Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajo

Capítulo XIV

Del derecho de propiedad


El filósofo especulativo puede ocuparse en investigar los verdaderos fundamentos del derecho de propiedad; el jurisconsulto puede establecer las reglas que dirigen la transmisión de las cosas poseídas; la ciencia política puede mostrar cuáles son las más seguras, garantías de este derecho. Pero la Economía política considera solamente la propiedad como el estimulo más poderoso para la multiplicación de las riquezas, y así tratará muy poco de lo que la constituye y afianza, con tal que esté asegurada. En efecto, es evidente que en vano declararían las leyes que la propiedad es un sagrado, si no supiese el gobierno hacer respetar las leyes; sino tuviese fuerza para reprimir el latrocinio; si le cometiese él mismo107; si la complicación de las disposiciones legislativas y las sutilezas de los curiales constituyesen la posesión en un estado de incertidumbre. No se puede decir que hay propiedad sino donde existe de hecho y de derecho.

Solamente allí los manantiales de la producción, las tierras, los capitales, la industria, llegan al más alto grado de fecundidad.

Hay verdades tan claras que parece absolutamente inútil tratar de probarlas. Tal es la que acabamos de establecer: porque ¿quién ignora que la certeza de gozar del fruto de sus tierras, de sus capitales, de su trabajo es el estímulo más poderoso que puede haber para sacar de estas cosas todas las ventajas posibles? ¿Quién ignora que nadie conoce mejor que el propietario el producto que pueden rendirle los bienes que posee? Pero al mismo tiempo ¡cuánto no se falta en la practica a ese respeto a las propiedades que se juzga tan ventajoso en la teórica! ¡Cuán débiles son los motivos con que se propone frecuentemente su violación! ¡Con cuánta facilidad se escusa esta violación que debería indignarnos por un sentimiento natural! ¡Tan pocas son las personas que sientan con alguna viveza lo que no las hiere de un modo directo, u que sintiendo vivamente, sepan arreglar sus acciones a su modo de pensar!

No hay propiedad segura donde quiera que un déspota puede apoderarse de los bienes de sus súbditos sin que estos lo consientan: ni está más segura la propiedad, cuando el consentimiento es puramente ilusorio. Si en Inglaterra, donde no pueden fijarse los impuestos sino por los representantes de la nación llegase el ministerio a disponer de la pluralidad de votos ya por el influjo que tiene en las elecciones, ya por la multitud de empleos cuya provisión se ha dejado imprudentemente en sus manos, entonces el impuesto no sería votado en realidad por los representantes de la nación, sino por los del ministerio; y entonces el pueblo inglés hacía forzadamente sacrificios enormes para sostener unos designios que podrían no serle favorables por ningún título108.

Observaré que se puede violar el derecho de propiedad, no sólo apoderándose de los productos que saca el hombre de sus tierras, de sus capitales o de su industria, sino también sujetándole en el libre uso de estos mismos medios de producción; porque el derecho de propiedad, según le definen los jurisconsultos, es el derecho de usar, y aun de abusar.

Por consiguiente, es violar la propiedad territorial prohibirle a un propietario lo que debe sembrar o plantar; prohibirle tal cultivo u tal modo de cultivar.

Es violar la propiedad del capitalista prohibirle tal o tal uso de sus capitales; como cuando no se le permite almacenar trigo u cuando se le obliga a llevar su plata labrada a la casa de moneda, o bien cuando se le impide que edifique en su terreno, o se le prescribe el modo con que ha de edificar.

Es violar la propiedad del capitalista, cuando después de tener capitales empleados en una industria, cualquiera que sea, se prohíbe este género de industria, o se la recarga con derechos tan numerosos que equivalen a una prohibición. Es evidente que si se le prohibiese el azúcar, por ejemplo, se causaría la pérdida de los capitales empleados en hornillos, utensilios, &c. en las fábricas donde se refina109.

Es violar la propiedad industrial del hombre prohibirle el uso de sus talentos y facultades, a no ser que este uso, perjudique a los derechos de otro hombre110.

Es también violar la propiedad industrial exigir de un hombre ciertos trabajos, cuando él tuvo por conveniente dedicarse a otro; como cuando se obliga al que ha estudiado las artes o el comercio, a seguir la carrera de las armas o a hacer solamente un servicio militar accidental.

Sé muy bien que la conservación del orden social, por cuyo medio se asegura la propiedad, obtiene un lugar preferente a la propiedad misma. Así la necesidad sola de conservar el orden social evidentemente amenazado es la que puede autorizar todas estas violaciones del derecho de los particulares: y esto es lo que demuestra la necesidad de dar en el orden político a los propietarios una garantía que los asegure de que el pretexto del bien público jamás servirá de máscara a las pasiones y a la ambición de los gobiernos.

Por esta razón las contribuciones (que aun cuando son consentidas por la nación, son una violación de las propiedades, porque no se pueden exigir valores sino tomándolos de los que produjeron las tierras, los capitales y la industria de los particulares); por esta razón, digo, las contribuciones deben reducirse a lo que se considera como indispensable para la conservación del orden social, si no se quiere que acarreen en pos de sí el desaliento y la miseria; y todo impuesto que no se contiene en estos límites, es una verdadera expoliación.

Hay sin embargo algunos casos sumamente raros en que se puede, con alguna ventaja de la producción, intervenir entre el particular y su propiedad. Así, en los países en que se reconoce el malhadado derecho de un hombre con respecto a otro, derecho que ofende a todos los demás, se ponen sin embargo ciertas restricciones a los derechos del señor con respecto al esclavo: así también la necesidad de proporcionar a la sociedad madera de construcción y de carpintería, sin las cuales no es posible pasar, ha hecho que se toleren ciertos reglamentos relativos a la corta de los bosques particulares111: y el temor de perder los minerales encerrados en las entrañas de la tierra, impone algunas veces al gobierno la obligación de mezclarse en el beneficio y laboreo de las minas. En efecto, es claro que si fuese enteramente libre el modo de beneficiarlas, pudiera suceder que la falta de inteligencia, una codicia demasiado impaciente, o la escasez de capitales moviesen a un propietario a hacer excavaciones poco profundas que agotarían las posiciones más visibles que por lo común son las menos fecundas de una veta, y darían lugar a que se perdiese el hilo de las más ricas. Algunas veces pasa una veta mineral por debajo de la tierra de muchos propietarios; pero no es posible penetrar en ella sino por una sola propiedad: en cuyo caso es necesario vencer la resistencia de un propietario obstinado, y determinar el modo con que ha de ejecutarse el laboreo; y por lo que a mí toca, no me atrevo a decidir si no sería mejor respectar su capricho, y si no ganaría más la sociedad en mantener inviolablemente los derechos de un propietario que en gozar del aumento de algún número de minas.

En fin, la seguridad pública exige algunas veces imperiosamente, el sacrificio de la propiedad particular, y la indemnización que se concede en tales casos no impide que haya violación de propiedad porque el derecho de propiedad abraza la libre disposición de bienes; y el sacrificio de éstos mediante indemnización, es una disposición forzada.

Cuando la autoridad pública no despoja a nadie de su propiedad, hace el mayor beneficio, a las naciones, que es el de librarlas de los despojadores112. Sin esta protección, que presta el auxilio de todos a las necesidades de uno sólo es imposible concebir ningún desarrollo importante de las facultades productivas del hombre, de las tierras y de los capitales; y aun es imposible concebir la existencia de los capitales mismos, pues éstos no son más que unos valores acumulados y empleados bajo la salvaguardia de la autoridad. Por eso no ha habido jamás nación alguna que haya llegado a cierto grado de opulencia, sin haber estado sujeta a un gobierno regular. La seguridad que nace de la organización política es la que ha dado a los pueblos civilizados, no sólo las innumerables y variadas producciones con que satisfacen las necesidades de la vida, sino también las bellas artes, el ocio, fruto de algunas acumulaciones, sin el cual no podrían cultivar las dotes del ánimo, ni elevarse por consiguiente a toda la dignidad que permite la naturaleza del hombre.

El pobre mismo, el que nada posee, no está menos interesado que el rico en que se respeten los derechos de la propiedad, puesto que no puede sacar ventaja alguna de sus facultades sino por medio de las acumulaciones que se han hecho y han sido protegidas. Todo lo que se opone a estas acumulaciones o las disipa, perjudica esencialmente a los recursos que tiene para ganar; y la miseria y el deterioro de las clases indigentes es consecuencia infalible del pillaje y ruina de las clases ricas. Por un sentimiento confuso de esta utilidad del derecho de propiedad, no menos que a causa del interés privado de los ricos, se persigue y castiga como un crimen en todas las acciones civilizadas la ofensa que se hace a las propiedades. El estudio de la Economía política es muy a propósito para justificar y corroborar esta legislación; y explica por qué son tanto más palpables los felices efectos del derecho de propiedad, cuanto más afianzado se halla éste por la constitución política.




ArribaAbajo

Capítulo XV

De las salidas


Suelen decir los empresarios de los diversos ramos de industria que no está la dificultad en producir sino en vender, y que nunca dejaría de producirse bastante mercancía si se pudiese hallar fácilmente su despacho. Cuando el empleo de sus productos es lento, difícil y poco ventajoso, dicen que escasea el dinero. El objeto de sus deseos es un consumo activo que multiplique las ventas y sostenga los precios. Mas si se les pregunta qué circunstancias y qué causas son favorables al empleo de sus productos, se nota que por la mayor parte tienen ideas confusas sobre estas materias; que observan mal los hechos y los explican peor; que tienen por constante lo que es dudoso; que desean lo que es directamente contrario a sus intereses; y que procuran obtener del gobierno una protección fecunda en malos resultados.

Para formar ideas más seguras y de una aplicación de orden superior, con respecto a lo que proporciona salidas u los productos de la industria, continuemos la análisis de los hechos más comunes y constantes; comparémoslos con lo que ya hemos aprendido por el mismo medio; y quizá descubriremos verdades nuevas, importantes, propias para ilustrar a los hombres industriosos acerca de sus deseos, y de tal naturaleza que aseguren el acierto de los gobiernos que deseen protegerlos.

El hombre cuya industria se aplica a dar valor a las cosas, disponiéndolas de modo que tengan un uso cualquiera que sea, no puede esperar que sea apreciado y pagado este valor sino donde haya otros hombres que tengan medios para adquirirle. ¿Y en qué consisten estos medios? En otros valores y productos, fruto de su industria, de sus capitales y de sus tierras: de donde resulta, aunque a primera vista parezca una paradoja, que la producción es la que da salida a los productos.

Si dijese un mercader de telas: Yo no pido otros productos en lugar de los míos, sino solamente dinero; se le demostraría con facilidad que si su comprador se pone en estado de pagarle en dinero, es a consecuencia de las mercancías que él vende también por su parte. «Un arrendador (se le podrá decir) comprará las telas de vd., si tiene buenas cosechas y serán tantas más las que compre cuanto más haya producido. Si nada produce, nada podrá comprar».

«Vd. mismo no puede comprarle su trigo y sus lanas, sino en cuanto produce telas. Se empeña vd. en que lo que necesita es dinero, y yo le digo que son otros productos. En efecto ¿para qué quiere vd. el dinero? ¿No es con el objeto de comprar primeras materias para su industria, o comestibles para su consumo113? Con que lo que vd. necesita son productos y no dinero. La moneda que haya servido en la venta de sus productos, y en la compra que haya hecho de los productos de otro, servirá dentro de un momento para el mismo uso entre otros dos contratantes; después servirá para otros y otros en una serie progresiva que no acabará jamás; del mismo modo que un carruaje, que después de haber transportado el producto que vd. haya vendido, transporta otro, en seguida otro, y así sucesivamente. Cuando vd. no vende fácilmente sus productos ¿dice por ventura que es porque los compradores no tienen carruajes para llevarselos? Pues cabalmente el dinero no es más que el carruaje del valor de los productos. Todo su uso se ha reducido a acarrear a casa de vd. el valor de los productos que había vendido el comprador para comprar los de vd.; y asimismo transportará a casa de aquel a quien vd. Haga una compra el valor de los productos que haya vendido a otros».

«Compra vd. pues, y compran todos las cosas que necesitan con el valor de sus productos, transformado momentáneamente en una suma de dinero. De lo contrario ¿cómo se podrían comprar ahora en Francia, en el espacio de un año, seis y ocho veces más cosas que las que se compraban en el miserable reinado de Carlos VI? Es evidente que sucede esto porque se producen en ella seis y ocho veces más cosas que antes, y porque se compran estas cosas unas con otras».

