Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —377→  

ArribaLibro octavo

Congregación intentada en la profesa. Muerte de los procuradores. Temblores en Guatemala y su fruto. Muerte del padre Diego de Mendoza, y hermano Alejandro Suárez. Sucesos de taraumares. Muerte de los padres Diego de Vandersipe, y Nicolás de Estrada. Diferencias sobre el curato de Tepotzotlán. Petición de les indios. Respuesta fiscal. Intentos del señor obispo de Guadiana. Real provisión. Entrada a Taraumares del padre Antonio Jácome Basile. Rebelión de los indios. Muerte del padre y sus circunstancias. Hostilidades de los bárbaros. Expedición desgraciada de los españoles. Fin de esta jornada. Sucesos de Parras. Petición del cabildo de Chiapa y su respuesta. Muerte del padre Domingo de Alburquerque y hermano Alonso Tello. Éxito de la doctrina de Tepotzotlán. Sucesos de Sonora. Carta del padre Gerónimo de la Canal. Paces con los guasdabas y sumas de Sonora. Decimaquinta congregación provincial. Jubileo de misiones en Mérida. Jubileo perpetuo en México. Misión a la Habana. Transacción sobre el pleito de San Andrés. Muerte del padre Juan del Real. Congregación de San Francisco Javier. Sucesos de misiones. Donación de Guadalajara, y representación del gobernador y cabildo de Mérida. Jura de San Francisco Javier en México. Dotación del colegio de Valladolid. Liberalidad   —378→   del señor obispo. Muerte de los padres Gonzalo Dávalos y Francisco Calderón. Sucesos de la congregación de San Javier. Caso raro de un indio en la misión de Piaxtla. Jubileo de doctrinas. Piedad del excelentísimo señor conde de Baños. Decimasexta congregación provincial. Muerte del padre Horacio Carocci. Peste en Parras y Taraumara. Piadosa muerte de un español. Sucesos de tepehuanes de San Andrés de la Sierra de Topía. Misiones del padre José Vidal. Muerte del padre José Collantes. Muerte del padre Castini y principio de la esclavitud de los cinco Señores. Patente de hermandad con la Congregación de San Javier. Fruto del jubileo de las doctrinas. Sucesos de Parras y Topía. Expedición a California. Imagen de San Javier en el colegio de la Veracruz. Congregación de negros en la Puebla. Sucesos de Taraumara. Epidemia en estas misiones. Muerte del padre Pedro Romano, del padre Gerónimo Soriano, del padre Juan Tamayo. Hostilidades de los tobosos. Jura de San Francisco Javier en Durango. Muerte del padre Leonardo Xatino. Expedición a California. Congregación provincial, decimasétima. Patrocinio de San Javier en San Ildefonso e iglesia de Tepotzotlán. Misión de Guarapaxis. Pretensión de los tubaris, y carta del padre Álvaro Sierra. Nación de los chicuras y sucesos de Sinaloa. Canónica erección de la esclavitud de los cinco Señores. Privilegio al colegio real de San Ildefonso. Muerte del hermano Carlos Martínez. Pretensión de Chiapa. Oposición de don Juan de Valtierra. Entrada en la Compañía de un hijo primogénito. Fundación del noviciado de Santa Ana. Carácter de su fundador. Muerte del padre Bartolomé Castaño. Del padre Andrés Cobián. Restablecimiento de nuevos tarahumares. Envíanse nuevos ministros. Reducción de los guasaparis. Visita del licenciado Ugarte en Sonora. Misiones circulares en Puebla y Michoacán. Muerte del hermano Juan Bautista Vázquez. Se repite la misión en la Habana. Sucesos de Tarahumara. Congregación provincial, decimaoctava. Entrada del padre Tomás de Guadalajara en Taraumara. Son repelidos con agrura los misioneros. Bautismos en Guesucarichic y otros lugares. Reducción de Papigochi. Muerte del hermano Juan Bautista Vázquez.


[1651] El siguiente año de 1651 se hallaba en México ya consagrado, y disponiendo su partida para las islas Filipinas el ilustrísimo señor don Miguel de Poblete, arzobispo de Manila. El grande aprecio que hacía   —379→   de la Compañía y el deseo no ver florecer el clero de estos reinos en virtudes propias de su estado, le hizo pensar en que se instituyese en la casa profesa de México una particular congregación de sacerdotes consagrados al culto de la inmaculada Concepción de nuestra Señora. Esto no era propiamente sino emprender restaurar la que en el mismo lugar y con el mismo título se había formado algunos años antes por los de 1616, en tiempo del ilustrísimo señor don Juan de la Serna, de que hemos hablado en otra parte. Por entonces no se dio a aquella piadosa junta otra forma que la de algunas conferencias espirituales y algunos otros piadosos ejercicios a arbitrio de los mismos congregados. Así no podía subsistir semejante establecimiento, ni llamarse congregación la que no estaba confirmada por el padre general, a quien únicamente está cometida está facultad en la Compañía por las bulas pontificias. Para darle, pues, toda la necesaria subsistencia y participar de las indulgencias, se resolvió el ilustrísimo y otros piadosos sacerdotes; que habían ya dado sus nombres, escribir a la Santidad del señor Inocencio X y al padre Goswino Nichel, general de la Compañía, para que se dignase confirmar esta institución, agregarla a la primaria de Roma, y enriquecerla con nuevas gracias y favores. Mientras se tomaban con calor estas providencias, se vivía en la seguridad de que siendo las de la Compañía una especie de congregaciones que jamás aparecen en lo público en procesiones ni otros actos semejantes, que no están sujetas a la visita de los ordinarios, y que en una palabra, nada tienen de común con las cofradías, se estaba, digo, en la seguridad de que ninguna se podía creer perjudicada con semejante institución; sin embargo, se tuvo noticia que los individuos de una de las más respetables cofradías que había en la ciudad, y entre ellos un hermano del ilustrísimo señor arzobispo de Manila, se creían perjudicados en sus antiguas exenciones, y que se habían presentado al cabildo sede vacante por muerte del ilustrísimo señor don Juan de Mañozca. Esta novedad causó alguna sorpresa, habiéndose fundado en México tantas congregaciones en nuestros colegios sin la menor contradicción; pero viendo que con semejantes competencias no se promueve la gloria de Dios, se dejó luego por la mano, sacrificándolo todo a la paz pública y a la buena armonía que mayormente debe reinar entre los que trabajan en la misma viña del Señor y son ministros de sus altares.

[Muerte del padre Baltazar López y de un hermano coadjutor que iban a Roma] Entre tanto, con la noticia que había llegado a fines del año antecedente de haber muerto antes de llegar a la Habana el padre Baltazar   —380→   López, que iba de procurador a las cortes de Roma y Madrid, y un hermano coadjutor que le acompañaba, se dio providencia para que se embarcase por abril de este año el padre Diego de Salazar, elegido por segundo procurador en la misma congregación, y se le dio por compañero al hermano Gabriel de Espínola. El viaje de éstos no fue más feliz que el de los dos antecedentes. A pocos días de llegados a la Veracruz, tocados del contagio que había más de dos años hacía grandes estragos en aquella ciudad, pasaron de esta vida. Este mismo contagio que había prendido en el navío de flota en que iba el padre Baltazar López, causó la muerte a éste y a su compañero, que sin reserva alguna se dedicaron al servicio de los apestados. Los asuntos todos de que iban encargados los padres procuradores, se encomendaron al padre Lorenzo de Alvarado, que para otros efectos había pasado a Europa desde el año de 1648. No dejaremos de notar haber sido éste de 651, el primer año en que las comunidades de los colegios de México asistieron con sobrepelliz en coro a las vísperas de nuestro Santo Padre y de San Francisco Javier.

[Temblores en Guatemala] A la ciudad de Guatemala afligió Dios a los principios de este año con grandes y repetidos temblores, que comenzaron el sábado antes de la quincuagésima, y duraron los tres de carnestolendas y algunos días después. Acompañábanlos muchos ruidos subterráneos y bramidos espantosos del vecino volcán con frecuentes erupciones de fuego, humo y ceniza, que consternaban extremamente los ánimos. La amorosa providencia del Señor se valió de estos medios para producir en aquellos corazones frutos dignos de penitencia. Día y noche no se veían por las calles sino piadosas procesiones de todo género de gentes rezando el rosario y otras devotas preces para aplacar la ira de Dios, o postrados en diversos trajes de penitencia a las puertas de los templos. Jamás en la Semana Santa se habían visto tan numerosos concursos. El jubileo de las cuarenta horas, que conforme a la costumbre de la Compañía se celebraba aquellos días en nuestra iglesia, fue un motivo poderoso para atraer a ella la mayor parte de la ciudad con inmenso trabajo de nuestros operarios, que no bastando solos a tan copiosa mies, hubieron de convidar a algunos otros que les ayudaran en aquellos días. Los ruegos e instancias de los ciudadanos fueron tales, que hubo de condescender el padre rector, en que el domingo quedase expuesto por toda la noche el Augustísimo Sacramento: ni costó poco trabajo resistir a la piadosa importunidad con que pretendieron lo mismo las dos   —381→   noches siguientes. Fuera de los sermones de casa, se repartían los padres por las calles y plazas cantando la doctrina cristiana, a que seguía una exhortación moral acomodada a las circunstancias presentes. Terminaba todo con unas devotas oraciones que se habían puesto en verso y hacían cantar a los niños de las escuelas. De estas santas expediciones volvían a casa cargados, digámoslo así, de innumerables despojos en los muchos que los seguían, y de que cogían en las confesiones generales el fruto de sus fatigas. El presidente y demás ministros de la real audiencia, eran los primeros en los ejercicios de piedad. Quiso el Señor que en medio de tan fuertes y frecuentes terremotos fuese muy poco el estrago de casas o iglesias, y menos aun las muertes y desgracias, contentándose la Divina clemencia con el amago ruidoso, y dando tiempo para evitar el golpe.

