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ArribaAbajoCapítulo segundo

El territorio chileno. Sus antiguos habitantes. Los fueguinos


1. Idea general de la configuración orográfica del territorio chileno. 2. Influencia de esta configuración en su meteorología y en sus producciones. 3. Sus condiciones de habitabilidad para los hombres no civilizados. 4. Incertidumbre sobre el origen etnográfico de los antiguos habitantes de Chile; unidad probable de raza de éstos con los isleños de la Tierra del Fuego. 5. Los fueguinos: su estado de barbarie, sus caracteres físicos. 6. Sus costumbres.


ArribaAbajo1. Idea general de la configuración orográfica del territorio chileno

La larga y angosta faja de territorio que en la parte sur de América meridional se extiende al occidente de la cordillera de los Andes, presenta en su estructura y en sus condiciones de habitabilidad para el hombre, caracteres que le son peculiares. En su extensión de más de quinientas leguas casi en línea recta, toca por el norte a las regiones tropicales y llega por el sur a latitudes cuya temperatura se aproxima a las de los países cercanos a la zona circumpolar. A1 revés de lo que sucede en la mayor parte de la Tierra, donde los países tropicales ostentan la vegetación más lujosa y variada, y los más abundantes productos agrícolas, el suelo chileno comienza por desiertos áridos, secos y estériles para todo cultivo y, al parecer, inhabitables, y en su prolongación hacia el sur varía gradualmente de aspecto y de modo de ser, y alcanza el mayor grado de humedad, y de vida vegetal y animal casi en la mitad de su curso, para principiar de nuevo a decrecer al acercarse a los climas más fríos de las altas latitudes.

Este fenómeno curioso de climatología, que ha ejercido una gran influencia en la distribución y en el desarrollo de la población, tiene su causa natural en la estructura y en el relieve del suelo chileno. Dos cadenas de montañas que corren paralelas de norte a sur, constituyen la base de su orografía. Una de ellas, de montañas ásperas, desfiladeros rápidos, faldas y laderas rayadas con estratificaciones de diversos colores, de numerosos conos volcánicos, algunos en ignición en nuestros días, de perfiles angulados y de cimas inaccesibles que se pierden en la región de las nieves eternas, es la grande y espesa cordillera de los Andes, que se levanta al oriente y sigue recorriendo toda la América meridional. La otra, formada por cerros bajos, redondos, achatados, graníticos, y cuyas cimas se asemejan a las olas del mar que se aquieta después de una tempestad, corre al occidente. En la región del norte, la trabazón de estas últimas montañas no es constante; y sus macizos dispersos y desordenados, están frecuentemente unidos a los contrafuertes que se desprenden de la cordillera de los Andes. En la parte central del territorio, la continuidad de aquella cadena se   —34→   acentúa, y sólo se interrumpe para dar paso a los ríos que bajan de la gran cordillera. Más al sur todavía, esta misma cadena occidental está cortada por el océano; y sólo sus picos culminantes aparecen sobre la superficie de las aguas en forma de archipiélagos de centenares de islas grandes y pequeñas que conservan por su situación el paralelismo con las altas montañas que se levantan al oriente.

En medio de esas dos cadenas corre un valle longitudinal, cuya configuración y cuyos accidentes se hallan marcados por el sistema orográfico que acabamos de describir. En el norte, ese valle está interrumpido por los contrafuertes que arrancan de los Andes para unirse con las montañas de la costa. En el centro, el valle se dilata casi sin obstáculos, ensanchándose o estrechándose según el mayor o menor espesor de las montañas que lo encierran. En el sur, las aguas del océano, que interrumpe la continuidad de la cadena de la costa convirtiendo en islas sus picos más elevados, ocupan el lecho del valle central dejándolo convertido en un canal intermediario entre aquellos archipiélagos y las faldas de la gran cordillera. La acción lenta, pero incesante de las fuerzas geológicas, que transforman sin descanso los contornos y el relieve de los continentes, consumará, sin duda, en un tiempo más o menos largo el solevantamiento de aquella región. Los archipiélagos pasarán a ser la continuación visible de la cadena de montañas de la costa y los canales, que ahora separan esas islas del continente, serán la prolongación natural del valle longitudinal.




ArribaAbajo2. Influencia de esta configuración en su meteorología y en sus producciones

Esta estructura del territorio chileno ejerce una influencia directa e inmediata sobre su clima y sobre su meteorología. La espesa y empinada cordillera de los Andes, extendida de norte a sur como una muralla gigantesca, es una barrera formidable a los movimientos de la atmósfera de las regiones orientales. Los vientos del este, que en los países vecinos a los trópicos, llevan consigo la humedad y las lluvias, se encuentran detenidos por esa barrera y descargan sus aguas al otro lado de los Andes. De aquí proviene que la lluvia sea casi desconocida en las más bajas latitudes de Chile y allí donde, según las leyes generales del régimen climatológico, debía ostentarse una abundante vegetación, sólo existen desiertos inútiles para todo cultivo agrícola.

Alejándose un poco de la zona tropical, las lluvias comienzan a aparecer. Débiles y mezquinas en el norte, van aumentando gradualmente, pero sometidas a intermitencias perfectamente regulares. Las humedades atmosféricas son traídas por los vientos del noroeste, propiamente por la contracorriente de los vientos alisios, que en la estación fría desciende a las capas inferiores de la atmósfera. Aquellas humedades arrojan las lluvias en las tierras bajas y depositan la nieve en las montañas. Esos vientos, a su vez, se encuentran detenidos más al sur por la gran cordillera, y se resuelven en esos lugares en lluvias torrenciales, mientras la región del otro lado de los Andes permanece en esas latitudes en una sequedad casi constante. De aquí resulta que, al contrario de lo que sucede en la mayor parte de la Tierra, las lluvias caen en una gran porción de Chile sólo en la estación de invierno, esto es, durante tres o cuatro meses del año, y que únicamente en la región austral son más constantes, a causa de la menor temperatura del clima, pero siempre más escasas en la época de verano. En las islas más australes la lluvia cae con frecuencia en forma de nieve.

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La hidrografía fluvial del territorio está sometida a la acción de estos fenómenos meteorológicos. En la región del norte, los ríos, los arroyos, las vertientes son casi desconocidos. Forma aquélla un país inhospitalario en que, fuera de uno que otro lugar, el hombre no puede vivir sino a condición de llevar consigo sus alimentos y su bebida. Más adelante comienzan a aparecer algunos riachuelos de poco caudal, que bañan con sus aguas escasas porciones de terreno. Pero los ríos, alimentados más al sur por una mayor cantidad de lluvias y de nieves, se hacen más abundantes, y forman en las latitudes superiores vastos y ricos cauces. Por fin, en la región más fría, en las inmediaciones del estrecho de Magallanes, descienden hasta el mar en forma de ventisqueros majestuosos, como otros tantos ríos de hielo.

Sigue esta misma progresión el crecimiento y la abundancia de la vegetación. Fuera ya de la región de los desiertos, ésta no aparece sino a las orillas de esos pequeños ríos, dejando entre ellos vastas extensiones de terrenos desprovistos de verdura, y que, sin embargo, por el calor de esa latitud, serían de una sorprendente fertilidad si el agua del cielo viniera a regarlos quince o veinte días en el año. En el centro del territorio, las lluvias más abundantes y las humedades de los ríos alimentan una hermosa vegetación. Los campos se cubren de yerbas y de flores, crecen árboles de muchas especies y de variado follaje. Pero sólo éstos conservan su verdura durante la estación de los calores. El sol, en cambio, agota las praderas en las montañas y en los llanos, y antes que el hombre hubiera discurrido el sacar canales de los ríos para regar esos campos, la vida vegetal de las plantas pequeñas quedaba interrumpida durante largos meses. Por el contrario, en la región del sur, donde la humedad es más abundante, donde las lluvias caen casi todo el año, se alzan selvas de una riqueza tropical, y la verdura de los campos es permanente. Pero allí comienza a faltar el calor; el cielo es inclemente y el cultivo de las plantas más útiles y necesarias al hombre, se hace difícil y poco productivo.

Más al sur todavía, sobre todo en los archipiélagos más australes, el clima es aún menos hospitalario. Cae nieve en todas las estaciones del año; y si el invierno, a causa de la temperatura casi invariable del mar, no es tan riguroso como podría serlo en el interior de un continente, el verano, relativamente corto, y refrescado por los vientos helados del sur, no produce el calor suficiente para hacer crecer y madurar los cereales ni casi ninguno de los frutos útiles al hombre. En aquellas regiones el sol no da vida más que a yerbas y arbustos utilizables sólo para los animales, y a una abundante vegetación arborescente siempre verde, que crece sobre un terreno pantanoso31.




ArribaAbajo3. Sus condiciones de habitabilidad para los hombres no civilizados

Establecidos estos hechos, se comprenderá que si el territorio chileno puede ser convenientemente explotado por el hombre que ha ascendido a cierto grado de civilización y de cultura, y que sabe procurarse las comodidades de la vida en casi todos los climas, era una triste   —36→   morada para el salvaje primitivo. Faltaban en él las producciones espontáneas y generosas que se hallan en las regiones tropicales, y faltaban también aquéllas que compensan con un abundante provecho un trabajo fácil y ligero. El salvaje no sabía que los terrenos estériles del norte encerraban en su seno ricos metales, que por otra parte no habría podido extraer, y que tampoco le habrían sido de gran utilidad. No sabía que en el centro del territorio, el agua de los ríos, conducida por canales fáciles de abrir a causa del declive natural del suelo, podía mantener la vegetación y la verdura en todas las estaciones del año y aumentar los recursos naturales mediante el cultivo de algunas plantas útiles. Ignoraba también que el desmonte de los terrenos del sur, le habría permitido disecar algunas porciones del suelo para hacerlo productivo. Todos estos trabajos exigían cierta previsión y un desarrollo intelectual de que carece el hombre salvaje, y que no poseían los más antiguos habitantes de Chile de que hay recuerdo en la historia32.

Así, pues, los antiguos pobladores de este país, inhábiles para procurarse los recursos que proporciona la civilización por imperfecta que sea, incapaces de vencer las dificultades que a su desarrollo oponían las condiciones climatológicas del territorio, vivían repartidos según las leyes impuestas por las condiciones del mundo exterior. En la región del norte sólo se hallaban pequeñas tribus aisladas, establecidas a las orillas de los escasos riachuelos que bajan de la montaña. En el centro, las agrupaciones eran más considerables, ocupaban los bosques, muy abundantes entonces, y habitaban cerca de los ríos y de las vertientes que se hallan a cortas distancias. La región del sur, menos hospitalaria por su clima, les ofrecía, en cambio, la ventaja de mayor uniformidad en la temperatura, es decir, estaciones menos pronunciadas, abundancia de agua por todas partes y de algunos alimentos, entre otros el fruto del pehuén o piñón (la araucaria imbricata de Ruiz y Pavón), aparte de la afluencia de peces y de mariscos en los ríos y en la costa. Allí la población se había agrupado en mucho mayor número; y la vida salvaje, sin influencia conocida exterior, había alcanzado cierta regularidad. En la región insular, sometidos a un clima más frío e inclemente, los naturales vivían en ese estado de barbarie primitiva en que el hombre, por sus instintos groseros, por su estupidez y su pereza, apenas se distingue de los brutos33.



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ArribaAbajo4. Incertidumbre sobre el origen etnográfico de los antiguos habitantes de Chile; unidad probable de raza de éstos con los isleños de la Tierra del Fuego.

¿De qué raza provenían estos antiguos habitantes de Chile? Hasta el presente no es posible dar a esta cuestión una respuesta definitiva. Alcides D'Orbigny, el naturalista que se ha ocupado con más extensión y prolijidad de la etnografía de la América meridional, no vacila en clasificar a todos los antiguos habitantes de Chile, incluso a los pobladores de las islas más australes, en una sola rama de la raza señora de las altiplanicies del Perú34. Han creído otros que los indios chilenos provienen de la raza guaraní, pobladora de la mayor parte del Brasil, y que por tanto habían llegado por el oriente y al través de las cordilleras en inmigraciones sucesivas. Por último, algunos han pretendido ver en ellos un tipo que se acerca más que cualquiera otro del litoral americano del Pacífico, a la raza malaya o parda que puebla los archipiélagos del gran océano. Los fundamentos que se han dado para apoyar cada una de estas tres hipótesis, no son en manera alguna satisfactorios. La lingüística que podría esclarecer la cuestión, enseña, por el contrario, que fuera de una tribu evidentemente de origen peruano, que vivía en el litoral de los desiertos del norte, los indios chilenos hablaban lenguas que no tienen con las de las razas de hombres de quienes se les supone descendientes, esas analogías que pudieran servir para comprobar la identidad de origen.

Otra cuestión menos oscura, pero que tampoco se puede resolver definitivamente, es la de saber si todos los indios que poblaban el actual territorio chileno, pertenecían a una sola rama, o si este suelo había sido, como otras partes de América, el teatro de invasiones sucesivas que habrían implantado diferentes familias y lenguas diversas. Toda duda desaparece respecto de los indios que habitaban la mayor y la más rica porción del territorio. Desde el grado 25 de latitud sur hasta el 44, no hallaron los conquistadores europeos más que una sola lengua, sometida es verdad a pequeñas modificaciones locales, pero que todos   —38→   los indígenas comprendían sin dificultad35. Por sus caracteres fisionómicos, el indio chileno que poblaba esa extensa porción de territorio, dejaba ver también la unidad de raza. Está igualmente fuera de duda, como hemos dicho, que la tribu o tribus que poblaban el litoral de los desiertos del norte, conocidos en la etnografía americana con el nombre de changos, provenían de la raza peruana de los Andes, cuyo idioma hablaban con ligeras alteraciones. Allí llevaban una vida miserable, buscando en la pesca el único alimento que podía suministrarles esa árida región. Pero en cambio, no se tienen noticias bastante seguras sobre los pocos millares de salvajes que vivían sumidos en el más completo estado de barbarie en los archipiélagos del sur, y sólo por analogías imperfectamente estudiadas, se les supone identidad de origen con los indios del centro de Chile, y se les considera familia de una misma rama. La afinidad de esos isleños con los indios chilenos es hasta el presente puramente conjetural36.

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Sin embargo, esta opinión puede aceptarse como probable. De las relaciones de los diferentes exploradores de esas islas, es fácil deducir este hecho cierto. Los indígenas de Chile eran más abyectos, más groseros y degradados en razón del mayor rigor del clima y de la mayor esterilidad del suelo que habitaban. Así, pues, desde la región insular, la barbarie iba en progresión con la más alta latitud hasta llegar a su último grado en las islas vecinas al cabo de Hornos37. Hasta los últimos términos del archipiélago de Chiloé, la lengua chilena, menos pura si se quiere que en la región central del territorio, era el idioma general de los indígenas. Pero, en los que están situados más al sur, los salvajes hablaban uno o más dialectos diversos, cuyo estudio apenas iniciado es todavía insuficiente para establecer aproximadamente su afinidad con la lengua chilena38. Puede creerse, con todo, que así como la   —40→   vida miserable a que se hallan reducidos por las condiciones físicas que los rodean, es causa del embrutecimiento en que están sumidos, esas condiciones han acabado por alejarlos no sólo en sus costumbres sino, también, en algunos accidentes fisionómicos de los indios chilenos de quienes se les supone originarios.




ArribaAbajo5. Los fueguinos: su estado de barbarie, sus caracteres físicos.

Han sido designados estos isleños con distintos nombres por algunos de los viajeros que han tenido ocasión de estudiar sus costumbres; y aun varios de éstos los han dividido en diversas tribus o familias con diferentes denominaciones39. Se les ha llamado pecherais40, yacanacuni41 y fueguinos42, y se ha propuesto la denominación griega de ictiófagos, o comedores de pescado43. Nosotros le daremos la penúltima de esas denominaciones con que se les designa comúnmente por el nombre de la isla grande en que tienen su principal residencia. Aunque esas tribus no han desempeñado papel alguno en la historia de Chile, vamos, sólo por el interés etnográfico, a dar alguna noticia de su vida y de sus costumbres antes de hablar de los otros indios chilenos que sostuvieron larga guerra contra los conquistadores europeos.

Los fueguinos tienen el triste honor de ocupar el rango más bajo en la escala de la civilización. En este punto están de acuerdo casi todos los viajeros que los han visitado en diversos tiempos. Adolfo Decker, que en 1624 navegaba en la escuadra holandesa de Jacobo   —41→   L'Hermite, es uno de los primeros viajeros que ha consignado noticias sobre esos salvajes. «Bajo el punto de vista de sus costumbres y de su carácter, dice, estas gentes tienen más relación con las bestias que con los hombres. Porque además que desgarran a los hombres y devoran su carne cruda y sangrienta, no se nota en ellos la menor chispa de religión ni de cultura. A1 contrario, viven completamente como brutos»44. «Los habitantes de estas islas, dice el diario del capitán Wallis (1767) parecen ser los más miserables de los hombres... ni siquiera pueden pretender a las prerrogativas de la especie humana»45. Los viajeros más recientes que han estudiado las costumbres de estos salvajes, y entre ellos dos grandes observadores, tan sagaces como prolijos, el capitán Fitz-Roy y el célebre naturalista Darwin, confirman plenamente estas apreciaciones. «Cuando vemos a estos hombres, dice el último, apenas se puede creer que sean criaturas humanas, habitantes del mismo mundo que nosotros». Y más adelante agrega: «Yo creo que el hombre en esta parte extrema de América es más degradado que en cualquier otro lugar de la Tierra. Comparadas a los fueguinos, las dos razas de insulares del grande océano, los esquimales y los australianos, son civilizadas»46.

