablemente por el —191→ Estado. Si la costumbre (o la norma institucional) es aplicada por un órgano estatal con competencia para ello, es ya por esto una manifestación de la voluntad del Estado; o mejor dicho, porque se considera que el Estado hace suya la voluntad expresada en tal norma, es por esto aplicada por los órganos estatales. Podrá de hecho existir una costumbre, pero si los órganos estatales no la aplican, si no imponen su cumplimiento, no constituirá Derecho vigente, no será Derecho en la realidad; se quedará en algo que querría ser Derecho, pero que no ha logrado llegar a serlo; y, naturalmente, queda libre la vía para el juicio critico, que estime acertada o desacertada esa medida de no reconocimiento de dicha costumbre. Es decir, si de hecho existe una vigorosa costumbre normativa, que parece tener la pretensión de constituir regla jurídica, pero que no es reconocida como tal por los órganos del Estado, los cuales no la aplican, los cuales no imponen su cumplimiento, tendremos que reconocer, sin ninguna duda, que esa costumbre no es Derecho positivo, aunque naturalmente quede a salvo la estimación crítica de que acaso debiera ser Derecho. Ahora bien, en esa supuesta afirmación estimativa de que debiera ser Derecho, va implícito el reconocimiento de que, de hecho, no lo es realmente. Y lo mismo podría decirse respecto de una norma institucional o contractual.
Según apunté, cabe emprender un estudio sobre la génesis real de las normas jurídicas. Y, procediendo inductivamente en esta observación histórico-sociológica sobre los manantiales de donde fluyen reglas jurídicas, se puede establecer un cuadro de las más importantes fuentes típicas de los contenidos del Derecho y de aquellos factores que -en mayor o menor proporción- hallamos siempre, o casi siempre, como productores de determinaciones jurídicas. Esta observación nos mostrará que el Derecho ha ido brotando concretamente en la historia merced a procesos sociales diferentes: decisiones judiciales no basadas ni en norma legal ni en precedentes; costumbres; doctrina aplicada por los tribunales; leyes, reglamentos; reconocimiento de la autonomía de la voluntad privada para crear normas jurídicas (p. e. contractuales); Derecho extranjero que es incorporado a la práctica judicial; movimientos ideológicos que van penetrando en las resoluciones del Estado; convicciones sociales que son recibidas por el Derecho y se jurifican; usos profesionales —192→ que van cobrando la pretensión de obligatoriedad jurídica; etc., etc.
Entre las fuentes enumeradas -y todas las demás posibles- destácanse tres por su constancia y permanencia y por su poder de absorción respecto de las demás. Son jurisprudencia, la costumbre y la ley.
La costumbre ha tenido gran importancia sobre todo en las sociedades primitivas, aunque desde luego persiste, bien que en menor cuantía -y aún conserva enorme alcance en pueblos de máxima civilización como los anglosajones. Pero salvo esta excepción, en general, en el curso del progreso histórico, la costumbre va siendo en gran parte desplazada por la ley, es decir, por el Derecho escrito, dictado por el poder público competente, en el cual se formula una regla general para el porvenir.
Ahora bien, la jurisprudencia, es decir, las decisiones de los tribunales, ha tenido un papel de protagonista máximo en la gestación del Derecho; y, aunque en mucho menor volumen, sigue conservando hoy en día gran importancia. Y se comprende que así haya sido y que todavía lo siga siendo (aunque en proporciones muy disminuidas); porque, en definitiva, la expresión última y máxima de lo jurídico es siempre la sentencia ejecutiva. La voluntad estatal de imposición inexorable se manifiesta siempre en última instancia en fallos concretos. Cuando surge un conflicto jurídico quizá no haya una ley formulada que explícitamente prevea el caso; quizá tampoco haya una clara norma consuetudinaria que sirva de orientación certera; pero -según se verá más adelante- el conflicto debe ser resuelto a todo trance; el juez no puede negarse a fallar; y, entonces, la voluntad normativa jurídica del Estado se manifiesta a través de la decisión judicial. Pero la decisión judicial significa la aplicación de una regla (que podía no estar formulada, mas que se consideraba como estando vigente) a un caso concreto; y en la sentencia queda, pues, expresada o aludida esa regla que en ella se aplica. Y, así, ocurre que cuando se plantea un caso análogo, existe ya el precedente de una regla formulada en un fallo anterior. De otra parte, en la infancia de las sociedades la mayor parte de la regulación jurídica existente es consuetudinaria; pero no siempre las costumbres se muestran con inequívoco relieve, ni son coherentes entre sí; y entonces ocurre que, la mayor parte de las veces, las decisiones de los tribunales declaran la costumbre, fijan su interpretación, la aclaran. Y, así, en la jurisprudencia se expresa reforzada la costumbre jurídica.
—193→Claro es que incluso en los tiempos modernos, la jurisprudencia conserva un importante papel en la gestación del Derecho; pues los tribunales tienen que confrontar las reglas jurídicas con los casos concretos; se encuentran ante problemas de interpretación que les fuerzan a precisar el sentido de la ley. Y, con ello, los tribunales tratan de coordinar sus juicios en un sistema lógico. Ocurre además que, aunque en principio la función de los jueces se limita a aplicar el Derecho, la aplicación judicial conduce no sólo a la aplicación de las normas previamente formuladas, sino también a la integración de éstas con otras exigidas por la transformación de las condiciones sociales, económicas y técnicas. Más adelante me ocuparé de este problema, así como también de la cuestión de las lagunas.
En cuanto a la costumbre, recuerde el lector lo que expuse sobre el hecho de que ella constituye la forma primitiva de aparición de todas las clases de normas, y por tanto también de las normas jurídicas. Claro es que no todas las costumbres son jurídicas; pues a través de la costumbre se manifiestan también normas morales, reglas del trato social, máximas técnicas, etc. Es jurídica la costumbre a través de la cual se manifiestan reglas sociales con carácter de mando inexorable, esto es, como de imposición forzosa. Y cuando se desintegra ya la primitiva costumbre indiferenciada, que contenía a la vez aspectos jurídicos, dimensiones morales, principios religiosos, reglas del trato social, máximas técnicas, etc., hallamos costumbres de todos esos tipos, ya perfectamente delimitada cada una en su propio y exclusivo carácter. Por lo tanto, encontramos costumbres jurídicas, es decir, costumbres mediante las cuales se manifiestan normas que tienen la pretensión de imperio inexorable. Costumbre jurídica, es, pues, la costumbre que rige en una colectividad y es considerada por ésta como jurídicamente obligatoria. Se distingue en ella de una parte, lo que propiamente constituye la norma jurídica, que es la convicción vigente en la colectividad de que determinado comportamiento es jurídicamente obligatorio, a lo cual se ha llamado animus y también opinio iuris u opinio necessitatis; y de otro lado, el hecho de la reiteración efectiva de esa conducta en el seno de una colectividad, a través del cual se manifiesta aquella convicción, hecho que crea la vigencia positiva de la norma. Este elemento extrínseco de la reiteración necesita una cierta duración. Pero claro es que este concepto de duración es muy relativo, ya que el mayor o menor número de las repeticiones depende de la índole de la relación; pues hay actos, por ejempló la tala de los árboles de un bosque, que por su naturaleza sólo pueden realizarse a grandes intervalos, en cuyo —194→ caso un pequeño número de repeticiones será suficiente para demostrar una práctica uniforme. Lo que importa es que la costumbre constituya la expresión de un convencimiento efectivo en una colectividad. La costumbre jurídica traduce en lenguaje de hechos las convicciones que tienen los miembros de una colectividad respecto de aquello que es indispensablemente necesario para su vida común, de aquello que en este respecto constituye la convicción predominante.
En términos generales, salvando algunas excepciones, puede decirse que la costumbre jurídica tiene una superlativa importancia en las sociedades primitivas y rudimentarias, hasta el punto de que constituye el mayor volumen de su Derecho. En cambio, va perdiendo esa importancia en las sociedades adelantadas y es desplazada por la ley, a virtud de que se experimenta la necesidad de fijar de modo expreso y preciso las reglas jurídicas; y a virtud también de que la complicación de las relaciones sociales demanda un enfoque reflexivo de las mismas mediante la acción legislativa. De ordinario, la historia nos enseña que, al principio, la ley se limita a redactar por escrito y compendiar las antiguas normas consuetudinarias; pero después, al ritmo del progreso, se produce la necesidad de reformar y de complementar la regulación de origen consuetudinario, mediante nuevas normas emanadas ya de una acción reflexiva del legislador.
Sin embargo, no desaparece del todo la costumbre, sino que esta pervive, aunque en diferente proporción, según las diversas ramas del Derecho. A pesar de que la codificación ha restado enormemente importancia a la costumbre y ha restringido en gran medida su campo de acción, sin embargo, todavía subsiste en el campo del Derecho privado, pues la mayor parte de los códigos civiles -así como también mercantiles- le conceden vigencia como fuente subsidiaria de Derecho, en caso de que no exista ley aplicable al caso planteado; y también en otros casos completa su propia normación con la referencia a una regla consuetudinaria (por ejemplo, cuando la ley dice que el pago de un arrendamiento rural se verificará en la fecha que determine la costumbre del lugar). En Derecho constitucional, la costumbre tiene todavía gran importancia: el Derecho constitucional inglés se basa en muy pocos textos y en su mayor parte se apoya sobre costumbres; la delegación de competencias por el poder legislativo al ejecutivo en Francia se funda en un precedente consuetudinario; el proceder el jefe del Estado a la consulta de los principales jefes políticos en los casos de crisis ministeriales, en el Derecho constitucional español -cuando España era un Estado constitucional- —195→ tenía también base consuetudinaria; etc. También tiene la costumbre gran importancia en materia de Derecho público internacional; precisamente, por el carácter embrionario, rudimentario, que aún tiene el Derecho Internacional, la costumbre juega un gran papel. En cambio, la costumbre está excluida del Derecho Penal de los pueblos civilizados, porque en éste se consagra el principio de que no puede haber delito sin una ley que lo declare anteriormente; y que tampoco puede imponerse ninguna pena sin que la haya establecido previamente una ley. Y también por razones de seguridad, se ha barrido la costumbre del campo del Derecho procesal, porque en él la certeza y el rigor de las formas juega el máximo papel.
Hay que advertir que, las observaciones que acabo de hacer sobre el papel e importancia de la costumbre resumen la situación de los países del continente europeo y de los hispanoamericanos; pero que en cambio ocurre otra cosa en el Derecho inglés -y también en el norteamericano-. Inglaterra no se dejó arrastrar por el movimiento codificador; y su Derecho ha seguido siendo Derecho consuetudinario, o mejor dicho usos judiciales (case laws) consignados en las numerosas colecciones de sentencias (Law Reports); y el Derecho legislado se dicta para subsanar las deficiencias que pueda presentar el consuetudinario en determinados puntos52.
En general, la tónica racionalista e idealista del pensamiento moderno desde el Renacimiento hasta el siglo XIX desdeñó al Derecho consuetudinario. Por el contrario, el romanticismo, aplicado por la escuela histórica de Savigny, Hugo y Puchta a los temas jurídicos, exaltó superlativamente el Derecho consuetudinario, considerándolo como la fuente de Derecho auténtica y primaria. La reacción antirracionalista y la exaltación de lo instintivo y de lo intuitivo sentimental, que caracterizan al romanticismo, se manifiestan en la escuela histórica, en cuanto que sostiene que el Derecho no puede ser la obra de una especulación racional de gabinete, sino únicamente el producto espontáneo de la convicción- jurídica del pueblo, como emanación de una supuesta alma nacional que se desarrolla en el proceso histórico, y que se manifiesta mediante la costumbre. Y por eso la costumbre es elevada a fuente primaria del Derecho. No es este el momento de proceder a un detenido examen crítico del Romanticismo, lo cual exigiría una digresión de excesivas proporciones. Baste aquí con indicar que la afirmación de un espíritu del pueblo o alma nacional, como una realidad substantiva, es una fantasmagoría mística, inexplicada, inexplicable y contradictoria, una arbitraria —196→ substancialización de lo colectivo, cuya realidad no consiste en ser ni alma ni ningún otro género de cosa substante, sino en una especial forma de vida humana, según expuse ya, y además, precisa comprender que a medida que la vida social se complica, y que se acelera su ritmo, no es posible que la costumbre baste para colmar todas las necesidades de regulación.
Ahora bien, tampoco es lícito extremar el desdén hacia la costumbre jurídica; pues, en todo caso, siempre valdría para moderar el desvío hacia la costumbre, el admirable espectáculo de la vida inglesa, en la cual rige tan enorme volumen de Derecho consuetudinario.
Desde el punto de vista material, es decir, desde el punto de vista de la génesis de los contenidos jurídicos, suele también indicarse como una de las fuentes del Derecho la doctrina científica y la filosofía jurídica; porque se observa cómo, muchas veces, se incorporan al ordenamiento jurídico vigente las opiniones de los jurisconsultos y filósofos. Ahora bien, la ciencia y la filosofía del Derecho no funcionan directamente como fuentes de Derecho sino en la medida en que penetran en otras de las fuentes formalmente reconocidas como tales, es decir, en la medida en que influyen el pensamiento del legislador, o sobre las convicciones jurídicas populares, o sobre las ideas de los tribunales. Esto puede ocurrir, como ha sucedido a veces, respecto de la ley de una manera directa, es decir: la ley atribuye fuerza de Derecho a las doctrinas de determinados jurisconsultos, que es lo que por ejemplo ocurrió en Roma con la llamada ley de citas (año de 426), que convirtió en normas jurídicas vigentes las doctrinas de Papiniano, Gayo, Paulo, Ulpiano y Modestino. O bien lo que sucede -y esto es lo más frecuente e importante-, es que las doctrinas jurídicas influyen sobre el pensamiento de los legisladores y de los jueces y aun también contribuyen a formar convicciones, que, después, se manifiestan consuetudinariamente. Y, así, a través de la jurisprudencia de los tribunales, la doctrina jurídica entra en el ordenamiento vigente.
Queda ya dicho que en la mayor parte de los pueblos occidentales, la fuente de Derecho que tiene un mayor volumen e importancia es la ley. En este sentido lato entendemos por ley toda disposición de carácter general, escrita, que es dictada por una instancia competente del poder estatal o público (incluyendo, claro es, a las entidades públicas subordinadas: Estado, miembro, región, provincia, municipio) y que, por tanto, comprende no sólo las leyes en sentido estricto (es decir, en el sentido que esta palabra tiene en los —197→ Estados democrático-liberales, a saber, regla aprobada por el parlamento y sancionada por el jefe del Estado) sino también, además, los reglamentos y las órdenes generales emanadas del poder ejecutivo.
No es este lugar el oportuno para abordar el problema sobre las ventajas y los inconvenientes que tenga cada una de las fuentes aludidas, y singularmente la ley y la costumbre. Digamos sólo que la costumbre tiene los inconvenientes de que de ordinario constituye una instancia de perfiles más difusos, y que, por consiguiente, sirve menos a la urgencia de seguridad y de certeza, que es la raíz vital del Derecho; y que, además, es insuficiente para normar las complicadas relaciones de una sociedad adelantada; pero tiene la ventaja de que estando profundamente arraigada en la realidad, cuenta con decisivas probabilidades de que normará efectivamente y con éxito las relaciones para las cuales surgió. La ley tiene las ventajas que sirve plenamente a la seguridad y certeza jurídicas; de que puede subvenir a todas las necesidades que se vayan presentando; de que en ella puede encarnar mejor un ritmo progresivo; pero, en cambio, puede incurrir en el peligro de que se aparte demasiado de la realidad de las situaciones colectivas, de que quiera ir demasiado lejos en su afán reformador, y entonces fracase (se quede en mera letra muerta) o produzca resultados catastróficos por su enorme alejamiento respecto de unas determinadas condiciones históricas. En todo caso, tanto la ley como la costumbre representan manifestaciones de una voluntad social predominante.
Ya hice notar al comienzo de este capítulo que la totalidad del Derecho positivo de una nación en un determinado momento está compuesta no solamente de las leyes, de las costumbres, de los reglamentos, sino también por un numeroso conjunto de otras clases de normas; se trata de normas más concretas e incluso individualizadas para situaciones singulares, como son: los contratos (cuyo tenor constituye la ley que regula las relaciones de las partes contratantes), los testamentos (cuyas cláusulas regulan determinadas relaciones patrimoniales), las sentencias de los tribunales con referencia a la situación concreta para la que se dan, las disposiciones administrativas de las autoridades locales; las resoluciones de las autoridades administrativas sobre los casos sometidos a su decisión, etc., etc.
Todos esos diversos preceptos, que integran el ordenamiento jurídico —198→ vigente en un momento dado, tienen distintos orígenes, rango vario; pero, sin embargo, guardan entre sí una conexión formal, el decir, se dan en una articulación orgánica, a pesar de las diferentes fuentes de su procedencia y de sus caracteres dispares. No podemos interpretar todos esos componentes como constituyendo un mero agregado inorgánico y desordenado, una mera yuxtaposición fortuita, sino que forman un todo unitario y conexo, un ordenamiento sistemático, cuyas partes guardan entre sí relaciones de coordinación y de dependencia. Ahora bien, ¿cuál es el principio que coliga en forma de sistema todas esas normas jurídicas de origen, de rango, y de alcance dispares? Pues se trata de un común titulo de vigencia formal, de un común fundamento de validez que es precisamente el que las constituye a todas en normas del ordenamiento vigente. Un conjunto de normas constituye un orden, es decir, un sistema relativamente independiente, cuando la razón de ser o validez de todas ellas se deriva de una sola y misma norma, sobre la cual todas se apoyan formalmente, la cual recibe con referencia a todas las demás la denominación de norma fundamental. Debemos esta teoría para construir el sistema del orden jurídico vigente a los maestros de la escuela vienesa Kelsen, Merkl y Verdross53. La creación o determinación de unas normas jurídicas está regulada en otras normas jurídicas. Así, por ejemplo, el establecimiento de las leyes ordinarias está regulado por la constitución; quién y de qué manera ha de emitir los reglamentos, se halla pautado en ciertas leyes; los fallos y los trámites judiciales están condicionados por normas jurídicas legales y reglamentarias, tanto de índole substantiva (civil, penal, administrativa, etc.), como de carácter adjetivo (personal), las ordenanzas locales se fundan en preceptos legales y reglamentarios que determinan las condiciones y la competencia de las autoridades municipales; los contratos son válidos cuando han sido concluidos por personas a las que la ley declara capaces, dentro del ámbito permitido por la ley, y según las formas ordenadas por ésta, etc., etc. Así, pues, el principio de conexión interna de un orden o sistema jurídico es una relación de fundamentación de la validez de unas normas en la validez de otras: si se pregunta cuál sea la razón de validez de una norma jurídica, es decir, la razón por la cual es parte integrante de un ordenamiento o sistema de Derecho (verbigracia del Derecho mexicano vigente), veremos que estriba en otra norma que regula la producción de la primera. Una norma vale, es decir, es tal norma jurídica vigente, porque y en tanto que fue establecida por quien y de la manera que dispone una norma superior; así, por ejemplo, el —199→ precepto individualizado de la sentencia judicial encuentra la razón de su validez en determinadas leyes del Estado (la ley substantiva que aplica, las orgánicas por las que establecen los órganos judiciales, y las procesales que regulan la actividad de éstos); y todas ellas a su vez en la constitución.
Resulta, pues, que cada parte del sistema jurídico, es decir, cada clase de normas, se apoya en otras partes superiores del mismo; y además constituye a su vez la base o sostén de otros jalones inferiores. La totalidad del orden jurídico (vigente) constituye, pues, un sistema construido en forma escalonada o graduada, en estructura jerárquica, en el cual cada uno de sus pisos o eslabones depende del superior y a su vez sostiene a los inferiores. El Derecho regula su propia creación, su ulterior producción y su reforma; de tal modo que la producción de una norma aparece condicionada en su validez por otra norma; y aquella a su vez es el fundamento determinante de la emisión de otros preceptos; y así sucesivamente hasta llegar a los mandatos ejecutivos.