[Muerte del padre Diego de Mendoza] Pocos días después, el 23 de febrero murió en Huehuetlán, de la provincia de Soconusco el padre Diego de Mendoza, natural de Mérida, capital de Yucatán. En 36 años de edad había llegado a un grado eminente de religiosa perfección en humildad, en paciencia y entera abnegación de sí mismo, dejándose sin reserva a arbitrio y discreción de los superiores aun en lo tocante a su salud con perfectísima obediencia. Probado con larga y muy dolorosa enfermedad, manifestó mejor los quilates de su heroica virtud, y recibidos con tierna devoción los últimos sacramentos descansó en paz el jueves primero de cuaresma.

[Muerte del hermano Alejandro Suárez] En el antecedente miércoles de ceniza, murió en Pátzcuaro el hermano Alejandro Suárez, natural de Cospedad, villa del reino de León, anciano venerable de más de 80 años de edad, y coadjutor verdaderamente formado al ejemplar de los más ilustres que ha tenido la Compañía. Recibido en ella, no ya novicio, sino muy desengañado y provecto en la virtud, se le encomendaron las haciendas de Tepotzotlán, e inmediatamente las de Valladolid, donde fue a hacer los votos. De allí pasó a las del colegio de Pátzcuaro, que administró por 34 años. Baste decir que en todo el tiempo de su vida religiosa hasta la extrema vejez en que murió, jamás durmió sino sobre desnudas tablas; jamás se desnudó para dormir, y jamás interrumpió día alguno su rigorosa disciplina sino en el tiempo de la última enfermedad. En el campo hacía tocar la campanilla y seguía la misma distribución espiritual que observan nuestros novicios, sino que añadía a la oración una gran parte de la noche en que le daban más tiempo los cuidados de la hacienda.   —382→   Su castidad, su pobreza, su sinceridad y candor de espíritu eran admirables. Sobre todo, resplandeció en él la obediencia, como la piden nuestras constituciones. Obedecía no solo sujetando la voluntad y entendimiento a las órdenes de los superiores, sino amándolos con ternura como a padres, y descansando en brazos de la obediencia, como de una madre amorosísima. Solía decir que nada se había de hacer sin gusto de los superiores, o contra la voluntad de quien era dueño de la suya, y que por todo cuanto hay en el mundo no aventuraría darles el más mínimo pesar, o hacerles la menor falta. Traído al colegio ya a los 76 años de su edad, ¡con cuánta edificación y respeto no se oían los golpes de su disciplina! ¡y qué lágrimas de devoción y de ternura no sacaba a veces a los padres de aquel colegio ver al bendito anciano arrastrarse por el suelo ya sin fuerzas para besar los pies a la comunidad en refectorio tres días a la semana, después de haber dicho sus faltas! En estos santos ejercicios, no solo prevenida, pero con vivas ansias deseada, llegó la hora de su descanso a las nueve de la noche del día 22 de febrero. Al día siguiente de su entierro se mostró bien el alto concepto que todos tenían de su virtud. Los curas y prelados llevaron sobre sus hombros el cadáver. Todos querían tener parte en sus pobres alhajas y no peligraron poco los vestidos, que no llevó enteros al sepulcro

[Sucesos de Taraumares] En la provincia de Taraumares, después de la retirada al Parral del gobernador don Diego Fajardo, todo caminaba con prosperidad a la paz. El capitán Juan de Barrasa, con un ingenio no menos vivo que el del gobernador, y ayudado de la larga experiencia y terror de su nombre entre los indios, haciendo grande estrago en sus tierras y rancherías, y teniéndolos en una continua fatiga sin precipitarlos hasta la desesperación, que suele hacer más que el valor y la industria, consiguió que los alzados en pequeñas cuadrillas fuesen viniendo a rendírsele. Algunos de éstos se enviaron por diputados a los demás para hacerles conocer las intenciones del gobernador, y que satisfecho con las muertes de los principales agresores (que los más habían fallecido en el peñol) ofrecía la paz al resto de la nación, como volviesen a poblar en sus antiguos puestos, y se sujetasen a la obediencia del rey nuestro señor y a la instrucción de los misioneros. Esta embajada tuvo todo el efecto que se podía desear. Los rebeldes que habían quedado en estos montes vinieron de tropel a presentarse a los reales, fueron conducidos al valle de Papigochi, y se dieron mucha prisa en restablecer sus casas y la   —383→   del padre que había de venir a doctrinarlos. Con indicios al parecer tan nada equívocos de una sincera resolución, cuasi juntamente con la noticia de la muerte del padre Cornelio Bendin, llegó a México la noticia de la paz y reducción de los taraumares alzados. La muerte del padre Bendin en vez de enfriar o acobardar los ánimos, infundió a muchos un nuevo aliento y fervor para dedicarse a la conversión de los infieles. Se distinguió mucho entre todos el padre Antonio Jácome Basile, napolitano de nación. Resistían los superiores privar a México de un sujeto utilísimo por su pericia en la lengua mexicana, y por el extraordinario fervor con que se había dedicado al cultivo espiritual de los indios, ministerio importantísimo, y que se ha mirado siempre con la mayor atención en nuestra provincia; sin embargo, persuadidos de sus repetidas súplicas hechas, según toda apariencia, no sin particular inspiración de Dios, hubieron de condescender y enviarlo a ocupar la misión del padre Cornelio. Partió efectivamente, y luego comenzó a trabajar con un tenor de vida apostólica que causaba admiración. Administraba a un tiempo a los españoles de la villa de Aguilar y a los indios de Papigochi. Su celo parecía multiplicarlo conforme a las necesidades de la grey que se le había encomendado. La educación de los niños, el catecismo e instrucción de los adultos, la reducción de los salvajes dispersos, la asistencia de los enfermos, el bautismo de los párvulos, el adorno y decencia de las iglesias, y la administración de los demás sacramentos, eran una tropa de cuidados que hubieran agobiado a un espíritu menos gigante, y a los cuales satisfacía con maravillosa exactitud, de que muy breve pasó, como veremos, a gozar el premio.

[Muerte del padre Diego de Vandersipe] La misión de San Ignacio de los nebomes, perdió este año en el padre Diego Vandersipe un obrero apostólico que por cuasi treinta años había cultivado aquellas regiones con admirable paciencia y sencillez de costumbres. El Señor, que quería servirse de él para el bien de innumerables almas, no permitió que muriese a manos de los bárbaros que por varias ocasiones intentaron quitarle la vida a los principios de su establecimiento en el país. En una de estas ocasiones llegaron efectivamente a herirlo con una saeta en el lado izquierdo del pecho. Si no tuvo la gloria de dar la vida por Jesucristo, fortuna que envidió por todo el resto de su vida, tuvo a lo menos el sólido consuelo de haberse expuesto repetidas ocasiones a los mismos peligros por la salud de sus prójimos, de haber regado con su sangre aquel terreno para que   —384→   llevara después más sazonados frutos, y de haber conservado en la herida del pecho una fuente inagotable de llagas y de dolores que le dieron mucho que ofrecer a su Majestad todo el resto de sus días, hasta que a los principios de este año pasó a descansar el día 16 de enero.

[1652. Muerte del padre Nicolás de Estrada] Por abril del siguiente año de 1656 pasó a mejor vida el padre Nicolás Estrada, rector que actualmente era del colegio del Espíritu Santo, varón de extremada pobreza, constante mortificación y humildad profunda, por cuyo medio, según el juicio de sus confesores, conservó hasta la muerte la preciosa joya de la virginidad. Fue muy dado al santo ejercicio de la presencia de Dios y continua oración, de donde debió aquella admirable discreción de espíritus, que lo hizo uno de los más ilustrados maestros de novicios que ha tenido la provincia en los colegios de Tepotzotlán y de Santa Ana de México, en que por mucho tiempo lo ocupó la obediencia con empleo tan importante. Fue singularmente devoto del gloriosísimo patriarca señor San José, de quien recibió muy distinguidos favores, y a cuya devoción parece haber dejado vinculada la felicidad del insigne colegio del Espíritu Santo, en que yace su cuerpo. Murió el 13 de febrero, visitado (según se pudo inferir de sus palabras) de su amantísimo abogado señor San José, a quien en su última enfermedad había mandado pedir a la comunidad un novenario de misas. Hizo el oficio en su funeral el deán de aquella Santa Iglesia, y lo demás el orden de San Agustín. En nuestro menologio, sin duda por equívoco se pone su muerte en el año de 1642; pero por la vida del padre Pedro de Velasco consta que vivía aun el año de 1648, y tenemos mayor testimonio en la carta, que según costumbre de la Compañía, escribió a los superiores el padre Alonso Bonifacio con fecha 8 de abril de 1652.

