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Sumario: 1. Distinción entre el deber jurídico y los deberes morales y otros concurrentes; y diferencia entre el deber jurídico y el deber moral de cumplir el Derecho.- 2. La esencia del deber jurídico. -3. Alusión a otros problemas.
1. Distinción entre el deber jurídico y los deberes morales y otros concurrentes; y diferencia entre el deber jurídico y el deber moral de cumplir el Derecho
Las normas determinan la conducta que un sujeto debe poner en práctica, es decir, crean deberes. Esto es común a todas las normas; y, por consiguiente, también a las jurídicas. Ahora bien, a la esencia peculiar de cada uno de los tipos de normas (morales, del trato social, jurídicas) corresponderá una especial índole del deber a que dan lugar. Aquí interesa averiguar cual es la esencia característica del deber jurídico en tanto que tal, es decir, como algo determinado por la norma de Derecho.
Por consiguiente, habremos de fijarnos en el deber jurídico, estrictamente como jurídico, como algo exclusivamente fundado en la norma jurídica. Hay que hacer mucho hincapié en esto, porque de lo contrario se corre el riesgo de dos graves confusiones, que, durante más de dos milenios, han resultado fatales para la Teoría del Derecho y que originaron graves errores y embarullamiento. De una parte, hay que separar el deber jurídico en lo que tiene de estrictamente jurídico, de aquellos otros posibles deberes de contenido parecido, que derivan de normas morales o de normas del trato social; por ejemplo, un deudor tiene el deber jurídico de satisfacer su deuda al acreedor (por virtud de la norma de Derecho); pero además tiene también, probablemente, el deber moral de pagar; y es posible que determinados usos sociales le obliguen también a ello. Pero es preciso no confundir: aunque el deber moral de pagar se parezca al deber jurídico, sin embargo, se trata de cosas distintas. —140→ El deber jurídico lo tiene sólo y exclusivamente porque hay una norma de Derecho positivo vigente, que así lo determina; y lo único que esta norma le exige es el hecho objetivo y exterior del pago, sin preceptuarle ningún especial estado interno de ánimo respecto del acreedor. En cambio, la norma moral le impondrá también que pague, pero fundándose en otros valores, por ejemplo, en que no debe dejarse arrastrar por la avaricia y el egoísmo, en que no debe permitir que una pasión ilícita se enseñoree de su conciencia, en que debe profesar amor al prójimo; y, por todo esto, no sólo le exige el pago externo, sino una disposición de simpatía para su acreedor. Y el uso social del trato, que le prescriba también el deber del pago, se funda en otros supuestos, a saber, en ideas de decoro, de mutua consideración. En este ejemplo, se dan tres deberes similares superpuestos: el jurídico, el moral y el social; pero podemos abstraer cada uno de ellos y considerarlo como independiente de los demás. El deber jurídico se basa pura y exclusivamente en la norma vigente; y, así, por ejemplo, ocurre que, ante un convenio nulo o inexistente por falta de haberse otorgado con las formalidades legales (v. g. escritura notarial, que es impuesta para determinadas materias) debemos decir que no se da ningún deber jurídico de cumplirlo; y, en cambio, moralmente, es muy probable que hayamos de reconocer que han surgido deberes; y, posiblemente, también según las normas sociales vigentes del decoro. El jugador en juegos de azar, no tiene el deber jurídico de pagar, según la mayoría de los códigos civiles; probablemente tampoco tiene el deber moral de hacerlo; pero, en cambio, según las normas del trato vigentes en el círculo social de los jugadores, tendrá el deber de decoro de abonar su deuda dentro del plazo de veinticuatro horas. Por consiguiente, urge tener claramente a la vista que cada tipo de normas determina un tipo especial correspondiente de deberes, que es forzoso distinguir con toda pulcritud; tanto más, que suele ocurrir que una misma situación es regulada por varias normas (moral, social, jurídica) y que a veces los deberes dimanantes de cada una de ellas se asemejan en apariencia. Y lo que aquí importa es esclarecer el concepto de deber jurídico, aislado y con independencia de todos los demás, que puedan concurrir con él.
Por otra parte, es así mismo necesario distinguir entre el deber específicamente jurídico, creado por la norma jurídica, y el deber moral de cumplir lo que mandan las normas del Derecho vigente. Son deberes distintos aunque se den superpuestos y como coincidentes. El deber jurídico se funda única y exclusivamente en la existencia de —141→ una norma de Derecho positivo que lo impone: es una entidad perteneciente estrictamente al mundo de lo jurídico. Aparte de esto, los hombres tienen la obligación moral (y también la obligación de decoro) de cumplir lo que ordenan las normas del Derecho positivo; pero éste es un deber moral, cuyo contenido viene especificado en Derecho, y no es el deber jurídico específico creado por la norma jurídica. El deber moral de cumplir lo ordenado en las normas jurídicas tiene como contenido esas normas, pero no se funda en ellas, sino que se basa en valores morales. En cambio, el deber jurídico propiamente tal, es una situación que se apoya en la norma jurídica y dimana de ella; aparte de que, además, por razones morales, exista el deber moral de ajustar la conducta a lo preceptuado en el Derecho. Si toda norma determina deberes, y si hemos reconocido que existen normas jurídicas con un propio perfil y una peculiar esencia, distintas de las normas morales y de las reglas del trato social, es evidente que también habrá deberes jurídicos perfectamente distinguibles de los demás tipos de deberes.
Está, pues, claro que, aquí, en primer lugar, distinguimos el deber jurídico de otros deberes parecidos y posiblemente concurrentes, como son los morales, los sociales, los religiosos.
Y, además, está claro que distinguimos también entre el deber propiamente jurídico y el deber moral de cumplir el Derecho positivo. Este último, es decir, el deber moral de acomodar la conducta a los preceptos jurídicos vigentes, suscita la cuestión de cual sea el fundamento ético de esa obligación de someterse al Derecho; y, en definitiva, este problema implica el de la justificación de que haya Derecho, es decir, el rechazo de las doctrinas anarquistas. Pero el tema que aquí estudiamos no es éste; no es el de la justificación del Derecho, el de por qué sus normas obligan también moralmente; sino que la cuestión planteada ahora es la relativa a cual sea el concepto formal de deber jurídico, dentro de una sistemática de las nociones jurídicas puras.
Por todo lo dicho, cuando formulamos la pregunta de cual sea la esencia del deber jurídico, necesariamente se tiene que buscar la solución dentro del mismo concepto de norma jurídica, dejando a un lado la circunstancia de que los contenidos del deber jurídico puedan concurrir y semejarse con los contenidos de deberes morales y sociales; y, de otro lado, prescindiendo así mismo de la cuestión —142→ de cual sea la razón por la cual el Derecho obligue también moralmente. No se trata, en manera alguna, de negar estos dos problemas, de los cuales se va a prescindir ahora, ni de restarles importancia; antes bien, reconozco la sustantividad y el alcance de estos temas. Lo único que se hace es distinguirlos y separarlos del que ahora tenemos planteado, a saber, el del concepto puro de deber jurídico, como algo que se funda en la norma de derecho y existe en virtud de ella.
De momento, y para afirmar más todavía la autonomía del deber jurídico, recuérdese que es postulado esencial de todo Derecho que el desconocimiento de la norma no exime de su cumplimiento; y, por el contrario, no puede existir un deber moral singular y actual para un sujeto, si éste no conoce la norma y está además convencido de su bondad, porque aunque los valores morales tengan objetividad no crean de presente una obligación de conciencia, sino en tanto en cuanto son conocidos y reconocidos como tales.
Kelsen ha hecho notar certeramente31 que se puede hablar de un deber jurídico concreto como de algo anejo al precepto jurídico, como dimanante de él, en tanto y porque éste es capaz de subjetivación, es decir, es capaz de ser aplicado a un individuo determinado. El precepto objetivo vigente para todos se convierte en deber jurídico subjetivo de una determinada persona, porque y en tanto que ordena que se imponga una sanción al sujeto que se comporte de aquel modo que está previsto en la norma como la condición de dichos actos coactivos; esto es, que se imponga una sanción al que se comporte de manera contraria a lo preceptuado en la norma. O, diría yo con otras palabras: que alguien tiene un deber jurídico de comportarse de una determinada forma quiere decir que se halla situado en relación con la norma de tal modo que, si no se conduce en aquella forma, podrá ser objeto de un acto de coacción impositiva de carácter inexorable. O, lo que es lo mismo: la existencia del deber jurídico se determina porque la infracción de la conducta en aquel señalada constituye el supuesto de una sanción jurídica (esto es, de una de las formas de la coercitividad inexorable).
Donde no sea posible, a tenor de lo que se desprenda de la norma, el imponer una coacción inexorable al sujeto, es evidente que no hay un deber jurídico. Podrá haber un deber moral o un deber social o religioso de comportarse de una determinada manera; pero no hay deber jurídico.
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Repito que aquí se trata solamente del concepto de deber jurídico, en sentido estricto; y no de otra cosa. Entre otras cuestiones, aparte de la que acabo de examinar aquí, podría plantearse la siguiente, que propiamente pertenece a la filosofía moral, pero que también interesa a la filosofía del Derecho: ¿en qué manera se está moralmente obligado a cumplir el Derecho positivo? Esta cuestión implica las siguientes: el tema acerca de cuales sean los valores que fundamenten el deber moral y de cumplir el Derecho positivo; y además el tema sobre cual sea el tipo de adhesión que la Ética reclama para el Derecho (la índole y el alcance de esa adhesión, sus límites y sus lícitas excepciones). Sobre esto último tal vez se llegase al resultado de que el deber ético de cumplir el Derecho positivo tiene una estructura diversa de la de otros deberes morales; pues el deber moral de cumplir el Derecho no exigiría una íntima adhesión del sujeto al contenido de la norma, sino la mera relación de sometimiento al Derecho y de cumplimiento formal de sus disposiciones, en tanto que meramente jurídicas; y se exigiría solamente la íntima adhesión al valor moral que funda ese deber de sumisión al Derecho.
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Sumario: 1. Preliminares.- 2. El individuo auténtico. -3. El concepto de persona en la vida social y jurídica.- 4. El concepto de personalidad. -5. Las personalidades extrajurídicas de los individuos y la personalidad social extrajurídica de los grupos.
Propiamente el concepto de persona tiene su sede en el campo jurídico. Pero ocurre que después esa palabra, usada para expresar el sujeto de las relaciones jurídicas, ha sido empleada traslaticiamente, en otros sentidos varios, en la Ética, en la Metafísica y también en la Sociología. Ahora bien, es preciso esclarecer que el concepto de persona empleado en Filosofía para expresar la peculiar realidad del hombre (y aún de otros seres espirituales) difiere muchísimo de la acepción de persona en sentido jurídico. En cuanto al concepto de persona en Sociología, aunque difiere del jurídico, está estrechamente emparentado con éste: ya veremos que viene a representar como un embrión o forma atenuada de un sentido análogo al jurídico; o mejor dicho, la personalidad jurídica (de individuos y grupos) constituye la máxima acentuación y culminación de la forma social de personalidad.
Pero ante todo urge llamar la atención sobre el sentido totalmente diverso que la palabra persona tiene, según que se emplee en Filosofía para designar la peculiar manera de ser del hombre, a que se use en Derecho, en donde significa, no la auténtica realidad de lo humano, sino una categoría abstracta y genérica.
—146→Vamos a tratar primero del concepto de persona en su acepción de ser humano; y después me ocuparé del sentido de lo que se llama persona en la vida social, y del sentido que tiene en el Derecho.
Aquí volvemos a hallarnos ante la necesidad de contemplar la vida humana, de la que he hablado largamente en el capítulo i de este libro. Porque uno de los dos ingredientes esenciales que en inseparable trabazón constituyen la vida humana es el sujeto. El mundo y yo, yo y el mundo, en compresencia, en esencial correlación, en trato constante, son los elementos que constituyen mi vida. Ahora se trata de ahondar un poco más en el tema de quién soy yo, es decir de quién es el sujeto de la vida humana.
A la altura del actual pensamiento filosófico del humanismo trascendental (Metafísica de la vida, Filosofía existencial) se ha conseguido ya una certera visión de la peculiar índole del sujeto humano, por su situación en esa realidad que se llama vida. Mas para lograr la mejor comprensión en estos pensamientos, convendrá que se comparen con la tradición filosófica de otros tiempos; porque, merced a ese contraste, aparecerá con mayor relieve el alcance del gran progreso que hoy se ha logrado en este tema. Así, pues, ofreceré algunas consideraciones previas sobre el pasado filosófico en esta materia, a guisa de sucinta ilustración histórica.
