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ArribaAbajoCapítulo XII

Estimativa jurídica.


Sumario: 1. Planteamiento del problema de la Estimativa Jurídica.- 2. Justificación del problema de la Estimativa Jurídica.- 3. Articulación escalonada de los temas que condicionan la Estimativa Jurídica.- 4. La raíz del conocimiento estimativo sobre el Derecho.- 5. Objetividad del a priori estimativo.- 6. La historicidad humana y los valores jurídicos. Planteamiento de la cuestión. Platón. Aristóteles. San Agustín. Filosofía escolástica, Francisco Suárez. La escuela clásica del Derecho Natural. Rousseau. El Romanticismo jurídico o Escuela histórica del Derecho. Hegel. Comparación entre el pensamiento de la Escuela histórica y el de Hegel. El positivismo y el naturalismo. Carlos Marx. Stammler. La superación del formalismo.- 7. Historicidad y valores jurídicos. La historicidad en la Estimativa Jurídica.- 8. La idea de la justicia y la valoración jurídica.- 9. La valoración de la persona humana para el Derecho.- 10. Fundamentación del personalismo o humanismo.- 11. Consecuencias del personalismo.- 12. La certeza y seguridad.


ArribaAbajo1. Planteamiento del problema de la Estimativa Jurídica.

Bajo el título de Estimativa Jurídica, voy a tratar del problema sobre los criterios para el enjuiciamiento de las normas de Derecho positivo y para la reelaboración progresiva del mismo.

Prácticamente, en la organización suprema de la vida social y en la solución de los conflictos que ella plantee, la norma de Derecho positivo vigente constituye una decisión ejecutiva e inapelable. La solución dictada por los órganos del Derecho vigente es algo definitivo, que se impone irresistiblemente; constituye en la realidad de la vida social una última palabra, puesto que el Derecho es norma que por su propia esencia se impone inexorablemente, aniquilando toda resistencia y rebeldía. Pero esa solución decisiva y firme en la realidad de la vida, no es, en cambio una última palabra para el pensamiento. Y, así, ocurre que siempre cabe preguntarnos, ante una ley o ante una sentencia del Supremo Tribunal de justicia, si la solución contenida en una u otra, respecto de determinado problema de   —266→   relaciones sociales, es una solución plenamente buena o, por lo menos, si es la mejor entre las efectivamente posibles. Es decir, cabe siempre que frente al precepto jurídico positivo planteemos la pregunta sobre su justificación intrínseca. Cabe que nos interroguemos sobre si ese precepto es acertado o si por el contrario es defectuoso o si representa un desatino; en suma, podemos siempre plantear la cuestión de sí un precepto jurídico está o no intrínsecamente justificado. O dicho con otras palabras: las soluciones que ofrece la jurisprudencia positiva -que desde luego constituyen prácticamente una última palabra de forzosa aplicación- pueden ser sometidas por el pensamiento a una crítica, a cuya luz se inquieran sus títulos de justificación. Con esto, por así decirlo, hacemos comparecer al Derecho positivo ante una instancia ideal, filosófica, para examinar cuales sean sus títulos de justificación. Citamos a juicio al Derecho positivo, no ante un tribunal de Derecho, sino ante el foro de la conciencia, ante el enjuiciamiento de la reflexión filosófica; y planteamos la pregunta de si eso, que aquí y ahora, o allá y entonces, es o fue el Derecho vigente, presenta o no en regla sus títulos de justificación; y, con ello, al propio tiempo nos lanzamos a averiguar si cabría una reelaboración de los preceptos vigentes en un sentido de mayor justicia y de mayor beneficio común.

Ahora bien, este examen, como todo proceso de enjuiciamiento, tendrá que resolverse a la luz de algunas normas, las cuales en este caso ya no pueden ser normas positivas, sino que habrán de ser normas ideales, valores. Y propiamente la tarea de la Estimativa jurídica, como una de las partes de la filosofía del Derecho, no consiste en llevar a la práctica el enjuiciamiento concreto de un determinado Derecho positivo, sino en averiguar cuáles sean los módulos según los cuales resulta posible dicha labor de crítica, de valoración, y, consiguientemente, de orientación. Con ello se suministrará la base para llevar a cabo los enjuiciamientos concretos del Derecho positivo, y, al mismo tiempo, la obtención de los criterios que deban inspirar al desarrollo del Derecho.

En suma, éste es el problema que se ha conocido con las denominaciones de «derecho natural», «derecho racional», «idea de justicia», «fin supremo del Derecho», «Deontología jurídica», «ideales jurídicos», «crítica ideal del Derecho», etc. Yo prefiero denominarlo Estimativa Jurídica, porque con esta expresión se denota con toda claridad la esencia del problema y no se prejuzga sobre la solución que se de al mismo. Y, de momento, antes de entrar en el ensayo de solución que se deba dar a este tema, interesa superlativamente   —267→   plantear el problema con toda pulcritud. Ante todo, lo que urge es cobrar clara conciencia del problema, sin incurrir en precipitaciones mentales que impliquen un prejuicio sobre su solución. Y, según expondré unas líneas más abajo, no basta solamente plantear el problema, sino que además será preciso justificarlo como tal problema, es decir, mostrar que tiene plenario sentido que nos planteemos tal cuestión.

Este tema de la justicia, del Derecho que debe ser, de los valores jurídicos, ha preocupado siempre y en todo momento, no sólo a la conciencia vital de los individuos y a la opinión pública de los pueblos, sino también de un modo central a la especulación filosófica.

Si contemplamos en perspectiva panorámica la historia del pensamiento, caeremos en la cuenta de que, salvo dos o tres ocasos escépticos, la filosofía ha vertido siempre amorosamente su atención sobre este asunto. Brota ya como tema predilecto en los trabajos de los pitagóricos. Se dibuja vigorosamente en Sócrates, en cuya obra de fundamentación de la moral late la preocupación sobre cómo deba ser el Estado -y, por tanto, sobre el perfil ideal del ordenamiento jurídico-. Y en Platón, su obra de mayor alcance, aquella en que culmina su Metafísica, es precisamente la consagrada al tema de la justicia, (al tema del Estado que debe ser), el diálogo de la Politeia (República). Y Aristóteles dedica a esta cuestión el Libro V de su Ética Nicomaquea y su tratado de la Política, dibujando la diferencia entre lo justo natural y lo justo civil. Y los estoicos elaboran el concepto de ley natural, que después será recibido en el pensamiento de la Patrística. Y ésta sigue ocupándose centralmente del problema de la justicia y de las normas para enjuiciar y orientar el Derecho positivo, al perfilar los conceptos de ley eterna y de ley ética natural. Y este tema ocupa preferente lugar en toda la filosofía escolástica de la Edad Media, y todavía más en el Renacimiento que de la misma se opera en la espléndida floración de los juristas y teólogos españoles de los siglos XVI y XVII (Suárez, Victoria, Soto, Bañez, Molina, Alcazar, Vázquez de Menchaca, etc.). Y el pensamiento iusnaturalista del iluminismo (Altusio, Grocio, Tomasio, Puffendorf, Locke, Sidney, etc.) representa no tan solo el más vigoroso denominador común de las preocupaciones intelectuales de la época, sino, además, también el protagonista efectivo de la situación histórica, que va a culminar -pasando a través de la obra genial de Rousseau- en el magno acontecimiento de la Revolución Francesa, que bien pudiéramos definirla, desde este punto de vista, como la   —268→   apoteosis máxima y frenética del Derecho Natural. Y este mismo tema sigue afinándose y adquiriendo nuevas perspectivas en Kant. Y pervive y se desarrolla con fecundidad en Fichte -la genialidad de cuya obra se actualiza en nuestros días-; y en Schelling. Y en Hegel adquiere otras perspectivas, hasta el punto de que, por una parte desaparece como tema normativo y, por otra, la filosofía del Derecho se convierte en uno de los momentos capitales de su sistema. Y el tema iusnaturalista aparece con nuevas versiones en las páginas de Krause.

Este tema fue negado tan solo en algunos momentos escépticos de la antigüedad: en el pensamiento de los sofistas, centralmente preocupados por ésta cuestión, pero para negar todo criterio válido de justificación -animados de un travieso espíritu nihilista-; en la escepsis radical de Pirrón, que es pura suspensión de todo juicio, tanto teorético como práctico, plenaria abstención; y en la Filosofía de la Academia Media. De otra parte, brotan algunos ensayos de duda escéptica en el Renacimiento, con Charron y con Montaigne, que no llegan a cuajar en el pensamiento de su época. Y, finalmente, en el segundo tercio del siglo XIX, al advenir las corrientes naturalistas (materialismo, evolucionismo, etc.), de una parte, y el positivismo a ultranza de los segundones de esa escuela, por otra el pensamiento queda mutilado, la Filosofía es negada, y se instaura lo que certeramente se ha llamado la tiranía terrorista de los laboratorios, que obra sobre el campo de los estudios jurídicos suprimiendo toda Filosofía del Derecho. Pero ninguna de esas crisis escépticas fue definitiva ni consiguió instalarse permanentemente en el pensamiento. Antes bien, por el contrarío, todas dieron lugar a nuevos florecimientos mucho más vigorosos y depurados de la filosofía general y de la teoría de los ideales jurídicos. Y, así, al escepticismo de los sofistas, sucede la ubérrima floración de los grandes sistemas filosóficos de la antigüedad: Sócrates, Platón, Aristóteles, el estoicismo, el epicureísmo. Y, así, a los conatos de desesperanza de Charron y de Montaigne suceden los grandes sistemas de la escuela clásica del Derecho Natural de Grocio, Tomasio, Puffendorf, Locke, Sidney, etc. Y después de los regímenes positivistas de un lado y materialista de otro -que aun cuando contradictorios entre sí, tienen en el campo jurídico consecuencias análogas- sobreviene una restauración de la Filosofía en todos los campos, y con extraordinaria pujanza en este problema de la Estimativa jurídica. Ya hacia el año 1880 empieza a entrar en crisis el positivismo: y a fines del siglo pasado ya se acentúa vertiginosamente su caducación, que   —269→   había de consumarse definitivamente en los primeros años de la centuria actual. Y un proceso análogo se registra respecto de las Corrientes naturalistas (materialismo, evolucionismo, etc.), cuya dominación fue efímera, pues al llegar al siglo actual son desterradas no tan sólo por la nueva filosofía, sino que también caen en profundo descrédito dentro de las avanzadas de las ciencias naturales, que antes las habían propiciado; y, desde luego, notoriamente en el sector de los estudios jurídicos. Y así, la Filosofía del Derecho, como teoría de los ideales jurídicos, después de ese eclipse positivista y naturalista, renace con renovado y más intenso vigor, en Cohen, Natorp, Stammler, Loening, Petrone, Giner, Posada, Ríos, Geny, Hauriou, Bonnecase, Petrazciski, Del Vecchio, Lask, Radbruch, Muench, Kantorovicz, Roscoe Pound, etc., etc. Ocurre, pues, que el pensamiento jurídico resurge pujante después de la purga escéptica que significó el positivismo; y no solo brota de nuevo con más fuerza, sino que también más depurado. Las crisis escépticas ni se producen por casualidad ni dejan de aportar resultados beneficiosos, aunque desde luego sean después superadas. Las crisis escépticas representan, cuando se producen, la necesidad de que la filosofía se depure de precipitaciones o de exageraciones en que había incurrido. Cuando se percibe esta urgencia se impone al pensamiento un régimen de purga, de depuración, de dieta; se impone el hacer un alto en la marcha, para someter a muy rigorosa revisión toda la labor precedente. Pero esto significa nada más que un régimen transitorio, en el que la Filosofía se instala tan solo provisionalmente, para emprender después, ya purificada de viejos yerros, una nueva tarea de construcción.

Si de la historia de las doctrinas pasamos ahora a los anales de las convicciones individuales y sociales, podemos anotar que siempre la conciencia humana ha mantenido la creencia en unos ideales jurídicos que sirvan de norma para la crítica del Derecho positivo y de orientación para lograr su mejoramiento.




ArribaAbajo2. Justificación del problema de la estimativa jurídica

La comprobación de cómo en la historia de las ideas filosóficas -lo mismo que en la de las convicciones vitales- persiste siempre este pensamiento del ideal jurídico no deja de ser impresionante. Pero, sin embargo, no quiero fundar en dicha comprobación la justificación del tema estimativo. El sufragio, que tiene un valor decisivo para la decisión en los asuntos políticos, no constituye en   —270→   cambio una prueba concluyente en el campo de la investigación teórica. La verdad científica y filosófica no se funda democráticamente. Ni tampoco el sentido común constituye una plenaria garantía de verdad. En nuestra vida habitual y cotidiana y sobre todo en el trato con los demás y en los problemas prácticos de la colectividad, el sentido común, el buen sentido, suele constituir una de las normas más prudentes y seguras. Pero en la teoría pura no podemos entregarnos a él con demasiada confianza, pues hay que recordar que la historia de la ciencia y de la filosofía registra no pocas rectificaciones frente al sentido común. Por consiguiente, aunque nos impresione mucho la persistencia del tema sobre los criterios ideales respecto de lo jurídico, y nos predisponga a aceptar la justificación de este tema, sin embargo, con ello no tenemos todavía una prueba plenaria y suficiente. En el campo de la teoría hay que exigir a cada posición, para admitirla, que tenga sus títulos muy limpios, muy en regla. Y para lograr una construcción sólida hemos de proceder de manera que no admitamos sino que aquello que se ha mostrado con plenaria e irrebatible justificación. Por eso, habré de proceder, ante todo, a preguntarme con máximo rigor si el problema de inquirir criterios estimativos para el Derecho tiene sentido, es decir, si el problema está justificado en tanto que tal problema -sin entrar de momento en ningún aspecto de fondo en cuanto a su solución. -Máxime que todavía está relativamente reciente la negación que de este problema se produjo en la segunda mitad del siglo pasado. Por otro lado, adviértase que aparte de esa crisis escéptica -hoy ya superada- los momentos actuales son de honda y pavorosa crisis integral, a saber de profunda desorientación. Y en las condiciones de terrible azoramiento, que caracterizan a los días presentes, el deber urgente e ineludible para el intelectual es el de tratar de orientarse en la desorientación.

De momento se trata nada más que de plantear la cuestión sobre la licitud teórica de este tema de los ideales jurídicos. Es decir, se trata de preguntarnos si tiene o no sentido que nos embarquemos en la empresa de indagar directrices para el enjuiciamiento y para la reforma progresiva del Derecho. Yo compararía la situación que ahora planteo con aquella en que uno se encontrase cuando tratara de emprender un viaje para descubrir una tierra incógnita. Antes de comenzar el viaje hay que preguntar: ¿Pero existe esa tierra cuyo descubrimiento se pretende? Desde luego no sabemos como es; por eso tratamos de emprender un viaje para descubrirla; pero antes precisamos de un mínimo de certeza, que nos asegure que podemos   —271→   empeñar todos nuestros esfuerzos en lograr ese descubrimiento, porque nos hemos cerciorado de que lo que buscamos existe, aunque de momento no sepamos como es. Ante todo, nada más que esto. Una de las novedades que acaso pueda ofrecer en este tratado de Estimativa jurídica consiste en separar con toda pulcritud una serie de cuestiones, que, en las doctrinas anteriores habían aparecido de ordinario involucradas y aun confundidas. Y, así, ahora, de momento, planteo nada más que el interrogante sobre la justificación de este problema en tanto que problema; es decir, vamos a inquirir si se trata de un problema auténtico o de un problema fantasma. El filósofo no puede aceptar como bueno nada que no haya pagado satisfactoria y plenariamente sus derechos de aduana intelectual; no puede aceptar nada que no se haya justificado cumplidamente por razones claras y firmes.

Así, pues, en este momento de la exposición, se trata de investigar si todo lo que puede decirse sobre los problemas de la vida social -que el Derecho pretende solucionar- está exclusivamente contenido en las normas positivas históricas; o si, por el contrario, cabe enjuiciar estos problemas desde un punto de vista distinto del Derecho positivo. ¿Hay en el mundo de los problemas jurídicos algo más que las normas del Derecho positivo? Advierta el lector, que, en este instante, no me pregunto si existe o no un supuesto Derecho natural, ni tampoco cuál sea la índole de sus preceptos, ni en qué consistan éstos. Ahora me limito a preguntarme: ¿hay algún otro criterio jurídico por encima de las normas positivas? En el caso en que se pueda contestar afirmativamente esta pregunta, entonces será el momento de plantear otros problemas, a saber, los que se refieren al método para conocer esos criterios, a la índole de los mismos, a cuales sean sus principios, a su modo de aplicación, etc.

¿Cuál es la situación mental en que nos encontramos? Como hemos prescindido de todo previo juicio -es decir, como dejamos a un lado la convicción vital e histórica de que hay ideas de justicia-, no sabemos si hay o no criterios orientadores para lo jurídico, porque esto es precisamente lo que nos estamos preguntando. Pero en cambio, parece indiscutible que sabemos que en el mundo hay algo que se llama Derecho positivo, al estudio de cuya esencia se han dedicado los capítulos anteriores. Pues bien, partamos única y exclusivamente de esto, que sabemos con toda certeza. Y tratemos de examinar esto que poseemos firmemente, en su misma entraña, en su misma estructura esencial. Ahora bien al practicar este análisis del dato que poseemos -el Derecho positivo- caeremos en la cuenta   —272→   es de que en éste, hallamos la huella o la mención de algo que ya no es Derecho positivo, sino punto de referencia ideal, en suma, de algo que es el testimonio del criterio por el cual nos preguntamos. O dicho con otras palabras: el análisis del concepto de Derecho positivo nos mostrará que en el mismo se postula necesariamente un ideal de justicia -independientemente de que lo encarne o no-. Si borrásemos la alusión a un ideal de justicia, el concepto de Derecho positivo resultarla irrealizable. Sin la referencia intencional a un principio de justicia no podría existir el Derecho positivo. Voy a mostrarlo con toda claridad y evidencia.

Recuérdese que el Derecho positivo es una forma de vida humana objetivada de carácter normativo. Ahora bien, ¿qué significa una forma normativa? Pues, sencillamente significa que entre las varias posibilidades de la conducta son elegidas algunas de ellas sobre las demás. Y son elegidas sobre las demás, porque se las prefiere en virtud de algo. Y esta preferencia se funda en un juicio de valor, en una estimación. Aunque la norma de Derecho positivo emane de un mandato, de un poder efectivo, no puede de ninguna manera ser entendida como un mero hecho, pues es un hecho humano, y, a fuer de tal, tiene sentido o significación. Y ese sentido consiste cabalmente en la referencia a un valor, en la pretensión de una justificación: se manda esto y no aquello, porque quienes lo determinan creen que esto está justificado; creen que esto es preferible a lo demás, y, por ello, lo eligen entre todas las otras posibilidades concretas. O dicho de otra manera: la normatividad del Derecho positivo no tendría sentido si no se refiriese a un juicio de valor, que es el que la inspira. Se regula la conducta social de un determinado modo, porque se cree que éste es mejor que otras posibles regulaciones. Desde luego cabe que el Derecho positivo fracase en su intento; el panorama de la historia ofrece abundante repertorio de leyes y de costumbres injustas. Pero incluso en éstas late la intención de realizar un valor de justicia, aunque no lo consigan. Se trata entonces de una intención fracasada; pero, en tanto que intención, existe esencialmente como sentido de la norma. La mera noción del Derecho positivo, aunque no contiene dentro de sí el ideal jurídico, sin embargo lo presupone; es decir, postula su existencia; se refiere intencionalmente a él, aunque no acierte a realizarlo. No cabe entender el sentido de lo jurídico si prescindimos de la referencia a ideales de justicia. No es que la definición del Derecho los contenga en su seno; porque si fuese así, perdería su dimensión de universalidad. Pero si bien la definición del Derecho no   —273→   alberga dentro de sí los supremos valores jurídicos, sin embargo los menta, se refiere a ellos intencionalmente. Si borrásemos del Derecho positivo esa mención de principios no positivos, no nos quedaría de él nada más que un conglomerado caótico de puros hechos incomprensibles. La esencia del Derecho no es inteligible sino en función de una intencionalidad de realizar determinados valores. Toda normación supone que se ha elegido un determinado patrón entre otros posibles por considerarlo mejor que éstos; ahora bien, esta elección entraña una preferencia; y la preferencia supone una estimación, es decir, un criterio de valor. O, expresado de otro modo: una norma supone que entre las múltiples cosas que se puede hacer, hay algunas de ellas que deben ser hechas y otras que deben ser evitadas; supone, por lo tanto, un cribar el repertorio de las posibilidades, destacando lo debido, apartando lo prohibido y admitiendo lo permitido. Labor de criba, que consiste en una selección. Pero la selección tan sólo puede llevarse a cabo a condición de que se considere preferible lo que se elige. Y todo acto de preferencia implica una valoración; preferimos algo porque lo consideramos más valioso que lo otro, más bueno, más útil, más adecuado, más justo. Con lo cual queda demostrado que si no existiese algo por encima de la nuda realidad de las normas positivas, estas mismas normas positivas no podrían existir, ni, por ende, ser entendidas. Así, pues, en la misma existencia del Derecho positivo hallamos una especie de flecha orientadora que señala hacia unos criterios estimativos; hallamos el testimonio de una referencia a ideas de valor. En resumen: se puede afirmar categóricamente que hay criterios de valor para orientar -y consiguientemente para enjuiciar- Derecho positivo, porque de lo contrario no podría existir la realidad de éste. Ahora bien, como es notorio que en el mundo hay Derecho positivo, de aquí hemos de concluir necesariamente que hay también criterios estimativos para lo jurídico. Con esto queda plenariamente justificado el tema de la investigación sobre las normas transempíricas para el enjuiciamiento sobre el Derecho positivo y para la orientación en la progresiva reelaboración del mismo.

Es posible llegar a idéntica conclusión por otra vía. En toda norma jurídica positiva -como en toda norma de cualquier clase que sea- descubrimos una estructura de finalidad: se propone, mediante la conducta que ordena, realizar un determinado fin. Ahora bien, para proponernos algo como fin, precisa que ese algo nos aparezca como valioso desde un cierto punto de vista. Con esto descubrimos la mención o referencia intencional de cada precepto jurídico   —274→   a la realización de una finalidad reputada como valiosa. Si en nuestra conciencia borramos la función estimativa, desaparece también la posibilidad de toda apreciación de finalidad.

Pero, además, debo añadir otra consideración. El fin concreto que persigue cada precepto jurídico o cada institución, de ordinario aparece como algo limitado e hipotético, es decir, como algo que representa a su vez un medio para conseguir otro fin; y de nuevo ocurre lo mismo con este otro fin; y, así, sucesivamente. Ahora bien, este proceso de ir inquiriendo la concatenación de los fines de las diversas normas jurídicas positivas nos conducirá por necesidad a un momento en que tengamos que preguntarnos por el fin del Derecho en su totalidad, o, lo que es lo mismo, por el fin último o supremo de lo jurídico. Y esta es precisamente la cuestión fundamental de la Estimativa Jurídica.

Así, pues, en suma, si eliminásemos esa referencia a los criterios estimativos del Derecho, el mismo Derecho positivo nos aparecería como imposible; y quedarla reducido a un puro fenómeno de fuerza bruta, análogo a los fenómenos de la naturaleza, con lo cual se habría evaporado por completo su esencia jurídica, es decir, lo que el Derecho tiene de Derecho.

Con todo lo expuesto hasta ahora, me he limitado a justificar el tema de la valoración jurídica con argumentos de absoluto rigor. Y lo he hecho sin complicar innecesariamente otros puntos de vista filosóficos -que desde luego podrían también suministrar un sólido fundamento para la Estimativa Jurídica-. Pero he querido dejar a un lado la referencia a la doctrina filosófica extrínseca a nuestro asunto, porque si me hubiese basado en ella, o bien habría tenido que derivar hacia las consideraciones que a su vez la justificasen, o bien habría debido suponer como demostrados algunos puntos de los que no me he ocupado aquí.

Después de lo dicho, queda perfectamente establecido que la empresa de preguntarse por los ideales jurídicos no es quimérica sino que tiene sentido; y que, por tanto, podemos embarcarnos justificadamente en ella.




ArribaAbajo3. Articulación escalonada de los temas que condicionan la Estimativa Jurídica

Resuelta esta primera cuestión sobre la justificación de la indagación estimativa en lo jurídico, hay que ir planteando escalonadamente cuatro cuestiones, que son las siguientes:

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Primero: Determinar si el fundamento radical de la Estimativa jurídica puede ser empírico, o si, por el contrario, ha de ser necesariamente a priori.

Segundo: En el caso de que la anterior cuestión se haya resuelto a favor de la tesis apriorista, habrá que preguntar si las ideas a priori para la estimación del Derecho son meras formas subjetivas, disposiciones o hábitos psicológicos, o si, por el contrario, constituyen ideas objetivas con validez necesaria.

Tercero: Determinar la respectiva intervención que en la elaboración de los ideales jurídicos tengan las ideas a priori y los elementos a posteriori; o sea, indagar cómo se combinen los valores jurídicos con el proceso de la historia.

Cuarto: En qué consiste la idea de justicia; y, además, si hay otros valores jurídicos; y, en este caso, cuáles sean dichos valores y qué relación guarden con la idea de justicia.

Atribuyo superlativa importancia a que se articule de manera rigorosamente escalonada estas cuestiones, de suerte que no se entre en la segunda sin haber despejado la primera, y así sucesivamente. Si examinamos la historia del pensamiento humano alrededor de estos asuntos, nos daremos cuenta de que casi siempre fueron planteados con precipitación y embarulladamente, saltando de una a otra cuestión sin ningún orden, por no darse cuenta de cómo cada una de ellas condiciona a las siguientes. De ordinario, a lo largo de la historia del pensamiento jurídico, muchos autores se lanzaban de buenas a primeras a una construcción de Derecho natural, sin haber resuelto antes una serie de cuestiones previas. Otros, en cambio, adoptaban una postura de escepticismo y exclamaban que no hay Derecho natural, el cual constituiría solamente una fantasía, inadmisible en el campo de la ciencia; pero esta postura la tomaban sin haber examinado todos los problemas que condicionan una Estimativa jurídica, limitándose a combatir una determinada tesis -p. e. la del Derecho Natural de la Escuela Clásica- con lo cual daban ya por liquidado este problema en definitiva. Ahora bien, tanto los unos como los otros no fueron al tema con la debida pureza intelectual, ni examinaron seriamente todos los supuestos e implicaciones que este asunto lleva consigo.

Por eso, concedo un alcance decisivo a una correcta articulación metódica de todos los supuestos e implicaciones que tiene el tema de la Estimativa jurídica. Antes de cobrar acceso a la región de los valores jurídicos, es menester que despejemos una serie de incógnitas   —276→   previas; pues de no solucionarlas a su tiempo, todo quehacer sobre estos temas vendría lastrado por una serie de deficiencias, que, a la postre, lo condenarían a un fracaso.




ArribaAbajo4. La raíz del conocimiento estimativo sobre el Derecho.

Se plantea ahora la pregunta sobre la raíz del conocimiento estimativo respecto de lo jurídico. Es decir, nos interrogamos sobre cuáles sean los elementos que hayan de servir como cimentación radical de todo juicio estimativo sobre el Derecho. Se trata en suma de averiguar cuáles sean los ingredientes que componen los juicios de valor sobre lo jurídico.

En definitiva, esta cuestión constituye una proyección al campo de lo jurídico del problema filosófico general sobre el origen del conocimiento. Y, así, ocurre que en este punto de la Filosofía del Derecho se refleja, a lo largo de su historia, el diálogo secular entre el empirismo de un lado y el racionalismo y el apriorismo de otro.

Pero adviértase, ante todo, que el problema que se plantea aquí -lo mismo que la cuestión filosófica general sobre el origen del conocimiento- no es de índole psicológica, sino que es un tema de teoría del conocimiento. Es un tema de carácter estructural, que consiste en preguntarnos por la composición del conocimiento como producto, por sus leyes objetivas. No hacemos una biografía psicológica de los procesos mentales; no nos interrogamos por las vicisitudes y peripecias que haya pasado esta o aquella mente para adquirir unas determinadas verdades; ni siquiera nos preguntamos tampoco por las leyes psicológicas de hecho que rijan los procesos del conocimiento. Antes bien, por el contrario, tomamos el conocimiento ya fabricado o constituido, para examinar cuáles son los ingredientes de que consta y cuál es el papel que corresponde a cada uno de ellos en el mismo, y de dónde han salido.

Este estudio es una consideración sobre el conocimiento ya elaborado, en cuanto a su validez, en cuanto a sus ingredientes, y en cuanto a su objeto. Una cosa es el hecho psicológico de cómo el niño descubre que la imagen suya en el espejo es tan solo imagen y no realidad y otra cosa muy diferente son las leyes objetivas de la refracción. El hecho anecdótico en la vida de Newton, de que al contemplar la calda de una manzana se le ocurriese la idea que le llevó a su teoría de la gravitación, nada tiene que ver con la justificación   —277→   físico-matemática de la misma. Unos son los problemas psicológicos de origen, de gestación, de fabricación del conocimiento; y otros y muy diferentes son los problemas lógicos estructurales, es decir los problemas gnoseológicos. No nos preguntamos, pues, por ejemplo, quién ha fabricado un juguete ni cómo, sino que vamos a sacarle las tripas al juguete para ver de qué ingredientes consta, de dónde procede cada uno y cual es el papel que cada uno desempeña.

Así, pues, este problema sobre la raíz del conocimiento estimativo no es psicológico, sino que consiste en preguntar por el tipo de actos mentales en los cuales me es dada la cosa cuya idea tengo; o sea, consiste en analizar los elementos de que se compone el conocimiento ya elaborado y la conexión que se da entre ellos.

A lo largo de la historia de la filosofía general se produce una controversia entre el empirismo y el intelectualismo (en sus varias formas: racionalismo, innatismo, apriorismo, etc.).

En resumen puede decirse que el empirismo (representado por los cirenaicos, por los epicúreos, por Locke, por Hume, por los positivistas, etc.) sostiene que la fuente originaria de todas nuestras ideas es la experiencia. Según el empirismo, la conciencia sería una tabla rasa en la que nada hay escrito; de suerte que todo cuanto encontramos en ella habría venido de la experiencia; incluso las ideas aparentemente más abstractas, las cuales se habrían formado a través de la experiencia por vía de repetición y generalización de los datos de ella. Así, pues, según el empirismo todo conocimiento procedería de la experiencia; y también todos los ingredientes de él se derivarían de ella.