Esta uniformidad de los viajeros y observadores de los diversos tiempos, revela que los fueguinos en el transcurso de tres siglos han permanecido estacionarios. Nadie ha notado el menor progreso en su industria ni en su cultura, a pesar del contacto de esos isleños con los navegantes que en diversos tiempos han visitado esa región. Se ha observado que el número de individuos de esas tribus parece disminuir considerablemente y; en efecto, hoy se les halla rara vez en regiones en que antes se veían con frecuencia. Todo hace pensar que esa raza desgraciada, como tantas otras razas inferiores, parece estar condenada a desaparecer sin haber salido del rango miserable que ocupa en la escala de la humanidad47. Así, pues, las   —42→   noticias que acerca de su estado social dan los viajeros contemporáneos se pueden tomar como el retrato fiel de sus costumbres de la época en que por primera vez fueron observados por los individuos de una civilización superior.

Los fueguinos revelan en su fisonomía la barbarie y el atraso en que viven. Su cabeza es grande, su cara redonda: tienen la nariz corta, estrecha entre los ojos y ancha en su extremidad, con ventanillas abiertas. Los ojos son pequeños, hundidos, horizontales y de color negro, pero casi siempre irritados por el humo de sus fogatas. La boca es grande y con labios gruesos, y dientes blancos, parejos y sin que les sobresalgan los colmillos. Las orejas son pequeñas y los pomos poco salientes. El aire general de su fisonomía tiene más de rechazante que de feroz; en ella no se percibe ni inteligencia ni energía. Los fueguinos, dice el capitán Fitz-Roy, «son de baja estatura, de mal aspecto y mal proporcionados. Su color es el de la caoba vieja, o más bien el del cobre oscuro y del bronce. El tronco de su cuerpo es ancho en proporción de sus miembros torcidos y delgados. Su cabellera negra, ruda, inculta y extremadamente sucia, oculta a medias y, sin embargo, embellece algo la más fea fisonomía que pueden ofrecer las facciones de un salvaje. Pasando su vida en pequeñas chozas, o encogidos en sus canoas, sufren en la contextura y en la forma de sus piernas, y están obligados a andar de una manera embarazosa, con las rodillas muy inclinadas. A pesar de esto, son ágiles y fuertes. Frecuentemente no usan, ni para cubrir su desnudez, ni para conservar el calor, otra cosa que un pedazo de cuero de guanaco o de piel de lobo marino o de pingüino, sujeto al costado o a la espalda por una cuerda amarrada a la cintura. Este cuero les sirve de bolsillo en que pueden llevar las piedras para sus hondas, o los cueros que recogen o que hurtan. Un hombre, a cualquiera parte que vaya, lleva siempre su honda a la espalda o a la cintura.

«Las mujeres usan más vestido, esto es casi un cuero entero de guanaco o de lobo marino, con que se envuelven el cuerpo. Como está amarrado a la cintura, les sirve para cargar sus niños. Ni hombres ni mujeres usan cosa alguna que reemplace a los zapatos. No usan ningún adorno en las narices, en las orejas, en los labios ni en los dedos; pero les gustan mucho los collares y los brazaletes. Cuando no tienen otra cosa mejor, los hacen con conchitas de moluscos, o con huesos de aves, ensartados en fila; pero estiman mucho más para este objeto las cuentas, los botones, los pedazos de vidrio o de loza. La cabellera de las mujeres es más larga que la de los hombres, menos inculta y seguramente más aseada que la de éstos. La peinan con una mandíbula de lobo marino, pero no la trenzan ni la atan, sino que la dejan crecer en completa libertad, menos encima de los ojos, donde se la cortan. Son pequeñas y tienen el cuerpo ancho para su estatura. Su rostro, sobre todo cuando son viejas, es casi tan desagradable como el de los hombres es rechazante. Cuatro pies y algunas pulgadas, he ahí la talla de estas fueguinas que por cortesía llamamos mujeres. Jamás se mantienen derechas al andar; una actitud encorvada y una marcha torpe, forman su aire natural. Pueden ser las dignas compañeras de seres tan groseros; pero para gentes civilizadas, su aspecto es rechazante.

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«Los individuos de ambos sexos se untan el cuerpo con grasa, y se pintan la cara y el cuerpo de rojo, de negro o de blanco. Se atan la cabeza con una cuerda hecha de nervios de animales; pero cuando van a la guerra, esa cuerda es adornada con plumas blancas. El humo de sus fogatas, viviendo encerrados en pequeñas cabañas, les hace tanto mal a los ojos que éstos están siempre húmedos y rojos. La costumbre de engrasarse el cuerpo para frotarse enseguida con una especie de tiza, con tierra o con carbón, y sus infames alimentos, algunas veces podridos, producen los efectos que es fácil imaginarse»48.




ArribaAbajo6. Sus costumbres

Las cabañas de los fueguinos se asemejan por su forma y por su tamaño a un montón de heno. Consisten simplemente en algunos palos clavados en el suelo y reunidos en su parte superior formando un cono. Los intersticios que quedan entre esos palos se cubren con algunos cueros y más comúnmente con un poco de yerba y con algunas ramas de árboles. Esas cabañas, donde el hombre no puede ponerse de pie y donde muchas veces no caben más que una o dos personas, representan apenas el trabajo de una hora. Los fueguinos, por otra parte, no las ocupan muchos días. Esencialmente nómades y movedizos, se trasladan sin cesar de un punto a otro buscando su alimento. Donde los sorprende la noche, cinco o seis de esos salvajes, desnudos, apenas protegidos contra el viento, la lluvia y la nieve en aquel clima inhospitalario, se tienden sobre el suelo húmedo, estrechados los unos a los otros, como montones de animales. En la baja mar, así en invierno como en verano, de día y de noche, están forzados a levantarse para ir a buscar los moluscos en las rocas que las olas han dejado descubiertas. Las mujeres se arrojan al agua, aun a profundidades considerables, para procurarse los erizos, o quedan largo tiempo sentadas en sus canoas, para pescar algunos pececillos, sin inquietarse por la lluvia y la nieve que cae sobre sus espaldas. Cuando han muerto un lobo marino, o cuando descubren alguna ballena varada en la playa, por más que se encuentre en estado de putrefacción, se dan el placer de un inmenso festín. Se hartan con este asqueroso alimento, y para completar la fiesta, añade Darwin, comen algunas semillas o algunos hongos del país, que no tienen el menor gusto. Algunos viajeros los han visto cargar grandes pedazos de carne de ballena medio podrida. Para llevar más fácilmente esta carga, habían hecho un agujero en el centro de cada trozo, y pasando por él   —44→   su cabeza, quedaba colocado sobre sus hombros como el poncho que usan los hombres de nuestros campos.

Los fueguinos, así hombres como mujeres, son excelentes nadadores. Pero, además, saben construir canoas de madera que dirigen con notable habilidad. En nada demuestran mayor inteligencia que en la fabricación y en el manejo de esas pequeñas embarcaciones, en que recorren los canales en busca de lobos marinos o de peces. En esta parte, como en todas las otras manifestaciones del poder intelectual, tienen una gran superioridad los indígenas que viven en los archipiélagos que se extienden al noroeste del estrecho de Magallanes. Las canoas de éstos son construidas con cinco grandes tablas, dos de cada lado y una en el fondo, adheridas por amarras hechas a manera de costura, con tallos de enredaderas o con nervios de animales. Los intersticios y agujeros son tapados con cortezas de árboles reducidas por la trituración al estado de estopa49. Se comprenderá mejor el esfuerzo que supone este trabajo, recordando que todo él es ejecutado con instrumentos de concha y de piedra. En el fondo de esas embarcaciones tienen siempre un fogón de tierra, y en él arden sin cesar algunos trozos de madera, a pesar de que por medio de la pirita de fierro, saben aquellos isleños procurarse el fuego con una maravillosa destreza. Las mujeres tienen el encargo de remar en estas navegaciones, y allí como en la cabaña, son ellas quienes mantienen el fuego.

Pero en la preparación de sus comidas, el fuego les sirve de poca cosa. No conocen ninguna clase de ollas para cocer sus alimentos, y sólo cuando no están muy urgidos por el hambre, asan ligeramente los mariscos, los peces y los otros animales que comen. De ordinario, los devoran completamente crudos, y con una ansia que deja adivinar largas horas y quizá días de un ayuno impuesto por la necesidad. El capitán Wallis, que los vio comer carne podrida y grasa cruda de ballena con un apetito feroz, cuenta que uno de esos salvajes a quienes sus marineros dieron un pez un poco más grande que un arenque, que acababan de sacar del agua, lo tomó con la mayor avidez, como un perro lo haría con un hueso, lo mató de un mordisco y, enseguida se lo comió, comenzando por la cabeza y acabando por la cola, sin perdonar las espinas, ni las aletas, ni las escamas, ni las entrañas. Uno de los más antiguos viajeros en aquellas regiones, Bernardo Janszon, cirujano de la expedición de Simón de Cordes (1599), ha contado la historia de una mujer fueguina que visitó una de las naves holandesas con dos hijos pequeños. «Como no quiso comer la carne cocida, se le dieron algunas aves crudas. Ella las tomó, les arrancó las plumas gruesas, las abrió con una concha, les sacó las entrañas, y enseguida ella y sus hijos se las comieron de manera que la sangre les corría por el pecho. Aquella mujer permanecía impasible en medio de las carcajadas de los marineros»50. Un hecho curioso, observado por algunos viajeros, es   —45→   que esos salvajes, al revés de los patagones, y de la mayor parte de los indios bárbaros, repugnan las bebidas alcohólicas, y no beben de ordinario el aguardiente que han solido ofrecerles los navegantes que los han visitado.

Esas diferentes tribus no tienen apariencia alguna de gobierno ni jefe ninguno reconocido. Cada una de ellas, sin embargo, está rodeada de otras tribus hostiles. La principal causa de sus perpetuas guerras es la dificultad que experimentan para procurarse alimentos en aquella región formada de rocas salvajes, de colinas elevadas y estériles, de bosques inútiles, envueltos en espesas neblinas y agitados por incesantes tempestades. Sus armas son la honda, grandes mazas de madera, flechas y jabalinas de madera dura y con puntas de hueso, de ágata o de obsidiana, y cuchillos de piedra. Los fueguinos no saben explotar ni trabajar ningún metal. Sus arcos, fabricados con cierto esmero, tienen por cuerda algunos nervios trenzados. Es raro que cada encuentro con el enemigo no se termine con una batalla. Los vencidos, si no sucumben en el combate, son muertos y comidos por los vencedores. «Las mujeres, añade Fitz-Roy, devoran los brazos y el pecho: los hombres se alimentan con las piernas; y el tronco es arrojado al mar».

Pero aparte de este canibalismo que podemos llamar guerrero, los fueguinos comen la carne humana por hambre. En invierno, cuando les faltan otros alimentos, devoran a las mujeres viejas. Un viajero preguntó a uno de esos isleños por qué en tales circunstancias no preferían comerse sus perros. «Los perros cazan las nutrias, contestó el salvaje, y las viejas no cazan nada. Y enseguida comenzó a contar cómo se les daba muerte, poniendo en el humo de sus fogatas la cabeza de la víctima, para sofocarla antes de comenzar a distribuirse sus miembros, e imitaba riendo las contorsiones y los gritos de esas infelices». Por horrible que sea semejante muerte, dada por la mano de sus parientes y de sus amigos, observa Darwin, es más horrible aun el pensar en el terror que debe asaltar a las viejas cuando comienza a hacerse sentir el hambre. Se nos ha contado, agrega, que ellas se fugan a las montañas, pero los hombres las persiguen y las arrastran al matadero, que es su propio hogar.

Cuando los viajeros han querido descubrir en aquellos salvajes algunas ideas de un orden más elevado que la satisfacción de las necesidades puramente animales, han encontrado o las preocupaciones más groseras y chocantes o un vacío absoluto. Así, por ejemplo, creen que algunos de ellos están dotados de un poder sobrenatural para curar a los enfermos por medio de signos y movimientos misteriosos. Hablan de un hombre grande y negro que habita los bosques y que hace el buen y el mal tiempo. Fuera de estas supersticiones, no se ha podido descubrir en ellos el menor sentimiento religioso51. «Jamás he asistido, dice Fitz-Roy, a ningún acto de un carácter positivamente religioso, ni jamás he oído hablar de ninguno»   —46→   . Algunos observadores han creído percibir que ciertos fueguinos están convencidos de que las aves no son más que los hombres que han muerto; pero Fitz-Roy dice que él no ha podido llegar a saber si esos salvajes creen en otra vida. Por lo demás, el cadáver de las personas que mueren naturalmente, parece despertar en ellos cierto horror. Después de sepultarlo en el bosque o en una caverna, se alejan de ese lugar para no volver a acercarse a él.

El salvaje de la Tierra del Fuego y de las islas cercanas, sombrío, desconfiado, grosero, constantemente armado contra sus vecinos, sin paz y sin cariño en su propio hogar, sin placeres y sin aspiraciones, viviendo del presente, sin recuerdos del pasado, sin previsión para el porvenir y sin más móvil que la satisfacción de los apetitos animales de cada día, ocupa, como hemos dicho, el rango inferior en las agrupaciones humanas, y sirve de tipo viviente para apreciar lo que ha debido ser el hombre primitivo. Los poetas, y no pocos filósofos, sin embargo, hicieron en los siglos pasados de esa situación social de los salvajes un cuadro de pura imaginación que denominaron la edad de oro, en que el hombre habría nacido en la más placentera felicidad, en medio de un mundo ideal sin conocer los vicios ni las ambiciones, y bajo el régimen de las virtudes más nobles y sencillas52. Pero cuando se ha empleado una observación más atenta en el estudio del desenvolvimiento de la humanidad, cuando se ha conocido a fondo la vida de los salvajes, esa ilusión ha desaparecido. La edad de oro de los poetas y de ciertos filósofos no ha existido más que en su imaginación. La realidad de las cosas, estudiada en la naturaleza misma, nos muestra al hombre marchando con una desesperante lentitud de la más espantosa barbarie al estado de civilización relativa en que hoy lo vemos en las sociedades más adelantadas, luchando siempre consciente o inconscientemente por el progreso para realizar los destinos de la humanidad. Un gran filósofo de nuestro siglo, Saint Simon, ha podido decir con la más profunda verdad: «La edad de oro del género humano no está detrás de nosotros: está adelante. Nuestros padres no la han visto: nuestros hijos llegarán a verla algún día. A nosotros nos toca trabajar para abrir el camino».





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ArribaAbajoCapítulo tercero

Unidad etnográfica de los indios chilenos; conquistas de los incas en Chile


1. La unidad etnográfica de los indios chilenos está demostrada por sus caracteres fisionómicos y por la lingüística. 2. Caracteres principales de la lengua chilena. 3. El imperio de los incas: Tupac Yupanqui conquista toda la parte norte del territorio chileno. 4. El inca Huaina Capac consolida y dilata la conquista. 5. Resistencia tenaz que los indios del sur de Chile oponen a los conquistadores: los derrotan y los obligan a repasar el río Maule que llegó a ser el límite austral del Imperio. Historiadores de las conquistas de los incas (nota). 6. Influencia bienhechora de la conquista incásica en toda la región norte de Chile.


ArribaAbajo1. La unidad etnográfica de los indios chilenos está demostrada por sus caracteres fisionómicos y por la lingüística

Si se puede poner en duda el que los fueguinos formen parte de la misma rama etnográfica que los otros indios de Chile, no es posible dejar de reconocer que todos estos últimos constituían una sola familia. Todos ellos tenían los mismos caracteres fisionómicos, si bien el color de la piel, en general semejante al de los mulatos, presentaba diversos matices y se acercaba al blanco en algunas localidades o individuos. Cabeza grande en proporción del cuerpo, cara redonda, pomos salientes, boca ancha, labios gruesos, nariz corta y algo aplastada, con ventanillas abiertas, ojos negros, pequeños y horizontales, frente estrecha, tirada hacia atrás, barba corta, cabello negro, fuerte y lacio, pocos pelos en la barba, estatura mediana (1 metro 60), tales son los caracteres generales de su fisonomía, acompañada ordinariamente de un aire duro, frío, serio y sombrío. Su cuerpo, falto de elegancia, como el de casi todos los salvajes, deja ver el vigor, y parece presentar un tronco más largo en proporción con los otros miembros.

Sin embargo, si el indio chileno carecía de esa elegancia de formas que es el don de las razas superiores, no mostraba tampoco la irregularidad de cuerpo que se descubre en los fueguinos, y más aún en otras razas de bárbaros. Obsérvase sí en él esa semejanza de tipos, que es el resultado natural de la identidad de vida y de ocupaciones, y que hace que sea muy difícil, a lo menos a los extranjeros, el distinguir un individuo de otro53. Esta semejanza   —48→   explica, pero no justifica, el que los conquistadores españoles adoptaran la inhumana costumbre de marcar con un hierro candente a sus indios de servicio para reconocerlos en toda ocasión, como objetos de su propiedad, y a fin de que no pudieran ser confundidos con los que pertenecían a otros amos o con los que no habían sido sometidos.