En la filosofía antigua sobre todo, y en la medieval se empleó el concepto de persona para designar al ser racional como individuo consciente, con vistas a aplicarlo fundamentalmente al hombre, aunque se usase también con relación a Dios y a los ángeles. Se definía la persona como «una substancia indivisa de naturaleza racional»,32 o como «aquello que es uno por sí»33, o como «el individuo de naturaleza racional»34Y aún en los primeros tiempos de la Filosofía moderna hubo quien definió la persona como ser racional reflexivo y autoconsciente.35 Ahora bien, nótese que esas definiciones tratan de exponer la persona -en tanto que lo propio del ser humano- como una cosa, que se diferencia de las demás cosas en virtud de concurrir en ella unas especiales características (indivisibilidad, racionalidad, albedrío); pero en definitiva una cosa, uno de tantos entes en el mundo, distinto de los demás por unas peculiares dimensiones: seria una substancia (por lo tanto como las otras substancias), pero indivisible, con racionalidad y con albedrío. Es —147→ decir, se inserta la persona en el plano de la Ontología clásica, como un ser entre los demás seres, que si bien tiene unas notas privativas que lo distinguen de los otros seres, tiene también dimensiones comunes con éstos.
En cambio, con Kant apunta la idea de que no es posible definir la persona, como no nos coloquemos en el plano de la Ética; es decir, que a la persona no se la entiende examinándola en su ser, sino dándonos cuenta de que entraña una idea ética. Y así dice que personalidad es «libertad en independencia del mecanismo de toda naturaleza»36 que en los seres racionales se llaman personas en tanto que constituyen un fin en sí mismo, un autofín, es decir, algo que no debe ser empleado como mero medio, algo que, por consiguiente (por virtud de esa idea ética), encierra albedrío; y la persona es un ser enteramente diverso de las cosas, diverso por su rango y dignidad.37 Ahora bien, nótese que las ideas de rango y de dignidad representan ya algo por entero nuevo respecto de las demás cosas; representan no sólo unas características especiales, sino algo que se da en un plano ajeno a las cosas, algo que no deriva de un especial modo de ser, sino que se desprende de una consideración ética. Es decir, la persona se define atendiendo no sólo a la especial dimensión de un ser (v. g. la racionalidad, la indivisibilidad, etc.), sino descubriendo en ella la proyección de otro mundo distinto del de la realidad, a saber del mundo de la ley moral; y subrayando qué persona es aquel ente que tiene un fin propio que cumplir y que debe cumplirlo por propia determinación: aquél ser que tiene su fin en sí mismo, y que, precisamente por esto, posee dignidad, a diferencia de todos los demás seres, de las cosas, que tienen su fin fuera de sí, que sirven como meros medios para fines ajenos y que, por tanto, tienen precio. Y ello es así, porque la persona es el sujeto de la ley moral autónoma; y por tanto, la persona es lo único que no tiene un valor solamente relativo o sea un precio (que es lo propio de todas las cosas), sino que tiene un valor en si misma (dignidad) y constituye un autofín. Como ser natural, el hombre está inserto en el mecanismo de la naturaleza; pero como ser racional hállase situado por encima de ese mecanismo, es superior a él, porque contrapone la ley del deber ser a todas las leyes de la forzosidad natural.
Pero donde este tema da un avance superlativo, es en Fichte. Su pensamiento sobre la persona es de tal genialidad, que bien pudiéramos considerarlo como formidable anticipación de ideas de nuestro tiempo, y conserva plena actualidad. Según Fichte, lo esencial de la personalidad consiste en ser libertad que se propone —148→ fines: «yo no soy un ser ya hecho, sino que soy aquél que en mi mismo hago; soy un devenir orientado hacia mi tarea; soy actuación particularizada.» «Mi ser es mi querer, es mi libertad; sólo en mi determinación moral, soy yo dado a mí mismo como determinado.» «Somos, efectivamente, no otra cosa que el movimiento vital de una voluntad sujeta y una y otra vez desprendida de la sujeción, esa libertad que el deber expresa objetivándola.» Somos finitos como esencias que obran, y, sin embargo, infinitos al mismo tiempo; somos limitados como individuos -exprésanlo la sujeción del cuerpo y de la naturaleza-; pero, al mismo tiempo, nos encumbramos sobre los límites propios, cerniéndonos libremente en la elección y luego en el acto absoluto de concentración, en la resolución que establece fines y que de nuevo nos vuelve a vincular a realidades38.
En la Filosofía de nuestro siglo, la definición del hombre como persona se ha orientado predominantemente en ese sentido ético, es decir, subrayando que el concepto de persona denota que el hombre es el sujeto de un mundo moral, o dicho con más rigor, de un mundo de valores. Así, en muy diversas escuelas, pero de modo especial en la filosofía de los valores, según Max Scheler y Nicolai Hartmann.
Scheler ha acentuado certeramente la radical e irreductible individualidad de la persona. Rechaza que ser persona denote constituir un sujeto de actos racionales, pues eso representa una logomanía, que conduce a olvidar que la persona es una individualidad concreta y singular. La persona «es la unidad concreta real en sí de actos de diversa esencia o índole.» Es decir, la persona no es un mero sujeto lógico de actos racionales, ni de actos de voluntad; sino que la persona es la realidad en la cual se verifican todos esos actos fenomenológicamente diversos. La persona no es un puro punto de partida vacío de actos, no es una especie de mera conexión o enlace de ellos, sino que es el ser concreto, sin el cual no podríamos encontrar nada más que esencias abstractas de fenómenos, pero no la esencia plenamente adecuada de un acto. Por ser la persona algo concretamente individual, en cada uno de sus actos se ve algo propio, singular y característico, subraya Scheler. El correlato de la persona es su mundo; a cada persona individual corresponde su mundo individual. (Nótese que esta idea de Scheler es pareja a la desarrollada por la Metafísica de la vida, según expuse.) Todo es mundo concreto, y sólo el mundo de una persona. Los objetos considerados aparte tienen sólo una objetividad abstracta; se convierten —149→ en plenamente concretos, en tanto en cuanto son partes de un mundo, del mundo de una persona. La persona es lo único que jamás es una parte, sino que es siempre el correlato de un mundo, de su mundo: del mundo en el cual ella se vive a sí misma. El conjunto de los mundos de todas las distintas personas individuales constituiría el mundo. Pero el mundo que abarcaría todos los mundos individuales en ese sentido abstracto y general no nos es dado, sino que nos referimos a él sólo por vía de mención, como construcción abstracta, pero no como dato.
Desde otro punto de vista subraya Scheler también la dimensión individual concreta de la persona humana. La persona constituye una medida o instancia individual de valores, lo cual en modo alguno debe ser interpretado como subjetivismo en lo estimativo, sino en un sentido muy diferente, a saber: sin menoscabo de la dimensión ideal de los valores (de su entidad objetiva en sí, de su aprioridad) dice Scheler, estos se relacionan en su «deber ser realizados» con la persona individual, concreta; esto es, la persona individual, o mejor dicho, cada persona individual concreta, precisamente por su realidad y situación concretas, está llamada al cumplimiento de determinados valores, cuya constelación constituye su «salud o salvación personal», su ideal destino individual o singular. En el mismo contenido ideal de los valores va implicada la referencia a determinada situación. En este sentido, debe afirmarse que cada persona constituye un singular ideal ético; que a cada persona corresponde una ideal proyección de sí misma: el complejo de valores a cuya realización está particularmente llamada», vocada, a virtud de su concreto ser personal. El valor en sí ni deja de ser en sí, porque el deber de su realización se refiere concretamente a una persona en singular situación; porque ese valor en sí tiene en su misma esencia una especie de dirección vocacional. Se trata del conocimiento evidente de algo bueno en sí, pero al propio tiempo bueno en sí para mí; en lo cual no hay contradicción, pues no es que su bondad dependa de mí, sino que es bueno en sí, pero se refiere a mí, y tal vez no a otros. Es bueno en sí, porque su bondad no depende de mí; pero al propio tiempo es bueno en sí «para mí», porque en su contenido de bueno en sí hay una indicación que yo experimento como dirigida a mí; hay la vivencia de una especie de llamada que saliendo del contenido valioso me señala a mí, que grita o susurra por así decirlo «para ti.» Y a virtud de esa correlación entre mi persona y los valores de su vocación, me queda señalado un lugar en el cosmos moral; y gravita sobre mí el deber de actos —150→ determinados, el cumplimiento de un destino que me represento como diciéndome «yo soy para ti» y «tú eres para mí.» Así, pues, resulta que el criterio para definir la personalidad no es, como había supuesto Kant, la dimensión de constituir el sujeto de un deber ser universal abstracto, sino el constituir precisamente una instancia individual de valores, el ser la persona misma una concreta estructura de valor. Claro es que hay también valores generales, es decir, valores de los que se derivan deberes para todos los hombres; ahora bien, esos deberes generales representan un mínimum de conducta, sin cuya realización, ninguna persona puede conseguir el cumplimiento de su ideal destino. Pero esos valores generales no comprenden todos los deberes cuya realización implica el cumplimiento del destino de la persona individual; no incluyen todos los valores, mediante los cuales se logra el pleno valor moral de la persona; ni contienen respuesta a la «exigencia de cada hora.» Así, pues, para Scheler, la persona tiene una dimensión irreductiblemente individual, a la que va adscrita una congruente significación de valor, individualísima e insustituible.»39
Nikolai Hartmann, en cierto aspecto continuador del pensamiento ético de Scheler40, con nuevos puntos de vista originales, ha ofrecido un estudio sobre la personalidad, que es muy sugestivo y que tiene certeros logros, si bien yo considero que debe ser superado -en el sentido de encajar este tema en la filosofía de la vida. Pero, aún estimando que esa teoría de Hartmann requiere de algunos puntos de vista complementarios en el sentido indicado, considero que hay en ella mucho de positivo. Según Hartmann, la personalidad en el hombre consiste en que éste constituye el punto de inserción del deber ser en el mundo de la realidad. (Yo entiendo que debiera empezarse subrayando que la vida es constitutivamente «quehacer», «tarea», de lo cual, según expuse, se desprende su estructura estimativa.) Los valores son esencias ideales; de ellas dimanan exigencias de «deber ser», es decir, «pretensiones normativas.» Ese «deber ser,» esas exigencias normativas provienen de la esfera ideal del valor, pero trascienden de ella, llamando por así decirlo a las puertas de la realidad y logrando penetrar en ésta, en mayor o menor medida. Ahora bien, para que el deber ser de los valores, que dimana de una dimensión ideal, se convierta en un ¡actor real, actuante, y se haga sentir en el mundo de la realidad, esto es, para que se inserte en el acontecer ciego de los fenómenos, tiene que haber en la realidad un punto por donde pueda penetrar esa voz de los valores; tiene que haber una palanca de Arquímedes, —151→ desde la cual y gracias a la cual el poder ideal sea capaz de mover el mundo de la realidad, convirtiéndose él mismo en un factor real actuante. Tiene que haber un algo, que situado en el proceso del mundo real, encajando en éste como uno de sus eslabones que participe en sus cualidades, al propio tiempo, no obstante, sea soporte y agente de los valores ideales. En suma, tiene que haber un ser real, capaz de actuar como factor efectivo en la realidad, participando de las condiciones de ésta, pero que tenga el poder de producir movimientos propios y de inspirarse para ello en el mundo ideal. Esa instancia, capaz de transformar el deber ser ideal en un factor real actuante sobre el acontecer del mundo, es el hombre. El hombre es algo real, tiene naturaleza, participa en esto de las leyes naturales de la realidad; pero, al mismo tiempo, es diverso de todos los demás seres reales, pues tiene una conexión o contacto con el reino de los valores, está en comunicación con ellos. El hombre es la única realidad a través de la cual la normatividad de los valores puede transformarse en una fuerza real. El hombre como sujeto moral es el administrador de la normatividad en el mundo del ser real; pero no es fatalmente forzoso que tenga que ser un administrador fiel; puede traicionar a los valores, pues en su mano está el decidirse o no por la realización de ellos. He aquí, pues, la debilidad del nexo de inserción de los valores en la realidad; porque la instancia mediadora a través de la cual se ha de operar el cumplimiento es libre de seguirlos o no. Ahora bien, esta debilidad del principio ideal es precisamente lo que constituye la grandeza del hombre, su magnitud cualitativa, su situación de poder en el mundo. En este sentido el hombre es constructor, reformador y configurador del ser; actúa como una especie de creador en pequeño. Lo que el hombre forma y produce trasciende de la realidad natural que haya en el hombre; es algo que escucha la voz de otro mundo, del mundo ideal, para el cual tiene un especial órgano de percepción. Pero lo que el hombre percibe de ese mundo ideal no implica para él una coacción irresistible, sino que es un bien que se le confía, del cual dimana una exigencia ideal, mas no una forzosidad. El sujeto humano es el punto de intersección o de cruce de dos dimensiones heterogéneas y -por así decirlo- el escenario de su choque. De aquí que el ser del hombre consista en un no descansar, en un constante tener que tomar decisiones. (Aquí Hartmann barrunta lo que después puso en claro con todo relieve la Metafísica de la vida, de Ortega y Gasset.) El deber ser ideal, que procediendo del mundo de lo ideal, penetra en el sujeto, lo atraviesa y sale de él en forma de acción real; —152→ y, al atravesar de ese modo al sujeto, le concede una dignidad especial, dignidad que no es sólo un acento de valor, sino que constituye un novum categorial, algo radicalmente nuevo, a saber, la personalidad.