Frente a la tesis empirista, otra corriente filosófica, que corre a lo largo de más de dos milenios, afirma que si bien en el conocimiento hay una serie de ingredientes que vienen de fuera, a través de la percepción sensible, hay otros que no proceden de la experiencia; y que éstos son los más importantes y los decisivos. Así, por ejemplo, el conocimiento matemático no se basaría en la experiencia. El racionalismo entiende que el factor decisivo en el conocimiento es el intelecto. Si el ideal del conocimiento consiste en lograr universalidad y necesidad, esas dimensiones únicamente pueden dimanar del intelecto, pues la percepción sensible tan solo nos suministra un conocimiento de un aquí y de un ahora, de algo fortuito y contingente, y jamás de principios necesarios ni de leyes universales. Por otra parte, hay campos del conocimiento -precisamente aquellos más perfectos y logrados- en los cuales la experienciano   —278→   desempeña ningún papel; verbigracia en la matemática. Y, finalmente, respecto de aquellos conocimientos en los cuales intervienen ingredientes de origen empírico, lo importante y lo decisivo no son esos datos, sino la reelaboración que de los mismos hace el intelecto. Ahora bien, esos elementos racionales o intelectivos, si no proceden de la experiencia ¿de dónde derivan? Descartes decía que del alma misma, del «tesoro de mi espíritu». Leibniz afina considerablemente esta doctrina: dice que se trata de verdades innatas, pero advierte enseguida, que por tales no debe entenderse unos conocimientos preformados en la conciencia con los que viniéramos a la vida, sino sencillamente aquellas ideas para cuya formación cuento siempre con las fuerzas necesarias, aunque de hecho no las conozca en un determinado momento y aunque no las llegue nunca a conocer. Y así dice Leibniz que también hemos de aprender a conocer las verdades innatas y ello nos exige a veces superlativo esfuerzo. Así, resulta que las verdades innatas no son ideas que tengamos preinsertas o preconfiguradas en nuestra mente, sino que a ellas puede llegar nuestra mente sin necesidad de emplear elementos de experiencia; y así, un ejemplo de verdad innata seria el cálculo infinitesimal, que Leibniz descubrió por vez primera -casi simultáneamente a Newton aunque con independencia de él- cálculo infinitesimal que la humanidad anterior había ignorado por completo. Pero, a pesar de esto, se trata de una verdad innata, porque cuando la examinamos se pone de manifiesto que en ella no existen ingredientes de experiencia. Entiéndase bien: no existen elementos empíricos en la teoría ya constituida, aunque el matemático en su proceso mental haya sido tal vez estimulado por la experiencia. Pero a pesar de esto, en tales verdades no se contienen componentes que procedan de la experiencia. Si se priva al geómetra de su lápiz y papel, probablemente no podrá seguir sus meditaciones; y, sin embargo, los teoremas que descubre no contienen ningún elemento empírico: él se valió del triángulo concreto que dibujó en el papel, pero la verdad que establece no se refiere a este triángulo singular, sino en absoluto a todos los triángulos, al triángulo pura y simplemente, que no es dado en la experiencia, en suma, al concepto universal de triángulo.

El apriorismo trascendental kantiano sostiene que el conocimiento es un proceso activo, una construcción que consta de dos elementos: un elemento a priori, esto es, independiente y previo a la experiencia, que es la forma (las intuiciones puras de espacio y de tiempo y las categorías) que constituye un factor configurante   —279→   y determinante; y un elemento a posteriori, a saber, la materia, o sea los datos sensibles. Para Kant, el mundo de las sensaciones es un caos, un desorden, un sin sentido, que solamente cobra figura de objetos, orden, sentido, en tanto en cuanto la mente humana lo organiza mediante sus intuiciones puras de espacio y tiempo y mediante las categorías; de tal suerte que el ser de los objetos consiste en una determinación del conocimiento, es decir, en el producto de ordenar mediante las categorías la masa informe de los datos.

Todas estas corrientes filosóficas han tenido su proyección en el campo de la Ética y de la Estimativa jurídica. Fijémonos fundamentalmente en la última.

La tendencia empirista radical en el campo jurídico trata de reducir todo conocimiento sobre los problemas del Derecho a la observación de los datos que nos lleguen a través de la experiencia, en este caso de la experiencia histórica. De este modo limita el conocimiento jurídico al Derecho histórico, al que ha sido o es; y desemboca en la radical negación del problema estimativo, por lo tanto, en un radical escepticismo en cuanto al conocimiento de los valores. Este empirismo radical quedó ya desechado al mostrar la justificación de la Estimativa jurídica y su posibilidad -mejor dicho, su necesidad-. Pero aunque sea falso, es sin embargo congruente consigo mismo, es fiel a sus premisas, pues si parte de la base (errónea) de que no hay más conocimiento que el de los datos empíricos, es lógico que niegue la posibilidad de aprehender lo que no sea dado en la experiencia.

Pero ocurre que se han producido una serie de manifestaciones de empirismo jurídico, que, a pesar de querer limitar el conocimiento a las fuentes de la experiencia, han sostenido la posibilidad de establecer una Estimativa basada en la experiencia. Entre los múltiples ejemplos que podrían citarse, acaso los más representativos sean el del filósofo inglés Spencer y el del jurista alemán Adolfo Merkel. Uno y otro son empiristas declarados; y, sin embargo, aspiran a construir una Estimativa Jurídica basada en la experiencia. Spencer trata de establecer un criterio valorador del Derecho fundado en los fines de la conservación del individuo y de la especie, según la ley de la evolución progresiva; y arguye de esta manera: hay en el mundo una ley de evolución progresiva; todo aquello que se verifique como funcionando al servicio de esta ley es valioso y debe ser; en tanto que, por el contrario, es antivalioso todo lo que se oponga a esa ley. Y Merkel propugna el establecimiento de criterios de valoración jurídica extraídos de la realidad misma, y dice: «En   —280→   cuanto consideremos lo que es como algo devenido históricamente, que lleva en sí el germen de lo que ha de devenir, reconocemos aquello que debe ser. Lo que ha de devenir y lo que debe ser son conceptos idénticos. Sólo el conocimiento sobre la tendencia de la evolución nos ilustra sobre lo que debe ser». Y así como la Medicina distingue entre procesos normales y desviaciones patológicas, así también la Sociología jurídica subraya lo normal en la evolución de la vida colectiva frente a lo que ha de ser tildado de morboso.

Ahora bien, estas manifestaciones del empirismo jurídico, que tratan de establecer una Estimativa Jurídica basada en la experiencia incurren no solo en un error, sino en un absurdo, en una postura notoriamente incongruente. El mundo de los fenómenos pura y escuetamente, sin añadir a él ninguna otra cosa que no sea fenómeno, no puede suministrar jamás un criterio de preferencia ni de valoración. La diferencia entre Fisiología y Patología no es un dato de pura experiencia; no puede de ninguna manera basarse en un conocimiento estrictamente natural; pues desde el ángulo exclusivo de la ciencia de la naturaleza, tan natural es lo que llamamos salud como lo que denominamos enfermedad, ya que tanto la una como la otra son fenómenos que tienen sus causas. Al distinguir entre salud y enfermedad, lo que hacemos es comparar unos datos de experiencia con unas ideas de valor y de finalidad.

Resulta, pues, que el mundo de la pura naturaleza, el mundo de los fenómenos en tanto que tales y nada más que como tales, es ajeno a las apreciaciones de valor. El mundo de la pura experiencia, de los hechos, es ciego para toda valoración y desconoce los rangos y jerarquías. La perspectiva de rango y las preferencias no dimanan de la experiencia, sino del contraste de ésta con intuiciones de valores. En la pura experiencia encontramos lo que es, como es, y nada más. No hay fenómenos que sean más fenómenos que otros. El mundo de la experiencia es plano, sin jerarquías. La experiencia nos da exclusivamente aquello que es; a saber, nos da series de fenómenos producidos causalmente. Entre los fenómenos -en tanto que fenómenos- no podemos establecer diferencias de normalidad y anormalidad, de salud y enfermedad, de bondad y maldad, de justicia e injusticia. Los fenómenos, en cuanto a tales, tienen todos la misma consideración: todos proceden de causas suficientes. Las aludidas diferencias tan sólo pueden pronunciarse a la luz de una idea de finalidad o de valor, la cual no proviene ya de la experiencia, sino que es puesta por nuestro intelecto. La experiencia nos da exclusivamente el ser y jamás el deber ser. Aunque el deber ser, los fines y   —281→   los valores se presenten muchas veces encarnados en ciertas realidades, nosotros no los distinguimos ni los aprehendemos sacándolos de la experiencia, sino comparando lo dado en ésta, con una idea a priori, es decir, con una idea que no proviene de la experiencia. De una ley empírica de la realidad cabe buscar comprobación en la experiencia; pero el valor de una conducta no es susceptible de esa comprobación. Porque lo único que nos dará la experiencia, en algunos casos del valor de utilidad, es la adecuación o no adecuación de una obra a un fin, pero no nos dará el valor de ese fin, ni el deber de proponernos su consecución.

Cuando Spencer lleva a cabo una crítica de la realidad social y jurídica examinando si concuerda con la ley de la evolución progresiva, se funda en una idea de valor que no proviene ni puede provenir de la experiencia. Porque no podemos sacar de la experiencia el criterio de que la evolución deba producirse en un determinado sentido y no en otro. Evolución puede significar un especial ritmo o desarrollo de los fenómenos en el acontecer real. Pero cuando se habla de evolución progresiva, en este concepto va encapsulado un juicio de valor, que ya no puede provenir de la experiencia; porque se entiende que una determinada dirección en el devenir de los fenómenos, es buena, es valiosa, en tanto que se orienta hacia un fin que se considera estimable. La pura experiencia no sabe nada acerca de lo progresivo ni de lo regresivo.

Los valores jurídicos son ideas que no provienen de la experiencia, aunque puedan darse realizados en los hechos que captamos en la experiencia. Pero el que veamos como justo un Derecho, como convenientemente organizada una sociedad, como acertado un programa político, supone la intuición a priori de los valores que encaman en esas realidades. Y, entonces, se ve que la conducta en cuestión concuerda con algo valioso. ¿Cómo podría algo parecerle justo al hombre, si no se produjese una apreciación independiente de la realidad de ese algo, que le diga que tiene valor? Se ama, se anhela, se desea, se estima, se prefiere, tan solo en méritos de valores intuidos primariamente.

Lo expuesto muestra con toda claridad cómo el empirismo jurídico es incapaz de fundar una Estimativa del Derecho. Toda Estimativa tiene su raíz y la condición de su posibilidad en ideas de valor, que son a priori, es decir, que no proceden de la experiencia, aunque a veces las intuyamos con ocasión de la experiencia.

Adviértase, una vez más, que la cuestión que examinamos no es un problema psicológico, sino el problema de la estructura del conocimiento.   —282→   No hacemos en este tema una historia del conocimiento, sino una teoría del mismo. Y lo dicho hasta aquí significa que los criterios para juzgar y para orientar el Derecho positivo tienen su fundamento radical no en la experiencia, sino en ideas de valor.

Pero esto no significa que el hombre para descubrir esos criterios haya de aislarse de la experiencia social, y vivir exclusivamente concentrado con su propia mente para hacer de manar de ella tales ideas de valor. Seguramente, si hiciese esto, no conseguiría descubrir tales normas estimativas. La mente humana metida dentro del vacío de una campana pneumática -por así decirlo- no llegaría a establecer sus conocimientos a priori. Aunque éstos no procedan de lo que es dado en la experiencia, la mayor parte de las veces se nos ocurren tan solo con ocasión de la experiencia. No los sacamos de ella; pero sí, gracias al estímulo de ella, los extraemos de las fuentes de nuestro propio intelecto. La experiencia, pues, no es la fuente de los conocimientos a priori; pero suele constituir la incitación y el aliciente para que nuestra mente los descubra. De suerte que el filósofo del Derecho lejos de aislarse de las realidades sociales, debe sumirse profundamente en ellas, observarlas cuidadosamente, vivirlas con intensidad. Sólo de esa manera, en íntimo contacto con la experiencia histórica, podrá alumbrar en su mente los juicios estimativos adecuados.

Por otra parte, urge advertir con toda precisión que hasta ahora lo único que he afirmado es que la raíz o fundamento primero de toda estimación es una idea a priori; pero que no he afirmado de ningún modo que en los juicios estimativos sobre el Derecho no intervengan otros ingredientes de origen empírico. Pues es notorio que para enjuiciar un Derecho histórico o para elaborar un ideal jurídico, no basta con las puras ideas de valor, sino que es preciso que éstas sean conjugadas con la experiencia de las realidades sobre las cuales van a ser proyectadas. Lo jurídico -como todas las funciones de la vida humana- se halla enralzado siempre en una circunstancia concreta de hecho y se refiere a unos determinados hombres. Lo jurídico -como todos los demás quehaceres humanos- es una forma de vida para satisfacer determinadas necesidades, las cuales, si bien tienen una constancia funcional, están concretamente condicionadas por las circunstancias especiales de realidad social, de tiempo, y de lugar; en suma, condicionadas por el concreto nivel histórico de que se trate. La raíz de lo estimativo es a priori; pero el Derecho que tratamos de articular en esos juicios estimativos deberá ofrecer una respuesta concreta a los problemas reales y definidos que se   —283→   plantean en una determinada colectividad, en un cierto momento de su historia; y, por lo tanto, habrá de contener una serie de elementos empíricos, que solamente la experiencia histórica puede suministrar. El Derecho trabaja sobre realidades empíricas, es decir, sobre hechos que le son dados en la experiencia. Ahora bien, sobre estos materiales que le ofrece la experiencia histórica, la Estimativa Jurídica proyecta sus juicios de valor para seleccionarlos, ordenarlos y articularlos al servicio de los fines, que se han reconocido como valiosos. Y, por consiguiente, la Estimativa Jurídica, que se funda en ideas puras, debe sin embargo trabajar además con una serie de factores reales, que solo en la experiencia pueden hallarse. Y dichos factores reales son transcritos de alguna manera en los juicios estimativos y en los programas jurídicos. Porque esos juicios y esos programas se refieren a realidades sociales concretas en la historia.

Pero, además, debe tenerse en cuenta que el Derecho es una empresa de realización práctica. Por tanto, no basta conocer tan sólo las necesidades que se trata de colmar y el criterio estimativo para hacerlo, según unos principios valiosos. Hay además un problema, de eficacia, es decir, de saber elegir los medios adecuados de realización para las finalidades establecidas como valiosas. Las instituciones jurídicas no plantean solamente un problema de finalidad justa, sino también la cuestión de saber realizar eficiente y fructíferamente esta finalidad. Y, así, ocurre que, a lo largo de la historia jurídica, muchos de los cambios que van sufriendo las instituciones no significan una substitución de fin, sino una rectificación de medios para lograr más adecuadamente la misma finalidad; porque la experiencia ha ido mostrando que los medios que trataron de articularse al servicio de una finalidad se frustraron; y entonces hay que buscar nuevos medios, nuevas estructuras institucionales, para realizar con mayor eficacia aquella misma finalidad.

Por eso, aun cuando he mostrado que el empirismo jurídico, que pretende limitarse para una Estimativa Jurídica a puros datos de experiencia y nada más, es imposible, notoriamente erróneo, sin embargo, ha producido algunas incitaciones beneficiosas, a pesar de su yerro esencial. Sobre todo ha sido muy conveniente el subrayar la condicionalidad histórica del Derecho como producto de la vida humana en circunstancias varias y cambiantes; con lo cual el empirismo ha llamado certeramente la atención sobre la realidad concreta de la vida social, que, a fuer de tal realidad, no puede ser substituida por las construcciones de la mente. Y, así mismo, el empirismo ha prestado un buen servicio al subrayar que los problemas de eficacia   —284→   han de ser resueltos teniendo a la vista los datos de la experiencia. Tanto en el primero como en el segundo de los aspectos, que acabo de indicar, el empirismo representó una justificada reacción contra la escuela racionalista del Derecho natural, que pretendía determinar el ideal jurídico mediante puros procedimientos de razón abstracta y deductiva prescindiendo de toda consideración sobre la concreta realidad histórica. De otro lado, el empirismo ha contribuido a desarrollar una serie de estudios muy interesantes sobre la génesis biológica y psicológica de los sentimientos jurídicos y también sobre el desarrollo social de las ideas jurídicas y de las instituciones. Así, pues, el empirismo, a pesar de su error capital y sustantivo, no ha pasado en balde por la historia de las ideas jurídicas; antes bien ha dejado algunos residuos positivos muy estimables, con los que se lucra la teoría de la Estimativa.

Podemos decir, pues, que en este tema hemos superado a la vez el empirismo y el racionalismo puro. Superar es la función de todo científico, de todo filósofo, en suma, de todo intelectual. Superar significa rectificar, negar, pero a la vez también conservar. No se supera sino aquello que se digiere; no se supera sino aquello que en alguna manera se conserva, aunque también se rectifique.




ArribaAbajo5. Objetividad del a priori Estimativo.

Se ha mostrado que la raíz de la Estimativa Jurídica es a priori, es decir, que no procede de la experiencia. Pero ahora tenemos que preguntar ¿de qué clase de a priori se trata? ¿Es un a priori subjetivo o es un a priori objetivo? A prioridad pura y simplemente no significa por fuerza objetividad. Al decir que los valores son a priori, predicamos de ellos que ni provienen de la experiencia, ni se fundan en ella. Ahora bien, puede tratarse de un a priori subjetivo o puede tratarse de un a priori objetivo. Por a priori subjetivo entenderíamos una especial configuración de la mente: algo sería a priori porque no provendría de la experiencia sino que estaría en mi realmente como una especie de aparato o de disposición psicológica, como una efectiva configuración de mi espíritu, que le forzarla a comportarse estimativamente de una determinada manera; y, entonces, resultaría que los juicios de valor consistirían en la proyección de esa peculiar estructura de mi alma y en nada más. En cambio, si ese a priori es objetivo, entonces, consistirá en unos principios ideales que tienen validez en sí mismos, independientemente del hecho   —285→   fortuito de que yo los piense o no, o de que los piense correcta o incorrectamente; y, así, su verdad, su validez, no se fundaría un hecho psicológico, sino que sería puramente ideal.

Pues bien, se trata ahora de inquirir si los valores jurídicos son el resultado de un mero mecanismo psicológico o si son entidades ideales con objetividad. En suma, nos preguntamos si ese a priori es subjetivo o es objetivo. ¿Es la justicia un puro sentimiento inserto en el corazón humano, una especie de ley que llevamos grabada en el fondo de nuestra conciencia, una especie de impulso de nuestra alma? ¿O, por el contrario es un principio ideal, que descubro con mi mente, perfecta o imperfectamente?

Esta cuestión tiene un enorme alcance; pues si resultase que toda la Estimativa jurídica representara la proyección de unos mecanismos psicológicos y nada más, entonces los valores jurídicos no quedarían fundamentados, pues dependerían del hecho que unos hombres sintiesen de una u otra manera. Pero, si, por contra, los valores jurídicos tienen una entidad ideal, que no depende del hecho de nuestras representaciones, entonces, la Estimativa jurídica contará con una sólida base.

Ocurre que con frecuencia y predilección se ha empleado para fundar la Estimativa Jurídica (el Derecho Natural) la referencia a los datos de la conciencia ética espontánea. Y, así, se ha hablado de un sentimiento natural de lo justo, de semillas de justicia enraizadas en el corazón humano, de un amor por la justicia innato en las almas. Ahora bien, mientras nos limitemos a registrar el hecho de que ordinariamente existe una tendencia o vocación subjetiva por lo justo, sin sacar de este fenómeno consecuencias de carácter lógico o metafísico, se procede correctamente. Pero la constatación de ese hecho no constituye en manera alguna la solución del problema de la Estimativa Jurídica; a lo sumo, es la puerta que nos abre el problema, el trampolín que nos lanza a preguntarnos si hay valores jurídicos. Porque si en la Estimativa Jurídica no hubiese nada más que éste fenómeno subjetivo, psicológico, entonces habríamos de concluir que no hay valores jurídicos, sino tan sólo especiales tendencias psíquicas, que nos producirían la vana ilusión de valores.

Este problema, que acabo de plantear, representa la proyección en el pensamiento jurídico de una fundamental cuestión filosófica que ha venido discutiéndose a lo largo de muchos siglos, y que se actualizó a fines de la centuria pasada y a comienzos de la presente. Se trata del diálogo entre el psicologismo y el objetivismo.

En sentido lato puede decirse que el psicologismo se ha manifestado   —286→   desde muy antiguo en la historia de la filosofía. Se dibuja con extrema radicalidad y con alcance máximamente destructor en la afirmación del sofista Protágoras, de que la conciencia individual concreta del hombre es la medida de todas las cosas, con lo cual se desemboca en una actitud de plenario esceptismo nihilista. Pero en una acepción más estricta se habla de psicologismo, como de la corriente filosófica que tiene su origen en el filósofo inglés del siglo XVII Locke, según el cual las ideas son únicamente el fruto de la sedimentación de las sensaciones; y los sentimientos y los juicios morales son un mero hábito de precepciones internas de agrado o desagrado, tesis empirista, que da después lugar al desarrollo de una dirección psicologista. El psicologismo, propiamente, consiste en querer reducir todas las disciplinas de ideas o principios (Lógica, Ética, Estimativa Jurídica, etc.) a meros capítulos de la Psicología; porque se considera que los principios lógicos, los valores éticos y jurídicos, etc., son tan solo las leyes del mecanismo de nuestros pensamientos; es decir, se entiende que tales ideas son nada más que la expresión del modo real como funciona nuestra mente en sus juicios teóricos y prácticos. Para el psicologismo. por ejemplo, la ley lógica de contradicción sería nada más que la comprobación de un fenómeno real de nuestra mente, la expresión de un mecanismo o de un hábito de nuestra inteligencia, para lograr el estado de evidencia; y un principio moral o jurídico sería meramente la expresión de un modo real de nuestra conciencia al juzgar las cuestiones prácticas, bien en virtud de una especial predisposición, bien por virtud del hábito producido al repetirse unas reacciones sentimentales de agrado o desagrado. El sentimiento placentero producido por determinadas situaciones y reiterado a lo largo de varios casos configuraría nuestra conciencia en el sentido de valorar positivamente el obrar que produce esa emoción de agrado y de repudiar como antivaliosos los comportamientos que dan origen a una impresión de malestar o de inadaptación. Esta es la tesis del empirismo psicologista. Hay otras manifestaciones del psicologismo que sostienen la existencia de especiales predisposiciones psicológicas comunes a todos los hombres, y que constituyen especiales mecanismos psíquicos preinsertos en nuestra conciencia.

La tendencia psicologista últimamente mencionada, en sus manifestaciones en el campo moral y jurídico, hace depender la bondad y la justicia de la contextura real de la psique individual en sus dimensiones genéricas, comunes a todos los hombres. No se refiere ordinariamente a las concreciones particulares o individuales de   —287→   cada sujeto en singular -como lo hacía el psicologismo radical escéptico del sofista griego Protágoras- sino que parte del supuesto de que hay una estructura psíquica humana en general. En este sentido, el hombre seria la medida de todas las cosas; pero no en lo que cada hombre tiene de individual y concreto, sino en lo que tiene de común con los demás. Y este psicologismo -a diferencia del de Protágoras- quiere fundar puntos de vista normativos en Moral y en Derecho; pero se halla atacado en su misma raíz por una deficiencia que lo condena a desembocar en una postura escéptica, aunque este no sea de ninguna manera el propósito de sus autores. Pero a despecho del propósito que lo anima -que es el de fundar una Estimativa-, si este psicologismo es desenvuelto con rigor, tiene forzosamente que ir a parar al escepticismo.

Como manifestaciones de psicologismo ético y jurídico se puede citar: la escuela ética sentimental en Inglaterra (Shaftesbury, Cumberland, Hutcheson, Hume, Adam Smith, Ferguson, etc.), aunque desde otro punto de vista se pueda encontrar en estos autores un precedente (muy remoto y embrionario) de la filosofía fenomenológica de los valores -en tanto que subrayaron el carácter intuitivo del conocimiento moral-; también, la Moral de Schopenhauer, basada en el sentimiento de la compasión; algunas teorías del eminente jurista Ihering; y, en época más inmediata, los filósofos del Derecho Schlossmann y Loening.

Según la escuela inglesa de la ética sentimental, lo moral y lo justo se fundan en un sentimiento radical, y no pueden ser explicados intelectualmente de modo rigoroso. Nada hay que en sí tenga valor o que sea despreciable; todo depende del organismo humano, del sentimiento o de las pasiones. El último fin de toda actividad humana es la felicidad; y, en la aspiración hacia esa felicidad, lo mejor es dejarnos guiar por la naturaleza, que nos ha organizado sabiamente, pues es medida de la aprobación o de la reprobación moral el sentimiento de placer o de dolor que despierta en nosotros la obra que se ha de juzgar como buena o como mala. Este sentimiento de aprobación lo experimentamos aunque el acto no nos proporcione nuestro propio bienestar, y, en ciertos casos, incluso cuando es opuesto a él; porque, además de los sentimientos egoístas, existen los de simpatía, que nos hacen sentir, aunque de modo atenuado, la pena y la alegría de los demás, y de esta guisa colocarnos, en general, en la situación de los otros hombres. Tan solo el sentimiento es lo que determina la moral -siguen diciendo los autores de esa escuela inglesa-; la razón nos muestra exclusivamente los medios   —288→   adecuados para este fin y saca de esta dirección sentimental, las consecuencias congruentes. Explican el sentimiento de lo justo y de lo injusto de la siguiente manera: primero nos damos cuenta de la situación de los demás, y, después, gracias a la simpatía, es decir, a poder sentir con los otros, a sentir concordemente con ellos, nos colocamos en su situación. Consideramos injustas y punibles las acciones que dañan a los demás. Cuanto mayor, es el perjuicio inferido, tanto mayor es la cólera de la víctima, la indignación simpática del espectador y el sentimiento de responsabilidad del autor del hecho. Así, establecemos lo que es justo y lo que es injusto. Este juicio va formándose paulatinamente y se funda por completo en el sentimiento; la razón interviene tan solo en las generalizaciones de ese juicio. El sentimiento de justicia dimana del impulso fundamental de la igualdad social y se nutre del sentimiento de simpatía con el bien del prójimo. Tal es, en breve síntesis, la Estimativa moral y jurídica de la escuela sentimental inglesa, que puede servir como ejemplo de psicologismo. También para muchos otros -como p. e. Loening- el criterio de la justicia es de índole emotiva: la realización de la manera de obrar sentida como justa nos llena de satisfacción; mientras que su no cumplimiento o su contradicción nos produce malestar y, en determinados casos, hasta cólera e indignación80.

Así, pues, para los psicologistas, la justicia y los demás valores jurídicos se reducirían a un fenómeno de mecánica sentimental. Aunque el hombre se rija por sentimientos de egoísmo, posee también la peregrina aptitud de que los hechos que afectan a la vida ajena resuenen emotivamente en la suya propia. El dolor del prójimo resuena como un eco en mi propia vida; y, de esa suerte, al sentir con él, quedamos vinculados por una solidaridad.

Hasta aquí la exposición sucinta de la postura psicologista en sus consecuencias para la Estimativa Jurídica. Frente a la postura psicologista se ha mantenido la doctrina que podríamos llamar objetivista, que tiene representaciones varias en la historia de la Filosofía; pero que de un modo especial se perfila con vigor y se instala decisivamente gracias a la obra de Edmundo Husserl, publicada en 190081. El objetivismo afirma que los principios de la lógica, de la moral, de la justicia, etc., son ideas con validez necesaria y objetiva, independientemente de los actos psíquicos en que trabamos contacto con ellas. En suma, se trata del fecundo descubrimiento del ser ideal, que constituye una de las mayores conquistas del pensamiento contemporáneo, y de lo cual he dado ya una exposición en el primer capítulo de este libro.

  —289→  

Ahora bien, aquí interesa examinar este tema en sus aplicaciones a la Estimativa Jurídica. Mas la fundamentación del objetivismo se realiza al hilo de la crítica frente al psicologismo.

Desde luego no voy a negar que en muchos casos -y aún podría decirse que habitualmente- hallamos en la conciencia humana eso que se llama sentimiento de justicia, que de u»odo concreto tiende a indicar la solución correcta en los problemas de la vida social, de manera análoga a como suele darse un sentido moral espontáneo. Es muy vieja la observación de que para tener un barrunto de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto no hace falta haber estudiado Filosofía. Kant lo recuerda al comienzo de su «Fundamentación de la Metafísica de las costumbres», diciendo que un rústico distingue espontáneamente el bien del mal; y que lo que la Filosofía moral añade es la inteligencia de cuáles son las razones y el fundamento de este criterio. Acaso sea ciertamente más fácil conocer lo moral que los valores jurídicos, porque lo moral se refiere al reino de la conciencia, cuyos elementos a ordenar pueden ser más claramente abarcados, mientras que los valores jurídicos, como afectan a la arquitectura social objetiva y por tanto demandan la comprensión de elementos externos al sujeto, puedan resultar de más difícil aprehensión para una mente no disciplinada. Pero, con todo, parece que es habitual el hecho de que en la conciencia se dé espontáneamente un sentimiento de justicia. Cierto que las soluciones proporcionadas por este sentimiento de justicia pueden ser divergentes en los distintos individuos y según las diversas situaciones históricas; pero faltaría discriminar aquí qué influencia haya tenido la historia y el medio ambiente social en la concreción del sentimiento de justicia. Mas en todo caso, lo que sí parece un hecho regular es la vocación primaria y espontánea de la conciencia humana por la justicia -aparte de que ésta llegue o no a encarnarse correctamente-. Las opiniones, los testimonios concretos del sentimiento jurídico, pueden tener, según los casos, mayor o menor acierto; pero, de ordinario, hallamos siempre el hecho de un anhelo de justicia, el hecho de que la conciencia tiende hacia un ideal de Derecho. Pero no es esto lo que se discute aquí, sino el saber si es posible fundar la Estimativa jurídica sobre el puro hecho bruto de un sentimiento. Y hemos de reconocer que no es posible.

Si las apreciaciones estimativas se reducen pura y exclusivamente a hechos psicológicos, a sentimientos, a afectos, a instintos, a impulsos, entonces propiamente no tenemos unos valores, sino meros fenómenos y nada más. Ya empieza a mostrársenos que, en   —290→   el fondo, el psicologismo -aunque él no quiera- es escepticismo. El psicologista es un escéptico sin saberlo; y precisamente por eso, porque no lo sabe, es más fácil demostrar la falsedad de su postura. Si el psicologista se diese claramente cuenta de las consecuencias a que le lleva su actitud y las aceptase plenariamente con resignación, no haría falta la discusión, ni siquiera ésta tendría sentido, porque frente al escepticismo radical no cabe la posibilidad de controversia; porque el escéptico no contesta las preguntas que se le dirigen, sino que se limita a encogerse de hombros, en pura abstención de todo juicio ni positivo ni afirmativo. Pero, en cambio, frente a un escéptico relativo, se le puede conducir fácilmente al absurdo y, aún más, mostrarle que su doctrina contiene un contrasentido. Y esto es lo que se podrá hacer sin dificultad frente al psicologista, según mostraré más abajo.

En primer lugar, adviértasela insuficiencia de querer fundar la Estimativa Jurídica en el hecho psicológico de un sentimiento de justicia. Es preciso esclarecer el contenido de ese sentimiento. Basar, como hacen algunos, la Estimativa jurídica en el honrado sentimiento de todo hombre justo es un burdo subterfugio, de todo punto inadmisible. Porque precisamente lo que debe indagar la Filosofía del Derecho es criterio que nos permita calificar de justo o de injusto un determinado sentir. Al hablar de una emoción de justicia, se supone que hay sentimientos que pueden ser calificados de justos frente a otros injustos. Ahora bien, ¿cuál será el criterio para esa separación o criba? ¿Por qué sentimos ciertos actos como justos y otros como injustos? El sentimiento de justicia constará de dos ingredientes: uno de ellos real, a saber, su mecanismo psicológico; y otro su calificación de justicia, la cual ya no es un hecho, sino que es la cualidad relativa que le nace a ese sentimiento cuando lo comparamos con una idea de valor. Lo que nos permite calificar de justo un sentimiento no es ningún componente real de él, sino que es un punto de vista valorativo.

Cierto que la estimación de justicia -y la de otros valores jurídicos- se revela en una especie de intuición matizada sentimentalmente. Pero debemos buscar, por debajo del hecho de ese sentimiento, la intuición de un valor ideal objetivo. Esto es lo que certeramente había presentido Pascal cuando hablaba de un «orden del corazón» o de una «lógica del corazón»; es decir, se trata de descubrir el a priori ideal de lo emocional. Y esto es lo que ha intentado Max Scheler82: la lógica de las apreciaciones estimativas.

