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Blanca de los Ríos, escritora de cuentos

Ángeles Ezama Gil


Universidad de Zaragoza



Pocos son los datos biográficos que se conocen de esta escritora sevillana, de larga vida (1862-1956) e ilustre estirpe (su padre, Demetrio, fue un prestigioso arquitecto, arqueólogo y escritor; su madre, María Teresa Nostench, estimable pintora1; su tío, José Amador, el autor de la Historia crítica de la literatura española), aunque es mucho más de lo que se sabe sobre otras escritoras del periodo. En su larga trayectoria intelectual su vocación más señalada fue la literaria, que se inició hacia finales de los años 70 con sus primeros escarceos poéticos y narrativos, y que alcanzó sus mejores frutos en el terreno de la erudición; esta dedicación le valió diversos reconocimientos, entre ellos algunos premios de poesía y el otorgado por la Academia Española a su Estudio biográfico y crítico de Tirso de Molina; en el desempeño de la misma dirigió también varias revistas: Cultura española (cuya sección de literatura condujo en 1909), La basílica teresiana (en su segunda etapa, a partir de 1907) y Raza española (publicación que creó y editó ella misma y que fue sostenida en gran parte a sus expensas, entre 1919 y 1930). Desarrolló, además, una intensa labor americanista, plasmada en artículos, folletos y conferencias. Por todo ello, fue objeto de diversos reconocimientos públicos, que culminaron en 1924 con la concesión de la gran cruz de Alfonso XII y el homenaje consiguiente2.

Entre los géneros de creación literaria, el cuento ocupa un lugar relevante en la producción de Blanca de los Ríos, ya que lo practicó de manera constante entre 1898 y, al menos, 1926. Sus relatos fueron publicados en revistas como Blanco y negro, La revista moderna, Revista contemporánea, Hispania, La Ilustración española y americana, La basílica teresiana, La lectura, Hojas selectas, Nuevo mundo y Raza española; posteriormente estos cuentos y algunos otros, de cuya publicación periodística no tenemos constancia, fueron recogidos en los volúmenes La rondeña (cuentos andaluces). El salvador (cuentos varios), en Obras completas, 1. (Madrid, Bernardo Rodríguez, 1902) y El tesoro de Sorbas (cuernos) en Obras completas, VI (Madrid, Bernardo Rodríguez, 1914).

Las diferencias entre las versiones periodística y libresca de los relatos son inexistentes en la mayor parte de los casos, si bien se detectan variantes de estilo en algunos como «El pan de la guerra», «Marines y Gumieles», «El molino de los Gelves» y «La dogaresa»; no obstante, el cuento que presenta mayor número de variantes es «La saeta», tal vez debido a que la autora trata de forjar una prosa artística, con el consiguiente cuidado en los matices. Diferencia también significativa es la que existe entre el texto periodístico (con frecuencia acompañado de ilustraciones) y el texto libresco (que carece de tal aditamento), con resultados que, en ocasiones, responden de modo muy satisfactorio a las esperanzas de la autora; v. gr. Blanca de los Ríos dedica su cuento «Moreno, el de Zalamea» a Gonzalo Bilbao, ilustrador del texto para la revista Hispania, aduciendo la siguiente razón: «Al ilustrar -para la revista Hispania, en que se publicó- el presente relato el lápiz del insigne autor de La siega, hizo una verdadera creación de la figura del protagonista; a Gonzalo Bilbao pertenece, pues, de derecho Moreno el de Zalamea».

Los cuentos de Blanca de los Ríos que voy a considerar son, primordialmente, los de la colección de 1902, y algunos otros sueltos publicados hasta esa fecha3; ocasionalmente, citaré algunos posteriores cuando el desarrollo del trabajo así lo requiera, habida cuenta que no se aprecia una variación sustancial entre unos y otros ni en temas ni en estilo.

Los cuentos publicados hasta 1902 son eminentemente realistas (hecha excepción de los alegóricos «Villavetusta y Villamoderna» y «Los altos juicios de Dios») y se alimentan de dos fuentes: una casticista, popular, ligada al costumbrismo, y otra realista-naturalista (ocasionalmente con algún toque modernista) con poso romántico, ilustradas ambas, respectivamente, en los dos títulos que integran la colección de 1902, La rondeña (cuentos andaluces), El salvador (cuentos varios).