[Diferencias sobre el curato de Tepotzotlán] Entre tanto, en los dos tribunales más respetables de esta ciudad, tanto en el del excelentísimo señor virrey, como en el del cabildo sede vacante, se trataba con bastante calor el negocio de las doctrinas, que estaban a cargo de los regulares, y en que no tenía sino una muy pequeña parte la Compañía de Jesús en el curato de Tepotzotlán. Había venido por los años de 1651 cédula de Su Majestad en que mandaba que todas las religiones que tenían a su cargo algunos pueblos de indios, observasen todas las regalías pertenecientes al real patronato, que presentasen al señor virrey tres sujetos que hubiesen pasado por el examen de suficiencia y lengua, para que de éstos se nombrase uno que hubiese de recibir forzosamente la canónica institución. Hemos ya hablado en otra   —385→   parte de la grande instancia con que el ilustrísimo y excelentísimo señor don Pedro Moya de Contreras pretendió se encargase la Compañía de la administración de Tepotzotlán, como el padre visitador Juan de la Plaza y los padres generales resistieron siempre a semejante administración; y finalmente, como por informes del excelentísimo señor don Luis de Velasco el segundo, vino Su Majestad en despachar su real cédula para que se diese a la Compañía la parroquia de aquel pueblo, removiendo de él al licenciado don Sebastián Gutiérrez, de que hablamos por los años de 1618. En virtud de todo esto, el padre provincial Andrés de Rada respondió a la notificación que se le hizo de parte del muy ilustre cabildo sede vacante, que dicho curato de Tepotzotlán se había encargado a nuestra religión, no en fuerza de algún orden general, ni por inopia de sacerdotes, sino por una cédula particular de Su Majestad, removiendo de ella al licenciado Gutiérrez que actualmente lo poseía; y por consiguiente, siendo de muy distinta naturaleza, no se comprendía en la cédula de 1651, que hablaba solamente en términos generales. Lo segundo: que la Compañía no podía resolverse a recibir colación canónica por ser contraria a sus constataciones y modo de proceder, habiendo de ser los dichos curas amovibles a arbitrio de los superiores. En consecuencia de esta respuesta, presentó el mismo padre provincial una petición al muy ilustre cabildo, suplicándole sobreseer en la ejecución de dicha real cédula, obligándose la Compañía a presentar uno o muchos sujetos a examen de suficiencia y lengua; y todo lo demás que no fuese contrario a su instituto, mientras se daba parte al real consejo, o mientras se tomaba razón del modo con que esto se hacía en las doctrinas que estaban a cargo de su religión en los reinos del Perú, cuyas calidades y circunstancias mandaba Su Majestad se guardasen en la Nueva-España, como constaba por cédulas del año de 1624 y 1637. Estas mismas razones representó también el padre provincial al excelentísimo señor conde de Alva, virrey de estos reinos. Su Excelencia pasó esta petición al doctor don Pedro Melián, fiscal de la real audiencia, el cual en su respuesta de 25 de agosto, habiendo dicho que no hallaba razón alguna para que no se comprendiese la Compañía en dicha cédula de 51, añade: solo se pueden ofrecer a la deliberación de Vuestra Excelencia dos dudas. La primera: si por haber dado Su Majestad por especial merced esta doctrina a la Compañía, será necesario consultar a Su Majestad antes de la ejecución, para lo que se hizo y concedió con modo tan especial por su real mano y voluntad, por ella misma se deshaga, se mande y declare lo más conveniente a su servicio. Lo segundo:   —386→   si por estar mandado en estas cédulas se guarde en esta Nueva-España, lo mismo que se hace en el Perú, deberá Vuestra Excelencia conceder término competente en que se traiga testimonio de lo que se practica en aquel reino; y en lo uno y lo otro, proveerá Vuestra Excelencia lo que tenga por más conveniente a la observancia del real patronato, y conforme a la voluntad de Su Majestad, que hallándose bien advertido y servido de la puntualidad, caridad y buenos afectos con que esta religión se emplea en la enseñanza y amparo de los indios, por diferentes cédulas tiene mandado a los señores virreyes procuren que ella se quiera encargar de muchas doctrinas.

El conde de Alva, siempre deseoso de acertar, se inclinó desde luego, como en las mismas circunstancias lo había practicado en el Perú el conde de Salvatierra, a consultar a Su Majestad y sobreseer en la ejecución de la real cédula. Mientras se tomaba esta resolución de parte del excelentísimo, llegó noticia del gobernador y caciques de Tepotzotlán, como el muy ilustre cabildo sede vacante había nombrado por vicario del partido de Tepotzotlán al licenciado Andrés Pérez de la Cámara en 22 de octubre, lo que les movió a presentar a Su Excelencia la petición siguiente.

«Exmo. Sr. D. Juan García y Mota, gobernador del pueblo de Tepotzotlán, y los alcades, regidores u fiscales de república, caciques y principales de dicho pueblo, y sus sujetos, como más haya lugar, parecemos ante V. E., y decimos: que a nuestra noticia es venido que se ha nombrado por vicario de nuestro pueblo al Lic. Andrés Pérez de la Cámara para que nos administre; siendo así que como es público y notorio ha muchos años que somos administrados y lo fueron nuestros padres por los religiosos de la Compañía de Jesús, con todo amor, cuidado y vigilancia, y sin llevarnos derechos ningunos por bautismos, casamientos, velaciones, ni entierros, ni menos por las fiestas que celebramos en nuestros pueblos, así las de obligación, como las que tenemos por devoción, acudiendo a la administración de los sacramentos con notable cuidado, y teniéndolo particular de la enseñanza de leer y escribir y aun de estudios que dan a nuestros hijos, y procurando con todas veras el amparo y buen tratamiento de los naturales, y el fomento del culto divino, con el lucimiento que es notorio, sin que jamás nos hayan obligado a dar pensiones algunas; antes han tenido y tienen dichos religiosos particular cuidado de socorrer nuestras necesidades, y que persona alguna no nos moleste, de que se ha recrecido el aumento y conservación de los naturales, y vivir con notable quietud y consuelo,   —387→   libres de todas cargas; y ser cierto que si se innova con ponerles vicario, se seguirán muchos inconvenientes, como introducir paga en las obvenciones y administración, cosa que nunca han observado, y que los naturales viéndose con nuevas cargas y obligaciones, y que les falta aquel alivio tan grande se huirán y ausentarán, pues no es posible que dicho vicario haya de observar lo que dichos religiosos, y que uno solo no puede acudir a administrarlos, como siempre los han estado continuamente asistiendo todos los que hay en dicho colegio, acudiendo a la administración; y que es cierto que en todas las festividades nunca han dado cera, ni otras cosas, sino que siempre lo han suplido los religiosos, y dado a su costa los ornamentos y el lucimiento con que está la iglesia de nuestro pueblo, con cuyo alivio pagan con toda puntualidad sus tributos, y han acudido a las obligaciones que tienen de ir al desagüe y obra de él. Y hoy dichos naturales se hallan muy desconsolados con la novedad de ponerles vicario, y que por ser gente incapaz publican que se han de ir a otros pueblos, de que se seguirá el menoscabo de los reales tributos, y que saliendo de aquí podrán ir a partes donde quizá dejarán de oír misa y administrarse. Por todo lo cual se ha de servir V. E., como príncipe tan cristiano, de mandar sobreseer el que dicho vicario vaya a nuestro pueblo, supuesto que tenemos a los dichos religiosos que nos administran. Que si para ello es necesario, hablando con el acatamiento y reverencia que debemos, suplicamos del nombramiento hecho al dicho vicario. A V. E. suplicamos así lo provea y mande con justicia que pedimos y juramos a Dios y a una cruz en nuestras almas este pedimento no ser de malicia y en lo necesario, etc.- D. Juan García y Mota, gobernador.- D. Pedro de Velasco.- D. Nicolás Vázquez.- D. Pedro López»

.