La crítica que acabo de desarrollar se basa en el supuesto de   —291→   que efectivamente queramos y sea posible fundar una Estimativa Jurídica. Ahora bien, al comienzo de este capítulo justifiqué ya cumplidamente la tarea de la Estimativa Jurídica, rebatiendo de modo decisivo y terminante las actitudes escépticas. Y, ahora, se acaba de ver cómo no es posible fundar la Estimativa Jurídica sobre un puro hecho psicológico, ya que el sentimiento de justicia es tal, no por lo que tenga de realidad sentimental, sino por lo que tiene de coincidencia con un valor ideal. Quien intente encerrarse en el mero hecho de un sentimiento, sin trascenderlo, queda inexorablemente condenado a renunciar por entero a toda posibilidad de una Estimativa del Derecho; en suma, queda inevitablemente condenado al escepticismo, según mostraré enseguida.

Ahora bien, los psicologistas, cuya doctrina es en el fondo escepticismo, se empeñan en no ser escépticos y pretenden fundamentar una Estimativa Jurídica sobre unos escuetos hechos psicológicos.

Vamos a ver, a través de cuatro argumentos fundamentales, -cada uno suficiente para mostrar el error del psicologismo- cuáles son los absurdos a que conduce esa posición83.

Primero: Si la justicia consiste única y exclusivamente en un sentimiento, en un mecanismo de la psique, nos encontraríamos ante algo de todo punto incomprensible, a saber: que unos hechos, en tanto que hechos, y nada más que como hechos, tuviesen la pretensión de regular normativamente a otros hechos, como superiores en rango a éstos. Pero los hechos naturales, en tanto que hechos, como realidades y nada más que como realidades puras, sin referencia a otras zonas ontológicas, no tienen entre si otro vinculo que el de la causalidad: un hecho es causa de otro o efecto de otro. En el puro mundo de los fenómenos, sin que a él le añadamos ninguna otra consideración extrafenoménica, no hay rangos ni jerarquías, no puede haber distinciones entre justicia e injusticia, entre bondad y maldad, entre conveniencia e inconveniencia. Sin salir del mero criterio fenoménico o causal, no es posible atribuir a unos hechos la pretensión de superioridad sobre otros. Un hecho o es causa de otro, o no lo es; pero carece de sentido predicar de él, en cuanto nudo hecho, la aspiración de tutelar normativamente otros hechos. Cuando predico de un hecho una dimensión normativa es que ya no me refiero a lo que este hecho tiene de hecho, sino que estoy metiendo en él algo que ya no es un hecho, sino que es una cualidad de coincidencia con un principio ideal. La ordenación jerárquica del mundo, las distinciones entre lo normal y lo patológico, entre lo bueno y lo   —292→   malo, entre lo justo y lo injusto, pueden fundarse únicamente en criterios de finalidad; y éstos, a su vez, se basan siempre necesariamente en ideas de valor. Precisamente una de las dimensiones de los valores -y también de los quehaceres de la vida humana impregnada de ellos- que se dan en serie jerárquica. Mientras que los fenómenos son o no son, en cambio los valores -las cosas valiosas, y fundamentalmente los quehaceres de la vida humana- valen unos más que otros.

Segundo: Si los valores jurídicos -lo mismo que los morales y que los principios lógicos- fuesen única y exclusivamente mecanismos de nuestra organización psicológica, tendríamos que explicar por qué esas ideas ofrecen caracteres completamente diversos de los que son propios de las leyes psicológicas. Los principios de justicia -lo mismo que los lógicos y los éticos- se nos presentan con la pretensión de absolutez y universalidad, como criterios exactos y rigorosos -no se trata ahora de afirmar que la tengan, si notan solo de que se ofrecen con tal carácter-. En cambio, las leyes psicológicas -por ejemplo, la de Fechner sobre la relación entre el aumento del excitante y la intensidad del resultado consciente en la sensación se ofrecen tan solo como regularidades aproximadas, válidas únicamente dentro de ciertos límites y con fluctuaciones. Pues bien, cuando se trata de equiparar dos cosas que aparentemente son dispares y heterogéneas, no basta con que esto se afirme porque sí, antes bien es preciso demostrar la homogeneidad de esas dos cosas que se presentan como divergentes; y, además, es menester explicar después el por qué a pesar de ser parejas nos aparecen como diferentes. Y nada de eso ha sido logrado por los psicologistas.

Tercero: El psicologismo aniquila todo el sentido de la Moral y del Derecho. Si los valores jurídicos y morales fuesen única y exclusivamente funciones del psiquismo, resultarla que la justicia tendría sentido y valdría tan solo para los hombres justos; pero, en cambio, carecería de sentido para quienes no tuviesen tales emociones, o para quienes las hubiesen sofocado con pasiones contrarias. ¿A qué título podríamos considerar obligados por valores jurídicos a quienes no tuviesen el sentimiento de justicia?

Cuarto: Si los valores jurídicos fuesen única y exclusivamente configuraciones estructurales de mi realidad psíquica y nada más que esto, entonces, toda discusión sobre el Derecho carecería de sentido, y por tanto carecería también de sentido toda controversia política. Pues si la justicia y los demás valores jurídicos fuesen   —293→   meramente mecanismos reales del psiquismo, puras realidades psicológicas, resultaría que cuando dos hombres pensaran o sintieran de manera diversa o contraria con referencia a una cuestión determinada, cada uno de ellos se fundaría en el hecho de su propia conciencia subjetiva; y como no habría una instancia superior a ella, no podría fallarse la discrepancia a favor de ninguno, o mejor dicho habría que reconocer que cada uno de los dos estaría justificado en su opinión. Una discusión supone el conflicto u oposición entre dos opiniones; para poder juzgar si hay alguna verdadera y cuál sea ésta, urge acudir a un criterio independiente y objetivo; y examinar si alguna de las opiniones en polémica coincide con esta instancia. Si la justicia no es nada más que una realidad en mí y solamente eso, mi opinión corresponderá a esa manera como estoy constituido; y si otro sujeto opina de un modo distinto, será porque en él se dará una realidad psicológica diversa de la mía. Y no tendrá sentido que él y yo discutamos. Como no lo tendría que una persona alta, por serlo, discutiese con otra baja, porque ésta es baja; ni un rubio con un moreno. Cada cual es como es y no tendría sentido que tratase de imponer su propia realidad a las realidades divergentes de los demás. Pero es que cuando discutimos sobre temas de justicia -lo mismo que sobre cualquier otra cuestión axiológica- suponemos que además de los hechos psicológicos de la opinión de cada uno, hay una instancia o criterio objetivo, para juzgar. Y cada una de las opiniones pretende expresar lo determinado en esa instancia; mas para juzgar precisa comparar cada una de las opiniones con esa instancia, con esa objetividad, y ver si alguna coincide con ella, en cuyo caso ésta aparecerá como justificada, y en cambio las demás como injustificadas. Toda discusión supone el intento de apelación a algo que no es subjetivo, sino que es objetivo. De lo contrario carece de sentido. Respecto de esto algunos psicologistas han dicho que ellos se refieren a una mente razonable y a una conciencia moral recta; ahora bien, con esto queda ya superado el psicologismo. Porque una mente razonable no puede sino significar una mente adaptada a la verdad objetiva; y por una conciencia moral recta no cabe sino entender una conciencia que refleje los valores éticos y jurídicos objetivos, valederos en sí, independientemente de quien los piense. Pero con esto se ha abandonado ya el psicologismo y se ha entrado en una postura objetivista.

Así, pues, queda claramente de manifiesto que el psicologista jurídico confunde la justicia con el hecho de su conocimiento y de los sentimientos que la abonan. La conciencia de los principios de   —294→   justicia es ciertamente un hecho, situado en el tiempo y circunscrito al individuo que los piensa o siente. Pero la idea de justicia -así como los otros valores jurídicos- no es un hecho: constituye una esencia ideal, con validez objetiva, no dependiente de los hechos psicológicos en que se conciba.

Claro es que ineludiblemente el criterio de estimación jurídica se ha de revelar a través de la conciencia; pero de ninguna manera puede confundirse con ese puro fenómeno psíquico. La justicia y los demás valores jurídicos son calidades ideales que pueden residir en comportamientos reales y en organizaciones colectivas. Una conciencia, una conducta, o una estructura social, son realidades; pero esas realidades, además de sus componentes reales, poseen calidades de valor (positivo o negativo). Ahora bien, esas calidades de valor no consisten en ingredientes reales de la conciencia, de la conducta O de la sociedad, sino que son dimensiones ideales que encarnan en esas realidades. Es decir esas calidades consisten en la adecuación (o inadecuación, en caso negativo) de tales realidades con unas ideas de valor. La justicia de un sentimiento, de una conducta o de una relación social es la coincidencia entre esas realidades y un principio ideal. El criterio estimativo del Derecho, pues, no consiste en una realidad psicológica, sino en valores ideales.

Así pues, en esta indagación nos vemos lanzados a un reino de valores ideales, gracias al cual adquieren sentido las cosas que hacemos en nuestra vida, y, entre ellas, eso que llamamos Derecho. Y, a la luz de este tema, se confirma la especial índole de nuestra vida, que ya expuse en el capítulo primero de este libro. Nuestra vida se halla encajada y apoyada en un contorno, en realidades, entre las cuales, además del mundo en torno y de mi cuerpo, figuran los mecanismos psicológicos, con todo lo cual realizo mis quehaceres. Pero mis quehaceres son referidos intencionalmente a un reino de ideas axiológicas, esto es, a unas esencias de valor, las cuales no tienen realidad, sino validez objetiva. Mi vida limita a un lado con la Psicología y a través de ella con la Biología y con el mundo; y, por otro lado, confina con los valores, que son los que dan sentido a la estructura y a la función estimativa que mi vida es. Y mi vida es enlace y fusión intima de realidad y valor a la vez: reino de funciones con sentido. Mi vida es tarea, quehacer; urgencia de vivir entre las cosas y con ellas y a la vez de ir determinándose a sí misma en una sucesión de estimaciones. Mi vida es, pues, la articulación de realidad y valor; y es, al propio tiempo, la realidad profunda y radical en la que se dan todos los demás seres (tanto los reales como los ideales),   —293→   pues a todos los encuentro formando parte de mi vida y como ingredientes de ella. Ahora bien, por eso, repito aquí la advertencia que ya hice en el capítulo primero, al ocuparme en general de los valores e introducir en la filosofía de Scheler y Hartmann sobre los mismos la siguiente rectificación: al afirmar que los valores son objetivos se debe significar con esto que no son subjetivos, es decir, que no constituyen una proyección de mi psiquismo, que su validez es independiente de mi conocimiento y adhesión; pero no se debe entender que los valores sean entidades más allá de la vida humana, puesto que ésta es la realidad radical en la que se dan todos los seres. Por consiguiente, la objetividad de los valores es intravital, en lo cual no hay ninguna contradicción, porque la vida no es la subjetividad, antes bien, es la inescindible articulación entre el sujeto y los objetos, entre el yo y el Universo, en situación de correlativa compresencia.




ArribaAbajo6. La historicidad humana y los valores jurídicos.

Planteamiento de la cuestión. Nos preguntamos ahora: ¿Nos suministra la Estimativa Jurídica unos criterios rígidos, inmóviles, válidos para todas las sociedades en todas las circunstancias, en todas las situaciones históricas, en cualquier estado de cultura y en cualquier momento del tiempo? ¿O, por el contrario, los ideales jurídicos deben tomar cuenta y razón del carácter variable de la existencia humana, de la diversidad de las circunstancias y situaciones, de las necesidades concretas de cada momento, en suma, de la variedad multiforme y abigarrada de la historia? En estas preguntas va implícito el problema de la historicidad del Derecho, de las mutaciones y diversidad de las regulaciones jurídicas. No se trata solamente ahora de registrar el hecho de que los regímenes jurídicos son múltiples y variantes en la historia, con contenidos muy diversos; sino, además, de preguntarnos por si esa variedad y ese cambio histórico del Derecho tiene una justificación; y en caso positivo se tratará de inquirir cual sea esa justificación, lo cual nos obligará a preguntarnos entonces por el modo cómo los valores jurídicos puedan y deban articularse en el proceso histórico. En suma, enfocamos la cuestión de saber si el ideal jurídico puede ser tan solo un único tipo de ordenación con validez absoluta, universal e inmutable; o si, por el contrario, debe ser relativo a las condiciones de época, lugar, desarrollo histórico y necesidades concretas.

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Este es el tema central de la Filosofía del Derecho a lo largo de todo su desarrollo, desde los presocráticos hasta nuestros días. Es la cuestión clásica por excelencia; la que siempre ha preocupado de un modo preferente. Pero además, este tema cobra una máxima actualidad y un máximo grado de madurez a la luz de las especulaciones de nuestro tiempo sobre la dimensión histórica de lo humano. Y así, hoy, estamos en condiciones de enfocar esta cuestión de la historia en el Derecho a la luz de la historicidad de lo humano; por tanto, en un plano mucho más profundo y radical de lo que se hizo en las doctrinas pretéritas. Y ello es así, porque caracteriza la filosofía de nuestros días el haber descubierto la realidad de la vida humana en tanto que histórica, es decir, poseyendo la historicidad como una de sus dimensiones esenciales.

El pensamiento que se desarrolla desde el Renacimiento hasta el siglo XIX se embarcó en una empresa de razón pura, abstracta, matemática, de aquello que Max Scheler ha llamado certeramente logomanía. Se vio en la matemática no solo una ciencia ilustre, con egregia historia y resultados maduros, sino que además se la tomó como ejemplar o prototipo de todo conocimiento científico. Y, así, se tomó como ejemplo para todas las ciencias el método matemático, queriendo aplicarlo a todas las disciplinas y entre ellas a la Ética y a la Filosofía del Derecho, lo cual se expresa en el título de la obra de Spinoza Ética more geometrico demonstrata. Y, de tal suerte, florecen las doctrinas de Derecho natural como conocimiento puramente racionalista y educativo. Empresa que fracasó, porque lo humano en tanto que humano se escapaba de la razón matemática como el agua a través de una red.

Salvo la anticipación genial de Juan Bautista Vico, podemos decir que fue en el siglo XIX cuando se cobró conciencia de lo histórico. Y ello en gran parte fue debido tanto al impulso del Romanticismo, como del pensamiento hegeliano; y, después, como floración de la Sociología positivista. Pero con la Historia, el Romanticismo realizó una labor que fundamentalmente fue mística (alma nacional, adoración reverente de la tradición, etc.) Y Hegel, en lugar de acercarse a la historia para descubrir lo que en ella hay y el secreto de sus resortes efectivos, más bien trató de inventarla, substituyendo su autenticidad real por una construcción sistemática. Y, después, caldas en el descrédito tanto la tendencia romántica como la hegeliana, quedó la conciencia de lo histórico en el positivismo, sobre todo como idea de relatividad, de azar, de contingencia. Y, entonces, el espectáculo vario y cambiante de la historia constituyó   —297→   la fuente principal de un sentido relativista con ribetes escépticos. Al hallarse ante ese espectáculo cuyos contenidos y perspectivas son diferentes en los varios pueblos, y cambian y se suceden, la conciencia se sintió azorada y se limitó a registrar las mutaciones, sin más; y, a lo sumo, a establecer las regularidades de coordinación y de sucesión de los acontecimientos; pero renunciando a toda indagación sobre la índole de la realidad histórica. Y, así, de la conciencia de lo histórico viene a quedar, en la segunda mitad del siglo XIX, nada más que un sentido de relativismo.

Pero al entrar en el siglo XX, se dibujan en la Filosofía ensayos para capturar la esencia de lo histórico; para descubrir el secreto de la variedad y de los cambios; y sobre todo el pensamiento de los últimos lustros ha comenzado ya a dominar mentalmente este problema y a encauzar de modo certero su solución, cuando ha descubierto la historicidad en la misma estructura esencial de lo humano. Mientras la historia aparecía tan solo como un espectáculo de variedad y de cambios, sin que se conociese ni el por qué ni el sentido de esos cambios, ni por tanto las leyes de su conexión, representaba únicamente el estímulo para una actitud relativista -y aun próxima al escepticismo, al menos en materia de Estimativa-. Pero en el momento en que la mente se apodera de la esencia de lo histórico y lo entiende no como puro azar, sino como algo lleno de sentido, y cuando se descubre el secreto del cambio y de la variedad, entonces, la historia deja ya de azorarnos, porque estamos en condiciones de comprenderla, y, por tanto, de dominarla.

Ahora bien, antes de exponer este tema a la altura que ha conseguido el pensamiento de nuestra época, es preciso que relate las principales vicisitudes que ha pasado en el decurso de la filosofía de otros tiempos. Porque el pensamiento actual, que en muchas de sus dimensiones ofrece horizontes de radical renovación, no es algo que se haya producido por génesis espontánea, fortuitamente, sino que representa una etapa de superación, que ha podido ser lograda, porque una serie de pensadores recorrieron a lo largo de los siglos el camino que hacia falta para llegar hasta la doctrina hoy conseguida. Me limitaré a relatar las posiciones típicas más importantes en la historia de este tema.

Dicho tema se nos aparece a lo largo de la Filosofía, como una especie de conflicto o drama entre la Razón y la Historia, sobre sus respectivos papeles en la formación de los ideales jurídicos, y por tanto en la Estimativa del Derecho. En algunos momentos doctrinales, este pleito se falla a favor exclusivamente de la Razón, des pojando   —298→   de todo título de intervención a la Historia (p. e. en Platón, en la escuela clásica iusnaturalista del Iluminismo, etc.) En otras teorías, se intenta barrer por entero la razón y se concede un derecho exclusivo a la Historia (como ocurre p. e. en el romanticismo y también en algunas manifestaciones del positivismo). Pero, las más de las veces, estuvo presente en la conciencia filosófica el pensamiento (concebido más o menos claramente) de que si bien hay criterios ideales de justicia, sin embargo, éstos no bastan para la elaboración de un programa concreto de Derecho; que hay que tener en cuenta puntos de vista relativos a las circunstancias especiales de pueblo, lugar, época y situación histórica. Y, así, se registra, en todos los momentos, expresiones como éstas: las necesidades de los tiempos, las circunstancias especiales, los quehaceres urgentes del instante, la altura de la época, la adecuación al medio, la manera efectiva de ser un pueblo, las posibilidades prácticamente viables, etc., etc.; expresiones, en las cuales apunta la idea de que el Derecho está condicionado históricamente, no sólo en su realidad positiva, sino que debe estarlo también en cuanto a los criterios estimativos. Ahora bien, no basta con tener el barrunto de que probablemente los ideales jurídicos no pueden elaborarse con el puro intelecto, mediante criterios rigorosamente geométricos, con pretensiones de universal aplicación, sino que además hay que insertar también perspectivas históricas. Es necesario averiguar, con todo rigor, de qué manera se deban articular esos dos elementos, las ideas de valor y la trasmutación histórica.

     Platón. Para Platón la justicia auténtica no consiste en los ordenamientos empíricos que registra la historia. Ellos (como todo el mundo de lo sensible) no constituyen el verdadero ser. Este, el ser verdadero de cada cosa, consiste en la idea pura de la misma. El Derecho en su versión positiva, en el perfil histórico de las instituciones, es, como todo el resto del mundo sensible o de la experiencia, algo fantasmal, confuso, contradictorio, y miserable. El esquema de lo auténticamente justo se contiene tan solo en la pura idea de justicia. Y para lograr un Derecho justo, precisará traducir con toda exactitud y pureza la estructura de la idea de la justicia y cumplir rigorosamente sus exigencias. Y, así, Platón dedica su diálogo titulado La República (Politeia) a como hay que organizar el Estado sirviendo estrictamente a la idea pura de justicia, sin concesiones a lo empírico, sin compromisos con la experiencia, sin admitir condicionalidades históricas. En este sentido Platón encarna un exacerbado intelectualismo. Pero, después, en su diálogo Las leyes toma   —299→   cuenta y razón de los elementos empíricos e históricos. En Las leyes trata de acomodar los principios expuestos en La República a las posibilidades de las circunstancias reales en su época y en su pueblo. Pero, al hacerlo así, Platón no explica justificadamente ni el por qué de esa concesión a los elementos empíricos, ni la manera cómo éstos se conectan con los principios ideales. Parece como si cuando trata de aplicar a la concreta realidad social de su tiempo los principios ideales, éstos tropezasen con una magnitud que no se dejara modelar dócilmente por la idea; chocan brutalmente con unos hechos que imponen limitaciones a las exigencias de la idea pura. Pero no se nos explica ni por qué ni cómo. Con ello hallamos tan solo el testimonio de que el mismo Platón hubo de reconocer que no era posible elaborar un programa jurídico con puros ingredientes ideales, sino que era forzoso atenerse en alguna medida a las circunstancias y a las posibilidades de la realidad social del momento.

     Aristóteles. En Aristóteles, este mismo tema se presenta con un propósito de conciliación. Lo absoluto y lo histórico, lo fijo y lo mudable, ya no entablan querella, antes bien tratan de armonizarse. Ambos ingredientes obtienen una consideración más cabal. Y Aristóteles barrunta ya que el criterio de lo justo natural, al ser aplicado a circunstancias varias, produce normas de diverso contenido, a pesar de estar todas inspiradas en la misma idea.

     San Agustín. En la obra de San Agustín, encontramos una huella profunda y dramática de la experiencia de una realidad bruta que está ahí, limitando las posibilidades de la razón pura. No es tanto el problema de la historia, sino más bien la experiencia de lo que en el hombre hay de realidad empírica lo que aparece en la obra agustiniana. Se examina el problema de saber si el Derecho Natural es uno sólo, único, absoluto y perenne, o si, por el contrario, tolera concesiones a las circunstancias y admite cambios al compás de éstas. Y esta cuestión es tratada a la luz de una serie de consideraciones, que, en parte, son filosóficas y en parte son teológicas. Si la naturaleza del hombre fuese pura y exclusivamente racional, si la realidad humana fuese pleno trasunto de principios racionales y no contuviera ningún factor que contradijese a estos principios, la ley de la conducta -y con ella el Derecho- podría ser expresión plenaria de ideas absolutas. Tal era la situación del hombre en estado de gracia, en el paraíso. Pero cuando la naturaleza humana fue corrompida por el pecado original, quedó lastrada por factores que resisten al imperio absoluto de la idea racional pura. Y, así, ocurre   —300→   que la naturaleza humana, que en parte es razón, es a la vez también apetito, concupiscencia, egoísmo, ambición; en suma, se halla corrompida por tendencias pecaminosas. Individualmente, el sentido religioso y moral de la vida consiste en sofocar este legado del infierno y luchar por el triunfo del bien. Pero de hecho, y en general, hay que registrar que el hombre es pecador. Y, por eso, es forzoso, cuando se enfoca el tema de la organización social, atender a la naturaleza humana, tal y como ella es, naturaleza corrompida por el pecado; y estudiar, sobre dicha base, las posibilidades de la idea de justicia respecto de ella. Y, así, el orden jurídico tomará en cuenta la efectiva manera de ser del hombre, con sus pasiones, con sus limitaciones, y tratará de reducir al menor mal ese aspecto corrompido de la naturaleza humana; es decir, tratará de sacar el mejor partido posible de la manera real de ser de los hombres buscando el mayor número de viabilidades de bondad y de justicia. De esto se deriva la concepción agustiniana de un doble Derecho Natural: el primario y el secundario. El primario es un Derecho Natural absoluto: el que correspondería a la naturaleza humana en estado de gracia. El Derecho Natural secundario es el único al que puede aspirar la criatura humana después de su caída, lastrada por bajas pasiones. Por eso, el Derecho Natural secundario no es ya una mera textura racional, sino que contiene elementos empíricos, organizados racionalmente, en lo que cabe. En un estado de gracia perfecta, la naturaleza empírica no desempeñaría ningún papel en la determinación de los ideales de justicia; porque entonces la vida humana sería algo empapado de racionalidad, y, por tanto, íntegramente moldeable por la Razón; y la ordenación adecuada sería la del Derecho Natural primario -que ordena la comunión de bienes, la eliminación de las armas, etc.- Pero sobre la otra base de hecho -la naturaleza humana corrompida- se debe tomar en cuenta las exigencias de ésta, y sacar de ellas el mejor partido posible, que es lo que hace el Derecho Natural secundario. Así, pues, la naturaleza real de los hombres aparece frente a la Razón, no como un hecho indiferente, sino como un momento del pecado, que se reputa irremediable. En este aspecto, no es tanto la historia con sus diversidades la que se opone a la Razón, cuanto más bien una naturaleza humana degenerada. Aunque apunta también en el pensamiento de San Agustín la idea de que las variaciones del Derecho pueden encontrar justificación en la misma ley eterna, la cual exige que distintas circunstancias sean reguladas congruentemente por normas de contenido diverso; pues esa variedad de circunstancias se   —301→   halla de antemano prevista en la ley eterna; con lo cual la ley eterna, por imperativo de sí misma, se adapta al dinamismo de la vida.

     Filosofía escolástica. Francisco Suárez84. Este tema de las relaciones entre las diversas circunstancias sociales y los principios racionales de lo jurídico es tratado de modo más detenido y profundo en la Filosofía escolástica, cuyo momento más maduro en esta doctrina lo hallamos en la obra de Francisco Suárez. La doctrina de éste, con relación al pensamiento anterior, constituye un notorio progreso. Cierto que las directrices de su doctrina las hallamos ya en la obra de Santo Tomás; pero Suárez las lleva a un plenario desarrollo, con formidable agudeza y con originalidad. Suárez se ocupa de este tema al preguntarse si a ley natural es inmutable o no; y aun cuando formula la primera tesis -la de la inmutabilidad- sin embargo, al explicarla y desenvolverla, muestra que a pesar de que la raíz del Derecho Natural es invariable, los preceptos que de él se derivan cambian a tenor de la diversidad de circunstancias y al ritmo del desarrollo histórico. Es decir, lo que hace es fundamentar un Derecho Natural de raíz perenne y absoluta pero de contenido variable. Su labor, en cierto modo, viene preparada por el casuismo moral de los penitenciarios, el cual se apoya sobre el supuesto de que en el precepto ético deben hallar expresión las circunstancias concretas de la vida. Y, así, el Derecho Natural de Suárez se presenta con un sentido de articulación histórica85.

Suárez dice que hay principios racionales eternos, de valor absoluto para toda conducta. Pero esos principios tienen el carácter de directrices generalísimas, que, por sí solas, no constituyen todavía normas directamente aplicables a la regulación efectiva de una sociedad. Para que obtengamos normas conducentes a la regulación de la vida social, es preciso referir esas directrices a las realidades que se trata de normar; y fabricar con dichos criterios racionales, combinados con la vida, las normas específicas. De ese modo, los principios generales del Derecho natural acogen en su seno la noción de los elementos reales concretos y producen la norma jurídica natural para cada situación.

Según Suárez, cuando los principios generales se aplican a la esencia moral del hombre -que es común a todos- producen normas invariables; pero cuando se proyectan sobre una materia social variable, producen normas cuya validez está condicionada a la existencia de determinadas situaciones concretas; y, así, con el mudar de éstas, cambian también las normas de Derecho Natural. He aquí, pues, cómo se dibuja un ensayo de justificada articulación de los criterios estimativos ideales y objetivos con los cambios de la realidad social. La materia social es algo vario y mudadizo; y, así, ocurre que, aun cuando los primeros principios de Derecho Natural sean inmutables, al ser aplicados a esa materia social, que es diferente aquí de la de allá y que se transforma al correr del tiempo, dan lugar a normas también diversas. Y esas normas, derivadas de la conjugación de los principios con una determinada realidad social, son también normas de Derecho Natural, si bien su validez está condicionada por la presencia de unos determinados supuestos de hecho, los cuales al cambiar pueden dar lugar a que también cambie la norma de Derecho Natural.

Pero la doctrina de Suárez no se limita a lo que he expuesto, sino que llega además a un análisis mucho más fino todavía. Se pregunta por qué y cómo cambian las situaciones sociales; y contesta que la materia social se diversifica y transforma en algunos aspectos, de dos maneras, o por dos procedimientos: a) Por virtud de un complejo de circunstancias y factores múltiples, que constituyen una complicadísima combinación de causas, que no responden a un plan que de antemano se hayan trazado unos hombres; es decir, se viene a reconocer, con esto, que hay una realidad social con leyes propias de desarrollo, en las que no siempre interviene de modo decisivo un propósito deliberado de los hombres. b) Merced a una acción reflexiva e intencionada de los hombres que rigen la sociedad; es decir, cabe una modificación de la materia social llevada a cabo libremente por el hombre. Esto último plantea el problema de cuáles sean las facultades lícitas de los hombres en punto a la estructuración de la realidad social; o dicho con otras palabras, plantea la cuestión acerca de lo que los hombres puedan determinar libremente, autorizados por el Derecho Natural, y que sea por el contrario aquello en lo cual no tengan facultad de decisión, por haber un precepto absoluto que lo impida. Hay materias sobre las cuales el Derecho Natural impone taxativamente una única solución, sin permitir ninguna opción -como serían por ejemplo, las que afectan a la dignidad humana y a la libertad que de la misma se desprende-. Pero hay, en cambio, otras materias respecto de las cuales el Derecho Natural adopta una actitud que podríamos llamar abstencionista, que consiste en que ni manda ni prohíbe soluciones determinadas, sino que admite un cierto número de ellas, todas igualmente lícitas en principio; y deja a los hombres una amplia esfera de libertad para que elijan la solución que estimen más útil, conveniente y oportuna, a la vista de sus necesidades y de las circunstancias concretas de la realidad social. El hombre, a tenor de las circunstancias y según esa apreciación de utilidad colectiva, se decidirá a llevar a cabo una u otra posibilidad, articulará esta o aquella institución, y la moldeará de uno u otro modo. Ahora bien, creada y articulada ya por los hombres una de esas instituciones (ni prohibidas ni mandadas, sino sencillamente admitidas), entonces, los principios generalísimos del Derecho Natural, partiendo del hecho de la decisión humana (que produce un determinado estado de cosas) engendrarán preceptos de Derecho Natural congruentes con la estructura concreta de esa materia social (configurada por los hombres), pero que no exigirán la perduración de la misma, de un modo absoluto. La fórmula lógica de esos preceptos sería: si la circunstancia es a (situación creada libremente por los hombres dentro de la franquía que les concede el Derecho Natural), entonces necesariamente regirá el precepto m. Ahora bien, no hay ningún precepto de Derecho Natural que imponga necesariamente a, antes bien las conveniencias pueden aconsejar que se elija b, o c, o d, etc.; a las cuales correspondería entonces de modo necesario respectivamente las normas, n, o, p, etc. Los primeros principios de Derecho Natural no varían; lo que ocurre es que esos principios, al conjugarse con la realidad social concreta dan lugar a preceptos que rigen solamente para esa realidad y no para otra. Al variar ese estado de cosas, por virtud de una libre decisión humana, (en cuanto que su mudanza está admitida por el Derecho Natural, porque éste no la regula ni preceptiva ni prohibitivamente, sino tan solo de modo permisivo), los preceptos iusnaturalistas que correspondan a las nuevas situaciones tendrán un contenido diverso. El Derecho Natural en si no muda, porque es esencialmente inherente a su sentido la idea de que estados de cosas diversos exigen regulaciones diversas.