La persona, según Nikolai Hartmann, está constituida por dos dimensiones éticas, pues ambas se refieren a Ia relación del sujeto con los valores. Una de esas dimensiones consiste en lo siguiente: los valores no fuerzan fatalmente al sujeto; cuando han sido intuidos por éste, le plantean tan solo una pretensión, pero no le fuerzan inexorablemente, antes bien, le dejan en franquía de decidirse. Esta capacidad de ponerse o no al servicio de los valores equipara, en cierto modo, al sujeto con los grandes poderes metafísicos del ser -tanto con los ideales como con los reales-; lo eleva a factor autónomo, a una instancia junto a las otras instancias representadas por los demás poderes de creación. En este sentido se dice que la persona es libre. La otra dimensión de la persona consiste, según Hartmann, en los acentos de valor que recibe en sus actos; es decir, el sujeto -sus intenciones, sus propósitos, sus actos- constituye el único soporte o titular de los valores propiamente éticos. Pues los valores propiamente morales no apuntan o se dirigen a los resultados objetivos, a las obras en su consistencia real -cual ocurre con otros valores, como los estéticos, los utilitarios- sino que pretenden anidar en el mismo sujeto actuante. Los valores morales se refieren al sujeto humano en calidad de titular o soporte de ellos. Precisamente el sujeto es persona en tanto que es soporte o titular de los valores éticos. Estas dos dimensiones fundamentales de la persona -el albedrío y la titularidad de los valores éticos- se hallan enraizadas la una en la otra recíprocamente. Ambas mutuamente trabadas constituyen de modo unitario la esencia de la personalidad. Así, pues, resulta que la esencia de la persona viene determinada por la esencia de los valores. La persona es la intersección del mundo ideal de los valores con el mundo de la realidad, como instancia libre y además como titular de lo ético. La esencia de la personalidad estriba precisamente en esta situación intermedia, en no reducirse a uno solo de estos dos mundos, en un participar en ambos, en constituir una unificación de ambos.
Esta teoría de Hartmann, que acabo de resumir sucintamente, contiene mucho de certero. Pero, según indiqué, entiendo que no puede constituir una última palabra, porque sería menester que fuese insertada en una filosofía de la vida -tal y como la expuse en el Capítulo I-; y, entonces, se vería que tanto la realidad, como —153→ también los valores, son ingredientes de mi vida, componentes de mi existencia, pues todo cuanto es lo es en la vida; es decir, que el ser, en todas sus acepciones, zonas y categorías, tiene una significación intravital. He de advertir que debe evitarse cuidadosamente toda interpretación subjetivista del aserto que antecede, pues ella sería gravemente errónea. Recuérdese que la vida es la inescindible compresencia del sujeto y del objeto, del yo con el mundo y del mundo con el yo, en esencial correlación; y que esta doctrina no es en manera alguna subjetivista, pues si bien subraya la dependencia en que el mundo está de mí (en esto coincide con el idealismo), subraya también la dependencia en que yo estoy del mundo (con lo cual rectifica esencialmente al idealismo) y no admite en modo ninguno que el mundo sea una creación, emanación o proyección del yo. Ahora bien, todo cuanto dice Nikolai Hartmann, entiendo yo que debiera ser llevado a un plano más radical, más primario, a la luz de la metafísica de la vida; y, entonces, comprenderíamos a la persona no sólo como intersección de la región de los valores con la zona de la realidad, sino que nos daríamos cuenta de que es el ser radical, que no tiene un ser dado o hecho, sino que consiste en tener que estar haciéndoselo en cada instante; lo cual lleva consigo que la estructura de la vida misma sea estimativa (determinarse-elegir-preferir-valorar); y, además, comprenderíamos que, aunque hayamos de reconocer que los valores son idealidades objetivas, su objetividad la tienen dentro de la vida humana, pues que todo cuanto hay lo hay en la vida, y no fuera de ella. Esta es la orientación que yo ofrezco para llevar a cabo una inserción de la filosofía de los valores en la metafísica del humanismo trascendental41.
La filosofía del humanismo trascendental ofrece, a la teoría de la persona, perspectivas de renovación y de mayor radicalidad. Será conveniente recordar aquí algunos de los pensamientos de José Ortega y Gasset. Dice el gran maestro español que la Filosofía ha caído siempre en increíble descarrío al llamar «yo» a las cosas más extravagantes, pero nunca a eso que llamamos yo en nuestra existencia cotidiana. Antes de preguntarnos qué soy yo, hemos de preguntarnos con rigor y perentoriedad quién soy yo. El yo que es cada cual no es su cuerpo, pero tampoco su alma; el yo -según ya expuse en el Capítulo I- se ha encontrado con estas cosas corporales y psíquicas, y tiene que vivir con ellas, mediante ellas. El alma se queda tan fuera del yo como el paisaje alrededor del cuerpo. El yo no es una cosa; es quien tiene que vivir con las cosas, entre las cosas; y la vida no es algo que nos sea dado hecho, que tenga un ser —154→ predeterminado, sino que es algo que tiene que hacerse, que tiene que hacérsela el yo que cada uno de nosotros es; y su estructura es futurición, es decidir en cada momento lo que va a ser en el momento siguiente, y, por tanto, es libertad. Pero una libertad no abstracta (como absoluta e ilimitada indeterminación), sino libertad encajada en una circunstancia, entre cuyas posibilidades concretas tiene que optar. Pero cada cual tiene que vivir no una vida cualquiera, sino una vida determinada. No hay un vivir abstracto. Vida significa la forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es. Este proyecto, en que consiste el yo, no es una idea o plan ideado por el hombre y libremente elegido. Es anterior a todas las ideas que su inteligencia forme, a todas las decisiones de su voluntad. Más aún, de ordinario no tenemos de él sino un vago conocimiento; y, sin embargo, es nuestro auténtico ser, nuestro destino. Nuestra voluntad es libre para realizar o no ese proyecto vital que últimamente somos, pero no puede corregirlo, cambiarlo, prescindir de él o sustituirlo. Somos indeleblemente ese único personaje programático, que necesita realizarse. El mundo en torno, o nuestro propio carácter, nos facilitan o dificultan más o menos esta realización. La vida es continuamente un drama, porque es la lucha frenética con las cosas, y aún con nuestro carácter para conseguir ser de hecho el que somos en proyecto42. Yo soy una cierta individualísima presión sobre el mundo: el mundo es la resistencia no menos determinada e individual a aquella presión. El alma, el carácter, el cuerpo, son la suma de aparatos con que se vive, y equivalen a un actor encargado de representar aquel personaje que es el auténtico yo. Y aquí surge lo más sorprendente del drama vital: el hombre posee un amplio margen de libertad con respecto a su yo o destino. Puede negarse a realizarlo, puede ser infiel a sí mismo. Entonces, su vida carece de autenticidad. Si por vocación se significase un programa íntegro e individual de existencia, sería lo más claro decir que nuestro yo es nuestra vocación -a la que, desde luego, podemos ser fieles o no-. Hemos de buscar a nuestra circunstancia, -tal y como ella es, precisamente en lo que ella tiene de limitación, de peculiaridad- el lugar acertado en la inmensa perspectiva del mundo. No detenernos perpetuamente en éxtasis ante los valores hieráticos, sino conquistar a nuestra vida individual el puesto oportuno entre ellos. En suma -dice Ortega y Gasset- «la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre».
También en la obra de Martín Heidegger, podrá la teoría de la persona hallar fecundas orientaciones. Así, por ejemplo, —155→ existencia del hombre es un estar en el mundo, preocupándose de este. Y que hay dos tipos de preocupación (Sorge): a) la de la existencia cotidiana, banal, que es la preocupación de todas las gentes, y de nadie en particular (aquí encontraríamos, a mi modo de ver, una importante luz para la determinación de la vida social; existencia banal o cotidiana, que está constituida por aquello que tenemos de común con los demás y no como propio de cada cual, que es, en suma, una existencia que se huye a sí misma; b) la preocupación de la existencia que se ha encontrado a sí misma, la propia existencia profunda, la existencia de la libertad; la radical e indeterminada angustia que nos hace patente la nada; el sentido de la muerte como donde el hombre está plenamente en sí y como separado de los demás seres (en lo que entiendo yo que podemos encontrar luz para caracterizar la persona individual, esto es, la persona auténtica, que se haya logrado a sí misma con plenitud).
La antecedente exposición de algunos pensamientos de Fichte, de Scheler, de Hartmann, de Ortega y Gasset y de Heidegger, no la he desarrollado con el propósito de un relato erudito sobre doctrinas dispares; antes bien, como selección de una serie de puntos de vista de varios autores, que, a pesar de su diversidad, tienen como una especie de estilo parejo, de denominador común; pues, aunque bajo forma distinta, aparecen en todos ellos similares leitmotive, y toda la exposición de dichas teorías viene, por así decirlo, determinada por mi pensamiento propio, al hilo del cual se ha hecho la selección, destacando en cada uno de los autores considerados los temas que considero más certeramente tratados, y omitiendo o dejando en penumbra otros aspectos que estimo o bien inesenciales o bien fallidos.
Relaciónase lo expuesto con lo que dije en el Capítulo 1 sobre la vida individual y su estructura estimativa; sobre la vida individual como tarea intransferible, única, no intercambiable, privatísima. Y de lo dicho en este capítulo, reténgase, sobre todo, que la personalidad no es el concepto de una cosa, sino que es un concepto que sólo es comprensible a la luz de una idea moral, o, mejor dicho, de los valores y de su realización; que cada persona es tal precisamente porque encarna una magnitud individualísima e incanjeable, que tiene su correspondencia en una peculiar e individual constelación de valores, en un destino propio; que representa un punto de vista único sobre el mundo y sobre la tarea en la vida; —156→ en suma, que entraña una perspectiva, teórica y práctica, individual, exclusiva.
Fijémonos en la peculiaridad que ofrece el concepto de la individualidad de la persona. El concepto yo es un concepto general (que quiere abarcar todos los yos), pero lo que se denota en el mismo es precisamente la exclusión de toda generalidad. Cada uno de los, yos es un yo; por esto, el concepto es general; pero ser un yo, quiere decir ser un sujeto radicalmente individual, es decir distinto de todos los demás, único. Adviértase, además, que la palabra individuo tiene dos acepciones: a) como significativa del atributo de la indivisibilidad (verbigracia, aplicada al átomo); b) como realidad individual, totalmente determinada y diferenciada de cualquiera otra realidad. Aquí, refiriéndonos a la persona humana, empleamos la palabra individuo no sólo en la primera de las acepciones, sino también y sobre todo en la segunda, es decir, como significando algo singular, peculiar y exclusivo.
En las páginas anteriores, he expuesto lo que significa persona como expresión de lo humano, es decir, el concepto de persona como individuo humano, ofreciendo al lector una visión de, las dimensiones capitales de una filosofía del hombre. Pero ocurre, según ya advertí al comienzo de este capítulo, que la palabra persona se emplea también profusamente en las ciencias sociales y sobre todo en las jurídicas, en las que tiene su sede principal. Y, así, en la vida social, y especialmente en el Derecho, se habla de personas, de personas individuales, de personas sociales y de personas jurídicas. Y es de notar que los sociólogos y los juristas han producido una ingente y variada literatura en torno al concepto de persona; lo cual hace sospechar vehementemente que el sentido en el cual se habla de persona en el Derecho y en la vida social no coincide con la idea filosófica de persona.
En un orden propiamente sistemático, debería tratar primero del concepto persona en la vida puramente social -ajena al Derecho-; y ocuparme después del concepto de persona en el Derecho. Pero sucede que, en muchos casos, lo jurídico viene a constituir como una maximalización de lo social, como una expresión superlativa de lo social, en suma, lo social llevado a sus límites extremos y a la plena rigidez de sus perfiles; y por eso facilita la comprensión —157→ el empezar la exposición con el estudio de las formas jurídicas, que representan el grado mayúsculo de lo social; y después examinar las formas sociales no jurídicas, que son formas menores, embrionarias a veces. Y tal ocurre con el tema de la personalidad: será más fácil entender lo que constituye la personalidad en la vida meramente social (no jurídica), si primero nos hemos percatado de lo que es la personalidad en el Derecho.
