Blanca de los Ríos, escritora de cuentos
Ángeles Ezama Gil
Universidad de Zaragoza
Pocos son los datos biográficos que se conocen de esta escritora sevillana, de larga vida (1862-1956) e ilustre estirpe (su padre, Demetrio, fue un prestigioso arquitecto, arqueólogo y escritor; su madre, María Teresa Nostench, estimable pintora1; su tío, José Amador, el autor de la Historia crítica de la literatura española), aunque es mucho más de lo que se sabe sobre otras escritoras del periodo. En su larga trayectoria intelectual su vocación más señalada fue la literaria, que se inició hacia finales de los años 70 con sus primeros escarceos poéticos y narrativos, y que alcanzó sus mejores frutos en el terreno de la erudición; esta dedicación le valió diversos reconocimientos, entre ellos algunos premios de poesía y el otorgado por la Academia Española a su Estudio biográfico y crítico de Tirso de Molina; en el desempeño de la misma dirigió también varias revistas: Cultura española (cuya sección de literatura condujo en 1909), La basílica teresiana (en su segunda etapa, a partir de 1907) y Raza española (publicación que creó y editó ella misma y que fue sostenida en gran parte a sus expensas, entre 1919 y 1930). Desarrolló, además, una intensa labor americanista, plasmada en artículos, folletos y conferencias. Por todo ello, fue objeto de diversos reconocimientos públicos, que culminaron en 1924 con la concesión de la gran cruz de Alfonso XII y el homenaje consiguiente2.
Entre los géneros de creación literaria, el cuento ocupa un lugar relevante en la producción de Blanca de los Ríos, ya que lo practicó de manera constante entre 1898 y, al menos, 1926. Sus relatos fueron publicados en revistas como Blanco y negro, La revista moderna, Revista contemporánea, Hispania, La Ilustración española y americana, La basílica teresiana, La lectura, Hojas selectas, Nuevo mundo y Raza española; posteriormente estos cuentos y algunos otros, de cuya publicación periodística no tenemos constancia, fueron recogidos en los volúmenes La rondeña (cuentos andaluces). El salvador (cuentos varios), en Obras completas, 1. (Madrid, Bernardo Rodríguez, 1902) y El tesoro de Sorbas (cuernos) en Obras completas, VI (Madrid, Bernardo Rodríguez, 1914).
Las diferencias
entre las versiones periodística y libresca de los relatos
son inexistentes en la mayor parte de los casos, si bien se
detectan variantes de estilo en algunos como «El pan de la
guerra», «Marines y Gumieles», «El molino
de los Gelves» y «La dogaresa»; no obstante, el
cuento que presenta mayor número de variantes es «La
saeta», tal vez debido a que la autora trata de forjar una
prosa artística, con el consiguiente cuidado en los matices.
Diferencia también significativa es la que existe entre el
texto periodístico (con frecuencia acompañado de
ilustraciones) y el texto libresco (que carece de tal aditamento),
con resultados que, en ocasiones, responden de modo muy
satisfactorio a las esperanzas de la autora; v.
gr. Blanca de los Ríos dedica su cuento
«Moreno, el de Zalamea» a Gonzalo Bilbao, ilustrador
del texto para la revista Hispania, aduciendo la siguiente
razón: «Al ilustrar -para la
revista Hispania, en que se publicó- el presente
relato el lápiz del insigne autor de La siega, hizo
una verdadera creación de la figura del protagonista; a
Gonzalo Bilbao pertenece, pues, de derecho Moreno el de
Zalamea»
.
Los cuentos de Blanca de los Ríos que voy a considerar son, primordialmente, los de la colección de 1902, y algunos otros sueltos publicados hasta esa fecha3; ocasionalmente, citaré algunos posteriores cuando el desarrollo del trabajo así lo requiera, habida cuenta que no se aprecia una variación sustancial entre unos y otros ni en temas ni en estilo.