El señor virrey por decreto de 9 de noviembre mandó pasar esta petición al fiscal de lo civil don Pedro Melián, que dio la respuesta siguiente: «El fiscal de S. M. habiendo visto este pedimento del gobernador y principales de Tepotzotlán y sus sujetos, dice: que es digno de atención y reparo de V. E. lo que representan estos indios, como notorios los buenos efectos que de la administración de la Compañía de Jesús les han resultado, y reconocen así en su enseñanza y aprovechamiento en la doctrina cristiana, buenas costumbres y vida política, como en su conservación, alivio y descanso, y en las demás cosas y utilidades temporales que los aventajan y hacen señalados entre los demás pueblos de este arzobispado. Por lo cual, y lo que alegan sin perjuicio ni derogación   —388→   alguna de lo dispuesto por el real patronato, y últimamente ejecutoriado y proveído para su observancia y ejecución que en este mismo negocio está representado y pedido por el fiscal, en que se afirma por parecer conveniente al servicio de Dios y bien de los indios, y por lo mucho que S. M. desea que la Compañía de Jesús se emplee en esta ocupación, mandando repetidamente en diferentes cédulas a los Sres. virreyes, procuren se quiera encargar de muchas doctrinas; siendo V. E. servido, se podrá elegir uno de los medios antes de ahora propuestos, que son, consultar a S. M. con la proporción de la Compañía, para que en caso que no se sirva de admitirla, se le remueva y quite por su real mano esta doctrina que inmediatamente se le dirá y encargó por ella cuando la tenían los clérigos, o señalar término competente para que se traiga testimonio del modo con que en el Perú administra la Compañía las doctrinas que de orden de S. M. tiene a su cargo en aquel reino, para que con el mismo proceda en éste, como lo tiene ofrecido; mandando que en el ínterin de lo uno o de lo otro, exponga desde luego el examen y aprobación del ordinario en idioma y suficiencia los sujetos que hubieren de administrar, y que dé el mismo ordinario licencia para hacerlo por el tiempo que para el efecto del uno o del otro caso pareciere a V. E. bastante. Con que por ahora, y sin que sea visto contravenir a lo dispuesto y contenido en las órdenes de S. M. en la breve dilación de su consulta, se conservará esta doctrina en el buen estado y ejemplar y loable forma de administración en que se halla, y se excusarán a los indios los desconsuelos y daños que proponen y recelan, y aun los inconvenientes que se empiezan a experimentar, pues es notorio que el venerable deán y cabildo de esta Santa Iglesia sede vacante ha nombrado por vicario para ella al Lic. Andrés Pérez de la Cámara, removiéndolo del partido de Ocuisacac, donde es beneficiado propietario (cuyos indios han seguido contra él diferentes pleitos en el juzgado eclesiástico y en esta real audiencia, sobre pedirles ración y otras cosas, para cuyo efecto se han librado algunas provisiones reales) y siendo este beneficiado de lengua otomit, ha puesto el cabildo en él por vicario al Dr. Antúnez, que no la sabe, removiéndolo del de S. Mateo Texcaliacac, donde estaba propietario. Uno y otro sin intervención ni sabiduría de V. E. de que resulta notable perjuicio al derecho del real patronato, a que no se debe dar lugar. V. E. lo mandará así o como más convenga. México 19 de noviembre de 1652.- Dr. D. don Pedro Melián».

  —389→  

En virtud de este dictamen, se resolvió sobreseer, tanto en la ejecución de la real cédula, como en el nombramiento del vicario, y estar a la resolución del real consejo, a que se remitieron los aptos.

[Intentos del obispo de Durango] Ni fue solo el curato y doctrina de Tepotzotlán donde se intentó esta mudanza. Dejamos ya escrito en otra parte como el ilustrísimo y reverendísimo señor don fray Diego de Evia y Valdés, obispo de Nueva-Vizcaya, creyendo poder contener por este medio a los taraumares que cargaban a algunos misioneros de San Francisco y de la Compañía de los motivos de su inquietud. El ilustrísimo hizo por entonces un violento despojo en el padre Juan de Zepeda, ministro del partido de Tizonazo; pero habiéndose confederado con el resto de los rebeldes los indios de este pueblo, y no admitiendo después de su reducción el gobernador y capitán general don Luis de Valdés el nombramiento que para el dicho y otros curatos pretendió hacer el ilustrísimo, hubo de ceder por entonces al tiempo, y permitir que la Compañía volviese a la administración de aquel pueblo. Desde que entró en el gobierno de aquellas provincias don Diego Guajardo, volvió el señor obispo a sus antiguas. Este caballero, aunque bastantemente afecta a la Compañía, y persuadido de la inocencia y ejemplar conducta de nuestros misioneros; sin embargo, después de larga resistencia, hubo de ceder al temor de las censuras y entredicho con que le amenazaba el ilustrísimo, y admitir la nómina que le proponía en clérigos para los dos pueblos de las Bocas y el Tizonazo. El padre José Pascual, superior de aquellas misiones, no tuvo más recurso que el de la real audiencia de Guadalajara, en que se presentó en grado de apelación, nulidad y agravio contra el dicho gobernador y señor obispo, para quien se despachó primera y segunda carta de ruego y encargo, del tenor siguiente:

«D. Felipe por la gracia, etc. Reverendo en Cristo padre D. Diego de Evia y Valdés, de mi consejo, obispo de la Nueva-Vizcaya, o a vuestro provisor y vicario general, u otro cualquiera juez eclesiástico que vuestras veces y facultades tenga y conozca, o pueda conocer de la causa que de suso se hará mención. Bien sabéis como por mi presidente y oidores de la mi audiencia, corte y chancillería real que reside en la ciudad de Guadalajara de mi Nueva-Galicia, se despachó mi carta y real provisión, firmada de los dichos mi presidente y oidores, sellada con mi real sello, y refrendada del infrascrito secretario de pedimento del padre José Pascual, rector de las misiones de Taraumares, y en nombre de los demás misioneros de las Bocas y Tizonazo,   —390→   por haberse presentado ante mí en grado de apelación, nulidad y agravio de los autos proveídos por don Diego Guajardo Fajardo, gobernador y capitán general de este reino de la Vizcaya en haber admitido la nómina, fecha por vos el reverendo obispo en clérigos para dichas misiones, siendo así que como constaba de mi real cédula, que presentó con el juramento en derecho necesario del año de 1640, tenía ordenado y mandado se me informase en esta razón, etc., etc., etc.: y siendo llano que por el informe del padre Pedro de Velasco, provincial que fue de la Compañía de Jesús, estaba el negocio pendiente en mi real consejo de Indias, y que mis reales cédulas de 44, 47 y 50, no hablaban en este caso, y vos el reverendo obispo queríades, se ajustasen al caso presente, presentando a ellas clérigos, mayormente cuando ni en la relación ni decisión de ellas mencionaba las doctrinas de los taraumares, Tizonazo y Bocas, en cuya posesión se hallaba la Compañía; porque como quiera que el fundamento que pudiérades tener vos el reverendo obispo, era la ejecutoria ganada en ésta mi audiencia en contradictorio juicio con los religiosos de S. Francisco, ésta no había sido con la de la Compañía; de manera, que nunca cayó mi voluntad sobre ellas pues no se comprende en mis reales cédulas mencionadas, porque faltando el fin con que se ganaron, no se ajustaba la decisión al caso presente, mayormente cuando esto había sido artículo de remoción, pues primero ha de ser oída la Compañía que ser despojada, guardando en todo caso que sea comprendida en mis reales cédulas la forma en ellas contenida; como porque asimismo por mi real cédula de 47 estaban manutenidos en la posesión en que se hallaban, ínterin que mediante los informes por mí se determina otra cosa. Y porque el dicho gobernador de temor de las censuras que le habéis puesto, procedería a proveer las dichas misiones sin oír a los dichos misioneros, y justamente se temían que hoy estarían despojados, y porque este negocio se debía tratar en la dicha mi audiencia por ser declaración de mis reales cédulas tocantes a mi real patronato, sin que bastasen las alegaciones, requerimientos y protestas hechas por los dichos misioneros imponiéndoles gravísimas censuras, como todo constó del testimonio que presentó. Y me pidió y suplicó, que habiéndole por presentado se despachase mi carta y real provisión compulsoria, para que dicho mi gobernador remitiese los autos y citatoria a las partes, y que en el ínterin no innovase, y por otro sí dijo, que respecto de ser esta materia tocante al cumplimiento de mis reales cédulas, y obrase ante vos el reverendo   —391→   obispo y gobernador; que asimismo se le despachase de ruego y encargo, para que vos el reverendo obispo remitáis los autos; y por la distancia grande y temerse los dichos misioneros, que por los acelerados procedimientos los habéis de despojar sin oírlos, suplicáronme les despachase primera, segunda y tercera carta, pues era justicia. Y por los dichos mi presidente y oidores se ordenó se despachase mi carta y real provisión compulsoria, para que dicho mi gobernador enviase los autos precisamente a la dicha mi audiencia, y en el ínterin no innovase, y citatoria para las partes y para la ejecución, por lo que os toca a vos el reverendo obispo, se despachase primera y segunda carta de ruego y encargo, su fecha en 7 de este presente mes y año. Y porque si habiéndose notificado y presentado la dicha mi primera carta, en que os ruego y encargo dejéis que libremente el dicho mi gobernador remita los autos de la dicha causa, y que sobre la ejecución de ello no procedáis contra el susodicho a censuras ni entredichos, y si alguno hubiéredeis puesto, lo alcéis y quitéis, absolviendo a los excomulgados llanamente en el ínterin que los autos del dicho mi gobernador se traigan a la dicha mi audiencia, y en ella ven y determinan, por tenerle mandado que no innove. Y por lo que os toca, remitáis los autos eclesiásticos que hubiéredeis fecho en esta razón a la dicha mi audiencia con persona segura dentro de dos meses, para que en ella se vean, como más largamente consta de la dicha mi primera carta, y para que se guarde y cumpla enteramente y no lo hubiéredeis fecho y ejecutado en virtud de lo decretado por la dicha mi audiencia, los dichos mi presidente y oidores, acordaron: que debían mandar dar ésta mi segunda carta en la dicha razón, y yo túvelo por bien; por lo cual os ruego y encargo que luego que os sea notificada por parte de los dichos religiosos misioneros de la Compañía de Jesús la veáis, y la dicha mi primera carta de suso declarada, la cual guardad, cumplid y ejecutad, según y como en ella se contiene, como si aquí fuese inserta e incorporada, y contra su tenor y forma no vais, ni paséis, ni consintáis se vaya ni pase en manera alguna, so pena de la mi merced y de doscientos pesos para mi cámara, y de que seréis habido por ajeno de mis reinos y señoríos, y de que perderéis la naturaleza y temporalidades que en ellos habéis y tenéis. Dada en la ciudad de Guadalajara a 7 días del mes de febrero de 1652.- Lic. D. Pedro Fernández de Baeza.- Dr. Torres.- Lic. D. Francisco de Barreda.- Lic. D. Juan de Contreras y Garnica.- Refrendada.- Diego Pérez de Rivera, escribano del rey nuestro señor, y mayor de cámara y gobernación».