Suele decirse que ser persona en Derecho significa ser sujeto de derechos y de deberes jurídicos. Y se afirma que hay dos clases de personas en Derecho: las personas físicas o individuales; y las personas colectivas (corporaciones, asociaciones y fundaciones) que suelen ser denominadas personas morales, personas jurídicas o personas sociales. Personas individuales en Derecho, lo son hoy en los países civilizados, todos los hombres (la esclavitud era la negación de este principio). Entre las llamadas personas morales o jurídicas (que más propiamente deben ser denominadas «personas colectivas») figuran las corporaciones públicas (v. g. los Ayuntamientos, las Diputaciones provinciales, los Estados miembros de una Federación, el Estado, los Bancos oficiales, los entes administrativos autónomos, etc., etc.); las asociaciones (religiosas, científicas, artísticas, deportivas, etc.); las sociedades civiles y las sociedades mercantiles (colectivas, comanditarias, anónimas, limitadas); las fundaciones (religiosas, benéficas, culturales, etc.) y también algunas otras masas de bienes, como, por ejemplo, la masa de la quiebra. Las personas físicas comienzan con el nacimiento y terminan con la muerte (pues hoy ya no se mantiene en los pueblos civilizados la pena de la muerte civil). Al concebido y no nacido se le confieren algunos derechos (de herencia) condicionados al hecho de que nazca vivo. No toda agrupación o colectividad constituye necesariamente una persona en Derecho; precisa que reúna todas las condiciones fijadas por la legislación vigente (así, por ejemplo, no son personas en Derecho una familia, un equipo deportivo, una reunión de amigos, etc.). Se discute, desde antiguo, sobre si la personalidad de esos entes colectivos es creada sólo por el Derecho, o si por el contrario es también una realidad independiente de él.
Ahora bien, en lo que suele decirse, en los tratados de Derecho, sobre la personalidad -que acabo de resumir muy sucintamente en el párrafo anterior- se involucran problemas muy varios y heterogéneos, cuya confusión ha embarullado de modo lamentable el pensamiento jurídico durante siglos. Y es hora ya de que se despeje ese confusionismo y de que se conciba cada una de las cuestiones —158→ con plena claridad y con rigor mental. En este asunto se han mezclado cuestiones diversas, que es preciso mantener separadas con toda exactitud. Estas cuestiones diversas pueden ser especificadas en las cuatro preguntas siguientes, que podemos referir tanto a las llamadas personas físicas, como a las llamadas personas morales (colectivas):
1º. Qué quiere decir persona en términos jurídicos; qué significa tener dentro de un ordenamiento jurídico la calidad de persona; en suma, qué es ser persona en Derecho; concepto que se aplica lo mismo a los individuos, que a los entes colectivos consagrados como personas. (Este es un tema de teoría general del Derecho.)
2º. Quienes sean los entes sobre los que recaiga esa calificación jurídica de persona; es decir, preguntarnos, refiriéndonos a los entes individuales en Derecho, sobre cuáles son los hombres a quienes el Derecho concede personalidad; y preguntarnos, refiriéndonos a las personas colectivas, cuáles son las entidades a las que el Derecho otorga la personalidad. (Esto lo contesta cada ordenamiento positivo.)
3º. En qué consiste el ser de esos entes (individuales y colectivos) a los que el Derecho concede la personalidad; así por ejemplo, refiriéndonos a las personas individuales, indagar en qué consiste la esencia de lo humano, sus modalidades y sus manifestaciones (qué es lo que hice en páginas anteriores) -tema de antropología filosófica-; y por lo que atañe a las personas colectivas, esclarecer en qué consiste el ser de una asociación, de una corporación, de una fundación (este es un tema de Sociología).
4º. Plantear desde un punto de vista estimativo, p. e. en la política legislativa, la cuestión de a quién el Derecho debe conceder la personalidad. Esto, por ejemplo, es lo que se hace cuando se critica la institución de la esclavitud, afirmando que a todos los hombres debe corresponder la personalidad jurídica; o cuando se discute si el Estado no debe admitir otras personas colectivas que aquellos que él instituya, o si por el contrario debe concederla a todos los entes colectivos que surjan espontáneamente. (Este es un tema de estimativa jurídica o de filosofía política.)
En la copiosísima literatura jurídica sobre la persona, este tema aparece sumido en un mar de equívocos y de confusiones, por haber sido confundidos e involucrados esos cuatro problemas que acabo de enumerar. La única posibilidad de crear una claridad de ideas en este tema es delimitar con todo rigor y precisión cada una de esas cuatro cuestiones.
—159→La cuestión primera, es decir, la pregunta sobre el concepto jurídico, de persona -qué quiere decir persona en sentido jurídico, en términos generales- pertenece a la teoría fundamental del Derecho, a la que le corresponde de lleno determinar el concepto jurídico de persona con alcance general (así como lo hace también respecto de los conceptos básicos de norma, de deber jurídico, de derecho subjetivo, etc.) Este problema consiste en preguntarnos qué se entiende jurídicamente por persona, aparte de cuál y de cómo sea la realidad (individual o colectiva) que sustente tal calificación de personalidad. El concepto jurídico de persona no pretende expresar lo que hay en las personas (individuales o colectivas) como realidad o fenómeno más allá d el Derecho, sino única y exclusivamente en qué consiste esa calificación jurídica; es decir, que es lo que denota el concepto jurídico de persona o el concepto de persona jurídica, aplicado tanto a los individuos como a los entes colectivos, de manera indistinta (pues debe haber un concepto jurídico de persona, que abarque de igual manera a las físicas y a las sociales). Por eso, se debe preguntar primero por el alcance general del concepto jurídico de persona; e interrogarnos después por las especialidades de la persona jurídica individual y por las de la persona jurídica colectiva. Así, pues, al preguntarnos qué significa persona en Derecho, nos preguntamos exclusivamente por una calificación jurídica pura; inquirimos tan sólo un concepto jurídico puro y nada más. Y éste es el tema que he de desarrollar a continuación. Pero para que su perfil quede delimitado con todo relieve, será conveniente que definamos las tres cuestiones.
La segunda de las cuestiones indicadas, es decir, la de quiénes sean personas dentro de un determinado ordenamiento jurídico, la contesta éste mismo ordenamiento, y se estudia en la disciplina correspondiente del Derecho positivo. Quiénes son personas en el Derecho de determinado país y época lo determinan las normas positivas de este Derecho.
La tercera cuestión, esto es, la de cuál sea y en qué consista la realidad que, con independencia del Derecho, tengan los entes a los que éste concede personalidad, es un tema que no pertenece a la teoría fundamental del Derecho (que se ocupa de los conceptos jurídicos puros), sino a otras disciplinas. Así, el estudio esencial del individuo humano pertenece propiamente a la Filosofía. Y por lo que respecta a los grupos humanos o entes colectivos, su estudio compete a la Sociología, la cual deberá primero estudiar filosóficamente en qué consiste la realidad de las colectividades, establecer —160→ sus diversos tipos (comunidades, asociaciones, corporaciones, sociedades, etc.); y, después, estudiar positivamente los fenómenos o hechos en que se manifiestan dichos entes colectivos, los ingredientes de que constan, las relaciones estáticas y dinámicas de los mismos, la conexión de dichos fenómenos con los demás hechos sociales de toda índole (relaciones, procesos, etc.), con los contenidos culturales (religiosos, morales, científicos, económicos, técnicos, jurídicos, etc.) y con el medio físico.
Y, por fin, la cuarta de las cuestiones enumeradas, aquella en que se pregunta cuál debe ser el criterio que adopte el Derecho respecto del otorgamiento de la personalidad jurídica, corresponde en su plano más profundo a la Estimativa jurídica, y en sus aplicaciones prácticas a la teoría política.
Esta sistematización de problemas, que he ofrecido, se puede aplicar lo mismo a la consideración de las personas jurídicas individuales, que a la de las personas jurídicas colectivas. Vale igualmente para las primeras que para las segundas. Pretende distinguir cuidadosamente la cuestión sobre el concepto jurídico de persona frente a las otras preguntas respecto de quiénes sean, cómo sean, y quiénes deban ser las realidades que el Derecho constituye en personas. Y en esta sistematización apunto ya la idea -de la que más adelante ofreceré cumplida justificación- de que el concepto jurídico de persona que se predica del hombre individual es el mismo que se aplica a los entes colectivos y a los fundacionales. Las diferencias entre el sujeto individual y los entes colectivos no son de índole jurídica, sino que se distinguen por dimensiones metajurídicas; es decir, son diferencias respecto de las realidades varias a las que el Derecho otorga la calificación de personalidad. Quiere esto decir que lo que en el Derecho funciona como personalidad jurídica individual no es la totalidad del hombre, su entraña individual e irreductible, su plenaria realidad íntima, sino una especial categoría genérica, esto es, una categoría jurídica, que se adhiere a esa realidad, pero sin contenerla dentro de sí. Y lo mismo podemos decir respecto de la persona jurídica colectiva: lo que funciona como tal en el Derecho no es la realidad concreta y total del ente colectivo, sino un sujeto construido jurídicamente, en suma, una categoría jurídica -también, a fuer de tal, genérica- que el ordenamiento proyecta sobre determinados tipos de situaciones sociales.
Es un funesto error, en que se ha incurrido de ordinario, el haber separado o independizado excesivamente la doctrina sobre la persona colectiva de la consideración general sobre el concepto —161→ jurídico de personalidad. Corrientemente, el tema de la persona jurídica individual ha sido despachado con rapidez y superficialmente, sin dedicarle gran atención. Por el hecho de que el individuo humano nos es dado en la experiencia inmediata como una realidad substante, de definido perfil, y, por tanto, de fácil reconocimiento, y de otra parte en virtud de que la justicia exige que todo hombre sea persona en Derecho, se ha creído que la teoría de la personalidad jurídica individual no planteaba ningún problema difícil. Es decir: respecto de la persona jurídica individual se habían visto tan sólo dos cuestiones: la de cómo se reconoce a la persona individual; y la de a quién debe conferirse esta categoría. Lo primero se ha contestado diciendo que el hombre es el substrato de la personalidad jurídica individual; lo segundo se ha resuelto afirmando que todos los hombres deben ser considerados como personas por el Derecho. Y ambas respuestas son correctas. Pero, lamentablemente, se dejó de atender al problema de qué quiere decir ser persona en sentido jurídico, de qué es la personalidad jurídica corno categoría específica del Derecho, cuando se aplica a los individuos humanos. Si esta cuestión hubiera sido planteada con agudeza y amplitud se habría visto que lo que funciona como persona física en el área del Derecho no es la plenitud del sujeto individual con su propia e intransferible existencia, sino tan sólo ciertas dimensiones genéricas y comunes, objetivadas y unificadas por el ordenamiento jurídico; y que precisamente la personalidad jurídica individual está constituida por esa objetivación unificada que el ordenamiento jurídico ha construido con unas determinadas calidades genéricas y funcionales (las calidades de ciudadano, comprador, contribuyente, hijo, marido, testador, heredero, etc., etc.).
Desde hace más de un siglo se lanzó en la teoría del Derecho el pensamiento de que la personalidad de los entes colectivos es una ficción jurídica, creada por la norma (Savigny). Esta doctrina del fundador de la escuela histórica del Derecho se refiere tan sólo a las personas sociales; pero no cabe duda de que en ella apunta la idea de que la personalidad jurídica es algo construido por el Derecho. Este certero barrunto se recoge y cobra nuevas formas de expresión en una serie de doctrinas que sucesivamente se producen en el siglo pasado: la llamada de la «equiparación» (Böhlau, Bruns, —162→ etc.); la de los «derechos sin sujeto» (Winscheid, Briliz, Gianturco, Bonelli), la de los destinatarios de los bienes» o de la «persona como instrumento técnico» (Ihering); la de «las relaciones sociales privilegiadas» (Van der Heuvel); la del «régimen especial» (Vareilles Sommières); etc., etc. Omito la exposición detallada de cada una de esas teorías, porque ello constituirla un fatigoso relato erudito para el lector43. Lo importante es anotar que en todas ellas, de una u otra manera, late la idea de que la personalidad jurídica aplicada a los entes sociales es una construcción del Derecho. No es que nieguen que más allá del Derecho tengan los entes colectivos una realidad; sino que subrayan que aquella que funciona como sujeto de las relaciones jurídicas no es esa realidad, sino una construcción elaborada por el Derecho. El lector comprenderá mejor esto, unas líneas más abajo, cuando exponga otras doctrinas de la misma tendencia, que se han producido en nuestro tiempo, y en las cuales ha cobrado madura plenitud y clara justificación este pensamiento, que, en las otras doctrinas anteriores mencionadas, era más bien un mero barrunto o presentimiento aún no perfilado.
Las doctrinas de Ferrara y de Kelsen han aportado un decisivo progreso en este tema. Ferrara ha visto claramente que la personalidad jurídica (con independencia de su substrato real, que siempre tiene), tanto por lo que se refiere al individuo, como al ente colectivo, no es una realidad, ni un hecho, sino que es una categoría jurídica, un producto del Derecho, que éste puede ligar a cualquier substrato, y que no implica necesariamente una especial corporalidad o espiritualidad en quien la recibe. La personalidad es la forma jurídica de unificación de relaciones; y como las relaciones jurídicas son relaciones humanas, y su fin es siempre la realización de intereses humanos, la personalidad no sólo se concede al hombre individual, sino también a colectividades, o a otro substrato de base estable, para la realización de obras comunes. Las colectividades son pluralidades de individuos que persiguen un interés común, masas cambiantes que se encaminan a un mismo fin; y el Derecho, al concederles personalidad, unifica idealmente, jurídicamente, su actuación; con lo cual las dota de igual agilidad y facilidad de movimientos que a un individuo. Y, en las fundaciones, el Derecho, al considerarlas como personas, subjetiva y unifica las obras o actividades que encarna el fin a cuyo servicio fueron creadas. En esta doctrina de Ferrara, que acabo de resumir, hay que destacar das grandes aciertos: el haber afirmado claramente -aunque después no lo desarrolle- que la personalidad jurídica individual es tan construida —163→ o fabricada por el Derecho como la personalidad del ente colectivo: y el haber caracterizado la personalidad como unificación ideal de relaciones44.