Suárez desarrolla como ejemplo de esos preceptos concretos de Derecho Natural -que parten del supuesto de un determinado estado de cosas (el cual sin ofensa a la ley racional podría ser otro)-, los que hacen referencia al derecho de propiedad. Presupuesta la división de las cosas y organizada la sociedad sobre tal base, hay una serie de preceptos de Derecho Natural que articulan y protegen la propiedad. Ahora bien, partiendo de un estado de cosas diverso, por ejemplo, de aquel en que las cosas fueran comunes, entonces los imperativos del Derecho Natural serían otros muy diferentes. Pero el Derecho Natural no exige necesariamente que haya un régimen de propiedad privada, ni tampoco impone uno de comunidad; sino que en términos generales deja que los hombres decidan el régimen más   —304→   conveniente y útil para sus necesidades, según las circunstancias concretas en que vivan. Claro que no es del todo indiferente al Derecho Natural la elección que hagan los hombres; pues éstos, al escoger entre el repertorio de posibilidades, deberán guiarse por consideraciones inspiradas en el bien común, en la utilidad general, a la vista de las concretas circunstancias de cada situación. Ahora bien, una vez que la sociedad ha determinado el régimen que estima más conveniente, entonces, de ello se deriva una serie de preceptos concretos de Derecho Natural, los cuales serían otros de haberse elegido un régimen diferente.

En consecuencia, Suárez distingue dos clases de preceptos de Derecho Natural: a) aquellos cuyo contenido tiene carácter necesario, independientemente de toda previa determinación humana, a los cuales llama «Derecho Natural preceptivo»; y b) aquellos cuya validez se apoya en una libre decisión humana (respecto de los supuestos de los mismos), decisión tomada entre una serie de posibilidades igualmente licitas en principios, habida cuenta de motivos de conveniencia y oportunidad; y tales preceptos son llamados «Derecho Natural dominativo», porque pertenece al libre dominio y prudente elección de los hombres el adoptar determinadas formas jurídicas, entre las varias que el Derecho Natural reconoce como admisibles. Esta teoría sobre el papel que desempeña el arbitrio humano en la configuración de las normas jurídicas y sobre el condicionamiento por las diversas situaciones de la realidad social, nos muestra una de las funciones del Derecho positivo, a saber: la elección unívoca entre las posibilidades admitidas por el Derecho Natural, a cuya determinación éste liga después las consecuencias de justicia, que de ella se desprenden.

Así, pues, aunque la raíz ideal del Derecho Natural es absoluta e inmutable, en cambio las especificaciones concretas del mismo son varias y cambiantes. Suárez condensa esto diciendo en forma de ejemplo: así como la medicina da unas reglas para los enfermos y otras para los sanos, y unas para los fuertes y otras para los débiles, y no obstante no varían por eso las reglas de la Medicina, sino que se multiplican y unas sirven ahora y otras después, así el Derecho Natural, permaneciendo el mismo manda una cosa en tal ocasión, y algo distinto en otra, y esto obliga ahora y no antes o después»86.

Esta misma tendencia de Suárez se manifiesta contemporáneamente en la obra del neoescolástico, Georges Renard87, quien dice que el Derecho Natural para el jurista es como la noción de lo bello   —305→   para el artista; lo bello no es una receta para fabricar obras maestras; es, al igual que lo justo, un principio de discriminación... De diez casos, en nueve, el Derecho Natural no tiene solución alguna que proponer; se limita a juzgar las soluciones que se le proponen; con lo cual se acentúa además el criterio de prudencia electiva aludido en Suárez.

La teoría de Suárez constituye una de las más interesantes sobre este tema. Aun cuando la consideremos como necesitada de superación -en la forma en que más adelante expondré- hay que reconocer que las pretensiones de los dos factores no se resuelven ni en la negación de unos de ellos, ni en su admisión a regañadientes, ni en una transacción penosa, antes bien, en una concordia armónica. Lo que pasa es que Suárez no tenía desarrollado el sentido de lo histórico; y, aunque teóricamente da alojamiento a las exigencias derivadas de la variedad de las transformaciones, en cambio, prácticamente esta doctrina encuentra escasos desarrollos concretos en su obra. Por otra parte, parece que sin perjuicio de esta teoría, Suárez está dominado por el pensamiento de que las exigencias de la realidad no constituyen un repertorio indefinido de posibilidades, sino que toda la variedad se da desde un fondo de común permanencia.

     La escuela clásica del Derecho Natural. El hombre moderno, a partir del Renacimiento, da un viraje a la concepción del mundo y de la vida. Descubre su conciencia racional, como instancia reguladora de toda teoría y de toda norma para la conducta práctica. Al realismo de la antigüedad y de la Edad Media, va a suceder el régimen del pensamiento idealista, que caracterizará toda la Edad Moderna. En la filosofía teórica, el hombre se vuelve de espaldas a la experiencia -que es lo confuso, lo dudoso, lo problemático- para fundamentar el universo sobre su propia conciencia; pues el pensamiento es la única realidad firme e indubitable. Parejamente, en la meditación sobre los problemas jurídicos, trata de elaborar un esquema de Derecho fundado única y exclusivamente en la reflexión racional pura, volviendo la espalda a la historia. La multiformidad histórica del Derecho positivo es sólo el testimonio de los fracasos y de las aberraciones del hombre. El auténtico Derecho es el Derecho Natural, aquel que descubre la razón pura. La historia del Derecho tan solo puede tener sentido como progresivo movimiento de aproximación cada vez mayor a las normas absolutas del Derecho Natural, cuya integral implantación positiva constituye la meta a que se debe aspirar. Así, pues, el Derecho positivo recibido históricamente debe ceder su lugar al imperio del auténtico   —306→   Derecho, que es el Derecho Natural. Para encontrar el Derecho Natural es preciso hallar lo auténticamente humano, en estado de pureza. Se cree que el proceso histórico ha degenerado y deformado al hombre; y, por consiguiente, hay que buscar al hombre en su prístino estado, antes de que la historia haya puesto sus pecadoras manos sobre él, es decir, hay que buscarlo en estado de naturaleza. Por donde ocurre que ese pensamiento racionalista del movimiento llamado del Iluminismo, o de la Ilustración, tiende a confundir lo que se proyecta como ideal, con una supuesta situación prehistórica, en que el hombre no había sido todavía deformado. Los autores de la escuela clásica del Derecho Natural -Grocio, Tomasio, Puffendorf, Wolff, etc.- de una parte representan el pathos racionalista que rechaza lo histórico y quiere sustituirlo por los esquemas puros de la razón. Pero, de otro lado, consideran que el mundo natural está henchido de racionalidad. Y, al buscar el fundamento del ideal jurídico en la naturaleza humana, van a concebirla no como una esencia normativa, sino como un ser, como un hecho, como el hecho de lo humano puro, no estropeado por la historia.

Y, así, buscan la naturaleza humana pura, para que sin ningún aditamento artificial sirva de base al Derecho. Y para Grocio, el atributo esencial de esa naturaleza humana es el apetitus societatis (la tendencia de sociabilidad), sobre el cual se basa todo el Derecho, como consecuencias racionales de este fundamento. Para Puffendorf, ese atributo esencial consiste en la imbecilitas o sentimiento de debilidad o desvalimiento, que impulsa al hombre a coordinarse racionalmente con sus semejantes. Y para Tornasio, es el afán de dicha. Es decir, para los tres, se trata de un hecho psicológico, de un fenómeno real, que es absolutizado hasta el punto de convertirlo en base de un sistema normativo. He aquí la paradoja que ofrecen estos tres autores: representando una máxima intención de racionalismo, fundan, sin embargo, el Derecho Natural en una consideración empírica. Esto trae consigo que en su Derecho Natural la razón ande a veces confundida con un concepto equívoco de naturaleza. Se emplea la palabra naturaleza confusamente, en un dúplice y diverso sentido: a la vez corno lo que es y como lo que debe ser. Pero, en fin de cuentas, este iusnaturalismo, aunque implica una racionalización confusa de elementos reales, representa en todo caso la negación absoluta de fueros al factor histórico. Ahora bien, este antihistoricismo presenta todavía otras paradojas -y sumamente graves-: habiendo negado toda beligerancia a lo histórico y pretendiendo construir intelectualmente un minucioso sistema jurídico, no obstante, se sufre muchas veces el engaño de tomar por puro producto racional lo que en el fondo no era sino un mero dato histórico contingente. Y, así, dichos autores absolutizan, como si se tratase de puras construcciones racionales, lo que es tan solo una institución de su tiempo.

     Rousseau. No se puede catalogar a Rousseau en la pura continuación del iusnaturalismo iluminista; pues si bien en muchos puntos representa Rousseau la maduración y la depuración de muchos de los temas del iusnaturalismo clásico, purgándolo de no pocas confusiones, que lo habían lastrado en los autores precedentes; en cambio, por otra parte, Rousseau aporta radicales novedades. Y, así, el ideal jurídico fundado en el contrato social -que no es un hecho, pues, según dice explícitamente Rousseau, jamás existió, sino que es una idea regulativa de la razón- no pretende ya constituir un código racional repleto de contenido, sino una directriz orientadora; y, por otra parte, recuérdese que Rousseau pone su pensamiento certeramente en la entraña de la historicidad como dimensión esencial del hombre -cuando califica a éste como sujeto que, por poder entender a los demás semejantes, aprende de ellos y es por ende progresivo-.

     El Romanticismo jurídico o Escuela histórica del Derecho. Ya en el primer tercio del siglo XIX, las tendencias racionalistas -y con ellas los sistemas iusnaturalistas- sufren una grave crisis, en cuya producción intervienen múltiples factores. Uno de ellos es el Romanticismo.

El Romanticismo no es solamente un asunto artístico, sino que constituye una concepción integral del mundo y de la vida. Y, por consiguiente, se proyecta sobre todos los sectores de la cultura humana: en la ciencia y en la filosofía; en la política y en el derecho, en el arte y en la religión. Muy difícil -sino imposible- es una definición del Romanticismo. Y esto es así, por causa de la misma índole del Romanticismo, que pretende esencialmente ser una tendencia antirracionalista, no se deja apresar en los perfiles rigorosos de un concepto. Pero trataré de ofrecer una caracterización descriptiva de los principales rasgos del Romanticismo.

Hay en el Romanticismo un sentido orgánico y totalitario, en el que se trata de superar y disolver todas las antítesis. Quiere incluir todos los objetos en la idea de una suprema substancia total y orgánica. Política, Religión, Arte, Derecho, Costumbres, Idioma, etc., son los productos de las funciones de esa substancia total; son sus emanaciones. Ello lleva aparejado una exaltación de lo irracional y de lo   —308→   irreductiblemente individual. Es la exaltación de la vida en sus azares a incalculables, en sus misteriosas concreciones, como poder espontáneo y sagrado, como fuerza de arcanos orígenes, que no puede reducirse a fórmulas racionales. De ahí, su orientación historicista y tradicionalista. La historia es el desarrollo orgánico del espíritu, que en ella reina de modo inmanente y arcano. El romántico es partidario de la tradición en todos los terrenos. Lo tradicional es siempre el exponente del espíritu madurado en el seno arcano del tiempo. Lo tradicional vale porque no es obra de la razón individual -siempre fría, estática y limitada-; vale porque es exteriorización de una fuerza vital infinita, que actúa recónditamente. Por eso, el Romanticismo venera todo lo que tiene un origen inconscio, lo que se ha fraguado en estratos radicales de la vida, velados a toda penetración racional. Y, por ello, también siente predilección por lo irreductiblemente individual; y siente respeto hacia el abigarramiento del mundo con toda la complejidad de sus tipos singulares. Y ve en la comunidad nacional la realización concreta de una inefable individualidad histórica, dotada de propio espíritu. Y ese espíritu nacional es concebido como una auténtica realidad psíquica, bien que misteriosa y arcana. Y se supervalora todas las manifestaciones espontáneas del espíritu popular, como expresión de su más íntima autenticidad. Y, así, propugna frente a las fórmulas matemáticas, las formas orgánicas; frente a lo mecánico, lo vivo; frente al intelecto racional, el sentimiento y la intuición; frente al concepto, la sensibilidad; frente al ideal construido racionalmente, la majestad de la historia; frente a lo fabricado reflexivamente, el producto de la evolución espontánea; frente a la regla rígida, la fluencia de las fuerzas creadoras en el proceso vivo; frente a lo general abstracto, lo individual concreto; frente al cosmopolitismo, la nacionalidad; frente a la centralización, la autonomía de los cuerpos sociales; frente a la revolución, el desarrollo continuo según la misteriosa biología de las naciones; frente a la innovación propuesta por el pensamiento, la línea de lo tradicional.

Aquí sería preciso insistir en algunos de los rasgos esbozados del Romanticismo, los cuales ciertamente no agotan su esencia, pero subrayan los aspectos que más interesan al tema que estoy tratando.

Habría que destacar, en primer lugar, el afán de unificar todas las oposiciones, de superar todos los dualismos, de fundir todas las divergencias en una suprema categoría: así el Romanticismo tiende a salvar el dualismo entre Dios y el mundo -Dios no estaría frente al mundo, sino inserto en él-; también entre el sujeto y el objeto   —309→   -que se fundirían recíprocamente-; entre la materia y el espíritu -pues la materia estaría también animada y todo espíritu cobraría expresiones materiales-; entre lo inorgánico y lo orgánico. Y, sobre todo, se quiere salvar los abismos hendidos entre el ser y el deber, entre la vida y la cultura, entre la historia y la razón. Los ideales no pueden conocerse elevando la vista hacia una región de abstracción racional, sino auscultando atenta y reverentemente las palpitaciones de la historia. El ideal no está más allá de la realidad, sino que hay que buscarlo en los senos entrañables del proceso histórico.

Y esto se relaciona directamente, respecto del tema que me ocupa, con otro de los más notorios caracteres del Romanticismo con su tendencia antirracionalista y exaltadora del sentimiento y de las actitudes místicas de creencia -no de creencia dogmática, sino poética o romántica-. Para el Romanticismo no es posible apoderarse de la realidad del mundo, ni tampoco inquirir normas de conducta especulando abstractamente con conceptos puros de razón, sino tan solo extravasándonos sentimentalmente sobre las cosas, para penetrar en la entrañable intimidad de las mismas. La razón, que, desde Sócrates, habla venido siendo considerada como principio esencial de todas las cosas, y también como norma suprema del obrar, y que en lo político y jurídico acababa de obtener su magna apoteosis en la Revolución Francesa, es considerada por el Romanticismo como algo mezquino, que resulta incapaz para captar la esencia del mundo y de la vida. Frente a la razón -fría, limitada, ilusa, cadavérica, estática- son exaltadas las posiciones emotivas, vitales, síntesis de la suprema sabiduría. Esta no es reductible a esquemas racionales, sino que consiste en una creencia viva, inserta en el proceso del mundo y de la historia. El valor y el ideal no se hallan en una esfera trascendente situada por encima de la realidad, sino que se encuentran sumergidos en ésta, como espíritu animador y vivificador de la misma.

Y, así, en tercer lugar, hay que advertir que el Romanticismo tiende a la justificación de lo individual, de lo concreto, de toda particularidad vital e histórica. En términos generales, la Filosofía, desde su nacimiento en Grecia, y más acentuadamente todavía en los siglos XVI, XVII y XVIII, había desdeñado todo aquello que no pudiese expresarse en un concepto general. Para el romántico ocurre precisamente todo lo contrario: lo único, lo irrepetible, lo concreto, lo singularísimo es lo esencialmente entrañable de cada cosa y, al mismo tiempo, la fuente de los valores. Por muy antirrománticos que hoy seamos, es forzoso reconocer que el romanticismo pone al pensamiento   —310→   en condiciones de descubrir la intimidad. El Renacimiento aportó el descubrimiento de la subjetividad; pero se trataba de una subjetividad abstracta, geométrica, -la conciencia pura, después el yo trascendental en Kant-; pero no se fijó en lo que el individuo tiene de radicalmente individual, de único, de singular, de irrepetible. Ahora bien, el Romanticismo que puso la mano sobre este tema tan fecundo -cuyo estudio ha emprendido fértilmente el pensamiento contemporáneo- quedó frustrado en esta empresa; porque en lugar de embarcarse en lo individual del sujeto humano, atendió a la individualidad histórica de los grupos nacionales, esto es, a lo propio y diferencial de cada pueblo.

Finalmente, hagamos notar que el Romanticismo, que pretende constituir una concepción integral del mundo y de la vida, no es Filosofía. La Filosofía es también la apetencia de una concepción del mundo y de la vida -concepción autónoma y pantónoma-, pero justificada intelectualmente. En cambio, el Romanticismo se funda en una actitud mística de creencia poética, en una confesión primaria del espíritu. Mientras que el filósofo está guiado siempre por el deseo de claridad meridiana, por el contrario, el romántico experimenta la voluptuosidad en el misterio.

La concepción romántica da lugar en el campo del pensamiento jurídico a la Escuela Histórica del Derecho, de la que fue principal portavoz Savigny. Cierto que la tendencia historicista tenla antecedentes. Dejando aparte los remotos, habría que recordar entre los más próximos a Juan B. Vico88, a Herder89, a Burke90, a Möser91 y Hugo92, (el primer iniciador de la escuela que culminó con Savigny).

Para Savigny, no tiene sentido querer oponer al Derecho histórico un supuesto Derecho Natural, construido con la razón abstracta. La única autenticidad del Derecho hemos de buscarla en la historia. Y los ideales jurídicos no podemos construirlos intelectualmente, sino recogerlos de la realidad de la conciencia nacional espontánea. El Derecho no puede idearse en un gabinete de especulaciones racionales, sino que es el producto del espíritu colectivo de cada pueblo. No hay otro Derecho que el positivo; ni otro ideal de justicia que el de la conciencia popular histórica. Será oportuno notar aquí algo que suele olvidarse con frecuencia: la Escuela Histórica no niega la posibilidad y aún la necesidad de una estimativa jurídica; no incurre en un escepticismo absoluto respecto del problema valorativo del Derecho, antes bien está saturada de un criterio apreciador; pero ese criterio de enjuiciamiento y de orientación hay que   —311→   buscarlo en la autenticidad del alma nacional, que se expresa en la conciencia histórica. La Escuela Histórica contiene toda una Filosofía estimativa del Derecho; pero sostiene que los criterios estimativos no pueden ser descubiertos intelectivamente como ideas, ni construídos racionalmente, sino descubiertos en las manifestaciones espontáneas de la conciencia jurídica popular, que es una de las revelaciones del alma nacional. Y esas manifestaciones espontáneas se hallan principalmente en el Derecho consuetudinario, que constituye el testimonio fehaciente y no adulterado de la convicción jurídica popular. Y el papel del soberano debe consistir en hacer valer las costumbres jurídicas, y, a lo más, traducirlas fielmente en leyes -si bien no sea conveniente extender demasiado el ámbito de la legislación, porque ésta es algo rígido que fosiliza la regla viva y entorpece su desarrollo-. Savigny entiende, pues, que hay ideales jurídicos, pero que, éstos son inasequibles a la mente teórica y a los métodos intelectuales, ya que la única expresión de los mismos podemos encontrarla solamente en la conciencia nacional histórica, en cada momento y en cada lugar. Consiguientemente no cabe una valoración racional del Derecho positivo; pero si cabe una valoración critica en sentido histórico, que mida hasta qué punto un determinado ordenamiento expresa con autenticidad la íntima convicción popular. Y, así, deberá reputarse justo el Derecho espontáneo expresado en las costumbres jurídicas; también las leyes -aunque menos convenientes- que se hayan limitado a traducir con estricta fidelidad los datos de la conciencia popular histórica. Aquí se ha sacrificado, pues, la razón a la realidad, la idea a la historia; pero se ha hecho así, por la creencia romántica de que es en los procesos reales de la historia donde está implícita la razón. En suma, se cree en una razón inmanente al proceso evolutivo de la historia; y se condena todo intento de querer formar racionalmente la sociedad histórica; y, sobre todo, se abomina de todo propósito revolucionario. En cierto aspecto, la escuela histórica es un esfuerzo para negar justificación a la Revolución Francesa -expresión del iusnaturalismo ideal-, a la que se opone, sosteniendo que el Derecho se desarrolla por un proceso de gestación tradicional.

     Hegel. El pensamiento de Hegel, que es una de las doctrinas de mayor calibre sobre este tema, representa otra modalidad del historicismo, pero no romántico sino filosófico. Mientras que el romanticismo es embriaguez emotiva, Hegel representa el paroxismo de la dialéctica. Aunque son muchas las diferencias y oposiciones que separan a Hegel frente a la concepción romántica, -que expondré   —312→   más adelante -sin embargo, hay algún paralelismo entre ambas doctrinas.

El Derecho natural anterior a Hegel representaba un idealismo dualista, es decir, la escisión entre una realidad ciega e ignorante de valores y una normatividad racional trascendente a ella. Mientras que en la filosofía teorética kantiana hay una relación entre las categorías de la razón y los materiales empíricos, en tanto en cuanto que éstos son informados por aquellos, y su conjunción constituye el mundo de los objetos o fenómenos, esto no ocurre con la filosofía moral y jurídica, sino que en ella sucede todo lo contrario. La filosofía moral y jurídica de Kant -al igual que la del Iluminismo- se ocupa exclusivamente de unas normas racionales abstractas; y, en cambio, desdeña la realidad efectiva de la vida moral y jurídica en su desarrollo histórico, como si en ella no hubiese nada más que contingencia, capricho y azar. Comentando ese tipo de pensamiento -especialmente el de Kant- dice Hegel, que esa filosofía admitía que debía conocer la naturaleza tal y como es, pero creía además que en la naturaleza se halla inserta una racionalidad, la cual ha de ser investigada y aprehendida como su ley inmanente; mas, en cambio, creía que el mundo ético consiste en una racionalidad fuera del ser real, como algo trascendente a él y con pretensiones normativas sobre él; y así según esa filosofía de Kant ocurre que el mundo del espíritu, el mundo ético, en su desenvolvimiento real y efectivo, está librado al azar y a la arbitrariedad, como abandonado por Dios, pues su verdad no se halla en su realidad, sino fuera de ella. Hegel se enfrenta contra ese dualismo entre norma ideal y hechos; y afirma que en el mundo del espíritu ético, esto es, en la realidad del Estado, reina una razón objetiva y una regularidad. Para Hegel -lo mismo que para Schelling- la separación entre lo ideal y lo real representa un punto de vista lógico ya superado. Hegel entiende todo lo real como un proceso espiritual, como un sistema de pensamiento dialéctico, que se revela en el cosmos. Y, en su Filosofía del Derecho, dice Hegel, que hay que comprender y explicar el Estado como algo racional en sí; esto es, no se ocupa de cómo debe ser el Estado de cómo debe construírsele, sino tan solo de conocerlo como un universo moral. «Lo que es racional es real; lo que es real es racional». He aquí la famosa frase que resume el panlogismo, de Hegel y que figura en el prólogo de su Filosofía del Derecho. Lo racional es la idea o el espíritu conociéndose a sí mismo; y nada hay que sea mas real. Y la realidad es siempre revelación del espíritu, del proceso dialéctico del pensamiento. La realidad única, universal, absoluta,   —313→   es lo que Hegel denomina espíritu. Mas para entender lo que significa espíritu en Hegel, tal vez conviniese mejor llamar a esto mente o pensamiento. Hegel brota de la tradición filosófica del idealismo, según la cual no tiene sentido hablar de la realidad de una cosa, sino en cuanto está en el pensamiento. Sólo como pensadas son en verdad las cosas. El pensamiento consiste en darse cuenta de sí mismo. Ahora bien, será preciso que todo lo demás que no parece pensamiento, que todo lo pensado, pueda ser comprendido como un medio de que el pensamiento necesita para darse cuenta de sí mismo. Y, así, el pensamiento se desarrolla dialécticamente, en un complicado proceso en que va buscándose a sí mismo. El pensamiento comienza por pensarse a sí mismo como naturaleza, como infinita reversión cósmica. Luego perfecciona su idea y se descubre como vida orgánica, como animal que es ya una concentración frente a la reversión de lo material. En medio de la naturaleza animal se descubre al hombre, que es el sujeto que se da ya cuenta de sí mismo. Pero el sujeto individual, (el espíritu subjetivo, como lo llama Hegel) no es una idea suficiente del pensamiento, porque cada uno de nosotros se da cuenta de sí mismo en cuanto elemento del contorno natural y de los demás hombres; yo me veo como pensamiento, pero todo lo demás me parece como no siendo pensamiento, como limitación y determinación. Mientras el pensamiento se deje algo fuera de sí, que no entienda como propio de sí mismo, no se tiene una idea adecuada del espíritu. La individualidad del sujeto es una idea insuficiente, parcial. El espíritu tiene que avanzar sobre ella a otra más completa y más adecuada con su realidad. Cada uno de nosotros consiste en sí mismo, pero nuestras ideas, preferencias, deseos, normas, nos vienen en su inmensa mayoría impuestas por el contorno social. Pero entonces resulta que nuestro yo está menos que en nosotros en nuestro pueblo, es decir, en el conjunto de normas y modalidades intelectuales que ejercen presión sobre nosotros. Fuera de cada individuo hay una realidad, que no es material, sino que es espiritual, y que, por otra parte, no es de ningún sujeto individual: es el Espíritu Objetivo, máximamente realizado en el Estado. Cada pueblo, cada Estado, es un espíritu objetivo, es decir, un sistema de ideas jurídicas, morales, artísticas, etc., en el cual viven y se informan los individuos; de suerte que éstos no están en sí mismo, sino en el espíritu de su pueblo que lo envuelve. Y cada gran pueblo es una nueva interpretación que el espíritu universal va formándose a través de la historia para llegar a comprenderse a sí mismo como realidad, absoluta. La varia serie de los pueblos a lo largo   —314→   de la historia, no es una serie de azar, sino que es un proceso dialéctico rigoroso, el proceso sacro del Espíritu Universal, que se diversifica en esas varias interpretaciones que va dándose a sí mismo, para conquistar la plena y adecuada idea de sí mismo, como realidad absoluta. La historia es, pues, el proceso de autorrevelación del espíritu. Y, así, se ve con claridad que no tiene sentido querer oponer a lo histórico que es, algo distinto como «debiendo ser»; porque el espíritu halla su autorrevelación en la historia. La historia es el proceso rigoroso de los estadios que el espíritu recorre para cobrar posesión de sí mismo como realidad absoluta.

Resulta, pues, que el problema planteado -de la articulación de los valores en la historia- pierde el carácter de tal problema en ese monismo hegeliano, que identifica lo real con lo racional y el devenir cósmico e histórico con el proceso dialéctico. Más bien que decir que el problema queda resuelto a favor de uno u otro de los extremos, o zanjado por transacción, podría decirse que el problema queda disuelto en tanto que tal problema, esto es, desaparece: Razón e Historia ya no son dos personajes distintos que pretendan intervenir en la configuración del Derecho y que puedan caer en conflicto, sino que son una única y misma cosa. Y con esto ya no hay posibilidad de conflicto; y tampoco ha lugar a practicarse una labor de deslinde y de distribución de competencias, porque Razón e Historia son lo mismo; porque realidad y proceso dialéctico del pensamiento coinciden.

     Comparación entre el pensamiento de la escuela histórica y el de Hegel. Podría decirse que entre el historicismo romántico de la escuela histórica y el sistema de Hegel se dan a la vez abismales diferencias y notorios paralelismos. Aunque el problema de la relación entre la Razón y la Historia se resuelva para ambas doctrinas en unas consecuencias análogas, nos hallamos ante dos tipos diversos de pensamiento. Tanto es así que Hegel y Savigny se despreciaban recíprocamente. Hegel consideraba que la adoración que Savigny profesaba al Derecho consuetudinario y su pathos anticodificador constituían el mayor insulto que se pueda inferir a una nación civilizada y a los juristas. Y los historicistas románticos motejaban el pensamiento hegeliano de filosofía frívola. Cierto que ambas posiciones son monistas; que ambas elevan lo real a la categoría de valor; que ambas reducen a cero la distancia entre la historia y el ideal. Mas para el antirracionalismo romántico de la Escuela Histórica, la identificación del hecho real con el ideal jurídico es fruto de una creencia mística, de la creencia de que la historia (lo mismo que la   —315→   naturaleza) está empapada de algo sacro. En cambio, para Hegel, la identificación de lo real con lo racional se expresa y trata de justificarse en el método dialéctico. Mientras que en Savigny se da un pathos antirracionalista, por el contrario en Hegel se ofrece la apoteosis de la razón, del espíritu como desarrollo dialéctico, constituyendo la realidad absoluta: el desenvolvimiento de la historia es el proceso racional del espíritu desdoblándose a sí mismo, dialécticamente. Cierto que en Hegel no sólo se respeta la historia, sino que ésta queda divinizada; pero la historia es textura racional, es sistema de ideas. Mientras que, en cambio, para Savigny, la historia es la revelación de una realidad arcana y misteriosa, que no es posible apresar en ideas de razón. Esa realidad, llamada alma nacional o espíritu popular, no es agente de actos racionales sino de instintos y de sentimientos infalibles.

Y, sin embargo, a pesar de las diferencias que acabo de señalar, se tiene la impresión de que hay un paralelismo entre Hegel y Savigny. Aun cuando Hegel no puede ser llamado propiamente romántico, porque el romanticismo es condena contra la razón y exaltación de lo antirracional, en tanto que por el contrario Hegel representa el frenesí máximo de la razón, hay un notorio rasgo romántico en Hegel, a saber, su frenesí, aunque éste sea racional. El romanticismo es una especie de, estado de embriaguez o de paroxismo. Pues bien, en Hegel se da también esa situación de embriaguez frenética, bien que sea una borrachera de ideas. Además, ocurre que, bien que por senderos no solo diversos sino antagónicos, Savigny y Hegel se encaminan a la misma meta, a la divinificación de lo histórico. Y cuando tratamos de preguntarnos qué sea el alma nacional de Savigny, se nos antoja que es algo así como el espíritu objetivo de Hegel que se ha escapado de la cadena dialéctica y anda flotando sin encontrar acomodo. Y, viceversa, el espíritu objetivo de Hegel, encarnado en el Estado, sería como la racionalización del alma popular de Savigny. En suma, aunque Hegel no sea romántico -porque su filosofía es la exacerbación del pensamiento racional- trata de hacer por métodos racionales lo mismo que pretende el Romanticismo; y, de tal suerte, nos aparecería como la culminación dél mismo espíritu romántico, pero superándose a sí mismo, en tanto que se expresa en nuevas fórmulas racionales, en las de la dialéctica.

El positivismo y el naturalismo. Hacia la segunda mitad del siglo XIX se instalan predominantemente en el pensamiento la actitud positivista y las corrientes naturalistas, que se proyectan también   —316→   sobre la Filosofía del Derecho, como actitud negadora de la Estimativa Jurídica.

Al positivismo he hecho ya alusión al comienzo de este capítulo, con ocasión del planteamiento de la justificación del problema de la Estimativa jurídica. Cuando el positivismo fue congruente con sus propias premisas representó una postura escéptica en cuanto a la Estimativa Jurídica. Y cuando algunos positivistas quisieron fundar una Estimativa -siendo infieles a los supuestos del positivismo- pretendieron hacerlo mediante métodos empíricos cosa que ya se vio que es imposible. Y, en términos generales, podría resumirse el denominador común del positivismo, respecto del Derecho, en la afirmación de que sobre éste cabe única y exclusivamente la consideración de sus manifestaciones empíricas, que pueden ser estudiadas bien como dogmática jurídica -exposición del ordenamiento vigente-, bien como historia del Derecho, bien desde el punto de vista sociológico -esto es, como uno de los factores de la vida colectiva, considerando las leyes de su gestación, de su desarrollo y de su influjo-.