Los cuentos publicados hasta 1902 son eminentemente realistas (hecha excepción de los alegóricos «Villavetusta y Villamoderna» y «Los altos juicios de Dios») y se alimentan de dos fuentes: una casticista, popular, ligada al costumbrismo, y otra realista-naturalista (ocasionalmente con algún toque modernista) con poso romántico, ilustradas ambas, respectivamente, en los dos títulos que integran la colección de 1902, La rondeña (cuentos andaluces), El salvador (cuentos varios).
La primera
enraíza en la procedencia sevillana de la autora y con ella
Doña Blanca se sitúa en el punto de cruce entre el
costumbrismo y el cuento4,
si bien del lado de éste. La filiación costumbrista
es manifiesta en cuentos andaluces como «El molino de los
Gelves» («¡qué
cuadro digno de la pluma de los grandes
costumbristas el que se ofreció a nuestra
contemplación profana!»
) y «Nieta de
reyes» («Yo no sé si el
tipo femenino será, por misterios
fisiológicos, suma y trasunto de la naturaleza ambiente;
pero consigno mi impresión de que en Andalucía cada
provincia da su mujer que la condensa y
personifica»
). También en relatos como «La
rondeña», «El Padre 'Me alegro»' y
«Marines y Gumieles» en los que aparecen los tipos de
la gitana y el jaque o majo, tipos andaluces que son presencia
habitual en colecciones costumbristas de la segunda mitad del siglo
XIX como Las mujeres españolas, americanas y lusitanas
pintadas por sí mismas5,
colección en la que la propia escritora colaboró con
dos artículos, dedicados respectivamente a «La hija
del pueblo (costumbres sevillanas)» y a «La
gitana».
En los cuentos de La rondeña el espacio es andaluz, con una cierta preferencia por Sevilla («El padre 'Me alegro'», «La casa a flote») y ocasionalmente por Ronda («La rondeña»), los protagonistas suelen ser tipos del pueblo («Chelite», «Moreno, el de Zalamea») o representantes de la raza gitana («El molino de los Gelves», «Nieta de Reyes»), presentados bajo una mirada llena ele simpatía, que se expresan en un lenguaje plagado de dialectalismos fonéticos y vulgarismos (excepto en «La saeta» y «Marines y Gumieles»), y ocasionalmente recurren a la copla y al baile como modo de expresión («Marines y Gumieles») o se ven envueltos en historias trágicas cuyas causas son, bien el amor («La rondeña», «El molino de los Gelves»), bien la guerra («Marines y Gumieles»).
El costumbrismo,
con su reivindicación de las señas de identidad
autóctonas, le sirve a Blanca de los Ríos para hacer
una defensa de la nacionalidad y la raza españolas, ya que,
como escribe en el artículo que dedica a «La hija del
pueblo (costumbres sevillanas)»: «El pueblo que pierde sus costumbres pierde, en
cierto modo, su nacionalidad, y de contado, su
fisonomía»
6.
Así, «Moreno, el de Zalamea» representa una
defensa del tipo nacional del campesino honrado a machamartillo; en
«La casa a flote» se elogia como virtud del alma
andaluza la alegría, «que es
nuestra levadura étnica, nuestra savia nacional tan propia
como lo es de las cepas jerezanas el dorado mosto que inspira los
cantares de mi tierra andaluza»
; en «Nieta de
Reyes», en fin, Angustias es presentada como una
encarnación de la raza andaluza.