La primera enraíza en la procedencia sevillana de la autora y con ella Doña Blanca se sitúa en el punto de cruce entre el costumbrismo y el cuento4, si bien del lado de éste. La filiación costumbrista es manifiesta en cuentos andaluces como «El molino de los Gelves» («¡qué cuadro digno de la pluma de los grandes costumbristas el que se ofreció a nuestra contemplación profana!») y «Nieta de reyes» («Yo no sé si el tipo femenino será, por misterios fisiológicos, suma y trasunto de la naturaleza ambiente; pero consigno mi impresión de que en Andalucía cada provincia da su mujer que la condensa y personifica»). También en relatos como «La rondeña», «El Padre 'Me alegro»' y «Marines y Gumieles» en los que aparecen los tipos de la gitana y el jaque o majo, tipos andaluces que son presencia habitual en colecciones costumbristas de la segunda mitad del siglo XIX como Las mujeres españolas, americanas y lusitanas pintadas por sí mismas5, colección en la que la propia escritora colaboró con dos artículos, dedicados respectivamente a «La hija del pueblo (costumbres sevillanas)» y a «La gitana».

En los cuentos de La rondeña el espacio es andaluz, con una cierta preferencia por Sevilla («El padre 'Me alegro'», «La casa a flote») y ocasionalmente por Ronda («La rondeña»), los protagonistas suelen ser tipos del pueblo («Chelite», «Moreno, el de Zalamea») o representantes de la raza gitana («El molino de los Gelves», «Nieta de Reyes»), presentados bajo una mirada llena ele simpatía, que se expresan en un lenguaje plagado de dialectalismos fonéticos y vulgarismos (excepto en «La saeta» y «Marines y Gumieles»), y ocasionalmente recurren a la copla y al baile como modo de expresión («Marines y Gumieles») o se ven envueltos en historias trágicas cuyas causas son, bien el amor («La rondeña», «El molino de los Gelves»), bien la guerra («Marines y Gumieles»).

El costumbrismo, con su reivindicación de las señas de identidad autóctonas, le sirve a Blanca de los Ríos para hacer una defensa de la nacionalidad y la raza españolas, ya que, como escribe en el artículo que dedica a «La hija del pueblo (costumbres sevillanas)»: «El pueblo que pierde sus costumbres pierde, en cierto modo, su nacionalidad, y de contado, su fisonomía»6. Así, «Moreno, el de Zalamea» representa una defensa del tipo nacional del campesino honrado a machamartillo; en «La casa a flote» se elogia como virtud del alma andaluza la alegría, «que es nuestra levadura étnica, nuestra savia nacional tan propia como lo es de las cepas jerezanas el dorado mosto que inspira los cantares de mi tierra andaluza»; en «Nieta de Reyes», en fin, Angustias es presentada como una encarnación de la raza andaluza.

La defensa de los valores nacionales de la raza latina es motivo recurrente en diversos escritos y conferencias de Blanca de los Ríos, que ilustran la reacción nacionalista que tiene lugar en el fin de siglo en todos los países latinos, y que se traduce en la búsqueda de una solución a los males del país en la antigua historia, las instituciones nacionales, la psicología nacional y las raíces artísticas; esta reacción nacionalista no excluye el concepto de latinidad, sino que se afirma y se nutre de él7. Entre los cuentos de la autora el que mejor refleja esta defensa de los valores nacionales y una apuesta por la raza latina frente a la anglosajona es «Villavetusta y Villamoderna», relato epistolar en el que, tras la crisis del 98, se plantea una propuesta de regeneración para el país, de carácter cristiano, inspirada en la práctica de la fe y la caridad, así como de las virtudes de la raza latina:

Pretenden que España para regenerarse debe renunciar a su pasado, a su fe, a sus ideales, a sus arrebatos y sentimentalismos, a sus arranques de piedad y de heroico valor... Pero ¿España, sin todo eso, será España?

Quieren que para reconstituirnos renunciemos al ideal, al elemento de eterna renovación y a la leyenda, la santa levadura de nacionalidad, la poderosa cohesión que mantenía unidas bajo una bandera tantas razas diversas -harto propensas a desgranarse- y pretenden que para ser mejores desechemos todo lo bueno que nos resta [...].

No, no se regeneran los pueblos destruyendo sus caracteres étnicos, sino acertando a darles el mejor empleo.


Villavetusta y Villamoderna representan, respectivamente, la cultura latina y la cultura anglosajona; la primera implica una sociedad cristiana, en tanto que la segunda se desarrolla en una sociedad cuyo único dios es el progreso y en la que los hombres no se preocupan por el alma; frente a la cultura anglosajona, el cuento de Blanca de los Ríos invita a «no desespañolizarnos», a «representar el ideal ante los que se jactan de representar la fuerza bruta», a amalgamar «el esfuerzo con el ideal»:

Consagremos al trabajo las virtudes de nuestra raza sobria, valerosa y sufrida como ninguna, y probemos a la orgullosa raza anglosajona que aplicando al trabajo el ímpetu y la invencible obstinación de nuestra sangre podremos ser tanto como ellos en lo material, mientras, ellos con todo su poder material, jamás acertarán a emular las virtudes creadoras y los arrestos heroicos de nuestra inmortal raza latina.