Ahora bien, la validez de todas las normas de un orden jurídico viene a desembocar, al fin, esto es, a fundamentarse en última instancia, en la constitución -entendiendo por constitución la norma que determina la suprema competencia del sistema jurídico, es decir, la suprema autoridad del Estado-. Pero ¿y sobre qué se basa la constitución, de dónde recoge ésta su razón de ser? Puede ocurrir que una constitución vigente se derive de otras leyes constitucionales anteriores, que fueron modificadas por el órgano y según los trámites establecidos en ellas mismas; de suerte que la nueva constitución nació apoyándose por entero en lo previsto en la anterior. Pero, por fin, se llegará a una constitución que ya no fue establecida conforme a los preceptos de otra más antigua, bien porque fue la primera de la comunidad jurídica en cuestión, bien porque nació a través de una revolución o de un golpe de Estado, es decir, con solución de continuidad en la historia jurídica; en suma, llegaremos a la Primera constitución en sentido jurídico-positivo. Ahora bien, el que esta primera constitución tenga validez, el que sea Derecho positivo, es algo que ya no puede fundarse en puros argumentos jurídicos, sensu stricto, extraídos del propio sistema, porque precisamente la totalidad del sistema jurídico y todo cuanto de él se derive se apoya en la constitución -mientras permanezcamos dentro de la esfera del orden jurídico de un Estado al que consideremos como plenamente soberano-. La validez o fundamento de esta primera constitución nacida de modo originario, por ejemplo, por virtud —200→ del establecimiento de un nuevo Estado, o a través de una revolución o golpe de Estado -no puede justificarse mediante razones jurídico-positivas. Su justificación ha de fundarse en otras consideraciones, en consideraciones políticas e históricas, que, en suma, implican un juicio de valor. El jurista, en tanto que puramente tal, y desde el exclusivo punto de vista jurídico, da por supuesta la validez de la constitución. Claro es que la validez de ese supuesto puede ser discutida en un terreno estimativo, y puede aducirse según los casos, razones en pro o en contra de la justificación de aquel supuesto. Pero esto no pertenece a la estricta función jurídica: el jurista se aloja en un determinado sistema, y dentro de él procede a razonar el fundamento de cada una de sus partes; pero él no puede salirse fuera del sistema sobre el cual se apoya; y, por eso, no puede construir jurídicamente la cimentación de la norma fundamental del sistema, o, lo que es lo mismo, la cimentación de la totalidad del sistema. La fórmula de este supuesto o hipótesis, que fundamenta la unidad y la validez de un sistema jurídico, rezarla aproximadamente: se debe uno comportar como manda el órgano establecedor de la primera constitución; o bien: aquello que ordene el órgano establecer de la primera constitución será la base positiva del Derecho vigente. A este supuesto Kelsen le llama norma fundamental hipotética o constitución en sentido lógico-jurídico, para diferenciarla de la primera constitución positiva, que es establecida fundándose en ella, a la cual denomina constitución en sentido jurídico-positivo. Al decir que la norma fundamental tiene sólo un fundamento hipotético, nos referimos al punto de visto estrictamente jurídico inmanente al sistema; pero no queremos decir que carezca de fundamento: lo tiene ciertamente, pero de otra índole, no jurídico en el sentido restringido de esta palabra, sino histórico, sociológico, y en última instancia fundado en consideraciones estimativas. Pero desde el ángulo pura y exclusivamente jurídico de un sistema, resulta que la norma jurídica primaria, la constitucional, a fuer de piedra básica o angular de todo el ordenamiento, ya no puede tener fundamento dentro del mismo, sino fuera de él. O, dicho con otras palabras, la base de la norma jurídica primera ya no puede ser otra norma jurídica, sino una razón de otra índole, razón que se fundará en unos determinados hechos sociales conjugados con unas estimaciones políticas. Efectivamente, cada una de las partes de un sistema jurídico se apoya sobre otras partes del mismo, de similar modo a como cada uno de los sillares o ladrillos de un edificio gravita sobre otros; pero la totalidad de un orden jurídico positivo —201→ ya no puede apoyarse sobre un procepto positivo, sino sobre algo que es previo al mismo sistema, análogamente a como los cimientos de una casa ya no descansan sobre ningún elemento de la construcción, sino sobre un plano previo. En el fondo, la base de un sistema jurídico consiste en un fenómeno de voluntad social predominante, en cuya formulación va implícito un juicio político estimativo. Pero este punto será abordado más adelante.
De lo dicho se desprende que debemos distinguir entre dos maneras de producción de normas jurídicas: a) Producción originaria, que es aquella en que se crea la norma fundamental de un sistema u orden y da nacimiento al mismo, sin apoyo en ninguna norma jurídica positiva previa, por ejemplo: el establecimiento de una comunidad jurídica en un territorio no perteneciente a ningún Estado; la fundación de un nuevo Estado, como ocurrió con el Imperio alemán en 1870, y, así mismo, con la fundación de la República Checoeslovaca y de la República de Polonia en 1918; así mismo la revolución, el golpe de Estado y la conquista triunfantes. b) Producción derivativa, que es aquella que tiene lugar cuando se producen normas, a tenor de lo dispuesto en un sistema jurídico ya constituido, por las competencias y según los procedimientos establecidos en éste; verbigracia: las leyes ordinarias dictadas por el poder legislativo que está consagrado por la constitución; los reglamentos decretados por las autoridades competentes para ello; las sentencias pronunciadas por los tribunales competentes, según lo previsto en las leyes aplicables; los contratos concertados por los particulares que sean capaces, según la ley y dentro del campo por ésta admitido; etc., etc.
Cuando surge un orden jurídico por vez primera, es decir, sin apoyarse sobre ningún otro orden positivo anterior, es claro que representa una producción originaria; es decir, surgen normas que no hallan su razón de validez en otras normas, porque van a inaugurar un sistema, y, por tanto, constituyen normas primeras. Esas normas —202→ primeras no pueden aducir un fundamento de legitimidad jurídica dimanante de un previo sistema, puesto que no lo hay. Podrán aducir otro tipo de explicación o justificación histórica, política, ética -en suma, un juicio de valor-; pero no una legitimidad jurídica.
El problema no parece tan grave cuando se trata de la creación de un nuevo Estado. Pero, en cambio, se presenta como angustiante para la Filosofía del Derecho cuando la producción originaria dimana de la ruptura violenta del orden jurídico anterior (revolución, golpe de Estado o conquista). La revolución, el golpe de Estado y la conquista triunfantes -que representan una violación del orden jurídico anterior- en muchos casos crean nuevo Derecho, originan un nuevo sistema jurídico. Esto no puede ser explicado por el puro jurista, por el jurista sensu stricto, porque él se mueve dentro del campo inmanente de un sistema jurídico positivo vigente; y cuando se produce el hecho violento que arruina dicho sistema, el jurista se encuentra con que ha quedado destruida la esfera en que él moraba. Podrá transmigrar a la nueva esfera o sistema creado por el movimiento triunfante; pero no podrá aducir para ello razones jurídico-positivas, sino otro tipo de razones, (históricas, políticas, siempre en conjugación con puntos de vista estimativos). Cuales sean estas razones constituye un grave problema para la Filosofía del Derecho. Y puede ocurrir que cuando se habla de razones estimativas no se supone con ello forzosamente una sincera devoción política al nuevo régimen que haya surgido, sino que, aún sintiendo hostilidad contra él, si éste adopta la forma de la juridicidad y obtiene un asentimiento mayoritario normal -es decir, no por una violencia continuada, sino por adhesión de la conciencia social predominante- se preste acatamiento al nuevo sistema, por considerar que es necesario que haya Derecho; y una vez que se arruinó el anterior, es preferible aceptar el nuevo -si tiene forma jurídica- a que no haya ninguno. Y, entonces, se reconoce que ha nacido nuevo Derecho.
Ahora bien, el reconocimiento o comprobación de que ha nacido nuevo Derecho -aunque se haga por las consideraciones que acabo de apuntar- no implica necesariamente, en modo alguno, ni un juicio valorativo favorable a lo que haya creado la revolución o el golpe de Estado triunfantes, ni muchísimo menos que se tenga que bajar forzosamente la cabeza ante los hechos consumados. Puede reconocerse que ha nacido nuevo Derecho, y estimar, sin embargo, que éste es tan abominable que se sienta el deber de hacer todos los esfuerzos para derrocarlo, aun acudiendo a la violencia. Es decir, se —203→ puede registrar la legalidad de hoy; y, no obstante, en méritos de unas consideraciones valorativas, al servicio de una idea de justicia, estimar que se deben hacer todos los esfuerzos para derribar esa legalidad de hoy y sustituirla en el mañana con una legalidad más justa, bien reanudando la de ayer, bien estableciendo otra nueva sobre bases mejores.
Se preguntará, tal vez, por qué ha de admitirse que de una ruptura violenta del orden jurídico pueda nacer en algunos casos nuevo Derecho; y por qué, en cambio, no se sostiene el principio de la legitimidad, es decir, el principio de que el Derecho tan sólo podría reelaborarse y reformarse mediante los procedimientos establecidos en el orden jurídico vigente. Pero adviértase que si pretendiéramos establecer tal criterio, habríamos de concluir que no hay actualmente en el mundo entero un sólo ordenamiento jurídico, pues en la historia de ninguna nación faltan revoluciones y golpes de Estado que hayan roto la continuidad jurídica. Nótese, además, que, aun admitiendo hipotéticamente dicho criterio de la legitimidad, el problema planteado por la aparición originaria de Derecho quedaría íntegramente en pie, pues la cadena que une las sucesivas fases del desarrollo legítimo del Derecho ha de tener un principio; esto es, tendrá un primer eslabón o peldaño, que no se apoyará en otros anteriores, sino que representara un momento de creación jurídica originaria, sin previo sustentáculo jurídico-positivo. Y hemos visto ya que hay otros casos de producción originaria de Derecho, aparte de la revolución, del golpe de Estado y de la conquista triunfantes.
En el fondo de la explicación y justificación de que tales hechos (de solución de continuidad en la historia jurídica) puedan crear -con arreglo a determinadas condiciones- nuevo Derecho late el sentido de certeza y de seguridad, que es la raíz vital del Derecho. Una vez que se ha derrocado y se ha hecho añicos el ordenamiento jurídico anterior, queda la sociedad sin Derecho; y, entonces, la necesidad que crea este vacío es colmada por el nuevo Derecho que crea la revolución, o el golpe de Estado o la conquista. Y ya desde un punto de vista estimativo, puede resultar preferible el nuevo Derecho surgido de ese acontecimiento violento -aunque no se le considere bueno- que la ausencia de todo orden jurídico.
Ahora bien, he de reiterar dos advertencias, que he esbozado ya. En primer lugar, nótese que la constatación de que ha nacido nuevo Derecho no significa de ninguna manera una aprobación valorativa de su contenido. El nuevo Derecho puede resultar mejor que el anterior, más justo, más adecuado a las circunstancias sociales —204→ y a las necesidades de la colectividad, como verbigracia ocurrió con el Derecho surgido de la Revolución Francesa, en relación con el derrocado del antiguo régimen. O, por el contrario, el nuevo Derecho surgido del golpe violento puede representar algo mucho peor que el derrocado, como por ejemplo ocurre con el orden creado por algunas revoluciones de nuestro tiempo, en el viejo continente, que significan una pura regresión y un agente de rebarbarización -aparte de que en dichos regímenes, hay un gran volumen de arbitrariedad, que no es Derecho ni justo ni injusto, sino para fuerza bruta al servicio del capricho-.
En segundo lugar, he de hacer notar que no todo cuanto haga el poder triunfante en una revolución, golpe de Estado o conquista, representa creación o nacimiento de nuevo Derecho. Para que se pueda registrar una producción originaria de Derecho son precisos esencialmente dos requisitos: 1º. Que el nuevo producto, que pretende valer como Derecho, posea los caracteres o notas esenciales del concepto formal de la juridicidad, es decir, que se trate de mandatos con forma jurídica y no de mandatos arbitrarios; 2º. Que la voluntad social predominante esté de acuerdo con el nuevo régimen, en virtud de una adhesión a él y no por el mero influjo aplastante de la fuerza bruta54.
El primer requisito se refiere, como he indicado, a la diferencia entre Derecho y arbitrariedad. Para que los mandatos emitidos por el nuevo régimen constituyan Derecho, es preciso que no sean mandatos arbitrarios. Es decir, se necesita que no sean mandatos que sólo respondan al capricho fortuito e imprevisible de quien dispone de la suprema fuerza, desligados de toda regla general, ajenos a todo principio fijo; sino que, por el contrario, es menester, que, fuere cual fuere su contenido, constituyan expresión de reglas generales que se imponen como vigentes para todos, obligando incluso a quien las dicta; esto es, precisa que representen principios inviolables con validez general, con vigencia estable, mientras no se los derogue o sustituya por otros de igual índole. Con éste primer requisito no se formula ningún juicio de valor sobre la justicia o injusticia, ni sobre la adecuación o inadecuación de los contenidos de las nuevas normas; sino tan solo se traza la delimitación entre aquello que tiene forma jurídica -y que a fuer de tal satisface la urgencia de certeza y seguridad- y aquello que representa única y exclusivamente la manifestación de los antojos singulares del detentador del poder, sin arreglo a ningún criterio fijo y estable, en suma, aquello que constituye pura —205→ arbitrariedad -y que, en tanto que tal, representa la destrucción de toda certeza y seguridad-.
El segundo requisito consiste en que para que el nuevo sistema de normas pueda ser considerado como Derecho vigente, es menester que en su conjunto consiga un reconocimiento o una adhesión de la mayoría de la comunidad, cuya vida se propone regular. Cierto que pertenece a la esencia de la juridicidad la dimensión de imperio inexorable o imposición coercitiva; pero ésta dimensión se refiere a todas y cada una de las normas dentro de un sistema vigente. Ahora bien, para que un sistema, en su conjunto, pueda ser considerado como vigente, precisa que se apoye sobre la efectiva voluntad social predominante; es decir, que cuente con una base real de asentimiento de la mayoría de la colectividad; que constituya una expresión de la predominante manera de pensar y de sentir de la sociedad. La raíz de la vigencia de un sistema jurídico no puede consistir en una pura relación de fuerza bruta. Por el contrario, ha de consistir en una resultante de las voluntades que forman la textura social. La más profunda raíz del mando jurídico no es jamás la fuerza material. El mando jurídico tiene a su disposición la mayor concentración de poder y de fuerza que hay en la sociedad, para hacer cumplir inexorablemente, impositivamente, si es preciso, sus preceptos. Pero su instalación como mando jurídico no se funda en la tenencia de los instrumentos de fuerza material, sino en un apoyo de opinión pública. Precisamente porque un régimen se instala con la aquiescencia de la opinión pública, porque cuenta con la resultante de las voluntades que integran la colectividad, por eso tiene a su disposición el aparato que se llama fuerza. Quien cuente única y exclusivamente con la brutalidad de una fuerza material podrá dirigir una agresión contra un pueblo, y aun sostenerla durante algún tiempo, pero propiamente no ejercerá un mando jurídico sobre el mismo. Dice a este respecto José Ortega y Gasset: «Conviene distinguir entre un hecho o proceso de agresión y una situación de mando. El mando es el ejercicio normal de la autoridad. El cual se funda siempre sobre la opinión pública -siempre, hoy como hace diez mil años, entre los ingleses como entre los botocudos-...» La verdad es que no se manda con los jenízaros. Así Talleyrand a Napoleón: Con las bayonetas, Sire, se puede hacer todo, menos una cosa: sentarse sobre ellas. -Y mandar no es gesto de arrebatar el poder, sino tranquilo ejercicio de él. En suma mandar es sentarse. Trono, silla, curul, banco azul, poltrona ministerial, sede... El Estado, en definitiva, es el estado de la opinión pública.»55 Quien manda jurídicamente —206→ dispone, como he dicho, de toda la fuerza para imponer sus normas a los rebeldes. Pero el hecho global de su mando, o lo que es lo mismo, el fundamento del sistema jurídico, del régimen como totalidad, no puede ser la fuerza, sino que debe ser una adhesión de la comunidad nacional.
No toda substitución o reforma de la constitución representa producción originaria de Derecho, ni, por tanto, inaugura un nuevo sistema jurídico, ni tampoco por ende determina una solución de continuidad respecto del orden anterior. Una constitución puede ser modificada o substituida normalmente, legalmente, es decir, siguiendo para ello el procedimiento de reforma previsto explícita o tácitamente en la constitución anterior, esto es, en la que se modifica o reemplaza; y, entonces, en nada se rompe la continuidad de la vida jurídica, puesto que al anterior cimiento constitucional se superpone otro nuevo engarzado con él, fundado en él; de suerte que la validez de la nueva constitución no representa algo primario; no es algo radicalmente originario, no es algo de nueva planta, sino que se deriva de la validez de la constitución precedente, la cual sirve de fundamento a la nueva.
Ahora bien, la reforma normal o legal de la constitución está limitada por barreras infranqueables: puede abarcar una serie de puntos, pero nunca el relativo a la titularidad legítima del supremo poder. Para que una modificación de la constitución pueda ser considerada como reforma legal, normal -y no como otro tipo de alteración completamente diverso- es necesario que respete la titularidad originaria del supremo poder, que se siga apoyando sobre el mismo poder primariamente consagrado como legítimo. Una reforma normal o legal de la constitución, no puede llegar al punto de cambiar la esencia de la constitución, no puede modificar el supremo poder del Estado; por ejemplo, no puede transformar un régimen democrático en un régimen de monarquía absoluta de derecho divino, ni viceversa; pues cualquiera de esos dos cambios representa una solución de continuidad, representa el surgimiento de un nuevo régimen, no apoyado en el anterior, sino basado precisamente sobre la negación de lo que era esencial en el anterior. Esto es así por la siguiente consideración, que resulta harto clara y notoria: el órgano o poder autorizado para reformar la constitución vigente es tal, precisamente porque esta constitución le confiere competencia para —207→ ello; y, por consiguiente, de la constitución podrá modificar los puntos para cuya reforma se le otorga esa competencia, pero en ningún caso podrá modificar -aunque esa competencia no hubiere sido explícitamente limitada- lo que se refiere esencialmente a la titularidad del supremo poder. En el momento en que el órgano competente para la reforma de la constitución pretendiese modificar este punto -el de la titularidad o fuente del supremo poder- negaría el fundamento de su propia competencia legal; y, entonces, lo que hiciere en ese sentido, constituiría la fundación originaria de un nuevo sistema jurídico, sin conexión con el anterior, sin ningún fundamento sobre el anterior; representaría una ruptura total con el orden jurídico precedente, aun en el caso de que ésta se produjese de modo pacífico e incruento. Adviértase que para que se dé una solución de continuidad en la historia jurídica, esto es, para que se produzca la derrocación del sistema anterior y la fundación de nuevo Derecho, no es de ninguna manera indispensable que ocurran hechos de violencia material. Aunque esto último sea lo más frecuente, sin embargo, la historia registra casos, en que sin ningún acto de violencia, un viejo régimen se hunde y aparece entonces un nuevo régimen -como producción originaria de nuevo Derecho56-.
La producción originaria de Derecho implica lo que se llama poder constituyente. Cuando se funda por vez primera una comunidad estatal (y también cuando en un viejo Estado, ha sido derrocado el régimen anterior), se da la situación constituyente, que se caracteriza porque no hay un Derecho positivo anterior que est vigente, y 'porque va a fundarse el nuevo sistema jurídico.
Respecto del poder constituyente han de plantearse dos cuestiones: 1º. En qué consiste el poder constituyente. 2º. A quién debe corresponder el poder constituyente. El primero de los temas consiste en preguntarnos por el concepto esencial o puro de poder constituyente. El segundo es propiamente un problema de Estimativa jurídica o de filosofía política.
Ocupémonos, ante todo, de la primera de esas cuestiones: de la índole del poder constituyente. El poder constituyente es por naturaleza ilimitado, absoluto, en tanto en cuanto que no se halla sometido a ningún ordenamiento positivo, y en tanto en cuanto no deriva su competencia de ningún otro poder, sino que se funda sobre sí mismo, en sí mismo, a fuer de primero y originario. La actuación del poder constituyente representa una formación originaria del Derecho; y, por lo tanto, no está regulado por ningún orden jurídico positivo preexistente. Precisamente el poder constituyente es la condición —208→ para que después pueda haber Derecho constituido; y, por ello, no se encuentra condicionado por ninguna norma positiva anterior. El acto constituyente es el acto primordial y originario de soberanía, superior y previo a los actos de soberanía ordinaria -cuya futura regulación él mismo habrá de establecer-. El poder constituyente no puede hallarse sometido a ningún precepto positivo anterior -si antes había un ordenamiento, éste caducó-; por eso, el poder constituyente es superior y previo a toda norma establecida, ya que en él se fundará la validez de todas las normas que se establezcan. Por eso, el poder constituyente no está ligado por ninguna traba positiva: representa una voluntad inmediata, previa y superior a todo procedimiento estatuido. Como no procede de ninguna previa norma positiva, no puede ser regulado por preceptos jurídicos anteriores. Por eso, decía Sièyes, que el poder constituyente «lo puede todo.»57
Ahora bien, no se malinterpreten las afirmaciones que anteceden, dándoles un sentido y un alcance diversos del que tienen. Al hablar del carácter ilimitado y absoluto del poder constituyente, se enuncia tan solo que no está sometido a ninguna norma jurídica anterior, sencillamente porque no hay ninguna norma jurídica anterior que esté vigente -las que sigan vigentes mientras actúe el poder constituyente, no derivan su vigencia de ningún titulo antiguo, sino de una convalidación tácita o expresa de parte del poder constituyente-. Pero esa formal ilimitación del poder constituyente, de ninguna manera implica que hayamos de considerar que el poder constituyente no esté sometido a otras normas no positivas ni que no deba seguir determinadas orientaciones valorativas. Es decir, el poder constituyente no está sometido a ninguna traba positiva, pero sí está sometido a los valores jurídicos ideales y a las exigencias del bien común en una determinada circunstancia histórica. El poder constituyente no se halla restringido por ninguna autoridad jurídica humana, pero debe obedecer a los principios de justicia y a los demás valores jurídicos y a la opinión social que lo ha originado.
El poder constituyente es por esencia unitario e indivisible; es decir, no es un poder coordinado a otros poderes divididos (legislativo, ejecutivo, judicial); antes bien, es el fundamento de todos los demás poderes que vayan a surgir y de sus respectivas competencias. La elaboración de una constitución Primera (escrita o no escrita, de un tipo o de otro, expresa o tácita) supone un poder constituyente; y, así, del concepto mismo de constitución se deduce la diferencia entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Todas —209→ las competencias o facultades de los poderes constituídos se apoyan en la norma fundamental, base de la primera constitución, y como ésta es la obra del poder constituyente, resulta por ende que derivan de él. Todo el sistema jurídico se basa en la norma fundamental instituidora del poder constituyente («será Derecho lo que ordene el poder constituyente»). El poder constituyente surge precisamente cuando no hay un sistema jurídico anterior -bien porque se trata de la fundación de una nueva comunidad política soberana y bien porque en una preexistente se arruinó el antiguo régimen-; y, por tanto, entonces no existe ningún poder constituido con titulo jurídico-positivo; el único poder legítimo es el constituyente; en él se confunde el hecho de su realidad con el Derecho; pues todo el Derecho que va a nacer se apoyará en el hecho del poder constituyente.
