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ArribaAbajoParte segunda

Descubrimiento y conquista


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Hernando de Magallanes

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ArribaAbajoCapítulo primero

Magallanes, 1520


1. Los grandes descubrimientos geográficos iniciados a fines del siglo XV. 2. Se reconoce que América forma un nuevo continente: los españoles se creen perjudicados al saber que los países descubiertos no son la India oriental. 3. Hernando de Magallanes: sus antecedentes y proyectos. 4. Emprende su viaje bajo la protección del rey de España. 5. Descubrimiento del estrecho que sirve de comunicación a los dos océanos. 6. Magallanes es abandonado por una de sus naves. 7. Exploración y salida del estrecho. 8. Primer viaje alrededor del mundo. Historiadores de la expedición de Magallanes (nota).


ArribaAbajo1. Los grandes descubrimientos geográficos iniciados a fines del siglo XV

El período de treinta años que se extiende de 1492 a 1522 ha sido considerado la época más grande de la historia de la humanidad142. La inmensa renovación científica de esa época, aplicada a los progresos de la geografía, ha merecido que se dé a ese período el glorioso nombre de Siglo de los Descubrimientos143. A los errores cosmográficos que el oscurantismo de la Edad Media había impuesto sobre la ciencia mucho más racional de los griegos, había sucedido, desde dos siglos atrás, la restauración de los estudios de la Antigüedad clásica; y esa restauración había comenzado a renovar las ideas científicas largo tiempo perturbadas por la ignorancia y la superstición. Abandonando las doctrinas absurdas que entonces estaban en vigor, y a las cuales se pretendía dar la autoridad de dogmas religiosos, los espíritus superiores volvían a creer en la esfericidad de la Tierra y en la posibilidad de darle una vuelta entera dirigiéndose sea al oriente, sea al occidente.

Los memorables descubrimientos ejecutados en virtud de esta restauración de la ciencia antigua, han dado un brillo imperecedero al período de treinta años que acabamos de recordar. Esos descubrimientos no sólo doblaron todo lo que se conocía de la superficie terrestre sino que, como lo observa muy bien uno de los escritores que acabamos de citar, abrieron   —98→   nuevos horizontes a la actividad industrial de los hombres, ensancharon el campo de las investigaciones y de los estudios, y han contribuido más que cualquiera otra causa a los maravillosos progresos que se han realizado en los últimos siglos en todos los ramos de los conocimientos humanos.

Si Cristóbal Colón no es el iniciador de esta restauración científica, que había comenzado desde el siglo antes, a él cabe la gloria de haber tenido más fe que nadie en la ciencia, y de haber emprendido, guiado por esa fe inquebrantable, el viaje más audaz que jamás hayan hecho los hombres. En una época en que los más atrevidos navegantes de su siglo, los portugueses, buscaban por el oriente un camino para el Asia, Colón concibió el proyecto de llegar a esa misma región navegando hacia el occidente. Su plan era inatacable en teoría; pero Colón pensaba, según los geógrafos antiguos, que el globo terrestre era más pequeño de lo que es en realidad o, más propiamente, que las tierras del viejo continente, más extensas de lo que son, ocupaban una mayor parte de su superficie. Así, pues, no podía imaginarse que yendo en busca de las costas orientales de la China y del Japón, iba a encontrar en su camino un nuevo continente. De esta manera, el más grande error de los geógrafos antiguos, error de detalle que no alteraba en nada la noción exacta que tuvieron de la forma de la Tierra, produjo el más portentoso descubrimiento de los tiempos modernos144.

El célebre marino emprendió su viaje en agosto de 1492 bajo los auspicios y bajo la protección de la corona de Castilla. Ocho meses más tarde, se anunciaba el resultado de su expedición en los términos siguientes: «Un tal Cristóbal Colón, natural de Liguria, al servicio de la reina Isabel, ha encontrado el camino de los antípodas. Ha seguido el sol hacia su poniente hasta más de cinco mil millas de Cádiz: ha navegado durante treinta y tres días continuos sin percibir otra cosa que el cielo y el agua. Lo que estaba oculto desde el principio de las cosas, comienza al fin a revelarse». Y, sin embargo, entonces no se comprendía toda la importancia del descubrimiento. Colón, después de cuatro viajes a las nuevas regiones, murió en 1506 creyendo que sólo había visitado la extremidad oriental del Asia. Partiendo de este falso concepto, los países recién explorados recibieron de los españoles el nombre impropio de India.




ArribaAbajo2. Se reconoce que América forma un nuevo continente: los españoles se creen perjudicados al saber que los países descubiertos no son la India oriental

Pero esta ilusión no podía durar largo tiempo. Colón, sus compañeros y sucesores habían recorrido una vasta extensión de costas buscando un camino que los llevara a las ricas regiones que producen la especiería. Por todas partes encontraron que las tierras con contornos e inflexiones más o menos accidentadas, se dilataban sin interrupción de norte a sur   —99→   cerrando el paso a sus naves. Comenzose a creer que esas tierras formaban parte de un continente desconocido, de un nuevo mundo, como entonces se decía. Los primeros geógrafos que sustentaron esta idea, en Alemania primero y después en Italia, cometieron inconscientemente, sin duda, una de las más monstruosas iniquidades que la historia haya consagrado. El continente descubierto por Colón fue llamado América, en honor del piloto florentino Américo Vespucio que, siguiendo el camino abierto por Colón, había adelantado los descubrimientos marítimos. Tan escasos eran todavía los medios de comunicación entre los pueblos de Europa, y de publicidad de los sucesos contemporáneos, que muchos hombres ilustrados, y entre ellos el insigne astrónomo Copérnico, creían medio siglo después, que Vespucio era el descubridor del nuevo mundo145.

Las conjeturas que sobre la existencia de este continente habían emitido algunos geógrafos, fueron completamente confirmadas siete años después de la muerte de Colón. En 1513, uno de los más inteligentes capitanes de aquel ciclo de audaces descubridores, Vasco Núñez de Balboa, se internó en el istmo que une las dos secciones de América, y desde la cumbre de las montañas, divisó un mar sin límites que se extendía hacia el occidente. Entonces no hubo ya lugar a duda. Aquel mar desconocido era un océano que era preciso atravesar para llegar a las regiones de Asia.

Este nuevo descubrimiento no produjo, sin embargo, en España la satisfacción que merecía o, más propiamente, fue una decepción de las esperanzas que los reyes y sus súbditos habían concebido en el fruto de esas atrevidas expediciones. Este sentimiento tiene una explicación muy sencilla que conviene conocer.

Hemos dicho que cuando Colón partió de España en 1492 en busca de un camino para la India por los mares de occidente, los portugueses estaban empeñados en abrirse otro camino para las mismas regiones por los mares del oriente. Para robustecer sus conquistas, habían obtenido desde 1454 una bula del papa Nicolás V en que, según las ideas de ese siglo, les concedía la propiedad de todas las tierras de infieles que descubriesen en sus exploraciones. Con este propósito, los portugueses habían recorrido las costas del África y habían llegado hasta su extremidad austral sin conseguir aún dar la vuelta de ese cabo. El descubrimiento   —100→   de Colón vino a hacerles pensar que España iba a entrar en posesión de los países que ellos buscaban con tanto anhelo, y sobre los cuales creían tener un derecho perfecto.

A su turno, los monarcas españoles solicitaron del Papa un título de propiedad sobre los países que Colón acababa de descubrir. Alejandro VI expidió entonces sus famosas bulas de mayo de 1493, y allí «por su propia liberalidad, de ciencia cierta, y por la plenitud de su poder apostólico», los puso en posesión de todos los países que descubriesen al oriente de una línea imaginaria que se extendería de un polo al otro, pasando a cien leguas al poniente de las Azores146. Por un tratado celebrado el año siguiente en Tordesillas, los reyes de España y de Portugal convinieron de común acuerdo en transportar la línea de demarcación 270 leguas más al occidente. Al este de esa línea estaba el dominio reservado a Portugal; al oeste, los territorios que debían pertenecer a los españoles. De esta manera, un tratado internacional celebrado entre dos monarcas, y en virtud de una concesión del Papa, repartía entre ambos más de la mitad del mundo en momentos en que ni siquiera tenían la menor idea acerca de la extensión de las tierras que pensaban conquistar.

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Por entonces se creyó que España se llevaba la mejor parte en aquella repartición de continentes. Pero en 1498, una escuadra portuguesa mandada por Vasco de Gama daba la vuelta a África, llegaba a las costas de la India verdadera y abría a la actividad de sus nacionales un comercio mil veces más rico que el que hasta entonces hacían los españoles en los países que habían descubierto. Los portugueses, además, habían hallado en aquellas regiones una población laboriosa e inteligente, que poseía una industria avanzada y productora. Cada flota que volvía de la India entraba a Lisboa cargada de los más valiosos frutos, drogas, especias, porcelanas, diamantes. Los países poseídos por los españoles, al contrario, perdían la reputación de riqueza que se les había dado en los primeros días del descubrimiento. Estaban poblados por salvajes ignorantes e indolentes que no tenían más que una industria grosera, y a quienes no se podía reducir a trabajar. El oro que los descubridores recogieron en los primeros veinticinco años de sus conquistas, casi no compensaba la fatiga que imponía la explotación de los lavaderos. Después de viajes penosos estaban obligados a habitar climas ardientes y malsanos que los diezmaban. «La España, se decía entonces, se despuebla, pero no se enriquece». La verdad es que los conquistadores habían soñado hallar tesoros incalculables, que podrían recogerse sin ningún trabajo, y que la realidad no correspondía a sus ilusiones. Natural era que los españoles se creyesen ahora perjudicados por la repartición que pocos años antes habían estipulado con el Portugal.

Con la esperanza de reparar este daño, redoblaron su actividad para llegar también a los mares de la India a explotar el mismo comercio que enriquecía a sus rivales. El plan de los españoles se reducía a buscar un paso al través del Nuevo Mundo para transportar sus naves al océano descubierto por Balboa y, enseguida, navegar hacia el occidente en busca de las tierras que producen la especiería, y sobre las cuales creían tener, en virtud de la donación pontificia, tan buenos derechos como los portugueses. La primera tentativa hecha seriamente con este propósito fracasó de una manera lastimosa. Un distinguido piloto, Juan Díaz de Solís, partió de España con ese pensamiento, recorrió las costas de América del Sur, penetró en el río de la Plata, que había tomado al principio por el canal que buscaba para los mares de occidente, y halló en 1515 la muerte de manos de los salvajes de esa región. Sus compañeros dieron la vuelta a Europa, desesperando de alcanzar el objeto de su viaje.

Hubo entonces un corto período de desaliento en la carrera de las exploraciones. Se creyó que no existía en ninguna parte el pasaje que se buscaba, que el nuevo continente se extendía sin interrupción de un polo al otro como una barrera puesta por la Providencia para separar el oriente del occidente, «de forma que en ninguna manera se pudiese pasar ni navegar por allí para ir hacia el oriente»147. Parecía, pues, inútil insistir más tiempo en aquel proyecto que llegó a creerse quimérico.



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ArribaAbajo3. Hernando de Magallanes: sus antecedentes y proyectos

En esos momentos se presentó en España un personaje que estaba destinado a eclipsar la gloria de todos los exploradores que después de Colón se ilustraron por los grandes descubrimientos. Era éste Hernando de Magallanes, hidalgo portugués tan notable por la claridad de su entendimiento como por la entereza de su carácter. Soldado desde su primera juventud en los ejércitos de la India y de África, Magallanes se había distinguido por un valor a toda prueba y por dotes de inteligencia que habrían debido elevarlo a un rango superior. Pero había llegado a la edad de cuarenta años y sólo tenía en la milicia un puesto subalterno. Peleando contra los moros de África había recibido una lanzada en una pierna que lo dejó cojo para el resto de sus días. Habiéndose presentado en Lisboa a solicitar de su soberano un aumento en la pensión que se le pagaba, se vio calumniado por sus enemigos y desairado en sus pretensiones. En tal situación, impotente para luchar en esta guerra de intrigas, que le había producido grandes amarguras, y deseando abrirse una carrera que correspondiese al temple de su alma, pensó sólo en buscarse los medios de realizar un atrevido proyecto que lo preocupaba desde tiempo atrás148.

Magallanes había vivido en la India en calidad de soldado; pero, mucho más inteligente que la generalidad de sus compañeros, había estudiado también la geografía, recogiendo en todas partes noticias acerca de la extensión de esos países y de sus producciones. Había observado en sus viajes que las mercaderías que más estimación tenían en Europa, no eran precisamente originarias de la India, sino de los archipiélagos situados mucho más al oriente, de las islas Molucas, sobre todo, que en esos años adquirieron una reputación maravillosa de riqueza. Relacionado por una estrecha amistad con Francisco Serrano, el primer explorador de esas islas, Magallanes supo por las cartas de éste cuáles eran sus producciones y de las noticias que su amigo le suministraba, infirió que las Molucas, por su gran distancia de la India, estaban situadas fuera del hemisferio que según el reparto de 1494 correspondía al rey de Portugal. Desde entonces adquirió la convicción profunda de que las islas de la especiería pertenecían de derecho al rey de España, y de que era posible llegar a ellas por un camino opuesto al que seguían los portugueses. Hallándose en Lisboa de vuelta de sus viajes, fortificó esa convicción con nuevos estudios y con el trato de un cosmógrafo inteligente, el bachiller Ruy Faleiro. Como Magallanes, éste había sido desairado también en sus pretensiones por el rey de Portugal. Uno y otro renunciaron a su nacionalidad, y   —103→   fueron a buscar en el extranjero la protección de que necesitaban para llevar a cabo sus proyectos.