Cuando se dice pues: Está parada la venta, porque escasea el dinero, se toma el medio por la causa, cometiéndose un error que proviene de que casi todos los productos se resuelven en dinero antes de cambiarse por otras mercancías, y de que, como ésta se presenta tan frecuentemente, cree el vulgo que es la mercancía por excelencia y el término de todas las transacciones, no siendo más que un medio entre ellas. No se debería decir: Está parada la venta, porque escasea el dinero, sino porque escasean los demás productos, puesto que hay siempre bastante dinero para la circulación y el cambio recíproco de los demás valores, cuando estos existen realmente. Si llega a faltar dinero paro el cúmulo de las negociaciones, se suple fácilmente, y la necesidad de suplirle indica una circunstancia muy favorable, porque prueba que hay gran cantidad de valores producidos, con los cuales se desea adquirir gran cantidad de otros valores. La mercancía intermedia que facilita todos los cambios (la moneda) se reemplaza fácilmente en estos casos por medios que son muy triviales entre los negociantes114, y al momento se encuentra abundancia de moneda, por razón de que la moneda es una mercancía, y de que toda mercancía va a parar adonde hay necesidad de ella. Es buena señal que falte dinero para los contratos de compra y venta; así como lo es que falten almacenes para las mercancías.

Cuando una mercancía superabundante no encuentra compradores, está tan lejos de detenerse su venta por falta de dinero, que los vendedores de ella se tendrían por dichosos, si recibiesen sus valores en aquellos géneros que sirven para su consumo, valuados al curso del día: y ni buscarían numerario ni le necesitarían, supuesto que sólo deseaban tenerle para transformarle en géneros de su consumo115.

Lo que acabo de decir puede aplicarse a todos los casos en que se ofrecen mercancías o servicios. Siempre hallarán más despacho en todos los lugares donde haya más valores producidos, porque allí se crea la única sustancia con que se hacen las compras, esto es, el valor. El dinero no hace más que un oficio pasajero en ete doble cambio; y terminados los cambios, resulta siempre que se han pagado productos con productos.

Conviene observar, que un producto creado ofrece, desde este instante, una salida a otros productos por todo el importe de su valor. En efecto, cuando el último productor ha terminado un producto, lo que más desea es venderle, para que su valor no esté ocioso en sus manos. Pero no tiene menor impaciencia por deshacerse del dinero que le proporciona su venta, para que el valor del dinero no esté tampoco ocioso: y como nadie puede deshacerse, de su dinero sino tratando de comprar un producto, cualquiera que sea, se ve que el solo hecho de la formación de un producto abre desde este mismo instante la salida a otros.

Por eso, una buena cosecha no sólo es favorable a cultivadores, sino también a los mercaderes de todos los demás productos, porque se compra tanto más cuanto más se coge. Por el contrario, una mala cosecha perjudica a todas las ventas. Lo mismo sucede con las cosechas que hacen las artes y el comercio. Cuando prospera un ramo de comercio, da para comprar, y de consiguiente proporciona ventas a todos los demás comercios, y por el contrario, cuando decae una parte de las manufacturas o de los géneros de comercio, padecen de resultas de ello todas las demás.

Siendo esto así ¿de dónde procede, se me dirá, esa gran cantidad de mercancías que en ciertas épocas obstruyen la circulación, sin poder hallar compradores? ¿por qué no se dan unas mercancías en pago de otras?

Responderé que las mercancías que no se venden, o se venden con pérdida, exceden a la suma de las que se necesitan, ya porque se han producido cantidades demasiado considerables o más bien porque han decaído otras producciones. Superabundan ciertos productos, porque han llegado a faltar otros.

Quiere decir esto, en términos más vulgares, que muchas gentes compraron menos porque ganaron menos116; y ganaron menos, porque hallaron dificultades en el uso de sus medios de producción, o porque carecieron de ellos.

Por tanto se puede observar que los tiempos en que ciertos géneros no se venden bien, son precisamente aquellos en que suben otros a un precio excesivo117; y como estos precios subidos serían unos motivos que favorecerían su producción, no puede menos de suceder que causas muy poderosas o medios violentos, como los desastres naturales o políticos, la codicia o la torpe ignorancia de los gobiernos, mantengan forzadamente por una parte esta penuria que causa por otra un estancamiento. Si cesa esta causa de enfermedad política, acuden los medios de producción a los parajes en que esta quedó más atrasada, y adelantando en ellos, promueven los progresos de la producción en todos los demás. Rara vez quedarían postergados algunos géneros de producción con respecto a otros, ni se envilecerían sus productos, si se dejasen siempre en entera libertad118.

El productor que creyese que sus consumidores se componen, además de los que producen por su parte, de otras muchas clases que no producen materialmente, como los funcionarios públicos, los médicos, los dependientes del foro, los clérigos &c., y sacase de aquí la inducción de que hay otras salidas que las que presentan las personas que producen; el productor, digo, que así discurriese, probaría que se deja llevar de apariencias, y que no penetra las cosas a fondo. En efecto, va un clérigo a casa de un mercader a comprar una estola o un sobrepelliz. El valor que lleva para esta compra está bajo la forma de una suma de dinero. ¿Y de quién la recibe? De un recaudador que la había cobrado de un contribuyente. ¿De quién la había recibido éste? Había sido producida por él mismo. Este valor producido, cambiado desde luego por pesos duros y dado después a un clérigo, es el que puso a éste en disposición de ir a hacer su compra. Substituyose el clérigo al productor, y este último hubiera podido comprar para sí, con el valor de su producto, no una estola o un sobrepelliz, sino cualquiera otro producto más útil. El consumo que se hizo del producto llamado sobrepelliz, se verifica a expensas de otro consumo. De todos modos, la compra de un producto no puede hacerse sin el valor de otro119.

La primera consecuencia que se puede deducir de esta importante verdad, es, que en todo estado, cuanto más se multiplican los productores y las producciones, tanto más fáciles, variadas y vastas serán las salidas, y por un resultado muy natural serán más lucrativas, porque los pedidos dan una subida a los precios. Pero esta ventaja es únicamente fruto de una producción verdadera, y no de una circulación forzada; porque un valor adquirido no se duplica con pasar de una mano otra, ni cuando le exige y gasta el gobierno, en vez de gastarle los particulares120.

La segunda consecuencia del mismo principio es que cada particular está interesado en la prosperidad de todos, y que la prosperidad de un género de industria es favorable a la de tolos los demás. En efecto, cualquiera que sea la industria que se cultive, y la habilidad que se ejerza tanto más fácil es emplearlas y sacar ventajas de ellas cuanto mayor es el número de personas que ganan en el paraje donde se cultivan o ejercen. Un hombre de habilidad, que vejeta tristemente en un país que va en decadencia, hallaría mil medios de hacer uso de sus facultades en un país productivo donde se pudiese emplear y pagar su capacidad. Un mercader establecido en una ciudad industriosa y rica, vende mucho más que el que habita en un distrito pobre, donde reinan la indolencia y la pereza. ¿Qué haría un fabricante activo, o un negociante hábil en una ciudad poco poblada y mal civilizada de ciertos parajes de Vesfalia o de Polonia? Aun cuando no tuviese allí ningún competidor, vendería poco, porque es poco lo que en ellas se produce; al paso que en París, en Amsterdam y en Londres, a pesar de la concurrencia de cien mercaderes como él podrá hacer inmensos negocios por la sencilla razón de que está rodeado de gentes que producen mucho en una multitud de ramos, y hacen compras con lo que han producido, esto es con el dinero procedente de la venta de lo que han producido.

Tal es el origen de las ganancias que las gentes de las ciudades sacan de las del campo, y estas de aquellas: unas y otras tienen tanto más con que comprar cuanto más producen. Una ciudad rodeada de ricas campiñas encuentra en ellas numerosos y ricos compradores, y en las inmediaciones de una ciudad opulenta tienen mucho más valor los productos del campo. Es fútil la clasificación de las naciones en agrícolas, fabricantes y comerciantes. Si una nación sobresale en la agricultura, es este un motivo para que prosperen sus fábricas y comercio; y si florecen sus fábricas y comercio, no podrá menos de mejorarse su agricultura121.

Una nación se halla en el mismo caso con respecto a la nación vecina, que una provincia con respecto a otra, o una ciudad con respecto a las campiñas. Está interesada en verlas prosperar, y segura de aprovecharse de su opulencia. Tuvo pues mucha razón el gobierno de los Estados Unidos para emprender, como lo hizo en 1802, la civilización de los Crecks, salvajes inmediatos a sus posesiones. Quiso darles industria y hacerlos productores, para que pudiesen dar algo en cambio a los confederados, porque nada se gana con un pueblo que no tiene con que pagar. Es cosa que honra a la humanidad el que haya una nación que se conduzca siempre por principios liberales. Se demostrará por los brillantes resultados de este modo de proceder que los vanos sistemas, las funestas teorías son las máximas exclusivas y celosas de los viejos estados de Europa, a las cuales dan ellos mismos descaradamente el titulo honorífico de verdades prácticas, porque las practican con arta infelicidad del género humano. La confederación americana tendrá la gloria de probar con la experiencia, que la más sublime política está de acuerdo con la moderación y la humanidad122.

La tercera consecuencia de este principio fecundo es que no se perjudica a la producción y a la industria de los indígenas o nacionales, cuando se compran e importan las mercancías del extranjero, porque no se pudieron comprar estas sino con productos indígenas, a los cuales por consiguiente proporcionó este comercio una salida. Pero la compra de estas mercancías (se me dirá) se ha hecho a dinero. Aun cuando así fuese, nuestro suelo no produce dinero y a sido necesario comprarle con productos de nuestra industria; de manera, que ya sea que las compras que hayan podido hacerse al extranjero, se hayan hecho en mercancías o en dinero, han proporcionado a la industria nacional las mismas salidas123.

Por una cuarta consecuencia del mismo principio se comprehenderá que no es lo mismo favorecer el comercio que fomentar el consumo; porque se debe tratar menos de promover el deseo de consumir que de proporcionar los medios para ello: y ya hemos visto que la producción es la única que los suministra. Por eso los malos gobiernos excitan a consumir, y los buenos a producir.

Por la misma razón que un nuevo producto creado es una salida abierta, un producto consumido u destruido es una salida cerrada: lo que no es un mal, cuando la destrucción del producto ha servido para sus fines, que son los de proporcionar la satisfacción de nuestras necesidades o dar origen a nuevos productos que tengan el mismo objeto. Por otra parte, los productos perpetuamente creados, si la situación es próspera, exceden el valor de los productos perpetuamente destruidos. Estos hicieron su oficio, que era cuanto podía desearse: pero su consumo no abrió nuevas salidas, sino que produjo un efecto contrario124.

Habiéndose comprehendido que es tanto más considerable el pedido de los productos cuanto más activa es la producción (verdad constante, aunque en el modo de presentarla parezca una paradoja) poco debemos incomodarnos en saber a qué ramo de industria es de desear que se dirija la producción. Los productos creados dan origen a diversos pedidos, determinados por las costumbres, por las necesidades, por el estado de los capitales, de la industria y de los agentes naturales del país: las mercancías pedidas presentan a causa de la concurrencia de los que las piden, intereses más crecidos por los capitales que se destinan a este objeto, mayores ganancias para los empresarios, mejores salarios para los obreros: y estos medios de producción, promovidos con semejantes ventajas, acuden naturalmente a este género de industria.

En una sociedad, ciudad, provincia o nación que produce mucho, y donde se aumenta cada instante la masa de los productos, casi todos los ramos de comercio, de fábrica y de industria dan grandes ganancias, porque son considerables los pedidos, y hay siempre muchos productos dispuestos a pagar nuevos servicios productivos. Por el contrario, en todo estado, donde, ya sea por los vicios de la administración, o por culpa de los pueblos, es lenta y penosa la producción, y no llega jamas a reemplazar la cantidad de los valores consumidos, van a menos todos los pedidos; no equivale el valor de los productos a los gastos de su producción; no tiene una justa recompensa el ejercicio de ninguna industria; disminuyen las ganancias y los salarios; producen poco los capitales, y es arriesgado su uso; y se consumen poco a poco, no por prodigalidad, sino por necesidad, y porque se agotan los manantiales de la ganancia125. La clase indigente no encuentra siempre trabajo; las personas que gozaban de alguna comodidad, vienen a hallarse en un estado de estrechez; y las que ya eran pobres experimentan una miseria horrorosa. En fin, la despoblación, la desnudez y la barbarie ocupan el lugar de la abundancia y de la felicidad.