  —392→  

Remitidos los autos en fuerza de esta real provisión, la audiencia informó a Su Majestad y se restituyeron a la Compañía las dos misiones. Y verdaderamente, ni el estado de aquella cristiandad recién nacida y mal segura aun en la fe y en la sujeción a los reyes católicos, ni el grande empeño con que trabajaba en aquella viña la Compañía de Jesús, merecían o podían permitirla menor novedad en la administración. Los taraumares mal avenidos con la vecindad y gobierno de los españoles, no sin dificultad habían dejado las armas, y la tranquilidad de que actualmente gozaba la provincia, no dejaba de parecer sospechosa. La Compañía de Jesús acababa de regar aquel terreno con la sangre de uno de sus hijos, y apenas se había enjugado, cuando otro le había sucedido con valor, entrándose por los mismos peligros, y sacrificándose a la paz de la provincia y a la conversión de sus naturales en el valle de Papigochi. Era éste el fervoroso padre Antonio Jácome Basile, de cuyo celo y actividad se podían prometer desde luego los más felices sucesos en la propagación del Evangelio y vida política de los taraumares; pero la llama del pasado alzamiento se había sofocado muy repentinamente para que no quedasen algunas ocultas centellas en las cenizas aun calientes. Efectivamente, se conoció bien presto que la aparente quietud de aquellos indios, no era sino una tregua mientras se armaban y disponían mejor para la ruina total de aquella población. Teporaca, aquel indio ladino de que antecedentemente hemos hablado, no perdía ocasión de incitar algunos mal satisfechos de los españoles, y con la persuasiva natural de que era singularmente dotado; junto con los créditos de su valor y conducta de que había dado pruebas no vulgares en la antecedente rebelión, engrosaba cada día con nuevos conjurados el partido de que se había hecho jefe. Manejaba estas negociaciones con tanta astucia y silencio, que la primera noticia que tuvieron de ellas los españoles, fue el día 2 de marzo, en que amanecieron sobre la villa de Aguilar. Su multitud y sus armas no dejaron dudar al capitán de sus malas intenciones; sin embargo, para asegurarse envió algunos soldados a que se informaran de sus pretensiones, y les asegurasen de la buena voluntad del gobernador y suya, en cuanto pudiese ofrecérseles. No dieron lugar a unas proposiciones tan racionales, porque luego que estuvieron a tiro, descargó sobre ellos una nube de flechas. Los españoles correspondieron con sus fusiles, y avisando el ruido a los demás, concurrieron todos los vecinos de la villa, que sostuvieron con valor y muerte de muchos indios el ataque por más de tres   —393→   horas. Al cabo de este tiempo se vino a conocer la astucia de Teporaca, que había sabido llevar a perfección sus designios muy a costa de los vecinos. El astuto capitán, según se conoció después, no pensó en asaltar la villa aquel día. La gente con que había acordonado la villa solo le sirvió para divertir las fuerzas del enemigo y empeñar a los españoles en la defensa de sus casas, mientras que otros sin resistencia alguna talaban los sembrados, y se apoderaban de mulas, caballos y todo género de ganados, que en gran multitud condujeron a los montes para perpetuar la guerra. Con esto se contentaron aquel día, y dejando algunos soldados heridos y a los demás desproveídos de todo humano socorro, se retiraron a disponerse para más sangrientas operaciones al día siguiente.

El padre Antonio Jácome se hallaba en la actualidad en el pueblo de Temoaichic, cuando le llegaron estas tristes noticias, y desde luego resolvió ponerse en camino para Papigochi. Los indios de Temoaichic, que como los de San Pablo y San Felipe, no tenían parte en la rebelión, le rogaban con lágrimas que no fuese a morir a manos de sus enemigos: que ellos lo sacarían sobre sus hombros y lo pondrían en lugar seguro. Decíanle que no creyese le habían de perdonar los rebeldes, pues era el principal objeto de su cólera. Nada bastó a detener al hombre de Dios. Respondía que desde que entró a la Taraumara la halló regada con la sangre fresca aun de su antecesor el padre Cornelio Bendin: que jamás había pensado ni envidiado tener otra suerte; que los españoles de la villa eran también ovejas suyas y no podía faltarles en una ocasión tan crítica, sin contravenir a las obligaciones de buen pastor, y que se tendría por dichosísimo de dar la vida en este oficio de caridad. Efectivamente, partió a Papigochi dejando escrita una carta, para el padre Vigilio Maez, que le había enviado un indio de Satevo, su residencia. Los alzados para no dar lugar a que viniese a los de la villa algún socorro, determinaron asaltarla aquella misma noche. La multitud de los enemigos y la mucha distancia de los lugares de españoles no daba a los vecinos lugar para la fuga. Así no pensaron más que en disponerse para resistir al enemigo y para morir cristianamente. La mayor parte de la noche gastó el padre en oír confesiones y exhortarlos con fervorosos actos, persuadidos todos a que era llegada la hora del Señor. Después de esto, se retiró a la iglesia acompañado de un indio fidelísimo, donde con larga oración se prevenía para ofrecer a Dios el sacrificio de su vida: la demás gente se había   —394→   refugiado a las casas del capitán, que eran las más fuertes del lugar. A poco más de la medianoche se comienza a oír de todas partes el alarido de los bárbaros: acometen en furia a las casas; barrenan las paredes con duros chuzos de que se sirven para sus labranzas; prenden fuego por las hendiduras, y arrimados a las mismas paredes se ponen a cubierto de los fusiles. Los clamores de los niños y mujeres, añadían nueva confusión a los sitiados. Finalmente, el humo y las llamas les obligan a salir y vender caras sus vidas. El capitán y los soldados fueron de los primeros que cayeron atravesados de muchas flechas. No tardaron los demás en seguirlos. El padre, con su fiel compañero, conociendo por la algazara de los indios el peligro de los suyos, salió animosamente de la iglesia a presentarse a los apóstatas y reprenderles su fiereza, aunque con palabras muy dulces y amorosas. La respuesta fueron muchas flechas, a cuyos golpes cayó primero el indio y luego el padre.

[Muerte del padre Jácome año de 1652] Sacrificadas estas víctimas ya al amanecer, dieron sobre todo el resto del lugar, quemaron las casas y la iglesia y se repartieron por las diferentes poblaciones, llevándolo todo a fuego y sangre. Al padre Antonio Jácome, que atravesado de muchas flechas, habían dejado por muerto, reconociéndolo vivo aun con el día, lo acabaron a golpes de macanas, y luego lo ahorcaron a un brazo de la cruz, que según costumbre se había plantado en el cementerio. Quiso Dios mostrar cuán agradable le había sido el sacrificio de su vida con una demostración de que fueron testigos oculares, y que depusieron después sus mismos bárbaros matadores, y fue que al espirar habían visto salir de su boca un niño muy hermoso, lo que explicaban en su idioma, diciendo que el padre había parido al morir. Así lo depusieron seis testigos en las reformaciones hechas con autoridad del ordinario en el Parral y Durango, y entre ellos el licenciado don Juan Tello Rosso, cura de Atotonilco, que dio sepultura al cadáver. El reverendo padre fray Hernando de Urbaneja, del orden de San Francisco, ministro de Santiago Babonoyala, que lo preguntó personalmente a tres caciques, dos taraumares y un tepehuán, que se hallaron entre los rebeldes a la muerte de dicho misionero. El capitán don Juan de Echavarría, que fue enviado por el gobernador a la averiguación de lo acaecido en la villa, y el mismo gobernador y capitán general de Nueva-Vizcaya, don Diego Guajardo Fajardo. Algunas otras particularidades tendrán mejor lugar en otra parte. Aquí baste para su elogio el género de muerte con que glorificó al Señor el día 3 de marzo de 1652.