En esa misma época del tercer cuarto del siglo XIX, se desarrollan también una serie de direcciones, que en conjunto podríamos comprender bajo el nombre de naturalismo, a pesar de que medien entre ellas múltiples diferencias. Me refiero al materialismo, al evolucionismo, etc. Aunque esas direcciones no sólo difieren sino que se contraponen radicalmente a los supuestos del positivismo, coinciden no obstante con éste en muchas de sus consecuencias, y notoriamente, en las que afectan a los estudios jurídicos. Digo que entre esas direcciones y el positivismo media una oposición, por lo siguiente: mientras que el positivismo niega la posibilidad de toda metafísica, por el contrario el materialismo lleva larvada toda una metafísica, como es la que supone identificar la categoría de substancia con la materia. Piénsase que jamás podrá constituir un dato de experiencia que todo ser substancial es material, sino que esto constituye una hipótesis metafísica -hipótesis por otra parte indemostrada e indemostrable. Mas a pesar de dicha antítesis entre positivismo y materialismo, éste coincide con aquél en negar toda instancia de valoración ideal. Con respecto a los llamados programas e ideajes del mundo jurídico, ambos se proponen exclusivamente la explicación de su existencia, como fenómenos psicológicos o sociales, es decir, la explicación causal de su génesis; y de ese modo, pierden toda dimensión de valores y quedan reducidos a meros fenómenos naturales, ajenos a toda estimación crítica. Esto es, los llamados ideales quedan   —317→   reducidos a meros hechos que se producen en la conciencia de las gentes y en los movimientos sociales, hechos que se trata de explicar desde el punto de vista causativo. Y, por consiguiente, el problema acerca de la relación entre la Razón y la Historia para elaborar el ideal jurídico queda por entero negado; sencillamente porque se entiende que no se podría hablar con rigor científico de que haya criterios de justicia con consistencia ideal; pues los que reciben tal nombre serían meros fantasmas y espejismos subjetivos.

Sería un error identificar la tesis del positivismo (y del naturalismo) con la doctrina de la Escuela Histórica. Mientras que esas corrientes del positivismo y naturalismo niegan el problema valorativo sobre el Derecho, recuérdese que, por el contrario, Savigny profesa una Estimativa Jurídica, si bien esta no sea racional ni ideal, sino inspirada en el criterio de autenticidad histórica (será justo el Derecho producido genuinamente por la conciencia popular y no lo será aquel que construya abstractamente el legislador o que dibuje el filósofo racionalista). Por otra parte, la Escuela Histórica profesa una concepción integral del mundo y de la vida (la transcripción romántica de la metafísica), mientras que el positivismo se abstiene de plantearse todo problema sobre lo que haya más allá o por debajo de la pura experiencia.

Según el evolucionismo, tanto las categorías teóricas como los valores son producto del desarrollo lento de la evolución, logrado de un modo puramente natural y mecánico. El problema de cómo un proceso evolutivo puramente natural, puede, sin embargo, producir una situación en que dominen determinadas representaciones de valores culturales, obliga a la mayor parte de las teorías evolucionistas a admitir ciertas directrices del proceso evolutivo, que quiebran, en algún momento, el desarrollo sistemático y que son contradicciones de las premisas naturalistas93. Recuérdese lo que dije en páginas anteriores sobre el concepto de la evolución progresiva en Spencer: la evolución desde el puro punto de vista exclusivo de la naturaleza no es ni progresiva ni regresiva; y cuando la calificamos de progresiva, entonces lo hacemos rebasando el campo de la pura ciencia natural y acudiendo a criterios de valor.

Carlos Marx. La concepción económica de la historia de Carlos Marx es una doctrina esencialmente metafísica. Para darse cuenta de ello, basta con recordar el papel que en la misma juega la idea de sustancia social, representada por la producción económica; y también con recordar el empleo del método dialéctico, que en ningún caso ni de ninguna manera puede ser resultado de la experiencia,   —318→   sino principio a priori de la razón. Ahora bien, parejamente a lo que ocurre con el evolucionismo, la tesis de Marx da lugar, en parte, a consecuencias negadoras de valoración jurídica, aunque de otra parte aliente a la obra de Marx -y sobre todo más que a la obra a su vida de político-, un pathos de redención y de reforma, cuando no de algo más, a saber, de revolución. Pero esta es la contradicción hasta ahora inzanjada -e inexorablemente insalvable- entre un movimiento animado por un afán de justicia social, y de caracteres casi mesiánicos, con una doctrina filosófica que extirpa toda noción de ideal, todo concepto de deber ser y todo principio de valor. Contradicción siempre presente e inevitable, que no puede ser eliminada por las meras cabriolas de lenguaje o por las metáforas brillantes, que algunos de sus discípulos intentaron. En el hombre Marx hay un impulso ideal de justicia social, un sentido redentorista y apostólico, que anhela un mundo mejor. En su dialéctica económica de la historia, hay una nota de frío fatalismo, de dura concepción mecánica y naturalista -ignorante de toda idea de valor- de dureza prusiana. Y no se diga que está previsto que el hombre pueda actuar en la historia reformando su cauce y acelerando sus procesos y aun orientándolos; porque, en el momento en que se diga esto se ha abandonado ya la dialéctica económica. Según ésta, el auténtico protagonista de la historia es la economía. Carlos Marx cree haber hallado la substancia de la sociedad y la explicación de la historia en la economía. La última y radical realidad de cada etapa histórica consiste en la situación del proceso de la producción económica. Cada nueva forma de éstas suscita una nueva forma de organización social, suscita una clase social propietaria de los instrumentos y otras sometidas a ésta. Las ideas, la moral, el derecho, el arte, no son más que reacciones de cada clase social según su puesto en la jerarquía colectiva económica. Ni las ideas, ni la moral, ni el derecho, ni el arte, son fuerzas de la historia, ni lo es tampoco el hombre, sino que por el contrario, esas ideas y también la manera de actuar de los hombres son el resultado de la realidad económica. Así, pues, en el momento en que se hable de que el hombre puede por su propia iniciativa y por sus propias fuerzas actuar sobre el proceso de la historia, reformadora o revolucionariamente, en este momento se ha abandonado la tesis monista del puro materialismo social, porque entonces el hombre, de mero agente o vehículo de las fuerzas económicas, pasa a ser instancia actuante por su propia cuenta en la historia. Pero entonces, ya no es la economía la substancia de la sociedad y la protagonista de la historia, pues tiene que compartir su acción   —319→   con la política, la cual ya no sería únicamente su sierva, sino que podría actuar a su vez sobre ella. En suma, cuando se admite la colaboración del hombre, se ha abandonado en el monismo, economista.

Marx expone que, cuando varía la constelación de los procesos económicos, tiene que variar también forzosamente la superestructura política y jurídica. A veces, el cambio sobreviene con un cierto retraso por la pervivencia fosilizada de las formas jurídicas de la anterior situación. Pero a la postre, cuando el grado de tensión o discrepancia entre la nueva substancia económica y la vieja forma jurídica -correspondiente a la pasada situación económica- es muy grande, entonces esa vieja estructura salta en pedazos al impulso de la nueva realidad económica. Así ocurre que sobre la economía contemporánea -que es plenamente cooperativa- perdura todavía un Derecho individualista inadecuado, el del régimen capitalista. Y Marx anuncia como previsión, descubierta por las leyes de su dialéctica económico-social, que el capitalismo se arruinará por si mismo, dando paso a una nueva organización de la producción, que determinará forzosamente el derrumbamiento del sistema jurídico burgués y la formación de un sistema jurídico congruente, es decir, socialista. Pero dentro del rigoroso margen de la dialéctica económica, es presentado esto como un acontecimiento que forzosamente ocurrirá y no como un programa de justicia, como un ideal, como un deber ser. Esto es, pura y simplemente previsto como un suceso que por fuerza tendrá que producirse, a virtud de la superación dialéctica del régimen capitalista. Y, por tanto, no tiene sentido dentro de la pura dialéctica de la substancia económica, como único agente efectivo de la historia, el plantearse problemas de estimativa jurídica, o de crítica valorativa de una determinada realidad social, pues ésta es algo que se desarrolla autónomamente, por las propias leyes de su médula. A lo sumo, lo único que puede hacerse en períodos de transición de una estructura económica en trance de superación dialéctica a otra nueva, es predecir que sobrevendrá también un cambio congruente de las instituciones jurídicas; y cuando éste se retrasa por la persistencia inerte de las viejas formas jurídicas, puede subrayarse el desacuerdo, y cooperar al parto del nuevo régimen jurídico, que ya es llevado en su vientre por la nueva situación económica. Pero para que se pueda hacer tal cosa, es menester que se haya cumplido ya en la entraña de la economía la gestación del nuevo régimen, puesto que no son los hombres quienes pueden crear sistemas jurídicos a su albedrío, sino que estos pueden ser engendrados únicamente por la substancia económica   —320→   entrañable de la historia. Los hombres lo más que podrán hacer será desempeñar el papel de comadrones para el alumbramiento del nuevo régimen, gestado en el proceso de la dialéctica económica.

Por consiguiente, en el pensamiento de Marx, el problema que nos ocupa, trata de resolverse erigiendo en único criterio la historia, concebida como expresión del juego dialéctico de las fuerzas económicas. Marx puso del revés el sistema hegeliano. Este, por la identidad que establece entre la idea y la realidad, se halla expuesto a transformarse en naturalismo, en realismo, tan pronto como se acentúe el elemento real frente al ideal. La dialéctica hegeliana convirtió las categorías lógicas en sujetos del mundo espiritual e histórico, de suerte que respecto de ellos los hombres quedaban reducidos a meros predicados, a simples vehículos o medios. El materialismo histórico de Marx -que sería mejor denominarlo realismo histórico- adoptó la posición inversa, en cuanto que considera que la realidad económica es la substancia activa de la historia y la productora (en su proceso dialéctico) del mundo espiritual y de sus formas; pero en la tesis de Marx, el hombre sigue también desposeído de toda capacidad actuante decisiva en la historia, pues es sólo el utensilio movido por las fuerzas económicas.

Esta es en puridad, en su autenticidad, la tesis del economismo dialéctico de Marx, tal y como aparece en su obra teórica. Ahora bien, acaso no sea lícito olvidar aquel pathos político que animaba a Marx para la redención de las clases proletarias; y que, en suma, a despecho de toda la dialéctica económica, constituye un afán de justicia social. Y, así, uno de los más destacados pensadores socialistas de nuestro tiempo, Hermann Heller, ha creído ver en la obra de Marx una nueva manifestación camuflada de la creencia en un Derecho natural, en dinámica transformación, entendido como un orden inmanente a la sociedad, orden que no sólo sería un hecho, sino que además sería valorado como algo bueno y justo94.

     Stammler. Cuando Stammler95 emprende la tarea de restaurar la Filosofía del Derecho, que había sido proscrita durante la tiranía del positivismo y del naturalismo, se encuentra con que antes de ese régimen devastador, había dos tipos de posiciones doctrinales: de un lado, las diversas expresiones del racionalismo, (que negaban beligerancia a la historia), notoriamente, el Derecho Natural del Iluminismo; y, de otra parte, el historicismo romántico, el historicismo hegeliano, y el naturalismo, los cuales aunque diferentes entre sí, coincidían en rechazar como imposible, o por lo menos   —321→   como ociosa e inútil toda estimativa ideal o racional. Y los dos tipos de doctrinas aparecían justamente desacreditadas.

El iusnaturalismo clásico racionalista había mostrado su fracaso, porque, teniendo la pretensión de elaborar una pura construcción racional, habla metido indebidamente en su seno elementos históricos que habían sido absolutizados como supuestas construcciones a priori -cuando en verdad se trataba de perfiles institucionales limitados y contingentes, es decir, de productos históricos-.

Así, pues, el iusnaturalismo racionalista se mostraba incurriendo en el espejismo de considerar como puramente racionales y de validez universal y absoluta, una serie de normas que eran nada más que creación histórica condicionada. Pero, de otra parte, el Derecho Natural del Iluminismo quiso suplantar al Derecho positivo, colocarse en su lugar, anular el Derecho recibido históricamente y substituirlo por un Derecho absoluto y eterno; ahora bien, las construcciones elaboradas a este fin resultaban entecas e insuficientes para cumplirlo; eran demasiado poco para servir como ordenamiento jurídico aplicable en la práctica, en la que la vida social iba planteando nuevos problemas insospechados. Y esa doble falla habla justamente determinado el descrédito del iusnaturalismo racionalista.

Por otro lado, ya a fin de siglo, el positivismo había entrado en franca descomposición, y desde su mismo seno pregonaba su fracaso. Y algo parecido sucedía ya también con las corrientes naturalistas (materialismo, evolucionismo, etc.) que habían comenzado a derrumbarse. Pero, sin embargo, unas y otras doctrinas -racionalismo, historicismo y naturalismo- habían dado lecciones, que era preciso no olvidar. En el racionalismo se subrayaba una verdad perdurable, a saber, que una ordenación normativa se basa necesariamente en criterios transempíricos. En el historicismo, lo mismo que en el positivismo y el naturalismo, se había acentuado la conciencia de que existe una realidad social, como magnitud efectiva, como dato histórico, que no puede ser substituida por construcciones de la razón.

El problema, por consiguiente, consiste en indagar qué es lo que corresponde a la razón y qué es lo que competa a la historia en la elaboración de los programas jurídicos. Y, así, se le ofrece a Stammler este problema. El Derecho es una ordenación de la conducta, ordenación con especiales características (social, autárquica e inviolable, que no es preciso examinar aquí; pues he definido ya, en este libro, la esencia de lo jurídico en un plano de superación de la teoría de Stammler sobre este tema del concepto). Ahora bien, cuando   —322→   se trata de una labor de ordenación, hay que distinguir entre lo que se ordena y el método según el cual se ordena; o sea, hay que distinguir entre el contenido que se ordena y la forma de ordenarlo.

Lo que se ordena, el contenido o materia, está constituido por los elementos de la vida social, en la realidad dada de un determinado momento a saber: por un conjunto de hombres concretos, con determinadas necesidades y afanes, todo lo cual es algo que encontramos en la experiencia histórica. Y se trata de ordenar estos materiales, que son varios en cada lugar, momento y pueblo, según un criterio absolutamente válido de ordenación, esto es, según un criterio necesario y universal. Pues bien, resulta claro, al comprender esto, que no tiene sentido que la Razón y la Historia luchen antagónicamente por eliminarse la una a la otra en la elaboración de los ideales jurídicos, pues cada una de ellas desempeña un papel perfectamente determinado. A la historia le corresponde suministrar en cada momento el contenido o materia, es decir, la realidad de la vida social que se va ordenar, la cual no puede ser inventada ni construida por la mente, sino que es dada de un modo concreto y singular. A la razón le compete suministrar la forma de ordenar aquella materia social. Y, así, la idea de la justicia es la forma universalmente válida y absoluta para ordenar jurídicamente cualquier situación real de la vida colectiva. La justicia es un puro criterio formal, un mero principio ordenador, de materiales contingentes y variables (históricos). La razón, pues, ofrece la forma de ordenar, a saber: la idea de la justicia; la historia proporciona los contenidos concretos, la materia social. La forma de la justicia, como idea racional, es única e invariable, a priori; el contenido de cada Derecho es mudable y viene condicionado históricamente. Y como los ideales jurídicos son el producto de ordenar un contenido social histórico con arreglo al criterio formal de justicia, de aquí que la variedad de posibles Derechos justos sea ilimitada; y, así, a cada situación histórica corresponderá un especial ideal jurídico, es decir, un esquema propio de Derecho justo: aquel que resulta de ordenar, según el criterio formal de la idea de justicia, la concreta realidad de que se trate.

Este es, en brevísima síntesis, el esquema de la solución stammleriana, que viene a establecer un Derecho natural de contenido variable. Pero convendrá exponer con algún mayor detenimiento el desarrollo del pensamiento de Stammler, en cuanto a la justificación que intenta dar al formalismo y en cuanto al criterio de justicia.

Stammler, en su investigación sobre la justicia, se pregunta por   —323→   un criterio universal, necesario, absolutamente válido para la ordenación jurídica. Esto es, un criterio jurídico que valga por sí y en sí, incondicionadamente, y, por tanto, que sea aplicable a todas las situaciones que en el mundo han sido, son o puedan ser. Ahora bien, si cobramos plena conciencia de la enunciación del tema, hallaremos fácilmente la directriz para resolverlo. Si buscamos algo absoluto, necesario y universal -dice Stammler- entonces es claro que ese criterio no podrá contener ningún elemento que sea condicionado, contingente, particular ni concreto.

Pero este reconocimiento equivale a mostrar que dicho criterio de justicia, que buscamos, no puede albergar dentro de sí ningún contenido histórico, ninguna referencia a situaciones concretas, ninguna mención de materia especial, ninguna norma de carácter particular. En suma, este criterio de justicia debe carecer de todo contenido concreto, de toda materia especial; o, lo que es lo mismo, deberá ser puramente formal.

Un Derecho Natural que contuviese la regulación de finalidades concretas, es decir, que formulase normas con contenido especial, v. g. que incluyera orientaciones sobre la propiedad, el usufructo, la sucesión, el parlamento, los alcaldes, etc., no podría de ninguna manera tener validez para todos los tiempos y pueblos. Tal Derecho Natural vendría lastrado por elementos singulares y contingentes; estaría condicionado a determinadas situaciones concretas; se referiría a unos particulares afanes humanos. Ahora bien, como quiera que la materia de esos afanes se contrae a unas determinadas necesidades (limitadas) y a los medios relativos para satisfacerlas, por eso es forzosamente algo condicionado y sometido a cambio constante. Por eso, no cabe establecer un precepto jurídico con contenido concreto, como algo absolutamente justo para todos los tiempos y lugares. Querer otorgar validez universal e incondicionada a una modalidad particular de vida humana representarla una contradicción in adjecto; pues es claro que algo limitado y concreto, algo condicionado particularmente, no puede valer como criterio general e incondicionado.

Así, pues, si tratamos de encontrar algo absoluto no podemos meter dentro de ello elementos relativos. Si buscarnos un principio incondicionado, no podemos admitir como tal las máximas cuyo contenido está condicionado a unos supuestos concretos, a un determinado tiempo, a un determinado lugar y a unas especiales necesidades. Lo único, por consiguiente, que puede constituir un criterio universal y necesario (esto es, absoluto) es un puro método formal   —324→   de ordenación unitaria. Si, por ejemplo, deseo ordenar papeles no tomaré como criterio uno de ellos, sino que deberé adoptar un método que me sirva para ordenar cualquiera clase de papeles de que se trate. En este sentido, forma y método significan lo mismo.

La justicia, pues, dice Stammler, no puede consistir en ningún contenido concreto, sino en una forma universalmente válida para ordenar todos los contenidos habidos y por, haber; esto es, un método que represente una armonía absoluta e incondicionada de todas las materias sociales (reales o posibles).

Stammler afirma que la representación de una tal armonía absoluta es una idea, entendida esta palabra en sentido kantiano. Stammler -siguiendo a Kant- distingue entre concepto e idea. Tanto el uno como la otra son puras formas; pero se diferencian en que el concepto es la determinación unitaria y común de una serie de objetos análogos; mientras que la idea, en cambio, significa la representación de la unidad armónica de todos los objetos posibles.

El concepto da las notas genéricas de los objetos en cuestión: esto es, la representación común de todos ellos; y, por lo tanto, el concepto se halla realizado o cumplido plenamente en cada uno de los objetos que abarca. En cambio, la idea trata de articular, en un sistema armónico, la totalidad de las experiencias sensibles si se refiere a la naturaleza, y la totalidad de los afanes (es decir, de los fines) si se refiere al mundo de la acción; y, por ende, la idea no puede encontrarse manifiesta en ningún objeto empírico, en ningún elemento singular, ni tampoco podemos esperar su realización en la experiencia limitada; pues lo que la idea constituye es un punto de orientación, un criterio regulativo, que no resulta asequible en plenitud, sino que es tan solo una guía. Por eso, dice Stammler, se ha comparado metafóricamente la función de la idea con la de la estrella polar, que sirve para dirigir a los navegantes, pero en la que jamás se desembarca. Pues bien, hay una idea de la rectitud que cumple esa función de ordenar armónicamente todos los humanos afanes, es decir, todas las finalidades humanas. Si esa idea de la rectitud se aplica al mundo íntimo de la conciencia produce el criterio moral. Si la proyectamos sobre el mundo de la textura social, constituye la idea de la justicia.

Stammler expresó primero la idea de la justicia como «comunidad de hombres librevolentes». ¿Qué significa eso de librevolentes? Pues con esto se denota que la organización jurídica debe ser de tal modo que no mande en ella ninguna voluntad particular determinada por móviles singulares o egoístas, ningún afán singular,   —325→   sino una voluntad puramente racional, libre de cualquier singularidad, como ley universal. En esa fórmula de la comunidad de hombres librevolentes, que quieren con voluntad libre, o, mejor dicho, liberada de motivos sensibles, late la resonancia de la idea de la voluntad general de Rousseau, que no significa la voluntad real de todos, sino la voluntad que no contiene motivos singulares, que es una voluntad puramente racional, esto es, universal. Y más próximamente percibimos el recuerdo de la idea de voluntad pura de la moral kantiana, es decir, voluntad depurada de toda determinación sensible y apetitiva y de todo elemento singular, que obedece tan solo a una forma lógica de universalidad. En sus últimas obras, Stammler substituyó esa fórmula de «comunidad de hombres librevolentes», por la de la «armonía permanente y absoluta» de la ordenación social, en todas sus posibilidades habidas y por haber. Todas las manifestaciones de la vida del hombre, tanto las de su conciencia como las de las relaciones sociales, pueden ser dirigidas u ordenadas de dos maneras: a) partiendo del sujeto; o b) dejándose guiar por un criterio objetivo. En el primer caso, se toma como ley suprema el yo empírico, el azar o contingencia del deseo de cada instante, con lo cual se llega tan solo a proposiciones desordenadas y confusas. En el segundo caso, partimos de la idea de una armonía absoluta entre todas las pretensiones y afanes particulares, y, a tenor de esa idea, se trata de encuadrar sin contradicción alguna todos esos elementos empíricos individuales en la representación de una totalidad ideal, que articula unitariamente todos los fines habidos y por haber. La idea de la justicia consiste, pues, en una absoluta armonía, conforme a la cual ordenamos la materia jurídica. Esta ordenación según la idea de la absoluta armonía da lugar a la comunidad pura, es decir, de los hombres librevolentes. Una comunidad pura es el enlace de los fines de los hombres que la componen, no tomando jamás como criterio un afán que sólo tenga validez subjetiva. Conforme a esta idea, los hombres se ligarán recíprocamente, conservando cada uno de ellos en todo momento el carácter de fin autónomo, es decir, de suerte que ninguno sea tomado nunca como mero medio para otro, sino que todos conserven siempre su calidad de personas morales. Querer una tal armonía representa querer libremente, es decir, haber eliminado del ordenamiento jurídico toda motivación individual y concreta.

La idea de la justicia es, pues, una idea pura, un método formal, para ordenar las finalidades sociales empíricas, concibiéndolas   —326→   en la totalidad de sus posibilidades conforme a una armonía absoluta.

Hay, pues, una sola y única idea de justicia, con valor absoluto y universal, la cual, aplicada a los diversos contenidos de la vida social de los múltiples pueblos y momentos históricos, engendra ideales jurídicos diferentes. Cada uno de esos ideales, que tiene tan solo un valor relativo -relativo al tiempo, al pueblo y a las circunstancias en vista de los cuales fue elaborado- constituye lo que Stammler llama Derecho justo. Puede haber y se puede pensar, por consiguiente, una cantidad ilimitada de Derechos justos, a tenor del sinnúmero de circunstancias de hecho a regular. El método de ordenación es uno e invariable; pero como los materiales a ordenar pueden ser diversos en cada pueblo, tiempo y circunstancias, de aquí se desprende que también serán diversos los ideales jurídicos (o programas de Derecho justo), que resulten como producto de la aplicación de la idea invariable de justicia en cada situación social.

Stammler advierte que no vale seguir suponiendo que la idea formal sea algo vacío. Tiene en verdad un contenido; pero un contenido de validez absoluta, precisamente porque es formal, es decir, porque carece de toda determinación concreta, de todo dato empírico, de toda representación parcial, de todo elemento limitado y contingente.

     La superación del formalismo. Frente a la obra de Stammler ha ocurrido que, aún apreciando las dimensiones geniales de la misma y el mérito que le corresponde como restauradora de la Filosofía del Derecho, y aun reconociendo así mismo que en ella hay Leitmotive certeros, al transcurrir algunos años después de publicada, las avanzadas del pensamiento filosófico-jurídico comenzaron a experimentar una especie de desasosiego teorético: la impresión de que en el sistema stammleriano hay algo que no está en orden y que lo hace insuficientemente para una Estimativa Jurídica.

Primeramente, se dirigió contra la doctrina stammleriana de la justicia una crítica inmanente. Se le reprochó, y con razón, que ha sufrido una ilusión formalista; que los resultados a que llega no son puramente formales, sino que se fundan en una idea axiológica material, en una esencia de valor con contenido, a saber, en la idea ética de la personalidad humana como autofin (como un fin en sí misma). Y también otras veces ocurre que en sus pensamientos se introduce de modo subrepticio y súbito, como una especie de deus ex machina, un conjunto de ideas de valor con contenido concreto.

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Por otra parte, se objetó a Stammler también, que había trasladado indebidamente al campo de la filosofía moral y jurídica la filosofía del conocimiento de la realidad, de la Crítica de la razón pura de Kant; y así como ésta indaga las formas a priori de la ciencia de los objetos reales, esto es, de los fenómenos, y a la vez de la contextura de éstos, análogamente Stammler pretende determinar las formas a priori del ideal jurídico, mediante un método parecido. Esto es inadmisible, porque la lógica de las ciencias de la naturaleza no es transvasable al mundo de lo ético y de lo histórico. Y si bien algo de esa objeción valdría también contra Kant, se acentúa mucho más contra Stammler; puesto que en Kant el universo moral, a pesar del logicismo96, conserva una autonomía y le corresponde además el primado, en tanto que en Stammler han desaparecido los caracteres específicos de la razón práctica.

Pero, aun estando justificadas todas esas objeciones, ninguna de ellas había acertado a dar con la falla principal que aqueja a la doctrina stammleriana. Con el formalismo de la justicia de Stammler, ocurría algo parejo de lo que venia pasando desde mucho antes con el formalismo moral de Kant. Al correr del siglo XIX se había ido acentuando la convicción de que en la moral formalista y rigorista de Kant habla algo que no estaba en regla. Se dirigieron contra ella muchas objeciones, todas ellas impresionantes y bien orientadas; pero ninguna de ellas lograba descubrir donde reside la falla fundamental del sistema.

La falla fundamental del formalismo ético kantiano se descubre decisivamente por Max Scheler en el tercer lustro de nuestro siglo97. Y la critica que Max Scheler desarrolla contra el formalismo moral de Kant puede, de igual manera -aunque él no lo haga- aplicarse al formalismo de la justicia de Stammler. Para Stammler -lo mismo que para Kant- lo a priori, es decir, lo absoluto y necesario, tiene que ser inevitablemente algo genérico y abstracto y jamás algo con contenido concreto o individual. Y es cabalmente este supuesto el que ha hecho quiebra a virtud de los descubrimientos de la filosofía fenomenológica de Husserl y de la teoría de los valores de Scheler. Husserl y Scheler han mostrado que hay ideas y esencias materiales, esto es, repletas de contenido y que, sin embargo tienen validez a priori, esto es, validez en sí y por sí; validez que ni deriva de la experiencia, ni se funda en ella, ni puede por ella ser contradicha. La fenomenología ha ampliado el mundo de lo a priori que había establecido el idealismo trascendental kantiano y neo-kantiano. Para éste, lo a prori era un conjunto de unas cuantas categorías   —328→   concebidas como funciones subjetivas y como formas lógicas vacías, que formaban un sistema limitado y funcional. La fenomenología de Husserl ha descubierto el ser ideal como objetividad con validez en sí; y ha mostrado también que las categorías son objetos ideales. Y, además, ha descubierto las esencias como objetos ideales: ha descubierto que los fenómenos, que son contingentes en cuanto a su existencia real en un aquí y un ahora, por esencia pudieron existir igualmente en otro momento, hallarse en otro lugar y tener otra forma o contenido. Y como esta caracterización de los hechos no es posible sin apelar, como se ve, a su esencia, resulta que todo hecho supone, pues, una esencia; y las esencias se presentan como objetos ideales, porque son a priori, esto es, necesarias, independientes (en cuanto a su consistencia ideal) de los hechos en que se realizan. Son proposiciones a priori, porque en su mismo sentido implican el no derivar de la experiencia, el no hallar en ella ni su fundamentación, ni su confirmación, ni su refutación. Resulta, pues, que la fenomenología ha ampliado considerablemente el mundo de lo a priori. Y las esencias son captables por intuición intelectiva, por intuiciones en las que los objetos ideales se nos presentan de modo inmediato98.

Pero partiendo de la base fenomenológica, lo que ha evidenciado claramente donde radicaba la falla capital del formalismo moral kantiano -y por ende también del formalismo de la justicia de Stammler- ha sido el señalar el grave error que supone identificarlo a priori con lo formal y lo a posteriori con lo material. La filosofía kantiana ha equiparado la oposición formal-material con la oposición a priori-a posteriori. Consideró la filosofía kantiana que lo que es absoluto, necesario, evidente, a priori, es forzosamente formal; y que lo material (lo que posee contenido) es siempre contingente, empírico, a posteriori. Kant -agudizando un prejuicio que ya era tradicional en la filosofía desde la época de Aristóteles en favor de la forma y en contra de la materia-, partía, sobre la base de su subjetivismo trascendental, de que todo principio a priori tiene necesariamente que ser formal; y viceversa, que los contenidos, la materia -tanto del conocimiento, como de las máximas del obrar tiene que ser algo forzosamente contingente, a posteriori. Y esto es precisamente un gran error, el gran error que vicia radicalmente todo el sistema; porque los dos pares de opuestos, formal-material y a priori-a posteriori no coinciden en manera alguna ni tienen que ver el uno con el otro. Adviértase, en primer lugar, que la diferencia o contraposición entre lo a priori y lo a posteriori es absoluta, radical e inzanjable, sin que sea posible un término medio entre esos   —329→   dos extremos. Por el contrario, la oposición entre lo formal y lo material es tan solo una diferencia relativa, en la que cabe un sinnúmero de grados. La diferencia entre formal y material se refiere al grado de mayor y menor generalidad respectivamente entre dos proposiciones; es decir, considerase como formal la que es más general con respecto a la otra, que, en comparación con ella, resulta más concreta. Así, por ejemplo, los principios y leyes de la lógica pura son formales con respecto a los de la matemática, los cuales por referencia a aquellos resultan materiales. Y, sin embargo, la matemática, lo mismo que la lógica, es a priori. También, pues, en el ámbito de lo a priori se da la oposición o mejor dicho la diferencia entre lo formal y lo material; porque esta diferencia es tan solo una distinción en cuanto al mayor y menor grado de generalidad. Y así ocurre que los valores éticos y jurídicos -y las normas que en ellos se fundan- pueden tener, y tienen ciertamente, una materia, esto es, un contenido concreto, sin que por ello sufra de ninguna manera su aprioridad, esto es, su validez necesaria. Todo lo a priori es absoluta y necesariamente válido; pero no hay que entender esa necesidad como generalidad formal, sino como necesidad dentro de su propia esfera -en este caso dentro de la esfera determinada por la misma esencia del valor-.

Al deshacer este error del pensamiento kantiano, queda mortalmente herido el formalismo moral -y también, consiguientemente, el formalismo de la justicia de Stammler-.