Tales son las consecuencias de una producción decadente. Sus remedios deben buscarse en la economía, en la actividad bien entendida, y en la libertad.




ArribaAbajo

Capítulo XVI

Qué ventajas resultan de la actividad de circulación126del dinero y de las mercancías


Oímos muchas veces ponderar las ventajas de una circulación activa, esto es, de las ventas rápidas y multiplicadas. Trátase de apreciarlas en su justo valor.

Los valores empleados durante la producción no pueden realizarse en dinero, y servir para una producción nueva, hasta que llegan al estado del producto completo y se venden al consumidor. Cuanto más pronto se concluye y vende un producto, tanto más pronto se puede aplicar esta porción de capital a un nuevo uso productivo. Estando empleado menos tiempo este capital, cuesta menos intereses; hay economía en los gastos de producción; y en tal caso es ventajoso que los contratos que ocurren mientras ésta se verifica, se hagan con actividad.

Sigamos, en el ejemplo de una pieza de indiana, los efectos de esta actividad de circulación.

Un negociante de Lisboa trae algodón del Brasil. Le conviene que los Comisionados que tiene en América, hagan prontamente las compras y remesas, y se interesa también en vender prontamente su algodón a un rico francés, a fin de reembolsar cuanto antes sus anticipaciones y poder principiar una operación nueva e igualmente lucrativa. Hasta ahora se ha aprovechado Portugal de la actividad de esta circulación; pero luego será Francia la que se aproveche de ella: y si el negociante francés no conserva mucho tiempo en su almacén este algodón del Brasil, sino que le vende prontamente al hilador; si éste, después de haberle reducido a hilaza, la vende desde luego al tejedor; si éste vende con la misma prontitud su tela al fabricante de indianas; si este último la vende con mucho retardo al mercader; y el mercader al consumidor, esta circulación activa habrá ocupado menos tiempo la porción del capital empleada por estos diferentes productores; habrá habido menos pérdida de intereses, por consiguiente menos gastos, y aplicándose más prontamente el capital a nuevas operaciones, habrá podido concurrir a algún nuevo producto.

Todas estas diferentes ventas, todas estas compras, y otras muchas que omito por abreviar127, fueron necesarias para que se transformase el algodón del Brasil en un vestido de indiana: lo que viene a ser un número igual de formas productivas dadas a este producto y cuanto más rápidas hayan sido estas formas, con tanta mayor ventaja se habrá ejecutado esta producción; pero si en una ciudad se comprase y vendiese muchas veces, por espacio de un año, la misma mercancía, sin darle nueva forma, esta circulación sería funesta en vez ele ser ventajosa, y aumentaría los gastos en vez de disminuirlos; porque no se puede comprar y revender, sin emplear en esto un capital, y no se puede emplear un capital sin que cueste un interés, ademas del menoscabo que puede tener la mercancía.

De aquí es que el agiotaje en las mercancías causa necesariamente una pérdida, bien sea al agiotador, si el agiotaje no aumenta el precio del género, o bien al consumidor, si le aumenta128.

La circulación es tan rápida como puede serlo útilmente, cuando una mercancía pasa a manos de un nuevo agente de producción luego que se halla en estado de recibir nueva forma, y cuando después de haberlas recibido todas pasa al momento a manos del que ha de consumirla. Toda agitación todo movimiento que no se encamine a este objeto, lejos de ser un aumento de actividad en las circulación, es un retardo en el curso del producto, un obstáculo para la circulación, una circunstancia que se debe evitar.

La rapidez que una industria más perfecta puede introducir en la creación de los productos, es un aumento de celeridad, no en la circulación, sino en las operaciones productivas. Por lo demás, la ventaja que de ella resulta, es de la misma especie, puesto que es un uso menos prolongado de los capitales.

No he hecho diferencia alguna entre la circulación de las mercancías y la de la moneda, porque no la hay en efecto. Una suma de dinero encerrada en las áreas de un negociante es una porción de su capital que está ociosa, del mismo modo que la otra porción de capital que tiene en su almacén, bajo la forma de mercancías en estado de venderse.

El mejor estímulo para la circulación útil es el deseo que tienen todos, y en especial los productores, de perder cuanto menos puedan del interés de los fondos empleados en el ejercicio de su industria. Más bien se entorpece la circulación por los obstáculos que experimenta, que por no recibir impulso. Las trabas que la detienen son las guerras, los embargos, los derechos exorbitantes, el peligro u la dificultad de las comunicaciones. Es también lenta en los momentos de temores o incertidumbre; cuando está amenazado el orden público, y es arriesgada cualquier especio de empresa: lo es, cuando se temen contribuciones arbitrarias, y trata cada uno de ocultar sus bienes; y en fin en tiempos de agiotaje, en que las variaciones repentinas causadas por los manejos sobre mercancías hacen esperar a algunas personas una ganancia fundada en una simple variación de precios. Entonces la mercancía está, por decirlo así, acechando una subida, y el dinero una baja; de forma que tenemos por una y otra parte capitales ociosos e inútiles para la producción.

En tales épocas no hay apenas más circulación que la de los productos que pudieran deteriorarse si no se despachasen pronto, como las frutas, las legumbres, los granos y todo lo que se echa a perder cuando se guarda. Entonces se elije el partido de exponerse a los inconvenientes que acompañan a la circulación, más bien que el de arriesgarse a perder una porción considerable, o quizá la totalidad de los géneros que poseen. Cuando es la moneda la que se deteriora, se procura cambiarla, y deshacerse de ella por todos los medios posibles. Éste fue en parte el motivo de la prodigiosa circulación que hubo en Francia mientras iba en aumento el descrédito de los asignados. Todos eran ingeniosos en hallar medios para emplear un papel-moneda cuyo valor se evaporaba en un instante a otro; no hacía más que pasar de mano en mano, y parecía que quemaba al tocarle. En aquel tiempo se dieron a comerciar muchas personas que jamás lo habían hecho; se establecieron fábricas, se edificaron y se repararon casas, se alhajaron las habitaciones, y no se perdonaba gasto, aun cuando no tuviese otro objeto que la diversión y el placer, hasta que al fin se acabaron de consumir, de emplear o de perder todos los valores que existían en forma de asignados.




ArribaAbajo

Capítulo XVII

De los efectos de los reglamentos del gobierno que tienen por objeto influir en la producción


No hay en verdad acto ninguno del gobierno, que no tenga algún influjo en la producción. Me contentará con hablar en este capítulo de los que tienen por objeto especial influir en ella, reservando el explicar los efectos del sistema monetario, de los empréstitos y de los impuestos, para cuando trate separadamente de estas materias.

El objeto de los gobiernos, cuando pretenden influir en la producción es determinar la de ciertos productos que creen más dignos de ser favorecidos que otros, o prescribir modos de producir, que juzgan preferibles a otros modos. En los dos primeros párrafos de este capítulo se examinarán los resultados de estas dos pretensiones, con respecto a la riqueza naciones; y en los dos siguientes aplicaré los mismos principios a dos casos particulares, que serán las compañías privilegiadas y el comercio de granos, ya por razón de su grande importancia, y ya también para presentar nuevas pruebas y explicaciones de los principios. Veremos de paso cuáles son las circunstancias en que parece que hay razones suficientes para separarse del orden que al parecer prescriben los principios generales. En materias de administración no proceden los grandes males de las excepciones a que se cree deber sujetarse las reglas, sino de las falsas nociones que se forman acerca de la naturaleza de las cosas, y de las falsas reglas que se establecen a consecuencia de esto. Entonces se hace el mal en grande, y se disparata sistemáticamente; porque conviene saber que nadie abunda más en sistemas que las gentes que se precian de no tenerlos129.


- I -

Efectos de los reglamentos que determinan la naturaleza de los productos


La naturaleza de las necesidades de la sociedad determina en cada época, y según las circunstancias, el pedido más o menos frecuente de tales o tales productos: de donde resulta que en éstas especies de producción son algo mejor pagados los servicios productivos que en los demás ramos, es decir, que las ganancias que se sacan del uso de la tierra, de los capitales y del trabajo, son algo mayores en aquellas. Estas ganancias atraen hacía estos ramos a los productores, y así es que la naturaleza de los productos se acomoda siempre naturalmente a las necesidades de la sociedad. Ya hemos visto (Cap. XV.) que estas necesidades son tanto más extensas cuanto mayor es la producción, y que la sociedad en general compra tanto más cuanto más tiene con que comprar.

Cuando el gobierno se atraviesa en medio de este orden natural de las cosas, y dice: El producto que se quiere crear, el que da mayores ganancias, y por consiguiente el que se pide con preferencia, no es el que conviene, y es necesario dedicarse a este o a aquel; dirige evidentemente una parte de los medios de producción hacia un ramo de industria cuya necesidad es menos urgente, a expensas de otro que hace mucha más falta.

En 1794, hubo en Francia personas perseguidas y aun ajusticiadas por haber transformado tierras de labor en prados artificiales. Sin embargo, cuando hallaban más ventajas en la cría de ganados que en el cultivo de granos, se puede asegurar que las necesidades de la sociedad reclamaban más ganados que granos, y que podían producir mayor valor con el primero de estos géneros que con el segundo.

Decía el gobierno que el valor producido importaba menos que la naturaleza de los productos, y que más quería que se produjese trigo por valor de cincuenta francos que carne por valor de ciento: en lo cual se mostraba poco ilustrado, pues ignoraba que el producto mayor es siempre el mejor, y que una tierra que produce en carne con que comprar doble cantidad de trigo de la que podría producir en esta semilla, produce realmente dos veces tanto trigo como si se hubiese sembrado de grano, pues que con su producto se puede adquirir esta cantidad de trigo. Pero este modo de obtener trigo (se replica) no aumenta su cantidad. Es cierto, si no se compra del extranjero; pero también es entonces este género menos raro que la carne, supuesto que se cambia el producto de una fanegada de trigo por el de media de prado130. Pero si el trigo llega a escasear y se busca en tales términos que el producto de las tierras labradas valga más que el de los prados, entonces están de más las ordenanzas, porque el interés personal del productor bastará para que prefiera el cultivo del trigo.

Sólo resta pues saber si conocerá el gobierno mejor que el cultivador qué especie de cultivo producirá más: y se puede suponer que el cultivador, que vive en el terreno, le estudia, le consulta, y tiene mas interés que nadie en hacerle producir cuanto sea posible, entiende de esto más que el gobierno.

Si se insiste, y se dice que el cultivador no conoce más que el precio corriente del mercado, y no es capaz de preveer, como el gobierno, las necesidades futuras del pueblo, se puede responder que uno de los talentos de los productores, talento que su propio interés los obliga a cultivar con esmero, es no sólo conocer, sino también preveer las necesidades131.

Cuando en otra época se obligó a los particulares a plantar remolachas o pastel en terrenos que producían trigo, se hizo un mal de la misma especie; y observaré de paso que es un cálculo miserable empeñarse en que la zona templada dé productos que son propios de la tórrida. Nuestras tierras producen con trabajo, en corta cantidad y de calidad mediana las materias azucaradas y colorantes que en otros climas se dan con profusión132; y al contrario producen con facilidad frutas y cereales que por su peso y volumen no se pueden transportar de grandes distancias. Cuando condenamos nuestras tierras a que nos den lo que producen con desventaja, a expensas de lo que producen de un modo favorable; y cuando por consiguiente compramos muy caro lo que pagaríamos a precios muy cómodos, si lo sacásemos de los parajes donde se produce ventajosamente, venimos a ser víctimas de nuestra propia locura. La grande habilidad consiste en aprovecharse cuanto sea posible de las fuerzas de la naturaleza, así como no hay mayor demencia que luchar con ellas; porque esto es emplear nuestro trabajo en destruir una parte de las fuerzas que la naturaleza querría prestarnos.

Se dice también que es mejor pagar más caro un producto cuando su precio no sale del país, que pagarle más barato cuando se ha de comprar fuera. Pero consúltense los modos con que se ejecuta la producción, los cuales quedan ya analizados; y se verá que no se obtienen los productos sino por medio del sacrificio y de cierta cantidad de materias y de servicios productivos, cuyo valor es por este mismo hecho tan completamente perdido para el país como si se enviase fuera de él133.

No presumo que un gobierno, cualquiera que sea, nos presente aquí la objeción de que le es indiferente la ganancia que resulta de una producción mejor, supuesto que cede en beneficio de los particulares porque los peores gobiernos; los que separan sus intereses de los de la nación, saben ahora que las rentas de los particulares son el manantial perenne de donde se sacan los tributos y que aun en los países gobernados despótica o militarmente, y donde los impuestos no son más que un pillaje organizado no pueden pagar los particulares sino con lo que ganan.