Se argüirá quizá, que, a través de los cambios de régimen, subsisten en el nuevo ordenamiento una serie de normas jurídicas recibidas del anterior -por ejemplo, el código civil, etc.-, cual ha ocurrido en más de una revolución. Pero tal objeción no está justificada en contra de la tesis que he expuesto, por la sencilla razón que confunde el contenido de las normas y su procedencia real con el título de su vigencia formal. Si después de una revolución triunfante subsiste el código civil que habla nacido e imperado en el régimen anterior derrocado, aunque se trata del mismo código civil, ha variado sustancialmente su fundamento de validez. Impera en el nuevo régimen, no en virtud del título que lo apoyase en el pasado, sino merced a que el nuevo régimen lo ha convalidado expresa o tácitamente. Así, por ejemplo, en España, después de la proclamación de la República en 1931, siguió rigiendo el viejo código civil; pero, a partir de aquella fecha, rigió no porque lo hubiesen aprobado las Cortes de 1888 y lo hubiese sancionado la corona, sino porque el Poder Constituyente de la República lo convalidó tácitamente.
De ningún modo debe confundirse el poder constituyente con la competencia legal establecida por una constitución para la reforma parcial de alguna de sus normas. El poder titular de esa competencia para la reforma de algunos preceptos de la constitución no posee el carácter de poder constituyente stricto sensu, por la sencilla razón de que recibe sus facultades de la misma constitución que se va a reformar, cuya identidad fundamental persistirá a través de todas las modificaciones normales que se le introduzcan. Esta facultad de reformar la constitución, aunque tenga carácter extraordinario, es una competencia basada en el Derecho constituido; [210] y, a fuer de tal, está regulada y limitada por éste. En cambio, el poder constituyente puede estructurar el Estado como quiera, sin restricciones, libre de toda vinculación a organizaciones pretéritas.
He examinado hasta aquí la cuestión acerca de lo que es esencialmente el poder constituyente; es decir, en qué consiste. Pero queda la otra cuestión, que ya enuncié, la de quien deba ser el titular del poder constituyente. Pero éste ya no es un problema de Teoría general del Derecho, sino una cuestión de Estimativa jurídica y de Filosofía política. Por lo tanto, debería quedar aplazada esta cuestión para la última parte del libro, en la cual se tratará de la Estimativa Jurídica. Mas para no romper la unidad de asunto relativo al poder constituyente, enfocaré ahora el mencionado tema, aunque él representa un, punto de vista formalmente distinto de los que integran el contenido de esta investigación; pues, ahora, no se trata de indagar la esencia de un concepto jurídico, sino de preguntarnos por tina exigencia valorativa.
Las concepciones de la monarquía absoluta fundada en un supuesto Derecho Divino sostenían que el poder constituyente correspondía al rey, quien lo recibiría plenariamente en su persona concreta, a virtud de una Voluntad Divina taxativa y determinada. Esta tesis hace ya más de un siglo que entró en franca decadencia, aun en el mismo seno del tradicionalismo monárquico, el cual trató de buscar fundamentos democráticos para su tesis, -cual ocurrió dentro de los partidos realistas del luteranismo alemán, pues el propio Bismarck aducía la voluntad del pueblo como base de la corona prusiana y de la institución imperial-. En tiempos recientes, los movimientos políticos totalitarios (ruso, italiano, alemán) han tratado de fletar otras tesis, que no resisten a un examen serio, pues representan la expresión de piruetas frenéticas -la entronización de mitos: clase, audacia violenta, raza-; y aún tales mitos han sido proclamados sin convicción plena, pues al mismo tiempo que eran predicados con paroxista estruendo, se trataba de buscar un apoyo democrático (real o fingido) a dichos regímenes. (Adviértase que los regímenes totalitarios -tanto el ruso-soviético, como el fascista-italiano, como el nacista-alemán- no se caracterizan tanto por su antidemocracia, pues son típicamente revoluciones de masas, sino por la negación de la dignidad humana y de la libertad; y es fundamentalmente en esa negación de la libertad donde reside su barbarie y monstruosidad).
La zona de cultura occidental mantiene la concepción democrática, según la cual, el poder constituyente compete a la comunidad —211→ nacional de modo plenario. El titular del poder constituyente debe ser la nación, como unidad capaz de obrar, como conjunto de sujetos que tienen conciencia de su integración nacional y voluntad de afirmarla. Según la teoría democrática clásica58, el poder constituyente compete legítimamente a la soberanía nacional, una, plena e indivisa; y es inalienable, permanente, intransmisible e imprescriptible. Permanece siempre en potencia, latente bajo toda constitución derivada de él. Y, así, cuando la constitución positiva caduca y con ella cae todo el ordenamiento jurídico positivo, entonces el poder constituyente de la plena soberanía nacional asume el carácter de única autoridad legítima59.
10. La Producción derivativa del Derecho. -La legislación constitucional. -La legislación ordinaria. -Los reglamentos. -El negocio jurídico. -La sentencia judicial. -La resolución administrativa. -El acto ejecutivo
Se ha puesto ya de manifiesto que el ordenamiento jurídico positivo regula él mismo su propia producción, es decir, la producción de sus normas.
Sea cual fuere el origen real concreto de las diversas normas y aun el orden cronológico de su producción, todas ellas se articulan -según expliqué- en un sistema unitario jerárquico o escalonado; de suerte que cada una tiene en otra superior el fundamento formal de su vigencia; y, al propio tiempo, ella constituye la base de la vigencia de otras inferiores. Los grados o escalones del sistema jurídico se organizan en una serie, que va desde la norma fundamental, pasando por las normas superiores más abstractas y generales -constitución positiva, legislación ordinaria, reglamentos- pasando a través de otros grados intermedios (órdenes, estatutos, negocios jurídicos) hasta las más concretas e individualizadas -sentencias, resoluciones, actos ejecutivos-.
En contra de esta doctrina de Merkl y de Kelsen, se ha argüido que ella puede ser válida para explicar determinados ordenamientos jurídicos -v. g. el de la República Austriaca, el de la República Checoeslovaca, el de la República Española 1931, etc.-, que han sido construidos según ese patrón de sistema jerárquico; pero que, en cambio, no sería aplicable a otros ordenamientos jurídicos, como el inglés. Pero en esa objeción anida un grave error. Se supone indebidamente que la doctrina de la jerarquía de las normas —212→ o construcción escalonada del orden jurídico trata de afirmar que, en la historia, real y efectivamente, los ordenamientos jurídicos se han producido según ese patrón; y entonces resultaría que esto no sería aplicable al Derecho inglés, ni a otros muchos ordenamientos. Pero no es éste el sentido de la doctrina; ella no pretende de ninguna manera ser la copia fotográfica de la realidad de los elementos que constituyen un orden jurídico, cuyo origen efectivo puede ser heterogéneamente dispar y vario en el tiempo; sino que esta teoría se propone otra cosa. Se propone interpretar todos esos elementos varios, es decir, todos los múltiples y diversos preceptos -sean cuales fueren las peripecias reales de su gestación- como formando un sistema jurídico, que sólo puede basarse en una articulación jerárquica de competencias formales. Se propone explicar, no los azares reales a través de los cuales han surgido las diversas normas, antes bien, el fundamento de validez formal de cada una de ellas. Por ejemplo, dos personas celebran un contrato ignorando la legislación civil y por tanto sin tener conciencia clara de que ellas están obrando con una competencia recibida del código civil; pues bien, sin embargo, las cláusulas de ese contrato son válidas, como Derecho vigente para determinadas relaciones entre las partes, a virtud de la delegación que el código establece a favor de los particulares para que dentro del ámbito por éste concedido regulen contractualmente sus relaciones. Una sentencia puede enunciar expresamente por primera vez una norma, que antes no estaba formulada; pues bien, sin embargo, se estima que esa norma, aunque antes no se hallaba formulada, estaba ya de antemano vigente, y que ella es precisamente la que concede validez al fallo dictado en la sentencia, que de otra manera no podría ser considerado como un precepto inserto en el orden jurídico vigente. Una corporación puramente privada crea sus propios estatutos, sin intervención de ninguna autoridad oficial; pero esos estatutos forman parte del Derecho vigente, tan solo a virtud de que una norma superior del mismo admite que ése sea un medio de producción de Derecho. En algunos Estados americanos, de hecho el Ejecutivo podrá ser el poder más fuerte, el que en realidad obre con prepotencia decisiva; pero sus determinaciones valen jurídicamente, en tanto en cuanto podemos interpretarlos como ejercicio de competencias que le concede la constitución, o como delegaciones recibidas del Legislativo. -Así, pues, la teoría de la estructura jerárquica de las normas o construcción escalonada del orden jurídico no es un relato de realidades, ni una narración histórica, sino que es el instrumento metódico mediante el —213→ cual el jurista puede construir el sistema del orden jurídico positivo vigente, con los materiales que recibe.
Esta serie escalonada parte de la norma fundamental en sentido lógico-jurídico (cuyo concepto ya expuse) -por ejemplo: «será Derecho aquello que establezca el poder constituyente X»-. De esta norma fundamental o primera constitución en sentido lógico-jurídico, se deriva la primera constitución en sentido jurídico-positivo, esto es, el conjunto de normas (establecidas por el poder constituyente, supuesto como válido) que regulan la creación de las demás normas ulteriores.
La constitución positiva puede establecer una diferencia de rango o grado entre sus normas y las leyes ordinarias ulteriores, en tanto en cuanto determine que las modificaciones o enmiendas de la misma deban ser elaboradas siguiendo un procedimiento diverso del de la legislación ordinaria (bien porque se confíe su producción a un órgano legislativo especial, distinto del órgano legislativo ordinario; bien confiriéndosela a este mismo, pero imponiéndole un procedimiento especial o determinados requisitos extraordinarios). Cuando se produce esta diferencia entre ley constitucional y ley ordinaria, podemos formular entonces un concepto formal de constitución, que representa un rango supremo en la jerarquía de las normas positivas, por encima de las leyes ordinarias. Y bajo esta forma constitucional pueden ser reguladas materias diversas; de ordinario ocurre que mediante esta forma de legislación constitucional se determina no sólo la elaboración de las leyes, sino también el ejercicio del poder ejecutivo, la Administración de justicia, la ley económica suprema; de otra parte, así mismo, los llamados derechos fundamentales o de libertad individual (de conciencia, de pensamiento, de locomoción, seguridad, inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia); los derechos políticos (igualdad ante la ley, petición, sufragio, acceso a cargos públicos etc.); los derechos a prestaciones positivas del Estado (los relacionados con el trabajo, con la asistencia social, con la educación, etc.) Pero algunas constituciones incluyen además la regulación de otras materias, con objeto de dotar a esa regulación de una especial y más fuerte protección. Y, así, hay preceptos constitucionales que norman la institución del matrimonio y la del divorcio, la autonomía municipal, los derechos de los funcionarios, los derechos de los trabajadores, etc. La regulación constitucional de esas instituciones tiene por objeto hacer imposible que sus normas sean suprimidas o reformadas por vía de la legislación ordinaria. Naturalmente que esto tiene tan solo sentido —214→ cuando la constitución no pueda ser reformada por el procedimiento de la legislación ordinaria; porque en el caso de que la constitución pueda ser modificada por una ley ordinaria, entonces no tiene finalidad práctica ninguna el incluir tales materias dentro de la norma constitucional.
La legislación ordinaria representa, en el sistema jurídico, el grado inmediatamente inferior a la constitución. En sentido material se llama ley a toda disposición jurídica escrita, de carácter general; y, por lo tanto, dentro de ese concepto caen también los reglamentos y, en suma, todas las reglas jurídicas generales, dictadas deliberada y conscientemente por los órganos con competencia para ello. Ahora bien, se llama ley en sentido más estricto, en sentido formal, a las reglas generales emanadas del poder legislativo y según los trámites que la constitución perceptúa para la función legisladora. También suelen recibir el nombre de leyes en sentido formal, aunque impropiamente, todos los acuerdos y actos del poder legislativo, aunque no sean el establecimiento de normas de carácter general, como por ejemplo la concesión de la ciudadanía a una persona por un acuerdo del Legislativo, o la otorgación por éste de pensiones a ciudadanos ilustres, el nombramiento de un Regente, la declaración de guerra, el voto de fondos para un homenaje, etc., etc. Así, pues, ley en sentido material equivale a norma jurídica escrita de carácter general. Y ley en sentido formal es la norma emitida bajo la forma establecida por la constitución para la legislación ordinaria, sea cual fuere su contenido -general o particular-.
Los reglamentos son disposiciones generales dictadas por órganos del llamado poder ejecutivo (jefe del Estado con la asistencia de un Ministro o de un Secretario, Ministros o Secretarios por sí mismos, Directores generales, autoridades de la administración local). Aparte de las diferencias por el respectivo rango de la jerarquía administrativa de que emanen, pueden distinguirse varias clases de reglamentos. En primer lugar debemos registrar los reglamentos, que, aunque dictados por el Ejecutivo, tienen un rango parejo a las leyes sensu stricto, y que son de dos clases: a) los que emite en virtud de una delegación expresa recibida del poder legislativo, para regular determinadas materias con rango de ley; b) los llamados reglamentos de necesidad, que puede dictar el poder ejecutivo, en circunstancias especialmente graves, teniendo fuerza de ley, pero que, en su momento, deben ser sometidos a la consideración del Legislativo. En segundo lugar, encontramos los reglamentos, propiamente tales, que representan un rango inferior a las leyes —215→ en la jerarquía de las normas: y estos reglamentos pueden ser: a) una especificación o concreción detallada de normas formuladas más ampliamente en las leyes; b) normas supletorias de las leyes, en puntos no regulados por éstas y en lo que no se opongan a ellas. Finalmente, hay lo que podríamos llamar reglamentos de reglamentos, es decir disposiciones aclaratorias y concretadoras de otros reglamentos superiores, dictadas por autoridades de menor categoría, a saber órdenes generales de subsecretarios, directores generales, etc.
De otro lado, encontramos normas de carácter particular que regulan las relaciones recíprocas de varios sujetos, y que representan un grado inferior en la jerarquía del orden jurídico; se trata de las normas convencionales o corporativas y de las nacidas de los negocios jurídicos (contratos, testamentos, etc.). Suele llamarse Derecho corporativo el contenido en los estatutos de las fundaciones, de las corporaciones autónomas, de las asociaciones. Las reglas contenidas en esos estatutos no proceden materialmente de órganos del Estado, pues han surgido en el mismo seno de las mencionadas entidades. Pero esas reglas son normas jurídicas, insertas en el sistema de Derecho vigente, porque éste concede a tales entes (corporaciones, asociaciones, fundaciones, etc.) competencia dentro de cierta esfera y con arreglo a determinadas condiciones, para dictar normas jurídicas que regulen determinadas relaciones recíprocas entre sus miembros y aun del grupo con otros sujetos. Tienen dimensión de normas jurídicas vigentes, porque quien las dicta ha recibido de la ley una competencia delegada para ello. Tanto es así, que dichos estatutos -en cuya elaboración no ha intervenido materialmente ningún órgano público- si son aplicados por los tribunales, es porque se entiende que formalmente valen como voluntad del Estado. Y si, por el contrario, no fuesen aplicados por los tribunales, por entender éstos que no podían tales reglas valer como voluntad del Estado, entonces tendríamos que reconocer que las dichas normas no constituirían normas jurídicas vigentes, y tendrían meramente el carácter de reglas sociales -que quisieron ser Derecho, pero que no lo llegaron a ser-.
Lo mismo podemos decir respecto de las normas concretas e individualizadas, que son creadas en los negocios jurídicos, mediante una declaración de voluntad, a la que el Derecho atribuye competencia para producir preceptos aplicables a determinadas relaciones. Las partes que intervienen en un contrato elaboran ellas mismas las cláusulas del mismo, que constituirán las reglas jurídicas según —216→ las cuales tendrán que regirse determinadas relaciones entre aquellas. Pero esa declaración de concorde voluntad, que constituye el negocio jurídico llamado contrato, es una norma de Derecho, porque la ley autoriza a los particulares para que establezcan reglas concretas sobre determinados aspectos de su compartimiento, dentro de ciertos límites y con sujeción a unos especiales requisitos. Por eso, refiriéndonos al ejemplo del contrato, puede decirse que las partes al establecer sus pactos obran como delegadas por la ley. La ley estatuye determinados supuestos para los contratos en general, y otros especiales para cada tipo de contrato en particular; pero deja a las partes -la mayoría de las veces- un margen de autonomía, para que ellas mismas acuerden libremente la regulación concreta de varias de sus pretensiones y deberes. Lo que acuerden las partes es una norma jurídica individualizada (es decir, de contenido concreto, concreto lo mismo en lo que se refiere a las personas que a la materia de la relación) porque así lo establece la ley; porque ésta ha delegado en las partes la facultad de dictar de común acuerdo tales reglas. Tanto es así, que cuando dos sujetos (capaces) realizan un convenio sobre materia no admitida, por la ley, ésta no reconoce como norma jurídica lo que hayan acordado; es decir, no reconoce efectos jurídicos a ese convenio. Y lo mismo ocurre, cuando la ley exige que un determinado convenio para que tenga validez haya de ser celebrado según ciertas formalidades (v. g. , la hipoteca, mediante documento notarial); pues bien, en ese caso, si falta la forma, el convenio no crea precepto jurídico, en suma, no es jurídicamente válido (tal ocurrirla verbigracia con un contrato verbal de hipoteca); y entonces nos encontraríamos pura y simplemente ante un convenio social, pero que nada tendría que ver con el Derecho. Podría haber acuerdo auténtico de voluntad entre sujetos capaces y sobre materia lícita; pero no habría contrato jurídico; de esa relación social no surgiría ningún precepto jurídico; porque de ninguna manera se podría imponer coercitivamente lo acordado en el convenio. Así, pues, dentro del ámbito de un determinado ordenamiento jurídico positivo, las normas emanadas de los contratos -y de los demás negocios jurídicos- son normas jurídicas vigentes, porque y en tanto que ese ordenamiento jurídico otorga a las partes la delegación para que establezcan reglas de Derecho en determinadas relaciones, dentro de ciertos limites y a condición de cumplir determinados requisitos.
Los grados inferiores en el sistema jurídico están constituidos por las normas de tipo más concreto e individualizado: las sentencias —217→ judiciales y las resoluciones administrativas. Las normas generales regulan situaciones de hecho abstractamente determinadas, adscribiendo a esos supuestos (es decir a esas situaciones de hecho) unas consecuencias también abstractamente determinadas. Pero la norma general (ley, reglamento, estatuto, etc.) para ser llevada a la práctica y obtener así su aplicación efectiva, precisa de una individualización, tanto respecto del sujeto de la misma, cuanto de la conducta que impone. Este es el papel que cumplen las normas individualizadas y concretas de la sentencia judicial y de la resolución administrativa. Mediante la sentencia judicial -o la resolución administrativa- se comprueba de un modo cierto si se da concretamente la situación de hecho prevista en abstracto por la ley -como condición para el deber jurídico, que ésta establece-; se determina concretamente además el contenido concreto de ese deber jurídico, y por fin se le impone a un sujeto singularmente determinado. Muchas veces, entre la ley y la sentencia se interpone la norma creada en un negocio jurídico; y, entonces, la sentencia no sólo cumplirá las prescripciones de la ley, sino también las normas más concretas establecidas en el negocio jurídico (v. g. en el contrato).
Finalmente, llegamos al último extremo de la cadena jurídica, a saber, al acto de ejecución material, en el cual se impone -si es preciso por la fuerza- el cumplimiento de un precepto jurídico individualizado; v. g. : los actos de los agentes de la autoridad que practican la ejecución de una sentencia o de una resolución administrativa, o que evitan por medio de la fuerza la comisión de un delito, etc., etc.
Así, pues, todo el proceso de producción y desarrollo del Derecho aparece como un sistema de sucesivas delegaciones, que va desde la constitución hasta los actos individualizados de ejecución forzosa.
Ahora bien, repito una vez más que con esta teoría no se trata de hacer la narración de cómo efectivamente surgen en la realidad las diversas normas jurídicas; sino que se trata de algo muy diverso, a saber, de construir el sistema lógico del orden jurídico positivo, gracias a lo cual podremos determinar el fundamento formal de la vigencia de cada una de las normas. Y esa es la única manera de hacerlo; pues, para eliminar posibles contradicciones, precisa que tengamos la posibilidad de referirnos a una construcción unitaria.
—218→
Acabo de mostrar cómo entre las normas generales, las menos generales, las concretas y las plenamente individualizadas, se dan siempre relaciones de delegación. Surge ahora la pregunta de cuáles sean los tipos de esa relación de delegación entre las normas generales y las individualizadas.