Pero aneja a la rectificación anteriormente explicada hay todavía otra, que viene a despejar una segunda confusión del pensamiento de raíz kantiana. Se trata de que el kantismo también había identificado -indebidamente- de un lado lo formal a priori con lo racional, y de otro lado lo material con lo sensible. Es inexacta la afirmación kantiana de que toda voluntad que esté determinada por una materia, es decir, por un principio lleno de contenido concreto, por esa sola razón ya no está determinada a priori sino que lo está forzosamente por motivos sensibles, fortuitos y contingentes. Podemos y debemos afirmar lo contrario: la voluntad puede determinarse por acentos ideales de valor, objetivos, necesarios, a priori, y, sin embargo, llenos de contenido; así, pues, por principios materiales a priori, que nada tiene que ver con las motivaciones de la sensibilidad, ni con las tendencias subjetivas de placer, ni con los meros apetitos. Y claro está que si hay principios y determinaciones materiales (concretas) que nada tienen que ver con el mundo de la sensibilidad y de los apetitos, sino que por el contrario son a priori y que   —330→   sin embargo no son leyes racionales, sino esencias de valor -captables por una intuición intelectual-, resulta notoriamente que es inexacta la coincidencia que el kantismo predicaba entre lo a priori y lo racional. Lejos de coincidir totalmente el área del conocimiento racional (por conceptos, juicios e inferencias) con los linderos de lo a priori, resulta que hay un gran sector de éste, hay una gran parte del campo de lo a priori -y ciertamente la fundamental- que no es determinable por procesos racionales, antes bien es tan solo aprehensible por una intuición intelectiva. Y a este sector pertenecen los valores en general, y por ende también los valores éticos y jurídicos, aprehensibles por una singular especie de intuición estimativa, que constituye la intuición de un a priori, es decir, de algo que ni dimana de la experiencia ni está fundado en ella. Así, pues, al quedar desvanecido también el prejuicio de creer que todo lo a priori es racional (discursivo) y que todo lo que no es racional tenía que ser a posteriori, quedó destruido otro de los puntales del formalismo. Y, así, se ha descubierto que hay un copioso reino de esencias ideales, rigorosamente a priori, que no son cognoscibles racionalmente, sino por intuición intelectual; entre las cuales figuran los valores llenos de contenido, con sentidos perfectamente determinados y concretos; y que, por consiguiente, las normas o las conductas orientadas hacia esos valores no pueden considerarse como determinadas por factores sensibles a posteriori, sino que por el contrario lo están los elementos puros, a priori. Entre ese reino de valores, se han descubierto los de carácter ético, en gran número, p. e.: lealtad, pureza, abnegación, etc., etc.; y también los jurídicos, con los cuales trataremos aquí de entablar contacto.

Con los antecedentes expuestos podemos ya enfocar con éxito, a la altura de nuestro tiempo, el problema de las relaciones entre los valores y lo histórico. El relato de doctrinas pretéritas que he hecho preceder a la consideración sistemática de este problema servirá muy eficazmente para que se evite la recaída en posiciones que han sido ya superadas; y servirá también para poder apreciar el grado de progreso y aún de madurez de la solución que propongo. Ha convenido dedicar la atención a todos los antecedentes que he expuesto, porque todas esas doctrinas, hoy superadas, han dejado un residuo positivo de enseñanzas, gracias a las cuales es posible ahora plantear más correctamente la cuestión y resolverla de modo más certero.



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ArribaAbajo7. Historicidad y valores jurídicos. La historicidad de la Estimativa Jurídica

Lo que he expuesto sobre los valores, como objetos ideales con validez a priori, esto es, necesaria, acaso haya producido al lector la impresión de que la historicidad corría peligro de naufragar en esa teoría de los valores, puesto que los valores constituyen esencias puras, ajenas al tiempo. Y, sin embargo, el lector verá que no es así; verá como sin mengua de esa dimensión ideal de los valores, cabe perfectamente una justificada articulación de los mismos en el proceso variante de la historia. Y, para mostrarlo, voy a ofrecer, a continuación, el resumen de mis trabajos dedicados a la solución de este tema.

En primer lugar adviértase bien, con toda precisión, cuál es nuestro tema. Se trata de averiguar los criterios de valor para enjuiciar el Derecho y para orientar su producción y su reelaboración progresiva. Pero, según se ha visto en el capítulo primero de este libro, el Derecho no es valor puro, sino que es obra humana, quehacer del hombre, orientado hacia valores. Esto supone que los valores orientadores de la función jurídica de la vida humana deben ser realizados. Pero ¿dónde se realizan los valores? En nuestra vida; y por lo que se refiere a los jurídicos, en la organización social. Pero nuestra vida es la conjugación de un contorno (de un mundo concreto, en el que estamos enmarcados) con un destino, con el proyecto de existencia que somos; y, además, nuestra vida la construimos nosotros mismos concretamente con los materiales de que disponemos y según lo que sabemos -según lo que nos enseñó la experiencia histórica y hemos aprendido nosotros-. La mera enumeración de esas dimensiones de la vida humana nos pone de manifiesto una serie de problemas referentes a la realización de los valores en ella. Problemas que no afectan a la esencia de los valores, sino a la manera de cumplirlos o encarnarlos en nuestra vida.

Los valores jurídicos deben ser realizados por los hombres en su vida. Ahora bien, su vida está encajada en una circunstancia o sea en un mundo concreto, del que forma parte el mundo social. Y, por tanto, los valores jurídicos deben obtener encarnación en ese mundo social determinado; deben ser realizados en una materia con caracteres especiales, que es la constituida por las circunstancias de la vida social en cada momento. Pero adviértase que esa materia social es diversa en cada pueblo, en cada situación y en cada etapa histórica. Y, sobre todo, nótese esto último, a saber, que esa materia   —332→   social, cuya organización debe inspirarse en los valores jurídicos, cambia y se transmuta al correr de la historia. El mundo en que vivimos varía de formas y de contenido, se abre o se cierra en mayor o menor número de posibilidades concretas; y, consiguientemente, cambian también las necesidades de la vida humana, las tareas que el hombre tiene urgencia de llenar.

Pues bien, la diversidad de materias sociales, su modificación en el proceso histórico, y los consiguientes cambios que experimenta la vida humana, todo ello afecta forzosamente al problema de la realización de los valores jurídicos. Cuando se trata de realizar un valor, no sólo viene en cuestión la esencia de ese valor, sino también las condiciones de la materia, la cual y con la, cual se tiene que cumplir. Un ejemplo tomado del campo artístico evidenciará con toda claridad este pensamiento. Un mismo valor estético -e incluso la aplicación de él en un determinado estilo- puede ser encarnado en arquitectura, en escultura, en pintura, en música y en poesía. Pues bien, aunque se trate de un mismo valor -o de la aplicación de él a un mismo estilo- cobrará una diversa figura de realización en cada una de esas artes. Pero aún hay más, dentro de cada una de esas artes, variará la realización según cuales sean los materiales y la técnica de que se disponga; y, así, una misma concepción escultórica, por ejemplo, no se llevará a cabo de igual manera en mármol, que en bronce, que en barro, o que en cemento; tampoco se cumplirá de idéntico modo en miniatura que en dimensiones colosales, etc. De tal suerte, la materia condiciona la realización de los valores; y la variedad de la materia da lugar a una variedad de obras; y el cambio de la materia impone una trasmutación en esa labor de cumplimiento de los valores. Ahora bien, queda claro, pues, que, a pesar de ser los valores como ideas puras algo con validez a priori en cambio, su realización tiene que ser varia por virtud de la diversidad de materias; y ha de cambiar al tenor de la modificación de éstas. Y, así, en lo jurídico, aún tratándose de un mismo valor, será muy diferente tenerlo que realizar en una sociedad de pequeñas dimensiones que en una nación de muchos millones de habitantes; será también muy diferente tenerlo que aplicar a un pueblo culto que a una comunidad atrasada; será también muy diferente tenerlo que realizar en gentes laboriosas, dinámicas, activas, con crecientes necesidades y afán de progreso, que sobre gentes perezosas, quietistas, conformistas y decadentes; será muy distinto aplicarlo a una comunidad pastoril   —333→   que a una sociedad industrial. Con esto nos damos clara cuenta de una de las fuentes de variedad y de trasmutación de los ideales jurídicos.

     En segundo lugar, hay que notar otra fuente de variedad y de cambio en los programas estimativos jurídicos, que también se relaciona con los problemas de realización de los valores. Y es la que se deriva de las necesidades concretas de cada momento histórico. Lo que el hombre hace, orientándose hacia los valores jurídicos, es construir con una determinada materia social una institución, para lograr las finalidades fundadas en aquella idea de valor. Por consiguiente, el Derecho positivo que articula, esto es, las instituciones jurídicas que fabrica, constituyen un medio para la realización de los fines fundados en unos valores. Ahora bien, la índole de esos medios que fragua viene determinada no sólo por la naturaleza del valor, sino por la naturaleza de las cosas que hay que hacer y de los obstáculos que hay que vencer para realizar el fin propuesto. Ocurre pues, que, aun siendo uno m sino el fin fundado en un valor, según las circunstancias, esto es, según cuales sean los obstáculos que hay que despejar, tendrá necesariamente que variar el medio que se ponga en práctica. Un ejemplo lo ilustrará con toda claridad. Cuando en el siglo XVIII se trata de convertir en realidad efectiva el valor jurídico libertad, se plantea el problema de vencer eficazmente las fuerzas que se oponían a ella, y de evitar que puedan conspirar para la anulación de esa conquista civil y política. Esas fuerzas eran la Corona, la nobleza y el clero (ocupándose de asuntos de Estado); y, congruentemente, al articular las instituciones jurídicas que debían proteger la libertad y garantizarla, dominaba la prudente preocupación de crear barreras inzanjables a esos elementos adversarios de la libertad. Hoy puede y debe inspirarnos un mismo fin de libertad -fundado en el valor de la dignidad humana-; pero nos encontramos con que en el mundo de hoy en día la libertad no corre tanto peligro por ataques de aquellos elementos tradicionalistas -ya en derrota y en decadencia- sino principalmente de lado de unas masas embriagadas por mitos, en rebelión contra la cultura, y bárbaramente ensoberbecidas por el poder del número, las cuales pueden tender a realizar su voluntad sin limitaciones, sin detenerse ante el lindero sagrado del supremo respeto debido a la persona individual, -respeto que debe ser supremo, porque es suprema la norma que exige la autonomía de la conciencia-.Y, entonces, resultará que las instituciones que hoy debamos articular como consagración y salvaguardia de la libertad, habrán de ser de tal modo que constituyan medios   —354→   eficaces para vencer ese nuevo peligro. De manera que cabe perfectamente que siendo un mismo el valor y también uno mismo el fin en él fundado, sin embargo, deban cambiar los medios, esto es, las instituciones para realizarlo. Así, por ejemplo, podríamos decir, que la crisis contemporánea del Estado, en la figura que éste tenía en el próximo pretérito, no afecta a los valores que lo inspiraban -libertad, democracia, bien común y justicia social- sino a las instituciones que antaño fueron fabricadas al servicio de tales valores. Los valores siguen valiendo; y donde siga habiendo hombres civilizados que no hayan enloquecido, deberán persistir los fines que esos valores inspiran; pero, en cambio, es posible que deba variar la estructura de las instituciones que se fabrique como medio para realizar esos valores y fines, prácticamente, de modo eficaz y en la circunstancia de nuestro tiempo.

     En tercer lugar, debemos registrar otra fuente de cambio y de variedad -en suma de historicidad-. Se refiere, al igual que las dos anteriores, también a una fuente de variedad y transmutación con relación a la puesta en práctica de un mismo valor jurídico. Consiste en lo siguiente: en las modificaciones que manan del aleccionamiento que nos suministra la experiencia práctica, respecto de todas las tareas humanas, y, por tanto también, respecto de las jurídicas. Ocurre que los hombres, orientados por un valor jurídico, se proponen una determinada finalidad; y para lograrla idean unos determinados medios, unas instituciones, que creen que habrán de llenar ese fin. Pero después, al ser éstas llevadas a la práctica, surgen factores imprevistos que hacen fracasar o funcionar imperfectamente dichas instituciones. En tales casos, el fin no ha variado; pero la experiencia práctica aconseja que se busque otros medios para realizar con mayor eficiencia el mismo propósito. La historia del Derecho ofrece múltiples ejemplos de esto en el desarrollo de casi todas las instituciones jurídicas.

En suma, tanto la segunda como la tercera fuente de historicidad de la Estimativa Jurídica -tal y como las he descubierto- son dos manifestaciones o consecuencias de la razón histórica. Ya expuse que lo esencial de la naturaleza del hombre consiste en que el hombre no es naturaleza, sino que es historia; porque mientras que los demás seres del universo tienen su ser ya dado o la trayectoria inexorable para adquirirlo, en cambio, el hombre tiene que estar fabricando su propia vida cada instante, decidiendo sobre ella; y el hombre para decidir sobre las varias posibilidades que le ofrece   —335→   la circunstancia necesita forjarse una interpretación de ella. El hombre, al despuntar a la conciencia, recibe del nivel histórico de su época, esa interpretación; sobre este nivel el hombre aportará su propia labor de adición o de rectificación. Por tanto, ningún hombre estrena su ser humano, sino que inicialmente le recibe con la configuración que le dieron las generaciones históricas pasadas; y sobre ese trasfondo de la razón histórica, es decir, de las acumulaciones de experiencias de los otros hombres, cada uno va a añadir sus propias experiencia (que es lo que constituye lo que se llama razón vital)99. De manera que el hombre tiene, por así decirlo, una doble historia: la ajena que lleva a cuestas, que es la que propiamente se llama razón histórica; y la propia, su biografía, que es la que se llama razón vital, según certeramente ha señalado Ortega y Gasset y también Spranger100. Cuando hablamos aquí de experiencia como acervo de la razón histórica y de la razón vital, se emplea esta palabra experiencia, no en el sentido en que la usa la ciencia y la filosofía, no como sinónimo de empirie, sino en la acepción que tiene en el lenguaje habitual y cotidiano, a saber: como registro vital de aciertos y de fracasos en las empresas de nuestra existencia y como conjunto de lecciones sacadas de lo vivido. Ahora bien, al descubrir la razón histórica y la razón vital, se deshace el viejo prejuicio de que la razón y la historia eran inconexas y hasta antagónicas; pues se cae en la cuenta de que la razón abstracta no es toda la razón; se ha caído en la cuenta de que hay una razón vital e histórica, que rige y explica la estructura de la vida humana como incluyendo el pasado de los demás y el pasado propio, y desarrollándose a partir de ese nivel, en cada instante. Al encontrar el hombre a la sociedad como anterior a él y como algo que le sobrevivirá, encuentra en ella y con ella un conjunto de representaciones acumuladas en anteriores experiencias, desde cuyo nivel empieza a vivir; y, después, a lo largo de nuestra vida, vamos modificando ese nivel con el caudal de nuestras propias experiencias.

     En cuarto lugar, he de señalar otra fuente de historicidad de la Estimativa Jurídica. Y esta cuarta fuente no deriva de problemas de realización, ni de cuestiones de eficacia, sino que tiene su raíz en la varia multiplicidad de los valores mismos.

Antes de que surgiese la filosofía de los valores, Nietsche, a través de lo tormentoso y deslabazado de su obra genial, refiriéndose a los valores como algo sobreentendido dijo, entre otras muchas cosas interesantísimas, que los valores son muchísimos, en número incontable,   —336→   y que estamos muy lejos de conocerlos todos. Pues bien, la filosofía contemporánea de los valores, sobre todo en la obra de Max Scheler y en la de Nikolai Hartmann, ha puesto de manifiesto que el conjunto de los valores es numerosísimo y que no estamos todavía en posibilidad de haber agotado su exploración. Todos los valores son objetos ideales con validez en sí y por sí. Es decir, su validez no depende del agrado que nos produzcan, ni del deseo que les dediquemos; no depende de nuestra subjetividad; no dependen de la experiencia ni en su fundamentación ni en su confirmación. Son esencias ideales objetivas -bien entendido, añado yo, según expuse, son objetivos en la inmanencia de nuestra vida, pues todo es en nuestra vida y no fuera de ella-. Pero la objetividad de los valores en nada se menoscaba por la dimensión que los valores tienen de referirse en su misma materia esencial a una determinada situación y no a otra. Es decir, los valores, en su mismo contenido esencial, ideal, contienen la referencia a las situaciones concretas de la vida, para las que fundan determinadas normas. Lo cual lleva consigo que cada una de las situaciones de nuestra vida sea el supuesto para el deber de realizar un determinado valor y no otro. Esto es, la presencia real de una determinada situación en un cierto sujeto suscita una norma particular, derivada del valor correspondiente a esa situación; porque en la misma materia del valor se contiene una referencia a las realidades para las que origina una norma. Y esto es así, sin mengua ninguna de la objetividad de los valores, ni de su validez en sí y por sí. Pues esos valores que valen en sí y por sí -es decir, cuya validez ideal no depende de mí, ni de ninguna experiencia- dan lugar a normas que deben cumplirse, no por la generalidad de todos los sujetos en todo momento, sino acaso tan solo por algunos sujetos en una determinada situación, y no por otros, ni tampoco en otras circunstancias101. Recuérdese que expuse ya esta doctrina de Scheler al tratar el tema de la persona humana.

Hay valores éticos y jurídicos que fundan normas de carácter general para todos los hombres y para todas las sociedades respectivamente. Pero, hay, en cambio, otros valores que, teniendo validez   —337→   ideal, en sí y por sí, implican en su propia materia o contenido una indicación o destino particular a una persona, a una nación, o a una situación histórica. Y tan solo respecto de esa persona, de esa colectividad o de ese momento histórico (que funcionan como destinatarios de los deberes que funde el valor) surge la vinculación normativa ideal. Y, así, en este sentido, cabe decir que hay valores morales que constituyen una bondad en sí, pero bondad en sí que crea un deber de realización solamente para determinados sujetos y en un cierto momento, y no para otros o en tiempo diverso. Del mismo modo hay valores sociales y jurídicos, que, siendo objetivamente tales valores, se refieren tan solo a determinadas situaciones, y únicamente con respecto a ellas crean el deber de su realización. Y esto no afecta a la dimensión de validez ideal de tales valores, porque pertenece a su mismo contenido ideal-objetivo esa indicación de destinatario y de substrato en que deben cumplirse.

Para cobrar plena conciencia del alcance que ha de tener para la Estimativa Jurídica este descubrimiento de los valores vocacionales, convendrá que paremos la atención un momento sobre las consecuencias que ha operado en la filosofía moral. A la luz de este descubrimiento de un paisaje riquísimo de valores éticos -relativos a situaciones particulares- se patentiza la penuria que padecen lo mismo el formalismo moral de Kant, que el formalismo jurídico stammleriano. Si tomamos el imperativo categórico de Kant («Obra de tal manera que la máxima de tu conducta pueda servir de ley universal para todo ser de razón») y lo examinamos en sus consecuencias, en su aplicación práctica, veremos que se limita a señalar un mínimo de conducta, sobre todo negativo: lo que no debemos hacer, la moral común del no matar, del no mentir, etc., que a todos abarca por igual; pero no ofrece criterios de orientación positiva para dar a la vida de cada cual una misión afirmativa, un contenido que signifique el cumplimiento de un propio destino ético. A esa moral kantiana del imperativo categórico, mera forma lógica de generalización de la conducta, se le escapan los diversos repertorios ideales de acciones positivas, de deberes intransferibles de cada tipo humano, de las diferentes vocaciones; queda extramuros la moral vocacional, la moral de las situaciones particulares irreductibles a toda generalización, la moral de propio destino o misión que es la que más dramáticos e importantes conflictos plantea. Hoy se ha descubierto -o mejor diríamos redescubierto102- que la moral no es solamente un sistema de prohibiciones y de deberes genéricos, el mismo para todos los individuos. Es ciertamente esto, pero es también algo más: es también un inmenso repertorio de valores, que, teniendo validez en sí, no se refieren todos ellos con pretensión de cumplimiento a todos los individuos, sino que en cada caso y para cada persona entran en actualización de deber ser unos u otros. Hay desde luego una moral común, genérica, que comprende a todos por un igual, y que constituye como el mínimo indispensable para todos, aquello sin lo cual nadie puede ser moral. Pero con esos   —337→   valores genéricos, que determinan modalidades comunes de conducta, no se tiene un criterio de orientación sobre lo que positivamente debe realizar cada cual en su vida. Hay, pues, una moral genérica que es el común denominador para todos; pero sobre ella hay después una serie de morales vocacionales y de las situaciones concretas e individuales, que lejos de contradecir ni menoscabar a aquella general la complementan: las morales de las edades, de cada sexo, de los temperamentos, de las vocaciones, de las situaciones, etc. Hay la moral del hombre y la de la mujer; la moral del niño, la del adulto y la del anciano; hay la moral del poder (que afecta al gobernante, al industrial, etc.), la moral del Derecho (que se actualiza en el juez y en el ciudadano), la moral del amor (que sobre todo dice relación al sacerdote); hay la moral del trabajo, la moral de la modestia y de la templanza; hay la moral activa (del político, del hombre de negocios) y la moral contemplativa (del intelectual); la moral de la lucha (que obliga por ejemplo al gendarme) y la moral de la compasión (que profesa la hermana de la caridad); hay la moral de la sumisión ciega (propia del militar) y la moral del descubrimiento de nuevos valores (que inspira al revolucionario); etc. La actualización de los deberes de cada una de esas morales viene condicionada por las situaciones particulares, por el carácter y la vocación de cada cual. Y esto no implica en manera alguna ni relativismo, ni anarquía, porque cada una de esas morales complementarias (complementarias de la general humana) no se funda ni en caprichos ni en contingencias, sino que se funda en valores en sí; pero en valores en sí, cuya estructura lleva como una especie de flecha indicadora de una situación concreta y de un destinatario de los correspondientes deberes.

De la misma manera que hay vocaciones individuales -las cuales son el resultado de la articulación de un sujeto concreto con un contorno también concreto- hay también vocaciones para las colectividades. A la multiplicidad y diversidad de los tipos históricos y nacionales corresponde una serie de valores jurídicos congruentes, a realizar por cada uno de ellos. Cada situación de un proceso histórico representa la posibilidad de conocimiento y el deber de realización de tareas y misiones fundados en valores singulares, cuya coyuntura no es transferible y acaso no se repita. Hay pues, vocaciones colectivas e históricas, que pueden ser diversas con relación a los distintos pueblos y en las varias épocas, de modo análogo a como hay vocaciones individuales. Y, así como desde el punto de vista moral podríamos decir que cada individuo tiene el deber de ser auténtico,   —339→   de ser fiel a si mismo, a su vocación, a la tarea que el destino le ha deparado, de la misma manera podríamos decir que a cada época histórica y a cada pueblo le corresponde el cumplimiento de peculiares destinos.

Y a este respecto puede traerse a colación una doctrina de José Ortega y Gasset, a saber, el perspectivismo, que si bien fue elaborada fundamentalmente a la vista de la teoría del conocimiento, puede tener importantes resonancias para nuestro tema. El pensamiento moderno subrayaba desde Descartes la dependencia en que el conocimiento está del sujeto -lo cual es verdad innegable-; pero muchas veces quiso interpretar esa dependencia como deformación o como creación. Ortega supera el subjetivismo relativista -sin reincidir en las tosquedades del viejo realismo- mostrando como la dependencia en que las cosas están de los sujetos que las contemplan y no significa pura anarquía ni relativismo. El sujeto no es un medio transparente que refleje la realidad, sino que la impone su modo propio de ser; pero esta configuración de la realidad por parte del sujeto no implica de ningún modo una deformación o falseamiento de ella. Cuando interponemos en la corriente de un río, una red de pescar o alambrada, selecciona ésta algunos de los elementos que la corriente traía consigo. Esta es la función que cada hombre y que cada época realiza con la realidad y con los valores que le circundan. De la infinitud de elementos que integran la realidad, el sujeto capta un cierto número de ellos, cuya forma y contenido coinciden con la malla de sus intereses y preferencias. Cada conciencia aprehende la realidad desde un punto de vista, que le es privativo. Cuando varios hombres contemplan desde puntos de vista diversos el mismo paisaje, éste se organiza ante sus respectivos ojos de diversa manera; pero ello no supone que tales visiones diferentes sean falsas o ilusorias: cada una de ellas responde a una perspectiva y es legitima. Toda vida es un punto de vista, una perspectiva sobre el universo. Lo falso sería que cada perspectiva pretendiera ser ella la única verdadera. Pues bien, inspirándonos en esta doctrina, se puede decir que, al igual que todo individuo, también cada colectividad tiene su puesto determinado en la serie histórica; y que no debe aspirar a salirse de ella, porque esto equivaldría a convertirse en un ente abstracto con íntegra renuncia a su existencia. Cada vida es un punto de vista sobre el mundo. En rigor, lo que ella ve y lo que ella puede hacer, otra no lo puede ver ni lo puede hacer exactamente igual. Cada individuo -persona, pueblo, época- es un órgano insustituible para la conquista de la verdad, del bien, de la   —340→   justicia, de la belleza. Y, así, los valores, que como ideas son ajenos a las variaciones históricas, adquieren una dimensión vital, insertándose en la corriente de la historia en cuanto a la actualización de su cumplimiento103.

Ahora bien, la comprobación de que hay esos múltiples valores, cuyo deber de cumplimiento va articulándose en la serie histórica, no contradice ni ha de hacernos olvidar que hay valores jurídicos generales, que dan lugar a normas ideales, las cuales imperan para todas las colectividades, para todos los momentos y para todas las situaciones. Y esos valores deben tener en todo caso necesaria preferencia de previa realización a todos los demás. Por ejemplo, las normas que se derivan de la idea de la dignidad humana: las normas de libertad de conciencia, de autonomía del sujeto para cumplir su propio destino moral -que determinan un máximo respeto ante la persona individual- deben tener necesaria e ineludiblemente una realización preferente. Y no puede haber destino histórico singular, ni conveniencia nacional, ni vocación concreta, que pueda anteponerse al cumplimiento de esas normas. Porque todas las particularidades y todas las misiones concretas se dan en vidas humanas; y, por tanto, tan solo pueden tener sentido y justificación sobre la base de que respeten lo que es éticamente esencial al hombre, a saber su dignidad, y los corolarios normativos de libertad que de ella se desprenden. A las normas fundadas en esos supremos valores jurídicos no se les puede interferir pertubadoramente ninguna pretensión basada en situaciones concretas, ninguna apelación a destinos nacionales, ningún pretexto fundado en el sacrificio de la generación de hoy para que la de mañana obtenga un beneficio mayor. Todos los valores concretos, conjugados con especiales situaciones históricas, son inferiores en rango a los valores que fundan lla dignidad ética del hombre, y, por tanto, inferiores a las normas de libertad individual que de estos se derivan. La realización de los valores situacionales concretos, suscitada por la particularidad de cada tiempo histórico, tan solo puede ser legítima sobre la base de que estén previamente cumplidos los valores fundamentales genéricos: los valores que se refieren o todo Derecho. Es por ejemplo de todo punto inadmisible que se niegue la libertad íntima y la autodeterminación de la vida de cada uno a pretexto de querer formar una gran nación poderosa y fuerte; porque una nación integrada por esclavos o por hombres deshumanizados es algo despreciable. Es también inadmisible, por ejemplo, que se niegue la realización de los supremos valores jurídicos a las gentes de hoy, a pretexto de que las que nazcan mañana   —341→   encuentren un mundo mejor. El sacrificio individual, espontáneo y libre en este sentido será un título de sublime heroísmo; pero el tratar de imponerlo a una colectividad coercitivamente es monstruoso y abominable. La vida de cada hombre es algo intransferible y propio, sobre la cual debe tener él mismo el derecho de decidir; y jamás, jamás, debe el hombre ser tomado como mero material para una construcción social futura, en la que él no vaya a participar.

Ahora bien, esos valores jurídicos que dan lugar a normas generales de necesario imperio ideal en todos los ordenamientos -y cuya realización es debida en todo caso, y es previa y más importante que cualquier otra tarea- no constituye el criterio suficiente para orientar estimativamente todas las instituciones del Derecho. Por ejemplo, las supremas normas ideales de la dignidad humana y de la autodeterminación individual no bastan para saber como debemos orientar una legislación sanitaria, o una regulación bancaria, o una empresa de colonización agrícola, o un reglamento de la Universidad y etc., etc. Porque cada uno de esos temas suscita la necesidad de atender a valores y finalidades concretas -de carácter intelectual, técnico, económico-, que vienen en cuestión para orientar esas tareas. Tampoco los valores jurídicos generales y supremos son suficientes para esclarecer la misión preferente que un pueblo debe realizar en determinado momento, y que se deriva de la especial coyuntura histórica en que halle situado.

Pues, sin menoscabo de los valores jurídicos generales -de preferente y primordial realización- la situación concreta de cada pueblo, las especiales condiciones de su vida, las exigencias del momento histórico en que se halle, las urgencias y oportunidades del mismo, suscitan el deber de realizar unos determinados valores particulares y no otros.

Lo dicho nos lleva a la necesidad de subrayar el hecho de que las colectividades históricas son realidades que tienen leyes propias efectivas -sociológicas- que el legislador debe tener en cuenta. El legislador debe orientar su tarea hacia los valores ideales; pero su tarea tiene que realizarla en y con unos materiales sociales concretos, es decir, en y con unos hombres determinados, que poseen especiales características -características biológicas, psicológicas, culturales-; que tienen unas ciertas necesidades y unas ciertas aptitudes; que viven en grupos sociales especialmente configurados. Todas esas realidades constituyen magnitudes efectivas con leyes propias, que pueden no resultar enteramente dóciles a los propósitos del legislador, que pueden no ser fácilmente moldeables por éste. Por lo tanto,   —342→   la contextura especial de la realidad social y las leyes dinámicas de ésta tienen que ser tomadas en consideración por el legislador, y, en suma, por todo el que pretenda formular programas jurídicos. Pues de lo contrario se corre el inminente peligro que la obra del legislador o quede reducida a pura letra muerta, o produzca una catástrofe al chocar con una realidad que se le resista por su intima contextura. Pero, además, debe tenerse en cuenta que esa realidad social concreta es algo vivo y no un conjunto de materiales inertes. Por lo cual el legislador -y, en suma, el proyectista de reformas jurídicas- debe proceder no en forma análoga a como trabaja el arquitecto o el ingeniero, sino de modo, similar a como opera el médico y el higienista. El ingeniero o el arquitecto maneja materiales inertes, y con ellos, mientras tome en consideración sus leyes físico-químicas, puede tajar, combinar y construir a su albedrío. En cambio, el médico y el higienista trabajan con cuerpos vivos, que no pueden moldear como barro o tajar como sillares, a su albedrío, sino que lo más que pueden hacer es actuar sobre esos cuerpos para que en la biología los mismos se produzcan las reacciones que se apetecen. La labor del legislador -y en general la del político- debe asemejarse más a la del médico e higienista que a la del arquitecto, porque trabajan sobre algo vivo como son los hombres que componen una sociedad, la cual tiene también leyes propias de dinamismo; y, por tanto, en lugar de pretender construir una obra acabada y de perfiles tajantes, tiene que actuar sobre la realidad colectiva en aquella forma que facilite la producción de las reacciones que conduzcan a los resultados propuestos.




ArribaAbajo8. La idea de la justicia y la valoración jurídica

Ha sido tradicional ver en la justicia el valor jurídico por excelencia y principal. Hasta el punto de que, las más de las veces, el problema de la Estimativa jurídica ha sido rotulado como investigación sobre la justicia. Y desde luego no vamos a rectificar ese papel presidencial que a la justicia corresponde en la Estimativa Jurídica; si bien veremos cómo un atento examen de la misma nos lanzará a la consideración de una serie de valores concretos, que necesariamente resultan implicados por la idea de la justicia, aunque no estén contenidos en ella.