En octubre de 1517, Magallanes llegaba a Sevilla, seguido poco después por el cosmógrafo Faleiro. Con el nombre de Casa de Contratación existía en esa ciudad una gran oficina a que los monarcas españoles habían confiado la dirección de los negocios relativos a los nuevos descubrimientos. A ella se dirigieron Magallanes y Faleiro, esperando hallar los auxilios que necesitaban para poner en ejecución su proyecto. En apoyo de sus ideas, ellos no podían dar más razones que una convicción científica que era difícil comunicar a los demás. Desgraciadamente, los dos extranjeros, oscuros y desconocidos en España, no poseían ni brillantes antecedentes de descubridores ni esas valiosas recomendaciones que habrían podido servirles a falta de otros títulos. Los oficiales de la contratación, confundiéndolos con el vulgo de los aventureros proyectistas, desecharon perentoriamente sus proposiciones. Pero uno de ellos, llamado Juan de Aranda, a quien Magallanes expuso todos los detalles de su plan, se apasionó por la empresa y se ofreció a hacer valer sus relaciones en la corte para llevarla a cabo.

Las circunstancias eran propicias para esta tentativa. En septiembre de 1517 había llegado a España el príncipe don Carlos de Austria a tomar en sus manos las riendas del gobierno. Joven, ambicioso, inteligente, se sentía animado de un vivo entusiasmo por las grandes empresas; y el proyecto de los dos portugueses debía interesarlo desde que por él se le ofrecía la posesión de los ricos archipiélagos que producen la especiería149. Venciendo los estorbos y dilaciones que estos negocios hallaban en la corte, Magallanes consiguió ser presentado al soberano en la ciudad de Valladolid a mediados de marzo de 1518. Llevaba consigo un globo en que estaban dibujadas las tierras conocidas. Sobre ese globo demostraba   —104→   que siguiendo un camino diverso al que llevaban los portugueses para ir a la India, era posible llegar en menos tiempo a las islas de la especiería. Faleiro, por su parte, en su calidad de cosmógrafo, señalaba, con el compás en la mano, que aquellas islas estaban situadas dentro del hemisferio occidental, es decir, que se hallaban comprendidas en la mitad del globo, cuya conquista y cuya posesión correspondía al rey de España, en virtud del tratado de Tordesillas150. Parece que el fundamento capital de la teoría de Magallanes, y de su convicción de hallar al sur del nuevo continente un paso para los mares occidentales, nacía de una observación geográfica que había hecho en sus viajes. América, como África, como Indostán y como Malaca, debía tener una forma piramidal, cuya cúspide estaría dirigida al sur. Los reconocimientos hechos en las costas americanas hasta la embocadura del Río de la Plata, justificaban esta suposición. Sin embargo, se ha referido que en los momentos de duda, cuando se trataba de inquirir de Magallanes los fundamentos de sus planes, contestó que en la tesorería del rey de Portugal había visto un globo terrestre dibujado por un geógrafo de gran nota, llamado Martín Behaim, en que estaba señalado el estrecho que servía de comunicación entre los dos océanos151. No es imposible que en esas circunstancias,   —105→   Magallanes quisiera infundir confianza cubriendo su proyecto con el prestigio de una autoridad respetada; pero la crítica histórica ha demostrado que el globo del geógrafo Behaim, construido antes del descubrimiento de América, no pudo dar luz alguna a Magallanes para la concepción y menos aún para la ejecución de sus proyectos.




ArribaAbajo4. Emprende su viaje bajo la protección del rey de España

El monarca español oyó con agrado las proposiciones de los portugueses y acometió la empresa con ánimo resuelto. El 22 de marzo de 1518 firmó las capitulaciones, bajo las cuales debía llevarse a cabo la expedición. Por ellas se comprometía a armar una escuadrilla de cinco naves con 265 hombres de tripulación, y con víveres abundantes para dos años, y daba el mando de ellas a Magallanes y a Faleiro con el título de adelantados y gobernadores de las tierras que descubriesen y con una parte de sus productos, y les asignaba un sueldo para sus gastos personales. Más tarde, amplió todavía en Zaragoza algunas de estas concesiones. La expedición debía partir en pocos meses más.

Pero este convenio no hizo desaparecer en el primer momento todas las dificultades que hallaba la empresa. La calidad de extranjero suscitaba a Magallanes resistencias que parecían invencibles. Los oficiales de la Casa de Contratación opusieron dilaciones en los aprestos de la escuadra. El embajador de Portugal entabló reclamaciones contra una empresa que podía irrogar perjuicios a su soberano. Ruy Faleiro, hombre inteligente, pero de carácter desconfiado y rencilloso, había llegado a ser un estorbo en los aprestos del viaje. La decidida voluntad del Rey, y más que todo la energía inquebrantable de Magallanes, allanaron todos los obstáculos. Mientras aquél desarmaba resueltamente las resistencias que oponía la diplomacia portuguesa y repetía sus órdenes para que se activasen los preparativos sin reparar en gastos, el segundo cuidaba todos los detalles de la expedición. Faleiro, por su lado, recibió una orden del Rey para quedarse en España preparando otra escuadrilla que debía seguir a Magallanes. Se ha escrito sin fundamento que había perdido el juicio, y se ha contado, también, que se negó a embarcarse porque en su calidad de astrólogo, había leído en las estrellas que el cosmógrafo de la expedición moriría asesinado antes de volver a Europa.

Por fin, al cabo de dieciocho meses de trabajos incesantes, todo estuvo listo para la partida de Magallanes. La escuadrilla expedicionaria zarpó del puerto de San Lúcar el 20 de septiembre de 1519. Después de tocar en las Canarias y en Río de Janeiro, arribó al Río de la Plata el 10 de enero del año siguiente (1520). Desde allí comenzó Magallanes la exploración minuciosa de la costa. El reconocimiento de las márgenes de aquel río le hizo perder un mes entero; pero cuando comprendió que allí no existía el estrecho que buscaba, hizo rumbo al sur sin alejarse de tierra, y siguió explorando una a una las bahías y caletas. El 31 de marzo Magallanes mandó echar anclas en un puerto muy seguro que denominó de San Julián, resuelto a esperar allí un tiempo bonancible para continuar su navegación. Nada habría podido hacerle vacilar en sus inquebrantables propósitos de llevar a término la empresa que había acometido.

Esta determinación produjo un vivo descontento entre algunos de los expedicionarios. La nacionalidad de Magallanes, por otra parte, era causa de que los más caracterizados entre sus subalternos lo mirasen con una mal encubierta hostilidad, y pronta a estallar en la   —106→   primera ocasión favorable. Durante la navegación, el resuelto comandante se había visto obligado a poner en el cepo al capitán de una de sus naves para reprimir el primer conato de desobediencia. En San Julián, los descontentos, creyendo, sin duda, que era temerario el seguir en una exploración que no podía dar otro resultado que inútiles sufrimientos, se pronunciaron en abierta rebelión en tres de las naves en la noche del 1 de abril. Magallanes, sin embargo, desplegando una gran energía, sofocó el motín, castigó con la pena de muerte a sus principales caudillos y supo mantener la disciplina en sus tripulaciones152.

En ese lugar tuvo Magallanes sus primeras relaciones con los salvajes de la extremidad austral del continente americano. Envueltos en toscas y sucias pieles de guanaco, esos indios, altos y membrudos, parecían más grandes todavía. Por esa disposición a encontrar siempre algo de maravilloso en los países explorados por primera vez, inclinación natural a los navegantes de aquel siglo, Magallanes y sus compañeros creyeron que aquellos salvajes eran verdaderos gigantes de una talla sobrenatural. A la vista de la huella que dejaban con sus pies en la nieve y en la arena, los españoles les dieron el nombre de patagones, que conservan hasta ahora, y de donde se ha derivado la palabra Patagonia con que se designa esa región.




ArribaAbajo5. Descubrimiento del estrecho que sirve de comunicación a los dos océanos

Los expedicionarios permanecieron allí cerca de cinco meses. El invierno, excesivamente riguroso, los molestó sobremanera. Como aquellas costas inhospitalarias no ofrecían otros recursos que los que podía suministrar la pesca, Magallanes se vio en la necesidad de disminuir las raciones de víveres a sus marineros, temeroso de que se agotasen las provisiones de la escuadra si, como era de presumirse, se prolongaba el viaje algunos meses más. Mientras tanto, la prudencia le aconsejaba esperar un cambio de estación. La más pequeña de sus naves, que en el mes de mayo se había adelantado para reconocer la costa, fue destrozada por la tempestad cerca de la embocadura de un río a que los exploradores dieron el nombre de Santa Cruz.

Sólo el 24 de agosto, cuando el tiempo parecía más bonancible, se dieron nuevamente a la vela los cuatro buques restantes; pero todavía les fue necesario detenerse en su camino y   —107→   pasar cerca de otros dos meses más, allegados a la costa, sin poder adelantar la exploración. Algunos de los compañeros de Magallanes creían que era una temeridad el seguir navegando en aquellos mares en busca de un estrecho que no existía, y que por tanto era necesario dar la vuelta al norte. Sin la fuerza de voluntad desplegada por el jefe de la expedición, la empresa se habría frustrado indudablemente. Para demostrar la fijeza invariable de sus propósitos, expuso a sus capitanes que estaba resuelto a continuar el reconocimiento de la costa hasta la altura de 75º de latitud austral en demanda del estrecho.

No fue necesario ir tan lejos. El 21 de octubre de 1520, hallándose la escuadrilla a cinco leguas de la costa y a la latitud de poco más de 52º, se divisó un promontorio detrás del cual el mar formaba una especie de golfo. El corazón anunciaba a Magallanes que ése era el estrecho que buscaba. Las tripulaciones, por el contrario, estaban tan lejos de creerlo así, refiere uno de sus compañeros, «que nadie habría pensado en reconocer aquella entrada sin los grandes conocimientos del capitán general». En el momento dispuso éste que dos de sus naves emprendieran la exploración minuciosa de aquellos lugares. Después de tres días de diligencias, toda duda desapareció. Los exploradores habían visto que el canal se prolongaba hacia el occidente, estrechándose en partes, ensanchándose en otras. Una de las naves se adelantó hasta cerca de cincuenta leguas sin descubrir la salida al otro mar, pero habían observado, en cambio, la corriente de las aguas, y ella revelaba que esa entrada no podía dejar de ser la boca de un largo y tortuoso estrecho.

Magallanes no quiso esperar más tiempo. Aunque estaba firmemente resuelto a llevar a cabo la empresa que había acometido, reunió en consejo a sus capitanes para oír sus pareceres. Cualesquiera que fuesen los temores y vacilaciones de algunos de ellos, la entereza de Magallanes los arrastró a aprobar la determinación de éste. Sólo un piloto portugués llamado Esteban Gómez, hombre práctico en la navegación y por esto mismo muy considerado en la escuadra, se atrevió a expresar una opinión contraria. Según él, ya estaba alcanzado el objeto de la expedición, puesto que se sabía que aquél era un estrecho; pero agregaba que no era posible pasar más adelante sin exponerse a los mayores peligros en la navegación de un mar desconocido, que debía prolongarse muchos meses y en que, aparte de otras eventualidades, los exploradores podían perecer de hambre antes de llegar a las Molucas. Gómez deducía de aquí que era tiempo de volver a España y de dejar el resto de la empresa a una escuadra mejor abastecida. Magallanes, con esa firmeza de ánimo que no le abandonó jamás en todo el viaje, puso término a la conferencia declarando que estaba resuelto a pasar adelante y a cumplir lo que había prometido al Rey, aunque en el curso de la navegación le fuese necesario comer los cueros en que estaban forradas las entenas de sus naves. Para no dar lugar a dudas sobre la energía incontrastable de su propósito, mandó pregonar en la escuadra que castigaría con la pena de muerte a todo aquél que hablase de las dificultades del viaje o de la falta posible de víveres. La escuadra debía penetrar en el estrecho en la mañana siguiente153.

El 1 de noviembre de 1520 entró Magallanes en el estrecho que debía inmortalizar su nombre154. Pasado el golfo que le sirve de boca oriental, la escuadrilla se internó   —108→   resueltamente en las primeras angosturas del canal, siguiendo siempre el mismo rumbo, el este-sur, hasta llegar a una espaciosa ensenada cerca de la cual se levantaban varias islas. Era ésta la bahía San Bartolomé de los españoles o, Peckett, de las cartas inglesas. En este punto, la naturaleza de aquellos canales cambiaba de aspecto. Hasta allí, el paisaje que se había presentado a la vista de los exploradores era triste y pobre. Extendidas playas de arena batidas por un viento frío, eminencias de poca altura, desprovistas de árboles y con una miserable vegetación herbácea, rocas áridas y peladas, y un cielo limpio y seco, fue todo lo que vieron en la primera parte del estrecho. Desde que pasaron la segunda angostura, el paisaje cambiaba como por encanto. Montañas más elevadas, con cimas cubiertas de nieve y con un suelo humedecido por lluvias frecuentes, ostentaban una lujosa vegetación de árboles y yerbas. Este cambio de paisaje causó una agradable sorpresa a los viajeros que acababan de pasar muchos meses en las estériles regiones de la costa oriental. «Yo creo, dice uno de ellos, que no hay en el mundo un estrecho mejor que éste»155. «Las tierras de una y otra parte del estrecho son las más hermosas del mundo», dice uno de los historiadores de la expedición, copiando, sin duda, alguna relación que no ha llegado hasta nosotros156.