Los raciocinios que acabamos de aplicar a la agricultura, son también aplicables a las fábricas. Algunas veces imagina un gobierno que el tejido de telas hechas con una primera materia indígena es más favorable a la industria nacional que el de las telas fabricadas con una materia de origen extranjero; y hemos visto conforme a este sistema, que los tejidos de lana y de lino han sido favorecidos con preferencia a los de algodón: lo que era limitar, con respecto a nosotros, los beneficios de la naturaleza, la cual nos suministra en diferentes climas una infinidad de materias cuyas propiedades variadas se acomodan a nuestras diversas necesidades. Siempre que nosotros llegamos a dar a estas materias, ya transportándolas a nuestro país, o ya preparándolas de distintos modos, un valor que es el resultado de su utilidad, hacemos un acto provechoso y que contribuye al aumento de la riqueza nacional. El sacrificio a cuyo precio obtenemos de los extranjeros esta primera materia, no tiene cosa alguna que deba sernos más sensible que el de las anticipaciones y consumos que hacemos en todas las clases de producción para obtener un nuevo producto. El interés personal es siempre el mejor juez de la extensión de este sacrificio y de la indemnización que se puede esperar de él; y aunque se engañe alguna vez, es por lo demás el juez menos peligroso, y cuyos fallos son menos costosos134.

Pero el interés personal deja de servir de guía, cuando no se contrapesan recíprocamente los intereses particulares. En el momento en que un particular o una clase de la sociedad puede apoyarse en el gobierno para eximirse de la concurrencia, adquieren un privilegio a expensas de sus conciudadanos, y pueden contar con unas ganancias que no proceden enteramente de los servicios productivos que ellos han hecho, sino que son en parte una verdadera contribución impuesta a los consumidores en beneficio de los agraciados; los cuales dividen casi siempre una porción de ella con el gobierno que les presta su injusto apoyo.

Es tanta mas difícil al legislador excusarse de conceder esta especie de privilegios cuanto mayor es el empeño con que los solicitan los productores que han de aprovecharse de ellos, y pueden presentar, de un modo bastante plausible, sus ganancias como un beneficio de la clase industriosa y de la nación135.

Cuando se empezaron a fabricar cotonadas en Francia, levantó el grito todo el comercio de las ciudades de Amiens, Rems, Beauvais, &c., y representó como destruida, toda la injusticia de estas ciudades, sin embargo, no parece que son menos industriosas y ricas que de medio siglo a esta parte; al paso que la opulencia de Ruan y de Normandía ha recibido grande incremento con las fábricas de algodón.

Aun fue mucho peor cuando llegó a introducirse, la moda de las indianas. Todas las juntas de comercio se pusieron en movimiento; hubo en todas partes convocaciones, deliberaciones, escritos, diputaciones; y se derramó mucho dinero. Ruan pintó la miseria que iba a sitiar sus puertas, los niños, las mujeres y los ancianos en el mayor desconsuelo, las tierras mejor cultivadas del reino convertidas en eriales, y aquella hermosa y rica provincia hecha un desierto.

La ciudad de Turs representó a los diputados de todo el reino sumergidos en el más profundo dolor, y predijo una conmoción que le ocasionara una convulsión en el gobierno político...León no quiso guardar silencio acerca de un proyecto que esparcía terror en todas las fábricas136. París no se había presentado jamás, para asunto de igual importancia, a los pies del trono, que el comercio regaba con sus lágrimas. Amiens miró el permiso de las indianas como el sepulcro en que habían de aniquilarse todas las manufacturas del reino. Su memorial, acordado en junta de mercaderes de los tres gremios reunidos, y firmado por todos los miembros, concluía así: Finalmente, basta para proscribir para siempre el uso de las indianas, la consideración de que todo el reino se horroriza cuando oye anunciar que van a permitirse. VOX POPULI, VOX DEI.

«¿Y hay en la actualidad (dice con este motivo Rolando de la Platiére, que como inspector general de fábricas había reunido todas estas reclamaciones), hay un solo hombre tan insensato que diga que las fábricas de indianas no han dado a la Francia una ocupación prodigiosa con la preparación y el hilado de las primeras materias, con el tejido, blanqueo y estampado de las telas? Estos establecimientos han acelerado más el progreso de los tintes en pocos años que todas las demás fábricas en un siglo».

Fíjese la atención por un momento en la firmeza que necesitaba el gobierno, y en las verdaderas luces que debía tener acerca de lo que constituye la prosperidad del estado, para resistir a un clamor que parecía tan general, y que estaba apoyado para con los principales agentes del gobierno con medios que seguramente no tenían por objeto la utilidad pública...

Aunque los gobiernos han presumido con demasiada frecuencia que podían determinar los productos de la agricultura y de las fábricas, aumentando así la riqueza general, sin embargo se han mezclado mucho menos en esto que en los productos comerciales, y especialmente en los que proceden del extranjero: lo cual es una consecuencia de cierto sistema general que se designa con el nombre de sistema exclusivo y mercantil, y funda las ganancias de una nación en lo que se llama en este sistema balanza favorable del comercio.

Antes de observar el verdadero efecto de los reglamentos que tienen por objeto asegurar a una nación esta balanza favorable, conviene formar idea de lo que es en realidad, y del fin a que se dirige. Este será el objeto de la digresión siguiente.




Digresión

Sobre lo que se llama balanza del comercio


La comparación que hace una nación del valor de las mercancías que vende al extranjero con el valor de las que le compra, forma lo que se llama la balanza de su comercio. Si ha enviado afuera más mercancías que las que ha recibido, se supone que tiene un sobrante, el cual habrá de recibir en oro u en plata; y se dice que le es favorable la balanza del comercio: en el caso opuesto, se dice que le es contraria esta balanza.

El sistema exclusivo cree por una parte que el comercio de una nación es tanto mas ventajoso cuanto mayor es el número de las mercancías que exporta que el de las que importa, y más considerable el sobrante que tiene que recibir del extranjero en numerario u en metales preciosos; y por otra parte supone que por medio de los derechos de entrada, de las prohibiciones, de las primas o estímulos concedidos a ciertas especulaciones mercantiles, puede un gobierno hacer que la balanza sea más favorable o menos contraria a la nación.

Se trata de examinar estas dos suposiciones; y ante todas cosas conviene saber cómo suceden los hechos.

Cuando un negociante envía mercancías al extranjero, hace que se vendan allí, y recibe del comprador, por mano de sus corresponsales, el importe de la venta en moneda extranjera. Si cree que podrá ganar con retornos de los productos de su venta, dispondrá que se compren mercancías en país extranjero, se las remitan. La operación es una misma con corta diferencia cuando se empieza por el fin, esto es, cuando el negociante compra desde luego en país extranjero, y paga sus compras con las mercancías que envía.

Estas operaciones no se ejecutan siempre por cuenta de un mismo negociante. El que hace el envío, suele no querer hacer la operación del retorno, y en entonces gira letras de cambio a cargo del corresponsal que vendió sus mercancías, negocia o vende estas letras a una persona que las envía al extranjero, donde sirven para comprar otras mercancías que vienen por cuenta de esta última persona137.

En ambos casos se envía un valor, y vuelve otro en cambio; pero no hemos examinado todavía si una porción de los valores enviados o vueltos se componía de metales preciosos. Se puede suponer razonablemente que cuando los negociantes tienen la libertad de elegir las mercancías que forman el objeto de sus especulaciones, prefieren las que les presentan más ventajas, esto es, las que habiendo llegado a su destino, tienen más valor. Así, cuando un negociante francés envía aguardientes a Inglaterra, y por consecuencia de este envió tiene que traer mil libras esterlinas, compara lo que producirán en Francia estas mil libras, en caso de traerlas en metales preciosos, con lo que producirán si las trae en quincalla138.

Si este negociante halla ventaja en traer mercancías más bien que dinero, y si nadie puede disputarle que entiende mejor sus intereses que otro cualquiera, sólo resta examinar la cuestión de si los retornos en dinero, aunque menos favorables a este negociante, lo serían más a la Francia que los de otra especie, o si conviene a esta nación que abunden en ella los metales preciosos más bien que cualquiera otra mercancía.

¿Cuáles son las funciones de los metales preciosos en la sociedad? Convertidos en alhajas y en utensilios sirven para el adorno de nuestras personas y de nuestras casas, y para muchos usos domésticos. Con ellos se hacen las cajas de nuestros relojes, las cucharas, tenedores, platos, cafeteras, &c; extendidos en sutiles partes, adornan muchas especies de marcos, realzan la encuadernación de los libros, &c. Bajo estas diversas formas constituyen una parte del capital de la sociedad, de aquella porción de capital que no produce interés, o que por mejor decir, es productiva de utilidad o recreo. Sin duda es ventajoso para una nación que las materias de que se compone este capital sean baratas y abundantes, porque el goce que de ellas resulta se adquiere a menos costa y es más general. Muchas casas regulares que tienen ahora cubiertos de plata, no los tendrían si no se hubiese descubierto la América; pero no conviene estimar esta ventaja en más de lo que corresponde a su verdadero valor. Hay utilidades superiores a ella. Las vidrieras que nos preservan del frío, nos sirven mucho más que cualquier utensilio de plata, sin embargo jamás ha ocurrido a nadie dispensar un favor especial a su introducción ni a su producción.

El otro uso de los metales preciosos es servir para la fabricación de la moneda, de esta porción del capital de la sociedad, que se emplea en facilitar los cambios que hacen los hombres entre sí de los valores que ya poseen. ¿Es ventajoso para este uso que la materia de que se sirven sea abundante y poco cara? ¿Es más rica la nación en que abunda esta materia que aquella en que escasea?

Me es preciso considerar aquí como probado un hecho que no lo será hasta el capítulo XXI, en que trato de las monedas, y es que la suma de los cambios, que se efectúan en un-país exige cierto valor de mercancía-moneda, se el que quiera. Se vende en Francia diariamente trigo, ganados, combustibles, muebles e inmuebles por cierto valor: todas estas ventas exigen diariamente el uso de cierto valor en numerario, porque al principio se cambia cada cosa por esta suma de numerario, para cambiarse de nuevo por otros objetos; y como se necesita de cierta suma para efectuar todos los cambios, resulta que sea la que sea la que quiera la abundancia o la escasez del numerario, aumenta este en valor al paso que declina en cantidad, y declina en valor al paso que aumenta en cantidad. Si hay en Francia tres mil millones de numerario, y por cualquier acontecimiento se reduce esta cantidad de francos a mil y quinientos millones, valdrán tanto estos mil y quinientos como podrían valer los tres mil. Las necesidades de la circulación exigen un agente cuyo valor iguala a lo que valen actualmente tres mil millones, esto es, (suponiendo el azúcar a treinta sueldos o unos seis reales la libra) un valor igual a dos mil millones de libras de azúcar, o bien (suponiendo que el trigo vale actualmente a veinte francos el hectolitro, que es una fanega y nueve celemines) un valor igual al de ciento y cincuenta millones de hectolitros de trigo. El numerario, cualquiera que sea su masa, igualará siempre este valor. La materia de que se compone el numerario valdrá en el segundo caso al doble que en el primero, de modo que en lugar de comprarse cuatro libras de azúcar con una onza de plata, se comprarían ocho. Lo mismo sucederá con todas las demás mercancías, y así valdrán los mil y quinientos millones tanto como valían los tres mil. Por eso no será la nación más rica ni mas pobre. Habrá que llevar menos dinero al mercado; pero se comprará lo mismo con el dinero que se lleve. La nación que emplea monedas de oro para verificar la circulación, no es menos rica que la que se sirve de moneda de plata, aunque lleve al mercado una cantidad mucho menor de la mercancía que le sirve de moneda. Si llegase la plata a ser entre nosotros quince veces más escasa de lo que es, es decir, tan escasa como el oro; una onza de plata nos serviría, como numerario, tanto como nos sirve ahora una onza de oro, y seríamos tan ricos en numerario como lo somos actualmente. Del mismo modo, si la plata llegase a ser tan abundante como el cobre, no por eso seríamos más ricos en numerario, y sólo habría la diferencia de tener que llevar al mercado mayor número de talegas.