  —395→  

[Hostilidades de los bárbaros] No satisfecha aun con tanta sangre la crueldad de Teporaca y sus aliados, se dejaron caer con furia sobre muchos pueblos de los religiosos franciscanos y de la Compañía, buscando como leones hambrientos a los misioneros. La providencia del gobernador y de los superiores los había hecho retirarse a lugares más seguros. No hallándolos, desfogaron su cólera los bárbaros en las iglesias: quemaron las de Santiago, Santa Isabel, San Andrés, San Bernabé, San Gregorio Yaguna, San Diego Guachinipa, San Bernardino de los religiosos de San Francisco, y las de San Lorenzo y San Javier de Satevo, de la Compañía de Jesús. Hicieron grandes esfuerzos para atraer a su bando a los taraumares de San Gerónimo Huexotitlán y San Felipe, amenazándolos con la desolación y con la muerte, si no se la daban a los padres misioneros que se habían recogido a sus pueblos, y aun por cinco veces (según se supo después) intentaron acometer entrambos lugares, desbaratando Dios siempre sus medidas para que no se arruinase del todo aquella nueva cristiandad. Al gobernador del Parral, que era el único que podía poner freno con las fuerzas que tenía a su cargo a las correrías de los alzados, le llegó por este mismo tiempo orden preciso de Durango de entrar con todos los presidarios e indios amigos que pudiese juntar al castigo de los tobosos, nación fiera e insolente, principio y nervio de todas las revoluciones que en tantos años habían turbado la tranquilidad de la provincia. El padre José Pascual, superior de aquellas misiones, noticioso de esta expedición, representó al gobernador que en las circunstancias presentes los taraumares alzados eran unos enemigos más temibles que los tobosos mismos: que sacar los presidarios todos y tanto número de indios amigos era dejar sin resguardo ni defensa alguna aquellas fronteras, expuestas las estancias de los españoles, sus reales, las iglesias, los pueblos y la vida de los ministros al furor de los forajidos; o sería menester retirar a los padres, sin cuya asistencia los indios que permanecían fieles a Dios y al rey, no dejarían de ceder a las instancias y ventajosas condiciones con que les lisonjeaban los alzados. En fuerza de esta representación se dio orden a don Juan Fernández de Carrión, teniente de gobernador y capitán general para que atendiese a la defensa y conservación de aquellos pueblos. El suceso comprobó demasiadamente presto las prudentes sospechas del padre Pascual. Los rebeldes, sabida la marcha del gobernador a las tierras de los tobosos, creyeron poder desolar impunemente la tierra y acabar con todos los españoles y ministros del país; y en efecto, lo hubieran ejecutado si la   —396→   increíble velocidad del gobernador no hubiese cortado a tiempo sus medidas.

Hallábanse juntos los alzados en número de más de dos mil en las rancherías del cacique don Pablo, como a doce leguas de San Felipe. No esperaban para arrojarse sobre este lugar, sino al cacique Teporaca, por cuyo orden habían venido allí donde él debía juntárseles muy en breve. Pero esta unión, que debía ser la ruina de todo aquel reino, desbarató el Señor dando al gobernador una victoria tan breve y tan completa sobre los tobosos en el peñol de Nonolab, que sin tener ya más que hacer contra aquellos bárbaros, volvió las armas contra el pérfido Teporaca, entrándose improvisamente por sus tierras. No faltó Teporaca a sí mismo ni a los suyos en una ocasión tan crítica. Despachó luego orden a los que estaban cerca de San Felipe que obrasen por sí mismos sin esperarlo, y que se previniesen para resistir a todas las fuerzas del gobernador, que muy presto tendrían sobre los brazos. Él, entre tanto, acampando siempre en peñoles y lugares escarpados, con un grande conocimiento de todos los puestos ventajosos, eludió los conatos del gobernador, que desesperado de poderlo haber a las manos, tomó la resolución de atacar el trozo mayor de Taraumares cercano a Chihuahua, donde tenía más prontos los socorros, y en que los enemigos por falta de su capitán no tendrían las mismas ventajas. Sin embargo, encontró mayor resistencia de la que imaginaba. Los indios se defendieron con tanto valor y con tanta regularidad, que no solo no se consiguió sobre ellos alguna victoria considerable, pero en dos ocasiones se hallaron en bastante aprieto nuestras gentes. La una fue en las rancherías Tomochic, en que cincuenta españoles y doble número de indios aliados pensando sobrecoger a los enemigos, oyeron repentinamente por la frente y a sus costados el alarido de los bárbaros. Reconoció el capitán español por esta seña no menos la vigilancia que la fuerza y ardor con que lo esperaban; y temiendo ser envuelto del mayor número, retrocedió a desembarazarse de una angostura por donde había entrado, y en que podía sin defensa alguna recibir mucho daño. Quiso Dios cegar los ojos a los rebeldes para que no supieran aprovecharse de tan ventajoso puesto, siéndoles mucho más fácil haber tomado las alturas, que seguirlos por las cañadas. Habían ya salido de aquel mal paso nuestras gentes, cuando las alcanzaron los alzados y comenzaron a fecharlas. Era muy inferior el número para querer hacerles frente; así, sin dejar la marcha se les procuraba tener lejos   —397→   con algunas descargas, que por su confusión y desnudez jamás se hacían sin algún estrago. Así se marchó dos días en un continuo movimiento. A la punta del tercero se reconoció acercarse los enemigos con mucha más confianza y mejor orden. Los conducía un indio de buen talle, que con el alarido y con las acciones animaba a los suyos marchando con paso acelerado hacia las filas de los españoles, como quien pretendía llegar a las manos y romperlas. Era éste un atrevimiento que jamás habían tenido los indios, y que ejecutado con prontitud y con arte, hubiera sido la ruina de nuestra pequeña tropa. En esta atención, uno de los soldados, sin esperar más orden, se avanzó también hacia el enemigo, hasta ponerse a tiro de fusil, a cuyo golpe dio con el bárbaro capitán en tierra. Este suceso enfrió mucho el ardor de los apóstatas, que luego comenzaron a aflojar, y aquella noche desaparecieron, en ocasión en que ya a los maestros les faltaban todas provisiones de guerra, y en que si perseveran habrían acabado con todos.

Aun fue mayor el daño en el asalto que dio el gobernador al peñol de Pisachic con más animosidad que prudencia. Cuarenta y dos soldados salieron heridos en esta acción sin haberse podido ganar aquel puesto. El gobernador, mortificado del mal éxito de su empresa, se acercó por sí mismo a reconocer el terreno y ver los lugares por donde acometer el día siguiente, en que juró había de ser el primero que marchase. Quiso Dios excusarle esta pena y librarle de la muerte, que verosímilmente no hubiera evitado en el ataque. Mandaba a los rebeldes del peñol un cacique bastantemente racional, y que en otro tiempo había sido muy estimado del gobernador. Las persuasiones y ejemplo de sus parientes, lo habían empeñado contra su voluntad en el partido de los rebeldes, y sentía ver al gobernador empeñado en una acción de que no podía salir con crédito. La amistad y el reconocimiento puso más en su corazón que la afición a los suyos, y así, con pretexto de no poderse ya mantener en aquel sitio, fingiendo el temor que no tenía, hizo retirar de allí a sus gentes en aquella misma noche dejando libre el campo a los españoles. Tal era la triste situación de nuestro ejército; sin embargo, no era tan adversa la suerte a otro destacamento que mandaba el capitán Cristóbal de Navares. Seguíale una gran parte de los taraumares fieles que paco antes habían venido a incorporarse en el campo del gobernador. El prudente capitán supo valerse de toda la oportunidad que le ofrecían estos indios para examinar el terreno,   —398→   para seguir las huellas del enemigo, para inquirir sus resoluciones, y luego también para convidarlos con la paz. Entre otros menores encuentros en que llevó siempre lo mejor, logró también la fortuna de encontrarse con el trozo mayor de los alzados en parte donde les fue imposible dejar de venir a las manos. Los envolvió y los derrotó con muerte de muchos de los suyos y los más valerosos. Tomó un gran número de prisioneros, y si no hubiera querido perdonar a la rusticidad de aquella pobre gente, pudiera haber acabado con todos en una sola acción. De los prisioneros envió una gran porción al gobernador, y los demás envió libres a diferentes partes para que convidasen con la paz a sus compañeros. Como siempre inspiran más docilidad las desgracias, las proposiciones de paz de boca de un vencedor, se hicieron oír con agrado de los jefes de los alzados. Volvieron los enviados con respuestas muy favorables, y fueron admitidos a la paz, con la condición de que hubiesen de entregar al cacique Teporaca, autor de tantos daños. Este infeliz, batiéndose desesperadamente y abandonado de los suyos, tardó poco en caer en manos del gobernador, que lo sentenció luego a muerte. Ni las piadosas exhortaciones del sacerdote que seguía el campo, ni de los españoles, ni de sus mismos amigos y parientes pudieron persuadirle a que se confesase y arrepintiese de su apostasía. Así, vomitando injurias contra los españoles y contra la cobardía de los suyos que se habían entregado, fue colgado de un árbol. Su cadáver quedó hecho un erizo de las muchas flechas con que lo atravesaron sus naturales mismos, indignados de su obstinación. El padre Vigilio Maez se restituyó prontamente a su misión de Satevo; el padre Gerónimo de Figueroa a la de San Pablo; en la de San Gerónimo quedó el padre Gabriel del Villar; y en la de San Miguel el padre Rodrigo del Castillo, que todos tuvieron mucho que merecer para congregar su ganado disperso y volver a reedificar las casas e iglesias que los amotinados habían reducido a cenizas.