Por otra parte, los cuentos de corte realista-naturalista suelen estar localizados en un espacio madrileño («Ante Dios», «Rosa Lunaria») o cosmopolita («El sabor de la vida», «La dogaresa»); el ambiente es a menudo intelectual («El talón de Aquiles», «Rosa Lunaria») o aristocrático («La caridad de Malvina», «El día de sol»), y sus protagonistas recurren con cierta frecuencia al uso de extranjerismos lingüísticos, v. gr. en «El sabor de la vida», el dandy protagonista, un personaje de educación cosmopolita, hace suyas numerosas voces y expresiones de las lenguas italiana, francesa e inglesa (gentleman, à outrance, La City, veston, snobismo, dollars, eperdu, parvenus, hall, joule, cachet, en maître, social gosip, bavardage, yatch, diretissimi, nabab, vaporetti, trou, penchant, enragé, shocking, demodée, arrière-goûts, dilettante, Très volontier, yanki, a l'aria aperta, bambini, frank brutality).

Entre estos relatos los más interesantes son los que se desarrollan en ambientes intelectuales, en los que es frecuente encontrar dejos románticos (en «El salvador» el protagonista es médico y poeta que padece el achaque del romanticismo) y decadentistas (en «El sabor de la vida» el protagonista es el tipo del dandy, snob, pagano, cosmopolita y decadente, inclinado a todos los goces que la vida ofrece, incluidos los intelectuales, pero incapaz de sentir el más mínimo afecto por su prójimo), y se recrean tópicos como el de la coincidencia entre neurosis y genialidad («La saeta», «El salvador»). «Rosa Lunaria» es un buen exponente de este grupo de relatos: en un ambiente de bohemia madrileña se reúnen varios personajes, entre ellos el golfo Pepe Sutis («un degenerado, un perdido irredimible») y el donjuanesco Pepe Nerva («maestro en dandysmo, moderno Brumell, D. Juan impenitente»), al que Sutis imagina como protagonista de «una novela psico-fisiológica modernista» de raíz romántica («-¿Y si yo os dijese que la incógnita es, en efecto, un misterio vivo, un enigma impenetrable, una mujer sin nombre, ni edad, ni pasado conocidos? -¿Pero estamos en 1830? ¿Se ha estrenado ya el Hernani?), de una historia amorosa cuya co-protagonista es la propia madre de Sutis, de profesión prostituta («se susurra que Rosa tiene su leyenda, su novela, no menos sensacional que la de la más romántica 'Violeta' o 'Coralia'»).

Pero, sea cual sea el ambiente que se recrea en estos cuentos, todos ellos coinciden en ilustrar unos mismos temas (la religión, la historia patria, el arte), sin duda reflejo de las inquietudes más profundas de su autora.

De la profunda religiosidad de Doña Blanca dan buena cuenta muchos de sus relatos, imbuidos de un hondo sentimiento cristiano, cuya inexistencia el narrador deplora en las ciudades modernas como Villamoderna (vid. supra) y entre los dandys cosmopolitas y decadentes: «¡Pobres degenerados de la civilización esos para quienes la Historia ha retrocedido diez y nueve siglos, son verdaderos paganos y viven como si todavía no hubiera nacido Jesús!» («El sabor de la vida»). El acatamiento de los designios divinos parece ser la clave de la existencia para e! narrador, que estima que el hombre no debe atreverse a cuestionarlos, porque «los altos juicios de Dios son inescrutables» («Los altos juicios de Dios»), y que considera justo que si el hombre desafía a Dios sea castigado (en «En la voladura» el ateo llamado Juan sin Dios niega y reta a Dios, siendo castigado por ello con la mutilación física en la guerra).

Desde este planteamiento cristiano de la existencia algunos de sus cuentos, que tienen un marcado carácter ejemplar, canalizan una prédica sobre la práctica de la caridad y sobre la vida del más allá. La caridad aparece ilustrada en personajes como la condesa Clara («La casa a flote») y el coronel Pacheco («El espejo»), así como el egoísmo disfrazado de caridad en Malvina Dávila («La caridad de Malvina»), y se advierte sobre las excelencias de la caridad en «El sabor de la vida»:

lloré y recé por [...] por el triste epicúreo avaro de sensaciones y tan indigente de goces espirituales que desconocía las dulzuras del recuerdo, mística persistencia de lo pasado; la fruición divina de la caridad, sublime comunión de las almas, y el regalo sobrenatural de la oración, puerta de amor abierta a lo infinito, por donde el alma se comunica con su Dios.