Pero esos mismos pensamientos se hallan en un grado de mayor madurez y mejor logrados en la doctrina de Kelsen. Aunque se estime que la teoría pura del Derecho de este gran Maestro necesita sustanciales rectificaciones -por la endeblez de sus supuestos fundamentales45-; y aún cuando se considere, como yo lo creo, que se ha conseguido superarla, es preciso reconocer que ella contiene no pocos puntos certeros y logros muy fecundos. Pues bien, acaso de toda la doctrina de Kelsen, uno de los temas más certeramente desenvueltos, que sobrevivirá al resto de su obra, es el de la personalidad. Y es más, el pensamiento de Kelsen sobre este punto, no sólo representa un decisivo acierto en cuanto a este tema, sino que probablemente tendrá un alcance mucho mayor del que el mismo autor sospechó; pues, si bien la teoría nació con el propósito de ser pura y exclusivamente jurídica (en cuanto a esta materia, como en todas las demás), entiendo que ella brinda una importante inspiración para elaborar algunos conceptos esenciales de Ontología social (círculo social, yo social de los individuos, personalidad social). Para comprender debidamente la doctrina de Kelsen sobre la personalidad, conviene exponer antes uno de los conceptos fundamentales que en ella se manejan, a saber, el de la imputación normativa. La estructura lógica llamada imputación es el modo de enlace característico de dos hechos en una norma. Los hechos, los fenómenos, en el mundo de la naturaleza -y en general de la realidad- se relacionan entre sí causalmente, están vinculados unos a otros por la causalidad; unos son efectos de otros, y a su vez funcionan como causas de otros nuevos. Ahora bien, en las normas vemos cómo los diversos elementos en ellas contenidos o previstos se relacionan entre sí; pero esa relación no lo es real, de causalidad, sino normativa. Por ejemplo, en la norma jurídica aparecen vinculados unos determinados supuestos con unas determinadas consecuencias: supuesto tal hecho (v. g. un contrato de compra-venta que diga...) se deberán producir tales consecuencias (el comprador deberá abonar el precio y el vendedor entregar la cosa). Aquí nos hallamos ante dos hechos, que no se relacionan entre sí por un proceso de causalidad real, sino por una vinculación normativa del precepto jurídico, a la que se llama imputación normativa. Otro ejemplo: si el comprador no paga el precio y el vendedor se lo reclama judicialmente (supuestos), el Estado impondrá un procedimiento de ejecución —164→ forzosa contra aquél (consecuencia); es decir, al hecho de la morosidad del comprador junto con el hecho de la reclamación del vendedor, se le imputa normativamente otro hecho, a saber, la ejecución forzosa; y no se trata de ninguna relación de causalidad efectiva, sino de una vinculación jurídica. Otro ejemplo: quien mate a otro hombre intencionalmente (supuesto), será condenado a la pena de treinta años de trabajos forzados (consecuencia): los treinta años de trabajos forzados no son un efecto real del hecho del homicidio, sino una consecuencia jurídica de éste, que se le imputa a virtud de la norma. En todos estos ejemplos citados nos hallamos ante la imputación normativa de un hecho a otro hecho, es decir, de una consecuencia jurídica a un supuesto jurídico. Pero hay otra clase de imputación normativa, a saber, la imputación de un hecho a una persona. Ocurre en la vida jurídica que, si bien muchas veces -la mayor parte de ellas- un hecho es imputado al sujeto que efectivamente lo ha querido y lo ha realizado, en otros muchos casos, por el contrario, no sucede así. Por ejemplo: cuando una persona hace una declaración de voluntad bajo del influjo de un miedo insuperable, ésta declaración a pesar de ser real y de ser voluntaria (pues el coaccionado, aunque coaccionado quiere, -ya decía con razón el Derecho Romano coactus tamen voluit-) a pesar de representar un efecto real de una conducta del sujeto, en cambio jurídicamente no le es imputada, no produce consecuencias; el hecho de la caída de una maceta desde un balcón por causa de un vendaval no es un hecho del cual sea autor real el inquilino de la casa, y sin embargo, jurídicamente le es imputado a él, aunque él no sea la causa física de ese suceso; el acto que el empleado público (juez, Director general, gendarme, etc.) realiza en el ejercicio de sus funciones oficiales, aunque efectivamente lo realice él, no le es imputado a él, sino que es imputado a otro sujeto, a saber, al Estado; cuando el presidente de una asociación obra como tal sus actos no son imputados a él, sino a la asociación. En todos los casos mencionados, y en un sinnúmero más de ellos que podríamos ir enumerando indefinidamente, ocurre que la imputación tiene lugar, sin que haya un vínculo de causalidad real entre el sujeto y el hecho, porque así lo dispone la norma jurídica. La imputación personal normativa es la forma de enlace jurídico entre el sujeto del deber y el objeto del mismo (positivo como cumplimiento; o del resultado negativo por contravención, o por omisión de la diligencia necesaria) tal y como lo establece el precepto. Cuando comparamos un hecho (que es materia de regulación por una norma) —165→ con el contenido de la norma jurídica en cuestión, surge en seguida la pregunta sobre a quién debemos atribuir la observancia o la violación, es decir, el problema acerca del sujeto del deber. La respuesta sólo puede darla la norma, que es la que contiene en sí la vinculación jurídica entre lo que manda y quien debe cumplirlo, entre el objeto y el sujeto del deber ser. Como indicaba, en gran número de casos, resulta que por imperio de la norma, el hecho es imputado jurídicamente a su efectivo autor intencional y real; pero también ocurre en muchos otros casos que una conducta sancionable jurídicamente no es un efecto voluntario del comportamiento del sujeto (hechos por imprudencia); o así mismo ocurre que es un hecho externo, ni querido ni previsto por un sujeto, y al cual, sin embargo, se le imputa, porque debió haberlo previsto y consiguientemente haberlo evitado (responsabilidad por la caída de una teja de la propia casa); o también ocurre que el acto de un sujeto (por ejemplo, el daño ocasionado por un niño, por un dependiente) es imputado a otro sujeto (v. g. al padre, al tutor o al principal); y esto mismo es lo que sucede con todos los actos ejecutados por los mandatarios de otro sujeto, por los representantes de las asociaciones, corporaciones y fundaciones, por los funcionarios estatales, pues esos actos no son imputados a sus autores físicos, sino a otros sujetos, a saber: (con relación a los ejemplos aducidos) al mandante, a la entidad representada, y al Estado. Así, pues, la imputación jurídica, desde un punto de vista normativo inmanente, no se funda en la serie causal, ni tiene que ver con ella; expresa simplemente el enlace que establece la norma entre un objeto y un sujeto. La imputación parte de un hecho externo al sujeto (el objeto o hecho en cuestión) y lo vincula a un punto o centro ideal, al cual va a parar esa imputación. Ese punto ideal, que funciona como término de una imputación, es lo que la jurisprudencia llama voluntad. La voluntad, jurídicamente, no es el hecho psicológico real (que se denomina con igual palabra), sino que es una pura construcción normativa que representa un punto final o término de imputación. Muchas veces la voluntad jurídica coincide con la voluntad psicológica real; pero otras no coinciden con ella, como sucede en los ejemplos considerados. He aquí la doctrina de Kelsen sobre la imputación normativa, que constituye una piedra angular para la comprensión de la personalidad jurídica.
Así, pues, el ser sujeto de una relación jurídica (de un deber jurídico o de un derecho subjetivo) no representa ningún hecho real, no es expresión de ninguna efectividad natural, no denota —166→ ninguna situación de causalidad; es pura y simplemente el resultado de una imputación normativa establecida por el Derecho. Es decir, al plantear el problema de la persona jurídica (tanto individual como colectiva) no nos encontramos en el plano de la realidad, sino que estamos dentro de la esfera inmanente de lo jurídico, que tiene su propia contextura y su propia lógica. Este problema no consiste en preguntarnos por ninguna realidad, sino en preguntarnos por una imputación normativa. Kelsen cree que el concepto corriente de persona en sentido jurídico no es más que una expresión duplicada del deber jurídico y del derecho subjetivo, concebidos en una forma substancializada. La persona para el Derecho no es una realidad, sino un concepto inmanente al mismo orden jurídico, común a todas sus manifestaciones posibles; y, por consiguiente, dentro del campo del Derecho no viene en cuestión cuál sea la realidad que los substratos de las diversas personas tengan más allá e independientemente de él; y, por tanto, al establecer el concepto general de personalidad jurídica, no viene en cuestión distinguir entre personas físicas y personas colectivas, pues ésta diferencia alude a realidades extrajurídicas o metajurídicas. De momento, al formular el concepto jurídico de personalidad, hay solamente personalidad jurídica, cuya esencia es igual lo mismo si se da en un individuo que si se da en un ente colectivo. Dice Kelsen que la persona jurídica individual no es el hombre como realidad biológica ni psicológica (aquí Kelsen no cala lo suficientemente hondo, pues debiera decirse que no es el hombre como sujeto humano plenario), sino que es una construcción jurídica de su conducta, en cuanto esta constituye el contenido de normas jurídicas. Por tanto, no es el hombre total el que puede formar el contenido del precepto jurídico, sino solamente algunas de sus acciones y omisiones, es decir, determinados aspectos de su conducta, a saber, aquellos aspectos que están en directa relación con el ordenamiento jurídico. La conducta humana puede hallarse positivamente relacionada con el Derecho o negativamente. Lo primero, es decir, la relación positiva y directa de la conducta humana de un sujeto con el Derecho, puede darse de dos maneras: a) que su comportamiento sea contenido de un deber jurídico: y b) que el comportamiento de un sujeto sea una condición para el deber jurídico de otro sujeto, -o sea como derecho subjetivo46-; es decir, que una determinada declaración suya de voluntad constituya la condición para que el Estado realice un acto sancionador; o también como poder jurídico, esto es, que un acto del sujeto sea una condición para que surja un precepto jurídico (por ejemplo, el sufragio, la iniciación —167→ de un negocio jurídico cualquiera, etc.). La relación negativa de la conducta de un sujeto con el Derecho consiste en que esa conducta ni constituye materia de deberes jurídicos, ni tampoco derecho subjetivo ni poder jurídico, sino que es por entero irrelevante, inoperante, indiferente para el Derecho. Esta conducta que no se relaciona directa y positivamente con el Derecho, sino que guarda con él una relación negativa, esta conducta que está libre del Derecho, no viene en cuestión para la determinación del concepto de personalidad. Para ello hay que fijarse en los dos casos mencionados de relación positiva. En ambos casos, dice Kelsen, se trata de normas jurídicas que se nos presentan referidas a un sujeto, esto es, que aparecen como subjetivizadas. Ahora bien, así resulta que persona jurídica individual, o sea persona individual en sentido jurídico, sería el conjunto de todas aquellas normas que tienen por objeto la conducta de un hombre, tanto como deber jurídico, lo mismo que como derecho subjetivo. La persona jurídica individual es, pues, un sector del ordenamiento jurídico: aquel sector que regula los derechos y deberes de un hombre, el conjunto de aquellas normas que se refieren a la conducta de un hombre, sector o conjunto que concebimos abstractamente de un modo unificado. La persona jurídica individual consiste, pues, en el común término ideal de referencia o imputación de todos los actos que forman los contenidos de esta parte del ordenamiento jurídico. El concepto de persona individual es la expresión unitaria y sintética de los derechos y deberes de un hombre; es la porción del ordenamiento jurídico que los establece, concebida como un sistema parcial sobre la base de un punto o centro común de imputación de tales deberes y derechos. Ya veremos en seguida cómo el concepto de persona aplicado a los entes colectivos es análogo. Si se ha empezado la exposición con la referencia al sujeto individual ha sido tan sólo para facilitar la inteligencia de esta doctrina; pero no porque en ella se establezca un concepto diferente para la persona individual que para la colectiva; pues, por lo contrario, uno de los caracteres esenciales de esta teoría consiste en homogeneizar ambas nociones.