[Sucesos de Parras] De muy diferente naturaleza, aunque no menos provechosos, eran los trabajos de los padres Gaspar de Contreras y Luis Gómez en la misión de Parras. Estos fervorosos operarios no contentos con el fruto que a manos llenas habían cogido en sus pueblos con la publicación del jubileo de las misiones con previo beneplácito y aun con singular agradecimiento del licenciado Francisco de la Cruz, cura y vicario del Saltillo, se determinaron a hacer lo mismo en esta villa y en el vecino pueblo que llaman de Tlaxcala y estaba a cargo de los religiosos de San   —399→   Francisco. En una y otra parte, según la relación que dicho cura remitió al señor obispo de Guadalajara, pasaron de mil quinientas las personas que se purificaron por medio de los Santos Sacramentos, y a haber podido condescender con las piadosas instancias de los lugares vecinos, no hubieran vuelto en un año los padres a sus respectivas misiones. Se singularizó mucho, tanto en el fruto como en el reconocimiento, la villa del Saltillo. Decían públicamente los vecinos que eran muy dichosos los que lograban tener en sus tierras colegios de la Compañía, y aun para conseguirlo, llegaron a ofrecer a los padres una considerable hacienda para fundación y sustento de algunos religiosos. Los misioneros, agradeciendo su buena voluntad, les dijeron que la aceptación y licencia de nuevas fundaciones pendían de arbitrio del padre general, y cargados de las bendiciones de tantas almas socorridas dieron la vuelta a sus pueblos de la Laguna.

[Petición del cabildo de Chiapa de fundación] Estos deseos de fundación, que en la villa del Saltillo había excitado el buen olor de los operarios jesuitas, eran ya muy antiguos en Ciudad Real de la provincia de Chiapa. Dejamos ya escrito por los años de 1619 las instancias y ofertas que para este efecto habían hecho el ilustrísimo señor don Juan de Zapata y Sandoval, obispo de aquella ciudad, y el conde de la Gomera, presidente de la audiencia de Guatemala, y luego por los años de 1622 el ilustrísimo señor don Bernardino de Salazar, a cuyos esfuerzas llegaron a enviarse allí algunos sujetos, que después de la muerte de aquel prelado hubieron de retirarse. Hallábase actualmente en Ciudad Real de paso para México el señor don Antonio de Lara Mogrovejo, que de oidor decano de la audiencia real de Guatemala pasaba a servir a Su Majestad en esta chancillería. Este prudente ministro, a quien debió siempre nuestra religión un singular aprecio, en el poco tiempo que allí se detuvo, encendió los ánimos en deseo de tener un colegio de la Compañía; tanto, que asistiendo su señoría, se tuvo a 9 días del mes de agosto un cabildo abierto, en que ofreciendo los regidores y otros vecinos a su arbitrio, juntaron la cantidad de 6655 pesos. Añadían 3000 pesos depositados en poder de la misma ciudad para dotación de una cátedra de gramática, y otros 3000 pesos que el capitán Gómez del Carpio Aragonés había dejado en testamento para maestros que educasen la juventud; ocupaciones que teniéndolas por instituto la Compañía, juzgaban poder y aun deber aplicar a la fundación de un colegio las dichas cantidades, con que fuera de otros menores ramos se componía la suma de 12655 pesos. Esta resolución comunicaron   —400→   luego al provincial y cabildo sede vacante, que la aceptaron con toda voluntad, y aun prometieron contribuir de su parte. El licenciado don Antonio de Lara se encargó de acalorar el negocio con el padre provincial de la Compañía, y encomendarse de la carta escribió la ciudad en estos términos: «Siempre ha reconocido esta ciudad las muchas comodidades que se le seguirían son la fundación de la sagrada y esclarecida Compañía de Jesús, en cuya asistencia y loable ejemplo se asegura el mayor lustre y esplendor de cualquiera república, y la juventud no solo se instruye en su educación, sino que también se promueven al ajuste puntual de sus obligaciones. Meditada, pues, y conferida tan grave materia, se resolvió convocar a todos los vecinos a cabildo abierto, como a causa pública, la cual fomentada con la autoridad y recto celo de los superiores que presidieron, se juntó la cantidad que parecerá por el instrumento que con ésta se remite, asegurando no se perdonará diligencia en alentar a los demás de esta provincia y sus confines, y a los ministros y beneficiados de Soconusco, para que cada uno en cuanto pueda, socorra y facilite designio tan importante. Deseando ver lucidos sus efectos, pide y ruega a V. P. Rma., sea muy servido de hacer la propuesta con tan fervorosa piedad y viveza, que en la consulta se asegure el buen despacho, y en él la venida del padre Antonio Rivadeneira, sujeto de tanta religión y adecuados talentos, que con ellos y su apacible trato, tiene ganado el efecto de toda la provincia, la que con su asistencia se promete feliz suceso. Dispóngalo el cielo y guarde a V. P. Rma. Ciudad Real y setiembre 2 de 1652.- D. Alfonso de Vargas Zapata y Guzmán.- D. Francisco Tovilla de Velasco.- D. Juan de Salvatierra.- D. Nicolás de Solórzano y Tejada.- D. Pedro Solórzano.- D. Pedro Bermudo.- Lic. D. Sebastián del Carpio Aragonés.- Por mandado de sus mercedes.- Juan Girón, escribano público.

[Año de 1653] El oidor don Antonio de Lara llegó a México a fines del año de 52, en que estaba ya acabando su gobierno el padre provincial Andrés de Rada, que por tanto no pudo proveer cosa alguna a la petición de la ciudad y cabildo de Chiapa. Muy a los principios del año siguiente de 1653, el día 3 de enero, le sucedió en el gobierno de la provincia el padre Francisco Calderón, que algunos años antes había ocupado el mismo puesto. El padre, aunque deseoso de la fundación de un colegio en Chiapa, que fuera de la utilidad de aquel país, era de grande comodidad para los sujetos que pasaban a Guatemala; sin embargo, sabiendo   —401→   que semejantes ofertas no se cumplen después sin molestia de los mimos que las hacen, y con poco decoro de la Compañía, respondió que agradecía nuestra religión la buena voluntad, y que si perseveraban en esos intentos comprasen con dicha limosna alguna (finca) cuyos frutos se depositasen a arbitrio de la misma ciudad, mientras se verificaba la fundación y remitiesen las escrituras para enviarlas a nuestro padre general: que la donación de la cátedra requería mayor fijeza para no exponerse a litigios sobre el nombramiento con los señores obispos o cabildos en lo sucesivo. Y porque el licenciado don Sebastián del Carpio ofrecía para después de su muerte una de sus haciendas, pretendiendo en virtud de ello el título de fundador, añadía que remitiese también un tanto de dicha donación causa mortis, para que informado nuestro padre general concediese dicho título y derecho a los sufragios que solo él podía conceder en la Compañía. Tal fue la respuesta del padre Francisco Calderón con fecha de 9 de abril. Estas bellas esperanzas se desvanecían sin embargo, y el colegio que hoy tiene en aquella ciudad la Compañía, no llegó a fundarse sino cerca de treinta años después, el de 1681, como se dirá en su lugar.

[Muere el hermano Alonso Tello] Todos los demás colegios de la provincia gozaban de suma tranquilidad. En el colegio del Espíritu Santo de la Puebla murió con buen olor de religiosas virtudes el día 8 de setiembre el hermano Alonso Tello, natural de San Clemente, capital de la Mancha, que supo trasladar a la vida espiritual las grandes prendas de cortesanía, valor y honrada circunspección con que antes había servido el mundo. El pleito sobre la doctrina de Tepotzotlán se había llevado al real consejo de indias, y había mucho lugar de esperarlo todo de la piedad y constante afición del señor don Felipe IV, cuando un nuevo accidente mudó el semblante de las cosas. A mitad de este año se mudó el gobierno eclesiástico y secular de estos reinos y ciudad con la venida del ilustrísimo señor don Marcelo López de Ascona, promovido de la abadía de Roncesvalles a la santa sede metropolitana de México, y del excelentísimo señor don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, virrey, gobernador y capitán general. El ilustrísimo señor arzobispo hallando vacantes seis beneficios, y entre ellos nombrado el de Tepotzotlán, puso luego para ellos nuevos edictos, sin embargo de estar pendiente en el real consejo el conocimiento de esta causa, a que Su Majestad había concedido benignamente los oídos. La Compañía y el gobernador de Tepotzotlán, que lo era este año don Andrés de Torríos, no dejaron de clamar altamente   —402→   ante el señor virrey. El ilustrísimo, sin dar otra respuesta, sino que o admitiesen la colación canónica, o dejasen la doctrina, se desentendía de todo lo demás que había precedido en este asunto. Y no pudiendo la Compañía acceder a la condición que proponía su ilustrísima, procedió cumplidos los edictos de veinte días a proveer el beneficio, y dar canónica colación al licenciado don Juan Ruiz el día 4 de octubre. Aunque el señor arzobispo no sobrevivió sino un mes a esta provisión; sin embargo, no pareció a los superiores instar demasiado sobre este asunto, porque no pareciese que tenía la religión algún interés fuera del espiritual de los indios en la posesión de aquella doctrina, de que aun de los emolumentos voluntarios de los pueblos habían hecho cesión en Su Majestad, bien que no se omitió dar la queja al real consejo, cuya autoridad estaba ya interpuesta.