El otro mundo está presente en «Villavetusta y Villamoderna» («el representante de la otra vida, de la vida inmortal y sobrehumana del espíritu, no menos real, no menos intensa y apremiante y más grande y poderosa y más necesitada de auxilio y protección que la vida limitada y efímera de la carne»), «El día de sol» («¡Será que a los que no lo alcanzamos en la tierra, Dios nos guarda, para más allá de la vida, otro día de un sol que no se apaga!») y «La cabeza enamorada» («¿Qué suerte hubiera sido la de Moncho, si no existiera más allá de ésta una vida sólo para las almas?»), culminando en un cuento posterior a 1902, «La otra vida» (Blanco y Negro, 25 julio 1903), en que María trata de convencer al escéptico Jaime de la existencia de otra vida: «¿No ves que este vivir tan breve e incompleto no es sino como esbozo y vislumbre de otro más alto y supremo? [...] ¿No sientes en ti mismo, a través de estas exterioridades que nos distraen de lo eterno, el preludio y como el despuntar de otra vida?».

Otras consideraciones de orden cristiano tienen que ver con la práctica del sacramento de la penitencia (en «Ante Dios» se ponen en evidencia las excelencias de dicho sacramento, capaz de alejar la tentación de adulterio y con ello de salvar el alma de Mercedes y Julián), o la del amor al prójimo (en «Marines y Gumieles» la mediación del Padre Cordiales consigue que cedan los enfrentamientos ancestrales entre dos familias, interponiendo el perdón para dejar de lado el odio y sustituirlo por el amor al prójimo). Este último sentimiento cristiano se halla representado en la prosa de Doña Blanca en San Francisco de Asís, al que la autora dedicó algunos ensayos y conferencias8 y que es presencia importante en sus relatos si bien con posterioridad a 1902 («El cuento del franciscano», «La esclava» y «Sor San Francisco», publicados en 1919, 1922 y 1926 respectivamente, en Raza española).

La historia patria reciente es también evocada con asiduidad en estos cuentos, en particular a través de los conflictos bélicos más próximos a la autora, como son los enfrentamientos con motivo de la República del 73 en Sevilla («Por la república», «En la voladura») y la guerra de Cuba («Las últimas escenas», «Marines y Gumieles», «La madre del asistente» y «Patria»), cuya trascendencia para la historia de España se recuerda en «Villavetusta y Villamoderna». En todos estos relatos se muestran los nefastos efectos de la guerra (la mutilación, la muerte) y se enfatiza el valor del patriotismo, del que Blanca de los Ríos fue, en opinión de sus contemporáneos, acendrada defensora9; el momento de máximo ardor patriótico lo representa para la escritora la guerra de la Independencia («somos nosotros los españoles del año 8, en que hubo hecatombes de cincuenta mil víctimas como en Zaragoza? ¡No, no somos los mismos; ya no tenemos ni aquel heroísmo sublime ni aquella increíble resistencia!», «Villavetusta y Villamoderna»), sentimiento que sigue alentando en el fin de siglo tras la pérdida de las últimas colonias:

yo respiraba allí aquella aura flamígera y gloriosa que envolvió la cubierta del Nepomuceno, cuando Churruca, herido mortalmente, cayó gritando: «No es nada. Siga el fuego», la misma que flotaba en el Parque de Madrid el Dos de Mayo, la misma que seguiremos respirando los españoles mientras tengamos soplo de vida, cuando alguien niegue ante nosotros el santo nombre de la patria.


(«Patria»)                


La sensibilidad artística de Doña Blanca, en fin, se explicita en cuentos cuyo tema central es el del arte, como «La saeta» y «La dogaresa. Impresión veneciana», ambientados ambos, no por casualidad, en Italia, un país que la autora conocía bien por haberlo visitado en varias ocasiones y con el que sentía una estrecha afinidad espiritual, que le llevó a estimar su lengua y su arte10. Los dos cuentos citados son auténticos relatos de artista, en la línea de esta modalidad narrativa de tan notorio éxito en la literatura de los siglos XIX y XX, una de cuyas mejores representantes en nuestra literatura fue la ilustre amiga de Blanca de los Ríos, Emilia Pardo Bazán; Yolanda Latorre ha trabajado sobre el concepto pardobazaniano de 'transposición artística'11, concepto que comprende la descripción detallada de un objeto de arte pero también el traslado del valor conceptual o estructural del arte a la literatura (este traslado, en el caso de la pintura y la escultura, puede realizarse de dos modos: descripción de un objeto artístico, descripción de la realidad configurada lingüísticamente como un objeto artístico), y cuyo resultado es el de una escritura de artista similar a la de los Goncourt y llena de referencias pictóricas.