ArribaAbajo6. Magallanes es abandonado por una de sus naves

Desde la bahía en que había fondeado Magallanes, la costa cambiaba violentamente de dirección, dirigiéndose en línea recta hacia el sur. Este rumbo tomaron los expedicionarios; pero apenas habían navegado unas quince leguas, hallaron el estrecho dividido en dos canales por la interposición de tierras ásperas y montañosas157. Magallanes mandó en el instante que dos de sus naves penetrasen por el camino que se abría al oriente158, mientras él mismo seguía avanzando por el otro canal con el resto de su escuadrilla. Las dos divisiones debían reunirse en el punto en que se abren esos dos canales para comunicarse las noticias que hubiesen recogido en sus exploraciones respectivas.

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Esta providencia, irreprochable como medida de precaución para explorar el camino que buscaba, iba a procurar a Magallanes una de las mayores contrariedades de su viaje. Por su parte, recorrió la prolongación de la costa de la península llamada ahora de Brunswick, hasta el cabo de Froward, que forma la extremidad austral del continente americano. Observando allí que el estrecho tomaba en ese punto una dirección franca y expedita hacia el noroeste, se contrajo durante cinco días a renovar sus provisiones de leña y de pescado en las caletas vecinas. Mientras tanto, las otras dos naves exploraban el canal oriental sin encontrarle salida. Una de ellas, que había avanzado menos en este reconocimiento, dio luego la vuelta a reunirse con el jefe expedicionario. La otra, denominada San Antonio, había ido más lejos todavía. A1 tercer día (8 de noviembre) regresó de su exploración, pero no halló a Magallanes en el punto de reunión. Mandaba esta nave el capitán Álvaro de Mezquita, portugués de nacimiento, primo hermano de Magallanes y hombre de toda su confianza. Por desgracia, estaba embarcado también en el mismo buque el piloto Esteban Gómez, espíritu inquieto y turbulento, que en días anteriores se había opuesto abiertamente a la continuación del viaje. Aprovechándose ahora de la separación del resto de la escuadra y de la ausencia de Magallanes, Gómez sublevó a la tripulación, apresó al capitán Mezquita y dio la vuelta a España159. Esta traición, que privaba a los expedicionarios de uno de sus buques, y de una abundante provisión de víveres que cargaba la San Antonio, estuvo a punto, como vamos a verlo, de frustrar la memorable empresa que había acometido Magallanes.

Cuando el jefe expedicionario volvió al lugar en que debía reunirse toda la escuadra, experimentó la más desagradable sorpresa al ver que no se hallaba allí la nave que mandaba el capitán Mezquita. Desde el primer momento todo fue conjeturas y sobresaltos, temiendo que hubiera naufragado en el reconocimiento de los canales. El cosmógrafo de la expedición, Andrés de San Martín, que durante todo el viaje había prestado los más útiles servicios   —110→   fijando con una exactitud casi absoluta la latitud de los lugares que visitaba Magallanes, fue consultado por éste sobre aquella contrariedad. San Martín, como la mayor parte de los cosmógrafos de su siglo, estaba convencido de que la posición que ocupan los astros en un momento dado era un dato seguro para descubrir el porvenir y los hechos ocultos. Aplicando la ciencia astrológica al caso presente, San Martín, a ser cierto lo que cuenta un distinguido historiador, descubrió en este caso la verdad de lo ocurrido. «La nave que falta, dijo, ha dado la vuelta para Castilla, y su capitán es llevado preso»160. Pero Magallanes se negaba a dar crédito a la fatídica explicación de su cosmógrafo. La confirmación de este informe podía suscitar la rebelión en los otros buques. Por eso, redobló su actividad para buscar la nave perdida en los canales inmediatos. Sólo después de algunos días de inútiles diligencias, cuando había desaparecido toda esperanza de hallar a sus compañeros, resolvió Magallanes alejarse de aquellos lugares. Aun entonces, hizo poner señales en algunos puntos de la costa. En uno de ellos, además, mandó dejar una marmita con una carta en que indicaba el rumbo que iba a tomar para que pudiera seguirlo la nave San Antonio.




ArribaAbajo7. Exploración y salida del estrecho

La exploración de las tierras vecinas al estrecho no ofrecía ningún interés para Magallanes que sólo buscaba allí el paso para llegar a los mares de la India. Por otra parte, aquella región fragosa dominada por un frío helado y penetrante aun en la estación del año en que el día con su crepúsculo duraba dieciocho horas, aunque presentase a la vista un panorama grandioso e imponente, no valía la pena de detener en su camino a los navegantes que iban en busca de las islas más ricas del mundo. Pero Magallanes pertenecía por su genio al número de los grandes descubridores; y aun sin detenerse en prolijos reconocimientos, se formaba un concepto cabal de las tierras que divisaba. Para él, la costa que tenía al norte era a no caber duda la extremidad austral del continente americano. La región del sur, que Magallanes denominó Tierra del Fuego, por causa de las muchas fogatas que allí encendían los salvajes que la pueblan, debía de ser una gran isla «porque algunas veces oían los navegantes las repercusiones y bramidos que el mar hacía en las riberas y costas de la otra parte»161. Sin detenerse tampoco en buscar tratos con los indios de aquella isla, Magallanes, con las tres naves que formaban su escuadrilla, continuó resueltamente su navegación por el angosto canal que se abría con dirección al noroeste.

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El 21 de noviembre, Magallanes se hallaba a pocas leguas de la boca occidental del estrecho, y todavía no perdía la esperanza de encontrar la nave que lo había abandonado. Sus exploradores, que volvieron atrás a buscarla, declararon que no habían hallado el menor vestigio de ella. En ese punto, el audaz navegante volvió a consultar a sus capitanes y pilotos sobre lo que convenía hacer. No quiso, sin embargo, reunirlos en consejo, sino que les pidió informes separados y por escrito, instándoles que lo diesen con franqueza, sin temor alguno, para tomar enseguida la resolución más útil al servicio del Rey. No conocemos más que uno de esos informes, el del cosmógrafo de la escuadra, y ése era desfavorable a la continuación del viaje. Andrés de San Martín, sin entrar a discutir si por aquel camino podía llegarse a las islas de la especiería, pensaba que no era posible emprender este viaje por el mal estado de las naves, por la escasez de víveres, por el abatimiento y debilidad de las tripulaciones, y por las tempestades que debían hallar fuera del estrecho162. Es posible que Magallanes recibiera otros informes del mismo carácter; pero dándose por satisfecho con el resultado de la investigación, haciendo quizá entender que la mayoría de los pilotos era de distinto parecer, mandó levantar anclas en la mañana siguiente, en medio de una salva de arcabucería. Su voluntad de fierro, que no podía doblegarse ante ninguna resistencia ni contrariedad, dominó así la peligrosa situación que le había creado la deslealtad del piloto Gómez.

Magallanes había hecho salir adelante una chalupa de la escuadra. Sus tripulantes regresaron al tercer día, anunciando que habían visto el cabo en que terminaba el estrecho. «Todos lloramos de alegría, dice el historiador de la expedición. Aquella punta fue llamada cabo Deseado, porque, en efecto, todos deseábamos verlo desde largo tiempo»163. El 27 de noviembre de 1520 entraba, por fin, Magallanes en el gran océano. Allí se terminó la exploración de aquella parte de nuestro territorio, la primera que pisaron los europeos. El resto del memorable viaje de Hernando de Magallanes no pertenece propiamente a la historia de Chile, pero tiene una importancia capital para la historia de la geografía.




ArribaAbajo8. Primer viaje alrededor del mundo. Historiadores de la expedición de Magallanes (nota)

El osado explorador no encontró en la entrada del gran océano las terribles tempestades que allí dificultan la navegación casi todo el año. Una mar gruesa y oscura, pero batida por los   —112→   vientos del sur reinantes en esa estación, favoreció la marcha de los expedicionarios hacia el noreste y los puso en veinte días a la altura del trópico. Desde allí, el océano siempre tranquilo y bonancible mereció el nombre de Pacífico que le puso Magallanes.

Pero si el tiempo se mostraba favorable, los expedicionarios tuvieron que pasar por otro género de sufrimientos. Magallanes, sin imaginarse que la distancia que le separaba de las islas de la especiería era la mitad de la circunferencia del globo, había creído que esa navegación duraría sólo unas cuantas semanas. La prolongación del viaje por más de tres meses, produjo en las tripulaciones la más lamentable miseria.«La galleta que comíamos, dice el historiador de la expedición, ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia. Tenía, además, una fetidez insoportable por estar impregnada de orines de ratas. El agua que bebíamos era pútrida y hedionda. Nos vimos obligados, para no morirnos de hambre, a comer los pedazos de cuero de buey con que estaba forrada la gran verga para impedir que la madera gastase las cuerdas. Estos cueros, expuestos siempre al agua, al sol y al viento, eran tan duros, que era preciso mantenerlos cuatro o cinco días en el mar para hacerlos un poco tiernos: en seguida los poníamos al fuego para comerlos. Muchas veces nos vimos reducidos a alimentarnos con aserrín de madera; y las ratas mismas, tan repugnantes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan buscado, que se pagaba hasta medio ducado por cada una. Esto no era todo. Nuestra mayor desgracia consistía en vernos atacados por una especie de enfermedad con la cual se hinchaban las mandíbulas hasta ocultar los dientes de ambas mandíbulas. Los que eran atacados por esta enfermedad no podían tomar ningún alimento. Además de los muertos, tuvimos veinticinco a treinta marineros enfermos, que sufrían dolores en los brazos, en las piernas y en otras partes del cuerpo, pero que al fin sanaron»164.

El rumbo que llevaba Magallanes lo alejó fatalmente de los magníficos archipiélagos de que está sembrado el gran océano, y donde habría hallado víveres frescos para curar a sus enfermos y para renovar sus provisiones. En los cien días que duró su navegación, sólo encontró dos islas desiertas, desprovistas de todo alimento, y a las cuales dio el triste nombre de Desventuradas. Por fin, el 6 de marzo de 1521 divisó un grupo de islas cubiertas de palmeras, donde debían encontrar término los sufrimientos del hambre. Era el archipiélago que hoy llamamos de las Marianas y que Magallanes denominó de los Ladrones. Diez días después descubría otro archipiélago más extenso y más poblado, el de las Filipinas. Allí encontró el ilustre descubridor una muerte oscura, indigna de su nombre y de sus hazañas. En un combate con los salvajes de la pequeña isla de Mactan, el 27 de abril (1521), cayó cubierto de heridas después de una resistencia heroica y desesperada. Al menos, tuvo la fortuna de morir cuando había realizado el viaje grandioso que lo ha hecho inmortal.

En efecto, como entonces lo pronosticaba el historiador de la expedición, «la gloria de Magallanes sobrevivirá a su muerte. Estaba, añade, adornado de todas las virtudes. Mostró siempre una constancia inquebrantable en medio de las mayores adversidades. En el mar se   —113→   condenaba a sí mismo a mayores privaciones que el resto de su gente. Versado más que ningún otro en el conocimiento de las cartas náuticas, poseía el arte de la navegación, como lo ha probado dando la vuelta al mundo, empresa que ningún otro había osado acometer»165. Sin haber alcanzado a volver a Europa, Magallanes había completado la obra de Colón. Después de un viaje que oscurecía la historia de todas las navegaciones hechas hasta entonces, él había probado, no por la teoría científica sino por la demostración experimental y palmaria, la esfericidad de la Tierra, la existencia de los antípodas, la seguridad de navegar el globo en todas direcciones. La geografía entraba desde entonces en una nueva fase, con una base sólida e indestructible.

Los compañeros de Magallanes tuvieron que pasar por nuevos sufrimientos antes de volver a España. Una sola de sus naves, la nao Victoria, mandada por el piloto Juan Sebastián del Cano166, con diecisiete hombres de tripulación, después de dar la vuelta a África, entraba al puerto de San Lúcar el 6 de septiembre de 1522. En aquel tiempo de veneración ardiente por la antigüedad clásica, un sabio humanista, después de escribir en latín la historia de esta expedición, exclama lleno de entusiasmo: «¿Qué empresa más grande que ésta ejecutaron los griegos?»167. Y Maximiliano Transilvano terminaba la relación de este viaje maravilloso con estas palabras: «Los marineros que aportaron a Sevilla son más dignos de ser puestos en inmortal memoria que aquéllos que navegaron y fueron a Cólquida con Jasón, de quien los antiguos poetas hacen tanta celebridad. Esta nave que ha dado la vuelta a todo el orbe, debe ser colocada y ensalzada entre las constelaciones del cielo, mucho mejor que la nave Argos, en que navegó aquel griego».