Pues bien, puede decirse que esa relación de delegación entre las normas generales y las individualizadas pueden ser de tres tipos:
a) Taxativa. La norma general señala taxativamente la pauta a que forzosamente deben atenerse los que han de elaborar las normas concretas e individualizadas. Así, por ejemplo: los casos en que la ley determina previamente -de modo general- cual debe ser el contenido de los fallos judiciales o de las resoluciones administrativas, sin dejar al juzgador ningún margen de apreciación discrecional; también el contenido de ciertos contratos, cuyas normas son taxativamente determinadas por la ley, sin admitir que las partes puedan elaborarlas por su cuenta, verbigracia el matrimonio, en cuanto a las relaciones personales entre los cónyuges; pues solamente es libre el si ha de celebrarse o no (es libre el casarse o no); pero no es libre el contenido de las relaciones matrimoniales (no se puede acordar por mutuo consentimiento de las partes un matrimonio temporal a plazo fijo, o exento de los deberes de fidelidad y mutuo auxilio, o sin la obligación de residir conjuntamente, etc.)
b) Supletiva. La ley concede a las partes que intervienen en una relación jurídica autonomía para que ellas mismas determinen por su propia voluntad la norma que ha de regir la relación creada por el negocio en cuestión; y sólo para el caso de que las partes, al crear una determinada relación jurídica, no hiciesen uso de esas facultades que se las conceden, la ley determina entonces supletivamente las normas a que deberá acomodarse el desarrollo de la relación creada. Así, pues, en este caso la norma fijada por la ley entra en vigor sólo a condición de que las partes no hayan dispuesto otra cosa. Por ejemplo: esto es lo que ocurre en mucho códigos civiles respecto de las relaciones patrimoniales entre los cónyuges: se concede a quienes van a unirse en matrimonio, antes de celebrarlo, la facultad de otorgar un contrato en el que libremente determinen cual va a ser el régimen patrimonial de la futura sociedad conyugal; pero si no hacen uso de la facultad de otorgar ese contrato, entonces, la ley impone un determinado régimen (el de gananciales según algunos códigos, —219→ el de comunidad según otros, el de separación según otros). Análogamente, cuando algunos códigos civiles determinan que, salvo pacto en contrario, el depósito civil se considerará gratuito. Y también hay algunos casos en que ese tipo de regulación determinada, pero de modo supletivo, se da con respecto al juez; es decir, la ley señala una solución al juez, pero no con carácter necesario, sino tan solo para el caso de que éste no estime que está especialmente justificada otra solución diversa por motivos que la ley no puede prever, pero que si pueden ser concretamente apreciados por el juez. Así, verbigracia, en el Art. 73 del código civil español se determina, -respecto de los efectos de la sentencia de divorcio- que «si la sentencia no hubiera dispuesto otra cosa, la madre tendrá a su cuidado en todo caso a los hijos menores de tres años.» Este es el tipo de regulación que propugna el llamado movimiento del «Derecho libre» o «libre jurisprudencia» (Magnaud, Kantorovicz, etc.), el cual propone la disminución del Derecho taxativo y su substitución por regulaciones de tipo supletivo.
c) Delegación en las partes, en los jueces, o en los funcionarios administrativos. La ley no impone una determinada norma taxativa ni tampoco ofrece una regla supletiva para regir unas especiales relaciones, sino que delega en las partes o -en su caso-, en las autoridades, para que fijen la norma que estimen más justa y adecuada; y concede vigor de norma jurídica a lo que dispongan las partes o a lo que resuelva el juez (o el funcionario administrativo). La delegación (expresa o tácita) puede ser particular para determinadas relaciones; o general para todos los casos no previstos en la ley ni en la costumbre (ni en otras normas previamente formuladas).
Veamos algunos casos de delegación particular o singular. Uno de ellos es el de los llamados contratos innominados, para los cuales, la ley concede a las partes plenas facultades para determinar, dentro de las condiciones generales de la contratación, los pactos que tengan por conveniente, sin ofrecer regulación supletoria (lo cual no sería posible, precisamente por tratarse de figuras no delineadas de antemano en la ley). Un ejemplo de delegación especial en el juez lo hallamos cuando la ley confía a éste la determinación del plazo de las obligaciones que no lo tuvieren señalado, o cuando el plazo hubiese quedado a voluntad del deudor. Otro ejemplo de delegación particular o especial es el de todos aquellos casos en que la ley o el reglamento confieren a determinados funcionarios una esfera de facultades discrecionales, para llevar a cabo la articulación y la ejecución de unas actividades administrativas.
—220→El tipo de delegación general es el principio esencial, de todo orden jurídico, de que los tribunales no podrán en ningún caso rehusar el fallo por causa de que no exista previamente formulada una norma, pues entonces deberán resolver según los principios generales del Derecho. Hay algunos ordenamientos jurídicos que contienen explícitamente este principio, en forma de precepto inserto en el código civil; y que expresamente ordenan al juez que cuando se halle frente a un caso no previsto por la ley, ni por la costumbre, sin embargo deberá resolverlo según el criterio que estime como obligatorio: según los principios generales del Derecho, dicen el código español, el mexicano, el argentino, el peruano; según la equidad, dice el código hondureño; según el Derecho natural dice el código austríaco; según las reglas que el juez establecería si tuviese que obrar como legislador e inspirándose en la doctrina y jurisprudencia más autorizada, dice el código suizo. Pero hay varios ordenamientos jurídicos que no contienen la manifiesta expresión de un precepto similar, cual ocurre por ejemplo con los códigos civiles francés, belga, alemán y otros, que no se ocupan de la cuestión de las lagunas, ni indican las fuentes subsidiarias para los casos en que no haya regla formulada aplicable. Ahora bien, en tales ordenamientos rige exactamente el mismo principio expresado en otros, de que no podrá de ninguna manera denegarse el fallo en caso de laguna de la ley y de la costumbre y que, entonces, el juez deberá dictar sentencia ateniéndose a la regla que estime procedente. Y es que este principio no constituye un precepto jurídico positivo que haya dictado el legislador en determinados ordenamientos y que en cambio, no figure en otros; sino que es un principio esencial de todo ordenamiento jurídico, lo mismo si se halla formulado explícitamente, como si no lo está; es una necesidad absoluta de todo orden jurídico; es un postulado forzoso de todo Derecho positivo. A este principio le denominamos: la plenitud hermética del orden jurídico vigente. El Derecho es esencialmente una relación de seguridad social, impuesta autárquicamente; y, por eso, cuando surge un conflicto social, el Derecho ha de pronunciar forzosamente una solución -bien de regulación positiva, por ejemplo atribuyendo a alguien un determinado deber; bien de garantía negativa, consagrando una esfera de libertad (v. g. a nadie se puede obligar a una creencia religiosa)-; pero en uno y otro caso se trata de una solución que es impuesta inexorablemente, y que deslinda la incertidumbre que implicaba el conflicto planteado. Por eso, dice Del Vecchio60, que no hay interferencia o controversia social entre los hombres, por —221→ complicada que parezca, o por imprevisible que se nos antoje, que no exija o deba tener solución en el campo del Derecho vigente. Y la solución debe ser ejecutiva. Las dudas pueden persistir largo tiempo en el campo de la teoría -la misma filosofía del Derecho puede discutir durante siglos sus cuestiones-; pero la vida jurídica práctica no admite dilación. A cualquier cuestión jurídica debe darse un fallo -que teóricamente podrá no ser infalible, pero -que prácticamente tiene que ser definitivo. Así lo exige el sentido radical del Derecho, que consiste en crear una situación práctica de certeza y de seguridad en la vida social. El Derecho pretende constituir necesariamente una regulación total -se entiende, desde su punto de vista jurídico-, por lo cual hay que predicar de él esencialmente la plenitud hermética, es decir, hay que afirmar que debe dar solución jurídica a todo conflicto planteado. Y no se diga en contra de esta tesis -como argüía mi querido maestro Díez Canseco- que es posible que alguien acuda a los tribunales pretendiendo que éstos resuelvan una controversia que puede ser por entero ajena al Derecho, como verbigracia lo sería la discusión acerca de una cuestión filosófica; porque, aún ese caso, debe tener solución jurídica -que desde luego no sería la solución del problema filosófico, pero sí la solución del conflicto práctico planteado con respecto al mismo. Tomemos el ejemplo que proponía como objeción el Dr. Díez Canseco; ahora bien la polémica filosófica llevada ante los tribunales se presentaría en la siguiente forma: Juan demandaría ante el juzgado a Pedro para que este fuese condenado a reconocer la verdad de tal doctrina filosófica a lo cual se negaba; y entonces lo que ocurriría es que el juez dictaría sentencia absolviendo al demandado de la pretensión del demandante, porque estimaría como un principio vigente del orden jurídico que la conciencia y el pensamiento son libres y que a nadie se puede inquietar por sus opiniones y, en consecuencia, mandaría al demandante que se abstuviese de molestar al demandado. Con esto queda patente improcedencia de la referida objeción.
Mas si bien el sistema del orden jurídico vigente ha de considerarse necesariamente como completo, como plenario, como hermético, sin poros, es decir, sin lagunas, en cambio es evidente que de hecho éstas existen en el conjunto de materiales del Derecho positivo. Es un hecho que en el conjunto de leyes, reglamentos, costumbres, etc., que integran el Derecho formulado de un orden jurídico, hay vacíos. Pero esos vacíos efectivos deben ser necesariamente rellenados por quien ejerce la función jurisdiccional (juez o funcionario administrativo). De suerte que se puede decir que el —222→ Derecho formulado, el explicitado en leyes y costumbres, presenta muchos vacíos o lagunas; pero que el orden jurídico vigente, que por esencia debe ser total -herméticamente pleno- contiene en principio respuesta a toda controversia práctica; porque si hay alguna laguna, ésta deberá ser necesariamente llenada por el juez. Claro que esto se predica del Derecho vigente. En cambio, los ordenamientos históricos, que rigieron en el pasado, pero que hoy no rigen, como no desempeñan ya ninguna función práctica, muestran todos sus vacíos. Radbruch dice con expresión afortunada: «se nos ofrece el espectáculo de que el ropaje de la ley se le aparece al jurista mientras él lo lleva como un manto real; pero tan pronto como se lo ha quitado o se lo quiere quitar, o lo lleva otro, se transforma entonces en una harapienta y manchada capa de mendigo»61.
Y lo mismo que decimos de las lagunas puede aplicarse a las contradicciones. El conjunto de materiales (leyes, costumbres, reglamentos, etc.), que integran un orden jurídico positivo vigente, presenta más de un caso de normas contradictorias entre sí; pero el orden jurídico como tal, como vigente en un determinado momento, no puede albergar ninguna contradicción. Ahora bien, como de hecho sus elementos la tienen, el jurista debe proceder mediante sus métodos de interpretación y de construcción jurídica a eliminar esas contradicciones; pues el orden vigente debe dar una respuesta unívoca a todos los casos que se planteen.
Bien ¿pero cómo se deben rellenar las lagunas? Ya hemos visto que hay un considerable número de ordenamientos que remiten al juez a los principios generales del Derecho, a la equidad, al Derecho natural, al criterio que él aplicaría si fuese legislador, etc. Y otros ordenamientos no manifiestan expresamente cuál deba ser este criterio, tal vez por haber hallado dificultad en expresarlo mediante una fórmula, y de ese modo, en definitiva, confían a la ciencia y a la técnica del juez la resolución de las lagunas.
Convendrá que examinemos, si bien sea muy someramente, los problemas que plantea la necesidad de que el juez rellene las lagunas del Derecho formulado, determinando la norma aplicable al caso planteado, que no estaba previsto ni en la ley, ni en la costumbre.
Cuando ni la ley ni la costumbre resuelven el caso planteado, es el jurista quien debe determinar la norma. Ahora bien, el juez no dispone del mismo margen de arbitrio que tiene el legislador; pues el juez no puede aplicar puramente y sin restricciones su propio criterio personal, sino que está ligado por los principios cardinales que inspiran el ordenamiento positivo. En primer lugar, el juez debe —223→ tratar de extraer de los principios generales formulados en el ordenamiento positivo las consecuencias que sean aplicables al caso que tiene que resolver y que no estaba especialmente previsto. Y si esto no fuese posible, es decir, si no se lograse un resultado mediante tal procedimiento, entonces deberá probar de obtenerlo mediante el método de analogía, que consiste en trasladar a una situación de hecho a una regla b, que no le es directamente aplicable, pero que se refiere a una situación de hecho análoga. Es decir, la analogía se funda no sobre la identidad de los hechos jurídicos, sino sobre la identidad del motivo de la norma; esto es, descubre que dos casos suscitan igual razonamiento jurídico, y entonces aplica a uno de ellos (no previsto) la ley dictada para otro, pues entre ambos descubre que debe haber un mismo punto de vista de regulación.
Cuando tampoco haya sido posible determinar la norma por vía analógica, entonces el juez deberá acudir a otros procedimientos. ¿A cuáles? ¿Podrá decidir según las reglas que él establecería si tuviera que obrar como legislador (según dice el Código civil suizo)? No estimo que sea plenamente acertada esa fórmula del código suizo; porque el juez no dispone de la holgura que tiene el legislador. El juez no es libre de guiarse por su personal convicción, sino que debe rellenar el vacío del ordenamiento según los principios positivos efectivamente inspiradores de éste y acudiendo además al trasfondo de convicciones sociales de hecho vigentes, que enmarcan y condicionan la interpretación de la ley. De suerte que en esa labor de rellenar las lagunas, el juez no tiene franquía para guiarse por su personal opinión, sino que debe procurar que se conserve el criterio de las valoraciones que inspiran al conjunto del ordenamiento positivo; debe conservar el estilo valorativo del sistema vigente, sin que le sea lícito substituirlo por una opinión personal discrepante. En cambio, tales limitaciones no se dan para el legislador, quien sólo está ligado por los preceptos constitucionales de rango formal superior. La norma que el juez formule para rellenar la laguna no debe hallarse en contradicción con el espíritu informante del ordenamiento positivo, y debe, además, atenerse al complejo de convicciones sociales vigentes, que integran, junto con las normas expresas, el orden jurídico en vigor.
Claro que, en última instancia y a falta de todo criterio positivo vigente, el juez deberá acudir a una operación de estimativa ideal, es decir, a lo que considere como principios ideales del Derecho. Y ésta es realmente la situación de hallarse de veras y con todo rigor ante una laguna. Pues no es un caso de auténtica laguna, sino más —224→ bien tan sólo de aparente deficiencia, aquél en el cual pueda recabarse una norma mediante la aplicación concreta de principios generales formulados, o mediante el procedimiento analógico, o mediante una generalización inductiva, o mediante la aplicación de los criterios valorativos que de hecho y efectivamente inspiran el ordenamiento. Pero el caso extremo que ahora tenemos planteado, el de la auténtica laguna, es otro: es aquél, para el cual no se ha podido obtener solución no sólo en la ley ni en la costumbre, sino tampoco en la generalización, ni en la analogía, ni en los criterios cardinales del ordenamiento, ni en las convicciones sociales que también lo integran. Y, entonces, en última instancia subsidiaria, el juez debe inspirarse en un juicio de valor, en una estimativa jurídica ideal.
La creencia en unos principios de justicia, la idea de unos principios de Derecho natural o de Derecho racional -mejor se diría en unos valores que deben inspirar al Derecho positivo- ha sido siempre patrimonio de las convicciones tanto individuales como colectivas, a través del desarrollo histórico de la humanidad. Esta creencia sólo ha sufrido algunos breves eclipses en la teoría, con las irrupciones del escepticismo- el de los sofistas, el escepticismo propiamente dicho de Pirron, algunos conatos escépticos en el Renacimiento con Charron y Montaigne, y con el positivismo y el materialismo del siglo XIX. Pero el humano espíritu ha superado siempre satisfactoriamente todas esas breves crisis escépticas, saliendo de ellas más fortalecido. Cuando, en el siglo XIX, algunas escuelas se jactaban de excluir o de ignorar una medida ideal del Derecho, sin embargo esta idea se reafirmaba vigorosamente en la vida. Y, así, toda la política estaba impregnada de ella. Toda revolución implica una creencia iusnaturalista (sustituir un orden que es, por otro que debiera ser); pero especialmente la Revolución Francesa, magna apoteosis de la fe en el Derecho Natural, de la que derivaron los movimientos constitucionales del siglo pasado. Esta misma idea triunfó en la legislación positiva, que recogió las máximas fundamentales iusnaturalistas de las doctrinas liberales y democráticas y esta idea domina también en la jurisprudencia, que constantemente se refiere a ella, bajo expresiones varias («buenas costumbres», «moral», «exigencias éticas» «naturaleza de las cosas», «equidad», «buena fe», «recta razón», «espíritu de justicia», etc.) No puedo desarrollar aquí este razonamiento, que se refiere a la teoría de los valores jurídicos, pues de él me ocuparé en la última parte de este libro, consagrada a la estimativa jurídica; y, entonces, justificaré rigorosamente este —225→ tema, es decir, el tema de los criterios ideales para el enjuiciamiento del Derecho.
Baste aquí con señalar que cuando el juez no halle solución para un caso en los criterios positivos insertos de modo expreso o de modo tácito en el ordenamiento, entonces debe acudir a un criterio de estimación ideal.
Quedó ya expuesta la articulación formal de la multitud de normas que integran el orden jurídico positivo, como un sistema jerárquico o escalonado de delegaciones entre los diversos grados de la producción del Derecho. La ley regula mediante normas generales el conjunto habitual de las situaciones jurídicas (o reconoce con vigencia jurídica las reglas del Derecho consuetudinario); y, para los casos imprevistos, que la inagotabilidad de la vida humana puede plantear, delega bien de modo expreso, o bien de modo tácito -en virtud del postulado de la plenitud hermética del orden jurídico positivo- en el juez (y en los demás funcionarios encargados de la aplicación de las leyes) para que elaboren los correspondientes preceptos individualizados, inspirándose en los criterios normativos, que resulten pertinentes. El juez deberá inquirir esos criterios primeramente en los principios que presiden el ordenamiento positivo. Para ello se servirá de los procedimientos de extracción de consecuencias de los preceptos generales; de la analogía; de la generalización inductiva; de la interpretación de los puntos de vista valorativos del sistema jurídico positivo, y también en el trasfondo de convicciones sociales vigentes. Pero a defecto de un resultado mediante todos esos métodos enumerados, entonces el juez deberá determinar por su cuenta y mediante un juicio de valoración la norma que estime como idealmente válida y no incompatible con los principios formulados del ordenamiento vigente; y, a virtud de ella, dictar la sentencia. De este modo, la norma en que el juez funde su sentencia obtiene un grado de formulación o determinación, cuyo alcance mayor o menor en el futuro dependerá de la virtualidad de normación general que tenga la jurisprudencia de los tribunales dentro del ordenamiento positivo. Cabría decir que el legislador provee a los casos imprevistos, firmando un documento en blanco, que será llenado por el juez, quien deberá inspirarse en un principio de justicia, en una estimación ideal, que es, en definitiva, el mismo propósito intencional, que anima a la legislación formulada. Y, así, el juez reconoce a esos principios una vigencia positiva dentro del ordenamiento jurídico.
Adviértase que el juez estima que esos principios ideales, base —226→ de su sentencia, constituyen normas jurídicas, que estaban ya vigentes, antes de que él las proclamase, aunque no se hallasen formuladas de manera explícita. Entiende que ya antes de que él dicte el fallo, regla la norma sobre la cual se funda éste. Pues si no fuese así, el fallo habría de contener un pronunciamiento especial en que se declarase la fuerza retroactiva de la norma que en él se formula; pero no es esto lo que ocurre. Se entiende que la norma no nace o cobra vigencia en el momento de la resolución judicial, sino que se considera que, aun cuando no hubiese obtenido anterior formulación expresa, esa norma regía ya antes y que por ende se hallaban ya sometidas a ella las situaciones jurídicas a las cuales atañe.
Las normas ideales a que el juez acuda en caso de rigorosa laguna, no pueden estar en contradicción con otras normas formuladas del sistema positivo; porque si así fuese, no le sería licito al juez inspirarse en estos criterios ideales, ya que ello equivaldría a hacer saltar en pedazos el ordenamiento positivo; equivaldría a destruir la certeza y seguridad, raíz esencial de todo Derecho. Pero, en cambio, se reconoce a tales principios ideales un imperio positivo en los huecos de las normas formuladas, merced a la función judicial, que, por delegación de la ley los aplica a los casos no previstos en ésta. Así, pues, no hay dualidad ni pugna de sistemas, positivo e ideal, sino un sistema único, el positivo. Porque los principios ideales aplicados por el juez, constituyen auténtico Derecho positivo, ya que la nota esencial de éste es la imposición inexorable o protección coercitiva, la cual obtiene su consagración en la sentencia o resolución dotada de ejecutividad.
Por otra parte, los principios ideales se entrecruzan con las normas formuladas en los casos en que la interpretación de estas requiere valoraciones no contenidas ni siquiera tácitamente en las mismas. Pero esos principios ideales, utilizados por la jurisprudencia como criterio de interpretación, quedan por eso sólo ya positivizados.
—227→
Sumario: 1. Planteamiento del problema de la relación entre Estado y Derecho.- 2. La Pregunta: ¿qué es el Estado?- 3. El examen de las posiciones doctrinales típicas.- 4. Relaciones entre Estado y Derecho. La realidad del Estado. -5. Tipo de relación entre la dimensión jurídica del Estado y su realidad social.
A lo largo de los capítulos anteriores han menudeado las alusiones al Estado. Así, cuando se trataba de explicar la esencial característica de imposición inexorable, que es propia del Derecho; así también, cuando se planteó el problema de la diferencia entre normas de Derecho y reglas del trato social; también al distinguir entre mandatos arbitrarios y mandatos jurídicos. También asomó la referencia al Estado, cuando al exponer el concepto de personalidad jurídica colectiva, mencioné en qué consistía la personalidad del Estado en tanto que tal. Finalmente, en el capítulo precedente he explicado el Derecho positivo como voluntad del Estado (en sentido formal, es decir, como imputación jurídica); y al construir el sistema del orden jurídico positivo, lo mismo que al hablar de la producción originaria de Derecho, ha sido constante la mención del Estado.