El valor sobrehumano que los indios chilenos desplegaban en los combates, la entereza, o, más propiamente, la estoica indiferencia con que soportaban las crueles torturas a que se les sometía, la constancia que empleaban en la guerra y en las marchas, su habilidad para nadar, y la sobriedad de su vida, fueron causa de que sus mismos enemigos les atribuyesen una gran resistencia de constitución física y, sobre todo, las extraordinarias fuerzas corporales con que han solido adornarlos los observadores poco atentos. Es cierto que los rigores de la vida salvaje los hacía menos sensibles a los cambios de estación, y a las enfermedades que éstos traen consigo; y que pasados los peligros de la primera edad, los indios mantenían una salud robusta y llegaban generalmente a una vejez avanzada. Es verdad también que la miseria de su condición les hacía soportar el hambre o alimentarse con muy poca cosa cuando les faltaban otros víveres. Pero, como todos los salvajes, poseían fuerzas musculares inferiores a las de los hombres de una cultura superior. Así, en los combates, en los trabajos industriales y en los ejercicios a que solían entregarse con los soldados españoles, tenían éstos la ventaja cuando era necesario medir las fuerzas corporales. Un capitán tan entendido como circunspecto, que los conoció de cerca, se creyó en el caso de desvanecer el error vulgar, y «de probar que los indios de Chile no se aventajan en más fuerzas que las ordinarias y comunes»54.

Si la constancia invariable de los signos exteriores de que hablamos más arriba no bastase para probar la afinidad de origen de todos los indios de Chile, podría demostrarse por la existencia de un idioma único. El padre jesuita Luis de Valdivia, autor de la primera gramática chilena que se dio a luz, decía en 1606 a este respecto lo que sigue: «En todo el reino de Chile no hay más desta lengua que corre desde la ciudad de Coquimbo y sus términos, hasta las islas de Chiloé y más adelante, por espacio casi de cuatrocientas leguas de norte a sur, que es la longitud de Chile, y desde el pie de la cordillera grande nevada hasta la mar, que es el ancho de aquel reino; porque aunque en diversas provincias de estos indios hay algunos vocablos diferentes, pero no son todos los nombres, verbos o adverbios diversos; y así, los preceptos y reglas deste arte son generales para todas las provincias»55. El padre Valdivia   —49→   pudo haber agregado que esta misma lengua, con pequeñas modificaciones, se hablaba también en las faldas orientales de los Andes, comprendidas entre los paralelos 32 y 41, lo que revela que la población de estas regiones tenía el mismo origen.

Este fenómeno, sumamente raro en la etnografía americana, como hemos dicho anteriormente, merece llamar la atención. La existencia de una familia única, ocupando una gran extensión de territorio y hablando un solo idioma, que no tiene afinidades con las lenguas de las naciones vecinas, deja ver que Chile no estuvo sometido, como otras porciones de América, a invasiones múltiples que habrían implantado lenguas diversas. Todo hace creer que esta familia ocupaba el territorio chileno desde una remota antigüedad. Pero hasta ahora no se han encontrado pruebas suficientes para saber si esa familia pertenecía a una raza antiguamente civilizada que cayó más tarde en la degradación, o si llegando en el estado de barbarie primitiva, formó aquí su idioma, y comenzó su desenvolvimiento hasta ascender al estado en que se encontraba cuando comienza la historia tradicional. Sin pretender negar que los futuros estudios arqueológicos en nuestro suelo puedan dar fuerza a la primera de esas hipótesis, el hecho de no haberse hallado todavía en Chile los restos de antiguas construcciones, ni objetos de una comprobada antigüedad, que revelen mayor progreso que el que encontraron los conquistadores europeos, induce a pensar en el estado actual de nuestros conocimientos, que esa raza no había recorrido más que las primeras escalas de la evolución.

Los indios chilenos no formaban un cuerpo de nación que hubiese tomado un nombre general. Se designaban entre sí por la denominación que daban a las parcialidades territoriales o por la situación respectiva que ocupaban. Huilliches eran los del sur; picunches eran los del norte; puelches los del este; pero estas denominaciones, en que se ha insistido más tarde, como medio de clasificar a las tribus, eran vagas e indeterminadas, y relativas al lugar en que se hallaban. No pretendemos, por tanto, entrar en un verdadero dédalo de denominaciones y clasificaciones, porque todas son más o menos indeterminadas. Muchas de ellas, por otra parte, fueron establecidas antojadizamente por los primeros escritores españoles, que daban a los indios de toda una región el nombre que tenían los de una localidad reducida o el apodo que les daban las otras tribus en razón de sus costumbres o inclinaciones. Así, por ejemplo, el nombre de araucanos con que los españoles designaron a los habitantes de una gran porción de Chile, era del todo desconocido de los indígenas, y a no caber duda vino de la palabra aucca, voz absolutamente peruana o quechua que quiere decir enemigos56. Esta confusión en las denominaciones nació principalmente del desconocimiento que los españoles   —50→   tenían del país, y más que todo de su lengua, lo que los inducía a emplear las palabras que habían aprendido en el Perú, como si ése fuera el idioma de Chile.




ArribaAbajo2. Caracteres principales de la lengua chilena

Y, sin embargo, la lengua chilena es un instrumento fácil de comprender y de manejar. Abundante en vocales, con pocos sonidos fuertes, casi sin aspiraciones guturales, y por tanto de fácil pronunciación, presenta en su estructura una absoluta regularidad. Su gramática puede estudiarse en pocos días; y basta poseer un limitado caudal de voces para expresar por medio de combinaciones de poco artificio, un gran número de ideas. Los sustantivos no tienen más que un solo género, empleándose en los nombres de animales las palabras huentu (o alca para las aves) para designar el macho, y domo para designar la hembra. Todos ellos se declinan según una forma invariable, por medio de partículas o preposiciones agregadas al fin de la palabra. El adjetivo, que va siempre antes del nombre, es absolutamente indeclinable. No hay más que una sola conjugación a cuyas formas sumamente sencillas deben someterse invariablemente todos los verbos. Como el griego, tiene tres números, el singular, el dual y el plural. La voz pasiva se construye cambiando sólo la n final del verbo activo en gen (quimuln, yo enseño, quimulgen, yo soy enseñado), y sometiendo esta forma a la regla general de la conjugación. Todos estos principios gramaticales son de tal manera simples y rigurosos que se ha dicho de ellos, casi sin exageración, que podrían escribirse en un pliego de papel.

Si el vocabulario de esta lengua es incompleto y deficiente, si carece de voces que representen ideas genéricas o abstractas, como debe suponerse de todo idioma que no ha sido cultivado por una nación civilizada, puede suplirse en parte esta falta por medios sencillos. Las derivaciones de palabras se hacen con la mayor regularidad y por procedimientos casi invariables, formando de un sustantivo, por ejemplo, un verbo para denotar la acción, y de éste el nombre del que la ejecuta. Pero hay, además, otros medios de componer vocablos o de modificar el significado de los que existen. La lengua chilena pertenece a la familia de las lenguas aglutinantes o polisintéticas, que por una simple yuxtaposición de los elementos que se hacen entrar en la formación de las palabras, modifican su valor gramatical o le dan un sentido más o menos diferente para apreciar los diversos matices de una idea. Su tendencia marcada es a la absorción de las otras partes del discurso en el verbo57. Esta yuxtaposición   —51→   puede hacerse al principio, al fin, o al medio de la palabra, y en todo caso modifica su sentido, formando, es verdad, muchas veces vocablos largos y de fatigosa pronunciación, pero que suplen perfectamente la deficiencia del vocabulario. Algunos ejemplos harán comprender mejor este sistema de aglutinación. Dugun, hablar (que también significa cantar las aves), empleado en combinación con otras voces, da origen a muchos verbos de significado más complejo; duguyen, hablar de otro, tomado en el sentido de murmurar; dugunman, hablar en favor de otro; cavcunquechidugun, hablar en voz baja; rithodugun, hablar sin exageración; hueledugun, hablar disparates; hucdadugun, hablar mal, con impropiedad; huivdugun hablar la verdad; dugupran, hablar en vano, sin razón ni provecho y duguquecan, hablar incesantemente. Los verbos elun, dar; eln y vemn, hacer, se prestan todavía a un número mucho mayor de combinaciones. Con frecuencia, estas absorciones de palabras llegan a construir un verbo que envuelve el sentido de una frase entera. Así, iduanclolavin, verbo compuesto de cinco vocablos, significa «no quiero comer junto con él».

Este sistema de aglutinación suple sólo en parte, como hemos dicho, la deficiencia del vocabulario. Faltan en él muchas voces de un significado genérico, lo que denota la pobreza del idioma. Así, por ejemplo, no existen las palabras caza y cazar, que los indios suplían con los verbos nun, coge, y tun, agarrar (más propiamente comer, como ilotun, comer carne, covquetun, comer pan), antepuestos al nombre del animal de que se trata, tuvudum, cazar perdices, nupagin, cazar leones. A pesar de su espíritu belicoso, no tenían más que una palabra para significar hacer la guerra y presentar una batalla, hueichan. Las palabras victoria y derrota les eran desconocidas; y suplían la primera con la voz pruloncon, que significa cantar o celebrar el triunfo, y quechan, propiamente recoger y llevarse el botín, y la segunda con el verbo michicun, tomar la fuga. Todo hace creer que su antiguo vocabulario de numeración era muy incompleto, quizá tanto como el de las tribus más salvajes de América, hasta la época en que los chilenos tuvieron comunicación con una raza más adelantada58.

A pesar de estas formas sencillas y estrictamente rigurosas de la lengua chilena, no pudo sustraerse completamente a los accidentes comunes a los idiomas de las razas inferiores. El aislamiento de las tribus que la hablaban, debía producir en cada una de ellas esas modificaciones accidentales que sólo habría podido impedir una literatura escrita, y debía formar al fin dialectos más o menos diferentes. La lengua chilena, sin duda, por su excesiva sencillez,   —52→   se salvó en parte de esta descomposición; pero se habían introducido ya, a la época de la Conquista, evidentes modificaciones en la composición y en el uso de las palabras en el norte y en el sur del territorio. El padre Valdivia, que llegó a Chile cincuenta años después de la Conquista, tuvo motivo de observarlas y de hacerlas notar en su gramática. Queriendo dar allí la traducción de las oraciones más comunes y de la doctrina cristiana, se resolvió a verterlas dos veces, una para los indígenas del norte y otra para los del sur. La semejanza de esas dos traducciones es evidente: se ve allí que la lengua es una; pero se perciben muy bien esas pequeñas variaciones que revelan la modificación por que en cada parte pasaba la lengua general.

La lengua chilena, conocida en su estructura gramatical y en su vocabulario, no ha sido, sin embargo, bastante estudiada desde el punto de vista filosófico e histórico, para investigar su origen y su entroncamiento. El primer examen de la cuestión deja ver, con todo, que esa lengua no tiene afinidades con las que hablaban las razas con quienes se le atribuye identidad de origen, los quechuas del Perú y los tupís del Brasil59. Así, pues, sin dudar de que hay en las tinieblas del pasado hechos de que no podemos tener la menor sospecha, sin desconocer que no es posible fijar límites a los descubrimientos futuros de la ciencia, sin pretender negar que ésta puede llegar quizá algún día a esclarecer el caos que presentan las lenguas del Nuevo Mundo, y a fijar su afinidad, el examen de la lengua chilena en el estado actual de los estudios de la lingüística americana, y su comparación con las de los pueblos que se le suponen afines, induce a fortificar con un ejemplo más la opinión de los que sostienen que es positivamente imposible reducir todas las lenguas a un solo y único idioma primitivo, y que un estudio imparcial de los hechos nos lleva a reconocer tantos idiomas primitivos como hay tipos lingüísticos60. Si casi no es posible dar el nombre de primitiva a una lengua   —53→   indudablemente desarrollada en un largo transcurso de siglos, se le debe considerar a lo menos independiente; y en este sentido no puede servir de auxiliar para descubrir los orígenes de la raza que la hablaba.




ArribaAbajo3. El imperio de los incas: Tupac Yapanqui conquista toda la parte norte del territorio chileno.

Faltan igualmente los datos para apreciar el grado de desarrollo a que había alcanzado esta raza antes de que elementos extraños hubieran venido a modificar, en parte a lo menos, su manera de ser. Cuando llegaron los conquistadores europeos, que nos han transmitido las primeras noticias, la nación chilena acababa de pasar por una de esas grandes conmociones que ejercen una profunda influencia en la vida de los pueblos, aun de los pueblos salvajes, tan obstinados para resistir a toda innovación. Es, sin embargo, fuera de duda que las tribus chilenas no tenían entre sí vínculos de unión y que no formaban un cuerpo social con los caracteres de una nacionalidad de alguna cohesión. Audaces y belicosos, vivían, por el contrario, en frecuentes guerras, sin más guía que sus inclinaciones naturales, sin sujeción a freno alguno y sin más vínculos que los de la familia, muy débiles, como se sabe, en esas condiciones de barbarie. Se alimentaban de la caza y de la pesca, recogían algunos frutos de la tierra, pero probablemente no sabían cultivarla ni poseían semillas que sembrar. Sus vestidos consistían sólo en algunos pedazos de pieles. Eran, además, antropófagos, quizá no tanto por hambre cuanto por zaña guerrera, como satisfacción de sus instintos vengativos sobre los enemigos que habían tomado prisioneros. Para la fabricación de sus armas y de sus utensilios sólo empleaban la madera, la piedra y los huesos y conchas de los animales que comían61.

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Sin duda los indios de Chile eran entonces tan bárbaros como las tribus más groseras que los conquistadores hallaron en América. Pero la historia, falta de noticias seguras, no puede describir sus costumbres. El indígena que conocemos por los más antiguos documentos, había estado en contacto con una civilización extraña y superior, que indudablemente modificó sus hábitos de alguna manera. El historiador, sin correr el riesgo de equivocarse mucho, no puede distinguir en la situación social que hallaron los conquistadores europeos, la parte que correspondía al estado primitivo de la nación, y cuál a la revolución, porque ésta acababa de pasar.

Al norte del territorio de Chile, en las altiplanicies de los Andes peruanos, se había levantado un poderoso imperio, cuya capital estaba establecida en el Cuzco. Por medio de conquistas militares, había extendido sus dominios en una vasta porción del continente. Los incas, o soberanos de ese imperio, se arrogaban una misión civilizadora y, en efecto, los pueblos sometidos bajo su cetro se hacían agricultores y recibían leyes e instituciones emanadas de un poder absoluto y despótico, pero ordinariamente benigno.

La historia de este imperio y de sus soberanos, construida sobre las tradiciones que hallaron en el Perú los conquistadores europeos, no puede resistir al análisis de la crítica moderna. Se habla de dos personajes, un hombre y una mujer, de origen misterioso, aparecidos en las orillas del lago Titicaca para desempeñar una misión providencial. Con el solo prestigio de su palabra y de su pretendido origen divino, habrían sometido a la vida civil a las hordas salvajes que en aquella región vivían hasta entonces en un estado semejante al de las bestias, y les habrían dado las leyes sobre las cuales se fundó la grandeza y la prosperidad del Imperio. Los escritores españoles que se apoderaron de estas tradiciones, no estaban preparados para desentrañar la verdad de aquel caos de leyendas del pasado; aceptaron los cuentos más inverosímiles, comenzando por la historia de la transformación completa de un pueblo salvaje por la sola acción de dos individuos, y forjaron sistemas cronológicos que fueron aceptados casi sin discusión. La monarquía de los incas, fundada, sin duda alguna, sobre las ruinas dispersas de una civilización mucho más antigua, databa según el mayor número de esos escritores, del siglo XI de la era cristiana, había sido gobernada por una dinastía de doce o trece soberanos que ensancharon gradualmente los límites de sus estados por el norte y por el sur, y había acabado por constituir un imperio tan vasto como poderoso. Seguramente, la imaginación de los que recogieron estas noticias se complació también en introducir detalles y accidentes que han acabado por hacer más confuso el cuadro de la historia, que con una sana crítica habría podido ser ordenado y claro, a lo menos en los sucesos concernientes al último siglo que precedió a la conquista española.

El mayor número de esos historiadores está conforme en contar que el más ilustre de esos príncipes guerreros fue el inca Tupac Yupanqui, que reinaba a mediados del siglo XV, probablemente de 1430 a 1470. Refiérese que habiendo ido este monarca al sur del lago   —55→   Titicaca, a sofocar una insurrección de los indios collas, se dejó arrastrar por la confianza que le inspiraban sus constantes victorias y la solidez y disciplina de su ejército, y emprendió nuevas conquistas hasta la provincia de Tucma o Tucumán. Allí adquirió noticias de un país que se extendía al occidente de la cordillera nevada, y sin vacilar, se aprestó para marchar a su conquista62.

Los soldados peruanos estaban preparados para estas empresas lejanas. Sobrios, sufridos para las marchas, sumisos a la voz de sus jefes, escalaban las montañas y recorrían los desiertos, en expediciones que duraban años enteros, llevando consigo sus escasos alimentos, sin quejarse jamás de las fatigas ni de las privaciones. En esta ocasión atravesaron los áridos despoblados que se dilataban al occidente de Tucumán, trasmontaron la formidable cordillera de los Andes, y cayeron a los valles septentrionales de Chile, donde no podían hallar una vigorosa resistencia63. En efecto, la población era allí poco numerosa, y como ya dijimos en otra parte, vivía repartida en estrechos valles, separados unos de otros por porciones de territorio desprovistas de agua y enteramente desiertas. El Inca pudo sujetar fácilmente esas poblaciones diseminadas, hacerles aceptar las autoridades que les impuso y dejarlas sometidas a su dominio.