Este viaje memorable ha granjeado a Magallanes una gloria mil veces más imperecedera que las estatuas y las otras obras de los hombres. «Magallanes perdió la vida en esta expedición, dice un célebre filósofo de nuestros días; pero ¡cuán envidiable es su suerte! Imprimió su nombre en caracteres indelebles en la tierra y en la bóveda celeste, en el estrecho que une los dos grandes océanos y en esas nubes de mundos estrellados del cielo austral (las nébulas denominadas Nubes magallánicas). Dio también un nombre a la más vasta porción de la superficie del globo (el océano Pacífico). Su teniente, Sebastián del Cano, recibió todos los honores que los reyes pueden conferir. Los emblemas de su escudo de armas eran los más pomposos y más nobles de cuantos hayan recompensado jamás una grande y audaz empresa: eran un globo con esta inscripción: primus circundedistime!»168 Nada hay más grande que este viaje, dice otro célebre historiador y filósofo. Desde entonces el globo estaba asegurado de su redondez. Revelación de inmenso alcance, no sólo material, sino también moral, que centuplicaba la audacia del hombre y lo lanzaba en   —114→   otro viaje sobre el libre océano de las ciencias, en el esfuerzo temerario y fecundo de dar vuelta a lo infinito169.

En la historia especial de Chile, Magallanes ocupa también un puesto de honor. Es el primer descubridor de nuestro suelo y el primer explorador de nuestras costas170.





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ArribaAbajoCapítulo segundo

Expediciones de Loaisa, 1525, y de Alcazaba, 1534


1. Expedición de Jofré de Loaisa a las Molucas; segundo reconocimiento del estrecho de Magallanes. Historiadores de esta expedición (nota). 2. Proyectada expedición de Simón de Alcazaba; se frustra por haber cedido Carlos V a Portugal la posesión de esas islas. 3. El Emperador autoriza a Francisco Pizarro y a Alcazaba para hacer nuevas conquistas en las Indias: Pizarro conquista el Perú. 4. Carlos V divide una gran parte de la América meridional en cuatro gobernaciones y nombra gobernadores para cada una de ellas. 5. Desastrosa expedición de Alcazaba en la Patagonia. Historiadores de esta expedición (nota). 6. Expedición de don Pedro de Mendoza al Río de la Plata: no pretende llegar a la parte de Chile que entraba en los límites de su gobernación. Historiadores de esta expedición (nota).


ArribaAbajo1. Expedición de Jofré de Loaisa a las Molucas; segundo reconocimiento del estrecho de Magallanes. Historiadores de esta expedición (nota)

El resultado de la expedición de Magallanes llenó de admiración a los sabios y a los literatos por la importancia cosmográfica de los nuevos descubrimientos. En la Corte se aplaudió aquel desenlace por la esperanza de sacar riquezas incalculables de los nuevos dominios que España iba a adquirir en los archipiélagos que producen la especiería. No importó que Portugal reclamase vivamente, alegando que aquellas islas debían formar parte de sus dominios, y que estas reclamaciones dieran lugar a juntas y conferencias de cosmógrafos y de pilotos para solucionar las dificultades provocadas por la posesión pretendida de aquellas islas. Carlos V, sin resolver definitivamente estas complicaciones internacionales, pero seguro de su poder y urgido por la necesidad de procurarse recursos para hacer frente a las guerras europeas en que estaba empeñado, resolvió ocupar prontamente las islas Molucas.

Con este objeto, estableció en el puerto de La Coruña una Casa de Contratación para la especiería, semejante a la que existía en Sevilla para el comercio con América. Enseguida, mandó preparar una escuadra de siete naves, con 450 hombres para enviarla a aquellos mares lejanos a asentar la dominación española. Dio el mando de esa escuadra con título de Capitán General y de gobernador de las Molucas a fray García Jofré de Loaisa, comendador de la orden de Rodas171, y puso a su lado, como segundo jefe de la flota, al capitán Juan   —118→   Sebastián del Cano, y a algunos oficiales que habían hecho el primer viaje con Magallanes. Los expedicionarios recibieron el encargo de llevar el mismo rumbo de este célebre navegante, cuidando de no tocar en los territorios del rey de Portugal.

La escuadra salió de La Coruña el 24 de julio de 1525172.Entre sus capitanes no iba ningún hombre del temple de alma ni de la inteligencia de Magallanes, de tal suerte que en el curso de la navegación, aparte de las contrariedades naturales, ocasionadas por las tormentas y los vientos desfavorables, esas naves tuvieron que sufrir todos los inconvenientes de la inexperiencia de sus jefes. Cuatro de ellas, separadas del general de la expedición, se hallaban el 14 de enero del siguiente año a cinco o seis leguas del estrecho. Tomando por boca de éste el estuario del río Gallegos173, encallaron en sus bancos y estuvieron a punto de perderse. Cuando la marea las hubo puesto a flote, siguieron su navegación hacia el sur; y en la tarde de ese mismo día penetraron por fin en el estrecho.

Allí los esperaban nuevos contratiempos. En la noche se levantó una violenta tempestad que arrojó a tierra la nave que mandaba Juan Sebastián del Cano, destrozándola completamente con pérdida de nueve hombres. Un nuevo temporal de viento suroeste sacudió otra vez a las naves que salvaron de la primera tempestad, y arrastró a una de ellas fuera del estrecho. Parecía que todo se había conjurado contra los desgraciados navegantes.

Diez días más tarde, es decir, el 24 de enero de 1526, penetraba en el estrecho el general Loaisa con las otras tres naves que habían quedado atrás. En vez de entrar resueltamente en los canales, donde habría podido guarecerse de las tormentas, los expedicionarios perdieron un tiempo precioso a poca distancia de la embocadura del estrecho, ocupados en recoger los víveres y demás objetos salvados del naufragio. Los temporales de viento no cesaban de hostigarlos. Una de las naves, obligada a salir del estrecho, fue llevada por los vientos hasta la latitud de 55º, es decir, hasta la extremidad austral de la Tierra del Fuego; pero volvió a reunirse con la capitana, anunciando que «parecía que era allí acabamiento de tierra», dato importante para la geografía que, sin embargo, no fue estimado ni conocido, quizá, puesto que se siguió creyendo que aquella isla formaba parte de un continente austral. Otras dos naves que también salieron del estrecho por su boca oriental, se perdieron con sus tripulaciones. La capitana, después de sufrir grandes averías en esos temporales, tuvo que regresar al río Santa Cruz a repararse. Por fin, el 5 de abril volvieron a embocar el estrecho, y siguieron su navegación sin grandes contratiempos hasta el 26 de mayo en que comenzaron a navegar en el gran océano. En lugar del mes que Magallanes había empleado en explorar   —119→   el estrecho y en recorrerlo, el general Loaisa, que no tenía más que seguir un rumbo conocido, había perdido en esta navegación más de tres veces ese mismo tiempo174.

Los sucesos posteriores de esta expedición, no pertenecen a la historia de Chile. La nave capitana, separada de las otras casi a la entrada del Pacífico, hacía agua por todas partes, y después de mil peripecias, alcanzó a llegar a las Molucas. Durante la navegación, falleció el comendador Jofré de Loaisa (30 de julio), y cinco días después el capitán Del Cano que le había sucedido en el mando. De las naves restantes, una recaló a las costas occidentales de Méjico, donde sus tripulantes contaron las miserias y padecimientos del viaje, dando las noticias más maravillosas sobre la región del estrecho y sobre los gigantes que la poblaban. Las otras llegaron a las Molucas, y sus tripulaciones se encontraron envueltas en las dificultades y guerras que les suscitaban los portugueses, creyéndose también dueños de aquellas islas con mejores títulos que los castellanos.



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ArribaAbajo2. Proyectada expedición de Simón de Alcazaba; se frustra por haber cedido Carlos V a Portugal la posesión de esas islas

Carlos V había concebido en el principio grandes esperanzas de llenar las arcas de su tesoro con las riquezas que produjeran las islas de la especiería. Apenas había partido Jofré de Loaisa para su expedición a los mares orientales, ya se equipaba otra escuadrilla en que estaban interesados algunos comerciantes de Sevilla, cuyo mando fue confiado al célebre navegante veneciano Sebastián Cabot. Debía ésta pasar por el estrecho de Magallanes y llegar a los archipiélagos de Asia en busca de las valiosas producciones de esas islas. Cabot salió del puerto de San Lúcar el 3 de abril de 1526; pero no llegó a su destino. Arribó al Río de la Plata, y cambiando allí de plan de operaciones, comenzó la exploración y conquista de este país, que creía muy abundante en metales preciosos.

Tras de ésta debía salir una nueva expedición para las islas Molucas, bajo el mando de Simón de Alcazaba y Sotomayor, caballero portugués al servicio de España, que en su mocedad había navegado en los mares de la India, de que se decía muy conocedor. Cuando se hacían los aprestos para esta nueva empresa, llegaron a España noticias que debían tener una gran influencia en la suspensión de aquellas expediciones. Anunciábase que la navegación por el estrecho de Magallanes estaba erizada de los mayores peligros, y que el viaje a las Molucas por aquel camino era de tal manera penoso que las escuadras que lo emprendieran habían de perder una buena parte de sus naves. Sabíase que en aquel archipiélago los portugueses habían comenzado a oponer una resistencia armada a las tentativas de conquista de los castellanos y que se hallaban en mejor situación que éstos para sostener la lucha. Mientras tanto, el rey de Portugal entablaba las más activas gestiones diplomáticas para sostener sus derechos a las islas que pretendían disputarle los españoles. Todas estas dificultades no habrían hecho más que inflamar el porfiado ardor que ponían en esta conquista los consejeros del Rey. Pero Carlos V, acostumbrado a gobernar por sí mismo y a posponer los negocios más importantes de los países que regía a los caprichos de su ambición y de su vanidad, meditaba en esos momentos un viaje a Italia para hacerse coronar emperador de romanos. Careciendo de fondos para emprender este viaje, celebró una capitulación con el rey de Portugal en abril de 1529. Por este pacto, Carlos V recibía 350.000 ducados y cedía a Portugal la posesión de las Molucas; pero se reservaba el derecho de reclamarlas cuando devolviese esa suma. Los historiadores han dado el nombre no de venta sino de empeño a este contrato175; pero él puso término a estas dificultades dejando a los portugueses dueños absolutos de esas ricas islas. Fueron inútiles las representaciones y protestas de los altos funcionarios españoles contra esta cesión. En consecuencia de ella, se mandó suspender la expedición que se había confiado al capitán Alcazaba.



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ArribaAbajo3. El Emperador autoriza a Francisco Pizarro y a Alcazaba para hacer nuevas conquistas en las Indias: Pizarro conquista el Perú

En esos momentos, la atención de los españoles que pensaban en lejanas conquistas, volvía a fijarse en las regiones del Nuevo Mundo. América había comenzado a reconquistar su fama de riqueza de los primeros días del descubrimiento. Hernán Cortés acababa de conquistar el Imperio Mejicano, de cuya opulencia se hacían en España las más magníficas descripciones. Otro aventurero destinado también a una gran celebridad, Francisco Pizarro, se hallaba en Toledo solicitando de la Corte el permiso para ir a conquistar otro imperio, no menos rico, que se extendía sobre la costa del Pacífico. El portugués Alcazaba, soñando que una campaña en el Nuevo Mundo le procuraría «en breve tiempo tanta o más renta que el condestable de Castilla, que es uno de los mayores señores de España», escribe un historiador que lo conoció de cerca176, reclamaba por su parte, con insistencia, que ya que se había mandado desarmar la armada que pensaba llevar a las Molucas, se le señalase en cambio un girón del nuevo continente para ir a conquistarlo.

La emperatriz Isabel, que en ausencia de Carlos V había quedado gobernando en España, proveyó a estas solicitudes. Se le pedía sólo el permiso para extender los dominios de España, sin auxilios ni socorros de ninguna especie; y ese permiso podía darse sin más gasto que el de una hoja de papel, y unos cuantos títulos de gobernador o de adelantado que no debían tener valor sino cuando se hubiese consumado la conquista de los países que se les asignaban. El 26 de julio de 1529, la Emperatriz firmaba dos reales cédulas de un tenor análogo. Por una, autorizaba a Pizarro para ir a conquistar y establecer una gobernación en los países que había descubierto, con una extensión de doscientas leguas de norte a sur. Líneas rectas, paralelas a los grados de latitud, debían, según la mente de esa concesión, constituir los límites de ese territorio. Por el cálculo de la Emperatriz, el término austral de la gobernación de Pizarro, debía pasar por Chincha, es decir, debía coincidir con el grado 14 de latitud sur. La otra cédula acordaba a Simón de Alcazaba otra gobernación de doscientas leguas que debía comenzar a contarse desde Chincha, donde terminaba la de Francisco Pizarro177. Ambos concesionarios quedaban obligados a hacer todos los gastos de sus empresas respectivas, sin que en ningún tiempo pudieran reclamar de la Corona la menor indemnización.

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Por su extensión territorial, estas dos concesiones eran semejantes y no establecían distinción alguna entre los dos favorecidos. Pero Pizarro llevaba grandes ventajas a Alcazaba. Además de que poseía un carácter bien templado para ejecutar las más difíciles empresas, conocía regularmente la región que se le permitía conquistar por haber explorado sus costas, y contaba en Panamá con socios acaudalados que debían ayudarlo a hacer los gastos de la expedición. Así, pues, se preparó con ánimo resuelto para llevar a cabo una de las campañas más audaces que jamás hayan emprendido los hombres. Alcazaba, por el contrario, era un hombre de poco fundamento, cuyo juicio, según los que lo conocieron, no estaba a la altura de su ambición. No tenía la menor idea de los países que pensaba conquistar ni podía infundir confianza a los capitalistas de quienes necesitaba para procurarse los fondos indispensables para su empresa. Creyendo mejorar su condición de concesionario, solicitó repetidas veces del Rey que se le permitiese elegir las doscientas leguas en toda la extensión de seiscientas o setecientas que según sus cálculos debía haber entre el límite austral de la gobernación de Pizarro y el estrecho de Magallanes. Ignoramos el resultado de estas gestiones; pero sí sabemos que se pasaron más de cuatro años sin que Alcazaba hubiese alcanzado a hacer los aprestos para su viaje178.