«La saeta» es un relato de artista, de aprendizaje artístico, cuyo protagonista, Felipe Sidonia, de la estirpe de los costumbristas andaluces Jiménez Aranda, García Ramos y Villegas, es pintor luminista y colorista, de temperamento exquisitamente sensible, cuya formación pictórica culmina en Italia (Roma, Florencia, Nápoles, Venecia) donde conoce el prerrafaelismo y profundiza en el color; Sidonia experimenta una crisis mental cuando trata de encontrar el rostro para pintar a María, resolviéndose dicha crisis con una vuelta a sus raíces sevillanas.

En «La dogaresa», por su parte, se le ofrece al lector una impresión de la ciudad de Venecia, plena de romanticismo, donde se mezclan las magníficas arquitecturas (que hacen de Venecia una auténtica joya) con un «inolvidable cuadro» representado por una niña tísica y su joven madre, en el que puede adivinarse la etérea presencia de la muerte:

¡Dios mío, qué cuadro, que nuevo triunfo de la muerte brindaba a los pintores simbolistas aquel rincón histórico! La madre viendo avanzar hacia la rubia cabecita de la Dogaresa gentil el descarnado espectro invisible para la amenazada virgen, y enmascarando con heroicas sonrisas su terror apocalíptico; la hija viendo en las fugitivas palomas el símbolo del alma que va a levantar el vuelo, y sonriendo también a la madre, como si en aquel tumulto de alas no viese más que un alegre juego que la tornaba a sus niñeces.


Pero la plasmación de la realidad en modo artístico no es sólo característica de estos dos cuentos, sino de la mayor parte de los de la autora, que, dotada de una aguda sensibilidad visual, ofrece en sus relatos descripciones provistas de notable plasticidad y pintoresquismo, en las que la realidad se configura como un cuadro («brochazos de varias y ricas entonaciones que manchaban las márgenes del gran cuadro como si la Mano suprema hubiérase gozado en probar por aquellos límpidos horizontes los pinceles empapados en iris» en «Chelite»; «Las figuras del cuadro, la Marquesa y la valetudinaria sirviente, dignas del fondo arqueológico» en «El día de sol»), se enfatiza la importancia del color y de la luz y la realidad se ofrece tamizada a través de referentes pictóricos.

La importancia concedida al color y la luz enlaza la prosa de Blanca de los Ríos con la pintura impresionista; ambos son aspectos inseparables en la captación de la realidad, así, en «La saeta» se señala como principal mérito de Sidonia «el esplendor y verdad con que reproducía la luz; era, sobre todo, un prodigioso luminista, con lo que no hay que decir si sería colorista, ya que en pintura la luz y el color son inseparables»; ambos aspectos los encuentra el narrador reunidos en Sevilla («La saeta»), pero también en Venecia («La saeta», «La dogaresa»).

La paleta colorista de la autora prefiere los colores matizados para el paisaje (pajizo, sienoso, ceniciento, verdiplata, verdiazul) y los puros para la descripción física (negro, blanco, amarillo, rojo, azul). El color se expresa mediante el neologismo adjetivo obtenido por composición («pitas verdiazules» en «Chelite», «olivos verdiplata» en «El molino de los Gelves», «los calientes tonos roji-sienosos» en «La dogaresa»), la matización del adjetivo mediante otro adjetivo («su palidez ebúrnea» en «La dogaresa») o mediante un sintagma preposicional («vestía un traje rojo de tonos de brasa» en «La dogaresa»), la calificación sustantiva o verbal («la cerrada negrura de la mata de pelo que en ondas lustrosas azuleaba sobre el tostado cuello» en «El molino de los Gelves»), la calificación que no define los colores sino que los evoca por su semejanza con los de objetos o materiales conocidos: adjetivos («pajizos, sienosos, cenicientos» en «Chelite», «los níveos dientes» en «El molino de los Gelves»), sintagmas formados por «sustantivo+de+sustantivo» («los colores de trigo y fuego de su tez», «sus ojos de llama», «los rayos de sombra de sus pestañas» en «El molino de los Gelves») o adjetivo+en+sustantivo («horizontes de suave ondulación bañados en amatista y oro», «los pinceles empapados en iris» en «Chelite»), y comparaciones («tenía el cutis delicado y pálido como alabastro oriental; el sedoso cabello rubio con el rubio de sol vinculado en las venecianas; las pupilas azules como el Adriático, y en torno a los ojos vago esplendor difuso como la niebla irisada que envuelve las remotas cumbres alpestres» en «La dogaresa»).