Por lo demás, el sistema de conquista usado por los incas, a ser cierto todo lo que nos cuentan los antiguos historiadores, era de tal manera benigno, que de ordinario encontraba pocas resistencias. Si bien aquellos monarcas tomaban todas las precauciones imaginables para aislar a las tribus que pretendían reducir, y si cuando era necesario sabían someterlas por la fuerza desplegando un poder militar sólido y bien organizado, trataban a los vencidos con la más generosa humanidad. Los soldados del Inca no cometían muertes, ni robos, ni ultrajes de ninguna naturaleza. La obediencia pasiva y absoluta que constituía la base fundamental de la organización del imperio, aseguraba el fiel cumplimiento de las órdenes del   —56→   soberano. En las provincias en que eran escasos los víveres, el Inca mandaba distribuirlos a sus pobladores y, además, les repartía llamas, para que cuidasen de la propagación de estos útiles animales a fin de que tuviesen lana para sus vestidos. Reducida una región, sus soldados construían en los lugares convenientes, de ordinario en alguna altura, una fortaleza en que debía establecerse la guarnición encargada de mantenerla sujeta.

Para conseguir este resultado, el Inca sacaba también una parte de la población de la provincia sometida y la transportaba a otra región de su vasto imperio. Los indios así trasladados de un lugar a otro, se llamaban mitimaes. Al abandonar sus tierras y, aun, al verse sometidos a ciertos trabajos de utilidad pública, no tenían que sufrir el maltrato de sus vencedores. Lejos de eso, se les daban tierras para que las cultivasen, casas para sus habitaciones y se les sometía a un régimen suave y patriarcal calculado para hacer olvidar la libertad absoluta de la vida salvaje. La provincia sometida recibía nuevos pobladores venidos del Perú, que propagaban la lengua y las costumbres del imperio y el respeto por sus instituciones y por su soberano. Esas poblaciones quedaban obligadas a pagar al Inca un tributo moderado de las producciones de la tierra y de los metales que sabían explotar, principalmente del oro de los lavaderos64. Se comprende que un sistema de esta clase podía aplicarse a la conquista de tribus aisladas y poco numerosas como las que habitaban el norte de Chile, pero cuando los incas llevaron sus armas más al sur y se encontraron con una población más compacta y mucho más considerable, hallaron una resistencia tan firme y sostenida que sus armas ordinariamente vencedoras, no pudieron afianzar la conquista.

Las tropas del Inca avanzaron hasta el valle de Chile (Aconcagua y Quillota), que dio su nombre a todo el país65. Los antiguos historiadores refieren que el gobierno imperial no había descuidado un sólo instante el mantener a sus soldados bien abastecidos de víveres, de vestuarios y de refuerzos de tropas para robustecer sus filas. Algunos de esos escritores dicen, sin duda con gran exageración, que el ejército peruano llegó a contar más de cincuenta mil guerreros, y otros hablan de un número mayor aún. Sus exploradores recorrieron otras regiones más australes todavía, pero probablemente no avanzaron por entonces mucho más en sus conquistas. La campaña había durado cerca de seis años. El inca Tupac   —57→   Yupanqui volvió al Cuzco contento con las ventajas alcanzadas en esta expedición. Dejaba en los territorios recién ocupados, respetables guarniciones para el mantenimiento de su dominación.

El territorio conquistado debió ser sometido a la explotación industrial de una raza más inteligente y más civilizada. Los peruanos, esencialmente agricultores, hallaron un terreno fértil que sólo necesitaba ser regado en la estación seca, es decir, durante cerca de ocho meses del año, para producir los más abundantes frutos. Hicieron allí lo que habían practicado en el Perú, esto es, sacaron canales de los ríos y cultivaron los campos no sólo para subvenir a sus necesidades sino, también, para contribuir por su parte al sostenimiento del gobierno imperial. En muchos arroyos encontraron tierras auríferas que dieron desde entonces a esta región una gran fama de riqueza. Por último, mediante un régimen suave y patriarcal, mantuvieron y asentaron su dominación. El gobierno imperial, según su sistema político, hizo arreglar algunos caminos y mandó extender hasta Chile, por el desierto de Atacama, uno que partía del Cuzco y que le servía para estar, por medio de sus correos, en comunicación con las provincias más remotas de sus estados.




ArribaAbajo4. El inca Huaina Capac consolida y dilata la conquista

Pero la política tradicional de los incas no podía contentarse sólo con esto. El inca Huaina Capac, hijo y sucesor de Tupac Yupanqui, venciendo toda clase de dificultades, hizo una nueva campaña a Chile para asentar la conquista y para adelantarla hasta otras provincias más lejanas de aquéllas que había sometido su padre. Regularizó la percepción de los tributos, construyó fuertes y cercados para el acuartelamiento de las guarniciones que dejaba, impuso gobernadores dependientes de la Corona, mejoró los caminos que usaban para las comunicaciones con el Perú y el servicio de postas, y se volvió al Cuzco cuando creyó consolidado el nuevo orden de cosas66. De esta lucha no se tienen más que noticias vagas e inciertas, pero su resultado definitivo es mejor conocido. Al cabo de algunos años, los peruanos habían llegado hasta el río Biobío, que vino a ser el límite definitivo de sus conquistas. Los bárbaros indomables que vivían del otro lado de ese río, más numerosos y compactos que los que habitaban las provincias del norte, desplegaron en esas circunstancias la heroica energía que los ha hecho famosos en la epopeya y en la historia, y supieron contener a los invasores. Los guerreros del Inca establecieron allí sus cuarteles, y construyeron fortificaciones para defender las fronteras del Imperio67. Allí estuvieron obligados a sostener frecuentes combates con aquellos obstinados defensores de su independencia y de su suelo.

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Aun en el territorio conquistado, la dominación de los incas no fue siempre tranquila. Los indios que vivían en la región últimamente sometida, no querían aceptar la conquista extranjera, la resistían cuanto les era dable, y sobre todo se negaban a salir del territorio para ir a establecerse en los otros dominios del Inca o para servir en sus ejércitos en el Perú. Esos indios, siempre dispuestos a la rebelión, esperaban sólo una ocasión oportuna para sacudir el yugo a que se les había sometido68.




ArribaAbajo5. Resistencia tenaz que los indios del sur de Chile oponen a los conquistadores: los derrotan y los obligan a repasar el río Maule que llegó a ser el límite austral del Imperio. Historiadores de las conquistas de los incas (nota)

No tardó en presentarse esa ocasión. Por los años de 1520 falleció el inca Huaina Capac. Sus dos hijos, Huáscar y Atahualpa, se disputaron el Imperio en una encarnizada guerra civil. El primero de éstos, que mandaba en el sur del Perú, dio las órdenes más premiosas para reconcentrar sus tropas cerca del Cuzco, a fin de rechazar las legiones de su hermano que avanzaban de las provincias de Quito. Los guerreros de Chile, que eran en gran parte, sin duda, indios chilenos, acudieron a este llamamiento, y en los principios de la guerra alcanzaron sobre los soldados de Atahualpa una señalada victoria69. Pero al fin, la suerte de las armas fue fatal al inca Huáscar, que cayó vencido y prisionero en manos de su rival.

Esta guerra fratricida había obligado a los conquistadores, como dijimos, a retirar de Chile una parte de las tropas que lo guarnecían. El ejército que defendía la frontera del   —59→   Biobío, hostilizado sin cesar por los indios de aquella región, experimentó los quebrantos consiguientes a una lucha tenaz en que no le era posible reparar sus pérdidas con nuevos refuerzos. Al fin, se vio forzado a abandonar sus posiciones y a replegarse al norte para defender en mejores condiciones la mayor parte del territorio conquistado. Aquella retirada casi importaba una derrota. Los indios de esa región se levantaron más enérgicos y resueltos que nunca, empuñaron las armas con el ardor que inspira la confianza de alcanzar una victoria completa, y emprendieron la persecución de los peruanos hasta alcanzarlos en los llanos que se extienden al sur del río Maule. Allí tuvo lugar una terrible batalla que duró tres días, según cuentan algunos historiadores. Los guerreros del Inca perdieron más de la mitad de sus fuerzas; pero los indios chilenos habían sufrido tanto en la refriega que no pudieron impedir la retirada de los últimos restos del ejército enemigo. Medio siglo más tarde, la tradición contaba en aquellos lugares que los soldados peruanos salvados de ese desastre, habían hallado un asilo al otro lado de las cordilleras, donde fundaron una ciudad misteriosa que desde los primeros días de la Conquista daba mucho que hablar a los españoles que habitaban esta parte de América70. Parece, sin embargo, que ellos lograron repasar el río Maule, en cuyas riberas quedó establecido el límite austral del imperio de los incas.

Tal es la historia de las conquistas de los incas en el territorio chileno, referida en su conjunto, y despojada de nombres propios de la más dudosa autenticidad, y de incidentes con frecuencia contradictorios y en ningún caso dignos de confianza. Aun en esta forma, la historia es en cierta manera conjetural; porque, aunque no se puede poner en duda el fondo de los hechos, la época exacta en que tuvieron lugar, la designación fiel de las provincias o territorios conquistados, y el encadenamiento de estas expediciones, constan de crónicas escritas generalmente con poco discernimiento y que raras veces se concuerdan entre sí71.



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ArribaAbajo6. Influencia bienhechora de la conquista incásica en toda la región norte de Chile

Pero si al narrar las operaciones militares de la conquista de Chile por los incas peruanos, el historiador está obligado a proceder con esta cautela, tiene menos dificultad para apreciar la   —61→   influencia ejercida por esa conquista, por más que a este respecto sean aún más deficientes los documentos escritos. El historiador puede descubrir algunos hechos en que no fijaron su atención los primeros escritores europeos, pero que dejaron huellas que es fácil reconocer.

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Hemos dicho que la ocupación de una parte de Chile por los vasallos del Inca trajo consigo un gran progreso en la industria de este país. En efecto, los peruanos introdujeron el uso del riego de los campos por medio decanales que sacaban de los ríos, lo que permitió utilizar terrenos que no producían nada durante la parte seca del año. Hicieron sus sembrados y enseñaron prácticamente los principios de la agricultura. Importaron algunas semillas que produjeron los más favorables resultados, y entre ellas dos que fueron de la más grande utilidad. Nos referimos al maíz, que ellos llamaban zara, y a una especie de fréjol, que nombraban purutu pallar. Los peruanos importaron también las llamas, cuadrúpedos de la familia de los camellos, que los acompañaban en sus expediciones y que les servían de alimento y de bestias de carga, pero su cría no prosperó en Chile. En cambio, domesticaron otro animal análogo, el luan de los chilenos, que tomó en el estado de domesticidad el nombre peruano de guanaco, y que prestó servicios semejantes a las de la llama72. Enseñaron a utilizar la lana de esos animales, así como las de las vicuñas que habitan las montañas de las provincias del norte, en la fabricación de tejidos toscos y groseros sin duda, pero superiores a las pieles con que hasta entonces se vestían los chilenos. Se debe, además, a los vasallos del Inca la introducción de otro arte, la alfarería o fabricación de vasijas de barro, industria que nosotros consideramos rudimentaria, pero que denota un gran progreso en el desenvolvimiento de la civilización primitiva.

Se debe, además, a los peruanos la primera explotación de las riquezas minerales de Chile. Plantearon en diversos puntos del territorio conquistado, lavaderos de oro que produjeron beneficios considerables. Los chilenos, obligados a pagar al Inca un tributo periódico en este precioso metal, llegaron a conocer perfectamente los arroyos y los cerros cuyas tierras contenían oro, y adquirieron en estos trabajos una notable maestría. Estos lavaderos dieron a Chile una gran reputación de riqueza entre los vasallos del Inca.

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La influencia de la conquista peruana se hizo sentir en otro orden de hechos. No sólo se experimentó un mejoramiento en las costumbres bajo la acción de una raza más adelantada, como vamos a verlo enseguida, sino que se inocularon en las tribus conquistadas nociones que revelan cierto desarrollo intelectual. Todo nos hace creer que los indios chilenos se hallaban antes de la conquista peruana en un estado de barbarie semejante al de muchos otros salvajes de América. Su sistema de numeración no pasaba de diez, los diez dedos de la mano, para lo cual tenían voces perfectamente distintas; pero la idea de una numeración superior y, sobre todo, la de las combinaciones de los múltiplos de diez, que a nosotros nos parece tan sencilla, supone un espíritu de abstracción mental, que no se descubre en los idiomas de los verdaderos salvajes. Los indios chilenos aprendieron de sus conquistadores el arte de vencer esta dificultad, y construyeron los numerales siguientes adoptando absolutamente la forma gramatical usada en la lengua quechua. Diez y dos (mari epu, en chileno) pasó a ser doce, diez y cuatro (mari meli) catorce. Lo mismo hicieron con los múltiples de diez, formándolos exactamente como los peruanos: así dos dieces (epu mari, en chileno) pasó a significar veinte, y cuatro dieces (meli mari) cuarenta. Pero esta influencia de una civilización superior, es más evidente todavía en otros términos de la numeración. Así, las palabras pataca (ciento) y huaranca (mil) que se hallan en el vocabulario chino, son absolutamente quechuas73. Merced a esta influencia extranjera, y a la adopción de un sistema tan lógico como sencillo, el idioma chileno pudo expresar claramente todas las cantidades.

La acción civilizadora de la Conquista no fue igual en todo el territorio. Fue más intensa en la región en que ésta tuvo más larga duración, y en que por esto mismo pudo desarrollarse más profundamente. En el norte de Chile, desde el valle de Copiapó hasta un poco al sur del sitio en que hoy se levanta Santiago, la dominación extranjera se cimentó de una manera más estable. Dos curacas, o jefes de distrito, designados por el gobierno del Cuzco, y establecidos el uno en Coquimbo y el otro en el valle de Aconcagua, o probablemente en el valle del Mapocho, representaban la autoridad imperial, y estaban encargados de recoger los tributos que los indios de Chile debían pagar al Inca74. Según el sistema político de los incas, y como se expresa en alguno de los antiguos historiadores, en esta región fue removida una parte de la población viril. Conserváronse en sus propios hogares los jefes de tribu, pero un número considerable de los habitantes de este país fue incorporado al ejército conquistador, sacado del territorio y reemplazado por gentes del Inca, que contribuían a consolidar la nueva dominación.

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De esta manera, las instituciones imperiales se ejercían más fácilmente, y la industria extranjera pudo implantarse con más rapidez. Desaparecieron o se modificaron las costumbres bárbaras, y cesaron casi por completo las guerras entre las diversas tribus. Los conquistadores europeos no hallaron en esta región el canibalismo que subsistía en el sur de Chile. Habíanse formado en muchos puntos agrupaciones de familias en forma de aldeas en que las habitaciones eran más cómodas y espaciosas que las que hasta entonces se habían conocido. En ninguna parte, sin embargo, se levantaron construcciones de importancia, grandes templos, palacios o verdaderas fortalezas, pero se hicieron caminos, tambos o posadas para los viajeros, y se mantuvieron las comunicaciones constantes con la capital del Imperio. El idioma quechua se generalizó también y, aun, dio nombres a muchos lugares. Así, cuando llegaron a este país los conquistadores europeos, les fue fácil hacerse entender de los naturales por medio de los intérpretes que traían del Perú. Casi bajo todos los aspectos, esta región de Chile había llegado a ser la prolongación natural del imperio de los incas. Las condiciones físicas del territorio, el aislamiento en que tenían que vivir las tribus de la antigua población, separadas entre sí por las anchas fajas de terreno sin cultivo que mediaban entre los valles de esa región, la escasez relativa de la población indígena y la permutación de una parte considerable de ésta por gente de la raza conquistadora, según el sistema colonial de los incas, habían favorecido esta revolución en la industria y en las costumbres75.

Pero, más al sur todavía, la dominación extranjera no pudo hacer sentir su influencia tan decisivamente. Desde luego, ella no duró tanto tiempo como en el norte de Chile, donde alcanzó a contar aproximadamente un siglo entero. La población indígena de esta región, por otra parte, más numerosa y compacta, resistió, como hemos dicho, la traslación de una parte de sus habitantes, y opuso, por esto mismo, un número mayor de energías y de voluntades a las modificaciones que la Conquista quería introducir. A pesar de esto, la antigua barbarie se modificó ligeramente, y aquella débil luz de civilización penetró poco a poco a los lugares hasta donde no llegaron los conquistadores. Así, pues, las costumbres que los europeos hallaron entre los salvajes de Chile a mediados del siglo XVI, y que vamos a describir en las páginas siguientes, no pueden ser tomadas estricta y rigurosamente como la expresión del antiguo estado social del país.





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ArribaAbajoCapítulo cuarto

Estado social de los indios chilenos: la familia, la tribu, la guerra


1. La familia entre los indios de Chile. 2. Aislamiento en que vivían: las habitaciones, los alimentos, el canibalismo, los vestidos. 3. Juntas de guerra que reunían a la tribu. 4. Armas que usaban en la guerra. 5. Cualidades militares de los indios de Chile; su astucia y su valor: suerte lastimosa de los prisioneros.


ArribaAbajo1. La familia entre los indios de Chile

Inútil sería buscar entre los indios que poblaban Chile a la época de la conquista española del siglo XVI, el menor vestigio de organización, y casi pudiera decirse, de mancomunidad nacional. Fuera de la región sometida a los incas, en donde, sin embargo, los vínculos de unión no fueron, según parece, muy estrechos, la vida social estaba reducida a la esfera limitada de la familia y a lo más de la tribu.