La defensa de los valores nacionales de la raza latina es motivo recurrente en diversos escritos y conferencias de Blanca de los Ríos, que ilustran la reacción nacionalista que tiene lugar en el fin de siglo en todos los países latinos, y que se traduce en la búsqueda de una solución a los males del país en la antigua historia, las instituciones nacionales, la psicología nacional y las raíces artísticas; esta reacción nacionalista no excluye el concepto de latinidad, sino que se afirma y se nutre de él7. Entre los cuentos de la autora el que mejor refleja esta defensa de los valores nacionales y una apuesta por la raza latina frente a la anglosajona es «Villavetusta y Villamoderna», relato epistolar en el que, tras la crisis del 98, se plantea una propuesta de regeneración para el país, de carácter cristiano, inspirada en la práctica de la fe y la caridad, así como de las virtudes de la raza latina:
Villavetusta y
Villamoderna representan, respectivamente, la cultura latina y la
cultura anglosajona; la primera implica una sociedad cristiana, en
tanto que la segunda se desarrolla en una sociedad cuyo
único dios es el progreso y en la que los hombres no se
preocupan por el alma; frente a la cultura anglosajona, el cuento
de Blanca de los Ríos invita a «no desespañolizarnos»
,
a «representar el ideal ante los que se
jactan de representar la fuerza bruta»
, a amalgamar
«el esfuerzo con el ideal»
:
Por otra parte, los cuentos de corte realista-naturalista suelen estar localizados en un espacio madrileño («Ante Dios», «Rosa Lunaria») o cosmopolita («El sabor de la vida», «La dogaresa»); el ambiente es a menudo intelectual («El talón de Aquiles», «Rosa Lunaria») o aristocrático («La caridad de Malvina», «El día de sol»), y sus protagonistas recurren con cierta frecuencia al uso de extranjerismos lingüísticos, v. gr. en «El sabor de la vida», el dandy protagonista, un personaje de educación cosmopolita, hace suyas numerosas voces y expresiones de las lenguas italiana, francesa e inglesa (gentleman, à outrance, La City, veston, snobismo, dollars, eperdu, parvenus, hall, joule, cachet, en maître, social gosip, bavardage, yatch, diretissimi, nabab, vaporetti, trou, penchant, enragé, shocking, demodée, arrière-goûts, dilettante, Très volontier, yanki, a l'aria aperta, bambini, frank brutality).
Entre estos
relatos los más interesantes son los que se desarrollan en
ambientes intelectuales, en los que es frecuente encontrar dejos
románticos (en «El salvador» el protagonista es
médico y poeta que padece el achaque del romanticismo) y
decadentistas (en «El sabor de la vida» el protagonista
es el tipo del dandy,
snob, pagano, cosmopolita y
decadente, inclinado a todos los goces que la vida ofrece,
incluidos los intelectuales, pero incapaz de sentir el más
mínimo afecto por su prójimo), y se recrean
tópicos como el de la coincidencia entre neurosis y
genialidad («La saeta», «El salvador»).
«Rosa Lunaria» es un buen exponente de este grupo de
relatos: en un ambiente de bohemia madrileña se
reúnen varios personajes, entre ellos el golfo Pepe Sutis
(«un degenerado, un perdido
irredimible»
) y el donjuanesco Pepe Nerva («maestro en dandysmo, moderno Brumell,
D. Juan impenitente»
), al que
Sutis imagina como protagonista de «una
novela psico-fisiológica modernista»
de
raíz romántica («-¿Y
si yo os dijese que la incógnita es, en efecto, un misterio
vivo, un enigma impenetrable, una mujer sin nombre, ni edad, ni
pasado conocidos? -¿Pero estamos en 1830? ¿Se ha
estrenado ya el Hernani?
), de una historia amorosa cuya
co-protagonista es la propia madre de Sutis, de profesión
prostituta («se susurra que Rosa tiene su
leyenda, su novela, no menos sensacional que la de la más
romántica 'Violeta' o 'Coralia'»
).
Pero, sea cual sea el ambiente que se recrea en estos cuentos, todos ellos coinciden en ilustrar unos mismos temas (la religión, la historia patria, el arte), sin duda reflejo de las inquietudes más profundas de su autora.
De la profunda
religiosidad de Doña Blanca dan buena cuenta muchos de sus
relatos, imbuidos de un hondo sentimiento cristiano, cuya
inexistencia el narrador deplora en las ciudades modernas como
Villamoderna (vid. supra) y entre los
dandys cosmopolitas y
decadentes: «¡Pobres degenerados de
la civilización esos para quienes la Historia ha retrocedido
diez y nueve siglos, son verdaderos paganos y viven como si
todavía no hubiera nacido Jesús!»