[Sucesos de Sonora] De la misión de San Francisco Javier en el valle de Sonora hemos guardado un largo silencio en estos años por falta de las letras sanas en que no hallábamos noticias relativas a alguno de ellos en particular. Los fervorosos obreros que cultivaban este campo habían tenido en qué ocuparse más útilmente para que les quedase tiempo de escribir con prolijidad la serie de los sucesos. Por la relación que remitió este año el padre visitador, sabemos que pasaban ya de veinticinco mil los cristianos de esta misión: que se habían congregado en veintitrés pueblos y erigídose otras tantas iglesias al verdadero Dios; que en los cuatro años últimos se habían bautizado ocho mil personas entre párvulos y adultos; y que de los vecinos gentiles se veían muchos correr y pedir con ansias el bautismo. Esto en general. Al partido de Nacomeri, que administraba el padre Francisco Paris, se habían agregado, formando a corta distancia un pequeño pueblo, ciento sesenta de los himeris, primicias de aquella numerosa nación, de que hemos hablado en otras partes y que muy breve llegó a sujetarse toda al yugo de Jesucristo. Estaban repartidas estas gentes al Occidente y al Norte de lo que propiamente se llama el valle de Sonora, y de una y otra parte se habían ya reducido muchos. Los del Norte, se habían agregado al pueblo de Bacobitzi, con tanta envidia de los demás de su nación, que pasando por aquellos pueblos el padre visitador, fueron a presentársele en tropa los caciques para pedirle el bautismo y asistencia de algún ministro. ¡Qué dolor no experimentaban en semejantes ocasiones los hombres apostólicos viéndose solos ocho en medio de tantos millares de neófitos y de innumerable gentilidad que de todas partes los convidaban!   —403→   Mucho contribuyó a la conversión de los himeris septentrionales la última reducción de los gentiles de Arizpe y Zenoquippe. Estos dos pueblos se habían encomendado desde el año de 1646 al padre Gerónimo de la Canal, ministro de los de Vepaca y Teuricatzi, para que con su larga experiencia y apacible trato los atrajese dulcemente a la fe. No lo consiguió sino a costa de algunos años y trabajo, de que dando cuenta al padre provincial Francisco Calderón con fecha 31 de enero, dice así:

[Carta del padre Gerónimo de la Canal] «Por orden de los superiores entré a los pueblos de Zenoquippe, Arizpe y Cucubarunichi. En el primero, junté la gente y me detuve quince días, declarándoles el fin de mi ida y la necesidad del bautismo. Después de todo me respondió el gobernador, que primero se dejarían morir que bautizarse. No me arredró esta respuesta por la experiencia que tengo de estos pueblos. Me contenté con bautizar algunos párvulos en peligro, y pasé nueve leguas adelante al pueblo de Arizpe. Aquí tuve la misma respuesta, y me dejaron solo luego que se los propuse. Perseveré con todo otros quince días, tratándoles del bien de la gloria y penas del infierno, y ya resuelto a partirme al tercer pueblo, volví a instar al gobernador, que me respondió en su idioma estas mismas palabras... Padre, mañana me amanecerá el sol más claro: seré otro hombre, y tendré nuevo cuerpo y nueva alma. Quiso decir que el día siguiente se bautizaría, como lo hizo, y con él muchos otros que desde antes de mi entrada estaban ya bien capaces. Ayudó mucho al bautismo de este pueblo el caso siguiente: Estaba un niño cazando pajarillos, y sin ver quien pasaba, clavó la flecha en el pecho de una india, cuatro dedos abajo de la garganta, y le entraría más de ocho. Acudí con toda prisa, y exhortela a que se bautizase, que quizá Dios la sanaría, y si no lograría el cielo. Vino en ello, y catequizada cuanto permitía la prisa, porque se creyó muriera luego, la bauticé, y al día siguiente yendo a verla, la encontré tan buena y sana que ni aun señal tenía de la herida. Luego pasé a Cucubarunichi, donde fui tan mal recibido, que antes de llegar habían amenazado con la muerte a mis indios; y una india, en cuya ramada habían puesto algunos de mis trastos, la derribó con rabia y los echó por el suelo. En el pueblo hallé muy poca gente, porque los demás se habían escondido. Los cité para el día siguiente, y a la noche vi que las indias la emplearon en sacar sus ajuares para salirse del pueblo, y luego vinieron muchos indios armados y me cercaron la casa, quizá para ponerme   —404→   miedo. Llegado el día, después de muchísimo trabajo, tuve el consuelo de bautizar cuatro o seis párvulos. En esta sazón llegaron a mí dos indios de seis leguas de allí. Les pregunté que por qué venían a hablarme con las flechas en la mano, que yo no tenía miedo de sus armas, pues me veían sin ellas, y solo venía a hacerles que conociesen a Dios. Respondiome uno de ellos, que el mío era Dios de mentira, y que él no quería recibir su ley; que el bautismo no quitaba la inmundicia del cuerpo ni la del alma; que su Dios había criado el cielo y la tierra, los valles y los ríos, añadiendo tales cosas con tanta agudeza, copia y velocidad del decir, que yo quedé persuadido a que se las sugería el mal espíritu, viendo las voces tan propias y los argumentos que proponía tan ajenos de la capacidad y tan fuera de la costumbre de cuantos yo había visto. Él se embraveció de manera, que yo interiormente me dispuse a morir por tan buen título, y más viendo que por los matorrales estaban los del pueblo escondidos con sus armas; pero no merecí tanta dicha. Me detuve algunos días sin conseguir cosa alguna. Los dejé y volví de allí a algunos meses con el padre Ignacio Molarja, y este mismo indio nos mandó matar a entrambos, aunque no se atrevieron viendo en nuestra compañía muchos de sus parientes, de los que fue muy de notar que tratando yo si les predicaría por verlos tan obstinados, me dijo uno: Predícales tú, ellos créanlo o no crean, a Dios darán la cuenta, que tú ya cumpliste con tu oficio. Y otro de los mismos gentiles, habiendo oído un sermón, me dijo: Tú eres el primero que has hecho sonar el nombre de Dios por estos montes. Finalmente, con tiempo y con blandura vinieron a bautizarse estos tres pueblos, que quedan a cargo del padre Felipe Esgrecho. Hoy está esta misión muy lucida con muchos pueblos y buenas iglesias, y sus ministros muy unidos en paz y religiosa caridad». Hasta aquí el padre Gerónimo de la Canal.

No eran de menor consuelo para toda esta misión las esperanzas que se concebían por entonces de la reducción de los sumas, o según otros manuscritos, yumas, nación numerosa y fiera, y que por los años de 49 y 50 habían tenido en continua inquietud a los religiosos franciscanos que entonces asistían en el partido de Teuricatzi. Creció su osadía, y se aumentó mucho más el número después de hacer retirar vergonzosamente al capitán a guerra, y gobernador de Sinaloa, que con buen número de españoles aliados había pretendido sujetarlos. Lo que no puedo con ellos la fuerza de las armas, consiguió la dulzura y el   —405→   celo del padre Marcos del Río, ministros de los guasabas, que por marzo de 1651 se dejó ver la primera vez en sus tierras a convidarlos con la paz de parte del gobernador, y con la luz del Evangelio. Para prueba de la sinceridad de sus proposiciones, llevó el padre un sello del gobernador. Ellos lo creyeron, y luego vinieron a Oppotu, pueblo de los guasabas, más de cien caciques con sus hijos y mujeres en señal de confianza. Celebráronse las paces con regocijos públicos a su modo, y luego en prendas de que deseaban el bautismo, entregaron sus párvulos, instando una y muchas veces con el superior de la misión y aun con el padre visitador, que de asiento se les enviasen ministros. Y ya que hemos hecho mención de los guasabas, no debemos omitir algunas particularidades que manifiestan bastantemente el fervor y la piedad de estos neófitos. Un indio joven, habiendo caído en una culpa grave, no solo vino luego a buscar el remedio en la confesión sacramental, sino que pareciéndole poca satisfacción la que le imponía el confesor, aun siendo su pecado oculto, fue a acusarse con el cacique del pueblo, pidiéndole con instancia que lo mandase azotar públicamente paró no volverlo a cometer. Aun es mucho más admirable que una india que en su gentilidad había vivido mal con un cristiano, después arrepentida y bautizada resistió por largo tiempo a sus solicitaciones. Creciendo con la resistencia la brutal pasión, intentó rendirla a viva fuerza. No pudo conseguir su perverso designio, y mudado, como suele acontecer, el amor en rabia y despecho, la atravesó con muchas flechas, enviándola víctima hermosa de la pureza al cielo. El caso constó ante la justicia por confesión del homicida y algunos otros testigos. Jamás dejaremos de sentir en semejantes sucesos no poder pasar a la posteridad los nombres de las personas, que no sé por qué motivo se omiten en las relaciones. En todas estas misiones y las de Sinaloa se padeció bastante hambre con la seca de éste y los antecedentes años. Entre los taraumares se encendió una cruel peste que arrebató mucha gente, principalmente jóvenes. Uno y otro azote dio a los caritativos ministros muy grande cosecha de merecimientos y apostólicas fatigas.

Anterior Indice Siguiente