La familia indígena no estaba constituida por los vínculos de los afectos suaves y tiernos que forman los lazos de la familia civilizada. El indio chileno tenía tantas mujeres como podía comprar y sustentar, cuatro o seis la generalidad de los hombres, diez o veinte los más ricos76 o, más propiamente, los más audaces que eran reconocidos por jefes de la tribu. Esas infelices, vendidas por sus padres por un precio vil, casi podría decirse por algunos alimentos o por algún vestido77, pasaban a constituir un hogar triste y sombrío en que faltaban casi todos los goces de la vida doméstica. La que salía estéril podía ser devuelta a su padre, el cual estaba obligado a entregar el precio que había recibido por ella78. La primera de ellas, aunque hubiera llegado a la vejez y, aunque por esto o por cualquier otra causa hubiera desmerecido a los ojos del varón, conservaba de ordinario en la casa el respeto y la consideración de las demás. Todas ellas vivían en comunidad, en estrechas e incómodas habitaciones, sometidas como esclavas a la voluntad del señor, al cual no osaban acercarse sino en actitud humilde y reverente. Todas ellas, también, estaban expuestas a los malos tratamientos nacidos del carácter imperioso y brutal del jefe de la familia o de la exaltación de sus malos instintos después de las frecuentes borracheras en que aquél había perdido el uso de sus sentidos. El jefe de la familia podía dar muerte a sus mujeres sin que tuviera que dar   —66→   cuenta a nadie de este crimen, porque según los principios morales de esos bárbaros, él era dueño de disponer a su antojo de lo que había comprado. Del mismo modo, era libre de matar a sus hijos, porque en este caso disponía de su propia sangre79. A pesar de la indolencia y de la apatía, inherentes a la condición de los salvajes, aquella vida debía estar acompañada de tormentos que es fácil imaginarse. Celos, envidia, odio, debían ser las pasiones que se albergaban en ese triste hogar.

Y, sin embargo, la mujer era un capital para esos bárbaros. Eran ellas las que labraban la tierra y hacían la cosecha, las que tejían la lana y hacían los vestidos, las que preparaban los alimentos y las bebidas, mientras los hombres vivían en la más completa ociosidad80. Los acompañaban a la caza y a la guerra, llevando sobre sus hombros las provisiones para su sustento y, a veces, a sus fiestas y reuniones para transportarles sus bebidas.

A pesar de esta abundancia de mujeres en cada hogar, la familia de los indígenas de Chile no era por lo general muy numerosa. El cuidado de ella, no imponía a los padres grandes atenciones. Desde que el niño nacía, la madre bajaba a bañarlo al río o al arroyo vecino, y se encargaba de criarlo, habituándolo desde temprano a la vida dura e independiente, sin empeñarse en corregir ninguno de sus malos instintos. La ociosidad comenzaba a desarrollarse en ellos sin freno ni tropiezo. «En teniendo seis años un muchacho, escribe un antiguo observador, le enseñan a jugar lanza o macana, o a tirar el arco, y en lo que más se inclina en ello lo habitúan, y particularmente le enseñan a correr para que salgan ligeros y alentados, como lo son todos generalmente, y grandísimos nadadores»81. Hombres y mujeres tomaban parte en estos últimos ejercicios, bañándose en todo tiempo, de tal suerte que desde la niñez aprendían a pasar los ríos a nado, llevando la lanza en la mano o en la boca82. Desde temprano, los muchachos acompañaban a sus padres en sus fiestas y borracheras, asistiendo con ellos a las escenas más vergonzosas y repugnantes. Cuando el niño mostraba inclinaciones de bebedor, cuando se desarrollaban en él precozmente los groseros instintos sexuales, cuando aporreaba a su madre, o se encaraba en riña con su padre, éste en vez de corregirlo, experimentaba una verdadera satisfacción, persuadido, según el orden de las ideas de los salvajes, de que tenía un hijo aventajado83. Como a sus ojos el primer mérito de un hombre era su vigor y su valentía, y como además tenían el orgullo de linaje y de descendencia de guerreros distinguidos84, veían en esos hijos el heredero de su renombre. Por eso, cuando el niño era flojo o débil, era mucho menos estimado, y era sometido a los más rudos ejercicios para vigorizar sus fuerzas.

Si el hijo era apreciado por el padre por un sentimiento de orgullo, y por la esperanza de perpetuar su nombre de esforzado y de valiente, la hija era estimada por el fruto que podía sacarse de su venta85. Pero poco importaba a esos bárbaros que la hija conservase su pureza.   —67→   Así, pues, se las dejaba en situación de usar y de abusar de su propia libertad, de donde resultaba, según la expresión de un antiguo misionero, que «las más de ellas son mujeres antes de haber sido esposas». De este desorden en las costumbres, se originaban frecuentes infanticidios, o el abandono del niño que nacía en esas condiciones, colocándolo cerca de la casa ajena, donde solía ser recogido como miembro de esta última familia86. No eran tampoco raros los raptos de mujeres. El indio que no podía pagar por una de ellas los objetos en que la apreciaba su padre, solía robarla; y obtenía más tarde el perdón de su delito si alcanzaba a satisfacer el todo o parte del precio exigido87.

La vida de familia de los antiguos habitantes de Chile, como dijimos anteriormente, no estaba fundada en los vínculos del afecto. Los padres se desprendían de sus hijas por simple lucro, en medio de una borrachera, pero sin sentimiento alguno. La misma indiferencia reinaba en las relaciones conyugales. El hombre que quería deshacerse de una de sus mujeres, la devolvía a sus padres o la entregaba a cualquier otro individuo a condición de que se le pagasen los objetos que le había costado. Este derecho de propiedad adquirido sobre sus mujeres, era un sentimiento tan arraigado en el ánimo de esos salvajes, que el varón disponía de ellas para después de su muerte. De ordinario, el hijo tomaba por compañeras y por esposas, a todas las que lo habían sido de su padre. Si alguna de ellas quería rescatarse, debía pagar al hijo lo que el padre había dado por ella88.

Las relaciones de familia no eran muy numerosas ni muy duraderas. Se creería que la poligamia tendía a ensanchar el número de los parientes. Muy al contrario de ello, aquí, como entre otros muchos pueblos bárbaros, parecía restringirlo y debilitar sus lazos. Los hijos de un mismo padre, pero de distintas madres, no se creían ordinariamente unidos por los vínculos de la sangre. Por otra parte, los muchachos llegados precozmente a la pubertad por efecto del género de vida que llevaban, tendiente a desarrollar sólo las funciones animales del organismo, no tardaban en separarse de los suyos para ir a fundar una familia aparte.




ArribaAbajo2. Aislamiento en que vivían: las habitaciones, los alimentos, el canibalismo, los vestidos.

Por más que los indios celebraran frecuentes reuniones en que con diversos motivos tenían desordenadas borracheras, cada familia vivía aislada, en un lugar apartado, lejos del contacto diario con los otros hombres. La razón de este aislamiento era una manifestación de la grosería e ignorancia de sus preocupaciones, y de la sombría desconfianza que forma uno de los caracteres distintivos del hombre salvaje. Creían que viviendo reunidos, estaban expuestos a los hechizos y venenos de sus enemigos89, enemigos encubiertos en quienes suponían un poder maravilloso y sobrenatural. Así, pues, cada familia elegía para su hogar un sitio solitario, ordinariamente en las márgenes de un río o de un arroyo, cerca del bosque y casi siempre en un lugar ameno y pintoresco. La casa no era más que una débil construcción   —68→   de varas de madera clavadas en el suelo en forma cuadrada o circular, y cubiertas de paja en el techo y en sus costados. Aunque una obra de esta naturaleza no representa más que el trabajo de unos cuantos días y, aunque podía ser ejecutada sin dificultad por los individuos de cada familia, era costumbre convocar para la faena a toda la parentela y a otros indios de la tribu. Considerábase afrentoso para un hombre el no tener amigos que lo ayudaran en la obra o el no poseer víveres y bebidas con que obsequiarlos mientras duraba el trabajo. Esta preocupación era causa de que la construcción de una miserable habitación durase muchos días, durante los cuales los trabajadores pasaban en constante borrachera90.

El interior de aquellas pequeñas chozas, no daba mejor idea de sus habitantes. En el centro ardía siempre una fogata que daba luz y lumbre a la habitación. En torno de ella, y tendidos en el suelo, y en medio de una atmósfera saturada de humo, dormían confundidos todos los individuos de la familia, sin otra almohada que una piedra o un trozo de madera, ni más abrigo que el vestido que llevaban puesto. Pocos eran los que podían disponer de un cuero de guanaco para reposar sus miembros91. No importaba que aquel fuego se apagase en las altas horas de la noche. El indio sabía procurárselo fácilmente en la mañana siguiente. Para ello, colocaba en el suelo un pedazo de madera seca que mantenía inmóvil entre sus pies. Luego, daba con sus manos un rápido movimiento giratorio a una vara de palo cuya punta, frotándose fuertemente sobre aquella madera, hacía brotar el fuego en pocos minutos92. Algunas yerbas secas servían entonces para propagarlo.

En la vida de esos bárbaros, el fuego tenía, sin embargo, un uso relativamente limitado, y casi no era indispensable para la preparación de muchos de sus alimentos. Así, de ordinario, comían cruda la carne de guanaco o de los otros animales que cazaban, y probablemente comían de la misma manera los peces y mariscos que cogían en los ríos y en la costa. Antes de la invasión del norte de Chile por los ejércitos del Inca, cuando los campos no eran regados, cuando seguramente no existía ninguna noción de agricultura, y cundo faltaba en este suelo el maíz y el fréjol, la alimentación del indio estaba reducida a lo que podían proporcionarle la caza y la pesca, y a las pocas frutas y semillas que producía el país. Ocupaban el primer lugar entre éstas, la fresa o frutilla (fragaria chilensis) espontánea en la región del sur, el pehuén o piñón (araucaria imbricata), cuyo fruto podía guardarse un año entero; la papa (solanum tuberosum), originaria de este suelo, y la avellana del país (la guevina avellana de Molina, o quadria heterophilla de Ruiz y Pavón). Aun, después de la introducción de nuevas semillas, y de practicada la agricultura, la producción del país, a causa de la indolencia y de la imprevisión de sus habitantes, era sumamente limitada, que el indio pasaba temporadas más o menos largas de hambre y de miseria. En esta condición,   —69→   dice un inteligente observador, «no hacen distinción de animales comestibles a los inmundos y asquerosos, que todo no lo coman sin asco ni recelo, sin perdonar sabandija, lo cual entiendo es causa de que crían muchos de el los feísimos lamparones». «Son pocos los que de estos bárbaros dejan de comer carne humana, dice más atrás, de tal suerte que en años estériles el indio forastero que acierta por algún caso a pasar por ajena tierra, se puede contar por venturoso si escapa de que encuentren con él indios de ella; porque luego lo matan y se lo comen»93. En efecto, el indio prefería matar y comerse a un hombre o sufrir muchos días de escasez, antes que dar muerte a un guanaco, que representaba un gran valor, y que sólo debía ser repartido en una de las reuniones a que convocaba a su parentela o a su tribu. A estos horrores del canibalismo por hambre, común entre todos los pueblos bárbaros, hay que agregar los repugnantes banquetes de carne humana que se seguían a la victoria, y que han conservado los hombres aun en el más alto rango de civilización94.

Se ha exagerado, sin duda, la voracidad de los indios chilenos, porque los observadores que los han visto comer en ciertas ocasiones no tomaban en cuenta que esos infelices habían pasado quizá muchos días de hambre y de penuria. Pero en lo que no hay exageración posible es en su pasión desordenada por la bebida. Sea que se hiciese el entierro de un muerto, que se tuviese una junta de guerra o que se celebrase una fiesta de familia, como la entrega de una hija al hombre que la había comprado, o simplemente la construcción de una choza, debía tener lugar una larga borrachera, frecuentemente de algunos días, hasta que se acababan las bebidas que se habían reunido. Consistían éstas en la chicha, licor formado por la fermentación del maíz, y cuyo uso fue introducido por los peruanos. Los indios chilenos la fabricaban también, y quizá desde un tiempo anterior, con otras frutas y granos95. Su paladar inculto no les permitía distinguir la buena o mala calidad de esa bebida, y la usaban con mayor agrado cuando había comenzado a avinagrarse96.

Parece fuera de duda que antes de la conquista peruana los indios chilenos andaban desnudos, o se cubrían una parte del cuerpo con pieles de animales o con cortezas de árboles, o con unos toscos tejidos de paja. Aun después de la ocupación de una gran parte del territorio por los conquistadores europeos, había tribus apartadas que usaban todavía estos   —70→   trajes, que podemos llamar primitivos97. Pero, como hemos dicho en páginas anteriores, los peruanos habían enseñado al mayor número de ellos a utilizar la lana del guanaco y a tejer con ella telas para hacerse sus vestidos. Ésta era la ocupación de las mujeres, que en el constante ejercicio habían adquirido cierta maestría, sobre todo para dar color a la lana por medio de algunas raíces y para adornar sus telas con vistosos listones.

Los vestidos eran, por otra parte, sumamente sencillos. Una camiseta ancha y sin mangas, y con una gran abertura para pasar la cabeza, servía indiferentemente para los hombres y las mujeres. Estas últimas usaban, además, una manta o paño cuadrado con que se envolvían el cuerpo, prendiéndola a la cintura, y que sólo les dejaba descubiertos los pies. Los hombres llevaban esta misma manta, pero en una forma diferente, pasándola por entre las piernas, y sujetando sus puntas a la cintura con una correa o ceñidor de cuero, para tener más libertad y desenvoltura en sus movimientos. En la estación de los fríos y de las lluvias, las mujeres y los hombres llevaban, además, la manta o poncho tejida de lana, de forma cuadrada, con una abertura en el medio que les servía para pasar la cabeza. Esa manta caía sobre sus hombros, cubriendo el cuerpo hasta la mitad del muslo. Ni las mujeres ni los hombres usaban calzado ni sombrero, y apenas tenían un cordón para atarse los cabellos, que nunca se cortaban. Por una excepción digna de notarse, los indios chilenos no usaban las pinturas ni el tatuaje98 con que la mayor parte de los bárbaros revisten el rostro y muchas veces el cuerpo para parecer más hermosos o para presentar al enemigo un aspecto más temible. Tampoco acostumbraban hacer en sus rostros ni en sus cuerpos esas deformaciones y mutilaciones con que los salvajes de otras razas pretenden hermosearse. Así, no se arrancaban los dientes, ni se perforaban las narices, ni los labios para introducirse pedazos de madera, de hueso o de piedra99. Es probable también que el uso de los pendientes en las orejas fuera introducido más tarde, a imitación de las mujeres europeas. En cambio, las mujeres y los hombres gustaban mucho de los adornos de otra naturaleza. Consistían éstos en sartas de piedrecillas vistosas, pero sin pulimento ni brillo, y de conchitas marinas que hacían el efecto de abalorios. Con ellos cubrían los ceñidores de la cintura y los cordones con que se amarraban los cabellos. Junto con estas sartas usaban también algunas plumas, tanto las mujeres como los hombres. Las primeras, además, solían ponerse en el pecho un adorno formado igualmente de piedras y de conchas100.



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ArribaAbajo3. Juntas de guerra que reunían a la tribu

Hemos dicho que aquellos salvajes no conocían principio alguno de administración ni de gobierno; pero cada grupo de familias más o menos relacionadas, tenía un jefe nominal, que era considerado el hombre más valiente y el más rico de la tribu. Éste era el ulmén, o cacique, si bien este nombre no fue conocido sino después de la entrada de los españoles, que lo trajeron de las primeras tierras que conquistaron en América. Pero la autoridad de ese jefe estaba reducida a bien poca cosa. Convocaba a la tribu para los asuntos de interés común, es decir, para hacer la guerra a otra tribu; y, en este caso, su dignidad exigía que diese de comer y de beber a los guerreros que se habían congregado. Fuera de esto, él no podía imponer castigos, ni administrar justicia, ni mucho menos exigir contribuciones. Entre los indios chilenos no había apariencia alguna de ley ni de organización regular.

En efecto, los ultrajes que se inferían unos a otros, los robos que se hacían y hasta las heridas y los asesinatos, no tenían más correctivo que la acción particular del ofendido o de sus deudos. Frecuentemente, las reuniones y borracheras degeneraban en acaloradas pendencias en que los contendores se golpeaban rudamente, o recurrían a las armas, se herían y se mataban sin que nadie intentara impedírselo. Con frecuencia, también se seguían a estas riñas las más sangrientas represalias. Un sagaz escritor que hemos citado muchas veces en estas páginas, observa que a consecuencia de estas riñas constantes, había muchos indios estropeados, y no pocos que habían perdido un ojo101. Pero según el orden de ideas morales de esos bárbaros, las ofensas se lavaban también con pagas y dádivas. Así, un hijo que tenía que vengar la muerte de su padre, se daba fácilmente por satisfecho si el asesino le entregaba algunas piedras de color que pudieran servirle para adornos, u otros objetos tenidos entre ellos por valiosos. «En pagando, dice el observador que ha consignado estas noticias, quedan tan amigos como antes, beben juntos y no se acuerdan de los rencores»102.