Ahora bien, esta serie de alusiones al Estado, cuando se trataba de exponer el concepto del Derecho y el sistema del orden jurídico, no han sido fortuitas, antes bien resultaron indispensables. Lo cual por lo menos nos hace presumir con harto motivo que verosímilmente entre el concepto del Derecho y el concepto del Estado media una muy estrecha conexión, acaso esencial y necesaria. Este capítulo, pues, va a estar dedicado a examinar con todo rigor cual sea el —228→ tipo de relación que media entre el Derecho positivo vigente y el Estado62.
Pero este problema es solidario de la consideración sobre qué es el Estado. Por eso será preciso formular la pregunta: ¿qué se entiende por Estado?
A primera vista, parece como si la realidad del Estado fuese algo notorio. Y, sin embargo, cuando tratamos de determinarla de un modo rigoroso, se nos antoja confusa y con perfiles huidizos. Encontramos el Estado formando parte de nuestra vida y nos encontramos nosotros formando parte del Estado. Prácticamente nos referimos a él en innúmeras ocasiones: los sentimos gravitar sobre nosotros, imponiéndonos múltiples y gravosas exigencias; nos enrolamos, a veces, a su servicio, con entusiasmo; otras, lo experimentamos como obstáculo para nuestros deseos; sabemos que sin él la vida nos sería imposible, o por lo menos muy difícil; pero también, en ocasiones, llega a exigirnos el sacrificio de nuestra propia vida; en la medida en que hacemos política, nos afanamos para conseguir que sea de un determinado modo; de una parte, nos hallamos como ingredientes de él; de otra parte, lo consideramos como una magnitud transindividual; jamás lo hemos percibido en su auténtico y total ser, pero lo vemos actuando en manifestaciones varias, como actividad legislativa, como administración, como ejército, como policía, como asistencia social, como tribunales de justicia; nos aparece simbolizado en un escudo, en una bandera, en un himno; nos dirigimos a él, pidiéndole que haga determinadas cosas; y también nos enfrentamos con él, en demanda de que no haga, de que se abstenga, de que nos deje en libertad de realizar nuestros quehaceres propios e individuales, que no quisiéramos ver violados por su intervención. Y, sin embargo, a pesar de ser el Estado algo tan próximo a nosotros, con el que estamos en trato constante, cuando intentamos apresar su esencia, determinar su ser, aprehenderlo en un concepto claro y preciso, se nos escapa y vacilan todas las representaciones que del mismo nos habíamos formado.
Aparte del conocimiento confuso, meramente aproximado que tengamos del Estado por el trato cotidiano con él, el pensamiento humano se ha planteado respecto del mismo diversos interrogantes.
De un lado hubo pensadores que se preguntaron sobre cuáles sean los medios más eficaces para dominar la vida del Estado y conseguir un influjo decisivo en él; es decir, problemas de lo que podría llamarse preparación para la carrera política y para el éxito en ella: indagación de la técnica que permita apoderase de los resortes del Estado y manejarlos con efectivo dominio. Este es el punto de vista que predomina en los sofistas griegos y en Maquiavelo; y también en una serie de literatura contemporánea sobre la técnica de la revolución y del golpe de Estado. Ahora bien, como quiera que para manejar una cosa, se precisa algún conocimiento de ella, de aquí que en tales estudios se contenga mucho de interesante acerca de algunos aspectos de la realidad del Estado y de su funcionamiento.
En general, durante toda la historia del pensamiento, el problema respecto del Estado que ha preocupado mayormente es el ideal que deba inspirar su organización. ¿Cómo deben los hombres configurar, organizar y dirigir el Estado? ¿Qué deben los hombres hacer con el Estado? ¿Cuál es el tipo de Estado mejor? ¿Cuáles son los principios que deben inspirarlo y a la luz de los cuales se justifique? Este es el tema que se ha planteado el pensamiento filosófico en Platón y, en general, en todas las doctrinas de la antigüedad clásica; lo mismo que en las teorías de la Escolástica en la edad media; y también en toda la filosofía moderna (Locke, Rousseau, Kant, Fichte, etc.); y en toda la doctrina política de la edad moderna: Vitoria, Suárez, Soto, Mariana, Althusio, Grocio, Tomasio, Puffendorf, Wicliff, Hobbes, Rousseau, etc., etc.
Pero aparte de estos dos problemas (el pragmático y el del ideal), el pensamiento contemporáneo -con precedentes en otras épocas- se ha planteado respecto del Estado otro problema, a saber el de cual sea su realidad. El Estado es un algo que está ahí; pues bien, ¿en qué consiste ese algo? ¿Qué es el Estado? ¿De qué índole es su ser? Decimos de él que es; ¿qué sentido o acepción tiene aquí la palabra ser? ¿De qué ingredientes se compone el Estado? ¿Qué es lo que en él ocurre o pasa efectivamente? Este tema es previo respecto e todas las demás cuestiones sobre el Estado; respecto de la cuestión pragmática de técnica política y también respecto del problema sobre el ideal político.
Esta pregunta sobre qué es el Estado se ha intentado contestarla desde planos diversos en cuanto a profundidad y amplitud. De un lado se han producido estudios descriptivos de las diversas realidades estatales; también consideraciones de sociología empírica sobre la textura y los procesos dinámicos del Estado. De otra parte, como en el Estado hay una organización jurídica, que parece desempeñar —230→ en él predominante y esencial papel, otros estudios han atendido preferentemente a esta vertiente jurídica.
Pero ninguno de esos tipos de estudios llega a la entraña radical del problema sobre la esencia del Estado; ninguno de ellos contesta satisfactoriamente la pregunta: ¿qué es esencialmente el Estado? Aquellos estudios (los sociológicos y los jurídicos) nos dan a lo sumo noticia solamente de algunos ingredientes que hay en el Estado, de lo que en él ocurre, de su perfil jurídico. Pero con todo esto no tenemos todavía la definición esencial del Estado, la determinación de su ser propio.
¿Qué es el Estado? ¿Es quizá una cosa, un organismo natural, parejo a otros organismos biológicos -como pretendió alguna escuela del siglo XIX?63 ¿Es un alma nacional o espíritu popular, como sostenía el romanticismo? ¿Es un estadio o manifestación del espíritu objetivo, según exponía Hegel? ¿O es una complicada mixtura de múltiples y heterogéneos ingredientes (territorio, hombres, normas) como ha venido afirmando durante mucho tiempo la doctrina más difundida? ¿Constituye acaso una mera forma mental, una síntesis de conocimiento, que unifica desde el punto de vista de la finalidad una serie de elementos varios y dispares, como explicaba Jellinek? ¿Es puramente un sistema ideal de normas, con vigencia objetiva y coercitiva, delimitada en cuanto a las personas sujetas a dichas normas, en cuanto al espacio y en cuanto al tiempo, como afirma Kelsen? ¿Es quizá un complejo de fenómenos de cultura, como movimiento histórico en constante reelaboración, en devenir incesante, según sostienen otros autores, como, por ejemplo, Litt y Smend? ¿Es una fuente suprema que formula decisiones en vista de fundamentos legítimos y adecuados, mediante la coordinación de diferentes grados de voluntades separadas para actuar de modo que se alcance un fin determinado, según explica Harold Laski? ¿Es tal vez la realidad del Estado una realidad institucional personificada jurídicamente, es decir, la personalidad jurídica de la nación, como dice Hauriou? ¿Es una unidad dialéctica de ser y deber ser, de acto y sentido, encarnada en una realidad social, como mantiene la tesis de Hermann Heller? He aquí, enunciados en rápido desfile una serie de diversos ensayos doctrinales, elaborados para contestar esta pregunta acerca de qué sea el Estado. He traído aquí a colación estas referencias, no como datos eruditos -de los cuales quiere estar alejado este libro-, sino para que el lector se forme más fácilmente idea del sentido de la pregunta que se formula. Se —231→ trata de una cuestión estrictamente filosófica; en suma de determinar en qué consiste la esencia del Estado.
Ahora bien, el lector habrá advertido, que, en este tema de la determinación de lo que el Estado sea, juega un principalísimo papel la cuestión acerca de la relación entre Estado y Derecho. Ello se patentiza en todas las varias respuestas a que he aludido sumariamente. Pero sobre todo se hace notorio en el hecho de que muchos temas esenciales de la teoría del Derecho llevan consigo una implicación de temas sobre el Estado. Y, seguramente, la solución al tema sobre que sea el Estado, llevará implícita la respuesta a la pregunta sobre cuales sean las relaciones entre Estado y Derecho; o viceversa, esta respuesta contendrá la solución al interrogante sobre la naturaleza del Estado.
Conviene que antes de desarrollar el estudio de este problema de la relación entre Estado y Derecho, se llame la atención sobre lo siguiente. Casi siempre -por no decir siempre- que pensamos en el Derecho, hallamos implicada en él la noción del Estado, entendido éste como instancia objetiva que impone inexorablemente el cumplimiento de los preceptos jurídicos; entendido como órgano de la coercitividad; y entendido como personificación del orden jurídico positivo. Por otra parte, parece que cuando pensamos en el Estado, implicamos también la referencia al Derecho: nos lo representamos como el órgano del Derecho. Barruntase, pues, ya a primera vista, que hay una recíproca implicación entre los conceptos del Derecho y del Estado. De tal modo se nos plantea el problema. Ahora bien, se trata de inquirir rigorosamente si en efecto es así, o si, por el contrario, el examen esencial no confirma esta apariencia. Al hilo, pues, de este tema, surgen las siguientes cuestiones, que son la especificación del mismo. ¿Constituyen el Estado y el Derecho entes distintos, pero relacionados de alguna manera esencial? ¿Tratase, por el contrario, meramente de dos palabras que designan una sola e idéntica cosa, de suerte, que, en puridad, el concepto del Estado y el del orden jurídico positivo coincidirían plenamente? En caso de no ser así es decir, si el Estado no es lo mismo que el orden jurídico vigente, ¿qué tipo de relación media entre ambos? ¿Tratase de una relación de implicación esencial, de suerte que no cabría un concepto del Estado sin implicar el concepto del Derecho, o por el contrario, cabe un concepto pura y exclusivamente sociológico del Estado, ajeno en absoluto a todo punto de vista jurídico? ¿Hay por el otro lado una relación de implicación esencial entre el concepto del Derecho y el concepto del Estado, es decir, implica el concepto del —232→ Derecho una mención o referencia al Estado? Si Estado y Derecho no coincidiesen exactamente, si no fuesen una y la misma cosa -aunque estén trabados entre sí-, ¿cuál sería el tipo de relación entre el uno y el otro?
Aunque quiero mantener esta obra libre de relatos eruditos -y del examen crítico de las doctrinas ajenas-, que he ofrecido ya en otros de mis trabajos64, sin embargo, será indispensable hacer algunas alusiones a las diversas posturas típicas que se han producido en la doctrina sobre este tema.
Ha habido gran número de teorías, que han querido definir el Estado como una pura realidad, dejando aparte todo punto de vista jurídico. Otras doctrinas han sostenido que el Estado ofrece dos caras o dimensiones: una jurídica y otra sociológica, pero sin llegar a determinar con precisión cual sea el tipo de conexión que medie entre ambas. Otra teoría -la de Kelsen- ha afirmado la estricta identidad entre Estado y Derecho (orden jurídico vigente), hasta el punto de decir que se trata de dos palabras para designar el mismo objeto. Finalmente, el pensamiento actual ha vuelto a considerar que en el Estado hay realidades sociológicas pero también esencialmente dimensiones jurídicas; pero ha tratado de entender rigorosamente la relación entre esa realidad social del Estado y su ordenamiento normativo.
El ir examinando críticamente las posiciones típicas respecto de un problema ofrece la ventaja de una especie de vacuna, que previene que se pueda reincidir en pensamientos que mostraron ya su error, o que por lo menos, fueron ya superados; y, de esa manera, es posible adquirir mayores probabilidades de acercarse a la vía correcta en la cual podamos hallar la solución del problema planteado. Sólo con esta finalidad pasaré revista -si bien muy breve y sumaria- a una serie de doctrinas sobre el ser del Estado.
Teorías que consideran al Estado como un ser de la naturaleza. Entre las varias modalidades de estas doctrinas, que pretenden que el Estado es un ser natural, un pedazo de la naturaleza, y, que, por tanto, intentan explicarlo mediante una ciencia de tipo natural, es decir, pareja a las demás ciencias de la naturaleza, hay que destacar sobre todo las llamadas teorías organicistas stricto sensu.
Según esas tesis organicistas stricto sensu, el Estado constituye un organismo biológico -parejo a los organismos animales- enormemente grande con tejido epitelial (las instituciones protectoras del patrimonio, de la salud, del orden interno, de la seguridad exterior); con tejido óseo -constituido por la tierra, las calles, los edificios-; con tejido vascular -integrado por las instituciones económicas-; con tejido muscular -compuesto por las organizaciones técnicas del trabajo-; con tejido nervioso -representado por el gobierno, y por las redes telegráficas y telefónicas, que transmiten sus órdenes-. Este organismo estaría sometido a las leyes biológicas de la generación, nacimiento, crecimiento, desarrollo, enfermedades y muerte; tendría sexo (habría Estados masculinos como John Bull, el Tío Sam; y femeninos como la bella Francia), y subsistiría a través del cambio y perecimiento de sus elementos componentes. A la altura de nuestro tiempo, no hace falta, en verdad, decir muchas palabras para desechar por entero esas teorías organicistas. Ellas son una manifestación de la sociología naturalista -hoy derrumbada- que pretendía considerar que en el mundo no hay nada más que naturaleza; y que pretendía explicar todos los objetos del cosmos como pedazos de la naturaleza. Esa sociología estaba ciega para ver y entender todos los múltiples y variados algos que en el cosmos hay que no constituyen naturaleza -por ejemplo, las ideas; así mismo la vida humana estrictamente como tal (es decir, no como biología, sino como biografía); también las realidades culturales e históricas (es decir, la vida humana objetivada)- y no se deba tampoco cuenta de que todos esos objetos que no son naturaleza no pueden ser conocidos con los métodos de las ciencias naturales, pues necesitan, además de la explicación de sus causas, la comprensión de su sentido. El Estado es una realidad humana, que, a fuer de tal, resulta irreductible a la realidad natural de lo biológico; y que posee un sistema privativo de categorías, que no tienen correspondencia en el mundo de la naturaleza. Por otra parte, el concepto de organismo, que emplean esas teorías, es en extremo vago e impreciso; y muchas veces no se sabe si están tratando de aplicar a lo humano-social una noción de organismo tomada de las ciencias biológicas o si, por el contrario, el concepto de organismo que emplean, representa una transposición de la idea de la organización -tomada de las ciencias sociales- al terreno de lo biológico-. Además, la mayor parte de esas teorías organicistas, a pesar de que pretenden manejar sólo métodos de observación fenoménica, sin embargo, están inspiradas por el deseo de querer fundar un determinado criterio político (y en esa dirección ha habido ensayos para todos los gustos)65.
—233→Otras doctrinas66 han querido ver en el Estado un mero complejo de relaciones de fuerza, de suerte que quienes la poseen mayor someten a los más débiles. Pero aunque es notorio que en el Estado hay relaciones de poder y utilización de la fuerza, la realidad estatal no se agota en esas puras relaciones de violencia física. Pues -según se verá- Estado es un mando especial; pero el mando es una relación social, que no puede equipararse de ninguna manera a la pura dominación física.
Teorías románticas y hegelianas. Son las teorías que exponen el Estado como una realidad espiritual substante.
Las de raíz preponderantemente romántica (Savigny, Stahl, etc.) afirman la existencia -bien que misteriosa y arcana- de un alma nacional, como substancia psíquica real, pero no consciente, que es la fuente de la vida histórica, y de la cual emanan las manifestaciones de la cultura (derecho, usos, idioma, arte, etc.), y que constituye el substrato radical del Estado.
La doctrina de Hegel -y todas las en ella inspiradas- afirma que el Estado es el Espíritu objetivo que se determina a sí mismo como idea ética consciente de sí misma; y que cada Estado constituye una manifestación o fase del Espíritu objetivo, es decir, un sistema de ideas jurídicas, morales, artísticas, en que se informan los espíritus subjetivos de los individuos que en él participan.
La tesis que quiere explicar la realidad del Estado como alma nacional está inspirada en las ideas románticas, a saber: el animismo universal, la tendencia antirracionalista, la exaltación de las realidades históricas de cada pueblo, y la apasionada afición a lo misterioso. En suma, esta doctrina representa una fantasmagoría poética, acaso muy bella, pero sin ningún argumento científico ni filosófico serio en su favor: es un puro credo místico, en el que se ha inspirado el tradicionalismo político a ultranza -con lo cual se pone de manifiesto, que en ella late un propósito político y no tanto de sereno conocimiento de lo que el Estado sea-.
En cuanto a la teoría del Estado como autodeterminación del Espíritu objetivo, su examen crítico detallado nos llevaría a una tan extensa serie de consideraciones sobre los puntos capitales de la filosofía de Hegel, que no es pertinente hacerlo aquí dentro del reducido marco de esta alusión. Tan solo recordaré que he mostrado ya que lo que Hegel expone como Espíritu objetivo, no es una realidad substante e independiente, sino que se reduce pura y simplemente a lo que he explicado como vida humana objetivada. Esta substancialización —235→ teórica de lo cultural y de lo colectivo ha constituido después el fundamento -más o menos próximo o remoto, pero en definitiva el fundamento -de los sistemas políticos que niegan la dignidad humana y suprimen la libertad-fascismo, bolchevismo, nacional-socialismo-.
Alusión a las teorías Puramente sociológicas del Estado. Se han producido muchas doctrinas que han definido el Estado como una realidad social; es decir, el Estado es una realidad, pero no una realidad física ni biológica; tampoco una realidad exclusivamente espiritual; sino que su realidad es la que tienen todas las entidades colectivas, bien que con especiales características. Y, así, hay una serie de teorías que definen el Estado como un organismo social67; otras como una institución68; otras como una corporación de peculiares caracteres, etc.
En principio, no parece desacertado afirmar que el Estado es una realidad social. Ahora bien, el problema que se plantea, en este momento, estriba en saber si el Estado puede ser comprendido única y exclusivamente como pura realidad social, sin esencial referencia al orden normativo del Derecho; o si, por el contrario, no podemos llegar a establecer el concepto de esa especial realidad colectiva que llamamos Estado, como no sea acudiendo a la noción de un orden normativo ideal, es decir al ordenamiento jurídico.
La mayor parte de las doctrinas sociológicas sobre el Estado complican en su definición el punto de vista jurídico; así ocurre, por ejemplo, con la teoría del organismo social, que precisamente ha sido elaborada sobre todo por juristas (como Gierke); así también ocurre con la teoría de la institución de Hauriou, que define al Estado como la personificación jurídica de la nación.
Pero ha habido algunos ensayos doctrinales que se han propuesto dar un concepto pura y exclusivamente sociológico del Estado, sin aludir en nada al concepto del Derecho. Han pretendido definir el Estado nada más que como un complejo de hechos sociales, dejando a un lado toda consideración jurídica. Y, siguiendo esa dirección, se ha dicho que el Estado constituye un fenómeno de mando; fenómeno de mando, que se diferenciaría de todos los demás mandos no estatales, por una serie de peculiares características: 1º. Porque constituirla un mando supremo, es decir, un mando que no toleraría ningún otro mando por encima de él; «un poder que no sólo es más fuerte que los débiles, sino incluso más fuerte que los fuertes, y que —236→ se impone a todos», según explica Wiese69. Porque ese mando se objetivaría en una regulación externa, en una regulación de la conducta de relación. 3º. Que ese mando tiene la pretensión de ser legítimo. Hay mandos que ni son legítimos, ni siquiera tiene la pretensión de serlo, verbigracia el que ejerce el secuestrador sobre su víctima; mientras que, por el contrario, hay otros mandos, que esencialmente tienen la pretensión de ser legítimos -que lo sean o no de veras es un problema a dilucidar críticamente en cada caso; pero aquí no hablamos de que sean en rigor legítimos, sino de que poseen la característica de pretender serlo-. 4º. Que ese mando se propone asegurar una convivencia duradera y ordenada entre los hombres y los grupos. 5º. Que en el mando estatal se da siempre una referencia intencional a principios de justicia; ésta se hallará o no realizada, más o menos realizada; pero nunca falta por completo la referencia a ella.
Pues bien, adviértase que en esa caracterización del Estado, que pretende ser exclusivamente sociológica, es decir, que pretende definirlo con entero apartamiento de toda consideración jurídica y política, como mero complejo de una serie de hechos colectivos, encontramos sin embargo una serie de referencias a lo jurídico, bien que camufladas.
En primer lugar, al caracterizar el Estado como hecho de mando, se dice que éste mando es supremo, que no admite una instancia superior situada encima de él, que pretende imponerse a todos, incluso a los más fuertes; pero eso constituye precisamente la versión sociológica de la dimensión de imposición inexorable, que constituye la característica esencial del Derecho. En suma, el hecho social del mando del Estado, no puede ser entendido como tal mando estatal sino en tanto en cuanto descubramos su peculiar sentido; pero resulta que ese sentido estriba en querer ser un mando supremo e irresistible; y precisamente dicho sentido es el que caracteriza esencialmente al Derecho. Con lo cual se hace patente que el mando estatal es precisamente el hecho social en el cual se constituye el Derecho; el hecho, cuyo sentido estriba en querer fundar una ordenación inexorable, que se imponga a todo trance.
En segundo lugar, adviértase también, que se habla de que el hecho del mando estatal se caracteriza por objetivarse en una regulación u ordenación; es decir, no se trata de unos fenómenos esporádicos e inconexos de mando, sino de un mando estable, según reglas objetivas; con lo cual tenemos la alusión a otra de las notas esenciales del Derecho. Y así mismo que se trata de una organización —237→ de la conducta de relación o externa (pues de lo contrario podría tratarse de una Iglesia y no de un Estado); pero esto es cabalmente otra de las dimensiones de lo jurídico.