En resolución, la abundancia de metales preciosos multiplica los utensilios que se hacen de ellos, y enriquece a las naciones bajo este solo aspecto; pero no las enriquece por lo tocante al numerario139. El vulgo suele juzgar más rico al que tiene más dinero; y como la nación se compone de particulares, se inclina a creer que es más rica cuando todos sus particulares tienen más dinero. Pero no es, la materia la que constituye la riqueza, sino el valor de la materia. Si mucho dinero no vale más que poco, poco dinero vale tanto como mucho. Un valor en mercancía vale tanto como el mismo valor en dinero.

Dícese a esto, que en igualdad de valor es preferible el dinero a la mercancía: lo cual necesita explicarse, y para ello habremos de detenernos un instante. Cuando hable de las monedas, se verá la razón por que en general se prefiere, en igualdad de valor, el numerario a las mercancías. Se verá que con el metal amonedado se pueden adquirir con un solo cambio, en lugar de dos, las cosas que se necesitan. Entonces no es necesario, como cuando se posee cualquiera otra especie de mercancía, vender antes la mercancía-moneda para comprar luego con ella lo que se quiere adquirir, sino que se compra y junto inmediatamente; y junto con la facilidad que presenta la moneda, por medio de sus divisiones, para proporcionarla exactamente al valor de la cosa comprada, le da una ventaja superior para los cambios. Así es que tiene por consumidores a todos los que han de hacer algún cambio, esto es, a todos los hombres, siendo esta la razón porque todos están dispuestos a recibir moneda más bien que cualquiera otra mercancía, cuando hay igualdad de valor.

Mas esta ventaja de la moneda en las relaciones entre particulares, no existe respecto de una nación a otra. En estas últimas relaciones, la moneda y aun mucho más los metales no amonedados pierden la ventaja que les da para con los particulares su cualidad de moneda, y se reducen a la clase de las demás mercancías. El negociante que aguarda retornos del extranjero, no considera más que la ganancia que podrá sacar de ellos; mira los metales preciosos que podría recibir a consecuencia de esta negociación como una mercancía de que se deshará con más o menos ventaja, y no teme una mercancía porque ésta exija todavía un cambio, supuesto que su oficio es cambiar, con tal que de ello le resulte utilidad.

Un particular prefiere también recibir dinero en lugar de mercancías porque así conoce mejor el valor de lo que recibe; pero un negociante que está instruido en el precio corriente de las mercancías en las principales ciudades del mundo, no se engaña en el valor que se le paga, cualquiera que sea la forma material en que se le presente este valor.

Puede un particular tener necesidad de liquidar sus bienes para darles otra dirección, para dividirlos, &c.; pero una nación no se halla jamás en este caso. Las liquidaciones que se hacen en un país, ser ejecutan con las monedas que circulan en él, y sólo las ocupan momentáneamente, pasando a servir muy en breve para hacer otros y otros cambios.

Hemos visto (libro 1 capítulo 15) que la abundancia de dinero no es necesaria en un país para facilitar las ventas que en él se hacen; que los que compran, no compran en realidad sino con productos; que con la parte que les cupo en los productos a que cooperaron compran el dinero que les sirve después para comprar otros productos; y que ejecutado este cambio, el dinero que se empleó en él no hizo más que pasar por sus manos, como un carruaje de que se hubiesen servido para llevar sus géneros al mercado, y traer lo que allí compraron con el precio de los mismos géneros. Cualquiera que haya sido el valor de la moneda empleada en una compra o en una liquidación, lo cierto es que se dio por lo que se había recibido, y que terminado el asunto, nadie resulta por esto más pobre ni más rico. La pérdida o la ganancia procede de la naturaleza de la negociación, y no del intermedio que se empleó para ella.

De todos modos, las ventajas que hallan los particulares en recibir numerario más bien que mercancías, son nada con respecto a las naciones. Cuando una nación no tiene todo el que necesita, se aumenta su valor, y así los extranjeros como los nacionales están interesados en proporcionarsele. Cuando es superabundante, baja su valor con respecto a las demás mercancías, y conviene exportarle a donde pueda rendir más valores que los que podría dar dentro del país. Si se impide su salida, se obliga a los poseedores a conservar unas materias que les son gravosas140.

Pudiera bastar lo dicho acerca de la balanza del comercio; pero son todavía tan poco familiares estas ideas no sólo al vulgo, sino también a escritores y administradores recomendables por la pureza de sus intenciones y por la variedad de sus conocimientos, que puede ser útil poner al letor en estado de notar el vicio de ciertos raciocinios, que se oponen con mucha frecuencia a los principios liberales, y por desgracia sirven de base a la legislación de los principales estados de Europa. Reduciré siempre las objeciones a los términos más claros y sencillos, para que sea más fácil juzgar acerca de su importancia.

Dícese que aumentándose la masa del numerario por medio de una balanza favorable del comercio, se aumenta la de los capitales del país, y se disminuye dejando salir el numerario. Es pues necesario repetir aquí que un capital no consiste en una suma de dinero, sino en valores destinados a un consumo reproductivo, y que se presentan sucesivamente en diversas formas. Cuando se quiere emplear un capital en cualquiera empresa, o se trata de prestarle, es verdad que se empieza por realizarle, y por transformar en dinero efectivo los diferentes valores de que se puede disponer; pero el valor de este capital, que se encuentra así de paso en la forma de una suma de dinero, no tarda en transformarse, por medio de los cambios, en diversas obras y en materias de consumo, necesarias para la empresa proyectada. El dinero efectivo, empleado momentáneamente, vuelve a salir de esta operación, y va a servir para otros cambios, después de haber hecho su oficio pasajero, del mismo modo que otras muchas materias bajo cuya forma se halló sucesivamente este valor capital. No se pierde pues o se altera un capital, porque se disponga de su valor cualquiera que sea la forma material en que se encuentre con tal que se disponga de él en tales términos que se asegure su reintegro.

Supongamos que un francés que negocia en mercancías de ultramar envía al extranjero un capital de cien mil francos en dinero para emplearlos en algodón; cuando recibe esta mercancía, posee cien mil francos en algodón en lugar de la misma cantidad en dinero (prescindiendo de las ganancias). ¿Ha perdido alguno esta suma de numerario? No por cierto; pues el especulador la había adquirido legítimamente. Compra un fabricante de telas de al algodón esta mercancía, y la para en numerario ¿Es este el que pierde la suma? Tampoco; pues al contrario este valor de cien mil francos ascenderá en sus manos a doscientos mil, y todavía ganará después de haber reembolsado sus anticipaciones. Si ningún capitalista perdió los cien mil francos que se exportaron en numerario ¿quién podrá decir que los perdió el estado? Se me dirá que los pierde el consumidor. En efecto, perderán los consumidores el valor de las telas que compren y consuman; pero aun cuando no se hubiesen exportado los cien mil francos en numerario y se hubiesen consumido en lugar de telas de algodón otras de lino y lana de equivalente valor, siempre habría resultado un valor de cien mil francos destruido y perdido, sin que se hubiese exportado del país ni un sueldo en dinero. La pérdida de valor de que aquí se trata no procede de la exportación, sino del consumo que se hubiera verificado del mismo modo. Tengo pues razón para decir que la exportación, del numerario no hizo perder nada al estado141.

Se insiste todavía, diciendo que si no se hubiera verificado la exportación de cien mil francos en numerario, la Francia poseería este valor de más. Se cree que la nación perdió dos veces cien mil francos; una en el dinero exportado y otra en la mercancía consumida, siendo así que si hubiera consumido telas de un producto indígena, habría perdido una sola vez aquella suma. Repito que la exportación del dinero no fue una pérdida; que se compensó con un valor importado; y que es tan cierto que no se perdieron más que los cien mil francos de mercancías consumidas, que estoy seguro de que no se hallará que haya perdido nadie sino los consumidores de la mercancía consumida. Si no hubo quien perdiese, no pudo haber pérdida.

Quieren vds., según dicen, impedir que salgan los capitales; pero no los detendrán, por más trabas que pongan al numerario; porque el que desea enviarlos fuera, lo consigue del mismo modo despachando mercancías cuya exportación es permitida142. Tanto mejor, dicen vds., porque esas mercancías habrán dado ganancias a nuestros fabricantes. Está bien; pero el valor de esas mercancías no existe ya en el país, pues no produce retornos con los cuales se puedan hacer nuevas compras; es un valor capital que hay de menos, y que fecunda la industria extranjera en lugar de la de vds. Esto es lo que se debe temer en verdad. Los capitales buscan los parajes donde encuentran seguridad y donde se pueden emplear de un modo lucrativo, y abandonan aquellos donde no se sabe ofrecerles semejantes ventajas; pero no tienen necesidad de transformarse en numerario para desertar.

Si la exportación del numerario no hace perder nada a los capitales de la nación, con tal que produzca retornos, su importación no les hace ganar nada. En efecto, no se puede importar numerario sin haberle comprado con un valor equivalente, y ha sido necesario exportar éste para importar el otro.

Se dice sobre este punto, que si se envían al extranjero mercancías en lugar de numerario, se les proporciona así una salida que hace ganar a sus productores los provechos de esta producción. Respondo, que aun cuando se envía numerario a extranjero, no pudo adquirirse este numerario sino por medio de la expedición de algún producto indígena; porque es bien seguro que el propietario extranjero del metal no le dio de balde cuando fue importado en Francia, y que esta nación no pudo dar entonces en cambio sino productos de su industria. Si la cantidad de metales preciosos que poseemos es más que suficiente para la necesidad que tenemos de esta mercancía, vale más exportarle que cualquiera otra; y si el numerario exportado no excede a las necesidades de nuestra circulación, no hay que dudar que mejorándose el valor relativo del numerario a consecuencia de la exportación que se hace de él, entrarán metales preciosos en reemplazo de los que salieron. Para adquirirlos, será necesario enviar fuera mercancías, cuya producción habrá dado ganancias a nuestros productores.

En una palabra, todo valor destinado a salir de Francia para obtener un retorno de mercancías extranjeras, debe resolverse siempre en productos de nuestra industria, ya sea que los demos antes o después porque son lo único que tenemos que dar.

Pero vale más, dicen, enviar al extranjero géneros que se consumen, como productos manufacturados, y conservar los que no se consumen o se consumen lentamente, como el numerario. Los que así se explican no advierten que si son más apetecidos los productos que se consumen pronto, es más útil conservarlos que los que se consumen lentamente: y así se perjudicaría con mucha frecuencia a un productor a quien se obligase a reemplazar una porción de su capital empleado en su consumo rápido, con otro valor de un consumo más lento. Si un dueño de herrerías hubiese hecho un ajuste para que se le entregase carbón en cierta y determinada época, y cumplido el término sin que fuese posible hacerle la entrega, se le diese su valor en dinero, sería un disparate empeñarse en probar que se le había hecho un favor, porque el dinero que se le ofrecía es de un consumo más lento que el carbón.

Si un tintorero hubiese dado comisión en país extranjero para que le comprasen campeche, se le haría un perjuicio real enviándole oro, con pretexto de que en igualdad de valor es una mercancía más durable; porque lo que él necesita no es una mercancía que dure más, sino una que pereciendo en su tina vuelva a aparecer muy luego en el tiente de sus telas143.

Si sólo hubiese de importarse la porción más durable de los capitales productivos, deberían lograr el mismo favor que el oro y la plata otros objetos muy durables, como el hierro y las piedras.

Lo que importa que dure no es ninguna materia en particular, sino el valor del capital: y éste se perpetua a pesar de las frecuentes variaciones de las formas materiales en que reside. El capital no puede producir ninguna ganancia o interés, sino cuando estas formas varían perpetuamente; y querer conservarle en dinero sería lo mismo que condenarle a que fuese improductivo.

Después de haber demostrado que no hay ventaja alguna en importar oro y plata con preferencia a cualquiera otra mercancía, pasaré más adelante, y diré que en la suposición de que fuese de desear que se obtuviese una balanza constantemente favorable, sería imposible conseguirlo.

El oro y la plata, como todas las demás materias, cuyo conjunto forma las riquezas de una nación no son útiles a ésta sino en cuanto no exceden a la necesidad que tiene de aquellos metales y materias. Como el sobrante ocasiona más ofertas de esta mercancía que los pedidos que se hacen de ella, envilece su valor tanto más cuanto mayor es la oferta, de donde resulta un estímulo poderoso para adquirirla en lo interior a precios cómodos, a fin de despacharla con ventaja en país extranjero.

Hagámoslo palpable con un ejemplo.