Cuando aquellas ofensas afectaban a varias familias o a la tribu entera, cuando el agresor verdadero o supuesto no quería pagar el daño que se le atribuía, o cuando ese agresor pertenecía a otra tribu, se originaba fácilmente una guerra. El ofendido convocaba a los suyos por medio del ulmén, y en medio de una borrachera se resolvía la expedición, se señalaba el día para el ataque y se designaba la parte que cabía desempeñar a cada uno. Todos acudían gustosos a la guerra, más que por un sentimiento de mancomunidad de intereses y de afecciones, por la esperanza del botín y por no adquirir la fama de flojos y de cobardes. Estas guerras parciales eran frecuentes entre los indios y se terminaban en corto tiempo, sin dejar, al parecer, odios profundos entre una tribu y otra.

Pero la guerra solía afectar a muchas tribus a la vez, y entonces tomaba mayores proporciones. Esto fue lo que sucedió con motivo de las invasiones extranjeras, de los peruanos primero y, enseguida, de los españoles. En este caso, la autoridad del ulmén se limitaba a citar a los guerreros para la gran asamblea en que debía tomarse una resolución. Los mensajeros partían con la mayor regularidad, y visitaban a los ulmenes vecinos mostrándoles una saeta ensangrentada, y no pocas veces la cabeza, u otro miembro del cuerpo de un enemigo,   —72→   «el cual infunde en los indios animosos deseo de venir a las armas», dice un antiguo escritor103. No conociendo otro medio más seguro para señalar los plazos que las revoluciones de la luna, fijaban de ordinario el día del plenilunio para celebrar la asamblea general. Los mensajeros encargados de hacer las convocaciones, llevaban, además, una cuerda con tantos nudos como eran los días que debían tardar en reunirse, y cada día que pasaba deshacían uno. El mismo sistema usaban los indios para arreglar sus marchas, a fin de hallarse todos reunidos en un día dado. La sagacidad natural de los salvajes para calcular las distancias, les servía admirablemente en estas ocasiones, de manera que en el plazo fijado se hallaban seguramente todos ellos en el lugar convenido. Sus instintos belicosos, su pasión por las fiestas y borracheras, y la codicia del botín, más que todo sentimiento de honor, los estimulaban a no faltar a la citación. En todos estos aprestos ponían una gran cautela para disimular al enemigo sus propósitos guerreros, y para ocultarle sus marchas y la proximidad del ataque.

Reunidos al fin en un sitio llano y espacioso, formaban un espeso y desordenado círculo de animosos guerreros, todos armados de largas picas. El ulmén que había provocado la asamblea, era el primero en hablar. Ocupando el centro del círculo, y llevando en la mano una saeta ensangrentada, cuya punta dirigía al lugar hacia donde debía llevarse el ataque, comenzaba en voz alta y sonora un largo y ardoroso discurso en que, al decir de los antiguos historiadores, podían descubrirse rasgos de sentida elocuencia en medio del desencadenamiento de las más violentas pasiones expresadas en un lenguaje altisonante y aparatoso. Señalaba allí los agravios inferidos por el enemigo y la necesidad de tomar sangrienta venganza, acompañando su discurso de las más arrogantes amenazas. Uno de los resortes oratorios más frecuentemente usados era una especie de interrogación dirigida de tiempo en tiempo a su auditorio, a la cual éste contestaba, ¡veyllechi!, ¡veyllechi!, así es, así es. Este discurso era siempre seguido por los de algunos otros ulmenes destinados a reforzarlo más que con mejores argumentos, con nuevos ultrajes al enemigo, y a alentar a los suyos dándoles el tratamiento de invencibles, de leones u otros semejantes. El efecto de estos discursos sobre el alma de aquellos rudos salvajes era verdaderamente maravilloso. Inflamados en ira, rabiosos de venganza, aunque sin proferir palabra, hacían un ruido confuso en signo de aprobación; «y en el mismo tiempo, asida cada uno la pica a dos manos, teniéndola arbolada y cargando el cuerpo sobre ella, hieren todos juntos con los talones en el suelo, de suerte que parece que tiembla la tierra: efecto notable de su muchedumbre»104.

A estos discursos, seguíase otra ceremonia. Se daba muerte a un guanaco, se le sacaba a toda prisa el corazón y, palpitando todavía, lo tomaban uno en pos de otro todos los ulmenes, lo allegaban a la boca hasta ensangrentarse los labios y ensangrentaban igualmente sus armas. Allí mismo quedaba designado el jefe o toqui que debía conducirlos a la guerra, y se señalaba el día en que se había de dar principio a las operaciones105. El plazo se fijaba, como   —73→   ya dijimos, por las fases de la luna, pero se repartían igualmente cordones con nudos que indicaban el número de días, pasados los cuales debían reunirse de nuevo. La asamblea se terminaba por una desordenada borrachera106.




ArribaAbajo4. Armas que usaban en la guerra

Las armas usadas por los indios chilenos eran de tres clases diferentes: las flechas, las picas y las mazas.

Las primeras eran, sin duda, las menos temibles. Un arco pequeño, de menos de un metro de largo, y sujeto por una cuerda de nervio, les servía para lanzar la saeta. Era ésta formada de pedazos de coligüe (chusquea cumingii) de medio metro de largo, de punta aguzada, ordinariamente provista de un hueso afilado y, algunas veces, arponado para causar una herida más grave y hacer más difícil su extracción. Sin embargo, estas flechas no tenían un largo alcance, y su golpe no causaba daños de consideración, por lo que los indígenas en el transcurso de sus guerras con los conquistadores europeos, las abandonaron poco más tarde. Agréguese a esto que en Chile no se hallan esas yerbas venenosas que en la América tropical servían a los indios para emponzoñar sus flechas y para causar a sus enemigos una muerte dolorosa e inevitable.

Por el contrario, la pica era un arma terrible. Formábala una robusta quila (chusquea quila) hasta de cinco y seis metros de largo, cuya extremidad, cuidadosamente aguzada, penetraba en el cuerpo, casi como si estuviera provista de una punta de metal; y aun a veces,   —74→   además, estaba armada de huesos o de piedras afiladas. Dirigida con singular maestría y con brazo vigoroso por el indio chileno, causaba heridas terribles y dolorosas y, con frecuencia, atravesaba al enemigo de parte a parte.

Pero el arma más formidable de los indios era la maza, conocida generalmente en Chile con el nombre peruano de macana. Consistía en un trozo de madera dura y pesada de dos a tres metros de largo, del espesor de la muñeca de la mano en la empuñadura, pero más gruesa en su prolongación, y terminada por un codo mucho más fuerte todavía. «Levantada en alto a dos manos y dejada caer con poca fuerza que sea ayudado su peso, dice un testigo que vio funcionar esta arma, corta el aire y asienta tan pesado golpe donde alcanza, que no hay celada que no abolle, ni hombre que no aturda y derribe; y aun es tan poderosa que algunas veces hace arrodillar a un caballo y aun tenderlo en el suelo de un solo golpe»107.

Usaban además los indios de otras armas, útiles en la guerra, pero más eficaces en la persecución de los animales. A este número pertenecían los laques o bolas, formados por tres piedras redondas, forradas en cuero y reunidas a un centro común por cuerdas de cuero o de nervios. El indio tomaba en su mano la más pequeña de esas piedras, hacía girar las otras alrededor de su cabeza, y las lanzaba con singular maestría sobre el enemigo o el animal que quería apresar. Las bolas, revolviéndose sobre sí mismas, iban a enrollarse sobre el cuerpo contra el cual iban dirigidas, cruzándose y anudándose fuertemente, y privándolo de todo movimiento. Cuando las piedras eran gruesas, podían quebrar la pierna de un hombre o de un guanaco; pero los indios usaban laques más pequeños cuando querían sólo impedir la fuga del animal que perseguían.

Mencionan también algunos antiguos escritores las armas defensivas que usaban los indios chilenos, y entre ellas ciertos coseletes de cuero para cubrir el pecho, y resguardarlo contra las flechas; pero esas armaduras debían ser del todo ineficaces contra las picas y las mazas. Por otra parte, la bravura indomable de esos salvajes, el desprecio por la vida que demostraban en todos los combates, debían hacerles mirar como indignas de valientes aquella clase de defensas.

Un filósofo de nuestros días recuerda con mucha sagacidad que el esfuerzo de la industria para responder a las demandas imperativas de la guerra, ha sido el origen de progresos importantes, y que a este agente destructor en sí mismo, debe la industria una parte de su habilidad108. Esta observación, aplicable a todos los grados de civilización, se encuentra confirmada cuando se estudian las costumbres de los salvajes que antiguamente poblaban Chile, porque el deseo de matar a sus enemigos y de no ser muertos por ellos, había desarrollado sus facultades intelectuales mucho más que el propósito de satisfacer cualesquiera otras necesidades. El capitán español que mejor nos ha dado a conocer la estrategia y las armas de esos bárbaros, dice a este respecto: «son ellos mismos los artífices, proveyéndolos abundantemente de la materia sus amados montes, donde las perfeccionan y acaban sin necesidad de esperar a que los provean de ellas de otras tierras. Y es cosa muy de notar, que con ser los indios gentes tan viciosa y haragana, y no tener ejercicio ni ocupación que sea de algún primor, lo tienen maravilloso en saber labrar sus armas. En el perfeccionarlas tienen   —75→   grande flema, raspándolas con conchas marinas que les sirven de cepillo, trayendo dentro del asta una sortija que muestra lo superfluo que le han de quitar. Hacen sus arcos de maravillosa forma, y en sus flechas muy vistosas labores; y précianse tanto del arreo de sus armas, que no solamente no dan paso sin ellas, pero aun bailando en sus borracheras de noche y de día, no dejan jamás la lanza de la mano. Tráenlas de ordinario tan bien tratadas, limpias y resplandecientes, que hacen en ello no sólo ventaja, pero hasta vergüenza a muchos de nuestros españoles»109.




ArribaAbajo5. Cualidades militares de los indios de Chile; su astucia y su valor: suerte lastimosa de los prisioneros

La guerra también aguzaba su inteligencia haciéndolos inventar estratagemas y, aun, operaciones estratégicas casi inconcebibles en la cabeza de los bárbaros. Sus sentidos, toscos y embotados para la percepción de otras impresiones, habían adquirido la más rara delicadeza en sus aplicaciones a la guerra y a la caza. Sus exploradores, sobre todo, descubrían a grandes distancias los movimientos del enemigo y sabían distinguir admirablemente el menor ruido que turbara el silencio de los bosques. En la persecución de los fugitivos, ya fueran éstos hombres o animales, desplegaban una prodigiosa sagacidad para seguir la huella de sus pasos en el polvo del suelo o en la yerba de las praderas. Hábiles y artificiosos para ocultar sus aprestos bélicos y para engañar al enemigo, se daban las trazas más ingeniosas para estudiar la posición de éste y para aprovechar con rara oportunidad todos sus descuidos. Las tropas de sus apretados escuadrones sabían diseminarse en los bosques, hacerse casi invisibles, aprovechar todas las sinuosidades del terreno, y reunirse de día o de noche, en el momento preciso y con el silencio convenido, para caer sobre sus contrarios sólo cuando se creían seguros de la victoria. Pero llegado el instante del ataque, nada podía contener su ímpetu. No peleaban en filas o en cuadros simétricamente formados, sino en espesos y sólidos pelotones. Jamás los guerreros de ningún tiempo ni de ningún pueblo fueron más obstinados en el combate, más firmes para defender un puesto, más audaces para asaltar los del enemigo110. Según sus ideas y según su lengua, pelear era vencer.

Pero desde que la victoria se había pronunciado por uno de los combatientes, desaparecía toda apariencia de disciplina y renacía el más espantoso desorden. La codicia del botín, la destrucción del campo enemigo y la captura de las mujeres, hacía olvidar todas las medidas conducentes a aprovechar el triunfo. El sacrificio de los cautivos era la ocasión de fiestas horribles en las cuales los indios se vestían con sus mejores adornos. Los vencedores colgaban en las ramas de un árbol las cabezas de los enemigos muertos en la batalla, y en torno de él bailaban y cantaban remeciendo por medio de cuerdas aquellas ramas para que las cabezas ensangrentadas acompañasen la danza con sus movimientos. Los infelices prisioneros eran, entre tanto, víctimas de los más duros ultrajes y, luego, de los más atroces tormentos.   —76→   Sin duda alguna, la torpeza de la sensibilidad, característica de todos los salvajes, los hacía menos impresionables a los dolores físicos; pero los guerreros vencidos, por un sentimiento de amor propio, desplegaban una entereza heroica para soportar los más crueles sufrimientos sin despedir un quejido. Les cortaban uno o más miembros del cuerpo, y allí mismo, a su presencia, apartaban los huesos de los brazos y de las piernas para convertirlos en flautas, asaban ligeramente las carnes y las devoraban después de pasarlas muchas veces delante de los ojos y de la boca del infeliz cautivo. Esta operación era tanto más dolorosa cuanto que los indios no usaban otros cuchillos que conchas marinas, cuidadosamente afiladas, es cierto, pero siempre torpes y lentas para cortar. Los tormentos de la víctima se prolongaban largo rato, y cuando la pérdida de la sangre estaba a punto de causarle la muerte, le abrían el pecho, le arrancaban el corazón, y rociando el aire con la sangre que manaba de esta entraña, la pasaban de mano en mano entre los sacrificadores, mordiéndolo cada cual con la rabia más feroz. A otros prisioneros los desollaban vivos, ensayando en su agonía, todo género de tormentos, comiendo enseguida sus carnes y moliendo los huesos que no podían utilizar. Hemos dicho que los brazos y las piernas les servían para hacer flautas. El cráneo era convertido en copa que pintaban con vistosos colores y que usaban en sus bebidas con el orgullo que podía inspirarles el recuerdo de sus hazañas. Guardaban algunos indios como prendas de gran estimación, la piel del rostro de sus víctimas para usarla como máscaras en sus fiestas y borracheras, una mano o, a lo menos una tira de cuero, que empleaban para amarrarse los cabellos. Para perpetuar en su raza estos feroces sentimientos, aquellos salvajes hacían que sus hijos aprendiesen desde niños a descuartizar los miembros de sus víctimas, a arrancarles las carnes y a atormentarlas en su agonía. La pluma se resiste a describir en todos sus accidentes estos cuadros de horror y de barbarie111.

Estas guerras atroces, acompañadas del incendio y de la destrucción de las casas del enemigo, del cautiverio de sus mujeres y de la extirpación de familias enteras, tendían, sin embargo, a acercar y a unificar las tribus aliadas. Desde luego, en estos casos conocían los indios un jefe, cuya autoridad, aunque limitada sólo a las operaciones de la guerra y al tiempo que ella durara, tendía a constituir un poder central, a echar las bases de una organización política que podía ser el germen de una evolución civilizadora. El toqui, armado de un hacha de piedra, que tenía ese mismo nombre, y que le daba el rango de general en jefe, era considerado el hombre más valiente y el más astuto de las tribus coaligadas y, con frecuencia, legaba a su hijo la preeminencia en el mando, sobre todo cuando se había ilustrado con grandes hazañas. Pero si la guerra había sido desgraciada, el toqui conservaba difícilmente su prestigio y preeminencia. Le costaba mucho justificar su conducta, y estaba obligado a indemnizar los perjuicios sufridos por los suyos, a menos que la derrota pudiera atribuirse a flojedad o flaqueza de algunos de sus subalternos112.

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Además de la guerra, los indios chilenos tenían otras ocasiones de reunirse en número más o menos considerable. Conocían diversos juegos; pero los que más los apasionaban eran los de fuerza y agilidad, que a más de desarrollar sus aptitudes militares, permitían entrar en ellos a un número considerable de individuos. Aunque algunos de esos juegos eran bastante peligrosos, las mujeres y los niños tomaban parte en ellos. Consistía uno de esos juegos en tirarse una bola regularmente pesada; y la destreza estribaba en evitar el golpe, esquivando el cuerpo con rápidos movimientos, arrojándose al suelo para levantarse enseguida de un salto, y en golpear a los adversarios113.

Éstas y otras diversiones análogas formaban el encanto de aquellos salvajes; y al paso que eran el motivo de fiestas y borracheras, y con frecuencia de bulliciosas pendencias, interrumpían la monótona y triste ociosidad de la vida salvaje y excitaban la agilidad de los indios adiestrándolos para la guerra. La guerra era, en efecto, la ocupación más seria de esa gente y la preocupación más constante de su espíritu.





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ArribaAbajoCapítulo quinto

Estado social de los indios chilenos: la industria, la vida moral e intelectual


1. Atraso industrial de los indios chilenos; uniformidad de ocupaciones y trabajos; la Edad de Piedra. 2. La agricultura. 3. La construcción de embarcaciones y la pesca. 4. Producciones intelectuales: la oratoria, la poesía, la música. 5. Nociones de un orden científico: la medida del tiempo, la medicina y la cirugía: los hechiceros. 6. Supersticiones groseras y costumbres vergonzosas. 7. Carencia absoluta de creencias religiosas y de todo culto: sus ideas acerca de la existencia de espíritus misteriosos. 8. Sus ideas acerca de la muerte y de la vida futura. 9. Carácter general de los indios chilenos. Escritores que los han dado a conocer.