Mientras tanto, el 5 de diciembre de 1533 llegaba al río de Sevilla una nave que comunicaba las más sorprendentes noticias. Pizarro había conquistado el más rico imperio de las Indias; y para que no cupiera duda acerca de la importancia de su conquista, enviaba al Rey una gran cantidad de oro y de plata labrados en forma de ídolos, de cántaros, de aves, de flores y de frutas. La fama de tan portentosas riquezas se esparció inmediatamente en toda España179, despertando en las ciudades y en los campos el deseo de acudir a aquellas apartadas   —123→   regiones que la imaginación popular se representaba cuajadas de tesoros prodigiosos. En la Corte, pulularon los pretendientes a nuevas gobernaciones. Pizarro había enviado del Perú a su hermano Hernando para que solicitara un ensanche del territorio que se le había concedido. Diego de Almagro, el compañero de Pizarro en la conquista del Perú, tenía también en Toledo sus apoderados que pedían para él una gobernación especial. Los otros pretendientes poseían mucho menos títulos que aquéllos, pero no les faltaban influencias cerca del Rey para alcanzar la satisfacción de sus aspiraciones.




ArribaAbajo4. Carlos V divide una gran parte de la América meridional en cuatro gobernaciones y nombra gobernadores para cada una de ellas

Carlos V despachó estos complicados negocios con sólo cuatro cédulas expedidas en Toledo el 21 de mayo de 1534 y ratificadas por declaraciones posteriores el mismo año. Por ellas dividía toda la parte de la América meridional que correspondía a la corona de Castilla al sur de la línea equinoccial, en cuatro zonas extendidas paralelamente de este a oeste, cada una de las cuales pasaría a formar una gobernación por separado. El Emperador confirmó la concesión de la primera de ellas, con el nombre de Nueva Castilla, a Francisco Pizarro, ampliándola con una nueva donación de setenta leguas al sur de las doscientas que le había dado antes180. Dio a Almagro otra gobernación de doscientas leguas que había de llevar el   —124→   nombre de Nueva Toledo, y que debía comenzar a contarse donde terminaba por el sur el territorio concedido a Pizarro. A un noble caballero llamado don Pedro de Mendoza, que andaba solicitando una gobernación en Indias, concedió el Emperador otra tercera zona también de doscientas leguas, contadas desde el límite austral de la gobernación de Almagro. Debía ir a descubrirlas y a conquistarlas por el Río de la Plata, pudiendo llegar por allí hasta el mar Pacífico. Por último, al portugués Simón de Alcazaba concedió el Emperador la cuarta gobernación, con una extensión de doscientas leguas de norte a sur, contadas desde el término austral de los territorios acordados a Mendoza181. Esta división, muy cómoda para escribirse en el papel, no tomaba en cuenta para nada los accidentes de los territorios repartidos, y acerca de los cuales no se tenía aún casi la menor noticia. La larga y angosta faja de terreno que después pasó a constituir la capitanía general y más tarde la república de Chile, destinada por su estructura física a formar una sola provincia o un solo estado, quedaba así fraccionada en tres porciones, cada una de las cuales pasaba a ser parte de otras tantas gobernaciones. Según las concesiones del Emperador, Chile debía ser conquistado y poseído al norte por Almagro, al centro por Mendoza y al sur por Alcazaba.




ArribaAbajo5. Desastrosa expedición de Alcazaba en la Patagonia. Historiadores de esta expedición (nota)

Por grande que fuera el entusiasmo que la conquista del Perú había despertado en España por las lejanas expediciones, los aprestos para cada una de ellas tenían que hacerse con una desesperante lentitud. La adquisición y el equipamiento de las naves, la compra de las armas y de los víveres, la dificultad de las comunicaciones entre los puertos y la residencia de la Corte, con la cual había siempre que comunicarse sobre algunos detalles, eran causa de que en estos afanes se perdiera un tiempo precioso. Así, pues, aunque Alcazaba y don Pedro de Mendoza se pusieran prontamente en movimiento para partir cuanto antes a la conquista de sus respectivas gobernaciones, tuvieron que pasar por las dilaciones a que estaban sometidos todos los expedicionarios. Estas dilaciones debían ser mayores todavía para el segundo de esos capitanes que meditaba sacar de España una escuadra considerable, y el ejército más numeroso que jamás hubiera partido para el Nuevo Mundo.

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Las aspiraciones de Alcazaba eran mucho más limitadas. Sea por la escasez de sus recursos o porque estuviera persuadido de que con un puñado de aventureros podía conquistar como Pizarro un imperio poderoso, o sea, como es más probable, por las dos causas a la vez, limitó sus esfuerzos a equipar en Sevilla dos buques viejos y a reunir bajo sus banderas doscientos cincuenta hombres de gente allegadiza, de ésa que «sólo un ángel puede contentar», según dice el cronista Oviedo, muy conocedor de tales expediciones. El 21 de septiembre de 1534, habiendo apresurado cuanto era dable sus aprestos, zarpaba Alcazaba del puerto de San Lúcar.

Desde los primeros días se pudieron presagiar las contrariedades de la navegación. La escuadrilla tuvo que recalar primero a Cádiz y después a las Canarias a reparar sus averías. Los víveres eran escasos y de mala calidad, de tal suerte que los expedicionarios tuvieron que sufrir hambre y sed durante un viaje de cuatro meses. Al fin, el 17 de enero de 1535 embocaron el estrecho de Magallanes, donde los esperaban nuevos desengaños. Alcazaba había pensado salir por la boca occidental del estrecho para buscar el asiento de su gobernación en la parte que le correspondía en las costas del Pacífico; pero el frío que allí reinaba en medio del verano, la esterilidad de las tierras que divisaba y la dificultad de hacer avanzar sus naves con los vientos del sur reinantes en esa estación, lo determinaron a cambiar de plan. Después de haber perdido algunos días en reconocer la primera mitad del estrecho, la escuadrilla expedicionaria volvió a salir al océano para buscar en otra parte un lugar de desembarco donde dar principio a la proyectada conquista. El 26 de febrero fondeaba por fin en una bahía de la costa oriental de la Patagonia, a 45º de latitud sur, a la cual dieron el nombre de puerto de Los Leones, que conserva hasta ahora.

Luego que saltaron a tierra, mandó Alcazaba hacer una iglesia provisoria de lonas y velas, en que se decía misa cada día. Allí mismo, exhibiendo los poderes que le había conferido Carlos V, se hizo jurar con toda solemnidad gobernador y capitán general de la provincia de Nueva León, nombre asignado a su proyectada gobernación, y confirió a algunos de los suyos cargos y empleos. Alcazaba creía que este primer establecimiento iba a ser el centro de sus vastos dominios, desde donde podía llegar por tierra hasta el otro mar. Alentado por estas ilusiones, resolvió emprender en breve el reconocimiento del país. El 9 de marzo, en efecto, los expedicionarios se pusieron en viaje para el interior. Uno de los pilotos de su escuadrilla, llamado Alonso Rodríguez, marchaba adelante provisto de brújula y astrolabio para señalar el rumbo y fijar las latitudes en que se hallaban.

Jamás los conquistadores españoles habían hallado una región más triste y desamparada. Llanuras secas y estériles, batidas constantemente por un viento frío, cerros áridos y pelados, era todo lo que veían. La marcha por aquellos desiertos era excesivamente penosa. Alcazaba, rendido por sus enfermedades, tuvo que dar la vuelta al puerto de Los Leones; pero sus exploradores siguieron caminando durante veintidós días, hasta cerca de cien leguas del punto de partida. Habían atravesado un río caudaloso, el Chubut, y otros riachuelos de poca agua sin hallar nada que los indemnizase de las fatigas del viaje. Algunos indios tehuelches, o patagones del norte, que los expedicionarios encontraron en su camino, los alentaban por señas a continuar su viaje al norte. Pero el aspecto del paisaje no cambiaba, los víveres se habían agotado y todo hacía creer que la continuación de la marcha no podía llevarlos a otro resultado que la muerte entre los tormentos del hambre. En medio del desaliento que aquellas penalidades debían producir, uno de los capitanes, llamado Juan Arias, amotinó a la gente contra el jefe que había quedado en lugar de Alcazaba,   —126→   lo redujo a prisión, y mandó a los suyos volver al puerto en que habían dejado sus naves.

La vuelta fue todavía mucho más penosa. Los expedicionarios viajaban por grupos dispersos de cuatro o seis individuos, deteniéndose en los lugares en que hallaban algunas raíces o algunas yerbas para disminuir el hambre que los devoraba. Muchos de ellos murieron de inanición. Los primeros que llegaron al puerto, aprovecharon la oscuridad de la noche para asaltar de improviso la nave capitana. Allí asesinaron a puñaladas al desgraciado Alcazaba, que dormía tranquilamente y, enseguida, se apoderaron de la otra nave, apresando o hiriendo a todo el que quería oponerles resistencia. Los horrores de la revuelta y el desencadenamiento de todas las malas pasiones no hicieron más que aumentar las angustias de la situación.

Aquel crimen había sido cometido en connivencia con el capitán Arias; pero cuando éste llegó al puerto vio su autoridad disputada por otros cabecillas del motín. Uno de ellos, apellidado Sotelo, quería que se dirigiesen al Río de la Plata, a esperar allí a don Pedro de Mendoza, que según suponían, debía llegar en poco tiempo más de España. Arias, por su parte, temiendo el castigo de sus crímenes, proponía que se lanzaran al mar en son de piratas, en persecución de las naves que encontrasen. La discordia de los sublevados tomaba el peor carácter, e iba a ser causa de nuevos horrores. Pero algunos hombres resueltos que no habían tomado parte en el motín, operaron valientemente una contrarrevolución, se echaron sobre los cabecillas del motín y en nombre del Emperador designaron por jefe a Juan de Mori. La energía de éste se sobrepuso a todas las dificultades de aquel desorden y reprimió con mano firme los nuevos conatos de sublevación. Organizó rápidamente un tribunal militar, ante el cual se presentó un hijo de Alcazaba, muchacho de doce o trece años, como acusador de los asesinos de su padre. No se hizo esperar la sentencia y la ejecución de los reos. Arias y Sotelo fueron decapitados. De sus principales cómplices, cuatro fueron arrojados al mar con fuertes pesas a la garganta y otros dos ahorcados en las entenas de la nave capitana. Dos de ellos, además, fueron abandonados en la costa, con pena de destierro por diez años, lo que en realidad significaba morir de hambre en aquella tierra desamparada. Igual suerte tuvieron otros tres individuos que deseando sustraerse al castigo a que se habían hecho merecedores, tomaron la fuga internándose en el continente. La hueste expedicionaria perdió así cerca de ochenta hombres entre los muertos en la exploración y los castigados después del motín.

Los padecimientos de los compañeros de Alcazaba no terminaron allí. Convencidos de que no tenían nada que hacer en aquella tristísima región, acosados por el hambre y por el frío del invierno, se embarcaron de nuevo, y el 17 de junio tomaron rumbo hacia el norte, sin alejarse mucho de la costa. La Capitana naufragó en este viaje y la otra nave, después de tocar en algunos puertos del Brasil, en busca de víveres, llegó a la isla de Santo Domingo el 11 de septiembre, el mismo día en que se habían acabado a bordo los últimos alimentos. De aquella trágica campaña, sólo volvieron con vida setenta y cinco personas, último resto de la hueste de aventureros que habían soñado fundar una rica colonia en esas apartadas regiones182.



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ArribaAbajo6. Expedición de don Pedro de Mendoza al Río de la Plata: no pretende llegar a la parte de Chile que entraba en los límites de su gobernación. Historiadores de esta expedición (nota)

Cuando Alcazaba partía de San Lúcar para la conquista de su gobernación, quedaba preparándose en Sevilla otra escuadra más numerosa para el Río de la Plata bajo las órdenes de don Pedro de Mendoza.

Caballero de fortuna y de familia, y capitán distinguido de las guerras de Italia, pudo contar con los recursos y con el prestigio necesarios para reunir en algunos meses los elementos con que acometer aquella empresa. Agréguese a esto que a causa del desconocimiento en que se vivía entonces acerca de la geografía de las regiones recién descubiertas, se pensaba que el Río de la Plata era probablemente el camino más corto para llegar al interior del Perú, y que siguiendo esa ruta no era necesario hacer escala en las Antillas, sufrir retardos en Panamá, ni exponerse a las enfermedades reinantes en toda aquella parte de América. Así, pues, fueron tantos los soldados que acudieron a buscar servicio bajo las banderas que, a pesar de las grandes dificultades con que siempre tropezaba el equipo de estas expediciones, un año después de haber obtenido su título, Mendoza tenía listas doce o catorce naves de diversos portes y una columna de tropa que algunos historiadores hacen subir a cerca de 2.500 hombres, mientras otros la reducen a menos de la mitad.