Ahora bien, ocurre que en muchas ocasiones, el ordenamiento jurídico atribuye determinada conducta (deberes y derechos) de ciertos hombres individuales, no a estos (que son sus autores reales), sino a un sujeto ideal supuesto detrás de ellos (corporación, asociación, etc.) que es quien funciona como término central y común de imputación de todos esos actos (que pueden ser realizados por varios sujetos físicos: presidente, secretario, gerente, etc.). En éste —168→ caso, tenemos lo que se llama «persona jurídica colectiva.» Esta es, pues, según Kelsen, un complejo de normas jurídicas, que regulan la conducta recíproca de un conjunto de hombres dirigida hacia un fin común. La persona jurídica colectiva es, pues, también una parte del ordenamiento jurídico, delimitada conforme a un cierto punto de vista, concebida como sistema unitario de derechos y deberes referidos a un centro común de imputación; centro común de imputación que consiste en un punto ideal, en un sujeto ideal, construido por el Derecho. Es decir, concebimos unitariamente un conjunto de deberes y derechos, en tanto en cuanto que el ordenamiento jurídico que los establece los atribuye a un sujeto ideal construido por él. Ahora bien, ese sujeto ideal no es más que la expresión de la unidad de ese conjunto de normas, delimitado e independizado a tenor de cierto punto de vista. Así, pues, Kelsen explica que la personificación es un procedimiento técnico auxiliar de que se vale el conocimiento jurídico para hacer patente la unidad de un sistema de normas; en suma, es la expresión unitaria y abreviada de los contenidos de esas normas. Nos hallamos ante ese proceso de personificación, siempre y cuando el derecho imputa un acto no al sujeto físico que lo ha ejecutado sino a un sujeto idealmente construido, que simboliza la unidad de un conjunto de normas (que es lo que constituye la persona); verbigracia, a la persona ideal del municipio y no al hombre que realizó el acto como órgano de aquél.
Cuando éste proceso de personificación se aplica no a un orden parcial o conjunto limitado de normas jurídicas, sino a la totalidad de las mismas, concebidas unitariamente, tenemos entonces lo que se ha llamado persona del Estado, que no es más que la totalidad del ordenamiento positivo vigente, convertido en sujeto ideal y común de imputación de todos los mandatos contenidos en el Derecho, actos que son realizados por aquellos hombres a los que las normas jurídicas invisten del carácter de órganos estatales o jurídicos.
En consecuencia, dice Kelsen, el concepto de personalidad jurídica no es una cualidad real, que posean estas o aquellas colectividades, sino que es un medio de que se vale la Ciencia del Derecho para exponer las reciprocas relaciones jurídicas que integran dichos entes sociales.
El hombre individual es una realidad frente a la cual se encuentra el Derecho, pudiendo éste concederle personalidad, esto es, hacer de su conducta contenido de derechos subjetivos y deberes, o no concedérsela (esclavitud). Claro es que desde un punto de vista —169→ estimativo debe concedérsela en todo caso, pues de lo contrario resultaría la mayor de las monstruosidades y la más repugnante de las injusticias; pero es que en la frase que antecede se planteaba tan sólo las posibilidades lógicas -aunque desde luego una de ellas sea la única éticamente admisible y la otra sea condenable.
Ahora bien, la colectividad no es una realidad substante, con conducta propia; no hay más conductas que las que realizan los individuos; sólo estas conductas pueden ser contenido de la norma jurídica; y, así, la personalidad jurídica del ente colectivo es tan sólo la expresión de la unidad del ordenamiento que rige sus relaciones, es decir, las recíprocas relaciones de los comportamientos de los hombres que lo integran; es, en suma, la expresión de un común término ideal de la imputación de las conductas de los hombres que obran no por sí, sino en nombre y por cuenta de la colectividad. Cuando una norma jurídica determina que una sociedad mercantil puede comparecer en juicio, tal cosa es sólo la expresión abreviada de que la norma jurídica delega para la determinación de ciertos extremos de un orden parcial (el de esta sociedad) en el individuo que ha de actuar judicialmente, cuyos actos no son imputados a él mismo, sino a la unidad social, por lo cual influyen en las relaciones de que ésta se compone. La personalidad jurídica de la asociación (o de la corporación o de la fundación) no es más que una expresión unitaria para concebir una parte del orden jurídico, delimitada conforme a un cierto punto de vista, punto de vista que puede ser por ejemplo el de una finalidad común, el de un complejo de especiales relaciones entre determinados bienes (v. g. , los fundacionales), etc.
Resulta, pues, claro, que la personalidad jurídica individual y la personalidad jurídica colectiva son enteramente homogéneas. Se entiende que son homogéneas jurídicamente, pues las enormes diferencias que entre ellas median se refieren a la especial realidad ajena al Derecho que cada una tiene: mientras que la personalidad jurídica individual se adhiere o proyecta sobre una realidad substante, la del sujeto humano; en cambio la personalidad colectiva se atribuye a algo que no constituye una realidad substantiva, independiente, sino sólo un complejo de relaciones sociales. Y tanto en un caso como en el otro, la personalidad jurídica no traduce las plenarias y auténticas realidades que le sirven de soporte.
Adviértase que, en todo caso, quien tiene los deberes y los derechos es el hombre. La personalidad jurídica no es el soporte de esos deberes y derechos, sino su expresión unitaria, bajo la forma —170→ de personificación de aquella parte del orden jurídico que los establece y que es concebido como formando un sistema relativamente independiente. El precepto jurídico contiene sólo conducta humana, esto es, de individuos; sólo merced a la atribución de estas conductas a la unidad de un ordenamiento parcial o sistema parcial de normas jurídicas, surge el concepto de persona. Y, así, Kelsen resume su doctrina diciendo: cuando la base de delimitación de este sistema u ordenamiento parcial es la unidad humana, tenemos la persona jurídica individual; cuando el criterio de la delimitación es la conducta recíproca de varios individuos en vista de un cierto fin, entonces construimos el concepto de persona jurídica colectiva. Y si concebimos unitariamente la totalidad del sistema jurídico vigente, referida a un común punto ideal de imputación de cuantos actos se establecen como propios dé dichos sistemas, entonces hemos construido el concepto de la personalidad del Estado.
Como indiqué, estimo que la teoría de Ferrara y especialmente y sobre todo la de Kelsen han contribuido fecundamente a indicar que en el mundo del Derecho es tan construida o artificial la personalidad individual, como la personalidad colectiva y la fundacional. Pero estimo que sobre la base de lo descubierto por Kelsen, todavía se debe ir más adelante; es decir, que cabe sacar otras consecuencias, algunas de las cuales no están ni siquiera apuntadas ni aún sospechadas en la obra del fundador de la llamada escuela vienesa47. Así, pues, a continuación expondré las derivaciones y consecuencias que de este tema he hallado por mi propia cuenta, y algunos nuevos esclarecimientos críticos que estimo necesario introducir en él.
Tan artificial es la personalidad jurídica que se atribuye al sujeto individual, como aquella que se concede al ente colectivo. Al decir artificial quiero expresar la calidad de hallarse «construida por el Derecho», dimanante del Derecho, y no constituida fuera de él. Fuera del Derecho lo que hay son los individuos entrañables e irreductibles, los hombres de carne y hueso, los sujetos auténticamente individuales (cada cual con su propio corazoncito), únicos, incanjeables; y hay, además, relaciones sociales y complejos colectivos. Pero nada de eso, ninguna de esas realidades, funciona como persona. Lo que jurídicamente funciona como persona individual no es la totalidad de la persona humana, no es la plenitud del sujeto individual, sino solamente algunos de sus aspectos y dimensiones, y ciertamente aspectos no estrictamente individuales, sino genéricos, dimensiones no puramente privativas sino tópicas, funcionarias, que —171→ son aquella parte de su conducta eterna y tipificada que está prevista en la norma jurídica, que está dibujada en ella como supuestos de determinadas consecuencias. Una gran parte de mí ser humano, precisamente lo que tengo de entrañablemente individual, de único, de intransferible, de irreductible a cualquier esquema abstracto, de radicalmente concreto, queda extramuros del Derecho, queda fuera de su regulación preceptiva, y tan solo en calidad de garantizada, como libre o ajena a una normación taxativa. Así, pues, adviértase que para el Derecho no viene en cuestión la totalidad de mi persona humana, sino tan solo algunos de sus actos. Pero, además, adviértase también que de mis actos no vienen en cuestión para el Derecho las dimensiones que tengan de estrictamente individuales e intransferibles, sino tan solo dimensiones genéricas, comunes, típicas, intercambiables, fungibles. Aquella parte de mi realidad y de mi comportamiento que el Derecho toma en consideración no es lo que yo tengo estrictamente de individuo, no es mi persona real auténtica, ni siquiera aspectos de mi conducta en tanto que genuino individuo, en tanto que verdadera persona humana concreta, sino esquemas genéricos y típicos de conducta, dibujados en la norma y aplicables en principio a todos los sujetos. En suma, no soy yo mismo, el único y entrañable sujeto que llevo dentro, lo que funciona como personalidad jurídica, sino que ésta es como una especie de papel o rôle diseñado de antemano, como una especie de careta o de máscara que pueden llevar todos aquellos en quien encaje la forma de ésta. Y esta idea se halla presente en el sentido originario de la palabra persona, en que la tomó prestada el Derecho. La palabra persona significó originariamente y en sentido propio la máscara -la careta que usaban los actores- y el Derecho la empleó metafóricamente para denotar al sujeto de las relaciones jurídicas. Ahora bien, en tal acepción, persona viene a indicar un papel, una función previamente determinada, preestablecida, diseñada de antemano, esto es, no el hombre que representan en el teatro, sino el rôle por él desempeñado.
Ser individuo es ser yo y no otro; es constituir una existencia única, intransferible, incanjeable, irreductible a cualquier otra; es la realidad de mi propia vida, perspectiva en el horizonte del mundo distinta de todas las otras perspectivas que son las demás vidas. La persona auténtica, profunda, íntima, constituye esa instancia única e intransferible de decisión que somos cada uno de nosotros. En cambio, la personalidad jurídica atribuida al individuo se apoya o funda precisamente en aquellas dimensiones de éste, que no son —172→ individuales, sino colectivas, comunes, genéricas, esquemáticas. La dimensión del hombre que funciona como persona en el Derecho es la dimensión que éste tiene de común con otros sujetos jurídicos, todos aquellos otros que puedan encajar en la figura prevista por la norma jurídica. Y tampoco las varias concreciones singulares de la personalidad juridíca en cada uno de los hombres traducen ninguno de los aspectos auténticamente individuales de cada cual. Todas las calificaciones concretas de la personalidad jurídica en cada sujeto individual representan complejos o racimos de un conjunto de dimensiones genéricas que concurren en el sujeto, que por ejemplo es a la vez ciudadano, mayor de edad, marido, padre, propietario de inmuebles, inquilino, comprador, hipotecante, depositario, mandante, funcionario público, contribuyente, etc. El hombre en la plenitud y radicalidad de su propia y privativa vida individual no viene jamás en cuestión para el Derecho. En el Derecho funciona como sujeto el ciudadano, el vendedor, el pupilo, el tutor, el hijo, el padre, el arrendatario, el heredero, el moroso, el delincuente, el contribuyente, el soldado, el juez, etc., etc. En principio, puede haber cualquier otro ser humano que se halle en las mismas situaciones jurídicas (de ciudadano, de profesor, de comprador, de arrendatario, etc., etc.), en que mi personalidad jurídica se concreta. Todas las dimensiones de mi personalidad jurídica son, por así decirlo, funciones o papeles previamente escritos, máscaras moldeadas de antemano, trajes de bazar (y no a medida) que, lo mismo que por mí, pueden ser ocupadas o desempeñadas por cualquier otro en quien concurran las condiciones previstas. En cambio, mi auténtica personalidad, mi vida radicalmente individual, propia y exclusiva, única e intransferible, ésta se halla siempre ausente de las relaciones jurídicas, se halla o más acá o más allá del Derecho. Lo cual es comprensible, pues el Derecho es siempre algo social o colectivo.
Ya se ha visto que el comportamiento humano puede hallarse respecto del Derecho en tres clases de relaciones (dos de ellas positivas y la otra negativa): a) positivamente, como materia u objeto, de deberes; b) positivamente, como elemento condicionante de la producción de preceptos jurídicos o de su cumplimiento por otros, es decir, como derecho subjetivo (en las tres manifestaciones del mismo); c) negativamente, como libre de regulación taxativa, y, por tanto, como permitida y garantizada. Así, pues, la regulación jurídica es siempre parcial respecto de la plenitud de la vida humana (lo cual no ocurre con los valores morales, que abarcan, —173→ circunscriben y penetran la plenitud de la vida). Resulta, por tanto, que sólo una parte de mi comportamiento es preceptiva y taxativamente regulada por el Derecho, quedando la otra parte como libre, es decir, como permitida y garantizada. Pero, además, hay que hacer otra observación: en la parte de conducta que viene en cuestión para el Derecho, éste no toma en cuenta la plenitud de dicho obrar, sino única y exclusivamente algunas de las dimensiones del mismo, a saber, las previstas en la norma, que son las dimensiones externas y relativas a los demás sujetos de derecho. De suerte que de aquella conducta relevante para el Derecho, éste recoge solamente las dimensiones genéricas (las tipificadas en la norma) y deja fuera de su alcance jurídico los matices y acentos individuales, que son exclusivamente individuales y no fungibles. Por mucho que se trate de singularizar o concretar el precepto jurídico, éste quedará siempre como una fórmula típica de la que necesariamente escapa la individualidad auténtica, del yo singular e irrepetible, con sus acentos y modalidades peculiares, que son irreductibles a todo concepto general.