ArribaAbajo1. Atraso industrial de los indios chilenos; uniformidad de ocupaciones y trabajos; la Edad de Piedra

Las aptitudes que los indios chilenos desplegaban en la guerra, la sagacidad con que descubrían los planes del enemigo y conque elegían el sitio favorable para el combate, la astucia con que preparaban las emboscadas y el artificio con que encubrían sus proyectos militares, podrían hacer creer que sus facultades intelectuales habían adquirido un notable desarrollo. Pero el examen de su vida, de sus costumbres y de su industria los coloca en un rango muy inferior. Los hábitos de ociosidad de la vida salvaje y el adormecimiento constante de aquellas facultades por la falta de actividad y de ejercicio, los hacían incapaces de concebir nociones de un orden más elevado que la satisfacción de las necesidades más premiosas de su triste existencia ni de comprender y apreciar cosa alguna que saliese del orden ordinario de sus ideas. Su espíritu se fatigaba fácilmente con el menor esfuerzo de atención hacia un asunto que no les interesaba inmediatamente. Interrogados por los europeos sobre algunas materias que parecían destinadas a despertar su razón, solían revelar en sus primeras contestaciones cierta viveza de concepción; pero luego, sin entrar a contradecir lo que se les quería enseñar, abandonaban la conversación para no volver a pensar en cosas que podían hacer trabajar su inteligencia114.

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El estado industrial de los indios chilenos correspondía a aquella situación intelectual. Vivían a este respecto en aquel estado rudimentario en que todos los hombres desempeñan las mismas ocupaciones, en que todos son cazadores, constructores de chozas y de embarcaciones, y aun agricultores, así como todos guerreros. Los sociólogos pretenden que un estado de cosas semejante no merece siquiera el nombre de sociedad, y que ésta no existe sino el día en que la división natural del trabajo y de las profesiones hace indispensable la unión y la cooperación de todos los individuos para el bienestar y el mejoramiento de la comunidad115. En efecto, esa situación, causa y a la vez resultado del aislamiento en que vivía cada familia, aseguraba la independencia de éstas, pero obligaba a cada cual a vivir en una condición miserable, sin conocer más comodidades ni más condiciones de bienestar que las que podía procurarse por sí mismo, y sin poder gozar de los beneficios que a las agrupaciones de hombres más adelantados proporcionan la diversidad de ocupaciones y de artes, los cambios de productos y de servicios y, por fin, el comercio.

Una situación semejante tendía, además, a retardar el desenvolvimiento del poder industrial. Los indios chilenos vivieron un número indefinido de siglos en plena Edad de Piedra, en ese primer grado de la industria humana en que el hombre no conoció más que la piedra para la fabricación de sus armas y de sus útiles. La conquista peruana del siglo XV introdujo en una parte del territorio chileno el uso de los objetos de cobre, y seguramente el de la tierra cocida para la fabricación de vasijas; pero el empleo de los metales no fue conocido más allá de los lugares en que la dominación de los incas estuvo firmemente asentada y, aun aquí, no está representado más que por unos pocos objetos, principalmente ídolos pequeños de cobre o de plata, que parecen haber sido fabricados en el Perú. Los indios chilenos empleaban la piedra, las espinas de los pescados, las conchas de los moluscos, los huesos de algunos cuadrúpedos o de algunas aves para la fabricación de sus armas, de sus adornos y de los pocos útiles que necesitaban. Se han hallado muchos de los productos de aquella antigua industria: puntas de lanza y de flecha talladas en piedras de varias clases; hachas del mismo material más o menos pulimentadas; pitos de varias especies; ciertas piedras achatadas y labradas en forma circular, con una perforación en el centro, que debían ser usadas como martillo; otras piedras de color igualmente agujereadas que sirvieron, sin duda, de adorno y varios útiles de usos diversos. En el examen de estos objetos llama particularmente la   —81→   atención su semejanza casi absoluta con los instrumentos de la Edad de Piedra encontrados en otros países a cuyos antiguos habitantes no se puede suponer la menor conexión con los indios de Chile116.




ArribaAbajo2. La agricultura

Seguramente, los indios chilenos no conocían los trabajos agrícolas antes de la conquista de una parte de su territorio por los incas del Perú. Debían vivir de la caza y de la pesca, y de los escasos frutos espontáneos de su suelo, según dijimos. Parece que los soldados del Inca introdujeron en Chile el maíz y el poroto pallar, pero lo que es indudable es que ellos enseñaron el riego de los campos, sin el cual una gran parte del suelo chileno es escasamente productor, y que, además, enseñaron procedimientos agrícolas relativamente adelantados. El uso de esas útiles semillas, así como los métodos más rudimentarios para su cultivo, debieron propagarse fácilmente como un medio de suministrar alimentos a una población que tanto necesitaba de ellos. Los conquistadores españoles encontraron planteada en casi todo el país la industria agrícola, mucho más adelantada, sin duda, en las provincias sometidas al Inca, y apenas reducida a limitadísimos cultivos en aquéllas que conservaron su independencia.

Desde luego, los indios chilenos no tenían la menor idea de propiedad individual del territorio. Todos los miembros de la tribu tenían derecho para establecerse donde mejor quisieran, construir sus chozas y utilizar los frutos espontáneos del campo vecino, así como los animales del bosque y los peces de los ríos. Pero frecuentemente abandonaban un hogar por otro, sin tomar el consentimiento de nadie y sin pensar en poner límites al terreno que usufructuaban. Este estado económico, que en rigor podría llamarse de propiedad comunal o de la tribu, no ofrecía grandes inconvenientes, aun faltando, como faltaba, una autoridad que fijase a cada familia la porción que podía ocupar. En los pueblos en que ha existido este sistema al mismo tiempo que un mayor progreso industrial y una abundancia más o menos considerable de la población, esa intervención de la autoridad era necesaria; pero en Chile no existía ninguna de estas dos circunstancias. La agricultura, como hemos dicho, estaba   —82→   reducida a limitadísimas proporciones. La población del país, que algunos de los antiguos escritores de la Conquista han exagerado extraordinariamente, no podía alcanzar, según nuestro cálculo, a medio millón de almas repartidas en una extensión de más de trescientos mil kilómetros cuadrados.

Las faenas agrícolas, hemos dicho, estaban encomendadas a las mujeres. Eran ellas quienes araban el terreno con una punta de madera impulsada por sus solas manos y removiendo apenas las capas más superficiales. Ellas sembraban el grano y hacían la cosecha, pero el sembrado estaba reducido a satisfacer escasamente las necesidades de la familia y, por lo tanto, imponía un trabajo muy limitado. Así se comprenderá cómo esos salvajes llevaban una vida de privaciones y de miserias en un suelo que habría recompensado generosamente un esfuerzo industrial un poco más activo y enérgico. Los conquistadores europeos hallaron grandes extensiones de los terrenos más feraces del país donde la mano del hombre no había sembrado nunca un solo grano.

También era trabajo de las mujeres, como ya dijimos, el tejer la lana para los vestidos y, según creemos, la fabricación de ollas y de cántaros cocidos al fuego, para cocinar algunos alimentos y para preparar las bebidas. Esta última industria fue introducida indudablemente por los peruanos. Algunas tribus del norte de Chile habían hecho grandes progresos en ella. Producían obras notables por su tamaño, por su forma y por los dibujos y pinturas con que las adornaban, aunque, en general, muy semejantes a los trabajos de la alfarería peruana. Pero, este arte no se había propagado en todo el territorio. Así, en la región insular del sur los indios chilenos hacían con cortezas de árboles las vasijas para guardar sus provisiones. En estas mismas vasijas y, aun, en agujeros abiertos en la tierra, cocían también algunos de sus alimentos, como el pescado, por un método mucho más primitivo, practicado igualmente en otros pueblos. Calentaban piedras al fuego y, enseguida, las arrojaban a la vasija hasta hacer hervir el agua para obtener así la cocción del pescado117.




ArribaAbajo3. La construcción de embarcaciones y la pesca

La industria de los indios chilenos se había ejercitado, además, en la fabricación de pequeñas embarcaciones que les servían para el paso de los grandes ríos del sur y para pescar en las costas marítimas. Los indios del norte trabajaban esas embarcaciones con cueros de lobos marinos, dispuestos a manera de odres. Dos de esos cueros unidos entre sí, y perfectamente llenos de aire, formaban una embarcación en que encontraban asiento dos o tres personas que las manejaban con la ayuda de remos cortos118. En ellas se hacían al mar, hasta la distancia de algunas leguas, mientras se procuraban la provisión de pescado.

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En los ríos del sur usaban embarcaciones más sencillas todavía. Abundan en esos campos diversas especies de gramíneas, algunas de las cuales se levantan a un metro y más de altura. Los indios formaban de ellas gruesos atados y los amarraban entre sí con los tallos largos y flexibles del boqui, enredadera común en esa región, y cuyos vástagos tienen la consistencia de una cuerda. Con sólo algunas horas de trabajo, construían, de esta manera, una balsa más o menos grande. Utilizaban para el mismo objetivo algunas maderas de sus bosques, amarrando fuertemente cuatro o seis postes de regulares dimensiones. Les servían también los grandes tallos del chagual o cardón (puya de Molina), largos de dos a tres metros y sumamente livianos. Amarrando cuidadosamente un gran número de esas varas, formaban embarcaciones planas y bastante extensas, en que se aventuraban en el mar para comunicarse con las islas vecinas. El ejercicio de remar había dado a los indios de la costa de Arauco una gran maestría para manejar esas embarcaciones con admirable seguridad.

Pero construían, además, canoas grandes o pequeñas de una sola pieza de madera, de un solo tronco de árbol. Estas embarcaciones, que eran las más ligeras, y, al mismo tiempo, las más sólidas, imponían a los indios un trabajo de muchos meses. Comenzaban por cortar el árbol con hachas de piedra, y una vez derribado y despojado de sus ramas después de una penosa tarea, daban principio a otra más larga y prolija todavía. Quemaban con gran cuidado y precaución la parte exterior del tronco para darle la forma de embarcación, y con los cuchillos de conchas marinas le quitaban las partes carbonizadas y hacían desaparecer todas las irregularidades de la superficie. Todo esto, sin embargo, no era más que la parte más fácil y sencilla de la obra. Faltaba todavía ahuecar el tronco despojándolo de su parte más solida. Los indios, a pesar de su carencia absoluta de instrumentos de metal, habían aprendido a ejecutar este trabajo con la más rara maestría, empleando alternativamente el fuego y los cuchillos de conchas marinas. Un antiguo historiador que hemos citado muchas veces en estas páginas, el padre Diego de Rosales, refiere haber visto en el sur de Chile una embarcación de esta naturaleza capaz de contener treinta tripulantes119; pero, en general, eran mucho más pequeñas, y algunas de ellas sólo podían llevar dos o tres personas. Los indios chilenos habían adquirido la más admirable destreza para manejar esas canoas y para cortar las olas con maravillosa rapidez. Un hombre colocado en la popa maniobraba con una especie de pala que hacía las veces de timón, mientras los tripulantes, armados de pequeños remos, daban movimiento a la embarcación.

Los habitantes de Chiloé usaban piraguas menores. Construíanlas con tablas, elaboradas igualmente por el fuego y los instrumentos de piedra y de concha, y les daban la misma forma que hemos descrito, al hablar de la navegación de los indios fueguinos. Aquellos isleños eran igualmente diestrísimos para manejar esas embarcaciones120.



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ArribaAbajo4. Producciones intelectuales: la oratoria, la poesía, la música

Cuando se estudian las groseras costumbres de estos salvajes y el limitado desarrollo de sus facultades intelectuales, sorprende un hecho que casi no acertaríamos a creer si no estuviera corroborado por muchos observadores. Es ésta su pasión por los discursos, su amor por las formas oratorias. «Es indecible, dice un misionero, cuán bien usan estos indios bárbaros de aquellas figuras de sentencias que encienden en los ánimos de los oyentes los afectos de ira, indignación y furor que arden en el ánimo del orador, y a veces los de lástima, compasión y misericordia, usando de vivísimas prosopopeyas, hipótesis, reticencias irónicas y de aquellas interrogaciones retóricas que sirven no para preguntar sino para responder y argüir»121. Sea que se tratara de hacer la guerra en las juntas que hemos descrito anteriormente, sea que por cualquier otro motivo se celebrara una congregación de muchas personas y, aun, en las simples reuniones de familia, el indio oía con gran recogimiento estos largos discursos; y el orador sabía adaptar sus pensamientos y el tono de su voz a las condiciones de las circunstancias: bronco y amenazador en ocasiones, suave e insinuante en otras, pero siempre grave y solemne. La elocuencia, el ardor en los discursos, el cuidado de las formas en el uso de la palabra, eran entre esos salvajes, un título de prestigio y de superioridad. Pero esta manía de pronunciar aparatosos discursos en todas circunstancias, pasaba a ser una costumbre chocante y bárbara, «porque, en este particular, como lo observa el misionero que acabamos de citar, no hay nación que tenga semejanza con ésta, que practica como moda cortesana lo que entre las cultas fuera la mayor impertinencia».

Algunos escritores hablan también de la poesía de los indios de Chile. Al efecto han copiado ciertas estrofas compuestas en esta lengua que no bastan para dar idea del espíritu poético. Por otra parte, examinadas con atención, se reconoce fácilmente que el artificio métrico, esto es la cantidad silábica, el ritmo y la rima, es absolutamente castellano, así como el asunto de esas estrofas es de un carácter religioso. A no caber duda, son la obra de los misioneros españoles que conociendo regularmente la lengua chilena, componían versos para hacerlos aprender de memoria a los indígenas. Es cierto, sin embargo, que éstos tenían cantos de varias clases que entonaban en las reuniones de familia y en ocasiones más solemnes, en las juntas de guerra y en los entierros, pero esos cantos no son absolutamente desconocidos. Los historiadores que nos han hablado de ellos, refieren que los poetas eran a la vez los cantores de esas fiestas, y que esta profesión, tenida en mucha estima, era muy bien remunerada122.

El canto de los indios chilenos era siempre sombrío y monótono. Consistía exclusivamente en subir y bajar la voz sin modulaciones armoniosas, y con tan escaso artificio que ya se tratara de celebrar las hazañas de la guerra, ya de lamentar la muerte del jefe de la familia o de la tribu, el tono era casi siempre semejante y siempre triste y aun podría decirse lúgubre. El canto, además, era acompañado por una música desapacible y no menos monótona.   —85→   Los indios no conocían más instrumentos que un tamboril, cuya forma no hallamos descrita en las relaciones que tenemos a la vista, y algunas flautas de huesos de hombres y de animales. Al son de esos instrumentos, los indios se entregaban igualmente a la danza, y en ella desplegaban mucha agilidad. Un carácter especial de sus bailes es que las mujeres bailaban ordinariamente en grupos separados de los hombres.




ArribaAbajo5. Nociones de un orden científico: la medida del tiempo, la medicina y la cirugía, los hechiceros

Carecían también los indios chilenos de casi todas aquellas nociones de un carácter de ciencia práctica, que han poseído algunos pueblos bárbaros, y que son indispensables en los usos más ordinarios de la vida. Fuera de la región conquistada por los peruanos, donde se conocían las divisiones del tiempo y del año en meses lunares, en el resto del territorio no se tenía casi noción alguna a este respecto. Los indios distinguían con nombres diversos sólo dos estaciones, el invierno y el verano; y para sus emplazamientos en día fijo, usaban únicamente el medio que hemos indicado, al hablar de la convocación para las juntas de guerra, es decir, un cordón con tantos nudos como eran los días que faltaban para el plazo convenido123. Aun cuando daban diversos nombres a las partes del día, recordaban aproximadamente la hora en que ocurrió tal o cual cosa, señalando con el dedo el punto de la esfera celeste en que se hallaba el Sol124. Estos usos revelaban un estado de atraso que el hombre civilizado apenas puede concebir.

En sus curaciones no estaban mucho más adelantados los indios de Chile. La práctica les había enseñado a reducir una luxación y, probablemente, a soldar la fractura de un hueso, operaciones ambas que debían ser comunes entre aquellos bárbaros, como consecuencia natural de sus guerras y de sus riñas. Sabían igualmente curarse las heridas por medio del agua fría y de la aplicación de algunas yerbas125. Se sangraban frecuentemente con un fragmento de pedernal que habían aprendido a manejar con suma destreza. El mismo instrumento les servía para abrir y para vaciar un tumor126. Pero fuera de estas prácticas rudimentarias de la medicina y de la cirugía, no se encontraban en aquellos salvajes más que los usos más bárbaros y groseros.

Según una superstición común entre los pueblos bárbaros, la curación de las enfermedades sólo podía ser la obra de un poder sobrenatural. La ignorancia había dado origen a la existencia de ciertos personajes misteriosos, mitad ilusos y mitad embusteros, a quienes se reconocía la facultad de descubrir la causa del mal y de hallarle el remedio. Los machis, éste era el nombre con que se les designaba, vivían en lugares apartados; casi siempre solos, vestían como las mujeres, usaban el cabello y las uñas más largas que los otros indios y tomaban en sus maneras y en sus palabras cierto aire misterioso. Por un fenómeno sicológico,   —86→   igualmente observado en todos los grados de las civilizaciones inferiores, estos pretendidos hechiceros estaban persuadidos de que poseían el arte de la adivinación; y cuando tenían que ejercerlo, se imponían ayunos o pasaban algún tiempo contraídos a la meditación estática. Los mismos españoles, tanto los soldados como los misioneros, que los observaron en el ejercicio de sus funciones, creyeron firmemente que esos adivinos estaban dotados de un poder sobrenatural, que aquéllos no podían explicarse sino por la intervención del Diablo. En sus libros nos han dejado las pruebas de esta doble superstición, no menos absurda que la de los mismos salvajes127.