En tercer lugar, se dice que ese mando se caracteriza también porque pretende esencialmente ser legítimo; pero ésta pretensión es otro de los ingredientes de la esencia de lo jurídico.
En cuarto lugar, se afirma que el hecho sociológico del mando estatal tiene como sentido el propósito de asegurar una convivencia ordenada y duradera entre los hombres. ¡He aquí precisamente la mención de la seguridad, del orden cierto y seguro, de la garantía, que es precisamente la raíz de todo Derecho!
Y, finalmente, en quinto lugar, el estudio sociológico del Estado nos dice que en él hay siempre la referencia a un espíritu de justicia; lo cual es también una de las esenciales características del Derecho; pues el Derecho es un propósito de realización de unos determinados valores presididos por la justicia.
Resulta, pues, con toda evidencia, que cuando se ha querido caracterizar sociológicamente los hechos colectivos que constituyen la realidad del Estado, esta caracterización ha tenido que mentar una serie de notas esenciales de lo jurídico y ha tenido que referirse al sentido intencional del Derecho. Así pues, para conocer los hechos sociales, que constituyan la realidad del Estado, como quiera que son hechos humanos y no son hechos de la naturaleza, es menester interpretarlos en su sentido; y éste su sentido consiste precisamente en ser hechos en los cuales se quiere constituir el Derecho. Por de pronto, los hechos reales en los que se nos manifiesta el Estado son los hechos sociales en que se constituye un mando supremo, con pretensión de legitimidad, para determinar una regulación externa, que garantice una convivencia ordenada y duradera, según unos principios de justicia. Ahora bien, esto equivale a decir, que la realidad del Estado está compuesta de aquellos hechos en los cuales se trata de constituir el orden jurídico. Es decir, se trata de hechos, de realidades humanas sociales, cuyo sentido consiste en su referencia intencional a lo jurídico. Queda, pues, claro, que en esas definiciones sociológicas del Estado va implicada la referencia esencial al concepto de lo jurídico. Se trata ciertamente de hechos sociales, de realidades sociológicas. Pero esos hechos o realidades tienen un peculiar sentido; y ese peculiar sentido estriba cabalmente en que en ellas y mediante ellas se pretende constituir y realizar el Derecho. Con lo cual, aunque se considere que el Estado es una realidad, un conjunto de hechos sociales, no puede definirse sino —238→ por el sentido intencional de esos hechos, sentido que entraña una esencial referencia a lo jurídico. Con esto, nos limitamos a constatar simplemente que hay una implicación esencial entre el concepto del Estado y el concepto del Derecho; pero todavía no hemos precisado el tipo de esa conexión entre Estado y Derecho.
Alusión a la teoría de las facetas o de la doble cara del Estado. El haberse dado cuenta grosso modo de que el Estado es una realidad social, pero que a él es esencial el aspecto jurídico fue lo que determinó que gran número de doctrinas70 dijesen que en el Estado hay dos vertientes: una real, fenoménica, que exige un estudio sociológico; y otra ideal, normativa, que ha de ser considerada por la Ciencia Jurídica. Dice Jellinek: «La consideración sociológica del Estado tiene por objeto el estudio del mismo como fenómeno social: aquellos hechos reales subjetivos y objetivos en que consiste la vida concreta del Estado...; la doctrina de los orígenes, transformación y decadencia de los Estados; la investigación de los supuestos sociales del Estado, de su acción social... La segunda consideración tiene como objeto el aspecto jurídico del Estado; pero el Derecho tiene una doble existencia: es de un lado ejercicio jurídico efectivo, y, en tanto que tal, nos aparece como un poder social, que forma parte de la vida concreta de la cultura de un pueblo; y, de otra parte, es un conjunto de normas, que deben ser transformadas en actos. En este último sentido, el Derecho no pertenece al mundo del ser, sino al del mundo del deber ser. En este sentido, constituye un conjunto de conceptos y de proposiciones, que no sirven para conocer la realidad dada, sino para enjuiciar normativamente la realidad... El conocimiento jurídico de un objeto es, pues, fundamentalmente, distinto del conocimiento de los hechos reales que lo componen. La concepción jurídica del Estado tiene como objeto el conocimiento de las normas jurídicas que determinan y sirven de pauta a las instituciones y funciones del mismo, así como de las relaciones entre los hechos reales de la vida del Estado con aquellos juicios normativos, sobre los cuales se apoya el pensamiento jurídico. La concepción jurídica del Estado se propone, por consiguiente, completar la doctrina social del mismo; pero no puede en modo alguno confundirse una con otra»71.
Creo, que, en principio, está bien formulado el programa por esta doctrina de las dos facetas72. Pero creo que esta doctrina no pasa de ser la formulación de un programa, que tiene como base el haberse dado cuenta de que el Estado es una realidad social, en la cual se produce y se aplica el ordenamiento normativo del Derecho, y —239→ que, por consiguiente, hay que estudiar el Estado desde esos dos puntos de vista. Pero, en cambio, considero que esta doctrina de las dos facetas o de la doble cara -en la mayor parte de sus versiones- no ha tratado de indagar con suficiente hondura y sagacidad cuál sea el tipo de la conexión que media entre esas dos dimensiones. Se ha limitado a yuxtaponer una serie de estudios sociológicos a una serie de estudios jurídicos, sin encontrar el punto esencial de articulación entre ambos. Y esta insolidaridad entre los dos estudios; este haberse quedado a la mitad del camino, contentándose con ofrecer dos consideraciones heterogéneas sobre el Estado, ha sido uno de los motivos principales que han determinado la crítica formulada por Kelsen, quien ha llegado a negar la doble dimensionalidad del Estado y a sostener la absoluta identidad entre el concepto del Estado y el concepto del Derecho (como orden positivo vigente) -tesis, que, según expondré más adelante, estimo inadmisible pero que ha sido propiciada por los cabos sueltos que dejó la teoría de las dos facetas en su primera fase-.
Teoría de la identidad entre Estado y Derecho. Voy a exponer con una relativa extensión esta teoría de la identidad entre Estado y Derecho, porque precisamente a través de la crítica que después haga de ella se perfilará con mayor relieve la doctrina correcta sobre la realidad del Estado. Y como dicha teoría de la identidad nace en posición polémica contra la tesis puramente sociológica y contra la afirmación de que el Estado tiene dos facetas; y como la solución que propugno se elabora a su vez como crítica de la teoría de la identidad, y como ensayo de superación tanto de ésta, como de las doctrinas anteriores -sociológicas y de las dos facetas-, de aquí que sea indispensable conceder especial atención a esa teoría de Kelsen.
Si bien hay precedentes de esa teoría de la identidad73, ella se formula de manera extrema y rigorosa en la obra del gran teórico del Derecho Hans Kelsen74.
Kelsen afirma que el Estado es pura y simplemente un sistema normativo, a saber, el sistema del orden jurídico vigente; nada más. Trata de fundar este aserto en las siguientes consideraciones.
Kelsen critica las doctrinas sociológicas del Estado, argumentando que éstas, cuando quieren explicar el Estado como una realidad social, tienen que buscar un criterio diferenciador que les permita discriminar entre los hechos sociales estatales de aquellos otros —240→ hechos sociales que no pertenecen al área del Estado; y dice que este criterio delimitador de la esfera estatal frente a los demás hechos sociales no estatales es siempre la referencia al orden jurídico. Siempre es el perímetro del Derecho el que viene a trazar las fronteras de lo estatal. Pero entonces resulta que lo que el Estado tiene de Estado es lo que tiene de Derecho, pues sólo a la luz de éste delimitamos lo estatal. El Estado se reduce, pues, a un sistema de normas, a saber, al sistema del Derecho positivo. Los llamados hechos estatales, lo que tienen de estatal es su inserción en el ordenamiento jurídico, bien como hechos condicionantes de la producción de normas jurídicas, bien como hechos de conducta humana regulada por el Derecho. Y Kelsen sostiene que no es admisible que se diga que el Estado puede ser conocido de dos maneras distintas, a saber: jurídicamente, atendiendo a las normas de Derecho; y sociológicamente, fijándose en los hechos que son contenido de la regulación jurídica, porque un mismo objeto no es susceptible de ser tratado mediante dos métodos absolutamente diversos y dispares, como lo son el método jurídico, que es un método normativo -conocimiento de normas- y el método sociológico, que es un método para aprender realidades, fenómenos. El primero se halla inscrito en el mundo del deber ser, donde mora su objeto (las normas jurídicas); y el segundo pertenece al mundo del ser, ya que los hechos sociales son realidades. Kelsen, partiendo del pensamiento kantiano de que la actividad cognoscitiva es determinante y configurante del objeto del conocimiento, argumenta que un especial método de conocimiento produce un objeto determinado, y que, por tanto, otro método enteramente dispar no puede producir el mismo objeto que el primero. Por eso -dice- no cabe que el Estado sea cognoscible según dos métodos diversos; pues el método jurídico -presidido por la categoría del deber ser- produce las normas de Derecho, es correlativo de ellas; y el método sociológico -inserto en la categoría del ser- no puede producir el mismo objeto que el anterior. Si el correlato del método jurídico es el Estado como sistema de normas jurídicas vigentes, el correlato del método sociológico ya no puede ser el Estado, sino que tendrá que ser algo diverso. Nótese que la argumentación de Kelsen es de puro tipo kantiano: el objeto de conocimiento no es algo que se dé más allá del conocimiento, sino que es una determinación de éste; el objeto es un correlato del método de conocimiento.
El Estado es, en suma, nada más que el sistema del Derecho —241→ vigente, que es llamado Estado cuando lo concebimos personificado, unificado, es decir, en forma de persona. Aquí aplica Kelsen su doctrina de la persona jurídica colectiva -que ya expuse en el capítulo VIII-. Ahora bien, esta doctrina de la personalidad jurídica, que yo estimo unos de los mayores aciertos en toda la obra kelseniana, es utilizada aquí -creo yo que indebidamente- para fundamentar la tesis de la identidad entre Estado y Derecho. Recuerde aquí el lector la concepción kelseniana de la persona jurídica colectiva, como síntesis o sistema unitario de un conjunto de normas que regulan la conducta recíproca de una serie de hombres. Cuando esta síntesis abraza un orden parcial de normas (delimitado conforme a un cierto punto de vista) tenemos la personalidad jurídica de las corporaciones, asociaciones, etc. Pero cuando abrazamos en una síntesis o sistema la totalidad del orden jurídico, concebido como unidad, como un centro común de imputación de todas las acciones determinadas como estatales, entonces obtenemos el concepto del Estado como persona. Entiéndese, pues, por Estado, dice Kelsen, la personificación metafórica de la totalidad del ordenamiento jurídico positivo.
Que el Estado es un ordenamiento normativo coercitivo, es decir, que consiste en el sistema del Derecho positivo, no lo negará nadie; pero muchos arguyen que además es una realidad, un poder efectivo, una fuerza social. Y, en apoyo de esta segunda afirmación, muchos autores aducen la notoria existencia de realidades estatales, en las cuales se manifiesta esta dimensión de poder: cárceles, fortalezas, ejército, policía, etc. Ahora bien -arguye Kelsen- todas esas cosas y sus similares en que el Estado se hace patente en la experiencia, tomadas en sí mismas y sin más, son realidades materiales o psíquicas, pertenecientes al reino de la naturaleza (material o anímica) o al campo de la técnica, realidades que se rigen por sus peculiares leyes (físicas, químicas, psicológicas); y no son otra cosa mientras las contemplemos pura y exclusivamente como realidades, sin que desde ese punto de vista asome ni remotamente que sean ingredientes del Estado. Tales realidades obtienen una significación estatal sólo en tanto en cuanto las contemplamos a través del Derecho, desde el punto de vista jurídico; es decir, cuando nos damos cuenta de que los hombres se sirven de esos objetos para determinados menesteres, menesteres que están ordenados en las normas jurídicas. Lo que una cárcel tiene de cárcel no es ninguno de sus componentes materiales, ninguna de sus formas técnicas, sino lo que tiene de servir como elemento coercitivo para el cumplimiento del orden —242→ jurídico, según lo determinado en este. Lo que el juez tiene de juez, lo que el gendarme tiene de gendarme, no es ningún componente real de esos seres humanos, sino la especial calificación de que están investidos por el ordenamiento jurídico, es decir, el que éste los instituye como órganos suyos.
Se habla de un poder del Estado refiriéndose a un substrato real del mismo, ajeno al Derecho; pero esto -dice Kelsen- es inexacto. ¿Dónde está el poder del Estado? En última instancia, eso que se llama poder del Estado no es una fuerza material sino una fuerza psicológica, a saber, el hecho de que determinados hombres -legisladores, funcionarios, militares, gendarmes, ciudadanos, etc.- se comportan de determinada manera, a saber, se conducen cumpliendo las normas jurídicas. Ahora bien, ese poder psicológico, que constituye la urdimbre o textura de la realidad del Estado, consiste en la fuerza motivadora que sobre tales hombres ejercen las representaciones psíquicas de las normas jurídicas. Las normas jurídicas, tomadas en sí mismas, no son realidades, sino que son idealidades, significaciones normativas, ideas normativas, y, por tanto, seres irreales, espectrales, como lo son todas las ideas. Pero ocurre que los hombres se representan esas ideas, se representan en su conciencia dichas normas; y tales representaciones psicológicas -que son ya unas realidades- suscitan determinadas fuerzas anímicas, de adhesión, de miedo, etc., que son el motivo de unos comportamientos especiales: del comportamiento del funcionario que realiza los actos estatales previstos en el ordenamiento jurídico y que además lo desarrolla ulteriormente dentro del ámbito de competencia que el mismo le concede; del soldado que obedece la voz de mando de la persona instituida como superior por el Derecho; del ciudadano que acata y cumple los preceptos del orden jurídico; etc., etc. Todo ese conjunto de fuerzas psicológicas, suscitadas por la representación de las normas jurídicas es lo que constituye lo que se llama poder del Estado. El poder del Estado se resuelve, pues, en la fuerza psíquica motivadora de conductas, que es ejercida por las representaciones de los preceptos del ordenamiento jurídico. Pero todo eso es estatal, precisamente porque tiene como contenido lo jurídico.
Como quiera que el concepto de lo estatal coincide con el concepto de lo jurídico -dice Kelsen- la relación entre Estado y Derecho es una relación de identidad. Se trata de dos palabras para designar el mismo objeto. No son cosas distintas pero unidas de cierto modo; sino que se trata de la misma y única cosa; pues el supuesto dualismo entre Estado y Derecho es sólo una superflua —243→ duplicación del mismo objeto. Ocurre que la imagen de la personificación, que es meramente un medio auxiliar del conocimiento para entender con más facilidad este objeto, que es tan sólo una representación auxiliar para expresar la unidad en la multiplicidad de normas jurídicas, es indebidamente hipostasiada y convertida arbitrariamente en un supuesto objeto independiente. Y, así, esa superflua duplicación creó el problema aparente de la relación entre dos cosas, que, en el fondo, son una sola. Ahora bien, los problemas aparentes no pueden solucionarse satisfactoriamente, sino tan solo disolverse, es decir, desaparecer, porque en puridad no existen como problemas.
Muchos han sostenido que el Estado es el soporte, el creador y el protector del Derecho, y que, por tanto, cabe distinguir entre ambos, si bien se den íntimamente relacionados. Frente a esto, arguye Kelsen lo siguiente: para que haya norma jurídica es preciso que haya también una instancia de imposición coercitiva de la misma, porque de lo contrario no tendríamos una norma de Derecho, sino otra clase de norma. Ahora bien, esta trabazón entre la conducta preceptuada en la norma y la imposición coercitiva de la misma es lo que constituye la estructura lógica esencial del Derecho. Se trata de una relación lógica, de una conexión esencial. Pero ocurre que los dualistas han transformado indebidamente esta relación de condicionamiento lógico en una supuesta relación genética. No hay Derecho sin imposición coercitiva; no hay Estado sin norma Jurídica: esto expresa un ligamen lógico indisoluble; pero no expresa una relación genética entre distintas cosas. La estructura lógica del precepto jurídico, que consiste en la esencial trabazón entre la conducta debida y las sanciones contra su incumplimiento, no puede ser desintegrada de modo que se llame Derecho a la primera y Estado a la segunda. A los que pretenden que la relación entre Estado y Derecho consiste en que el primero crea al segundo y es su portador, se les puede replicar -dice Kelsen- que como el Estado está por definición sometido al Derecho, no puede ser pensado sin éste. Todos estos errores -dice Kelsen- se derivan de una falsa interpretación: de creer que el Derecho positivo existe aparte del Estado, cuando es éste mismo.
Todos los problemas de la teoría general del Estado son planteados y resueltos por Kelsen como cuestiones jurídicas, afirmando que éste es su único y peculiar sentido. La teoría del Estado -dice Kelsen- no se ocupa ni de estudios sociológicos (los cuales jamás pueden conducirnos a captar la esencia del Estado), ni de disquisiciones —244→ de carácter político, esto es, de la justicia o injusticia, conveniencia o inconveniencia de tales o cuales instituciones (lo cual pertenece a la Ética y a la Política). Todos los temas de la teoría general del Estado son cuestiones en torno a la validez o vigencia del orden jurídico. Mostraré algunos ejemplos de cómo Kelsen desarrolla su teoría general del Estado. El territorio, que era considerado por la mayor parte de los autores como un elemento real del Estado, es sencillamente la esfera espacial de la vigencia del orden jurídico, es decir, el espacio dentro del cual tiene validez un sistema jurídico positivo. El pueblo, que era también tenido por una de las realidades del Estado, es pura y simplemente la esfera humana de vigencia del orden jurídico. El poder del Estado no es más que la vigencia del Derecho. La soberanía queda reducida a una cualidad lógica del orden jurídico como totalidad, a saber: esta cualidad de soberanía consiste en que se trata de un orden jurídico supremo y total, cuya validez positiva no es derivable de ningún otro orden normativo superior. Designar a un sistema jurídico como soberano significa precisamente que se le quiere hacer valer como un orden total. Las cuestiones en torno a la centralización y descentralización, en torno a las federaciones, y en torno a las corporaciones autónomas, son problemas acerca de la articulación espacial y material de la vigencia del ordenamiento jurídico. El objeto de la doctrina sobre los poderes o funciones del Estado es la serie de los diversos grados escalonados de la producción del Derecho. Los órganos del Estado son situaciones en la producción del Derecho. Las varias formas de Estado son diversos métodos de producción del orden jurídico, al cual se llama en sentido figurado «voluntad del Estado».
Di alguna amplitud a la exposición de la doctrina kelseniana, por dos motivos. De un lado, ella ha contribuido con su crítica a esclarecer no pocas turbiedades del pensamiento anterior, y sobre todo ha contribuido a la necesidad de replantear con mayor agudeza y precisión una serie de temas. Aunque considero que la tesis kelseniana de la identificación entre Estado y Derecho entraña gravísimos errores y es, por tanto, inadmisible; sin embargo reconozco que la obra de Kelsen ha servido mucho en su parte crítica; y, sobre todo, ha suscitado la urgencia de revisar el planteamiento de muchos temas y de llevarlos a un plano más profundo y radical de lo que —245→ antes se había hecho. De otro lado, la doctrina que propondré como correcta ha sido elaborada precisamente como superación de la teoría kelseniana y a la vez también como superación del pensamiento anterior.
Será conveniente advertir, al comienzo de esta crítica, que Kelsen ha reducido toda la consideración del Estado a una consideración jurídica, alegando que los problemas sociológicos que solían incluirse en la Teoría del Estado (nación, pueblo, raza, determinación de los factores geográficos, procesos de formación de la opinión pública, formas de integración política, etc., etc.), son temas metajurídicos. Como así mismo califica de metajurídicas todas las cuestiones de valoración política. Unos y otros temas son tenidos por metajurídicos, porque no forman parte estrictamente del ordenamiento jurídico positivo: ya que los factores sociológicos, en la medida en que no han obtenido una expresión normativa coercitiva no forman parte del Derecho y por consiguiente tampoco del Estado; y porque, de otro lado, las disquisiciones políticas sobre los fines y los medios del Estado, o bien se han transformado en norma jurídica vigente, en cuyo caso pertenecen ya al Derecho positivo, o bien esto no ha ocurrido así, y en este caso no son Derecho positivo y no caen dentro del orden llamado Estado. Ahora bien, frente a esta reducción de lo estatal a los meros temas jurídicos -que Kelsen propugna- hay que formular la siguiente objeción. El Derecho en concreto, es decir, el ordenamiento jurídico-positivo está ahí, y es de una determinada manera y no de otra, y tiene este contenido y no aquél, y en él encarna una cierta significación estimativa, unos ciertos valores políticos, merced a la conjugación de una serie de elementos y factores en determinados procesos de realidad humana, procesos que tienen esencialmente peculiares sentidos políticos. Todos esos elementos y factores, que condicionan y determinan la gestación de un ordenamiento jurídico y su especial configuración, no son estrictamente Derecho, sino en la medida en que haya logrado una transcripción normativa, es decir, en la medida en que hayan sido traducidos a reglas de Derecho vigente; así, por ejemplo, un proceso de opinión pública en materia política no es Derecho, hasta que esa opinión ha conseguido ser transcrita en normas jurídicas vigentes. Mientras sea nada más que un proceso de opinión pública, todavía no triunfante, todavía no cuajada en normas jurídicas, no pertenece al sistema del Derecho, ni, por tanto, tampoco estrictamente al orden estatal. Pero posiblemente eso que hoy sea tan solo un movimiento de opinión pública se transformará mañana en un —246→ criterio oficial, que será llevado a nuevas normas jurídicas. Lo cual evidencia que esos procesos de opinión pública -como también otra serie de procesos sociales (de integración política, de carácter económico, etc.), procesos sociales, que, a fuer de humanos, tienen peculiares sentidos- condicionan y circunscriben el sistema del ordenamiento jurídico vigente. Y, por tanto, todos esos problemas deben ser tenidos en cuenta en una filosofía del Derecho y del Estado, la cual tendrá que tomar en consideración todos esos elementos que obran como supuestos y como enmarcantes del Derecho. Esos temas podrán exceder de una pura teoría jurídica estricta, porque ellos no constituyen todavía Derecho; y, por ello, podrán ser llamados temas metajurídicos; pero no pueden ser dejados a parte por una filosofía del Derecho y del Estado, porque precisamente esos elementos constituyen la entraña de la realidad social en la que se gesta el Derecho y para la cual se produce el Derecho. Dichos elementos y factores, por no constituir todavía Derecho (en la medida en que aún no hayan cuajado en normas jurídicas), podrán ser llamados, si se quiere, metajurídicos. Pero adviértase que si esa partícula meta denota que trascienden del perímetro del Derecho positivo vigente; en cambio, el calificativo jurídico, a que se antepone dicha partícula meta, expresa que se trata de algo que colinda con el Derecho, y, por tanto, de algo que guarda con éste una serie de relaciones próximas. La base sobre que se asienta un edificio y las ideas que lo engendraron no pertenecen sensu stricto a ese edificio; pero sin dicho fundamento y sin dichos planos, la construcción no puede ser levantada ni sostenerse, ni, por tanto, tampoco puede ser entendida y explicada totalmente sin atender a tales puntos de vista. Y, entonces, nos damos cuenta de que hay una especial realidad social, a saber la realidad estatal, que crea, fórmula, da vida y circunscribe al Derecho.