(«El sabor de la vida»). El acatamiento de los
designios divinos parece ser la clave de la existencia para e!
narrador, que estima que el hombre no debe atreverse a
cuestionarlos, porque «los altos juicios
de Dios son inescrutables»
(«Los altos juicios de
Dios»), y que considera justo que si el hombre desafía
a Dios sea castigado (en «En la voladura» el ateo
llamado Juan sin Dios niega y reta a Dios, siendo castigado por
ello con la mutilación física en la guerra).
Desde este planteamiento cristiano de la existencia algunos de sus cuentos, que tienen un marcado carácter ejemplar, canalizan una prédica sobre la práctica de la caridad y sobre la vida del más allá. La caridad aparece ilustrada en personajes como la condesa Clara («La casa a flote») y el coronel Pacheco («El espejo»), así como el egoísmo disfrazado de caridad en Malvina Dávila («La caridad de Malvina»), y se advierte sobre las excelencias de la caridad en «El sabor de la vida»:
El otro mundo
está presente en «Villavetusta y Villamoderna»
(«el representante de la otra
vida, de la vida inmortal y sobrehumana del espíritu,
no menos real, no menos intensa y apremiante y más grande y
poderosa y más necesitada de auxilio y protección que
la vida limitada y efímera de la carne»
),
«El día de sol» («¡Será que a los que no lo
alcanzamos en la tierra, Dios nos guarda, para más
allá de la vida, otro día de un sol que no se
apaga!»
) y «La cabeza enamorada» («¿Qué suerte hubiera sido la de
Moncho, si no existiera más allá de ésta una
vida sólo para las almas?»
), culminando en un
cuento posterior a 1902, «La otra vida» (Blanco y
Negro, 25 julio 1903), en que María trata de convencer
al escéptico Jaime de la existencia de otra vida: «¿No ves que este vivir tan breve e
incompleto no es sino como esbozo y vislumbre de otro más
alto y supremo? [...] ¿No sientes en ti mismo, a
través de estas exterioridades que nos distraen de lo
eterno, el preludio y como el despuntar de otra
vida?»
.
Otras consideraciones de orden cristiano tienen que ver con la práctica del sacramento de la penitencia (en «Ante Dios» se ponen en evidencia las excelencias de dicho sacramento, capaz de alejar la tentación de adulterio y con ello de salvar el alma de Mercedes y Julián), o la del amor al prójimo (en «Marines y Gumieles» la mediación del Padre Cordiales consigue que cedan los enfrentamientos ancestrales entre dos familias, interponiendo el perdón para dejar de lado el odio y sustituirlo por el amor al prójimo). Este último sentimiento cristiano se halla representado en la prosa de Doña Blanca en San Francisco de Asís, al que la autora dedicó algunos ensayos y conferencias8 y que es presencia importante en sus relatos si bien con posterioridad a 1902 («El cuento del franciscano», «La esclava» y «Sor San Francisco», publicados en 1919, 1922 y 1926 respectivamente, en Raza española).
La historia patria
reciente es también evocada con asiduidad en estos cuentos,
en particular a través de los conflictos bélicos
más próximos a la autora, como son los
enfrentamientos con motivo de la República del 73 en Sevilla
(«Por la república», «En la
voladura») y la guerra de Cuba («Las últimas
escenas», «Marines y Gumieles», «La madre
del asistente» y «Patria»), cuya trascendencia
para la historia de España se recuerda en
«Villavetusta y Villamoderna». En todos estos relatos
se muestran los nefastos efectos de la guerra (la
mutilación, la muerte) y se enfatiza el valor del
patriotismo, del que Blanca de los Ríos fue, en
opinión de sus contemporáneos, acendrada
defensora9;
el momento de máximo ardor patriótico lo representa
para la escritora la guerra de la Independencia («somos nosotros los españoles del
año 8, en que hubo hecatombes de cincuenta mil
víctimas como en Zaragoza? ¡No, no somos los mismos;
ya no tenemos ni aquel heroísmo sublime ni aquella
increíble resistencia!»