Si repasamos la historia del pensamiento humano en todos sus períodos, respecto del tema de la justicia, advertiremos una gran   —343→   paradoja. De un lado caeremos en la cuenta, asombrados, de que este tema ha conservado una identidad radical a través de todas las escuelas: acaso en toda la historia del pensamiento científico y filosófico no haya otro tema en el que se haya conservado tal unanimidad esencial. Pero, de otra parte, la historia ofrece, en cuanto a los problemas de aplicación práctica de la idea de justicia, las más arduas controversias teóricas y las más sangrientas luchas políticas. Este contraste, en verdad azorante, nos hace sospechar, ya de momento, que los graves problemas de la Estimativa Jurídica no radican en la idea de justicia -sobre cuyo tema parece que reina fundamental coincidencia- sino en algo que está más allá de este tema, aunque relacionado con él. A saber, la dificultad, como se verá, estriba no en la idea de justicia, sino en una serie de supuestos, de referencias y de implicaciones que ella nos plantea. Y aquí es donde comienza y se desarrolla la discrepancia y la discusión.

Desde los pitagóricos, en la etapa de la filosofía presocrática, hasta nuestros días, se ha definido similarmente la idea de la justicia. Lo mismo en un sentido restringido -con especial referencia al Derecho-, que en una acepción lata, se ha entendido casi siempre la justicia como una armonía, como una igualdad proporcional, como una medida armónica de cambio y distribución. Los pitagóricos la conciben como una correspondencia o igualdad proporcional entre términos contrapuestos, la cual puede ser expresada en el número cuadrado. Para Platón, es la virtud fundamental de la que se derivan todas las demás; y consiste en una armonía entre los elementos constitutivos del Estado, por la cual cada uno de ellos (los gobernantes, los militares y los artesanos) debe hacer lo que le es propio, dedicarse a lo que le corresponde. Aristóteles entiende la justicia, en la más lata de las acepciones, como proporcionalidad de los actos (el justo medio entre el exceso y el defecto), que es el principio de toda virtud; en un sentido también general, pero aplicado a la vida del Estado, la justicia es la virtud suprema, esto es, la virtud ciudadana, la suma y compendio de las demás virtudes en cuanto se refieran a la comunidad y a los sujetos que la integran; y, en sentido estricto, consiste en una proporcionalidad de la distribución de honores, bienes y cargas, y en una equivalencia en el cambio (entre la prestación y la contraprestación y entre la transgresión y la pena). En Roma, Ulpiano la define como atribuir a cada uno su derecho, darle lo que le corresponda, su valor; Cicerón recoge parejos conceptos. Santo Tomás de Aquino dice que «es propio de la justicia ordenar al hombre en sus relaciones con los demás, puesto que   —344→   implica cierta igualdad, como lo demuestra su mismo nombre, pues se dice que se ajustan las cosas que se igualan y la igualdad es con otro»; y, después, añade que la justicia versa sobre las acciones exteriores y las cosas, conforme cierta razón especial del objeto: consiste en dar o atribuir a cada uno lo que es suyo, según una igualdad proporcional; entendiendo por suyo con relación a otro, todo aquello que le está subordinado o atribuido para sus fines. Y Francisco de Vitoria, comentando esta doctrina tomista, afirma que se llama justo a lo igual, y así se dice ya está justo, ya viene justo, o está ajustado, por igual viene. Y Domingo de Soto dice que la justicia hace igualdad entre el que debe y el otro a quien se le debe; y consiste en poner medio entre las cosas, por el cual se produzca igualdad entre los hombres. También Grocio la define como equivalencia o proporcionalidad en los cambios y en la distribución; y, de modo análogo la explica Pufendorf. Y similarmente Vico, quien así mismo distingue entre justicia conmutativa (aequatrix) y distributiva (rectrix): la primera es una igualdad aritmética entre términos iguales, y la segunda establece una proporcionalidad geométrica entre los términos desiguales, para la atribución de dignidades y funciones. Wolf explica la justicia como principio de igualdad aritmética. En Kant, la idea de igualdad se proyecta sobre la libertad, como igualdad en la libertad: «Libertad (independencia de la imposición del arbitrio ajeno) en cuanto puede coexistir con la libertad de cada cual, según una ley general»; la igualdad consiste, pues, en no ser ligado por otro sino en aquello para lo que uno se puede ligar recíprocamente. Fichte postula la plena igualdad de todos los miembros de la sociedad en el Estado, igualdad que debe ser producida y mantenida por éste. Fries considera la igualdad como el primer principio de la justicia. Lasson ve la esencia de la justicia en la forma de universalidad y en la carencia de contradicciones, por medio de la cual la razón reduce a armonía y unidad todas las diferencias y oposiciones. Para Stammler -según se ha visto ya- la justicia consiste en la idea formal de una armonía absoluta, según la cual debe ser ordenada la materia jurídica. Según Del Vecchio, la justicia exige que todo sujeto sea reconocido por los otros en aquello que vale y que cada uno le sea atribuido aquello que le corresponde»104.

Es realmente impresionante la coincidencia del pensamiento sobre la justicia a lo largo de veinticinco siglos de historia de la Filosofía. Claro es que cada una de esas definiciones, a pesar de su radical semejanza, tiene en cada uno de los respectivos sistemas un especial alcance y peculiares consecuencias. Pero, a pesar de tales   —345→   diferencias de matiz, todos esos pensamientos sobre la justicia concuerdan en afirmar que ésta entraña en algún modo una igualdad, una proporcionalidad, una armonía.

Ahora bien, si efectivamente es así, como hemos visto, que ha habido una coincidencia de casi todos los pensadores en la definición de la justicia, es paradójico que haya tan diversos sistemas de Estimativa Jurídica -en lo teórico- y que la historia siga presentando las más apasionadas e incluso sangrientas luchas alrededor de este tema. Pero precisamente al plantear este contraste entre la identidad de las concepciones sobre la justicia de una parte, y las variedades y antagonismos en materia de ideales jurídicos, de otra parte, caemos en la cuenta de que la más grande dificultad que ofrece la Estimativa jurídica no radica en cual sea la idea de la justicia, sino que tiene que estar en alguna otra parte. Todas las diferencias en materia de Estimativa Jurídica, todos los conflictos en torno al Derecho que debe ser, todas las luchas políticas, se dan -a pesar de que se concuerde en la definición de la justicia- porque la mera idea de la igualdad o proporcionalidad no nos suministra el criterio de medida, es decir, no nos da el principio para apreciar y promover esa igualdad proporcional o armónica: no nos enseña cual sea el punto de vista, desde el cual se debe atender a la igualación. Y según cuáles sean esos criterios de medida o apreciación, así serán correspondientemente las concepciones del ideal jurídico o del programa de Derecho justo. Efectivamente, esa igualdad es una pura idea formal, que postula o supone el empleo de criterios de medida, según los cuales deba determinarse la igualdad. No basta decir igualdad; hay que preguntar: ¿igualdad en qué? ¿igualdad desde qué punto de vista y cómo? Así, pues, el problema capital que plantea la justicia no consiste en descubrir el perfil formal de su idea, sino en averiguar las medidas de estimación que ella supone o implica. Y esos criterios de medida, esos puntos de vista de estimación para determinar la igualación proporcional, trascienden de la idea de la justicia. Y esto que es tan obvio y tan claro había pasado inadvertido para casi todos los que filosofaron sobre el Derecho. Por eso creo que, cuando señalo ahora la entraña del problema, ofrezco con ello la posibilidad de que la Estimativa jurídica de un considerable avance en el futuro.

Para calibrar mejor el alcance de lo que digo, adviértase que los conceptos «igualdad», «proporcionalidad» y «armonía», no son empleados como expresión de algo que sea, como enunciativos de relaciones reales, sino como criterios normativos, como pauta para   —346→   una tarea a realizar. Se trata de promover una igualdad o proporcionalidad entre hombres; y no entre hombres abstractamente considerados, sino entre hombres concretos, insertos en el complicadísimo entresijo de sus relaciones y actividades sociales. Y para esas relaciones entran en cuestión todas las diversidades procedentes no sólo de las concretas diferencias entre los individuos, sino también de las diversas situaciones en que se encuentran. Y se trata, como he expresado no de enunciar una situación de igualdad existente en realidad desde algún punto de vista, sino de promover esa igualdad en la tarea de la organización de las relaciones sociales, desde el punto de vista normativo de unos valores. Se trata de algo que se estima como debiendo ser, de algo que debe hacerse. En este sentido, se ofrece como una tarea de igualar proporcionalmente, de equiparar los términos de las relaciones sociales. Ahora bien, esos términos son desiguales; y, es precisamente por esto que se exige que sean igualados, que en algún respecto queden equiparados, vinculados proporcionalmente, armónicamente.

Un ejemplo aclarará el pensamiento que estoy exponiendo. Fijémonos en una humilde relación de cambio, que fue precisamente la que tuvieron a la vista los primeros pensadores que reflexionaron sobre la justicia. Lo mismo los pitagóricos que Aristóteles -y tantos otros- decían que la justicia exige que en un contrato bilateral de cambio el uno reciba del otro tanto como él le entregue. Pero adviértase que esa igualdad entre lo que se da y lo que se recibe no puede ser una identidad plena. Es decir, si tomásemos esa igualdad como identidad, ello supondría que quien da una libra de trigo debe recibir otra libra de trigo; que quien presta a otro el servicio de desollar un buey reciba, de aquél, el mismo servicio. Ahora bien, es evidente que tal cosa no tiene ningún sentido; por su carencia de todo motivo y finalidad disuelve el sentido de la relación, Por consiguiente, no se trata de recibir lo mismo, lo idéntico, sino algo diferente, que, en algún modo corresponda a lo que se entrega, que lo compense desde algún punto de vista. Es decir, se trata de recibir no lo mismo sino algo equivalente, algo que, siendo diverso valga en algún respecto lo mismo, precisamente en el respecto que debe venir en cuestión. Mas para medir la magnitud de valor de una cosa en relación con otra diferente, hace falta una unidad de medida, es decir, hace falta un criterio a cuya luz se pueda homogeneizar la estimación de dos cosas heterogéneas. Y, entonces, la igualdad consistirá en que esas dos cosas o esos dos servicios, que se cambian, encarnen, a pesar de su diversidad, una magnitud pareja   —347→   de valor, es decir, que sean equivalentes. Así, pues, este análisis evidencia que el centro de gravedad de la cuestión se desplaza desde la justicia -como idea de igualdad- al problema sobre el criterio de estimación. Lo que importa es saber cuál deba ser el criterio para establecer la equivalencia; esto es, saber de qué medida nos hemos de servir para medir la igualdad. Se propondrá tal vez, como solución al ejemplo presentado, la medida del valor, económico. Admitamos provisionalmente esa respuesta, aunque con algunas reservas. Con algunas reservas, porque el concepto de valor económico no es univoco en la ciencia de la economía; además, porque no se trata aquí de una mera relación económica, sino que ésta se nos ofrece como debiendo ser sometida a una norma de estimación jurídica. Y así ocurrirá probablemente que -salvo en una concepción fisiocrática -el valor económico no vendrá determinado solamente por el libre juego de meros factores económicos, sino también por criterios de estimación ética, política, etc. Por otro lado, se impone también muchas reservas, si pensamos que la expresión «valor económico» lejos de constituir un concepto claro, enuncia una multitud de graves problemas. Y, así, la ciencia de la economía ha discutido sobre el criterio determinante del valor económico: si es la utilidad objetiva, si es la utilidad subjetiva simple, si es la utilidad subjetiva final o marginal; si es el trabajo acumulado, o bien el trabajo que se requiera para la producción de otro objeto igual, etc.; si en el trabajo hay que evaluar tan solo su cantidad temporal, o además también su calidad.

Pasemos revista, muy sucintamente, a algunos de esos problemas, no para resolverlos aquí, sino tan solo para que el lector se dé cuenta de la complejidad de los mismos. Y nótese que esta complejidad se da en referencia al ejemplo más sencillo que hemos podido elegir; y que, por tanto, tal complejidad será mucho mayor al enfocar relaciones jurídicas más ricas en elementos. El criterio de utilidad, como supuesta base del valor económico, entraña múltiples problemas. El valor utilidad tiene una doble estructura relacional. Aunque los valores tengan una validez en si, los hay que en su misma contextura ideal poseen una dimensión relacional. Así, el valor utilidad entraña una validez en sí, pero instrumental, es decir, para algo. Y todavía se da en él una segunda estructura o dirección relacional: valen para algo, pero además para alguien, es decir, con referencia a tal o cual persona. Pensemos en cualquier objeto útil: en él radica la calificación de utilidad, porque coincide con la estructura ideal de ese valor; pero esa utilidad -por la misma esencia   —348→   del valor -es una utilidad para algo; y se da el valor con entera independencia de que yo sienta o no apetencia de ese algo -un abrigo es una cosa útil aunque en país cálido no precise de él-. Pero el valor utilidad, además de esa relacionabilidad objetiva que consiste en servir para algo, tiene también una segunda relacionabilidad esencial, a saber, con un sujeto, con el sujeto que precise de ese algo: sirve para algo, pero además para alguien. Ahora bien, ocurre que económicamente vale tanto más, cuanto más urgente e intensa sea la necesidad. Pero en el campo de la evaluación económica surgen otros problemas, por aparecer en juego nuevos factores; así, por ejemplo: una cosa útil objetivamente para algo y subjetivamente para alguien no tendrá económicamente precio (en el cambio) si se da en gran abundancia, como ocurre con el agua a orillas de un río. Bueno, pero sucede que los puntos de vista de utilidad con todas sus complicaciones parece que no resultan suficientes para la determinación del valor económico; pues ya desde antiguo notaron los economistas que enfrente de ese criterio de utilidad o en interferencia con él se da el de evaluación por el volumen de trabajo inserto en la cosa. Pero entonces surgen las preguntas: ¿desde qué punto de vista se debe mensurar el volumen del trabajo? ¿Atendiendo al trabajo realmente acumulado en la producción de ese bien o atendiendo al volumen de trabajo qué habría falta para reproducirlo? Pero hay además otras preguntas: ¿Habrá que fijarse tan solo en la cantidad temporal de trabajo, o se deberá hacer además diferencias en cuanto a la calidad y rango del trabajo? Y, en este último caso ¿cuál deberá ser la pauta para establecer los diversos rangos de trabajo? Estos problemas habrían de ser resueltos por consideraciones fundadas en la filosofía de los valores, en tanto que ésta estudia las relaciones de jerarquía entre ellos y además sus modos de relacionarse con los sujetos en sus situaciones reales concretas. Pero surgen, además, todavía otras complicaciones, que hacen referencia a otros criterios. Así, por ejemplo, vienen en cuestión también valores biológicos (salud) y valores éticos. No tendrán el mismo valor económico -en un contrato bilateral- el trabajo holgado y sano que el insalubre. En ese caso, la medida para establecer la igualdad que la justicia impone entre prestación (trabajo) y contraprestación (salario) no debe ser la magnitud cuantitativa de labor (prescindamos del rango en este ejemplo, refiriéndonos a trabajos manuales parejos). Aquí precisa tener en cuenta otros criterios estimativos: el valor de la salud humana y el valor ético de la persona que es sujeto de esa vitalidad orgánica. ¿Por qué tomamos en consideración la salud?   —349→   Porque la salud representa un bien biológico en unos seres que tienen una dignidad moral. Así mismo, se podría decir algo parejo respecto de todas las consideraciones que suscita el problema del justo salario (atendiendo a la personalidad moral del obrero, a sus necesidades materiales y espirituales, a sus deberes familiares, etc., etc.) Adviértase, pues, como una relación jurídica de trueque, en apariencia tan sencilla y humilde, da lugar a complicadísimos enjambres de valoraciones heterogéneas.

Se nos ha revelado cómo en los términos, entre los cuales se trata de establecer una justa equivalencia, se insertan densos y complicados manojos de estimaciones, fundadas cada una de ellas en valores distintos y de desigual rango. La igualdad que la justicia exige consistiría en que, calculadas en su debida combinación las diversas valoraciones que afectan a uno de los términos de la relación, resultase que en el otro término se diera una pareja magnitud total de estimación. Habría que desarrollar algo que metafóricamente podríamos llamar un álgebra de las estimaciones, gracias a la cual pudiésemos conseguir criterios certeros de mensura, para llegar a apreciar la suma de valoraciones en combinación, que encarna en cada uno de los términos de la relación. Y digo la suma en combinación, porque puede ocurrir que la estimación fundada en un valor superior anule las consecuencias de otras estimaciones basadas en valores inferiores.

Se ha puesto, pues, de manifiesto que lo importante de la Estimativa jurídica no consiste en descubrir que la justicia exige una igualdad o proporcionalidad, sino en averiguar cuales sean los criterios de valor que deban ser tenidos en cuenta para promover la equivalencia o la armonía entre los términos de una relación jurídica. De tal manera, que la idea de la justicia nos abre la puerta a un paisaje filosófico mucho más hondo, más rico y más complicado, a saber: el campo de la valoración jurídica. No basta con saber que los términos de una relación deben igualarse o armonizarse; lo fundamental y más importante consiste en averiguar los criterios de valor que deban ser tenidos en cuenta para establecer normativamente esa equivalencia o proporcionalidad.

Cierto que la justicia es también un valor. Pero su propia índole consiste en un criterio formal que determina que al dar y al tomar, al prestar y al recibir, en el tráfico jurídico, se guarden fielmente las estructuras de rango que objetivamente se dan entre los valores que vienen en cuestión para el Derecho. O dicho con otras palabras: la justicia exige que la realización de los valores sociales   —350→   -que puedan ser contenido de normas jurídicas- guarden la armónica proporción que requieren las relaciones objetivas de rango entre éstos y el resultado de sus interferencias. Una relación jurídica implica una situación participante de una multitud de valores, que tienen que ver con el Derecho; y la justicia exige que la norma jurídica regule esta situación, de tal manera que entre las concreciones de valores encarnados en cada uno de los términos de la relación se dé la proporcionalidad que existe objetivamente entre esos valores. No basta, pues, con poseer el conocimiento de la idea de justicia; es preciso además, aprender los valores por ella concitados en el terreno jurídico.

Llegados a este punto, la primera tarea que se ofrece a la Estimativa Jurídica -y que habrá de realizar en su próximo futuro105- es la de determinar cuales son los valores que importan al Derecho y descartar aquellos otros que no vienen en cuestión para él. Porque, como veremos, ocurre que no todos los valores determinan un deber ser para el Derecho. Así, por ejemplo, los valores religiosos, los pura y estrictamente morales, los estéticos, serán irrelevantes para la Estimativa Jurídica; ya que en una relación jurídica, no debe interesar ni venir en cuestión la santidad de la persona, ni tampoco que el deudor al pagar su débito lo haga con pureza de intención y buena voluntad -cumpliendo con ello el deber impuesto por un valor moral-, etc., etc. Pero, en cambio, hay una serie de valores de diversa especie que fundan un deber ser para el Derecho, por ejemplo: la dimensión ética de la personalidad, la libertad, la seguridad, la paz social, la solidaridad, la utilidad común en sus múltiples formas (cultura, prosperidad económica, sanidad, etc.). Estos valores -y otros muchos- constituyen puntos de vista normativos ideales para el Derecho.

Esto se verá más claramente todavía, si se refiere a algún ejemplo de las relaciones llamadas tradicionalmente de justicia distributiva. El examen de esas relaciones llevará a la misma conclusión que aportó el estudio de las relaciones llamadas de justicia conmutativa (esto es, de la que se debe dar en los cambios). Se ha denominado justicia distributiva aquella versión de la justicia que debe cumplirse al repartir funciones, beneficios y cargas públicas, y, en general, al organizar la estructura del Estado. Sobre la justicia distributiva dice Aristóteles106 que ésta exige que en los repartos las personas iguales reciban porciones iguales y las desiguales porciones desiguales, según su respectiva dignidad y merecimiento. Por eso, la justicia distributiva implica al menos cuatro miembros a relacionar;   —351→   y se expresa en una proporción geométrica. La proporción es la igualdad entre las relaciones: a : b = c : d. Miguel Efesio, el comentarista de Aristóteles, glosa esta teoría con el siguiente ejemplo: Si consideramos a Aquiles doblemente merecedor que a Aiax y damos al primero seis monedas, deberemos dar tres al segundo, lo cual se puede expresar en la siguiente proporción: Aquiles que vale 8 es a Aiax que vale 4, como 6 monedas para Aquiles son a 3 monedas para Aiax. La relación entre lo que se da a Aquiles y lo que se da a Aaix es la misma que media entre los merecimientos del uno y los del otro, a saber, el doble. Esto es muy sencillo, perfectamente comprensible y está fuera de toda discusión. Pero el problema importante no radica en esto, sino en saber el punto de vista para apreciar el diverso merecimiento de los sujetos. En suma, lo importante es conocer el criterio para la estimación jurídica. ¿Cuál será la base para medir el valor de cada sujeto, al efecto de la distribución de ventajas y cargas públicas? ¿En qué consiste la regla de medida mediante la cual se determina la diferencia de valor entre Aquiles y Aiax? ¿Será porque Aquiles sea más corpulento y pese el doble de lo que pesa Aiax? Claro es que esta hipótesis se nos antoja grotesca y la desechamos; como desechamos también que los criterios puedan ser el vigor físico, la estatura, o cualquier otro similar. ¿Será la belleza física? Parece que tampoco sea admisible tal supuesto. Pasemos a examinar otros puntos de vista muy distantes de esos que hemos rechazado de plano. Si no vienen en cuestión los mencionados criterios, ¿habremos de atender a los supremos valores, por ejemplo, a la santidad? ¿Será porque Aquiles es doblemente santo que Aiax? Tampoco: resulta que la santidad, supremo valor, es por entero irrelevante para el Derecho. ¿Consistirá en un puro valor moral, como por ejemplo la pureza de intención? Parece que este valor no afecta a la mayor parte de relaciones jurídicas. Pero, en cambio, no podemos decir que todos los valores éticos sean irrelevantes para el Derecho, pues muchos de ellos crean un deber ser para las normas jurídicas, tales como aquellos que fundan la dignidad moral del hombre, su libertad, la paridad en las relaciones, etc., etc. Para determinadas funciones habrán de ser tenidas en cuenta otras calidades, como la honradez, la laboriosidad, la capacidad intelectual, los servicios prestados, e incluso tal vez el vigor físico (como por ejemplo ocurría para proveer destinos de gendarme). ¿Cuáles son los criterios que pueden venir en cuestión y cuáles no? ¿En qué caso se aplicarán unos y en qué caso otros?

Por consiguiente el primer tema que tendrá que resolver la   —352→   Estimativa Jurídica, en su futuro desarrollo, es el de saber cuáles son los valores que pueden y deben venir en cuestión para la ordenación jurídica, y en que caso deberán ser determinantes los unos o los otros. Parece que deberán intervenir valores éticos (los que fundan los principios de la dignidad, de la libertad y de la paridad); que en algunas ocasiones deberán además ser tenidos en cuenta también otros valores éticos; que en otras ocasiones habrá que considerar los puntos de vista fundados en valores intelectuales, técnicos, económicos, utilitarios, estéticos, cuando por ejemplo se trate de que el Estado promueva la educación, la sanidad, la prosperidad económica, etc. Pero se deberá determinar desde qué punto de vista, en qué y de qué manera, dichos valores puedan ser tomados como criterios inspiradores de las normas jurídicas. Se habrá de determinar, además, las leyes de jerarquía entre las diversas especies de valores, para su combinación e interferencia en la regulación jurídica: cuándo deberán prevalecer los unos y cuándo los otros y cómo articularse entre sí.

Así, pues, se ve con toda claridad que también cualquier relación distributiva nos pone de manifiesto que el problema de la justicia no se agota con decir que se debe proceder a un reparto proporciona!, sino que lo importante es determinar los criterios de valoración, que deban ser tomados en cuenta para establecer dicha proporcionalidad.

No es, pues, un desacierto definir la justicia como armonía; pero se debe entender que esa armonía, que se pide para la regulación jurídica, debe estar basada en la auténtica y objetiva armonía que guardan entre sí los valores que pueden venir en cuestión para el Derecho. Se trata de realizar no éste o aquél valor, de una manera aislada, sino en articulación con los demás, que den lugar a un deber ser jurídico, de suerte que en el ordenamiento jurídico se refleje una silueta análoga a la estructura que guardan los valores orientadores del Derecho.

Algo análogo puede decirse respecto de los ensayos de definir la justicia como atribución a cada uno de lo que es suyo; ya que con esto lo único que se hace es brincar a otro problema más hondo, a saber, a la cuestión sobre los criterios para determinar lo que debe considerarse como suyo de cada cual. Y esta fijación de lo suyo de cada cual debe venir determinada por la participación de las situaciones jurídicas en los complejos de valores que tengan dimensión orientadora para el Derecho.

Con lo expuesto, he justificado la necesidad de elaborar una   —353→   Estimativa Jurídica, inspirada en la doctrina de los valores. Sus tareas principales serían: En primer lugar determinar los valores supremos que en todo caso deben inspirar al Derecho, los valores que dan lugar a normas ideales de carácter general, aplicables a todo caso y situación. En segundo lugar, averiguar que otros valores pueden y deben normar la elaboración del Derecho, en que casos, bajo que condiciones, y en que relación con los primeros. En tercer lugar, inquirir las leyes de la relación, combinación e interferencia de las valoraciones que confluyen en cada uno de los tipos de situaciones sociales. En cuarto lugar, estudiar las leyes de realización de los valores jurídicos. Y, además, una serie de cuestiones solidarias o adyacentes de las mencionadas. Este es el programa que esbozo para las futuras tareas de la Estimativa jurídica. Creo haber conseguido algo con haber logrado una claridad de ideas sobre este tema, que hasta ahora había sido desconocida107.

Uno de los temas que constituye el fundamento o raíz esencial de toda valoración jurídica es el del valor de la persona humana para el Derecho. Paso a examinarlo a continuación.




ArribaAbajo9. La valoración de la persona humana para el Derecho

Se trata de saber cual deba ser el supremo principio ideal orientador del Derecho (y, por consiguiente, el supremo fin del Estado). Se trata de saber, en suma, si el Derecho, ni más ni menos que todas las demás tareas y cosas que el hombre hace y desarrolla en su vida, tiene tan solo sentido y justificación en la medida en que representa un medio para cumplir los valores que pueden realizarse en la persona individual -que es la única genuina que existe. O si, por el contrario, el Derecho (y el Estado) sería un fin en sí, independientemente de los hombres reales individuales de carne y hueso (y con alma propia y exclusiva cada uno), los cuales funcionarían tan solo como meros medios o instrumentos para la realización de ese fin transpersonal, que encarnaría en el Estado. O dicho con otras palabras, se trata de saber: si el Derecho y el Estado son para el hombre, o si, por el contrario el hombre es para el Derecho y el Estado. Se trata de decidir entre esas dos posturas antitéticas e inconciliables, que acabo de esbozar, y que han sido llamadas respectivamente personalismo y transpersonalismo. Y esta cuestión se inserta en otra de mayor volumen y alcance: la de la valoración de la cultura y de la sociedad en relación con el hombre, (se entiende, con el   —354→   único hombre que conocemos, que es el hombre individual). Según el personalismo, (que yo preferirla denominar humanismo), la cultura y la colectividad deben converger hacia el hombre y tomarle como substrato, pues sólo así tienen sentido y estarán justificadas; deben convertirse en condiciones o en medios para elevar al hombre a los valores. Según el transpersonalismo o totalismo, por el contrario, el hombre sería un mero instrumento para que se produjesen obras de cultura con substrato objetivo -ciencia, arte, técnica, etc.- o para el engrandecimiento y poder de la colectividad; el hombre quedarla degradado a pura masa o pasta al servicio de unas supuestas funciones objetivas a realizar en el poder, en la gloria estatal, en la raza, en la cultura, es decir en magnitudes transpersonales.

En definitiva, éste es el tema sobre el rango o jerarquía de los valores que el hombre debe realizar en su vida. Trátase de averiguar cual sea para la vida humana la jerarquía entre los diversos valores, en relación con los substratos en que encarnan. Esto es, tratase de saber si en la vida humana los valores supremos son aquellos que sólo en la persona espiritual pueden encarnar, de suerte que a ellos se subordinen todos los demás; o si, por el contrario, son superiores en rango los valores que plasman en las obras objetivadas de la actividad humana, de suerte que los valores que sólo anidan en la persona ética individual estarían subordinados a aquellos, como medios o instrumentos. Si se entiende que el auténtico substrato de los valores es el hombre, que la cultura se basa en él y es para él, entonces los valores realizados en el individuo, en tanto que tal, serán los supremos; y todos los demás valores, en cuanto a su realización, quedarán al servicio del individuo, por ser éste la sede en que pueden encarnar los de rango supremo. Y de esta suerte, las obras todas de la cultura (Ciencia y Arte, Derecho y Estado, Patria y Sociedad, Técnica y Economía, etc.) representarán bienes inferiores en rango a aquellos que plasman en la conciencia individual, y tendrán Sentido tan solo como medios o instrumentos puestos al servicio del hombre. Mas si por el contrario se entendiera que el substrato de realización de los valores superiores no es la conciencia individual, sino que es una obra objetiva transpersonal, entonces el hombre representaría un mero medio o instrumento para que se produjesen dichos objetos valiosos (obras de cultura, Estados poderosos, etc.); de manera que según esa posición transpersonalista podría decirse, por ejemplo, que el coliseo romano está bien pagado con la miseria y penalidades de millares de esclavos; y que el sacrificio del soldado   —355→   sería meramente el precio que paga el Estado por los beneficios que le reporta.

Según el personalismo o humanismo, el Estado (y por consiguiente el Derecho) -lo mismo que la ciencia, la técnica, el arte, etc.- tendrá sentido como un medio puesto al servicio de la personalidad humana (de las personalidades humanas individuales, que son las únicas auténticas), como un instrumento para la realización de los fines de ésta, como un alimento para el espíritu de los hombres (individuales), para que en él puedan encarnar los valores que le están destinados. Lo cual podría expresarse, parafraseando unas palabras bíblicas relativas al sábado: «el Estado por causa del hombre fue hecho» y no viceversa. No es que la tesis personalista niegue que en la cultura, en el Derecho y la colectividad, encarnen valores muy importantes; sino que lo que sostiene sencillamente es que esos valores que plasman en la cultura y en el Estado, aun siendo de mucha elevación, son inferiores a los valores que se realizan en la conciencia individual.

Por el contrario, el transpersonalismo afirma que en el hombre encarna valores tan solo en cuanto es parte del Estado o vehículo de los productos objetivados de la cultura; es decir, que el hombre individual, en tanto que tal, carece de una dignidad propia, y que tan solo viene en cuestión valorativamente cuando sirva de modo efectivo a unos fines transpersonales del Estado (gloria, poder, conquista, etc.) o de las obras objetivadas de la cultura. El transpersonalismo puede adoptar dos formas, según que coloque en el pináculo de la jerarquía a los valores que encarnan en las obras objetivas de cultura (forma culturalista, según la cual no sólo la persona individual sino también la sociedad quedarían subordinadas a esos valores); o que entronice, como supremos, los valores que residen en Estado (transpersonalismo político)108.

Será preciso insistir todavía algo más en la caracterización de cada una de esas dos posturas antitéticas e inconciliables.