Hecha la advertencia preliminar que antecede, y que puede servir como primer punto de vista crítico frente a la doctrina kelseniana, vamos ahora a examinar ésta más detenidamente, y, al propio tiempo, a fundamentar un concepto de lo que el Estado es y contiene.
En la doctrina de la identidad entre Estado y Derecho, hay mucho de erróneo y de inadmisible, como habrá barruntado ya el lector. Pero no todo en ella es inexacto. En términos generales, el Estado no coincide ni mucho menos con el sistema normativo del orden jurídico vigente, según explicaré muy pronto en las próximas páginas. Pero, en cambio, desde el puro y exclusivo punto de —247→ vista jurídico, es verdad que no hay más Estado que aquél que se expresa en el sistema del Derecho vigente. Es decir, para el jurista en el sentido estricto y rigoroso de la palabra, situado exclusivamente en el punto de vista jurídico, la esencia del Estado es el sistema del Derecho vigente, y, por tanto, coincide con éste. Para el jurista el Estado existe sólo en tanto y cómo se expresa en el ordenamiento jurídico, y de ninguna manera como poder social, ni como complejo de fuerzas históricas, ni como nación, ni como opinión pública, ni como condicionantes económicos, ni como proceso de integración política, etc. Para el jurista el Estado existe única y exclusivamente como sujeto y objeto de las normas jurídicas vigentes; es decir, como sistema de todos aquellos actos, que en el ordenamiento jurídico están atribuidos a la unidad de éste, en suma, atribuidos al Estado. Para la estricta consideración jurídica, no cabe distinguir entre Estado y Derecho, ni preguntarse por la prioridad de éste o de aquél, porque uno y otro son meramente dos modos o aspectos diversos de un mismo ente; son tan solo distintos puntos de vista sobre una misma cosa. Así, por ejemplo, la legislación, considerada como actividad, nos aparece como Estado; y, en cambio, vista como resultado, es decir, como ley, como producto o contenido de aquella actividad, recibe la denominación de Derecho. Entendida como orden ordenador es Estado; como orden ordenado es Derecho. Así, pues, para el punto de vista exclusivamente jurídico, el Estado es el Derecho como actividad normante; y el Derecho es el Estado como situación normada. -Es posible que dentro del mando estatal se produzcan alguna vez fenómenos de arbitrariedad; pero éstos no pueden ser tomados como estatales por el jurista. Cuando el jurista se halle frente a un mandato arbitrario -puramente tal, es decir que no sea algo que merezca otro calificativo, (v. g. delito, ilegalidad contra lo cual se puede apelar ante una instancia superior)- no puede tomarlo como estatal, precisamente porque está fuera del sistema del Derecho vigente. Ese fenómeno de arbitrariedad representará para el jurista la irrupción de un hecho de nuda fuerza bruta, que no puede adscribir al Estado, sencillamente porque no hay ninguna norma jurídica a virtud de la cual dicho acto pueda ser imputado al Estado. Para el jurista, el Estado es sencillamente la unidad de los órganos de creación y aplicación del Derecho; y no otra cosa, que no puede tener cabida dentro del sistema jurídico. Para el jurista no hay otro Estado que aquél que aparece previsto y dibujado en el ordenamiento vigente.
Para que la afirmación que antecede sea comprendida correctamente —248→ y se eviten posibles interpretaciones equívocas, convendrá que haga algunas advertencias.
En primer lugar, repetiré que esta equivalencia entre Estado y Derecho se produce tan solo dentro del ámbito doméstico de la esfera jurídica; es decir, no quiere expresar que la existencia del Estado se agote en el orden del Derecho vigente; no quiere sostener que no haya un complejo de realidades estatales; sino que pura y simplemente denota que para el Derecho no hay más Estado que aquel que está determinado en sus propias normas.
En segundo lugar, nótese que esta ecuación (de mero alcance jurídico) entre Estado y sistema de Derecho positivo, se refiere exclusivamente al ordenamiento jurídico vigente; y no pretende -como algunos han interpretado torcidamente- que no haya medidas de carácter ideal para enjuiciar las normas positivas. No se trata, en modo alguno, de afirmar que no exista más criterio jurídico que el producido por el Estado, negando normas ideales o valores jurídicos. Tampoco se trata de desconocer los fenómenos de efectiva gestación de normas jurídicas mediante la costumbre y por los entes colectivos de vida autónoma. Con respecto a lo primero hay que decir que la equiparación jurídica entre Estado y Derecho no supone de ninguna manera que por encima de la positividad no haya criterios valoradores e ideales políticos para la crítica de las normas existentes y para proceder a su reelaboración y reforma en un sentido más justo. -De otro lado, precisa llamar la atención sobre lo siguiente: la equiparación entre Estado y Derecho positivo no quiere decir que el contenido de toda norma jurídica vigente haya sido real y efectivamente elaborado por un órgano oficial del Estado; pues es bien patente que eso no ocurre ni con las reglas del Derecho consuetudinario, ni con las establecidas por las partes en un contrato, ni con los estatutos elaborados por una asociación, etc. Pero esas normas (consuetudinarias, contractuales, institucionales, etc.), sin embargo, valen como voluntad del Estado, y sólo por eso son consideradas como preceptos jurídicos vigentes. La equiparación implica tan solo que para que una norma pueda ser considerada como Derecho vigente es necesario que pueda ser encajada dentro del sistema unitario del orden jurídico y referida a una instancia común que dé validez a todas las normas; es decir, referida a la voluntad del Estado, en sentido formal, aunque de hecho no haya sido elaborada por ninguno de los órganos estrictos de éste. Ya expliqué en el capítulo anterior, que la voluntad del Estado, como punto común de legitimación de todas las normas vigentes, —249→ no ha de ser concebida como un fenómeno real, sino que constituye simplemente una construcción normativa, que expresa el término central de todos los actos que tienen virtualidad establecedora de reglas de Derecho. Cuando concebimos la voluntad de las partes en el contrato como voluntad del Estado, no afirmamos una realidad, pues de hecho las partes elaboran con independencia de la actividad estatal unas reglas; pero, para que esas reglas puedan ser tenidas como normas jurídicas vigentes dentro de un sistema de Derecho positivo, es preciso referirlas a la unidad de éste, o, lo que es lo mismo, a la voluntad del Estado. -Que determinados actos valgan como actos de un sujeto diverso del individuo que los realiza, tan solo es posible merced a una imputación especial. Lo que se llama voluntad del Estado -según ya expuse- consiste, desde el punto de vista jurídico, en lo siguiente: una serie de actos realizados por determinados hombres (órganos) son atribuidos a un sujeto ideal supuesto tras de ellos (Estado). La pregunta sobre cuáles son los hombres que tienen el carácter de órganos del Estado y sobre cuáles son los actos de los mismos que deben imputarse a éste, se contesta remitiéndonos sencillamente a la norma jurídica que es la que lo determina. Ahora bien, la estructura jurídica de esta relación no se coloca en el ser del Estado, como entidad real, sino que (jurídicamente) el Estado es tan solo un punto ideal de convergencia, al cual deben referirse todas las determinaciones jurídicas que pertenecen a un sistema.
En el sentido que acabo de exponer, se dice que para el jurista, estrictamente como tal, es decir, para el puro punto de vista jurídico, el Estado se agota en el sistema del Derecho positivo vigente.
Pero la afirmación que antecede de ninguna manera implica que por eso quede totalmente identificado el Estado con el sistema normativo del Derecho. Se trata de un aserto puramente doméstico de la consideración jurídica; pero no de un concepto plenario del Estado. Por la sencilla razón de que el sistema del orden jurídico vigente, en un determinado lugar y tiempo, no es un sistema de ideas puras y absolutas con validez en sí y por sí -como pueda serlo por ejemplo el sistema de las ideas matemáticas- sino que es una obra humana histórica; y, además, una obra que, para que siga existiendo como algo real, precisa que sea vivida efectivamente por una sociedad; y, añádase a esto, que el orden jurídico vigente no es algo quieto y estático, sino que es algo sujeto a procesos de renovación y de cambio. El Estado como sistema normativo, como ordenación jurídica, no es un producto mágico, que esté ahí —250→ traído por arte de encantamiento, que haya surgido milagrosamente; sino que es una especie de precipitado o de expresión normativa de una serie de acontecimientos de vida social; es, en suma, el resultado de un conjunto de fenómenos reales de integración colectiva con un especial sentido, a saber, con un sentido político; con el sentido de organizar un mando supremo y con dimensiones de legitimidad.
Gracias a tales procesos reales de integración colectiva, surge el Estado (cada uno de los Estados concretos e históricos) con una determinada base, con una determinada estructura y con un determinado contenido. Pero, además, como el Estado no es algo quieto, sino algo actuante y siempre en reelaboración y cambio, esos movimientos se producen por la acción de los hechos sociales históricos, como efecto de una determinada realidad colectiva. Es decir: el Estado, como ordenamiento jurídico positivo, se produce inicialmente, se sostiene, vive y evoluciona, caduca y es sustituido -bien normalmente, o bien con solución de continuidad (revolución, etc.)- merced a los procesos reales de integración de los factores efectivos que constituyen la sociedad jurídica y merced a los fenómenos de voluntad preponderante en ésta.
Adviértase que, por de pronto, la separación radical entre la región normativa y el mundo de los hechos reales -propugnada por Kelsen- falla necesariamente en la base del sistema. La base del sistema es la llamada norma fundamental o constitución en sentido lógico-jurídico, la cual ya no se apoya sobre un precepto jurídico; Kelsen dice que ya no es propiamente positiva sino hipotética. Ahora bien, llegado a este punto, quiebra la pretendida autonomía lógica del sistema normativo-jurídico frente a la realidad social; y quiebra, porque, para que podamos suponer como vigente un sistema de Derecho, es menester forzosamente que haya una realidad social que apoye de hecho a ese sistema y que efectivamente corresponda a él -por lo menos en una cierta medida mínima-. Porque sin que se produzca un fenómeno de voluntad social preponderante a favor de un determinado sistema jurídico, no se puede considerar que éste haya nacido realmente; es decir, no podemos formular la norma fundamental hipotética, que va a ser la base de todo el sistema jurídico. Si una ordenación no consigue eficacia ninguna en la realidad, si en su mayor parte no cobra efectividad, si no es cumplida general y ordinariamente, entonces no puede ser supuesta como positivamente vigente. Cierto que Kelsen reconoce esto, cuando dice que, para admitir la dimensión de vigencia o positividad de un —251→ determinado sistema jurídico, es preciso que la conducta de los hombres a quienes se dirija coincida efectivamente, por lo menos en cierto grado mínimo, con el contenido de las normas de sistema; es decir, que la positividad o vigencia del Derecho requiere un mínimo de facticidad. Pero Kelsen, a pesar de tal reconocimiento, no cae en la cuenta del decisivo alcance de esta observación; pues no llega a comprender que esto aporta la prueba definitiva de que el sistema jurídico se apoya por fuera, en cuanto a su primera base, en. cuanto a su fundamento radical, sobre un hecho de poder colectivo, sobre una realidad humana; y que, por consiguiente, la elección o suposición de la norma fundamental ya no es un momento que pertenezca a la lógica jurídica o teoría pura del Derecho, sino que es algo derivado de unos hechos sociales, efectivos. La positividad o vigencia se funda en una facticidad. Y, así, resulta que el teórico del Derecho no tiene libertad para elegir la norma fundamental o constitución lógico-jurídica, que le permita construir, es decir, sistematizar el orden jurídico positivo o vigente; sino que su decisión en este punto viene condicionada por el resultado de unos hechos sociales, a saber, por los hechos de poder colectivo predominante; y, así, tiene que suponer como norma fundamental la que se deriva de esos hechos. Con esto, resulta que la construcción del sistema del orden jurídico no es una construcción autónoma, pura, sino una postconstrucción de ciertos fenómenos. Y así se muestra que todo el sistema jurídico queda condicionado por, una base sociológica75. Para mantener la pureza del sistema normativo, sería preciso que su base primera (su norma fundamental), fuese una pura idea perteneciente al reino de los valores, con validez ideal en sí y por sí, independiente de todo hecho; o expresado de otro modo, sería preciso que su vigencia no derivase de ningún fenómeno real contingente, sino de la intrínseca rectitud o justicia de la norma. Pero ocurre que la vigencia efectiva de un sistema jurídico no es una expresión, de su intrínseca justicia, sino que es efecto de su positividad, de su facticidad. Y esto nos lleva a lo que Kelsen no ha querido ver: nos lleva a que la primera constitución o norma fundamental de un sistema jurídico es una realidad de poder social.
El Estado como sistema normativo, es decir, como sistema del Derecho vigente, está basado, mantenido y condicionado por un complejo de fenómenos sociales. Lo que constituye y actúa como fundamento real, sociológico, del Estado es un fenómeno de poder colectivo, que constituye la resultancia efectiva de las voluntades de los hombres que lo componen. Ese fenómeno real de poder consiste —252→ en la existencia de una unidad efectiva de decisión suprema sobre la regulación de la vida común. No se trata de una voluntad colectiva entendida místicamente, como una entidad aparte e independiente de los hombres que componen el Estado y de sus voluntades singulares; no se trata de suponer fantasmagóricamente un alma real de la sociedad, -al modo arbitrario como lo hizo el romanticismo-; no se trata de un espíritu colectivo aparte y distinto de los individuales; sino que se trata tan sólo de una efectiva resultante unificada de la conjunción de fuerzas que integran la comunidad política. Entre todas las voluntades particulares, -muchas veces diversas y aún contradictorias- surge un proceso, del cual fluye una determinada dirección unitaria, que aparece como resultante decisiva, como producto último individualizado y formado a través de todos los mecanismos sociales que integran la trama y el dinamismo de la colectividad política. Así, pues, la norma fundamental del Estado como Derecho, como sistema del orden jurídico vigente, es la expresión normativa del hecho de la resultante de voluntad que encarna en el poder predominante. Todo el edificio jurídico-positivo en su base descansa sobre aquella realidad social que constituye la instancia suprema de decisión colectiva.
No se interprete lo que acabo de exponer en el sentido de una consagración de la fuerza física como último fundamento del Derecho. Éticamente el Derecho necesitará fundarse siempre en razones de valor; deberá justificarse estimativamente en títulos ideales. Cuando carezca de éstos, nos hallaremos frente a un ordenamiento que pudo o puede tener positividad, pero que carecería siempre de justificación, y por ende, representaría algo monstruoso y abominable. Pero ahora no se trata de este problema de la justificación ideal del Derecho -que examinaré en la última parte de este libro, consagrada a la Teoría de los valores jurídicos-; no se trata ahora de la radical legitimación valoradora del Derecho; no se trata de una cuestión de estimativa; se trata de algo diferente: se trata tan solo de explicar la vigencia histórica de un determinado Derecho positivo, o, lo que es lo mismo, la realidad de un Estado. Ahora bien, la historia nos ofrece múltiples ejemplos de Estados que han sido o que son y que, sin embargo, desde el punto de vista estimativo los consideramos como detestables, como algo que no hubiera debido ser. Desde el punto de vista valorativo negaremos validez y justificación a tales Estados monstruosos; los tacharemos de patológicos, anormales, injustos; pero no podremos negar su realidad histórica. La comprobación de que existe un determinado Estado y la construcción —253→ teórica de su sistema jurídico son independientes del juicio que nos merezca este régimen desde el punto de vista crítico, es decir, desde el punto de vista de su justificación según el ideal jurídico. Se puede reconocer la realidad de un determinado Estado y, por tanto, la vigencia de su sistema jurídico; y, no obstante, considerar que, porque es injusto y porque no responde a las aspiraciones sociales, debemos procurar su derrocación para establecer mañana un Estado más justo.
Pero aun situados en el plano que acabo de indicar, es decir, en el plano del conocimiento de las realidades y no de la estimación crítica, también debe evitarse el error de interpretar el fenómeno de poder social predominante como pura relación de violencia material. El poder social es cosa muy distinta de la fuerza física. Aun cuando el poder social aparezca manejando resortes de fuerza corporal y mecánica, éstos no constituyen la raíz del mismo, sino meros instrumentos que maneja el poder, por ser precisamente poder social, ya que de otro modo no los tendría a su disposición. En definitiva, el poder social se funda sobre factores de conciencia. No consiste puramente en la posesión de vigor corporal, de armas y de otros elementos materiales, sino en la obediencia de las personas que manejen las armas y que acepten el dinero como medio de pago. Todo poder social se apoya, en último término, en el reconocimiento del mismo por quienes a él se someten. Sin embargo, hay que registrar que a veces ocurre por desgracia el hecho de que el dominador político, explotando la fuerza que le proporciona una organización rígida, logra la sumisión forzada de una colectividad cuyos componentes le son hostiles en mayoría; y ocurre así porque el dominador posee el resorte de la disciplina, la fuerza de la inercia que se da a una organización, resortes de los cuales carecen los individuos aislados, de modo que éstos son llevados a servir de instrumento de aquel poder, que repudian en el fondo de su conciencia. Pero estos casos de poder social no elaborado ni apoyado efectivamente sobre la auténtica realidad social, sino logrado bien por la violencia, bien por la argucia de una organización que anula las oposiciones -en cuanto impide que estas se conecten- llevan dentro de sí el germen de su inevitable derrumbamiento. Cuando se da un radical divorcio entre el poder que triunfó por la fuerza -o que se mantiene artificiosamente- y el sentir auténtico de la comunidad nacional, entonces ese poder está condenado a marchitarse, cuando no a derrumbarse estrepitosamente. Como dice José Ortega Gasset «el Estado es, en definitiva, el estado de la opinión pública: —254→ una situación de equilibrio, de estática. Lo que pasa es que a veces la opinión pública no existe. Una sociedad dividida en grupos discrepantes, cuya fuerza de opinión queda recíprocamente anulada, no da lugar a que se constituya un mando. Y como a la naturaleza le horripila el vacío, ese hueco que deja la fuerza ausente de opinión pública, se llena con la fuerza bruta»76. Pero, normalmente, mando significa prepotencia de una opinión; por tanto, de un espíritu. Mando a la postre no es otra cosa que poder espiritual. Así, pues, cuando se dice, en tal fecha y lugar manda tal hombre, tal grupo, equivale a decir, en tal fecha predomina tal sistema de opiniones (ideas, preferencias, aspiraciones, propósitos)77. Salvo el caso en que, al no haber una situación de opinión auténticamente predominante, lo que se da es el caos social, y entonces, la fuerza bruta de unos aventureros venga a imponerse por la nuda violencia.
Así, pues, esta ley de la opinión pública como ley de la gravitación histórica -teniendo en cuenta los casos de ausencia- puede formularse con la añeja y verídica frase: no se puede mandar contra la opinión pública.
Ahora bien, refiriéndonos a algunas realidades de nuestro tiempo convendría hacer la siguiente observación; esta ley de que a la postre se impone la opinión pública es siempre válida: pero puede variar considerablemente el plazo de su cumplimiento. En todo el pasado histórico, desde los tiempos más remotos hasta hace unos veinte años, se ha cumplido siempre y en términos bastante breves y rápidos. Pocas veces, hasta hace veinte años, se ha registrado el fenómeno de que un mando político contrario a la opinión pública predominante haya durado largo tiempo. Todas las tiranías, que fuesen real y efectivamente tales, se derrumbaron en corto período de tiempo. A gentes ingenuas, que apliquen a tiempos pretéritos la óptica que ellas tengan en el momento en que viven, se les habrá podido ocurrir la necedad de juzgar determinadas situaciones del pasado como «opresiones»; pero a poco que se pierda esa ingenuidad, se cae en la cuenta de que esos regímenes, que hoy pudieran antojársenos como tiránica opresión, eran en su época auténtico y normal resultado de la opinión pública preponderante. De otra manera no habrían podido subsistir largamente, máxime si se tiene en cuenta que todos los instrumentos materiales de coerción de que podían disponer eran muy endebles y escasos, hasta el punto del mayor acopio de esos instrumentos no hubiera podido resistir la embestida de un motín de gentes inermes, si ese movimiento hubiera representado la auténtica opinión pública predominante. —255→ Pero hoy, en los tiempos actuales, ocurre que la realización de esa ley de gravitación de la opinión pública puede sufrir un considerable retraso en su cumplimiento, debido a un nuevo hecho que ha irrumpido en nuestra época: la pavorosa potencialidad de la técnica mecánica aplicada a las armas. Los efectos destructores de las ametralladoras, tanques, gases asfixiantes, etc., son de tal calibre, que quien disponga hoy de la posesión de estos instrumentos, podrá mantenerse en el poder un tiempo muchísimo más largo de lo que hubiera ocurrido en otros tiempos, sólo por la fuerza bruta. Aun cuando desde luego, a la postre, habrá de sucumbir bajo el imperio de una situación de opinión pública auténtica.