, «Villavetusta y
Villamoderna»), sentimiento que sigue alentando en el fin de
siglo tras la pérdida de las últimas colonias:
(«Patria») |
La sensibilidad artística de Doña Blanca, en fin, se explicita en cuentos cuyo tema central es el del arte, como «La saeta» y «La dogaresa. Impresión veneciana», ambientados ambos, no por casualidad, en Italia, un país que la autora conocía bien por haberlo visitado en varias ocasiones y con el que sentía una estrecha afinidad espiritual, que le llevó a estimar su lengua y su arte10. Los dos cuentos citados son auténticos relatos de artista, en la línea de esta modalidad narrativa de tan notorio éxito en la literatura de los siglos XIX y XX, una de cuyas mejores representantes en nuestra literatura fue la ilustre amiga de Blanca de los Ríos, Emilia Pardo Bazán; Yolanda Latorre ha trabajado sobre el concepto pardobazaniano de 'transposición artística'11, concepto que comprende la descripción detallada de un objeto de arte pero también el traslado del valor conceptual o estructural del arte a la literatura (este traslado, en el caso de la pintura y la escultura, puede realizarse de dos modos: descripción de un objeto artístico, descripción de la realidad configurada lingüísticamente como un objeto artístico), y cuyo resultado es el de una escritura de artista similar a la de los Goncourt y llena de referencias pictóricas.
«La saeta» es un relato de artista, de aprendizaje artístico, cuyo protagonista, Felipe Sidonia, de la estirpe de los costumbristas andaluces Jiménez Aranda, García Ramos y Villegas, es pintor luminista y colorista, de temperamento exquisitamente sensible, cuya formación pictórica culmina en Italia (Roma, Florencia, Nápoles, Venecia) donde conoce el prerrafaelismo y profundiza en el color; Sidonia experimenta una crisis mental cuando trata de encontrar el rostro para pintar a María, resolviéndose dicha crisis con una vuelta a sus raíces sevillanas.
En «La dogaresa»
, por su parte, se le
ofrece al lector una impresión de la ciudad de
Venecia, plena de romanticismo, donde se mezclan las
magníficas arquitecturas (que hacen de Venecia una
auténtica joya) con un «inolvidable cuadro»
representado por una niña tísica y su joven madre, en
el que puede adivinarse la etérea presencia de la
muerte:
Pero la
plasmación de la realidad en modo artístico no es
sólo característica de estos dos cuentos, sino de la
mayor parte de los de la autora, que, dotada de una aguda
sensibilidad visual, ofrece en sus relatos descripciones provistas
de notable plasticidad y pintoresquismo, en las que la realidad se
configura como un cuadro («brochazos de varias y ricas
entonaciones que manchaban las márgenes del gran
cuadro como si la Mano suprema hubiérase gozado en
probar por aquellos límpidos horizontes los
pinceles empapados en iris»
en
«Chelite»; «Las
figuras del cuadro, la Marquesa y la
valetudinaria sirviente, dignas del fondo
arqueológico»
en «El día de
sol»), se enfatiza la importancia del color y de la luz y la
realidad se ofrece tamizada a través de referentes
pictóricos.
La importancia
concedida al color y la luz enlaza la prosa de Blanca de los
Ríos con la pintura impresionista; ambos son aspectos
inseparables en la captación de la realidad, así, en
«La saeta» se señala como principal
mérito de Sidonia «el esplendor y
verdad con que reproducía la luz; era, sobre todo, un
prodigioso luminista, con lo que no hay que decir si sería
colorista, ya que en pintura la luz y el color son
inseparables»
; ambos aspectos los encuentra el narrador
reunidos en Sevilla («La saeta»), pero también
en Venecia («La saeta», «La dogaresa»).