Así se contempla a la luz de este tema algo que ya había indicado al delimitar la esencia de lo jurídico: que el Derecho es siempre y necesariamente una regulación esquemática de la conducta. Estos esquemas podrán ser más o menos generales, poco o muy detallados, pero, en definitiva, siempre y necesariamente son esquemas, y por consiguiente siempre tienen un mínimo de generalidad que excluye la entraña de lo auténticamente individual. Son esquemas de conducta que no se refieren a la entraña individual, sino que regulan aspectos comunales, formas tópicas, dimensiones funcionarias, en suma, formas de vida colectiva. Por el contrario, los valores morales sensu stricto toman en consideración la individualidad plenaria, en cuanto a tal; los valores morales tienen en cuenta todos los elementos concretos, singulares y propios que concurren en una persona humana y que determinan en cada momento la intransferible situación en que ésta se halla. De suerte que la Moral constituye el punto de vista que envuelve la totalidad de la persona y la penetra hasta su más profunda entraña; constituye la instancia individualizada por excelencia para el comportamiento.
El hombre viene en cuestión para la norma jurídica, constituye una personalidad jurídica, a manera de una voluntad descuajada de la totalidad de sus relaciones reales: una voluntad, no entendida como fenómeno psicológico, sino como una significación objetivada, como una situación exteriorizada, desprendida de sus —174→ vinculaciones reales y apreciada en un sentido prefijado por la norma. Así, pues, tener en Derecho personalidad, significa ser sujeto de papeles previstos en la regulación jurídica. Y la persona jurídica individual está constituida por la unidad de imputación de una serie de funciones actuales y posibles previstas en la norma. Ahora bien, en el caso de la persona individual, ese centro de imputación coincide con la unidad real y viviente del hombre, que es su substrato o soporte; aunque, bien entendido que lo que funciona como persona jurídica individual no es esa realidad viviente y plenaria del individuo, sino un esquema unitario o unificado de funciones objetivadas, esquema que la norma proyecta sobre el sujeto humano real.
En lo que atañe a la personalidad jurídica de los entes colectivos y fundacionales, poco más precisa añadir después de lo que ya he expuesto en páginas anteriores. La personalidad de un grupo social consiste en la unidad de imputación de una serie múltiple de conductas de ciertos hombres; conductas que el Derecho no adscribe a los sujetos que las efectúan, sino a otro sujeto ideal, construido por la norma, como punto terminal de imputación de un determinado repertorio de relaciones jurídicas. Ahora bien, mientras que por debajo de la personalidad jurídica individual -también construida por el Derecho- existe un sujeto real, una subjetividad consciente de sí, un yo, una persona humana en sentido radical, por el contrario, debajo de la personalidad jurídica de los entes colectivos, aunque haya un soporte de realidad social, ésta realidad no tiene la dimensión de subjetividad, de un auténtico yo. Claro es que si este ente jurídico tiene una vida jurídica, debemos preguntarnos por el quién de esa vida, es decir, por su sujeto. Pero el sujeto de esa vida jurídica es un sujeto jurídico, esto es, creado o construido por el Derecho; es meramente una síntesis lógica de una multiplicidad de relaciones determinada por el Derecho. Con esto no se niega que por debajo de la personalidad jurídica colectiva haya una especial realidad social, independiente del Derecho; pero lo que funciona en Derecho como personalidad colectiva no es la realidad social plenaria del ente colectivo que sirve de substrato o soporte a la personalidad jurídica del mismo. La personalidad jurídica es tan solo la síntesis de las funciones jurídicas imputadas por la norma no a los hombres que las realizan, sino a un sujeto ideal, construido, fingido, consistente en ese común término ideal de imputación.
De la misma manera que exponía que la personalidad jurídica —175→ del sujeto individual ni agota ni siquiera traduce remotamente la plenaria y concreta realidad humana de cada uno, análogamente debo hacer notar que la personalidad jurídica de los entes colectivos no expresa toda la realidad social que les sirve de substrato. La personalidad jurídica de los entes colectivos no traduce ni refleja toda la realidad social que ellos tengan aparte o independientemente del Derecho. Gran parte de esa realidad social queda extramuros de la personalidad jurídica. Adviértase que la personalidad jurídica del ente colectivo o del fundacional es algo construido por el Derecho; constituye una figura normativa de imputación unitaria, que la norma proyecta sobre un complejo de relaciones. Pero no sólo no hay ecuación entre la realidad social que tengan los entes colectivos y su personalidad jurídica; es que, además, hay una independencia entre esa realidad y la categoría de persona jurídica. La personalidad jurídica de los entes colectivos no es lo mismo que la personalidad social que puedan tener -y de la que hablaré más adelante-. La personalidad social de un ente colectivo, con independencia del Derecho, sería, según explicaré después, una especie de organización al servicio de un fin común, teniendo sus miembros conciencia de esa unidad teleológica. En cambio, la personalidad jurídica del ente colectivo es una unificación producida por el Derecho para la actuación externa del grupo en el comercio jurídico con los demás, algo así como una máscara aplicada sobre una cara, pero que no la refleja exactamente -según la expresión de Hauriou (nótese cómo inevitablemente vuelve a surgir la representación de la máscara)48-. El concepto de personalidad jurídica nada nos aclara sobre la constitución interna del grupo.
Indicaba, unas líneas más arriba, que hay independencia entre la realidad del ente colectivo y la personalidad jurídica que el Derecho le atribuya. Efectivamente, adviértese, en primer lugar, que cabe la existencia de configuraciones sociales, de grupos, de entes colectivos, con estrecha cohesión y netos perfiles, los cuales, sin embargo, no tienen personalidad jurídica; y ello es así, sencillamente, porque el Derecho no se la ha atribuido. En segundo lugar, observemos que la relación entre la personalidad jurídica y la realidad del ente colectivo, de la cual es predicada aquella, cabe que sea de muy diversas maneras. Hay entes colectivos que, aparte de la personalidad jurídica que el Derecho les atribuya, y aun antes de que éste se la atribuya, tienen una realidad social perfectamente constituida, de clara y vigorosa estructura -por ejemplo, una comunidad religiosa, independientemente de que el Derecho le atribuya o no personalidad —176→ jurídica; por ejemplo también, ciertas instituciones benéficas o culturales, que pueden tener o no personalidad jurídica, según que el Derecho se la otorgue o no-. En todos esos casos -y en tantos otros similares-, cuando el Derecho imprime la personalidad jurídica, resulta que la proyecta o adhiere sobre algo que constituía ya antes una entidad colectiva con realidad social. Claro es que la regulación jurídica de la realidad de un grupo como personalidad, influye después como factor efectivo en la configuración real del grupo y en su vida. Pero lo que aquí se trata de señalar es sencillamente que, muchas veces, el Derecho concede personalidad jurídica a realidades sociales que constituían ya antes un complejo configurado. En cambio, hay otros casos en los cuales el ente colectivo se constituye por vez primera como tal por obra del Derecho y gracias a éste, como ocurre verbigracia con una compañía mercantil anónima. En este caso, el ente colectivo ha sido creado por el Derecho, no ya sólo en cuanto a su personalidad jurídica, sino también en su realidad social ajena al Derecho. Ahora bien, aún en ese caso, en que el ente colectivo deba el nacimiento u origen de su realidad social al Derecho, una vez que ha surgido ya, su realidad social no se agota en su personalidad jurídica, ni ésta es expresión exacta de aquella. Así, en el ejemplo antes indicado, tenemos que la realidad social de una compañía mercantil anónima no se agota en las normas legales y estatutarias que regulan su personalidad jurídica. Todo esto muestra claramente a la vez la independencia entre la personalidad jurídica del ente colectivo y su realidad social y los varios tipos de relación entre la una y la otra.
5. Las personalidades sociales extrajurídicas de los individuos y la personalidad social extrajurídica de los grupos
Los temas que enuncia el epígrafe no pertenecen propiamente a una reflexión sobre el Derecho; sino que tienen su sede en un tratado de Sociología. Pero, aparte del interés que dichos temas ofrecen, conviene considerarlos aquí, bien que solo someramente, para completar el panorama de las cuestiones que suscita la palabra personalidad; y, además, porque a la luz de este estudio complementario cobrará un mayor relieve y una más rigorosa significación todo cuanto llevo dicho de un lado sobre la persona humana auténtica y de otra parte sobre la personalidad jurídica.
Las personalidades sociales extrajurídicas de los individuos. Recuérdese que, al caracterizar la vida social, el obrar social de los individuos, expuse que el sujeto de esa conducta social (p. e. del cumplimiento de un uso) no es el yo auténtico individual y entrañable, sino un yo social, adherido al individuo, como máscara del mismo, en cuanto miembro de un círculo colectivo, como costra configurada por el medio social. Lo que el individuo auténtico pone en su obrar social es la decisión de acomodar su conducta a esos módulos colectivos; pero como esos módulos no son obra original suya, sino forma comunal de comportamiento, resulta que lo que al cumplirlos se manifiesta no es la individualidad, sino una especie de careta colectiva que la misma lleva, en suma, un yo social que porta el sujeto, una especie de traje, el propio del círculo social en cuestión. La personalidad de un sujeto en tanto que miembro de un círculo colectivo no es la realidad de su plenaria individualidad, sino una dimensión común, funcionaria, esquemática, fungible. En lo colectivo, en sentido estricto, no viene en cuestión el individuo como tal individuo, plenamente responsable de su propia vida, como sujeto peculiar y exclusivo, único y no sustituible, sino que lo socialmente relevante es una calidad genérica de miembro de un círculo colectivo, o de titular en él de determinadas funciones. O dicho con otras palabras: el sujeto que actúa en la vida colectiva no es el individuo entrañable, sino que es el «vecino, el colega, el camarada, el caballero, el aristócrata, el miembro de la clase media, el obrero, el correligionario, el copartidario, el deportista, el profesional», etc., etc. Es decir, nunca el individuo intimo que se es, sino la magnitud objetivada, generalizada, esquematizada, de una función, que se cumple no por cuenta propia sino por cuenta de la colectividad. Vemos, pues, que esas personalidades sociales que desempeña el sujeto se parecen a sus personalidades jurídicas (por ejemplo: actuar como ciudadano, como empleado, como vendedor, como arrendatario, etc.), pues al igual que éstas, son funcionarias, objetivadas, artificiales, moldeadas desde fuera. Y, así, ocurre que si tomamos una relación social aislada de todo otro ingrediente? en situación químicamente pura, diríamos, nos damos cuenta de que esta relación se establece entre sujetos fungibles, canjeables, y no entre individuos auténticos (es decir, en lo que cada uno tenga de individual); que es también lo que ocurre en las puras relaciones jurídicas: el vendedor a quien compro es desde luego un hombre que tiene su propia individualidad, que tiene, como expresa el dicho, su alma en su almario; pero como tal vendedor viene en cuestión —178→ para mí sólo en esa su calidad, en esa máscara de vendedor, y el perfectamente sustituible por cualquier otro sujeto que desempeñe el mismo papel; y lo análogo ocurre con el colega que no sea nada mas que colega (es decir, que además no sea también amigo o enemigo -pues en este caso ya habría algo más que una relación social, habría también una relación interindividual). Ahora bien, esas personalidades sociales que todos llevamos o vestimos (como trajes de bazar) se diferencian de la personalidad jurídica en lo siguiente: en la personalidad jurídica hay una instancia responsable, a saber, el ordenamiento jurídico, cuya unidad se expresa en el Estado; mientras que de las personalidades sociales no hay esa instancia definida y responsable, porque el sujeto responsable de la vida colectiva no existe como algo determinado, sino como algo anónimo, a saber, la gente, los demás, todos y ninguno en particular. De esto se sigue que mientras que la personalidad social del individuo es siempre algo vaga y difuminada, en cambio, la personalidad jurídica tiene perfiles rigorosamente recortados. Podríamos decir que a la luz de esta comparación se destaca aquí -como en tantos otros aspectos- que lo jurídico representa la forma extrema de lo social, la maximalización de lo social, su expresión más intensa y más rígidamente cristalizada. En lo jurídico, lo social cobra sus más sólidos y definidos perfiles, y todos sus caracteres llegan a la culminación.
La personalidad social extrajurídica de los entes colectivos. Tampoco este tema, al igual que el anterior, pertenece a la filosofía del Derecho, sino que es propio de la Sociología. Pero por los mismos motivos aducidos respecto del anterior, convendrá que diga algo sobre él. Claro es que tendré que limitarme a unas consideraciones muy sumarias, pues tratar totalmente este tema, aunque fuese sólo de manera sucinta, exigiría desarrollar una de las principales partes de la Sociología, aquella que se refiere a los productos, complejos o entes colectivos. Me voy a referir solamente a un tipo de esos entes, a saber, a los llamados instituciones o entes de fin trascendente, dentro de los cuales pueden entrar las corporaciones, las fundaciones y muchas asociaciones (las científicas, las artísticas, etc.)