Supongamos por un instante que las comunicaciones interiores de un país y el estado de sus riquezas sean tales que exijan un uso no interrumpido de mil carruajes de todas clases. Supongamos también que por un sistema comercial, cualquiera que fuese se llegasen a introducir en él más carruajes de los que se destruyesen anualmente, de modo que al cabo de un año se hallasen existentes mil y quinientos en lugar de mil, ¿no es claro que habría entonces quinientos carruajes ociosos en diferentes puntos; que sus dueños tratarían de deshacerse de ellos con pérdida antes que tener muerto su valor; y que, por poco fácil que fuese el contrabando, los enviarían al extranjero para despacharlos allí con más ventaja? Por más tratados de comercio que se hiciesen para asegurar una importación mayor de carruajes; por más que se protegiese con grandes dispendios la exportación de muchas mercancías para importar su valor en forma de carruajes; y cuanto mayores fuesen los esfuerzos del gobierno dirigidos a este fin, tanto mayor sería el empeño de los particulares en promover su exportación.

Estos carruajes son el numerario: y como no hay necesidad de él sino hasta cierto punto, no forma más que una parte de las riquezas sociales, ni puede componerlas todas, porque se necesita de otras cosas además del numerario, habiendo más o menos necesidad de él según la situación de las riquezas generales, así como una nación rica necesita más carruajes que una nación pobre. Sean las que se quiera las cualidades brillantes o sólidas de esta mercancía, sólo vale en razón de sus usos, y estos son limitados. Del mismo modo que los carruajes, tiene un valor que le es propio, el cual disminuye si es abundante con respecto a los objetos que se dan en cambio de él, y aumenta si escasea con respecto a ellos.

Se dice que con oro y plata se tiene cuanto se quiere. Es verdad; ¿pero con qué condiciones? Son estas menos buenas, cuando por medio violentos se multiplica este género más de lo que es necesario: y de aquí los esfuerzos que se hacen para emplearle fuera. Prohibido estaba sacar dinero de España, y sin embargo era España la que proveía de él a toda Europa. En 1812 el papel-moneda de Inglaterra redujo a la clase de superfluo todo el oro que servía de moneda, y habiendo llegado a ser superabundantes por este hecho las materias de oro en general con respecto a los usos en que podía emplearse esta mercancía, bajo su valor relativo en aquel país, y pasaban de Inglaterra a Francia las guineas, a pesar de la facilidad de guardar las fronteras de una isla, y no obstante la pena de muerte impuesta a los contrabandistas.

¿De qué sirven pues todos los cuidados que se toman los gobiernos para hacer que se incline a favor de su nación la balanza del comercio? De casi nada, sino de formar estados pomposos desmentidos por los hechos144.

¿Qué causa puede haber para que unas nociones tan claras, tan conformes a la sana razón y a hechos probados por todos los que están dedicados al comercio, hayan sido desechadas en la aplicación por todos los gobiernos de Europa145, e impugnadas por muchos escritores que en otras materias han dado pruebas de ilustración y de buen entendimiento? Digámoslo sin rebozo. Procede esto de que se ignoran todavía casi generalmente los primeros principios de la Economía política, y de que se fundan en malas bases unos raciocinios ingeniosos de que se pagan con demasiada facilidad, por una parte, las pasiones de los gobiernos (los cuales se valen de las prohibiciones como de una arma ofensiva o como de un recurso fiscal), y por otra la codicia de varias clases de negociantes y fabricantes que hallan en los privilegios una ventaja particular, y se inquietan poco por saber si sus ganancias son el resultado de una producción real o de una pérdida sufrida por otras clases de la nación.

Querer inclinar a su favor la balanza del comercio, esto es, querer dar mercancías, y hacer que se paguen en oro es no querer comercio; porque el país con el cual se comercia no puede dar en cambio sino lo que tiene. Si se le piden exclusivamente metales preciosos, tiene derecho para pedirlos también; y desde el momento en que por una y otra parte se aspira a una misma mercancía, se imposibilita el cambio. Si fuera practicable el monopolio de los metales preciosos, destruiría las relaciones comerciales con la mayor parte de los estados del mundo.

Cuando un país nos da en cambio lo que nos conviene ¿qué más tenemos que pedir, o de qué otro uso puede servirnos el oro? ¿Para qué querríamos tener este metal, sino para comprar después lo que nos conviniese?

Tiempo vendrá en que cause asombro el considerar que se haya trabajado tanto para probar un sistema tan necio y absurdo, y que ha dado origen a tantas guerras.

FIN de la digresión sobre la balanza del comercio.

Acabamos de ver que las ventajas que se solicitan por medio de una balanza favorable del comercio, son absolutamente ilusorias, y que aun cuando fuesen reales, ninguna nación podría obtenerlas de un modo permanente. ¿Qué efecto producen pues en realidad los reglamentos hechos con este objeto? Esto es lo que nos resta que examinar.

Un gobierno que prohíbe absolutamente la introducción de ciertas mercancías extranjeras, establece un monopolio en favor de los que producen esta mercancía en lo interior, y contra los que la consumen; es decir, que teniendo aquellos el privilegio exclusivo de venderla, pueden subir su precio sobre la tasa natural, y no pudiendo comprarla en otra parte los que la consumen en lo interior, se ven obligados a pagarla más cara146.

Cuando en vez de una prohibición absoluta se obliga solamente al importador a pagar un derecho entonces se da al productor del interior el privilegio de subir los precios de los productos análogos, otro tanto como importa el derecho, y se hace pagar esta ventaja al consumidor. Así, cuando en la introducción de una docena de platos de loza que vale tres francos, se exige un franco en la aduana, el negociante que los hace traer por su cuenta, cualquiera que sea su nación, se ve precisado a exigir cuatro francos al consumidor: lo cual permite al fabricante del interior vender los platos de la misma calidad a cuatro francos la docena; y es bien seguro que no podría hacerlo si no hubiese derechos, porque el consumidor los hallaría iguales por tres francos. Se da pues al fabricante un privilegio igual al derecho, y este privilegio es pagado por el consumidor.

¿Se dirá que es bueno que la nación cargue con el inconveniente de pagar más caros la mayor parte de sus géneros, por gozar de la ventaja de producirlos; que a lo menos se emplean entonces nuestros obreros y nuestros capitales en estas producciones; y que sus ganancias quedan en poder de nuestros conciudadanos?

Responderé que los productos extranjeros que hubiéramos comprado, no habrían podido serlo gratuitamente, sino que los habríamos pagado con valores creados por nosotros mismos, en los cuales se habrían empleado también nuestros obreros y nuestros capitales; porque no conviene perder de vista que en última análisis compramos siempre productos con productos. Lo que más nos conviene es emplear nuestros productores, no en las producciones en que nos aventaja el extranjero, sino en aquellas en que nosotros le aventajamos, y comprar con ellas las demás. Supongamos que un particular quiere hacer por sí mismo sus zapatos y vestidos. ¿Qué diríamos si a la puerta de cada casa se estableciese un derecho de entrada para obligar a su dueño a hacerlos por sí mismo? ¿No tendría razón para decir: «Déjeseme comerciar, y comprar lo que necesito con mis productos, o lo que es lo mismo, con el dinero de mis productos?». Este es exactamente el sistema de que se trata, sin más diferencia que la de haberle dado mayor extensión en el ejemplo propuesto.

Si es cierto que ninguna nación saca ventaja de las prohibiciones, parecerá muy extraño el ardor con que las solicitan; y fundándose en que el dueño de una casa no piensa en pretender para ella semejante favor, se querrá quizá inferir de aquí que no hay perfecta igualdad en los dos casos.

La única diferencia procede de que el dueño de la casa es un ser único, que no puede tener dos voluntades, y que interesa más, como consumidor de sus vestidos, en comprarlos baratos, que en hacerlos pagar como fabricante, por más de lo que valen.

¿Quién es el que solicita las prohibiciones o los grandes derechos de entrada en un estado? Los productores del género cuya concurrencia se trata de prohibir, y no sus consumidores. Ellos dicen que es por el interés del estado, pero es claro que es únicamente por el de ellos mismos. ¿Pues no es lo mismo? Y lo que nosotros ganamos ¿no es otra tanta ganancia para nuestro país? No hay nada de eso: lo que vds. ganan de ese modo, se saca del bolsillo de su vecino, u de un habitante del mismo país; y si se pudiese contar el exceso de gasto que hace el consumidor por efecto del monopolio de vds. resultaría que sobrepuja a la ganancia que les ha producido el monopolio.

El interés particular está aquí en oposición con el general, y este mismo interés general no es bien comprehendido sino por las personas de mucha instrucción. ¿Qué extraño será pues que se sostenga con tanto empeño el sistema prohibitivo, y que se le oponga una resistencia tan débil?

Por lo común se fija muy poco la atención en el grave inconveniente de hacer que los consumidores paguen los géneros a un precio subido. Apenas se advierte este mal, porque se ejecuta muy por menor y en pequeñas porciones cada vez que se compra alguna cosa; pero llega a ser muy importante por su frecuente repetición, y porque nadie se libra de él. Los bienes de cada consumidor están en perpetua rivalidad con todo lo que compra. Es tanto más rico cuanto compra más barato, y tanto más pobre cuanto más caro paga. Aunque no hubiese más que un solo género que subiese de precio, sería más pobre con respecto a este solo género. Si se encarecen todos, es más pobre con respecto a todos ellos; y como la clase de consumidores abraza a toda la nación; en estos casos es más pobre la nación entera, la cual queda además privada de la ventaja de variar sus goces, y de recibir los productos o las cualidades de productos que le faltan, en cambio de aquellos con que hubiera podido pagarlos.

No se me diga que cuando suben de precio los géneros lo que pierden unas personas lo ganan otras; porque esto no es cierto sino en los monopolios, y aun muy parcialmente, como que los monopolistas no se aprovechan jamás de todo lo que pagan los consumidores. Cuando el género se encarece por el derecho de entrada o por el impuesto, cualquiera que sea su forma; el productor que vende más caro no se aprovecha de esta subida de precio, antes bien sucede lo contrario, como lo veremos en otra parte147; de modo que como productor no se enriquece por esto, y como consumidor resulta más pobre.

Es ésta una de las causas más generales del empobrecimiento de las naciones, o a lo menos una de las que se oponen más esencialmente a los progresos que hacen por otra parte.

Por la misma razón se echará de ver que no se debe tener más repugnancia en sacar del extranjero los objetos que sirven para nuestros consumos estériles que los que sirven de primeras materias para nuestras fábricas. Ya sea que consumamos productos del interior o de afuera, destruimos una porción de riquezas, y abrimos una brecha a la riqueza nacional; pero esta pérdida es efecto de nuestro consumo, y no de nuestra compra al extranjero: y por lo que hace al estímulo que de aquí resulta para la producción nacional, es el mismo en ambos casos. Porque ¿con qué se ha comprado el producto del extranjero? Con el producto de nuestro suelo, u con dinero, el cual no puede adquirirse sino con productos de nuestro suelo. Por consiguiente, cuando compro del extranjero, no hago en realidad más que enviarle un producto indígena en vez de consumirle, y consumo en su lugar el que el extranjero me envía en pago. Si no soy yo el que hago esta operación, lo es el comercio. Nada puede comprar nuestro país a los demás sino con sus propios productos.

Continuando en defender los derechos de entrada, se dice: «El interés del dinero es más bajo en el extranjero que entre nosotros: luego es necesario compensar con un derecho de entrada la ventaja que tiene el extranjero con respecto a nuestros productores». El bajo interés es para el productor extranjero una ventaja igual a la de un suelo más fecundo. Si de aquí resulta un precio cómodo en los productos a que se dedica, es muy conveniente hacer que gocen de él nuestros consumidores. Se puede hacer sobre este punto la aplicación del raciocinio por el cual hallamos que nos trae más cuenta sacar el azúcar y el añil de las regiones equinocciales que producirlos en nuestro suelo.

«Pero siendo necesarios los capitales en toda especie de producción; el extranjero que los encuentra a bajo interés, tiene en todos los productos una ventaja de que nosotros carecemos; y si permitimos la libre introducción, tendrá una preferencia con respecto a todos nuestros productores». «¿Con qué pagará vd. entonces sus productos? Con dinero, y esa es la desgracia. ¿Y con qué adquirirá vd. el dinero con que ha de pagar al extranjero? Le pagaremos con el dinero que tenemos; le agotará, y vendremos a caer en la mayor miseria». Antes de este fatal extremo, confesará vd. que si le van extrayendo siempre su dinero, esta mercancía escaseará gradualmente en su país, y abundará más en el extranjero: no tardará por consecuencia en valor en el país de vd. 1, 2, 3 por ciento más que en el otro; y esto sólo basta para que vuelva a entrar el dinero más pronto que salió. Pero a fin de que vuelva a entrar, ¿qué se enviará en cambio sino productos del suelo de vd. o de su comercio?