La paleta
colorista de la autora prefiere los colores matizados para el
paisaje (pajizo, sienoso, ceniciento, verdiplata, verdiazul) y los
puros para la descripción física (negro, blanco,
amarillo, rojo, azul). El color se expresa mediante el neologismo
adjetivo obtenido por composición («pitas verdiazules»
en
«Chelite», «olivos
verdiplata»
en «El molino de los
Gelves», «los calientes tonos
roji-sienosos»
en «La dogaresa»), la
matización del adjetivo mediante otro adjetivo («su palidez ebúrnea»
en
«La dogaresa») o mediante un sintagma preposicional
(«vestía un traje rojo de
tonos de brasa»
en «La dogaresa»), la
calificación sustantiva o verbal («la cerrada negrura de la mata de pelo
que en ondas lustrosas azuleaba sobre el tostado
cuello»
en «El molino de los Gelves»), la
calificación que no define los colores sino que los evoca
por su semejanza con los de objetos o materiales conocidos:
adjetivos («pajizos, sienosos,
cenicientos»
en «Chelite», «los níveos dientes»
en
«El molino de los Gelves»), sintagmas formados por
«sustantivo+de+sustantivo» («los colores de trigo y fuego de su
tez»
, «sus ojos de
llama»
, «los rayos de
sombra de sus pestañas»
en «El molino
de los Gelves») o adjetivo+en+sustantivo («horizontes de suave ondulación
bañados en amatista y oro»
, «los pinceles empapados en
iris»
en «Chelite»), y comparaciones
(«tenía el cutis delicado y
pálido como alabastro oriental; el sedoso cabello
rubio con el rubio de sol vinculado en las venecianas; las
pupilas azules como el Adriático, y en torno a los
ojos vago esplendor difuso como la niebla irisada que envuelve
las remotas cumbres alpestres»
en «La
dogaresa»).
Por otra parte, la luz diurna, la más habitual en estos relatos, concede relieve a la realidad, convirtiéndola en juego de espejos, ya se trate de la luz sevillana:
(«La saeta») |
O de la veneciana, donde los efectos de la luz se multiplican, al añadirle los reflejos en el agua, en cristales, joyas y espejos:
(«La dogaresa») |
Entre las imágenes pictóricas que sirven a la representación de la realidad en los cuentos de Blanca de los Ríos, ocupan un lugar preferente las relacionadas con la muerte, que se recrean en dos relatos, «El salvador» y «La capilla de los Dolores», y en otro posterior a 1902, «El pintor de la muerte» (Blanco y negro, 22 julio 1905).
Tanto en forma de
danza como de triunfo (la representación
más conocida es la del Campo Santo de Pisa)12,
la muerte ha estado presente en el arte y la literatura ya desde la
Edad Media, de todo lo cual quedan en España escasas
representaciones de danzas de la muerte completas13
y varios triunfos de la muerte14;
entre las representaciones pictóricas destacan los conocidos
lienzos de Valdés Leal ('el pintor de la muerte'),
«Jeroglífico del tiempo» y
«Jeroglífico de la muerte» (ambos de
1671)15.
Un objeto artístico mucho más cercano a Blanca de los
Ríos que los citados, y conocido por ella16,
es el tapiz alegórico propiedad de Emilia Pardo
Bazán, que sirvió de inspiración a su novela
La sirena negra (cap.
V) y que la autora gallega describe brevemente en una nota de
Los poetas épicos cristianos: «poseo un tapiz que representa la alegoría
de la muerte, con las tres Parcas, Adán y Eva, las
postrimerías, el alma justa y el alma condenada,
etc.: en las cenefas se
desenvuelven las conocidas escenas de la Danza
macabra»
17.