Y como mera alusión a este tema, creo lo más oportuno relatar la teoría de la institución (de Hauriou y de Renard), o mejor dicho, mi interpretación de la misma (con algún punto de vista y matiz propios). Esta teoría es uno de los ensayos sociológicos más interesantes —179→ sobre los entes colectivos. Así mismo referiré algunos pensamientos magistrales de Wiese respecto del mismo tema49.
Hauriou ha elaborado su teoría de la institución en vista de la doctrina de la persona jurídica colectiva; pero su doctrina, propiamente y en su mayor parte, no es jurídica sino sociológica. Aquí prescindiré del aspecto jurídico de aquellos entes colectivos que tienen personalidad jurídica, para atender solamente al problema de su realidad social. Hauriou llama instituciones a los entes colectivos que consisten en una idea de empresa que se realiza y dura en un medio colectivo, surgiendo en éste, a dicho fin, una organización y unas peculiares reglas de conducta y produciéndose fenómenos de comunión entre los miembros que la componen. La institución es una idea práctica que se ha objetivado y se ha positivizado, encarnando en una peculiar estructura u organización social. Y como es una idea de obra, es decir, de empresa, la institución es algo activo -claro que activo a través de los individuos que la componen-. No debe confundirse el fin con la idea de la obra en común; pues el fin es algo exterior a la empresa, en tanto que su idea directriz (su pensamiento inspirador), es algo interior a ella: el fin es algo estrictamente determinado, concreto y limitativo, mientras que esa idea de empresa o misión tiene una virtualidad de persistencia y de renovado enriquecimiento. La institución como grupo social viene determinada por la participación de sus miembros en esa idea de empresa; por la comunión en esa idea. Tal comunión produce un equilibrio de fuerzas internas; además origina la actuación según unos procedimientos objetivos -que consisten en la adhesión a determinados hechos-; y, por fin, engendra una estructura organizada. Así, pues, esta idea de empresa, al enraizar en un medio humano, lo informa, lo configura, lo organiza, lo dota de un perfil diferenciado y hace surgir en él un poder. Y el grupo institucional puede cobrar una personalidad social (moral dice Hauriou -que es algo por entero distinto e independiente de la personalidad jurídica, que puede tener o no tener, sólo en virtud de lo que el Derecho positivo disponga-). Cobra esa personalidad social cuando la idea de obra o empresa se interioriza en las conciencias de los individuos que son miembros de grupo; y entonces éstos actúan libre y conscientemente como tales miembros, es decir, desempeñando, una función que no es individual sino que es del ente colectivo. De este modo el ente colectivo se dibuja como un conjunto de actividades sociales, encaminadas a una empresa estable, en vista de determinados fines; actividades que son cumplidas por los miembros, pero teniendo —180→ éstos la conciencia de que no se trata de algo suyo individual, antes bien, de algo que pertenece a la empresa común. Cuando tal cosa ocurre, podemos decir que el grupo constituye una personalidad social. Si bien es verdad que la institución no puede hacer nada sino por medio de los hombres que la componen, sin embargo, su acción es específicamente distinta de toda otra; se presenta como atribuible a un sujeto distinto de los sujetos individuales que de hecho obran. Adviértase, desde luego, que de ninguna manera se trata de suponer gratuita y fantasmagóricamente una conciencia colectiva como algo real, en sentido propio y estricto, pues es notorio que no existe; tal conciencia colectiva es sólo una arbitraria creación de la palabrería romántica. No se trata de eso, ni de nada que se le parezca. Pero los actos de la institución como personalidad social, si bien es cierto que tienen como autores a los hombres que integran el grupo, también lo es que tienen en la colectividad tanto su motivo como su término final -y yo diría, además, su centro de imputación-. Aunque es cierto que también la responsabilidad recaerá en última instancia sobre las conciencias individuales de sus miembros, es así mismo cierto que no pesará sobre cada una más que a título de su función en el ente institucional, y que será medida tomando como criterio esa misma función. En una persona social, los sujetos que la componen están llamados a comportarse como miembros conscientes de la institución; y, así, la existencia del grupo, constituida por el conjunto jerarquizado de funciones, consiste en una organización que se refleja en la conciencia de sus miembros. Repito, una vez más, que no se trata, de ninguna manera, de explicar la institución como un ente substante50; sino tan solo de subrayar que en esa organización -que no constituye un ser substancial- hay, sin embargo, un destino colectivo propio; hay unos fines comunes; hay unas funciones sociales congruentes; hay unas conductas referidas al ente y no a los sujetos individuales -aunque éstos sean quienes las realizan-; y hay un sentido de responsabilidad comunal. Ahora bien, quede perfectamente claro que, a pesar de todo ello, la institución no es un ser substancial, sino única y exclusivamente una textura de relaciones. Y, así mismo, precisa que quede claro que, hasta lo que he expuesto, la institución es un concepto puramente sociológico y de ninguna manera nada que tenga que ver lo más mínimo con el Derecho. No todos los entes colectivos o instituciones que poseen personalidad social tienen personalidad jurídica. La personalidad jurídica de los entes colectivos a quienes el Derecho la conceda, constituye un puro expediente jurídico, una creación —181→ del Derecho, para unificar externamente, hacia fuera, en el comercio jurídico, el conjunto de relaciones que integran al grupo; es una especie de unidad simple construida por la norma jurídica, algo así como una máscara que no refleja ni traduce lo que haya debajo, en la realidad sobre la cual se aplica.
Tal como la he expuesto, entiendo yo la teoría de la institución -y creo que éste es el sentido fértil que anida en los trabajos de Hauriou, de Renard y de Delos51, los cuales adquirirán todo su relieve en la medida en que los inserte y se los comprenda en la forma en que acabo de interpretarlos.
Pero, como complemento a este tema sociológico, desearla ofrecer una referencia sobre algunos puntos del análisis que Wiese ha llevado a cabo sobre los entes colectivos abstractos (o corporaciones), como él los llama. Insiste mucho Wiese, a través de un análisis finísimo y decisivo, en que los entes colectivos -que algunos sociólogos hegelianos y románticos quisieron substancializar- se reducen única y exclusivamente a una complicada textura de relaciones y procesos interhumanos. Esas formaciones sociales o entes colectivos constituyen condensaciones o hacinamientos de procesos sociales, que se repiten en determinadas figuras o complejos; son tejidos de fuerzas humanas, unidas por múltiples combinaciones durables; son energías humanas amontonadas y enlazadas, cuya subsistencia depende de que haya hombres que las quieran eficazmente. La supuesta realidad independiente, que por algunos suele atribuirse a las formaciones sociales o entes colectivos, existe sólo en nuestras representaciones y no como una «cosa» fuera de nosotros. Frente al individuo concreto, los entes colectivos no son más que las influencias de otros hombres que existen coetáneamente, que existieron antes, o que existirán después. Los entes colectivos llamados asociaciones y corporaciones son complicadas combinaciones de procesos sociales; y se caracterizan porque en ellas está presente el pensamiento de que las funciones que realiza la colectividad constituyen un bien, que merece ser conservado y cuidado independientemente de los hombres que viven en un determinado momento. Así, pues, puede decirse que existe un ente colectivo abstracto, cuando en un grupo de hombres que conviven, éstos experimentan o sienten el grupo como una unidad, que posee relativa permanencia, y que debe subsistir ulteriormente por medio de una producción espiritual.
Los materiales cualitativos de las corporaciones -según Wiese- están constituidos por experiencias humanas comunes, las cuales son de dos clases: experiencias técnicas y experiencias propiamente sociales, —182→ esto es, experiencias de convivencia y de organización. Estas, experiencias vienen a constituir una especie de convicciones comunes, que gozan de general vigencia y aceptación. De otra parte, lo que originariamente puede constituir un deseo individual es a veces objetivado, es convertido en formas ideales de conducta y cristaliza como módulo de un ente colectivo. No hay humano afán, ni esperanza, ni temor, ni experiencia importante, ni idea, que no pueda convertirse en el acervo y tema de un ente colectivo, cuando ello es sentido generalmente por las conciencias y apoyado por módulos sociales de comportamiento. El ente colectivo implica, pues, la objetivación de un humano afán, como empresa comunal, como proyecto animado por un ethos idealista; implica además un caudal de -experiencias; y, así mismo, una organización mediante la cual se trata de superar todos aquellos factores que constituirían una traba para llevar a cabo la obra.
La fuerza imponente que poseen muchos entes colectivos sobre el individuo, se explica -dice Wiese- si tenemos en cuenta: 1º., que ordinariamente los hombres no ven la totalidad complejísima de los factores que intervienen en la textura de todos aquellos actos humanos interesantes de la asociación o corporación; ni siquiera llegan a darse clara cuenta del alcance de sus propias acciones; 2º., que muchas veces los hombres actúan bajo el influjo de los entes abstractos ya preexistentes y contribuye a su conservación y a su ulterior desarrollo. Ante una visión torpe y superficial podría acaso parecer que es el ente mismo quien actúa con una vida independiente y llega incluso a engendrar nuevas entidades por su propia cuenta; pero no es esto lo que pasa en realidad: lo que ocurre es que quienes actúan son única y exclusivamente los hombres individuales, influidos por las representaciones que se han formado del ente colectivo -yo diría además, influidos por las formas de vida humana objetivada social-. Las corporaciones existentes perduran o se modifican tan sólo en la medida en que los hombres, insertos en ellas, quieran conservarlas o modificarlas. Cuando adviene una generación que las olvida o quiere ignorarlas, desaparecen y se disgregan como pompas de jabón.
Cada tipo de ente colectivo se caracteriza por los procesos sociales que preponderantemente lo determinan; y cada clase o figura de procesos sociales corresponde a los especiales obstáculos que, mediante ella, se trata de vencer: así, por ejemplo, la familia trata de superar las vacilaciones del instinto sexual, el desvalimiento de los hijos, etc.; el testamento o corporación profesional trata de superar —183→ las oposiciones y la inconexión entre los que dentro del mismo pueblo tienen los mismos fines de trabajo; las asociaciones de vida espiritual (científica, artística, etc.) tratan de superar el peligro de 11 falta de solidaridad y del desconocimiento y del desdén; etc. En las entidades colectivas encarnan, además, objetivaciones de afanes: así en la familia el afán genésico, el de refugio del tráfago de la vida, etc.; en el Estado, el afán de dominación. Hasta aquí la exposición y glosa de Wiese.)
Quiero advertir, como palabras finales de esta glosa, que la personalidad social de los entes colectivos -aparte de que tengan o no personalidad jurídica- constituye algo relativamente difuso y difuminado, que podemos concebir en su conjunto, pero sin perfiles rigorosos y exactos. Al contrario de lo que ocurre con la personalidad jurídica, la cual está rigorosamente delimitada y perfilada por la norma de Derecho, que crea un centro ideal de imputación, que construye un sujeto ideal dibujado con toda precisión. Pero, sin embargo, la índole de esa personalidad colectiva -puramente sociológica- es análoga a la de la personalidad jurídica, si bien mucho más embrionaria y menos dibujada que ésta, pues consiste también en constituir una especie de centro común de imputación de conductas realizadas por sujetos de carne y hueso, las cuales no son atribuidas a dichos sujetos, sino a la entidad. Así, por ejemplo, cuando un hombre actúa como directivo o como miembro de una institución (sin personalidad jurídica), esa conducta se practica no como algo individual, sino como una función del grupo, y se atribuye a éste, y crea una responsabilidad para éste. Y ello es así, porque la organización del grupo consiste precisamente en ese proceso de atribución o imputación unificada de las varias conductas que lo integran no a sus respectivos sujetos, sino al grupo como grupo. Ahora bien, esta imputación tiene lugar no en virtud de una norma de términos precisos e inequívocos -cual ocurre en la personalidad jurídica-, sino a virtud de unas formas de vida objetivada social que así lo señalan, formas que de ordinario son menos exactas que las del Derecho, y sobre todo, son normas que rigen hacia el interior del grupo, pero que pueden no tener vigencia en las relaciones de éste con el exterior, es decir, con los demás hombres y con los demás grupos. No obstante se trata, como ya he indicado, de un proceso análogo al de la personalidad jurídica, bien que menos cristalizado que el de ésta. Es decir, la contextura de lo que llamamos personalidad social de los entes colectivos, consiste también en un especial expediente de imputación. Ahora bien, en este tema ocurre lo que ya —184→ hemos visto en otros, a saber: que lo jurídico representa la maximalización de los caracteres de lo colectivo, su culminante intensificación, su rígida cristalización, su expresión extrema.
Repito que todas las consideraciones que anteceden -en este epígrafe- no pertenecen propiamente a una teoría del Derecho, sino que son propias de una Sociología, pero a la luz de las mismas queda destacado, con mayor claridad, el sentido y alcance de la personalidad jurídica, tal y como la expuse más arriba.