Ahora bien, aun expresadas las reservas que anteceden, queda como realidad normal del Estado el hecho del mando de la opinión pública, que es el que produce la instancia unitaria de decisión, sobre la cual se basa el ordenamiento normativo. Sobre esta base efectiva de realidad social se apoya el sistema normativo del Derecho.
Pero la realidad del Estado como complejo de fenómenos sociales, la hallamos no tan solo en la base fundadora y condicionante del sistema normativo, sino, además, también la encontramos actuando dinámicamente en el mantenimiento y desarrollo del Derecho en todos sus grados. Los procesos reales de voluntad social obran no sólo como cimiento de la norma fundamental o constitución primera de un sistema jurídico, sino también influyendo en su desarrollo dinámico. Pues un orden jurídico, concebido rigorosamente bajo la forma sistemática de una jerarquía graduada o escalonada de normas y de competencias, no es, mientras está vigente, un producto fósil, un cuadro estático; sino que, por el contrario, es un mecanismo en movimiento, que va innovando y reformando algunas de sus partes y creando nuevas formas. Todo ello, dentro de una sistemática de pura lógica jurídica, puede ser construido o explicado formalmente mediante la teoría de las delegaciones sucesivas -que partiendo de la norma fundamental o constitución originaria van a parar, a través de múltiples instancias, hasta las normas individualizadas (sentencia judicial, resolución administrativa). Ahora bien, adviértase que este sistema formal de delegaciones escalonadas, no es un sistema vivo, que posea dentro de sí mismo la fuerza efectiva de su dinamismo; antes bien, se pone en movimiento merced a la acción de fuerzas espirituales efectivas. Esas fuerzas espirituales son las que, dentro de los márgenes del sistema jurídico, determinan y configuran los contenidos de éste. Muchos órganos del Estado -sobre todo el legislativo y también el reglamentario- disponen de una —256→ anchurosa esfera de facultades discrecionales para dictar las normas cuyo establecimiento se les confiere. Y así pues, el problema del por qué, (dentro de todo el repertorio posible de determinaciones que permite la esfera de competencia establecida por el ordenamiento), el órgano estatal elige una de ellas y no otra es una cuestión que escapa por entero a la teoría pura del Derecho. Este problema sólo puede ser abordado por estudio sobre los factores sociales concretos que condicionan la decisión y sobre las ideas políticas que la inspiran, entendidas no sólo como ideas, sino como convicciones colectivas vigentes. El legislador, dentro del margen de discrecionalidad que le confiere la constitución, dicta una ley con determinado contenido y no con otro, sencillamente porque, en la constelación de los factores político-sociales, fue ésta la orientación que triunfó. Así, pues, esta ley que ha sido elaborada dentro del margen constitucional, tiene en su origen, en cuanto a su contenido concreto, en un proceso social de carácter político, en un entrecruce de necesidades sociales y de aspiraciones. Piénsese, por ejemplo, que dentro de una misma constitución y con estricto respeto de la misma pueden gobernar lo mismo un partido avanzado que un partido moderado. Que ocurra lo uno o lo otro es algo que no puede explicarse por la pura teoría del Derecho; es sencillamente efecto de que en las elecciones para el Parlamento triunfe éste o aquél partido; pero esto constituye un hecho social de carácter político; en suma, es un hecho, que forma parte de la realidad del Estado, y que no es reductible al perfil normativo del Derecho anterior; porque significa la determinación que se opera dentro del margen de éste, a favor de uno u otro contenido, por virtud de algo que no depende del sistema normativo. Es algo que procede de la realidad social-política. Y lo mismo podría decirse respecto de las determinaciones que otros órganos estatales tomen dentro de la esfera de su competencia: que entre las varias normaciones posibles, un Ministro elija una determinada y no las demás es algo que se explica no por el esquema formal del orden jurídico -en el que se consagra su competencia discrecional- sino que es algo que se funda en la realidad de una situación social-política. Resulta, pues, que por debajo del Estado sensu stricto -como orden jurídico vigente- existe una realidad social que lo produce inicialmente, que lo mantiene después, que lo reelabora sucesivamente, y que lo condiciona en todo momento. El Derecho aparece, por lo tanto, como una especie de precipitado normativo de esa realidad social. El Derecho es la cristalización en forma normativa de una serie de procesos de vida colectiva. Y, por eso, —257→ podemos legítimamente hablar de una realidad sociológica del Estado, que es la que crea, mantiene, vitaliza y desarrolla al Derecho.
Ahora bien, entiéndase que esa realidad del Estado, no es una realidad natural; no es física, ni biológica. Tampoco es un espíritu substante: ni es un alma colectiva a la manera en que la suponía el misticismo romántico, ni es un espíritu objetivo, existente en sí y por sí, como pretenden los hegelianos. Es sencillamente una realidad humana: un conjunto de relaciones humanas, de constelaciones humanas, una serie de formas de vida objetivada colectiva y, al propio tiempo, la serie de los procesos dinámicos en que se producen esas formas y en que se gestan otras nuevas, al correr de la historia. Y, a fuer de tales hechos humanos, no pueden ser estudiados por medio de una explicación puramente causal -según pretendía la vieja Sociología-; sino que, por el contrario, como se trata de hechos humanos con sentido, tienen que ser comprendidos a la luz de éste. Y el sentido de los hechos que constituyen la realidad del Estado es un sentido político.
Mas es preciso advertir, que si bien los hechos estatales están llenos de significación y sólo a la luz de ésta pueden ser entendidos, sin embargo, el Estado no consiste tan solo en un conjunto de significaciones, es decir, de ideas, sino que constituye una realidad, a saber una realidad compuesta por vidas humanas, que se comportan de un determinado modo. Por eso, la teoría del Estado, que no es una ciencia natural, tampoco es una ciencia del espíritu o del logos, sino una ciencia de las realidades sociales en las cuales se producen sentidos normativos jurídicos.
Y, siguiendo la inspiración de Hermann Heller, se puede decir que hallamos al Estado como algo real, pero de cuya realidad forma parte el hombre. Es Estado, lo mismo que los demás entes sociales, es un conjunto de formas de vida humana, creadas y realizadas por los hombres. De un lado, está compuesto por vidas humanas; y, por otra, parte, las condensaciones de los procesos sociales que integran el Estado actúan sobre el destino de esas vidas. Dentro de ese complejo de formas sociales, vividas y renovadas por la acción constante de los hombres, se encuentran éstos, integrando con sus conductas la realidad del Estado. En definitiva el Estado consiste en un complicadísimo conjunto de formas de vida humana entrelazadas. Como ha mostrado agudamente con su análisis Leopoldo Wiese78, el Estado -al igual que las otras corporaciones- se reduce a una trama movediza de relaciones y de procesos interhumanos; en definitiva, podríamos decir que se reduce a formas de vida colectiva y a procesos —258→ sociológicos en que advienen dichas formas. Y, así, el Estado se presenta como una condensación o hacinamiento de procesos sociales, que se repiten en determinadas figuras y complejos, y que son efectivamente vividos por los hombres que en él participan. Esos hacinamientos constituyen a manera de unos tejidos de fuerzas humanas: energías humanas amontonadas y entrelazadas, cuya densidad y persistencia se debe al efecto de la combinación y de la organización. Pero, entiéndase bien que esa realidad del Estado no es una realidad substante, no constituye una cosa, que esté ahí fuera de nosotros e independientemente de nosotros. En definitiva, la subsistencia de esa realidad depende de que haya hombres que la quieran eficazmente. Sin la aquiescencia y la colaboración de los hombres, que viven las formas estatales, desaparecería la realidad del Estado. El Estado es un conjunto de formas de vida humana objetivada; pero la realidad del Estado no consiste únicamente en esas formas, sino en el hecho de que tales formas sean vividas efectivamente por los hombres. Y, además, ocurre que los hombres no tan solo se limitan a vivir, mejor dicho, a revivir esas formas, sino que además aportan innovaciones que decantan en nuevas formas colectivas. Y de tal manera el Estado va transformándose, y se presenta como algo que deviene en el proceso histórico. Así, pues, gran parte de las formas y de los procesos, estatales son constantemente reaprehendidos por los hombres, bien limitándose éstos a revivirlos, bien procediendo a su renovación. La realidad del Estado consiste pues en una actualización funcional.
Los procesos sociales que crean, mantienen y renuevan las formas estatales son procesos de integración de sus miembros. Y estos procesos confluyen a formar una unidad superior -que cristaliza en la construcción de la unidad del orden jurídico-.
Pero antes de examinar el proceso y la cristalización de esa unidad del Estado, conviene hacer algunas consideraciones complementarias, que aclaren definitivamente la no substantividad del Estado y que a la vez expliquen el porqué de la colosal fuerza que ejerce sobre los hombres. Ya he expuesto que la realidad del Estado se reduce a un conjunto de formas de vida colectiva, que son efectivamente vividas por los hombres; y que, por tanto, el Estado no es ni una cosa de la naturaleza, ni tampoco un espíritu. Es de todo punto erróneo creer que el Estado es un sujeto que actúe él por sí mismo, que además posea una vida independiente y que sea capaz de engendrar por sí propio y por su exclusiva cuenta nuevas formas sociales. Nada de eso es cierto, antes por el contrario es notoriamente —259→ erróneo. En realidad, quienes actúan son siempre los hombres de carne y hueso. Esos hombres, en tanto que miembros del Estado y formando parte de su realidad, actúan imbuidos por las representaciones de las formas de comportamiento colectivo-estatales, y, por tanto, integrando de esa manera la realidad del Estado, y actuando por cuenta de éste y para éste. Pero, repito que son los sujetos individuales quienes actúan siempre, si bien lo que hacen no sea algo individual, sino algo estatal. Ahora bien, a pesar de esto, se explica la fuerza imponente que el Estado ejerce sobre los hombres, (hasta el punto de que parezca que constituye algo ajeno a éstos, algo así como una magnitud independiente, contra la que nada o poco pueden los hombres), porque en el Estado se condensan las fuerzas de un sinnúmero de sujetos, cuya totalidad resulta inabarcable para la conciencia y para la acción de un individuo. Y, además, ocurre que el mismo individuo que trata de enfrentarse con el Estado se encuentra actuando -acaso sin darse cuenta- bajo el influjo de la representación de éste, y, por tanto, como un elemento integrador de la realidad estatal.
He apuntado que el Estado representa una unidad colectiva, que cristaliza en el ordenamiento jurídico. Ahora bien, nótese que esta ordenación -como en general todas las ordenaciones vigentes de la conducta- constituye una unidad social, no tan solo en tanto que normatividad, sino también en tanto que normalidad, es decir, en tanto que regularidad efectiva, en tanto en cuanto produce una organización. En este sentido, la realidad objetiva de la unidad social organizada se funda en un poder unitario; es decir, la organización surge cuando existe una instancia establecida para resolver los casos no predeterminados o que ofrezcan duda y para lograr que sus mandatos sean obedecidos. La organización de esa instancia es la que constituye de hecho la realidad de la unificación del ordenamiento social. Precisa de todo punto esa instancia de decisión, porque el ordenamiento jurídico, lo mismo como normatividad que como normalidad regular y efectiva, basta tan solo para la resolución de los casos ordinarios y previsibles, pero no es suficiente para determinar cual debe ser la conducta social ante el acontecimiento inesperado. Por eso, es menester que haya una instancia de poder, como rectora de la organización social, para determinar e imponer la decisión pertinente.
Ahora bien, ¿cómo se constituye de hecho, real y efectivamente, la unidad de la organización social, que encarna en el Estado? Esta cuestión no ha podido ser resuelta en modo alguno ni por —260→ el pensamiento místico de la teoría monárquica, ni por los peregrinos ensayos de la geopolítica, ni por los grotescos dogmas racistas, ni por el intento de explicarla como producto de la lucha de clases. Abarcando la totalidad de los procesos que integran el Estado, y en los cuales éste se constituye como tal, podría decirse que la unidad del Estado ha de entenderse como una unidad de decisión actuante y eficaz, que ha conseguido formarse de modo real y concreto a través de una serie de procesos sociales. Estos procesos sociales aparecen condicionados en parte por factores naturales; más decisivamente influidos por otras ordenaciones colectivas; y configurados en definitiva y con precisión por los órganos estatales instituidos por el Derecho. Hay factores de la naturaleza que en algún modo pueden ejercer influjo sobre la configuración de las actividades humanas que integran el Estado. Y entre esos factores naturales, habría que mencionar especialmente los geográficos. Los elementos geográficos no son jamás determinantes unívocos de las estructuras sociales, pero en cambio pueden constituir condiciones (positivas o negativas) de determinadas contexturas sociológicas. Así, pues, tales factores geográficos de ninguna manera bastan ni para crear ni para explicar la unidad efectiva del Estado, ya que siendo el Estado una realidad humana, no puede ser nunca considerado como un fenómeno de la naturaleza; pero dichos elementos geográficos, pueden constituir condiciones que ejercen algún influjo en las actividades humanas; ya que, por ejemplo, la vecindad en un territorio cabe que estreche las relaciones sociales, las coordine, las homogeneice, y determine la adopción de determinados módulos de conducta frente al exterior. Los procesos y las situaciones propiamente sociales ejercen una influencia de mayor alcance en la formación de la unidad estatal; así, p. e., la entidad social de la nación, que constituye una forma de comunidad, la cual entraña ya en sí misma una unidad. Mas con la existencia de la nación no tenemos todavía el Estado. Para que surja el Estado precisa que se produzca la unidad del ordenamiento normativo, que se obtiene mediante la organización de las instancias estatales, según lo determinado en el sistema del Derecho. Pero, a su vez, la base fundamental del sistema del orden jurídico positivo hemos visto que mana y se apoya en una resultante de voluntad social. Adviértase que de ninguna manera hay que entender esa voluntad social predominante, como un fenómeno espiritual colectivo, como una voluntad independiente y aparte de las voluntades de los hombres que integran el Estado. Tal concepto constituiría un tremendo dislate, contra el cual he aducido ya en —261→ este libro suficiente número de razones. No se trata en modo alguno de esto; se trata de algo muy diverso, a saber: de que entre todas las voluntades de los hombres que integran el Estado -muchas veces diversas y contradictorias-, al contrastarse entre sí, se combinan, y de ello surge un proceso en el que se fragua una resultante real unitaria, que es la que se impone efectivamente. A través de todos los procesos que integran la realidad social del Estado, se va individualizando esa instancia decisiva, de la cual deriva la base fundamental del orden jurídico vigente y sobre el cual se apoya éste, lo mismo en su persistencia que en sus transformaciones. La voluntad de los sujetos que funcionan como órganos del Estado tienen el alcance y la significación de voluntad común, sólo porque y en tanto que puede contarse con que dispone de un modo regular del poder de los representados, los cuales la obedecerán habitualmente.
Ahora bien, nótese, que, desde el punto de vista sociológico, el hecho de que se obedezca ordinariamente al órgano del Estado es debido a que sus actos de imperio valen como resultantes de la voluntad común y son determinados positivamente por esta. Y esa voluntad común, aparece como una resultante sociológica efectiva, aun para aquellos individuos que se hallen en abierta oposición con la misma; porque si se limitan a repudiarla tan solo interiormente, sin hacer otra cosa, resulta que, a pesar de su disentimiento interior, de hecho con su conducta contribuyen a apoyar dicha voluntad estatal; y si se revuelven activamente contra ella, entonces caben dos posibilidades: o lograrán imponer su rebeldía, con lo cual se habrá gestado una nueva voluntad común; o fracasarán, en cuyo caso quedará inutilizada esa voluntad oposicionista79.
Y el mismo orden jurídico creado por esa resultante unitaria de voluntad colectiva contribuye a individualizar las ulteriores manifestaciones de la misma, mediante la organización de instancias.
Así, pues, -en discrepancia con Kelsen- subrayo que para entender plenariamente el Estado, precisa darse cuenta de que su expresión normativa en el ordenamiento jurídico está fundada inicialmente, mantenida sucesivamente y condicionada en sus desarrollos, por una realidad social, por unos hechos de vida humana colectiva. Esos hechos, a fuer de humanos tienen un sentido, es decir, una dimensión de finalidad -motivaciones vitales y fines propuestos-; y consiguientemente en ellos se albergan unas intencionalidades de valor. Cierto que desde el punto de vista estrictamente jurídico, el Estado se expresa tan solo como Derecho y a través de Derecho. Pero aun cuando aislemos mentalmente esta expresión normativa —262→ y de ese modo concibamos el Estado como el sistema del orden jurídico vigente, es de todo punto necesario no seccionarlo de manera radical y definitiva de la realidad social que lo produce y mantiene, ni de su relación con las ideas de valor, que le dan su peculiar sentido, a saber, un sentido político.
En primer lugar, urge inquirir cuáles son los fenómenos sociales que pertenecen a la realidad del Estado. Pues ocurre, como es bien notorio, que el reino de los hechos sociales es muchísimo más extenso que la realidad estatal; es decir, que hay un sinnúmero de fenómenos de vida colectiva, que no pertenecen al Estado. ¿Cuáles son pues, los hechos sociales que constituyen la realidad del Estado? Pues bien, a esta pregunta contesto diciendo que pertenecen a la realidad estatal todas las relaciones, todas las situaciones y todos los procesos sociales, cuyo sentido intencional se refiere a lo jurídico. O dicho de otra manera, forma parte de la realidad estatal todo comportamiento que tiende a la creación de normas jurídicas, a su mantenimiento, a su modificación o a su derrocación. Así, por ejemplo, podemos decir que un puro movimiento colectivo, de una opinión artística o de una corriente científica, no está incluido dentro de la realidad estatal; pero, que, en cambio, pertenece notoriamente a ésta cualquier acto que influya o tienda a influir en la opinión pública acerca del gobierno, acerca de la conveniencia o inconveniencia de determinada institución jurídica; todo acto de cumplimiento o de incumplimiento del Derecho; todo propósito de conservar o de procurar la substitución de unas normas jurídicas, etc. Todos esos hechos y el sinnúmero de sus análogos tienen una dimensión estatal, precisamente en la medida en que apuntan hacia lo jurídico; porque son, en suma, ingredientes que influyen en la formación concreta del Derecho, en su mantenimiento, en su desarrollo o en su destrucción. Si se quiere, puede darse a estos hechos la calificación de metajurídicos; pero adviértase que esa calificación lejos de suponer una independencia absoluta frente a lo jurídico, implica por el contrario una referencia a ello. Y, así, esos factores metajurídicos serían aquellos elementos que, no perteneciendo estrictamente al orden normativo del Derecho, están, sin embargo, en contacto y dinamizándolo.
—263→Ahora bien, para precisar las relaciones entre la pura teoría jurídica del Estado y el estudio metajurídico del mismo, hay que advertir lo siguiente: mientras que el estudio jurídico puede hacer abstracción de aquellos elementos reales que no hayan logrado una estricta expresión normativa, y hacer también abstracción de la crítica política, y elaborarse de tal suerte como doctrina jurídica; en cambio, la filosofía del Estado y también la teoría general del mismo, que lo considera en sus raíces metajurídicas, no podrá eludir en ningún momento la constante referencia al ordenamiento jurídico, porque este constituye el perímetro delimitador de su objeto; ya que algo pertenece a la realidad estatal tan solo en la medida en que se refiere a la producción, a la conservación, a la realización y a la transformación del Derecho. Aunque la realidad efectiva del Estado abarque elementos metajurídicos, éstos entran en el ámbito de lo estatal tan solo en tanto en cuanto se refieren intencionalmente al Derecho; por ejemplo: porque o son afanes sociales que se aspira a satisfacer mediante una ordenación jurídica; o porque son programas para elaborar un Derecho futuro; o porque son fenómenos de opinión pública, que apoyan al Derecho existente o que se rebelan contra él, etc.
Queda, pues, claro, que aunque la realidad estatal y el ordenamiento jurídico no son entidades idénticas, sin embargo se implican mutuamente de modo esencial y necesario. No se puede pensar en el Estado sin pensar a la vez en el Derecho. Ni se puede tampoco concebir el Derecho sin referirnos al Estado, es decir, sin referirnos a una instancia de poder social, que imponga inexorablemente las normas jurídicas. Pues aunque la teoría jurídica pueda hacer abstracción de los elementos metajurídicos, habrá de contener siempre la mención de la instancia efectiva que sirva para imponer inexorablemente el Derecho. Y, en suma y esencialmente el Estado es esa instancia de poder que impone inexorablemente unas normas. Así, ocurre que al pensar en el Estado tenemos que referirnos al Derecho; pues sin éste no sería posible concebir el Estado; y cuando pensamos en el Derecho positivo hemos de referirnos necesariamente al Estado, pues sin éste no sería propiamente Derecho.