Por otra parte, la luz diurna, la más habitual en estos relatos, concede relieve a la realidad, convirtiéndola en juego de espejos, ya se trate de la luz sevillana:

donde quiera que cae el caliente raudal de la luz sevillana, saltan estrellas, vibran iris y esplenden aureolas, así sea en los vidrios del balconaje, que al moverse relampagueando bordan de estrías y redes luminosas las blancas paredes donde tan firmes se recortan las sombras y tan nítidas y transparentes se proyectan y entrecortan penumbras y reverberaciones, o en los ricos azulejos mudéjares de esmalte metálico, o en las cajas charoladas de los coches que centellean al pasar, o en las chapas, armas y trompetería del regimiento que marcha deslumbrando, o en las aguas del Guadalquivir que refulgen como lamas de fuego, o en los a líos ventanales de la catedral, donde finge el ocaso incendios de fragua o igniciones volcánicas y maravillosas.


(«La saeta»)                


O de la veneciana, donde los efectos de la luz se multiplican, al añadirle los reflejos en el agua, en cristales, joyas y espejos:

su rica decoración monumental, que tiene por fondo el bizantino joyel de San Marcos, con sus caladas arquerías, jaspes brilladores, mosaicos de oro y centelleantes ventanales; y el aéreo palacio de los Doges, que parece hecho para espejar su gentileza en el cristal azul de la laguna; y ciñendo los soportales, como lujoso cíngulo de pedrería, los cafés de muros de espejos y los escaparates deslumbrantes de joyas y gemas orientales, de fúlgidas lunas y multicolora cristalería veneciana, amontonada como fantásticas estalactitas en gruta prodigiosa; y bañándolo, abrillantándolo todo, la caliente luz de Italia.


(«La dogaresa»)                


Entre las imágenes pictóricas que sirven a la representación de la realidad en los cuentos de Blanca de los Ríos, ocupan un lugar preferente las relacionadas con la muerte, que se recrean en dos relatos, «El salvador» y «La capilla de los Dolores», y en otro posterior a 1902, «El pintor de la muerte» (Blanco y negro, 22 julio 1905).

Tanto en forma de danza como de triunfo (la representación más conocida es la del Campo Santo de Pisa)12, la muerte ha estado presente en el arte y la literatura ya desde la Edad Media, de todo lo cual quedan en España escasas representaciones de danzas de la muerte completas13 y varios triunfos de la muerte14; entre las representaciones pictóricas destacan los conocidos lienzos de Valdés Leal ('el pintor de la muerte'), «Jeroglífico del tiempo» y «Jeroglífico de la muerte» (ambos de 1671)15. Un objeto artístico mucho más cercano a Blanca de los Ríos que los citados, y conocido por ella16, es el tapiz alegórico propiedad de Emilia Pardo Bazán, que sirvió de inspiración a su novela La sirena negra (cap. V) y que la autora gallega describe brevemente en una nota de Los poetas épicos cristianos: «poseo un tapiz que representa la alegoría de la muerte, con las tres Parcas, Adán y Eva, las postrimerías, el alma justa y el alma condenada, etc.: en las cenefas se desenvuelven las conocidas escenas de la Danza macabra»17.

En los cuentos de Blanca de los Ríos citados se repiten las alusiones a Valdés Leal y a los triunfos de la muerte. En «El salvador» el narrador considera «los pudrideros de Valdés Leal [...] los cuadros de santos despellejados, los juicios finales o los triunfos de la muerte» como cosa de otros tiempos, ajena a un periodo en el que los hombres no piensan en la muerte, y evoca como modelo de la joven muerta a «la Santa Cecilia yacente que yo vi en Roma [...] la Santa Cecilia del Trastévere». Esta imaginería macabra culmina en un cuento posterior a 1902, «El pintor de la muerte», protagonizado por un pintor de nombre Fresneda cuya obsesión es pintar «muertos, calaveras, danzas macabras y espeluznantes pudrideros, a lo Valdés Leal», que vive «entre visiones macabras y triunfos de la muerte»; este pintor visita una levítica ciudad, donde un canónigo le lleva a medianoche a contemplar un terrorífico espectáculo en el claustro de la catedral que luego plasma en el lienzo en una Visión macabra:

en aquel agua flotaban formas terroríficas, perfiles de pesadilla, blancos esqueletos en cuyo hueco tórax simulaba ritmo de vida y respiración el ondular manso y acompasado de la linfa movible, calaveras en cuyos huecos alvéolos resplandecían ojos fantásticos de agua y luz de luna, cráneos pelados que nimbaban círculos de plata temblorosas, y en torno a los cuales flotaban sueltas cabelleras de hilado vidrio; mondados rostros entre cuyos blancos dientes estallaban risas de reflejos, murmullos de onda y gorgoteos siniestros y estertorosos. A veces un tronco acéfalo emergía entre rédales de agua y luz; a veces una malla calada de huesos revueltos y enredados, como siniestra vegetación acuática, derivaba lentamente entre lamas verdosas del estancado líquido y jaramagos caídos de los tejados del claustro.