En los cuentos de
Blanca de los Ríos citados se repiten las alusiones a
Valdés Leal y a los triunfos de la muerte. En
«El salvador» el narrador considera «los pudrideros de Valdés Leal
[...] los cuadros de santos despellejados, los juicios
finales o los triunfos de la muerte»
como
cosa de otros tiempos, ajena a un periodo en el que los hombres no
piensan en la muerte, y evoca como modelo de la joven muerta a
«la Santa Cecilia yacente que yo vi en
Roma [...] la Santa Cecilia del Trastévere»
. Esta
imaginería macabra culmina en un cuento posterior a 1902,
«El pintor de la muerte», protagonizado por un pintor
de nombre Fresneda cuya obsesión es pintar «muertos, calaveras, danzas macabras y
espeluznantes pudrideros, a lo Valdés Leal»
, que
vive «entre visiones macabras y triunfos
de la muerte»
; este pintor visita una levítica
ciudad, donde un canónigo le lleva a medianoche a contemplar
un terrorífico espectáculo en el claustro de la
catedral que luego plasma en el lienzo en una Visión
macabra:
Por otra parte, en «La capilla de los Dolores» se recrea una auténtica danza macabra:
Otra referencia pictórica de notable calado en la prosa de Blanca de los Ríos es la del Greco, presencia importante pero tardía, al igual que la del franciscanismo, corriente espiritual muy ligada a la obra del pintor cretense, que no aparece en sus cuentos anteriores a 190218; está presente en relatos como «La otra vida», «La venerable», «El pintor de la muerte» y «El tesoro de Sorbas», todos incluidos en la colección de 1914 (aunque los tres primeros fueron publicados en revista entre 1903 y 1905). A la misma inquietud espiritualista responde la presencia del misticismo prerrafaelista en «La saeta», cuyo protagonista, el pintor Sidonia, asume dicha estética, que le lleva a pretender fundir la forma de Rafael con el alma ascética de Fra Angélico.
Si de las
inquietudes trascendentes nos trasladamos al plano de lo terrenal,
encontramos otras referencias artísticas de menor calado y
bastante tópicas, v. gr. los
angelones murillescos («Chelite»), los niños
dignos del pincel de Rubens («El sabor de la vida»,
«La caridad de Malvina»), la mujer de perfiles goyescos
(«Rosa Lunaria»), el monstruo de tintes goyescos:
«Aquel espantoso paseo de un monstruo en
un carro fúnebre, seguido y burlado de toda la hez humana,
de la misma que asiste a las ejecuciones, parecía
un disparatado sueño del Bosco o un capricho
macabro de Goya»
(«La cabeza enamorada»).
Pero la
construcción de la prosa de arte en estos cuentos se apoya,
además, en recursos de orden retórico como el uso de
las comparaciones, que remiten en su mayor parte al mundo material
conocido y dotan de una gran plasticidad a la realidad que se
describe, v. gr.: «comenzó a hablar, hablar sin tino, sin
medida, sin rienda, como máquina desatada, como reloj
descompuesto, como locomotora a todo vapor»
(«Chelite»); «su voz
ametalada, angelical como la de los seises»
(«La
saeta»); «limpio como el oro,
derecho como un huso, recio como una encina y arrogante como un
atleta»
(«Moreno, el de Zalamea»); «la copla soez y villana de ralea que acoceaba
como pezuña de bestia, la copla aguda y maliciosa que
pinchaba y escocía como alfilerazo femenino, la copla roja y
candente como el odio de raza que escaldaba chirriando la carne
viva, la copla infame y bajuna que pedía sangre como un
salivazo en pleno rostro»
(«Marines y
Gumieles»); «Frasquito era hermoso
como una escultura griega, valiente como un héroe del
Romancero y más arrogante que el mejor matador de toros en
medio del redondel»
(«Por la
república»); «seres tan
leves y vagarosos como las palomas que parecen espíritus
alados... alas blancas, negras, plomizas, tornasoladas, que como
nerviosos abanicos vivientes se plegaban y desplegaban en torno a
su busto rafaélico»
(«La
dogaresa»).