De todos modos, nada se compra al extranjero sino con los productos del suelo u del comercio del país: y vale más comprar allí lo que se produce a precios más cómodos que entre nosotros, no dudando que el extranjero se pagará con las cosas que producimos nosotros a precios más cómodos que él. Digo que se pagará así, porque no puede suceder de otra manera.

Se ha dicho (porque ¿qué es lo que no se ha dicho para oscurecer todas estas cuestiones?) que como la mayor parte de los consumidores son al mismo tiempo productores, las prohibiciones y los monopolios les hacen ganar, bajo esta última calidad, lo que pierden por la primera; que el productor que logra una ganancia-monopolio en el objeto de su industria, es víctima de otra ganancia de la misma especie, obtenida en los géneros que son objeto de su consumo; y que así la nación se compone de engañadores y engañados que nada tienen que echarse en cara. Y es de notar que todos se creen engañadores más bien que engañados; porque aunque todos sean consumidores al mismo tiempo que productores, se advierten mucho más las ganancias excesivas que se obtienen en el único género que se produce, que las pérdidas multiplicadas, pero de corta entidad, que se padecen en mil géneros diferentes que se consumen. Póngase un derecho de entrada a las telas de algodón: lo más que se aumentará con esto el gasto anual de un ciudadano medianamente acomodado, será de 12 a 15 francos: aumento de gasto, de que ni forma una idea bien clara, ni le hace mucha impresión, aunque se repita más o menos en cada uno de los objetos de su consumo, al paso que si este particular es un fabricante de sombreros, y se impone un derecho sobre los sombreros extranjeros, él sabrá muy bien que este derecho encarecerá los sombreros de su fábrica, y aumentará anualmente sus ganancias, quizá en muchos millares de francos.

De este modo el interés personal, cuando es poco ilustrado (y aun suponiendo que todos reciban perjuicio en su consumo más bien que ventaja en su producción) se declara a favor de las prohibiciones.

Pero, aun bajo este aspecto, es fecundo en injusticias el sistema prohibitivo. No todos los productores se hallan en estado de aprovecharse del sistema de prohibición que yo he supuesto general, pero que no lo es, y aun cuando lo fuese por las leyes, no lo sería de hecho. Por más derechos de entrada que se impusiesen sobre el ganado vacuno, u sobre los pescados frescos, no se encarecerían estos géneros, porque nunca se traen de afuera. Lo mismo se puede decir de los productos del albañil, del carpintero, y de todas las artes que necesariamente se ejercen en lo interior, como las de los obreros que trabajan en tienda, y en sus cuartos, las de los carruajeros, mercaderes y otros muchos. En el mismo caso están los productores de productos inmateriales, los funcionarios públicos, y los censatarios. Ninguna de estas clases puede gozar del monopolio a que dan lugar los derechos de entrada, y experimentan perjuicios con motivo de los monopolios que resultan de estos derechos a favor de otros muchos productores148.

En segundo lugar, las ganancias del monopolio no se reparten con equidad entre todos los que concurren a la producción favorecida por él. Los jefes o directores de empresas agrícolas, fabriles o comerciales ejercen un monopolio, no sólo con respecto a los consumidores, sino también, y por otras causas, con respecto a los obreros y a varios agentes de la producción, como se verá en el libro II; de manera que estos participan del mismo daño que todos los consumidores, y no tienen parte alguna en las ganancias forzadas de los empresarios.

Las prohibiciones no sólo perjudican algunas veces a los consumidores en sus intereses pecuniarios, sino que los sujetan a privaciones penosas. Hemos visto (me avergüenzo de decirlo) que algunos fabricantes de sombreros de Marsella han solicitado la prohibición de entrada de los sombreros de paja procedentes del extranjero, a pretexto de que disminuían el despacho de los suyos de fieltro149. Esto era querer privar a las gentes del campo, a los que cultivan la tierra expuestos al ardor del sol, de un resguardo ligero, fresco, poco costoso, y que los defiende bien, cuando por el contrario sería de desear que se propagase y extendiese su uso por todas partes.

Algunas veces el gobierno por seguir unos planes que le parecen profundos, o por satisfacer ciertas pasiones que cree legítimas, prohíbe o cambia el curso de un comercio, y da golpes mortales a la producción. Cuando Felipe II, enseñoreado de Portugal, prohibió a sus nuevos súbditos toda comunicación con los holandeses a quienes detestaba ¿cuáles fueron las resultas de esta providencia? Los holandeses que iban a Lisboa a buscar las mercancías de la India, de las cuales proporcionaban un despacho inmenso, viendo que su industria carecía ya de este recurso, fueron ellos mismos a buscar aquellas mercancías a las Indias, de donde por último arrojaron a los portugueses; y lo que se ejecutó con la siniestra intención de perjudicarles, vino a ser el origen de su grandeza. El comercio, como dice Fenelón, es semejante a las fuentes naturales que suelen agotarse cuando se quiere cambiar su curso150.

Tales son los principales inconvenientes de las trabas puestas a la importación, inconvenientes que suben al más alto punto por las prohibiciones absolutas. Vemos algunas naciones que prosperan aun siguiendo este sistema, porque en ellas son más inertes las causas de prosperidad que las de deterioro. Las naciones se parecen al cuerpo humano. Hay en nosotros un principio vital que restablece sin cesar la salud que conspiran a alterar continuamente nuestros excesos; y la naturaleza cicatriza las heridas y cura los males que nos acarrea nuestra imprudencia y nuestra intemperancia. Del mismo modo siguen su curso, y aun muchas veces prosperan los estados, a pesar de los males de todas clases que les causan sus enemigos, y más particularmente sus amigos. Nótese que las naciones mas industriosas son las que reciben más daños en esta parte, porque son las únicas que pueden sobrellevarlos. Dícese entonces: Nuestro sistema es el que conviene, porque la prosperidad va en aumento. Pero cuando se observan con ojos filosóficos las circunstancias que de tres siglos a esta parte han favorecido al desarrollo de las facultades humanas; cuando se miden atentamente los progresos de la navegación, los descubrimientos e invenciones importantes con que se han enriquecido las artes, el número de vegetales y de animales útiles propagados de un hemisferio a otro; cuando se ve que las ciencias y sus aplicaciones se extienden y consolidan todos los días con métodos más seguros, no se puede menos de adquirir la convicción de que, bien al contrario, nada es nuestra prosperidad, comparada con lo que podría ser; que hace esfuerzos para sacudirse los lazos y del peso con que se la oprime: que los hombres, aun en las partes del globo en que se creen ilustrados, consumen mucho tiempo y emplean más de una vez sus facultades en destruir una porción de sus recursos en lugar de multiplicarlos, y en robarse unos a otros en lugar de ayudarse mutuamente: todo por falta de ilustración, y por no saber en qué consisten sus verdaderos intereses151.

Volvamos a nuestro asunto. Acabamos de ver cuál es la especie de daño que recibe un país de las trabas que impiden que se introduzcan en él los géneros extranjeros. Este daño es de la misma clase que el que se causa al país cuyas mercancías se prohíben, pues se le priva de la facultad de aprovecharse del modo más ventajoso de sus capitales y de su industria; pero no hay que figurarse que se le arruina o se le quita todo recurso, como creía hacerlo Bonaparte cerrando el Continente a los productos de Inglaterra. Además de que el bloqueo real y completo de un país es empresa imposible, porque todo el mundo está interesado en violar semejante restricción, jamás está expuesto un país más que a variar la naturaleza de sus productos. Siempre puede comprarlos todos él mismo, porque los productos, como se ha probado, se compran siempre unos con otros. Si el que obliga a la Inglaterra a no exportar por valor de un millón en paños, cree impedirla que produzca el valor de un millón, se engaña mucho, porque empleará los mismos capitales y un trabajo manual equivalente, en lugar de casimiros por ejemplo, en aguardientes y otros licores fuertes con sus granos, y patatas, y desde entonces dejará de comprar con sus casimiros aguardientes de Francia. De todos modos un país consume, siempre los valores que produce, ya sea directamente, o ya después de un cambio, y no puede consumir otra cosa. Si se le imposibilita el cambio, es necesario que produzca valores de tal naturaleza que pueda construirlos directamente. He aquí el fruto de las prohibiciones: mayor incomodidad por una y otra parte, pero nunca mayor riqueza.

Sin duda perjudicó Napoleón a la Inglaterra y al continente, comprimiendo cuanto pudo las relaciones recíprocas de aquella y de éste; mas por otro lado hizo involuntariamente un bien al continente de Europa, facilitando con la agregación de estados continentales, fruto de sus ideas ambiciosas, comunicaciones más íntimas entre estos diversos estados. Ya no quedaban barreras entre la Holanda, la Bélgica, una parte de Alemania, la Italia y Francia; y eran muy débiles las que existían entre las demás naciones, excepto Inglaterra. Juzgo del bien que resultó de estas comunicaciones por el estado de descontento y de depresión del comercio que se ha notado en el régimen que ha sucedido, y en que cada gobierno se ha atrincherado detrás de una triple línea de aduanas. Es verdad que todos ellos han conservado los mismos medios de producción, pero de una producción menos ventajosa.

Nadie duda que la Francia ganó mucho cuando en tiempo de la revolución se suprimieron las barreras que separaban sus provincias. La Europa había ganado con la supresión a lo menos parcial, de las que separaban los estados de la república continental; y el mundo ganaría aun mucho más con la supresión de las que tienen por objeto separar los estados que componen la república universal.

No hablo de otros muchos inconvenientes gravísimos, como el de crear un nuevo crimen (el contrabando) esto es hacer criminal por las leyes una acción que es inocente en sí misma, y haber de castigar a unas gentes que en realidad trabajan por la prosperidad general.

Smiht admite dos circunstancias que pueden determinar a un gobierno prudente a recurrir a los derechos de entrada.

La primera es aquella en que se trata de tener un ramo de industria necesario para la defensa del país, y en que sería una imprudencia no poder contar sino con las provisiones del extranjero. Así, puede un gobierno prohibir la importación de la pólvora, siempre que esto sea necesario para el establecimiento de las fábricas del interior, porque es mejor pagar este género más caro que exponerse a no tenerle cuando se necesite152.

La segunda es aquella en que un producto interior de consumo análogo está ya cargado con algún derecho, porque entonces un producto exterior con el cual pudiera ser remplazado, y que estuviese exento de todo gravamen, tendría un verdadero privilegio con respecto al primero. Hacer pagar un derecho en este caso no es destruir las relaciones naturales que hay entre los diversos ramos de producción, sino restablecerlas.

En efecto, no se ve por qué motivo la producción de valores que se ejecuta por medio del comercio exterior debería estar libre de la carga de los impuestos con que se grava la producción, que se ejecuta por medio de la agricultura o de las fábricas. Es una desgracia tener que pagar impuestos; y es necesario disminuir esta desgracia cuanto sea posible; pero una vez que llega a reconocerse como necesaria cierta suma de contribución, es de rigurosa justicia que se pague proporcionalmente por todas las especies de producciones. El vicio que yo noto aquí es el de querer hacernos considerar esta clase de impuesto como favorable a la riqueza pública, siendo así que el impuesto jamás es favorable al público sino por el buen uso que se hace de su producto.

Estas son las consideraciones que deberían tenerse siempre presentes cuando se hacen tratados de comercio, los cuales no son buenos sino para proteger la industria y los capitales que se emplearon de un modo equivocado por efecto de las malas leyes. Es éste un mal que se debe tratar de curar y no de perpetuar. El estado de salud con respecto a la industria y a la riqueza es el estado de libertad, aquel en que los intereses se protegen a sí mismos; y la única protección útil que les dispensa el gobierno es la que se dirige a impedir la violencia; ni puede hacer bien ninguno a la nación con sus trabas e impuestos. Pueden ser estos un inconveniente necesario; pero suponerlos útiles a los intereses de los administrados es desconocer los fundamentos de la prosperidad de las naciones, es ignorar la Economía política.

Se han considerado frecuentemente los derechos de entrada y las prohibiciones como una represalia: Vuestra nación pone trabas a la introducción de los productos de la nuestra: ¿y no estaremos nosotros autorizados para cargar con las mismas trabas los productos de la vuestra? Este es el argumento de que se hace uso con más frecuencia, y que sirve de base a la mayor parte de los tratados de comercio; pero se equivoca el objeto de la cuestión. Se pretende que están autorizadas las naciones para hacerse todo el mal que puedan. Yo lo concedo, aunque no estoy convencido de ello; mas no se trata aquí de sus derechos, sino de sus intereses.