Por otra parte, en «La capilla de los Dolores» se recrea una auténtica danza macabra:

diríase que un tumulto de ideas, inquietudes y visiones conturbadoras, alzándose medroso de las calladas tinieblas, cercaba en ronda macabra a la mísera devota, según estaba ésta de inquieta, nerviosa y azorada. Sobrecogida al ver que no podía rezar oración completa y donde quiera veía resplandores fosfóricos, calaveras reidoras, espectros y vestiglos espantables, se santiguaba presurosa y repetidamente..., la ronda de esqueletos, fantasmas y dragones de bocas flamígeras y pupilas fosforescentes crecía por momentos, y la mísera vejezuela no hallaba medio de evadirse del círculo espantoso.


Otra referencia pictórica de notable calado en la prosa de Blanca de los Ríos es la del Greco, presencia importante pero tardía, al igual que la del franciscanismo, corriente espiritual muy ligada a la obra del pintor cretense, que no aparece en sus cuentos anteriores a 190218; está presente en relatos como «La otra vida», «La venerable», «El pintor de la muerte» y «El tesoro de Sorbas», todos incluidos en la colección de 1914 (aunque los tres primeros fueron publicados en revista entre 1903 y 1905). A la misma inquietud espiritualista responde la presencia del misticismo prerrafaelista en «La saeta», cuyo protagonista, el pintor Sidonia, asume dicha estética, que le lleva a pretender fundir la forma de Rafael con el alma ascética de Fra Angélico.

Si de las inquietudes trascendentes nos trasladamos al plano de lo terrenal, encontramos otras referencias artísticas de menor calado y bastante tópicas, v. gr. los angelones murillescos («Chelite»), los niños dignos del pincel de Rubens («El sabor de la vida», «La caridad de Malvina»), la mujer de perfiles goyescos («Rosa Lunaria»), el monstruo de tintes goyescos: «Aquel espantoso paseo de un monstruo en un carro fúnebre, seguido y burlado de toda la hez humana, de la misma que asiste a las ejecuciones, parecía un disparatado sueño del Bosco o un capricho macabro de Goya» («La cabeza enamorada»).

Pero la construcción de la prosa de arte en estos cuentos se apoya, además, en recursos de orden retórico como el uso de las comparaciones, que remiten en su mayor parte al mundo material conocido y dotan de una gran plasticidad a la realidad que se describe, v. gr.: «comenzó a hablar, hablar sin tino, sin medida, sin rienda, como máquina desatada, como reloj descompuesto, como locomotora a todo vapor» («Chelite»); «su voz ametalada, angelical como la de los seises» («La saeta»); «limpio como el oro, derecho como un huso, recio como una encina y arrogante como un atleta» («Moreno, el de Zalamea»); «la copla soez y villana de ralea que acoceaba como pezuña de bestia, la copla aguda y maliciosa que pinchaba y escocía como alfilerazo femenino, la copla roja y candente como el odio de raza que escaldaba chirriando la carne viva, la copla infame y bajuna que pedía sangre como un salivazo en pleno rostro» («Marines y Gumieles»); «Frasquito era hermoso como una escultura griega, valiente como un héroe del Romancero y más arrogante que el mejor matador de toros en medio del redondel» («Por la república»); «seres tan leves y vagarosos como las palomas que parecen espíritus alados... alas blancas, negras, plomizas, tornasoladas, que como nerviosos abanicos vivientes se plegaban y desplegaban en torno a su busto rafaélico» («La dogaresa»).

El mismo fin tienen las largas series de enumeraciones, insertas en interminables construcciones nominales, que presentan una realidad exuberante hasta en sus mínimos detalles; de todo ello resulta una prosa que se recrea en sí misma, fundada en un vasto conocimiento de la lengua castellana, v. gr.:

No se sabía qué admirar más en aquella acabadísima persona, si los colores de trigo y fuego de su tez morena y sedosa, el brillo fascinador de sus ojos de llama dormidos bajo los rayos de sombra de sus pestañas, la frescura jugosa de sus labios turgentes y encendidos como guindas, el rebrillar de los níveos dientes cuando hablaba, la cerrada negrura de la mata de pelo que en ondas lustrosas azuleaba sobre el tostado cuello mal velado por rojo pañizuelo de percal floreado de blanco; no se sabía cuál era mayor belleza, si la de todas aquellas perfecciones y la armoniosa proporción de su cuerpo de estatua, o el no sé qué, la gracia, el encanto, el prestigio de hechicera gitana que se desprendía del andar, del hablar, del reír, del moverse, del ser entero de aquella hembra perturbadora, irresistible, casi siniestra, como dotada de un poder extraño, de cosa del otro mundo.