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La flota zarpó de San Lúcar el 1 de septiembre de 1535183 Mendoza y sus compañeros soñaban en las conquistas que iban a ejecutar y en las riquezas que iban a recoger; pero la realidad no correspondió a sus esperanzas. Los españoles desembarcaron en las márgenes del Río de la Plata en enero de 1536; pero los ataques reiterados de los indígenas, el hambre y las enfermedades causaron la muerte del mayor número de ellos. Un cuerpo mandado por Juan de Ayolas, teniente de Mendoza, remontó los ríos Paraná y Paraguay, en busca de un camino para el Perú, y acabó por fundar la ciudad de la Asunción, cerca del paralelo 25, propiamente fuera de los límites que el Rey había fijado a la gobernación de ese conquistador. Mendoza, abrumado por tantas desgracias, y agobiado por la gota, se reembarcó para España en abril de 1537; pero no tuvo la fortuna de llegar a su patria. Falleció tristemente durante la navegación.

Mendoza, dueño por la concesión real de doscientas leguas de costas en el Pacífico y, por tanto, de la más rica porción de Chile, no pensó siquiera en adelantar una partida de gente que reconociese este país. Al embarcarse para España, dejó sus instrucciones escritas a su teniente Ayolas. Hablando en ellas de esa parte de sus dominios, le dice lo que sigue: «Si Diego de Almagro quisiere daros por que le renuncie la gobernación que ahí tengo de esa costa (del Pacífico) y de las islas, ciento cincuenta mil ducados y, aunque no sea más que cient mill, hacedlo sino viéredes que hay otra cosa que sea en más provecho, no dejándome   —129→   morir de hambre»184. En esos momentos, Almagro, después de una penosa campaña, había renunciado también a la conquista de Chile, persuadido de que éste era el rincón más miserable del Nuevo Mundo. El negocio propuesto por Mendoza, no llegó, pues, a verificarse. Este arrogante conquistador se había arruinado en aquella empresa, y ni siquiera legó a sus herederos la esperanza que él había abrigado de reparar su fortuna con la venta de una parte de su gobernación.



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ArribaAbajoCapítulo tercero

Almagro 1535-1537


1. Don Diego de Almagro resuelve marchar a la conquista de Chile. 2. Aprestos de Almagro para la campaña. 3. Viaje de los expedicionarios por las altiplanicies del Collao: horrores cometidos durante la marcha. 4. Reconcentración del ejército y su marcha al sur. 5. Viaje de Almagro al través de la cordillera de los Andes. 6. Los conquistadores en el territorio chileno: sus primeras crueldades. 7. Reciben auxilios por mar y avanzan hasta Aconcagua. 8. Reconocimiento del territorio. 9. Resuelven los españoles dar la vuelta al Perú y retroceden hasta Copiapó. 10. Almagro se reúne a sus capitanes Rodrigo Orgóñez y Juan de Rada. 11. Emprende la vuelta al Perú por el desierto de Atacama. 12. Fin desastroso del primer explorador de Chile. Historiadores de la expedición de Almagro (nota).


ArribaAbajo1. Don Diego de Almagro resuelve marchar a la conquista de Chile

La gloria de hacer la primera exploración del territorio chileno estaba reservada a don Diego de Almagro, capitán mucho más famoso que Alcazaba y que Mendoza, aunque no era como éstos, caballero de alta alcurnia ni favorito de los reyes.

Diego de Almagro, que ganó en la conquista del Perú el tratamiento de «don» que le dieron sus contemporáneos, tratamiento que ha consagrado la historia y que nosotros le daremos en adelante, era un soldado envejecido y experimentado en las guerras de América. Niño expósito en el pueblo de su nombre, según algunos cronistas, o hijo de un oscuro labrador del mismo lugar, según Oviedo que lo conoció personalmente, Almagro pasó a las Indias, a lo que se cuenta, para sustraerse al castigo a que se había hecho merecedor por haber herido a un hombre en una pendencia. No sabía escribir y ni siquiera leer, pero era valiente a toda prueba y poseía, junto con una regular inteligencia, un corazón abierto a las emociones generosas, y un candor de alma, una franqueza espontánea, que debían de ser excepcionales entre los toscos y astutos aventureros con quienes vivía. En Panamá había alcanzado un repartimiento de tierras y de indios. Allí se había ligado por la amistad más estrecha con Francisco Pizarro, soldado sagaz y resuelto, pero de un carácter sombrío y desconfiado185. Aquellas dos naturalezas opuestas, se completaban la una a la otra, y llegaron   —132→   a formar, según la pintoresca expresión de Oviedo, «un mismo hombre en dos cuerpos». Asociados en todas sus empresas y en todas sus especulaciones, alcanzaron a reunir una fortuna común de alguna consideración, que fue la base del caudal con que acometieron en compañía la conquista del Perú186.

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Es posible que Pizarro y Almagro, a pesar del carácter desconfiado del primero, hubieran sido siempre los mejores amigos, así en la prosperidad a que alcanzaron por sus hazañas, como en las estrecheces y penalidades de sus primeros tiempos. Pero desde que llegaron a la grandeza y se vieron rodeados por hombres más cultos que ellos y que, por lo tanto, podían dominarlos, soplaron a sus oídos los recelos y la discordia. Tales semillas no podían dejar de germinar en el ánimo de los ignorantes soldados que consumaron la conquista de América. En 1535, Pizarro y Almagro se miraban ya con desconfianza y de reojo, cuando llegó al Perú la noticia de las concesiones que Carlos V acababa de hacerles en premio de sus servicios, y la copia de las cédulas que fijaban los límites de sus gobernaciones respectivas. Herrando Pizarro, que había ido a la Corte a entablar estas negociaciones, debía llegar en breve con los instrumentos originales.

Pizarro y Almagro reclamaron a la vez la ciudad del Cuzco, que cada cual creía dentro de los límites de su gobernación. Ambos se vieron asediados por algunos de los suyos que indiscretamente parecían querer llevar las cosas a un rompimiento. Hubo un instante en que pareció próxima a estallar la guerra civil; pero los dos viejos camaradas se reconciliaron solemnemente en el Cuzco, durante una ceremonia religiosa celebrada con este objeto, prometiéndose uno a otro bajo la fe del juramento, respetar la compañía que tenían hecha, y mantenerse siempre amigos. Sin embargo, en esta reconciliación, Pizarro puso tanta cautela como candorosa sencillez su competidor. Aquél quedó en posesión del Cuzco; y para apartar a éste de toda tentativa de reclamar su derecho a esta ciudad, Pizarro trató de hacerlo partir a una lejana empresa.

En esa época (1535) don Diego de Almagro se hallaba en edad y en condiciones de existencia en que el cuerpo y el espíritu reclaman el descanso. Frisaba en los sesenta años, y sufría los achaques consiguientes a una vida de combates y de disipación. En la guerra había perdido un ojo, y como fruto de las calaveradas de una juventud borrascosa, padecía los achaques consiguientes a una enfermedad venérea que los médicos no habían sabido curar radicalmente. En cambio, poseía una fortuna colosal ganada en la conquista del Perú, que le habría permitido llevar en América o en España una vida ostentosa. Pero el viejo capitán estaba también dominado por una gran ambición y por una codicia insaciable. Quería poder y oro para servir a sus amigos, para hacer ricos a cuantos se le acercaban, y los quería también para dar grandeza y fortuna al heredero de su nombre. Almagro había tenido un hijo natural en Panamá, lo amaba con idolatría, y soñaba en conquistas y en riquezas para dejarlo al morir en el rango más elevado a que podía aspirar un caballero de su siglo. Estos sentimientos, fomentados por su espíritu emprendedor y aventurero, iban a arrojarlo a una empresa en que esperaba sacar una gloria sin igual a la vez que inconmensurables tesoros.

Los indios del Cuzco hablaban de un país situado mucho más al sur, de clima bonancible y cuyo suelo estaba cuajado de riquezas. Chile, tal era el nombre que daban a ese país, estaba sometido en parte al imperio de los incas, y pagaba puntualmente sus tributos en oro. Los caminos para llegar hasta allá eran ásperos, despoblados en una gran extensión y siempre   —134→   penosos; pero la abundancia y la fertilidad de su suelo indemnizaban de sobra todas las fatigas de una expedición de esa naturaleza. Indudablemente, los indios peruanos no creían tales grandezas, pero meditaban un levantamiento general contra los españoles y tenían interés en alejar del Perú una buena parte de éstos para consumar mejor su intento.

Conservaba nominalmente el mando del Perú el inca Manco, príncipe joven de la familia de los antiguos emperadores, a quien Pizarro había colocado en el trono para gobernar en su nombre. Este mancebo, resuelto a reconquistar la independencia y la soberanía de sus mayores, ocultaba astutamente sus planes; y cuando los conquistadores hablaron de la expedición a Chile, se ofreció gustoso a secundar esta empresa. Con este objeto, puso a disposición de Almagro a su propio hermano, el príncipe Paullo Tupac (o Paulo Topa, como escriben los cronistas españoles) y al villac umu (o más propiamente huillac umu), gran sacerdote o pontífice del templo del sol, para que salieran adelante con tres soldados españoles. Ellos debían, según el Inca, anunciar en los pueblos del tránsito la expedición de Almagro, para que éste fuera recibido con el acatamiento que merecía el amigo y el aliado del soberano del Cuzco. Al mismo tiempo debían recoger los tributos de oro y de plata que pagaban al Inca los pueblos del sur del Imperio, para que fueran entregados a los conquistadores.




ArribaAbajo2. Aprestos de Almagro para la campaña

Almagro desplegó entonces una prodigiosa actividad para adquirir todos los informes relativos al camino que era preciso seguir, y para juntar intérpretes y guías entre los indios más conocedores de aquellas localidades. Despachó agentes a Lima a enganchar soldados que quisiesen tomar parte en la empresa. Cabalmente, en esos momentos, llegaban al Perú numerosos aventureros de España y de las otras colonias atraídos por la fama de la riqueza del imperio de los incas. En 1534, el conquistador de Guatemala, Pedro de Alvarado, había invadido el norte de la gobernación de Pizarro al frente de una hueste de quinientos soldados, con el propósito de apoderarse de alguna parte de sus riquezas. Su empresa había sido desbaratada, pero el mayor número de los hombres que lo acompañaban había quedado en el Perú. Ellos, así como los otros aventureros que acababan de llegar al país, se hallaban sumamente pobres y, al mismo tiempo, deseosos de acometer una campaña que pudiera mejorar su situación. Almagro y sus agentes pudieron reunir bajo sus banderas en diversos puntos del Perú más de quinientos guerreros, a quienes, sin embargo, era menester habilitar de todo: de caballos, de armas y de ropa.

Estos preparativos demandaban gastos ingentes, que con todo no arredraron a Almagro. Hizo sacar de su casa más de ciento veinte cargas de plata y hasta veinte de oro en joyas quitadas a los indios y que le habían tocado a él en el reparto del botín; mandó hacer una gran fundición de estos metales preciosos y socorrer con ellos a todos los que querían tomar parte en la empresa187. Los historiadores han contado con este motivo los rasgos más singulares   —135→   de la maravillosa prodigalidad con que Almagro repartía sus tesoros. Sólo los que querían, firmaban obligaciones de pagar, con los provechos de la conquista, los anticipos que recibían188. Uno de los antiguos cronistas, Oviedo, calcula en más de millón y medio de pesos de oro el costo total de la expedición189. Se comprenderá la razón de este gasto recordando que en esos momentos los caballos, las armas, los arreos militares y la ropa, tenían en el Perú un precio subidísimo, verdaderamente fabuloso190.

Por las noticias recogidas acerca de las dificultades del camino, comprendió Almagro que sería una imprudencia el emprender la campaña por los despoblados y desiertos que tenía que atravesar si llevaba sus tropas reunidas en un solo cuerpo. Así, pues, comenzó por despachar adelante al capitán Juan de Saavedra con cien jinetes, y con encargo de reunirle en su marcha el mayor acopio posible de provisiones, maíz y llamas, u ovejas de la tierra, como decían los castellanos.

Parece que en el principio, don Diego de Almagro había pensado confiar el mando de la expedición a alguno de sus capitanes, a Hernando de Soto o a Rodrigo Orgóñez, y quedarse él en el Cuzco. Pero esta determinación contrariaba muchos intereses. No siéndole posible desairar a uno de esos capitanes prefiriendo al otro para el mando, resolvió ponerse él mismo a la cabeza de sus tropas lo que, sin embargo, desagradó de tal manera a Hernando de Soto que poco después abandonó el Perú y fue a hallar la muerte en una romanesca y trágica campaña en la Florida. Pizarro, por su parte, impaciente por ver alejarse del Cuzco a su temible competidor, había hecho llegar hasta él, por vía de denuncio, la noticia de que pensaba prenderlo, ya que éste se hallaba privado de la columna que había hecho marchar adelante con el capitán Saavedra191. Almagro no vaciló ya en partir, pero siempre confiado en   —136→   su antiguo amigo, creyó que eran los hermanos de éste los que preparaban esa deslealtad. «Os amo como a hermano, le dijo a Pizarro al despedirse de él en el Cuzco, y deseo que en todas circunstancias conservemos nuestra unión. Pero vuestros hermanos enturbiarán nuestra amistad y os indispondrán con muchos de vuestros capitanes. Enviadlos a España, y disponed de mi tesoro para que se vayan contentos». Consejo saludable era éste, dice el historiador Herrera; pero la arrogancia cegó a Pizarro y le impidió aprovecharlo. La influencia de esos hermanos había de ser funesta al conquistador del Perú.