Una nación que nos priva de la facultad de comerciar en ella, nos perjudica incontestablemente, privandonos de las ventajas del comercio exterior con respecto a la misma; y en consecuencia, si haciendo que tema un perjuicio igual en sus intereses, se logra determinarla u destruir las barreras que pone, sin duda se puede aprobar este medio como una medida puramente política. Pero esta represalia que causa un perjuicio a nuestro rival, nos lo causa también a nosotros mismos; porque no oponemos una defensa de nuestros propios intereses a una precaución interesada que tomaron nuestros rivales, sino que nos hacemos un mal por hacerles a ellos otro. Nos privamos de relaciones útiles, a fin de acarrearles la misma privación. Sólo se trata de saber hasta qué punto amamos la venganza, y cuánto queremos que nos cueste153.

No trataré de notar todos los inconvenientes que acompañan a los tratados de comercio, pues para ello sería necesario comparar sus clausulas más usadas con los principios que se establecen en toda esta obra; y así me limitaré a observar que casi todos los tratados de comercio que se han hecho entre los modernos, están fundados en la supuesta ventaja y posibilidad de saldar la balanza comercial con dinero efectivo. Pero si esta ventaja y esta posibilidad son puras quimeras, las utilidades que se han logrado con los tratados de comercio no han podido proceder de otra causa que del aumento de libertad y de la consiguiente facilidad de comunicación de unas naciones con otras, y de ningún modo de las clausulas que contenían; a no ser que alguna potencia se haya valido de su preponderancia para estipular en su favor unas ventajas que no pueden tener otro concepto que el de tributos paliados, como lo ha ejecutado Inglaterra con Portugal. Esta es una exacción de la misma especie que cualquiera otra.

Observaré también que ofreciendo los tratados de comercio favores especiales a una nación extranjera, son actos, sino hostiles, a lo menos odiosos a todas las otras naciones. No se puede sostener la concesión hecha a unos sino negándola a otros. De aquí causas de enemistades, y gérmenes de guerra siempre funestos. Es mucho más sencillo, y he demostrado que sería mucho más útil, tratar a todos los pueblos como amigos, y no imponer sobre la introducción de las mercancías extranjeras sino derechos análogos a aquellos con que está cargada la producción interior.

A pesar de los inconvenientes que he notado en las prohibiciones de los géneros extranjeros, sería sin duda temeridad abolirlas de repente. Un enfermo no se cura en un día, y las naciones deben ser tratadas con iguales miramientos, aun en el bien que se les hace. ¡Cuántos capitales, cuántas manos industriosas es necesario respetar, aunque aquellos y éstas estén empleados en fabricar géneros de monopolio, y aunque esta fabricación sea un abuso! Se necesita tiempo para que los capitales y las manos puedan emplearse en crear productos más ventajosos a la nación. Quizá se necesita toda la habilidad de un grande estadista para cicatrizar las llagas que ocasiona la extirpación de esa lupia voraz a que se da el nombre de sistema reglamentario y exclusivo: y cuando se considera maduramente el perjuicio que causa después de establecido, y los males que puede acarrear al abolirle, ocurre esta reflexión natural: Si es tan difícil restituir la industria ¡con cuánta reserva se deberá proceder cuando se trata de quitársela!

No se han contentado los gobiernos con poner trabas a la introducción de los géneros extranjeros, sino que persuadidos siempre de que era necesario que su nación vendiese sin comprar, como si esto fuera posible; al mismo tiempo que han sujetado a una especie de multa a los que compraban del extranjero, han solido ofrecer gratificaciones con el nombre de primas o precios de estímulo, al que le vendía géneros del país.

El gobierno inglés particularmente, aun más celoso que los otros en favorecer la salida de los productos del comercio y fábricas de la Gran Bretaña, se ha servido mucho de esta clase de estímulo154. Fácil es de comprehender que el negociante que recibe una gratificación a la salida, puede, sin perder nada, dar en el extranjero su mercancía a un precio inferior al que le tiene de costa cuando llega allá. «Nosotros no podemos, dice Smith con este motivo, obligar a los extranjeros a que nos compren exclusivamente los objetos de su consumo; y en consecuencia los pagamos para que nos concedan este favor».

En efecto, si la mercancía que un negociante inglés envía a Francia, le tiene allí de costa 100 francos, inclusa la ganancia de su industria, y este precio no es inferior a aquel con que se puede adquirir en Francia la misma mercancía, no habrá razón para que venda la suya con exclusión de cualquiera otra. Mas si el gobierno inglés concede, en el acto de la exportación, una prima de 10 francos y por este medio se da la mercancía en 90 francos en lugar de los 100 que valdría, obtiene seguramente la preferencia. ¿Pero no es este un regalo de 10 francos que hace el gobierno inglés al consumidor francés?

Se entiende muy bien que el negociante pueda tener utilidad en este orden de cosas, porque él gana lo mismo que si la nación francesa pagase el género por todo su valor; pero la Inglaterra pierde en este tráfico diez por ciento con la Francia, supuesto que ésta no envía más que un retorno de valor de noventa francos en cambio de una mercancía que vale ciento155. Cuando se concede la prima, no en el momento de la exportación, sino desde el origen de la producción, como el producto puede venderse a los nacionales del mismo modo que a los extranjeros, es un presente de que se aprovechan los consumidores nacionales y los del extranjero. Si, como sucede algunas veces, se la embolsa el productor, sin dejar por eso de mantener la mercancía en su precio natural, entonces es un presente hecho por el gobierno al productor, el cual queda además pagado con el producto ordinario de cu industria.

Cuando la prima excita a crear un producto, que no tendría efecto sin ella, ya sea para el uso interior, o ya para el del extranjero, resulta de ella una producción perjudicial, porque cuesta más de lo que vale.

Supóngase una mercancía que estando ya concluida no pueda venderse sino por 24 francos; y supongamos también que cuesta por gastos de producción, (incluyendo la ganancia de la industria que la produce) 27 francos: es claro que nadie querrá encargarse de fabricarla, por no sufrir una pérdida de 3 francos. Mas si el gobierno, para fomentar este ramo de industria, consiente en sufrir esta pérdida, es decir, si concede sobre la fabricación de este producto una prima de 3 francos, entonces se verificará la fabricación, y el tesoro público, esto es, la nación habrá sufrido una pérdida de 3 francos.

Se ve por este ejemplo la especie de ventaja que resulta de proteger cualquier ramo de industria que no puede prevalecer por sí mismo. Esto es querer que se trabaje en una producción perjudicial, en que se hace con pérdida un cambio de anticipaciones por productos.

Si una industria debe dejar alguna utilidad, no necesita de estímulo; y si no ha de dejarla, no merece que se la estimule. En vano se diría que el estado puede aprovecharse de una industria que no diese utilidad alguna a los particulares: porque ¿cómo puede ganar el estado sino por mano de estos?

Se dará quizá por sentado que el gobierno saca más de las imposiciones sobre tal producto, que lo que le cuesta su fomento; pero entonces paga con una mano para recibir con otra. Disminuya el impuesto otro tanto como importa la prima, y el efecto será el mismo para la producción ahorrándose además los gastos de la administración de primas, y parte de la de impuestos.

Anuque las primas sean costosas, y disminuyan la masa de las riquezas que posee una nación, hay sin embargo algunos casos en que le conviene sufrir esta pérdida, como cuando se trata, por ejemplo, de asegurar productos necesarios a la seguridad del Estado, aunque cuesten más de lo que valen. Queriendo Luis XIV reponer la marina francesa, concedió 5 francos por tonelada156 a todos los que aprestasen buques, porque deseaba crear marineros.

Tal es también el caso en que la prima no es más que el reembolso de un derecho pagado anteriormente. De este modo conceden los Ingleses, al tiempo de exportar el azúcar refinado una prima, que no es en realidad más que el reembolso de los derechos pagados por el azúcar común y el terciado.

Quizá será también conveniente que un gobierno conceda algún auxilio a una producción anque cause pérdida al principio, debe dar ganancias seguras al cabo de pocos años. Smith no es de este dictamen.

«No hay auxilio ni estimulo, dice, que pueda hacer adelantar la industria de una nación más de lo que permite el capital de esta nación empleado en promoverla. Su efecto necesario será distraer una porción del capital de cierta producción, para dirigirla a otra; y no es de suponer que esta producción forzada sea más ventajosa a la sociedad que la que hubiera sido naturalmente preferida. El estadista que quisiese dirigir la voluntad de los particulares acerca del uso de su industria y de sus capitales, no sólo se tomaría un cuidado inútil, sino también fatal, cuando le viésemos confiado a un solo hombre o a un consejo, por más ilustrados que se les suponga, y que sobre todo no pudiera caer en peores manos que las de unos administradores tan locos que se imaginasen capaces de encargarse de él... Aun cuando la nación hubiese de carecer de cierto ramo de industria, por no tener semejantes reglamentos, no por eso sería más pobre en lo sucesivo, porque de aquí se inferiría que aun en lo sucesivo habría podido emplear sus capitales de un modo más ventajoso157».

Smith tiene razón sin duda en lo sustancial; pero hay circunstancia que pueden modificar la proposición, generalmente cierta de que cada uno es el mejor juez de su industria y de sus capitales.

Smith escribió en un tiempo y en un país en que estaban y están aun los hombres muy ilustrados acerca de sus intereses, y muy poco dispuestos a descuidar las ganancias que pueden resultar del uso, cualquiera que sea, de los capitales d industria. Pero no han llegado aun todas las naciones a este grado de conocimientos. ¡Cuántas hay, en que por preocupaciones que sólo puede vencer el gobierno, se está muy lejos de adoptar varios medios con que pudieran emplearse admirablemente los capitales! ¡En cuántas ciudades y provincias se siguen por una ciega rutina los antiguos usos de poner el dinero a ganancias! En unas partes sólo se sabe imponerle a censo sobre tierras; en otras sobre casas, y en otras en emplearle en los cargos y empréstitos públicos. Cualquiera aplicación nueva del poder de un capital es en estos parajes un objeto de desconfianza o de desprecio: y la protección concedida a un uso verdaderamente provechoso del trabajo y del dinero pudiera llegar a ser un beneficio para el país.

En fin, puede haber alguna industria que acarree pérdidas al empresario que la promueva por sí solo, y que sin embargo sea capaz de producir ganancias muy considerables, cuando los obreros estén acostumbrados a ella y se hayan dado los primeros pasos.

Hay actualmente en Francia las más hermosas fábricas de sedas y paños que se conocen en el mundo; y quizá son obra de los oportunos estímulos de Colbert, el cual adelantó 2000 francos a los fabricantes por cada telar que tuviesen ocupado. Aquí debe notarse de paso que esta especie de estímulo tenía una ventaja muy particular, porque acostumbrando el gobierno exigir de los productos de la industria privada unas contribuciones cuyo importe de nada sirve para la producción, aquí por el contrario se volvía a emplear parte de las contribuciones de un modo productivo; aumentándose con una parte de la renta de los particulares los capitales productivos del reino. Apenas se hubiera podido esperar otro tanto del discernimiento y del interés personal de los particulares mismos158. No es este el lugar donde debe examinarse cuánta margen dan los estímulos, en general, a las dilapidaciones, a los favores injustos y a todos los abusos que se introducen en los asuntos de los gobiernos. Después de haber concebido el más hábil estadista un plan evidentemente bueno, se ve entorpecido muchas veces por los vicios que no pueden menos de acompañar a su ejecución. Uno de estos inconvenientes es el de conceder, como sucede casi siempre, los estímulos y los demás favores de que disponen los gobiernos, no a los que tienen la habilidad necesaria para merelos, sino a los que poseen el arte de solicitarlos.

Por lo demás, no pretendo vituperar las distinciones ni aun las recompensas pecuniarias concedidas públicamente a ciertos artistas y artesanos, en premio de un esfuerzo extraordinario de su ingenio y de su destreza. Los estímulos de esta especie excitan la emulación y aumentan la masa de las luces generales, sin distraer la industria y los capitales de su uso más ventajoso. Por otra parte, ocasionan un gasto poco considerable, si se compara con lo que cuestan en general los demás estímulos. La prima para fomentar la exportación de granos ha costado a Inglaterra en ciertos años, según Smith, más de siete millones de francos: y no creo yo que el gobierno inglés, ni otro alguno, haya gastado jamás en premios de agricultura la quincuagésima parte de esta suma en el discurso de un año.



Arriba
Anterior Indice Siguiente