Para el transpersonalismo político, que considera como supremos los valores que se realizan en la colectividad, resulta que el individuo aparece como un mero producto efímero de escasa o nula importancia. Un sinnúmero de individuos vienen a nutrir las filas de la colectividad y después desaparecen de ella; y están en ella tan solo para ser soportes y agentes de una supuesta vida superior de la «totalidad»; de manera que desde el punto de vista de los valores, el individuo no viene en cuestión, pues es considerado únicamente como materia de las formaciones colectivas superiores. Según la tesis   —356→   transpersonalista, tendrían importancia tan solo los fines de la colectividad y el proceso de ésta; y el individuo únicamente adquirirla valor en la medida en que sirviera a ese proceso y a los fines de la «totalidad». Se ha llegado a decir, por la concepción transpersonalista, que la colectividad debe tolerar tan solo a aquellos individuos cuya conducta se ajusta totalmente a los fines de ella, debiendo destruir a los disidentes y a los inservibles (que es lo que hacen por ejemplo los Estados totalitarios -bolchevismo, fascismo, nacional-socialismo-). Esta concepción inhumana ha tratado algunas veces de buscar apoyo en una vieja teoría metafísica o más bien mística, según la cual la división de la humanidad en seres individuales sería algo secundario y la individualización representarla un estadio imperfecto, de manera que el destino superior del hombre consistiría en retornar a la substancia común, mediante su entera consagración a la totalidad.

Frente a esa concepción transpersonalista, propia de tiempos primitivos -y reverdecida hoy en los procesos de desindividualización de los Estados totalitarios (en la URSS, en Italia, en Alemania, etc.), se ha opuesto la conciencia madura del individuo, fundándose en esta sencilla y evidente consideración: ¿cómo puede consagrarse el individuo a fines que no son suyos? Para que los fines de la colectividad tengan sentido legitimo ante el individuo, será preciso que, por lo menos, sean también a la vez fines suyos de él. Tan solo el individuo es capaz de proponerse fines y de actuar para realizarlos, porque tan solo él tiene conciencia. La colectividad debe respetar los fines del individuo; y debe estar formada de tal suerte que ella sea un medio para dichos fines individuales. El individuo con sus fines debe ser afirmado en la colectividad; pues, de lo contrario, él no podría afirmar la colectividad. La colectividad se da por razón y motivo de los individuos; no puede ni debe ser nada más que el modus vivendi de los individuos. La colectividad es algo que necesita indispensablemente el individuo para su propia vida. Sin una vida propia de los individuos, en la que encarnen los valores éticos de la personalidad -que son los supremos- la colectividad carece de sentido y de justificación. La colectividad es un instrumento, es un aparato para el individuo. La colectividad no vive, en el puro y auténtico sentido de esta palabra; sino que quienes viven son los individuos. Y éstos necesitan, para su vida propia, la colectividad, la cual debe funcionar como un instrumento o aparato destinado tan solo a facilitar a los hombres el desarrollo de su existencia individual y su perfeccionamiento.   —357→  

Para orientarse certeramente en materia de Estimativa Jurídica -y por tanto de Filosofía política- urge cobrar clara conciencia de que la oposición primaria, radical e irreductible es la que media inzanjablemente entre personalismo y transpersonalismo. Las demás oposiciones -por ejemplo la que se dé entre individualismo y socialismo- son secundarias y no radicales. Pues el individualismo y el socialismo (humanista) coinciden ambos en un fondo personalista, a saber: en considerar que el Estado y el Derecho deben estar al servicio de los valores del hombre; y divergen tan solo en cuanto a los medios que estiman conducentes para la realización de ese fin.

El individualismo liberal cree que el Estado servirá tanto mejor a la personalidad humana, cuanto mayor sea el volumen de libre actividad que la conceda, limitándose a garantizarla mediante una eficaz protección; y estima que el espontáneo juego de las iniciativas particulares es la óptima fuente de solidaridad social. El socialismo no materialista, esto es, como programa de justicia109, pretende cabalmente el mismo fin que la escuela liberal: servir al mayor bien de todos los individuos. Pero cree que esto tan solo es posible lograrlo atribuyendo al Estado amplias facultades, para organizar con la máxima minuciosidad la cooperación social y sobre todo la economía. La mayoría de los programas auténticamente socialistas (excluyendo naturalmente al bolchevismo, que es algo por entero diferente) no endiosan al Estado, no lo convierten en fin de las humanas actividades, sino que lo que pretenden es hacer mejores y más felices a los hombres, ni más ni menos que el liberalismo, bien que valiéndose de otros medios; pues los programas socialistas creen que tal fin lejos de poder ser logrado merced al libre entrelace de las iniciativas espontáneas, tan solo puede conseguirse mediante una regulación jurídica taxativa de las actividades económicas. De manera que, en el fondo, los idearios socialistas -no materialistas- son también humanistas y no estatólatras, pues aspiran a que los hombres sean más cultos, se alimenten mejor, y, en suma, a que eleven su nivel de vida espiritual y material; para obtener lo cual entienden que es preciso renunciar a un sector bastante grande de libertad personal, cediéndosela al Estado, a fin de que éste organice el consorcio social. Pero en el socialismo humanista se conserva el respeto a las libertades íntimas (conciencia, pensamiento) y a la autodeterminación personal. También son personalistas o humanistas todas las posturas intermedias entre el individualismo liberal y el socialismo, tales como por ejemplo, los múltiples programas llamados intervencionistas. Estos, sin aspirar de modo alguno a la estatificación de la economía, sostienen   —358→   que el Estado no puede cruzarse de brazos ante las consecuencias de la explotación inhumana y de la desorganización económica, a que dio lugar el liberalismo a ultranza de la escuela de Manchester. Son, propiamente, programas que conservan del liberalismo lo que este tiene de valor perenne y supremo, a saber: el respeto máximo a la conciencia individual y a la autonomía personal; pero tratan a la vez de crear condiciones de libertad colectiva que impidan que alguien se aproveche de su situación de ventaja en perjuicio de la situación de desventaja de otros; y admiten que, para esta defensa, así como también para asegurar un mayor bien común, el Estado intervenga en la organización, control y garantía de una serie de actividades, que antes eran de la libre iniciativa individual y social; pero sin anular la espontaneidad individual, que es siempre la fuente de toda creación y progreso.

Entre todas esas doctrinas aludidas en el párrafo anterior cabe la comunicación: es posible establecer un contacto entre ellas, porque a pesar de sus grandes divergencias, tienen una común inspiración personalista o humanista.

Pero, por el contrario, es de todo punto imposible ninguna conciliación ni compromiso entre el personalismo y el transpersonalismo. Son expresiones del transpersonalismo los idearios ultraconservadores, los romántico-tradicionalistas, los nacionalismos exaltados, él militarismo, el bolchevismo, el fascismo, el nacional-socialismo, etc. En todos esos programas y concreciones políticas, la personalidad humana auténtica, es decir, la individual, es sacrificada feroz y cruelmente a un misticismo exaltador de la colectividad como un valor supremo, en sí y por sí, con independencia de los hombres que la componen. El transpersonalismo tiende a representar el Estado como un organismo, cuyas partes carecen de individualidad y representan tan solo ingredientes puestos al servicio del todo, del cual reciben cuanto sentido posean110. Para el transpersonalismo, el individuo vale no en tanto que individuo, sino únicamente en la medida en que se desindividualiza, en que participa en la totalidad. El hombre queda degradado a pura alfalfa para alimentar al monstruo estatal, a mera carne de cañón. El transpersonalismo considera al hombre como portador de una razón transpersonal, que encarna en la colectividad y en su proceso histórico. Esta es en definitiva la idea que preside el pensamiento político hegeliano; que late en el conservadurismo a ultranza -que ve en la existencia real y concreta del Estado el supremo valor y tiende a divinizarla, creyendo que su historia se halla regida por una razón   —359→   inmanente-. Y considera que la historia se perfecciona no hacia a la fraternidad universal, sino hacia una diferenciación cada vez mayor. Y busca como supremo fin la máxima acumulación de poder en el Estado, no sólo para servir a las necesidades de la tutela del Derecho, sino como un fin en sí mismo; y, por ende, predica la guerra como una necesidad de autoafirmación de los Estados. Y sobre todo aniquila a la personalidad individual, a la que niega toda dignidad; y por lo tanto toda libertad; y así propugna intenta la igualación de todos en un pensamiento estatal, que es impuesto violentamente. Lo cual se ve con toda claridad en las formas brutales que el transpersonalismo ha adoptado en los Estados totalitarios contemporáneos, a saber, en el bolchevismo, en el nacionalsocialismo, en el fascismo y en sus análogos -sistemas que pretenden que todos sigan una misma línea, que se produzca una igualación u homogeneización de las conciencias, impuesta coercitivamente, y que, por tanto, destruyen la individualidad humana-.




ArribaAbajo10. Fundamentación del personalismo o humanismo

Al plantear el problema de la valoración de la persona humana, he hecho ya algo más que exponer las dos doctrina santitéticas, el personalismo (o humanismo) y el transpersonalismo (o totalismo); pues he indicado, además, algunas ideas fundamentales que justifican la primera orientación y que muestran el error esencial de la segunda. Pero convendrá completar lo ya esbozado con una fundamentación rigorosa del personalismo o humanismo.

Aunque el idealismo haya sido superado -como ya expuse en el capítulo primero de este libro- se conserva como verdad firme que mi conciencia constituye el centro, soporte y testimonio de todas las demás realidades. La conciencia es ineludible y necesariamente el centro nato del universo; puesto que la visión o concepción de éste se articula en una perspectiva que converge de modo forzoso en mi pupila mental que lo contempla. La perspectiva creada por la individualidad es ineludible y necesaria; constituye uno de los componentes de la realidad. El universo es mi universo; y yo -y así cada uno- no puedo referirme sino a mi universo. El mundo aparece necesariamente como un correlato del yo, como mi mundo. Y si desaparezco yo, conmigo desaparece también el mundo, mi mundo. Pero es que mi mundo es el único que para mí existe. Se dirá tal vez, ingenuamente, que el mundo seguirá para los demás después que   —360→   yo haya desaparecido; pero en esta expresión, que a primera vista puede parecer discreta, se encubre una gran superchería; pues el mundo que seguirá es el de los demás, pero como quien habla soy yo, resulta que al desaparecer yo desaparece el único mundo al cual puedo yo referirme auténticamente. Por otra parte, adviértase que los demás para mí son una parte del mundo, es decir, de mi mundo; y sí este mundo mío desaparece, con él se van también todos sus ingredientes, entre los cuales figuran los demás (cada cual con su respectivo mundo). Se dirá tal vez, que yo puedo por construcción intelectual llegar a concluir que el mundo es algo en sí, independientemente de mí -por lo menos hasta cierto punto-; y admito desde luego que esta afirmación es correcta; pero ocurre que esta afirmación es una teoría que yo he fabricado, y, por tanto, una parte de mi mundo. O dicho con otras palabras, el pensamiento que yo pueda tener de un mundo objetivo e independiente de mí, en sí, es uno de los ingredientes de mi mundo. Y, por tanto, al desaparecer yo, y conmigo mi mundo, desaparece también la imagen que yo me había formado de un mundo independiente, la cual imagen era uno de los ingredientes de mi mundo.

Ya he expuesto -en el capítulo primero- que la vida, (la vida individual, mi vida) constituye la realidad primaria y radical, como compresencia e inescindible correlación entre el yo y el mundo, entre el sujeto y los objetos. Cierto que la teoría metafísica de la vida111 no es subjetivismo, ni idealismo -como tampoco es realismo-. Y no es subjetivismo ni idealismo, porque precisamente descubre que la vida es compresencia o coexistencia del yo y de los objetos. Vivir es ocuparse de un mundo en el que yo me encuentro necesariamente; nos encontramos el uno con el otro, el otro con el uno, forzosamente juntos, en inexorable compañía. Así, mi vida requiere de estos dos ingredientes esenciales: el mundo y yo somos como gemelos inseparables. Pero los objetos del mundo, lo mismo que yo, se dan en la realidad de mi vida, que es la realidad indubitable, y que es también la realidad que sustenta y condiciona a todas las demás realidades.

Ahora bien, si todo aquello que esté más allá de mí, tan solo en mi vida obtiene expresión; si todas las demás cosas dependen de mí -aunque es también cierto que yo dependo de ellas-; si todas las demás cosas se dan tan solo en la realidad de mi vida; resulta patente que a mi vida corresponde el primado en una concepción del universo. Y de ello se sigue necesariamente que la realización de los valores tan solo tiene sentido en mi vida, que es vida individual.

La llamada cultura -religión, filosofía, ciencia, arte, moral, derecho, estado, economía, técnica, etc.-, es un conjunto de cosas y obras que el hombre hace en su vida; y, por consiguiente, éstas tan solo en su vida y para su vida tienen sentido. Y se ha mostrado ya, en el capítulo primero, que la vida auténtica es la vida individual.   —361→  

La cultura está constituida por los actos y obras humanas que aspiran a realizar ideas de valor: está integrada por las acciones y productos que intentan encamar la verdad, en el conocimiento filosófico y científico del universo; dar forma sensible a la belleza, en el arte; conseguir el cumplimiento del bien en la conducta, por la moral; obtener el reinado de la justicia en la sociedad, mediante el Derecho; utilizar la naturaleza y vencer sus resistencias, gracias a la técnica; etc., etc. La cultura, pues, como intención de acercarse a los valores de bondad, justicia, verdad, belleza, utilidad, poder, etc., tiene sentido tan solo para aquél que no los posee de modo plenario y que, sin embargo, siente la urgencia de esforzarse en su conquista. Por eso, la cultura no tiene sentido para la naturaleza inconsciente; ni lo tiene tampoco para Dios, que es por esencia Sabiduría y Verdad absolutas, Bien total, justicia suprema, Belleza íntegra, Poder infinito. ¿Para qué necesitaría Dios de la ciencia, si lo sabe todo en perenne actualidad; y de la moral si es Bien puro; y del arte, si es Hermosura perfecta; y de la técnica, si es Omnipotente? Pero, en cambio, la cultura nos parece henchida de sentido, en tanto en cuanto la miramos como obra y función humana. Porque el hombre no sabe, pero necesita conocer, por eso construye la ciencia. Porque el hombre, que no alberga en si la belleza pura desea sin embargo, emparentar con ella, por eso crea el arte. Porque el hombre es pecador, pero precisa redimirse de sus bajezas, por eso tiene la ética. Porque la sociedad requiere ser organizada según la justicia, por eso elabora el Derecho. Porque el hombre es desvalido, pero experimenta la urgencia de aprovechar y dominar los elementos que le circundan, por eso produce la técnica, etc. Así, pues, el hombre es necesariamente el centro nato de la cultura y su punto de gravitación final. Y como los valores supremos que a él pueden referirse son los éticos, de aquí que la idea de la dignidad personal debe reinar siempre por encima de todas sus demás tareas.

Dice Miguel de Unamuno, haciendo una acertada exaltación del valor de lo humano112: «Y ¿quién eres tú?, me preguntas, y con Obermann te contesto: ¡para el Universo, nada; para mí, todo, ... Yo soy el centro de mi Universo, el centro del Universo; y en mis angustias supremas grito con Michelet: ¡Mi yo, que me arrebatan   —362→   mi yo!... ¿Egoísmo decís? Nada hay más universal que lo individual, pues lo que es de cada uno lo es de todos; y no sirve sacrificar cada uno a todos, sino en cuanto todos se sacrifiquen a cada uno. Eso que llamáis egoísmo es el principio de la gravedad psíquica, el postulado necesario... jamás me entregaré de buen grado y otorgándole mi confianza a conductor alguno de pueblos que no esté penetrado de que, al conducir un pueblo conduce hombres, hombres de carne y hueso, hombres que nacen, sufren y aunque no quisieran morir, mueren; hombres que son fines en sí mismos, no sólo medios; hombres que han de ser lo que son y no otros... Es inhumano, por ejemplo, sacrificar una generación de hombres a la generación que le sigue, cuando no se tiene sentimiento del destino de los sacrificados».

Si nuestra vida -la individual de cada uno- es la realidad radical; si además, como ya vimos, los valores aunque objetivos se dan en nuestra vida -como todo lo demás que en el Universo hay- y tienen por tanto una dimensión intravital; si el agente de realización de los valores es el hombre, único ser capaz de entenderlos y plegarse a su llamada, resulta que la realización de los valores tan solo tiene sentido para el hombre. Las cosas en las cuales residen valores -entre ellas la sociedad, que es un mecanismo o instrumento- constituyen bienes, tan solo en la medida en que representan aparatos serviciales para el hombre; en la medida en que sean condiciones para que en la conciencia de este puedan encarnar los supremos valores, que son los destinados al individuo en tanto que tal.

Repito que no se niega que en la colectividad puedan y deban encarnar valores; pero esos valores, propios de la colectividad, son valores en tanto que constituyen instrumentos o condiciones para la realización de los valores propios del individuo.

El gran error cometido por el transpersonalismo es el siguiente: no se da cuenta de que la colectividad no tiene una realidad substante, de que no tiene un ser para sí, independiente del ser de los individuos que la componen. En cambio, el ser del individuo consiste en un ser para sí mismo, en un ser autónomo e independiente. Por eso, la colectividad debe respetar al individuo, en el modo de ser peculiar de éste, en los valores propios que le están destinados, y reconocer su autonomía. El individuo no es pura y simplemente una parte del todo. Aunque sea desde luego necesariamente miembro de la sociedad, es al mismo tiempo superior a ella. Es superior a ella, porque es persona en el plenario y auténtico sentido de esta   —363→   idea, lo que jamás podrá ser la sociedad. La colectividad carecería de sentido si no se afirmase como un medio para los individuos.

No debe malinterpretarse lo dicho en el sentido -que sería erróneo- de que se niegue que en la colectividad puedan y deban encarnar valores; ni tampoco en el sentido -que también sería equivocado- de que se considere a la sociedad como algo puramente eventual. El individuo es esencialmente social; hasta el punto de que el individuo aislado no es algo real, ni siquiera posible, sino una pura abstracción. El individuo existe tan solo en la sociedad; vive en el nivel histórico de ésta, apoyándose sobre ella y aprovechando los bienes que en ella encuentra. Incluso el anacoreta y Robinson llevan la colectividad dentro de sí y viven desde el nivel de ella. El individuo descansa sobre los valores realizados en la historia y que le son transmitidos por la colectividad; y casi todo lo que hace se apoya sobre esos bienes comunales; y, en el mejor de los casos, consigue a lo sumo elevarse un poco sobre ese nivel histórico de esos bienes que le ha transmitido la colectividad.

Pero aunque lo social sea algo esencial al hombre, los bienes que se realizan en la colectividad son bienes tan solo de carácter instrumental, son medios para la realización de los supremos valores, que sólo al individuo corresponden y que sólo por el individuo pueden y deben ser cumplidos. Sin sociedad no hay hombre; pero el hombre -se entiende el hombre individual, que es el único que constituye una realidad radical y substante- es superior axiológicamente a la sociedad. Pues la sociedad es algo hecho por él y para él.




ArribaAbajo11. Consecuencias del personalismo

Fundamentada rigorosa y radicalmente la concepción personalista, conviene ahora que examinemos las formas que ésta pueda adoptar -las cuales dependerán de como se entienda la jerarquía en la realización de los valores humanos (individuales) y las consecuencias a que el personalismo da lugar para el Derecho, en todo caso-.

En el campo de la Ética, el personalismo puede adoptar formas varias, según cual sea la concepción moral que tome como fundamento. Puede partir de una doctrina ética eudemonista o utilitarista (la felicidad como fin). Pero puede también fundarse en una teoría ética rigorista. En el primer caso, serán exaltados preferentemente los valores eudemonistas, el logro de la mayor cuantía posible de beneficios y placeres para todos, o para el mayor número. En el segundo,   —364→   la idea decisiva será el valor que encarna en la dignidad moral del hombre; y el fin más importante del Estado consistirá en salvaguardar esa dignidad (con sus secuencias de libertad) y hacer posible el mejor cumplimiento de los fines éticos del individuo. Pero esa diferencia, que puede asumir gran importancia en una Filosofía moral sensu stricto, tiene un menor alcance para el Derecho; porque el Derecho debe ser la condición que haga posible el cumplimiento del destino moral, para lo cual tiene que garantizar la libertad de cada individuo; pero no puede ser de ninguna manera el agente de cumplimiento de la moralidad, la cual sólo puede ser realizada y sólo tiene sentido en la medida que sea llevada a cabo libremente por cada sujeto. Y, por otra parte, adviértase que los beneficios que asegure el ordenamiento jurídico -en el orden de la satisfacción de las necesidades materiales, y también en la esfera de la cultura espiritual- puede constituir condiciones favorables para que el hombre pueda ennoblecerse mediante la realización de obras de cultura y cumplir mejor sus valores éticos; en suma, para que pueda cultivar su personalidad como substrato de los valores morales y culturales.

Entre las concepciones éticas personalistas puede además establecerse otra distinción, según aquello que se valore en la persona individual: según que se valore su condición genérica de posible substrato de los valores; o que se valore la concreta realización de los mismos en cada caso singular. El hombre, cuya grandeza, es decir, cuya dignidad estriba en que puede ser el substrato y el agente de realización de los valores -y entre ellos de los supremos, que son los inorales-, puede también de hecho resultar infiel al cumplimiento de ese destino. ¿Qué es pues, lo que vamos a valorar en lo humano? ¿La genérica dimensión que todos los hombres tienen de poder actuar como agentes de realización de los valores? ¿O lo que vamos a valorar es la individualidad en la cual real y efectivamente se han cumplido los valores? Hay doctrinas (las racionalistas y las formalistas) que valoran la calidad genérica que todos los individuos tienen de poder ser substrato de realización de los valores, esto es, la común condición humana. Otras teorías -por ejemplo la de Nietsche- valoran máximamente al individuo en cuanto a las concretas realizaciones valiosas que éste ha conseguido; y de ese pensamiento se sigue una exaltación de las individualidades egregias en lo que éstas tienen de privativo y de peculiarísimo. Ahora bien, la divergencia entre estas dos direcciones indicadas tiene una importancia muy grande y decisiva para la moral; pero, en cambio, es de   —365→   menor alcance para la Estimativa Jurídica. Y no tiene tanta importancia para la valoración jurídica, porque el Derecho no es el agente de realización de los valores morales, sino la condición para que cada individuo pueda realizarlos libremente por su propia cuenta. Y, así, el Derecho lo que debe hacer es garantizar la libertad de cada individuo, para que pueda ser cada cual quien es, para que cada uno pueda cumplir con su propio e intransferible destino. El Derecho debe por lo tanto garantizar la franquía de lo privativamente individual, pero ni puede ni debe recoger ni traducir en sus normas esa peculiaridad de cada destino individual. Para el Derecho no debe venir positivamente en cuestión la auténtica e intransferible individualidad de cada sujeto, sino que puede tan solo tomar en cuenta las dimensiones funcionarias, comunes, esquematizadas; y, por eso, toda estimación jurídica tiene un carácter de formalismo, esto es, de generalización, de esquematización. El Derecho, a fuer de forma de vida colectiva, no trabaja con las realidades auténticas de los hombres -que son las individualidades irreductibles- sino tan solo con algunas formas genéricas de los mismos (ciudadanos, funcionarios, particulares, acreedores, deudores, delincuentes, etc., etc.) Pero, además, el Derecho, por ser forma de vida social, debe detenerse respetuoso ante cada una de las individualidades, sin tratar de invadirlas, sin pretender desindividualizarlas, sin querer homogeneizarlas; y, por tanto, tomar del hombre nada más que sus dimensiones típicas humanas, y aquellas categorías también genéricas dimanantes de la función social en que aparezcan situados; pero sin rebasar esa capa externa de funcionalidad social, y, por tanto, dejando intacta la entraña de la intimidad de cada uno.

Así resulta que, aun cuando la persona posee un ser individual propio y exclusivo -al que va adscrita una congruente significación axiológica-, en la esfera del Derecho los hombres deben aparecer esquematizados, generalizados, tipificados. Y, así, sin perjuicio de la desigualdad entre los individuos -que debe quedar intacta en cuanto a las posibilidades de realización en cada uno- cabe igualar la dignidad moral de las personas en aquellas esferas que estén fundadas en valores que universalmente afectan a todos los sujetos. Y esto es lo que ocurre -o debe ocurrir- en el campo jurídico. Así, por ejemplo, esto es lo que pasa cuando se estima a los hombres de un modo formal como personas jurídicas. Los valores jurídicos no son de los más elevados en la jerarquía estimativa, antes bien son notoriamante inferiores a otros, como por ejemplo a los morales; pero precisamente los valores jurídicos, a fuer de inferiores, son los condicionantes   —366→   de la posibilidad de realización de otros valores humanos superiores. Y ocurre que los hombres se igualan tanto más, cuanto más bajo es el rango de los valores desde cuyo punto de vista son considerados. Dice metafóricamente Max Scheler113 que la aristocracia en el cielo no excluye la democracia en la tierra. La satisfacción de las urgencias más perentorias -por ejemplo la de seguridad, a la que fundamentalmente sirve el Derecho- es la condición para que se pueda cumplir tareas de más alto valor. De aquí que se estime que los hombres deben ser igualados lo más posible en los bienes que correspondan a esas necesidades perentorias -seguridad, libertad, satisfacción de las urgencias materiales más elementales, etc.-; precisamente para situarlos en posibilidad de que cada uno cumpla su privativo y singularísimo destino individual, en el que han de encarnar los valores de rango superior.

Cabe, pues, afirmar que el hombre como sujeto de Derecho, esto es, como persona jurídica, representa la participación en un rango inferior de valores, en los cuales quedan equiparados todos los individuos; y, en cambio, el hombre en su auténtica y plenaria individualidad, como participante en un reino de valores singulares y desiguales, ocupa un rango superior al Estado y al Derecho. El Estado y el Derecho valen en tanto en cuanto sirven como medio condicionante y facilitador para que la individualidad pueda cumplir los valores superiores a los que está avocada.

Será oportuno examinar ahora sucintamente las principales consecuencias que se derivan del personalismo o humanismo para la Estimativa Jurídica; consecuencias que podemos considerar como comunes a todas las versiones del personalismo.

El personalismo centra el orden jurídico sobre la idea de la dignidad humana, lo cual trae consigo como primera consecuencia la afirmación de la libertad individual. Esta libertad aparece como intangible en aquello que pertenece a la más íntima entraña de la personalidad individual (conciencia, pensamiento). Se manifiesta también en la decisión sobre el propio destino, es decir, en aquello que se llama autonomía personal.

Como se toma la dignidad humana como condición genérica, esto trae la afirmación de la paridad jurídica entre todos los sujetos. Y el Derecho sólo puede recoger lícitamente aquellas diferencias que se eleven por encima de ese radical plano de paridad y que representen méritos contraídos por la persona como substrato de valores éticos y culturales, o dicho con otras palabras: las desigualdades humanas, que toma en cuenta el personalismo, son las que suponen   —367→   diversas concreciones de la libertad individual, es decir, las varias situaciones externas e internas en que ésta puede aparecer. Si el orden jurídico se hace cargo de estas diferencias, es precisamente porque quiere tratar a todos con igual proporción. Para ello, inspirándose cabalmente en ese criterio, toma en consideración las diferencias que se dan entre los diversos individuos -las diferencias que sean relevantes para el Derecho-; y a los que son desiguales los trata de modo desigual, con lo que satisface las exigencias de una bien entendida paridad.




Arriba12. La certeza y seguridad

En el capítulo seis de este libro, mostré que la motivación radical que impulsa al hombre a establecer reglas de Derecho es la urgencia de crear un orden cierto (en las relaciones sociales más importantes) y de seguro cumplimiento. Y expliqué que, aún cuando el Derecho está avocado a la realización de valores de rango superior -a cuya luz debe justificarse-, sin embargo, debe ante todo y previamente crear una situación de seguridad. La seguridad es también un valor. El rango de este valor de seguridad es inferior al rango de otros valores jurídicos -la justicia y los demás por ella implicados-. Pero la realización de este valor de seguridad es condición indispensablemente previa para el cumplimiento de los valores de superior jerarquía. O dicho con otras palabras: para que haya Derecho es preciso que se dé un orden cierto y de seguro cumplimiento. Además, la Estimativa jurídica exige que ese orden cierto y seguro sea justo, favorecedor del bien común, etc. Pero esas calidades superiores deben realizarse en un orden cierto y seguro. No puede reinar la justicia en una sociedad en que no haya un orden cierto y seguro. No puede reinar la dignidad y la libertad en una sociedad en anarquía. No puede fomentarse el bien común en una colectividad en la que no haya una regulación cierta y segura. Todos esos valores superiores del Derecho deben cumplirse precisamente en el Derecho. Pero no hay Derecho, donde no hay un orden cierto y de seguridad. Es verdad que no basta con crear un orden cierto y seguro, pues éste debe ser además justo. Pero no puede haber justicia cuando no hay seguridad. Por tanto, podríamos decir que cabe que haya un Derecho -orden de certeza y con seguridad impuesta inexorablemente- que no sea justo. Pero no cabe que en la sociedad haya justicia sin seguridad. La seguridad es pues respecto de la justicia -y de los demás valores jurídicos por ella implicados- un valor   —368→   inferior, pero cuya realización condiciona la posibilidad de cumplimiento de aquellos valores superiores. En suma, se trata de la relación que media entre la realización de valores conexos de rango desigual: el cumplimiento del valor inferior suministra la posibilidad de llevar a cabo sobre esta base el valor superior. Sin la realización del valor inferior, no cabe la posibilidad de que encarne el valor superior.

Ahora bien, el tema importante para la Estimativa Jurídica es determinar lo que debe establecerse como orden cierto y seguro. Y claro es que lo que primordialmente importa es asegurar el respeto a la dignidad de la persona y a su autonomía individual, para que pueda cumplir con su auténtico destino propio. Y entonces la seguridad, que por sí sola se presenta como un puro orden formal, cobra plenitud de sentido y se llena del más alto contenido valioso. Necesito certeza y seguridad en las relaciones colectivas, para desocupar mi atención de una serie de problemas perentorios y, de ese modo, vacar al cumplimiento de mi propio destino. Necesito sustraerme al azoramiento que producen los peligros del desorden y a la agobiante preocupación de las urgencias más elementales, para disfrutar en algún momento de holgura en que pueda yo llegar a ser el yo a que estoy llamado, cumplir mi auténtica misión, humilde o egregia, pequeña o grande, pero la mía propia, la única. Seguridad para disponer de libertad y para disponer de lo preciso en la satisfacción de mis necesidades, con lo cual me exima de estar en perenne situación de centinela alerta o de agobiado, y pueda desarrollar mi propia individualidad. De aquí, que la seguridad se presente como un gran bien cuando es puesta al servicio de estos supremos valores de la individualidad. Y, por esto también, al contrario, cuando el Derecho -que es seguridad- trata de absorber con su regulación las zonas más entrañables de mi ser, y de desindividualizarlo, rebajándolo a pasta de masa homogeneizada, representa algo abominable y monstruoso. La mecanización, que impone el Derecho, tiene sentido y justificación cuando se limita a las zonas puramente externas de la convivencia y de la solidaridad, porque gracias a ello el hombre se sustrae al agobio del peligro y de las preocupaciones; y puede conquistar su más intima libertad, para el cumplimiento de su propia e intransferible obra individual. Pero, si, por el contrario, la regulación jurídica pretendiese regular positiva y taxativamente la entraña de la personalidad, entonces realizaría la más degradante y devastadora de las tareas. Degradante porque esto significa   —369→   un proceso de deshumanización, de apartarse de lo humano para recaer en la bestialidad. Devastadora, porque con esa labor se troncha la única fuente primaria y auténticamente creadora, que es la individualidad.