(«El molino de los Gelves»)                


Hízose entre los del bando colecta de sillas, acopio de tortas, aguardiente, piñonates, alfajores y masa frita; y desde media tarde empezaron a emperifollarse mozas y mozos, a componerse y asearse los viejos, y la chiquillería de ambos sexos a trasegar sillas y bancos, bandejas de golosinas, salvillas de copas y jarros de lo añejo a casa de los Gumieles. Al dar las oraciones ya no se cabía en ella de pie; el portal, la sala, las alcobas, la cocina y parte del soberao, hervían de gente alegre, emperejilada y bullanguera, que hacía temblar la endeble construcción con sus bailes, carreras y pataleos, y con sus voces, canciones, risotadas y relinchos.


(«Marines y Gumieles»)                


Si a tenor de lo expuesto podemos afirmar que los cuentos de Blanca de los Ríos merecen cuando menos ser estimados entre- los de sus contemporáneos por su capacidad de observación, su plasmación de la realidad en modo artístico y su diestro manejo de la lengua castellana (en particular sus cuentos andaluces, tan estrechamente ligados a las raíces de la autora), no podemos sin embargo olvidar que la construcción de buena parte de estos relatos nos muestra a una escritora inmadura, no muy diestra a la hora de plantear (v. gr. en «Por la república» y en «Los altos juicios de Dios» el desarrollo del relato es excesivamente prolijo, amén de inverosímil en el segundo de ellos) y resolver la trama narrativa (recurre asiduamente al desenlace melodramático con resultado de muerte o al aleccionamiento moralizador).

La construcción de la instancia narrativa denota la misma inmadurez, ya que tras esta ficción se transparenta de modo demasiado obvio la figura de la autora; los cuentos suelen estar relatados por un narrador en primera persona, con frecuencia de sexo femenino, testigo de los hechos, que traslada al lector recuerdos personales (en «El día de sol» manifiesta: «Hay recuerdos que se agarran a la memoria más fuertemente que la hiedra a las ruinas... ¿Por qué? Uno de ellos es el que ahora se empeña en venírseme a los puntos de la pluma»); en otros casos esta narradora se limita a introducir la narración y deja que sea otro personaje, estrechamente vinculado a ella, el que la cuente (v. gr. tanto en «El pan de la guerra» como en «Los altos juicios de Dios» son dos veteranos de la guerra de la Independencia -Miguel Roch y Julián, respectivamente-, ayos de la narradora en su niñez, los narradores principales). Esta narradora es, además, culta (hay muchas referencias literarias en el trasfondo de los cuentos, v. gr. en «El padre 'Me alegro'» la fuente posible del cuento es un relato de origen talmúdico presente en colecciones medievales latinas y que reelabora Don Juan Manuel en el Lucanor -ex. XVIII-; en «El pan de la guerra» el cañamazo sobre el que se construye el cuento son los Episodios Nacionales galdosianos, más concretamente Gerona) y sensible (vid. v. gr. el derroche de sensaciones auditivas, visuales y olfativas en «Chelite» -caps. I y II- y gustativas en «El sabor de la vida»).

Por todo ello resulta cuando menos exagerado parangonar la cuentística de Blanca de los Ríos con la de Emilia Pardo Bazán, como hace el escritor colombiano Antonio Gómez Restrepo cuando afirma: «Tres volúmenes de narraciones lleva publicados, que le dan un puesto, como cuentista, al lado de la Condesa de Pardo Bazán»19, ya que ni por el volumen, ni por la capacidad de invención, ni por la variedad aventaja a la autora gallega, aunque sí tal vez en el conocimiento y manejo de la lengua castellana, algo en lo que se muestra sumamente diestra, lo que le permite, además, forjar neologismos, semánticos y léxicos, mediante los que enriquece el idioma y lo dota de color y pintoresquismo (aborrascado, rieles en «La rondeña»; vedijosa, cliquetearon, verdiazules, rojimorena, espelurciados, pelimazorca, mostoso, humarajeando en «Chelite»; allegadizas, husmillo en «Moreno, el de Zalamea»; fuyente, enjuvenecía en «La dogaresa»; rostriamargo, enaridecida en «Ante Dios»).





 
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