Llamado al lado del enfermo, el machi comenzaba por plantar una rama de canelo (drymis chilensis), para hacer sus invocaciones. Acercándose en seguida al paciente al son de cantos tristes y lastimosos de las mujeres circunstantes, degollaba en su presencia un guanaco, clavaba el corazón en la rama del canelo, y daba saltos y hacía contorsiones como si estuviese poseído por una fuerza interior e irresistible. Produciendo una gran humareda en la habitación, hacía ademán de abrir con un cuchillo el cuerpo del enfermo, de extraerle de las entrañas o de alguno de sus miembros un animal o el veneno que causaba la dolencia y, enseguida, le aplicaba emplastos y remedios antojadizos y caprichosos en que no podría descubrirse ningún principio de razón ni de lógica. Según la creencia general de esos salvajes, toda enfermedad natural, que no provenía de una herida o de un golpe, era el resultado de un veneno misterioso aplicado por algún enemigo oculto. El deber del machi era expulsar ese veneno del cuerpo del enfermo; pero él sabía darse trazas para explicar los casos de muerte como la consecuencia de un envenenamiento que había llegado hasta las entrañas más nobles, y que ningún poder humano podía combatir.

Parece que con frecuencia el machi reunía a su carácter de médico el de adivino, y que como tal podía designar al autor oculto del daño a que se atribuía la muerte del enfermo. Pero entre los indios chilenos había, además, otra especie de pretendidos hechiceros cuyo oficio era adivinar quién había cometido un robo o quién había dado el veneno. Este individuo, conocido ordinariamente con el nombre de tuduguhue, pero designado, además, con otras denominaciones, era el causante de las más injustas y bárbaras venganzas. Encargado de descubrir un culpable que no existía, el adivino señalaba caprichosamente a alguno de sus propios enemigos, muchas veces a alguno de los parientes del muerto o a algún indio miserable y desvalido que expiaba con una muerte cruel un crimen que no había cometido128. De ordinario se les hacía morir a fuego lento, quemándoles sus miembros uno a uno para prolongar sus sufrimientos y su agonía.



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ArribaAbajo6. Supersticiones groseras y costumbres vergonzosas

Estas bárbaras supersticiones y estas estúpidas venganzas no eran el patrimonio exclusivo de los indios de Chile. Los conquistadores europeos las encontraron en muchas partes de América, y distinguidos viajeros las han observado en otras regiones, en Australia y en África, como manifestaciones de un estado análogo de barbarie129. Pero imperaban, además, entre aquéllos, muchas otras supersticiones que el hombre civilizado no acierta a comprender, por más que algunas de ellas hayan sido también comunes a otros pueblos aún más adelantados. Los indios chilenos creían en una multitud de patrañas. La presencia de un moscardón en la casa del enfermo o el canto de ciertas aves en los alrededores de ella, eran aviso de que éste debía morir. Al partir para la guerra observaban atentamente ciertos signos en que creían descubrir el porvenir. La excitación nerviosa de algunos de los miembros del guerrero, el vuelo de las aves, la carrera de los zorros, eran para ellos indicios seguros del resultado de la campaña que se iba a abrir130. Es digno de notarse que aquellos bárbaros tan audaces para afrontar los mayores peligros en el combate, se sentían dominados por el terror cuando percibían alguno de esos signos que creían desfavorables.

Algunas prácticas higiénicas de los indios chilenos reflejan, igualmente, el orden de sus ideas. Antes de marchar a la guerra, disminuían sus alimentos, creyendo ponerse así más livianos y más ágiles. Se frotaban el cuerpo con las pieles de guanaco o con las plumas de algunas aves, para que se les comunicase la rapidez de los movimientos de estos animales. Se alimentaban con las mismas yerbas que comían los pájaros más veloces en su vuelo. Se cortaban el cabello y llevaban en sus vestidos algunas plumas que debían comunicarles mayor agilidad131. En los juegos y probablemente en la guerra, se prendían también colas de zorros, para adquirir su astucia y su ligereza, lo que sin duda ha dado lugar a que algunos observadores vulgares hayan creído que esos indios estaban realmente dotados de rabo como los monos o los cuadrúpedos.

Fruto de este estado de ignorancia y de barbarie eran también ciertas costumbres groseras y vergonzosas, que degradan al hombre y que parecen a primera vista ajenas de un pueblo vigoroso y guerrero. Un gran número de filósofos y un número mayor, todavía, de   —88→   poetas, se han empeñado en demostrar que los vicios degradantes llamados contra naturaleza, son el fruto maldito del refinamiento de la civilización, y que los hombres primitivos vivieron en un estado de pureza de costumbres que la cultura ha venido a pervertir. Nada hay, sin embargo, más lejos de la verdad. Esos vicios, raros en las sociedades cultas, que se practican sigilosamente y que infaman al que los comete, son comunes entre los salvajes donde casi puede decirse que se hace ostentación de ellos. Los europeos los encontraron en casi toda América132, y la insistencia con que hablan de ellos los que primero estudiaron las costumbres de los indios de Chile, no deja lugar a duda133.




ArribaAbajo7. Carencia absoluta de creencias religiosas y de todo culto: sus ideas acerca de la existencia de espíritus misteriosos

Las costumbres de estos indios, su estado social y su industria, han podido ser observadas por los soldados que emprendieron su conquista y por los misioneros que trataban de convertirlos al cristianismo. Pero estos observadores, así los primeros como los segundos, nos han transmitido pocas noticias dignas de fe acerca de las ideas de otro orden de esos indios. La razón de este vacío es de muy fácil explicación. La mayor parte de esos observadores, aun de los más inteligentes, no estaba preparada para este género de investigaciones que exigen un elevado espíritu filosófico. Al querer descubrir los principios religiosos de esos salvajes, esperaban hallar ideas conformes a las suyas, aunque rodeadas de errores y supersticiones. Dirigían a los indios preguntas encaminadas en este orden de ideas, y como era natural, sólo recibían respuestas que debían perturbarlos por completo. Así, casi todos ellos creían encontrar en las relaciones de los salvajes una noción del Diablo, semejante a la que tenían los españoles de los siglos XVI y XVII, siendo que como lo observa un escritor tan erudito como sagaz «la mitología de ningún pueblo salvaje posee un ser espiritual con los caracteres de Satanás»134. No es extraño que aquellos antiguos observadores nos hablen seriamente de los coloquios que los indios tenían con el demonio, de las frecuentes apariciones de éste y de los sortilegios y hechizos que practicaba por medio de sus adeptos. Esos escritores daban cuerpo y forma a sus propias supersticiones, creyendo de buena fe que estaban inquiriendo noticias sobre las ideas religiosas de los indios.

Sin embargo, esos antiguos observadores nos han dejado constancia de un hecho importante que conviene conocer. Los indios chilenos, como muchos otros indios americanos, y   —89→   como algunos otros pueblos, no tenían la menor idea de una divinidad135. Eran propiamente ateos, entendiendo con esta palabra no la negación de la existencia de un dios sino la ausencia absoluta de ideas definidas sobre la materia. Inútil sería buscar en las noticias que tenemos de sus costumbres el menor signo de adoración ni de sentimientos religiosos.

Pero hay en los fenómenos ordinarios de la naturaleza ciertas manifestaciones a que el salvaje no puede hallar una explicación natural. Los truenos, los relámpagos, el granizo, las erupciones volcánicas, los sacudimientos de la tierra, eran para los indios de Chile la acción de un poder situado fuera del alcance del hombre, que ellos no sabían definir ni designar. Éste era el pillán, voz que los misioneros interpretaron por la idea del demonio; pero que en realidad tiene un sentido vago e indeterminado, y que designaba quizá el espíritu de los muertos. No atribuían a este poder misterioso la facultad de crear nada, ni de gobernar el universo, ni tampoco creían que podía pedírsele cosa alguna. Era sólo un símbolo indefinido de todo lo que puede infundir pavor en la naturaleza136 o, más propiamente, la acción misteriosa de los grandes guerreros de su raza, que al dejar la tierra, habían cambiado su existencia y dominaban los elementos. A pesar de que esos espíritus les infundían cierto pavor, los indios que les atribuían la facultad de penetrar el porvenir y de manejar los truenos, no los creían de una naturaleza superior a la de los demás hombres.

Los accidentes desgraciados que les ocurrían, la pérdida de la cosecha, la falta de lluvia para el riego del campo, la escasez de peces en un día de pesca, eran explicados por aquellos bárbaros como la obra de otro ente incorpóreo y misterioso de cuyo carácter y de cuyo espíritu tenían nociones más vagas e indeterminadas todavía. Designábanlo con el nombre de huecuvu, pero con esta misma palabra nombraban la causa de sus enfermedades, es decir, el veneno misterioso que, según sus preocupaciones, les habían dado sus enemigos, los animales o las pequeñas flechas que los machis fingían sacar del cuerpo de los enfermos y, en general, todo lo que les causaba algún daño137. Los indios no tenían idea alguna de la personalidad del huecuvu, y más que un ser corpóreo o espiritual, como han pretendido algunos escritores, era para ellos un símbolo de la mala fortuna o, más propiamente, una simple expresión de todo lo que es adverso.




ArribaAbajo8. Sus ideas acerca de la muerte y de la vida futura

Los indios chilenos estaban persuadidos de que la muerte no era el término de la existencia y de la personalidad individual. Esta creencia no era propiamente la doctrina de la inmortalidad del alma, sino una noción vaga y confusa de un alcance diferente. El hombre, según ellos, no podía morir por una causa natural e inherente a los organismos vitales: la muerte   —90→   era un accidente sobrenatural, producido siempre por una acción extraña, la herida visible inferida por un enemigo, o el sortilegio o veneno misterioso de un enemigo invisible. Aun en este caso, la muerte no era el término sino simplemente una desviación o una modificación de la vida. La nueva vida que comenzaba el día en que el cuerpo sufre la suspensión de todas sus funciones, no se abría, según sus ideas, con un juicio sobre su conducta anterior, ni implicaba en manera alguna la idea de castigo ni de recompensa. Lejos de eso, los hombres, cualesquiera que hubiesen sido sus virtudes o sus crímenes, seguían viviendo más allá del sepulcro en rangos o jerarquías aristocráticas relacionadas con la posición que habían ocupado en la tierra, pero todos en una condición igual a la que correspondía a los individuos del mismo orden o de la misma clase. Así, los valientes guerreros que sucumben en la pelea, eran transportados a las nubes donde seguían combatiendo en medio de las tempestades atmosféricas. Los jefes de tribus, los individuos más considerados entre los suyos quedaban viviendo en los mismos lugares que habían habitado y tomaban el cuerpo de un ave o de un moscardón. La generalidad de los hombres era llevada al otro lado de los mares, a una región fría y escasa de alimentos, pero donde tenían siempre una vida soportable138.

A estas creencias respondían las prácticas observadas en la sepultación de los cadáveres y en las ceremonias y recuerdos funerarios. El cadáver era conducido a un lugar apartado y se le depositaba debajo de tierra. A los jefes de tribus se les destinaba un sepulcro más ostentoso. Sus cuerpos eran encerrados en especies de cajas de madera y se les colocaba a cierta altura, entre dos árboles o sostenidos sobre fuertes postes. Cerca del cadáver los indios ponían muchos alimentos, algunos cántaros de chicha y un gran fuego que debía servir al difunto para calentarse en su nueva existencia. Sobre el sepulcro de las mujeres dejaban, además, sus útiles de tejer, y sobre el de los hombres, sus armas y sus mejores vestidos. Toda esta ceremonia tenía lugar en medio de cantos monótonos y lastimeros en que se recordaban las acciones del difunto. El entierro terminaba siempre con una borrachera que solía durar tres días. Al cabo de un año, el muerto era visitado de nuevo por sus parientes y amigos. Renovándole la provisión de víveres y de bebidas, y dando vueltas en torno del sepulcro, referían otra vez sus acciones y le contaban con una sombría seriedad todo lo que había ocurrido en su casa desde el día en que se separó de ella. Después de esta última conmemoración, nadie volvía a acercarse al sitio que guardaba aquellos restos139. Parece que los indios creían que después de esta postrera ceremonia, el espíritu del muerto abandonaba para siempre el lugar en que se había dado sepultura a su cadáver.

Pero el recuerdo de los muertos se conservaba siempre entre los vivos. Los indios seguían con el más curioso interés la marcha de las nubes en un día de tempestad, porque allí, decían, se hallaba el espíritu de los suyos y creían ver los combates que éstos sostenían en su nueva existencia contra otros adversarios aéreos. Era la lucha de los pillanes amigos con los pillanes enemigos o, más propiamente, la de los hombres que al alejarse de la tierra habían cambiado de existencia. Estos combates imaginarios los apasionaban de tal suerte que prorrumpían en gritos para alentar a sus amigos en los momentos más críticos de la pelea, y para celebrar el triunfo o lamentar la derrota según fuera la dirección que el viento   —91→   había impreso a los nublados. Del mismo modo, persuadidos como estaban de que el espíritu de algunos de sus deudos no se había alejado de los lugares que habitaban, tenían la costumbre, al comenzar a beber, de arrojar al aire una parte del licor para calmar la sed de esos espíritus140.




ArribaAbajo9. Carácter general de los indios chilenos. Escritores que los han dado a conocer (nota)

Después de reunir en las páginas anteriores los principales rangos de las costumbres de los indios chilenos, podemos formarnos una idea acerca de su carácter nacional. Si este estudio nos conduce a creer que el hombre en ese estado de barbarie es en todas partes el mismo, con igual resistencia a aceptar las ideas extrañas y a abandonar sus hábitos inveterados, puede reconocerse que los salvajes de Chile ofrecían ciertos accidentes subalternos que les eran peculiares.

Todas las relaciones que tenemos nos pintan a esos indios como perezosos e imprevisores. El trabajo industrial y productivo era, según sus ideas, indigno de los hombres, y sólo debía ser confiado a las manos de las mujeres. Aun en las operaciones que podían parecerles más premiosas, y que necesitaban el esfuerzo varonil, como la fabricación de una piragua, el trabajo marchaba con la lentitud imperceptible de la vegetación, según la pintoresca expresión que un sagaz observador (Gumilla) aplicaba a las obras de los indios del Orinoco. Reservados y sombríos por naturaleza, los indios chilenos casi desconocían la conversación franca y familiar del hogar; sólo tenían algunas horas de expansión en sus borracheras, y aun, entonces, en lugar de dar libre vuelo a los sentimientos amistosos, dejaban con preferencia estallar sus odios y convertían la fiesta en una riña sangrienta. Esta reserva habitual los hacía desconfiados y los obligaba a vivir con las armas en la mano, casi viendo en cada hombre un enemigo. Por la misma causa, sus amistades eran de poca duración, se rompían con gran facilidad y con frecuencia se cambiaban en arranques de rabia y de odio. Aun, estas pasiones no eran muy duraderas; porque, como el mayor número de los salvajes, pasaban rápidamente de una impresión a otra. La desconfianza mutua en que vivían, nacía en cierto modo de esta misma versatilidad. Nadie podía estar seguro de la consistencia en los propósitos de los otros hombres; así como nadie podía fiar en la amistad ni en la palabra de otro, porque el indio, naturalmente caviloso, era disimulado en sus sentimientos y falaz en sus promesas. Podía recibir cualquier beneficio, pero no creía empeñada jamás su gratitud.

Sus facultades intelectuales habían alcanzado tal vez menos desarrollo que sus facultades morales. Eran incapaces, como ya dijimos, de fijar su atención en ninguna idea superior a la satisfacción inmediata de sus necesidades materiales. Creían las más groseras patrañas, al mismo tiempo que habrían opuesto la más obstinada resistencia a aceptar la verdad más sencilla y evidente. En sus juntas se dejaban impresionar por la palabra arrogante de sus caudillos, pero sólo en tanto que éstos estimulaban sus instintos y sus pasiones.

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La inactividad material e intelectual de los indios había creado en sus costumbres y en sus instintos condiciones especiales de existencia, una especie de estoicismo de que el hombre parece incapaz. Reducidos a esclavitud por los conquistadores, no manifestaban en sus semblantes la menor emoción por la pérdida de su libertad. Condenados por sus enemigos a los mayores tormentos, sufrían los más crueles dolores sin exhalar un quejido. Por más que se intentasen diversos arbitrios para reducirlos a otro orden de vida, fue forzoso reconocer que era igualmente imposible atraerlos por los halagos o por el terror. En su vida de familia, esta inercia llegaba casi a lo increíble. Era aquélla una existencia sin alegría y sin pesares. Una buena acción y un crimen horrible dejaban en el alma del que los cometía el mismo recuerdo. Los indios no conocían ni los remordimientos de la conciencia ni la satisfacción de haber obrado el bien.

Sólo en la guerra demostraban cualidades superiores de inteligencia y de actividad. Sabían aprovecharse de todas las ventajas del terreno, de todos los descuidos del enemigo, de todas las circunstancias que podían serles favorables. La guerra estimulaba también su actividad. Su inercia habitual desaparecía cuando era necesario marchar sobre el enemigo y, entonces no había fatigas que no se impusiesen ni temeridad que no ejecutasen. Estas grandes dotes guerreras han hecho olvidar en cierto modo su ignorancia y sus vicios; les han conquistado una brillante página en la historia, y los han convertido en héroes de una epopeya141.