ArribaAbajo3. Viaje de los expedicionarios por las altiplanicies del Collao: horrores cometidos durante la marcha

El 3 de julio de 1535, salió Almagro del Cuzco192; pero fue a establecerse en el pequeño pueblo de Moina, a cinco leguas de distancia, para terminar sus aprestos libre de las acechanzas de sus rivales. Allí pasó ocho días tomando sus últimas disposiciones para la campaña, y reconcentrando la gente que acudía a reunírsele, así españoles como indios auxiliares. En el Cuzco quedaba el capitán Rodrigo Orgóñez formando otra división; mientras en Lima se enganchaban soldados para la expedición, que debían partir bajo el mando de los capitanes Juan de Rada y Rui Díaz, soldados ambos dignos de toda la confianza de Almagro.

Desde Moina se abrían dos caminos para marchar a Chile. Uno de ellos, que se inclina a la costa pasando por Arequipa, habría llevado a Almagro por los áridos desiertos de Tarapacá y de Atacama, donde falta el agua y la vegetación, con fuertes calores durante el día y con neblinas y fríos penetrantes durante la noche. El otro, mucho más largo, corría por las altiplanicies de los Andes, era más socorrido en su primera parte, pero llevaba más adelante a regiones ásperas y pobladas por indios guerreros y feroces, y exigía por fin el paso de la gran cordillera por laderas casi inaccesibles. Almagro había elegido este último camino y, al efecto, había hecho avanzar por ese lado al capitán Saavedra. Después de atravesar las montañas que limitan por el sur la meseta del Cuzco, Almagro penetró en la región denominada del Collao en cuyo centro se extiende el dilatado lago Titicaca, cuyas orillas estaban entonces muy pobladas de indios y de ganados, que los conquistadores arrastraban consigo despiadadamente. Más adelante todavía, en la provincia denominada Paria, al oriente del río Desaguadero, se reunió con Saavedra que, según sus instrucciones, había fundado allí un pueblo y había reunido una gran cantidad de provisiones. En Paria se detuvo un mes entero para dar descanso a su tropa y para librarse de los fríos glaciales que en esa estación (agosto) reinaban todavía en la parte austral de aquellas altiplanicies.

Los expedicionarios iban cometiendo las mayores atrocidades en el camino. Un escritor contemporáneo, pero que no hizo esta campaña, refiere que los soldados españoles que habían venido de Guatemala con Pedro de Alvarado, traían de aquel país, que fue teatro de los más negros horrores de la Conquista, el hábito de robar y de destruir cuanto   —137→   encontraban, y que en esta expedición ejercitaron libremente sus malos instintos193.Mucho más explícito todavía es otro cronista que fue testigo presencial de aquellos horrores. «Sacaron los españoles de los términos del Cuzco, dice, gran cantidad de ovejas, de ropa y de materiales. Los indios que de su voluntad no querían ir con ellos, eran atados en cadenas y sogas; y todas las noches los metían en ásperas prisiones. De día los llevaban cargados y muertos de hambre. Los naturales no osaban esperarlos en sus pueblos, y abandonaban sus mantenimientos y ganados, de todo lo cual se aprovechaban los españoles. Y cuando éstos no tenían indios para cargar, ni mujeres para que los sirviesen, se juntaban en un pueblo diez o veinte; y so color que aquellos indios estaban alzados, iban a buscarlos y llevaban en cadena a los hombres, a las mujeres y a los niños. Algunos españoles, si les nacían potros de las yeguas, los hacían transportar en hamacas y en andas, cargados por los indios. Otros, por pasatiempo, se hacían cargar en andas, llevando los caballos del diestro para que fuesen gordos. Si los indios no daban tanto como se les pedía, los españoles hacían ranchear sus pueblos, y les tomaban por fuerza todo lo que se les antojaba, las mujeres y los hijos, y deshacían las casas para leña. De esta manera iban destruyendo toda la tierra, la cual se alzaba; y al español desunido de los otros, los indios lo mataban. Asimismo imponían a los indios de servicio que llevaban, y a los negros, que fuesen grandes rancheadores y robadores, y el que no lo usaba era apaleado cada día. Al español que era buen rancheador y cruel, y mataba muchos indios, teníanle por buen hombre y en gran reputación. Almagro, dejaba y permitía destruir todo porque los suyos le siguiesen alegres y contentos en su descubrimiento. Verdad es que algunas veces castigaba y reprendía, pero eran muy pocas, y con muy liviano castigo pasaba por todo»194. Se calcula en cerca de quince mil el número de los indios que seguían a Almagro como auxiliares o más propiamente como bestias de carga.

La región que atravesaba Almagro ofrecía condiciones favorables para establecerse. A su izquierda se alzaba una sierra en que abundan las minas, y en que poco más tarde se hallaron las incalculables riquezas de Porco y de Potosí; pero él y sus compañeros, aunque oyeron hablar de esos depósitos, iban tan persuadidos de que marchaban a un país cuajado de metales preciosos, que ni siquiera pensaron en detenerse allí más tiempo que el necesario para descansar. Después de un mes de espera en Paria, emprendieron de nuevo su marcha hacia el sur. Hasta las orillas del lago Aullagas, el país era poblado y ofrecía recursos de ganados y de maíz que los españoles recogieron en los diez días que permanecieron allí. Pero más adelante hallaron llanuras estériles y faltas de agua, vastos campos de sal, desprovistos de víveres y, por último, las ásperas serranías de Chichas, que en ese momento estaban todavía cubiertas por las nieves del invierno. Almagro no se desalentó un solo instante   —138→   por estas dificultades. A la vanguardia de los suyos continuó resueltamente su marcha sin detenerse ante ningún obstáculo; y al fin llegó (a fines de octubre) al pequeño pueblo de Tupiza, donde lo esperaban los primeros emisarios que había hecho partir del Cuzco. En efecto, allí se hallaban el príncipe Paullo Tupac y el villac-umu o pontífice del sol; pero los tres españoles que los acompañaban, habían pasado adelante, sin tomar en cuenta los numerosos peligros a que se exponían.

En ese lugar, tuvo ocasión Almagro de apreciar mejor las dificultades de la empresa que había acometido. Después de cerca de cuatro meses de campaña, no se hallaba todavía en la mitad del camino que tenía que recorrer para llegar a Chile y, aunque había sufrido grandes penalidades en su marcha, ellas eran nada respecto a las que tendría que soportar el resto de su viaje por regiones mucho menos hospitalarias, según todos los informes que se le daban. Sus amigos del Cuzco, por otra parte, le habían enviado un mensajero con cartas en que premiosamente le pedían que volviese atrás. Anunciábanle que acababa de llegar al Perú el obispo de Panamá, don fray Tomás de Berlanga, con poderes del Rey para fijar la demarcación entre su gobernación y la de Pizarro, y que importaba mucho que él se hallase presente para hacer valer sus derechos195.Estas consideraciones habrían debido hacerlo vacilar en sus determinaciones; pero en el mismo pueblo de Tupiza halló Almagro estímulos de otro orden. Paullo Tupac y el villac-umu le habían reunido en su camino algunas cantidades de oro y plata, y habían detenido a los emisarios de Chile que llevaban los tributos que este país pagaba al Inca del Perú. Esos tributos ascendían a noventa mil pesos de oro196. Esta suma, relativamente pequeña, no correspondía a los costos y sacrificios de la expedición; pero tomándola Almagro como una simple muestra de las inagotables riquezas que esperaba hallar en Chile, persistió con mayor energía en continuar su viaje. No habría habido nada capaz de hacer desistir de sus propósitos al ambicioso y resuelto anciano, que en aquellas penosas jornadas desplegaba el ánimo y el vigor de sus mejores días.

De todas maneras, le fue forzoso demorarse allí más de dos meses. Este retardo era necesario para que se le reunieran las tropas que había dejado atrás y para que, derritiéndose la nieve que cubría aún las montañas que él acababa de pasar con su vanguardia, pudiese avanzar el grueso de su ejército con sus bastimentos y cargas. Por otra parte, los maizales de Tupiza, donde pensaba recoger una abundante provisión para el sustento de sus tropas, estaban todavía en yerba, y era necesario esperar que llegasen a su madurez, es decir, a los primeros días de 1536, para poder continuar la marcha bien abastecido197.

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El ejército de Almagro siguió reuniéndose en Tupiza para continuar la campaña. La fatigosa marcha que acababa de hacer desde el Cuzco había gastado las herraduras de sus caballos. A falta de fierro, Almagro mandó hacer otras de cobre, que debían ser una mala defensa contra las asperezas de la gran cordillera que tenía que atravesar. Allí, mandaron los españoles que se volvieran a sus casas muchos de los indios que habían venido acompañándolos desde los campos vecinos al lago Titicaca. Una noche se desapareció del campamento el villac-umu con algunos individuos, así hombres como mujeres, de su séquito. Todas las diligencias que practicaron los españoles para descubrir su paradero, fueron infructuosas. El sacerdote peruano se había vuelto por caminos extraviados a la altiplanicie del Collao a levantar las poblaciones indígenas y a llevarlas contra los conquistadores que quedaban en el Cuzco. Así, pues, Almagro dejaba a sus espaldas una revolución formidable próxima a estallar. Por su frente, la situación no era más tranquilizadora. Los indios del sur, sometidos unos a los incas, nómades e independientes los otros, eran belicosos y esforzados, vivían en bosques y sierras de difícil acceso, y estaban dispuestos a defender resueltamente el suelo que habitaban. De cinco españoles que se adelantaron a sus compañeros en aquella región, tres perecieron a manos de los indígenas, y los dos restantes volvieron al campamento de Almagro a dar a conocer los peligros que esperaban a los expedicionarios. Todo hacía creer que allí comenzaba la parte verdaderamente ruda de la campaña.




ArribaAbajo4. Reconcentración del ejército y su marcha al sur

El valeroso anciano no se alarmó por tales peligros. Formó una columna de setenta españoles bajo las órdenes del capitán Salcedo y la despachó adelante para castigar a los indios que debía encontrar en su camino. Esta empresa, sin embargo, ofrecía las mayores dificultades. Para llegar de Tupiza al valle que baña el río de Jujui, era preciso atravesar terrenos quebrados y montañosos en que era difícil oponer una formidable resistencia. Todos los indios de esta región estaban sobre las armas: ocupaban las alturas, y en los campos inmediatos habían abierto fosos en que habían plantado púas afiladas de madera dura, cubiertas con yerbas como obra defensiva contra la caballería. Cuando Almagro tuvo noticia de la dificultad de atacar esas posiciones, hizo salir nuevos refuerzos de tropas para rodear a los indios. Éstos, creyéndose perdidos, abandonaron sus posiciones durante la noche y, aunque fueron perseguidos, supieron defenderse en su retirada198.

Quedó así expedito el camino para el valle de Jujui. El ejército de Almagro emprendió su marcha recogiendo en sus filas a los castellanos que iban llegando del norte para tomar parte en la campaña. La marcha se hacía lentamente, siguiendo el curso del río de Jujui, por el rico valle de este nombre, hasta llegar a la llanura de Chicoana, al occidente del lugar en   —140→   que hoy se levanta la ciudad de Salta. En toda esta región, los indígenas habían abandonado sus habitaciones, y trepádose a las alturas de los cerros vecinos donde se creían fuertes para resistir a la caballería. Desde que divisaban a los españoles, prorrumpían en gritos horribles para provocarlos a combate; y cuando podían caer con ventaja sobre algún destacamento de los invasores, mataban sin piedad a cuantos encontraban. Los negros y los indios auxiliares que servían en el ejército de Almagro, conocidos estos últimos con el nombre peruano de yanaconas, eran los que despertaban el mayor furor de los enemigos, porque eran también los más crueles en las represalias. En uno de esos combates, Almagro, que no economizaba su persona en los peligros, se lanzó temerariamente en persecución de los salvajes. Su caballo cayó muerto por una saeta que le atravesó el corazón, y él mismo habría quedado prisionero si no hubieran acudido en su socorro algunos soldados castellanos199. Las venganzas que éstos tomaban del enemigo después de cada uno de estos combates, eran verdaderamente horribles, según todos los historiadores. Los españoles mataban sin piedad a todos los prisioneros, quemaban las chozas de los indios y arrasaban sus sembrados.

Chicoana era el último lugar en que los invasores podían proveerse de víveres antes de penetrar en la gran cordillera. Se detuvieron allí algún tiempo recogiendo todo el maíz de la nueva cosecha que podían transportar en las llamas y en los indios de servicio, convertidos así en bestias de carga.

Esta demora de los expedicionarios en Chicoana tenía también otro objeto. Almagro, como refiere el cronista Oviedo, no quería pasar las cordilleras hasta que los calores del verano no hubiesen acabado de derretir las nieves; pero este mismo retardo lo exponía a otro peligro: la crecida y el desbordamiento de los ríos en la región que tenía que atravesar antes de llegar al pie de los Andes. Así, pues, al salir de los llanos de Chicoana, lo esperaba esta nueva contrariedad. Corre allí el río Guachipas200, que en su curso inferior antes de arrojarse al Paraná, toma el nombre de Salado. Ese río, pequeño y vadeable la mayor parte del año en aquella región, se aplaya en grandes extensiones cuando las lluvias tropicales del verano han aumentado extraordinariamente su caudal201. En esa estación, el río Guachipas estaba desbordado en los campos vecinos, y su paso era muy molesto. Los españoles anduvieron un día entero sin salir del agua; pero al fin pasaron al otro lado. Sin embargo, aquella jornada les había sido desastrosa. Las llamas, flacas y cansadas con la marcha, se tiraban al   —141→   suelo y perecían, mientras sus cargas eran arrastradas por la corriente del río. Muchos indios auxiliares aprovecharon la confusión general para tomar la fuga. Llegados a la orilla opuesta, los españoles tuvieron todavía que abandonar una gran parte de sus provisiones porque no tenían medios para transportarlas.