El mismo fin tienen las largas series de enumeraciones, insertas en interminables construcciones nominales, que presentan una realidad exuberante hasta en sus mínimos detalles; de todo ello resulta una prosa que se recrea en sí misma, fundada en un vasto conocimiento de la lengua castellana, v. gr.:
(«El molino de los Gelves») |
(«Marines y Gumieles») |
Si a tenor de lo expuesto podemos afirmar que los cuentos de Blanca de los Ríos merecen cuando menos ser estimados entre- los de sus contemporáneos por su capacidad de observación, su plasmación de la realidad en modo artístico y su diestro manejo de la lengua castellana (en particular sus cuentos andaluces, tan estrechamente ligados a las raíces de la autora), no podemos sin embargo olvidar que la construcción de buena parte de estos relatos nos muestra a una escritora inmadura, no muy diestra a la hora de plantear (v. gr. en «Por la república» y en «Los altos juicios de Dios» el desarrollo del relato es excesivamente prolijo, amén de inverosímil en el segundo de ellos) y resolver la trama narrativa (recurre asiduamente al desenlace melodramático con resultado de muerte o al aleccionamiento moralizador).
La
construcción de la instancia narrativa denota la misma
inmadurez, ya que tras esta ficción se transparenta de modo
demasiado obvio la figura de la autora; los cuentos suelen estar
relatados por un narrador en primera persona, con frecuencia de
sexo femenino, testigo de los hechos, que traslada al lector
recuerdos personales (en «El día de sol»
manifiesta: «Hay recuerdos que se
agarran a la memoria más fuertemente que la hiedra a las
ruinas... ¿Por qué? Uno de ellos es el que ahora se
empeña en venírseme a los puntos de la
pluma»
); en otros casos esta narradora se limita a
introducir la narración y deja que sea otro personaje,
estrechamente vinculado a ella, el que la cuente (v.
gr. tanto en «El pan de la guerra» como
en «Los altos juicios de Dios» son dos veteranos de la
guerra de la Independencia -Miguel Roch y Julián,
respectivamente-, ayos de la narradora en su niñez, los
narradores principales). Esta narradora es, además, culta
(hay muchas referencias literarias en el trasfondo de los cuentos,
v. gr. en «El padre 'Me
alegro'» la fuente posible del cuento es un relato de origen
talmúdico presente en colecciones medievales latinas y que
reelabora Don Juan Manuel en el Lucanor -ex. XVIII-; en «El pan de la
guerra» el cañamazo sobre el que se construye el
cuento son los Episodios Nacionales galdosianos,
más concretamente Gerona) y sensible (vid. v. gr. el
derroche de sensaciones auditivas, visuales y olfativas en
«Chelite» -caps.
I y II- y gustativas en «El sabor de la vida»).
Por todo ello
resulta cuando menos exagerado parangonar la cuentística de
Blanca de los Ríos con la de Emilia Pardo Bazán, como
hace el escritor colombiano Antonio Gómez Restrepo cuando
afirma: «Tres volúmenes de
narraciones lleva publicados, que le dan un puesto, como cuentista,
al lado de la Condesa de Pardo Bazán»
19,
ya que ni por el volumen, ni por la capacidad de invención,
ni por la variedad aventaja a la autora gallega, aunque sí
tal vez en el conocimiento y manejo de la lengua castellana, algo
en lo que se muestra sumamente diestra, lo que le permite,
además, forjar neologismos, semánticos y
léxicos, mediante los que enriquece el idioma y lo dota de
color y pintoresquismo (aborrascado
, rieles
en «La
rondeña»; vedijosa
,
cliquetearon
, verdiazules
, rojimorena
, espelurciados
, pelimazorca
, mostoso
, humarajeando
en «Chelite»;
allegadizas
, husmillo
en «Moreno, el de
Zalamea»; fuyente
, enjuvenecía
en «La
dogaresa»; rostriamargo
,
enaridecida
en «Ante
Dios»).