Este contratiempo habría arredrado a un capitán menos animoso que el viejo Almagro. Se sabía que era necesario recorrer una gran distancia para penetrar en Chile, y que este camino, áspero y escabroso, era en su mayor parte desprovisto de víveres. Nada, sin embargo, doblegó el espíritu del valiente conquistador. Mandó repartir los bastimentos que quedaban entre todos sus compañeros, sin distinción de dueños, y alentándolos con su palabra y con su ejemplo, continuó su marcha por el valle denominado ahora de Santa María. El algarrobo (prosopis dulcis), árbol muy abundante en toda aquella región, les suministró algún alimento, que los españoles utilizaron a la manera de los indios. Sus legumbres cilíndricas y enroscadas, contienen una pulpa azucarada que se come con agrado, pero que es poco nutritiva. Los españoles, a ejemplo de los indios, hicieron pan y miel con esa fruta202. En esta región, que una antigua relación denomina Quirequire, tuvieron que sostener además numerosos combates con los indios calchaquis, guerreros valerosos y esforzados que les causaron algunas pérdidas. Aquí, como en toda la campaña, los invasores ejercieron sobre los indios represalias horribles.




ArribaAbajo5. Viaje de Almagro al través de la cordillera de los Andes

Después de atravesar por su parte norte el vasto desierto denominado Campo del Arenal, en que emplearon siete días, los expedicionarios transmontaron la sierra de Gulumpaja y llegaron a la altiplanicie de la Laguna Blanca, llanura interrumpida por algunos lagos salinos, últimos vestigios de un mar prehistórico, evaporado en su mayor parte. Al fin, entrando por las gargantas o quebradas que hay al norte de ellas, conocidas en nuestro tiempo con el nombre de San Francisco, comenzaron a escalar la gran cordillera. Allí los esperaban nuevos sufrimientos antes de penetrar en la deseada tierra de Chile.

La cordillera de los Andes forma en esta región una meseta que mide más de treinta leguas de ancho, y que va ensanchándose más y más hacia el norte hasta reunirse con la altiplanicie en que se hallan los lagos Titicaca y Pampa-Aullagas. Esa meseta, con una altura media de más de 4.000 metros, constituye uno de los lugares más tristes y más áridos del mundo. El suelo desnudo y seco, no ofrece más que en ciertos parajes una pobre vegetación raquítica, que apenas suministra en uno que otro punto un sustento miserable a los pocos animales que viven en esas alturas, o que están obligados a atravesarlas. El hombre no puede contar en ellas con ninguna especie de alimento; y el viajero que las recorre, está obligado a llevarlo todo consigo. El suelo está sembrado de guijarros pequeños, de cortes afilados, debidos a la desagregación de las rocas de los cerros vecinos por causa de las violentas variaciones de la temperatura. Esos guijarros que lastiman a los caballos, son   —142→   terribles para los viajeros que se atreven a caminar a pie. En el invierno, esas altiplanicies están cubiertas de nieve, sin dejar, sin embargo, de ser más o menos practicables. En el verano, de noviembre a abril, la atmósfera es siempre pura y clara, a lo menos durante el día. La nieve desaparece del suelo, y sólo se deja ver en algunos picos que miden más de 4.500 metros. Pero aun en esta estación, el clima es verdaderamente insoportable. El viento de oeste, sin duda la contracorriente del alisio, enfriado en las regiones elevadas de la atmósfera, bate sin cesar aquellas alturas causando las mayores molestias al viajero. En la noche, la temperatura baja mucho más todavía, y congela las pocas vertientes de agua que allí se encuentran. Se comprenderán mejor las dificultades de este viaje, recordando que la travesía debe hacerse en algunos días a causa de la extensión y de la aspereza del camino, y que el enrarecimiento del aire produce en muchos viajeros la angustiosa enfermedad conocida en las cordilleras americanas con los nombres de puna o soroche203.

Almagro iba a luchar con todos estos inconvenientes y, además, con la falta casi absoluta de alimentos204. Sus víveres y sus forrajes estaban casi del todo agotados: sus caballos no   —143→   tenían más defensa contra las asperezas de la montaña que herraduras de cobre, ya medio gastadas. Y, sin embargo, era preciso hacer todavía siete u ocho jornadas por aquellas alturas antes de llegar a una tierra más hospitalaria. Pero, ¿qué podría detener al ambicioso capitán que soñaba hallar al otro lado de la cordillera un país cuajado de oro, según la expresión de los conquistadores? Sin vacilar un momento, Almagro mandó seguir adelante, como si penetrara a una región llena de recursos.

Las penalidades consiguientes a tan temeraria empresa no se hicieron esperar largo tiempo. Vencidas las angostas y ásperas gargantas por donde era preciso caminar para llegar a las alturas de la cordillera, los expedicionarios atravesaron el primer puerto y se hallaron al fin en la altiplanicie. El frío de las altas regiones, el viento continuo que lo hacía aún más helado y penetrante, el cansancio de los caballos, el hambre devoradora, agobiaron a aquellos hombres de hierro que, sin embargo, estaban acostumbrados a vencer a la naturaleza en sus más duras manifestaciones. Los indios auxiliares, sobre todo, vestidos con los trajes ligeros que usaban en los valles calientes de las regiones tropicales, no podían resistir a la inclemencia del clima, y lloraban como niños lamentando el haber salido de sus tierras. Y, sin embargo, era preciso no detenerse: el frío mataba sin remedio a los rezagados que no tenían valor para seguir caminando. Allí no había leña ni fuego, y las noches eran verdaderamente horribles. Almagro llegó a temer por la suerte de su expedición: la fatiga y el hambre habían extenuado a sus soldados, y no parecía posible que pudieran llegar al otro lado de las cordilleras. La proyectada conquista estaba a punto de fracasar de la manera más trágica y dolorosa que era posible imaginarse.

El osado capitán no perdió, sin embargo, la entereza de su ánimo. Reuniendo a veinte de los suyos, montados en los mejores caballos de su ejército, se puso a su cabeza y emprendió resueltamente su marcha a los primeros valles de Chile. Caminando sin descanso tres días enteros, dos de ellos sin probar bocado, descendió por la quebrada que hoy llamamos de Paipote, hasta la entrada del valle de Copiapó. Recogió a toda prisa los víveres que pudieron suministrarle los indígenas y los despachó prontamente a la cordillera para socorrer a sus soldados.

Este auxilio era indispensable. Los expedicionarios habían continuado su viaje en medio de las mayores penalidades. El frío había arreciado en las alturas, particularmente en las noches. El paso de un elevado portezuelo, sobre todo, había sido fatal. Los caballos, los indios de servicio, los negros esclavos morían de frío, de hambre y de cansancio205. Los   —144→   españoles, mucho más resistentes a todas las fatigas, no tuvieron más que pérdidas casi insignificantes, pero a muchos de ellos se les cayeron helados los dedos de las manos y de los pies, y todos se vieron forzados a abandonar sus cargas, y en ellas sus ropas y cuanto llevaban consigo. El oportuno socorro suministrado por Almagro, las atenciones casi paternales de éste por cada uno de sus soldados, los confortaron en el descenso de la montaña y les permitieron llegar al valle de Copiapó en busca del reposo que necesitaban. El cronista Oviedo ha podido decir que la diligencia que Almagro puso en esos momentos, devolvió la vida a muchos de sus compañeros.




ArribaAbajo6. Los conquistadores en el territorio chileno: sus primeras crueldades

El primer hecho de Almagro en el valle de Copiapó, fue reponer al frente de la tribu a un indio joven que había sido despojado de su puesto por uno de sus parientes.

Este acto de estricta justicia, según los historiadores que lo han contado, pero probablemente de simple política para ganarse un aliado, le produjo los más ventajosos resultados. El jefe repuesto por los españoles, los proveyó abundantemente de víveres y de ropas. El auxilio prestado por esos indios era tanto más oportuno cuanto que en ese mismo valle huyeron repentinamente casi todos los indios peruanos que habían escapado con vida en el paso de las cordilleras. Temían esos infelices que la marcha que Almagro pensaba emprender   —145→   en el territorio chileno había de ser tan penosa como la que acababa de ejecutar en las altiplanicies de los Andes o en los valles del otro lado de las cordilleras.

Pero esta buena acogida de los indígenas no debía extenderse más allá de los límites del primer valle de Chile. En el Huasco y en Coquimbo, los indios recogían apresuradamente sus cosechas y abandonaban sus hogares para privar de sus recursos a los españoles. Esta actitud hostil tenía una explicación muy sencilla. Los tres soldados castellanos que al principio de la campaña salieron del Cuzco con el villac-umu, no se habían detenido en su camino. Marchando siempre adelante de Almagro, habían penetrado antes que él en Chile y cometido por todas partes los excesos a que los conquistadores estaban acostumbrados. En uno de esos valles, los indios los habían muerto a ellos y a sus caballos. Temerosos del castigo e incitados sin duda por un indio peruano que servía de intérprete a los españoles, los indígenas de esos valles, no sólo no oyeron las proposiciones pacíficas de Almagro sino que se encontraban dispuestos a hostilizarlo. En el principio, los invasores no sabían cómo explicarse aquella actitud ni pudieron recoger noticia alguna de sus compañeros. Pero cuando Almagro se hubo adelantado con los suyos hasta Coquimbo, descubrió por medio de sus indios auxiliares, lo que había ocurrido, y resolvió ejecutar un tremendo escarmiento. Hizo prender a los indios principales de los dos últimos valles, entre los cuales debían hallarse, según creía, los autores de la muerte de los tres castellanos, y reprochándoles sus crímenes, pero sin oír ningún descargo, los hizo perecer quemados, con el aparato conveniente para producir el terror en aquellas poblaciones206. Los demás indios de esa región fueron repartidos como esclavos entre los soldados de Almagro.

La conquista de Chile, que había de costar tanta sangre de españoles y de indios, se abría, pues, con estas atroces e injustificables crueldades. Los indios de esa región, sometidos desde un siglo atrás a los incas del Perú, eran, como se sabe, poco numerosos y, además, agricultores y pacíficos. Habituados a un régimen relativamente benigno, ellos habrían aceptado sin resistencia la conquista española, si ésta hubiese importado un simple cambio de dominación que les hubiera permitido vivir en paz a condición de seguir pagando sus tributos a los nuevos amos. Pero la conquista española vino a exasperarlos desde el primer día. Los tres exploradores de Almagro que antes que éste habían llegado a Chile, venían cometiendo en su camino tantas violencias y depredaciones, que esos pobres indios se creyeron en la necesidad de deshacerse de tan incómodos huéspedes207. La bárbara ejecución con que Almagro pretendió castigar la muerte de sus exploradores, impuso terror por el momento; pero debía estimular para más tarde la porfiada resistencia que halló en el país la dominación extranjera.

Hasta allí, el territorio chileno no daba muestras de las grandes riquezas con que soñaban los invasores. Sin tomar en cuenta los límites que el Rey había asignado a su gobernación,   —146→   Almagro estaba dispuesto a pasar adelante en busca de esos países dorados de que se le hablaba en el Cuzco. Hallándose en Coquimbo todavía, recibió unos mensajeros enviados por el curaca o señor que a nombre del Inca gobernaba en el valle de Chile, esto es, en el valle regado por el río de Aconcagua. Vivía desde más de un año atrás en las tierras de ese alto personaje, un soldado español llamado Pedro Calvo Barrientos, según unos, o Gonzalo Calvo de Barrientos, según otros. Por haber cometido un robo en Jauja, Pizarro había hecho cortarle las orejas. Viéndose así afrentado para toda su vida, ese infeliz tomó la fuga. Pasando las mayores penalidades, y habiendo llegado hasta el valle de Aconcagua donde los indios lo habían recibido amistosamente, Barrientos se había hecho querer por los indios, les había enseñado lo poco que él sabía de arte militar, y había acabado por ganarse su confianza. A1 saberse en aquel valle que acababa de llegar a Coquimbo un ejército español, Barrientos recomendó a los indios, entre quienes vivía, que prestaran obediencia a los invasores como la única conducta que podría salvarlos de una guerra necesariamente desastrosa para los indígenas. Barrientos conocía perfectamente la superioridad militar de los españoles, y consiguió persuadir a sus huéspedes de que toda tentativa de resistencia era una temeraria insensatez.

Los emisarios del curaca de Aconcagua llegaron a Coquimbo a tiempo de presenciar la bárbara ejecución de los indios principales de esta última región. Esta cruel atrocidad, así como la vista de los soldados castellanos, de sus armas y de sus caballos, robustecieron en sus ánimos la idea del poder irresistible de los invasores. Almagro, por otra parte, los acogió favorablemente, haciéndoles entender que, si bien estaba dispuesto a ser severo con sus enemigos, trataría benignamente a los que quisieran someterse a su autoridad. En su marcha al sur, los castellanos no encontraron resistencia alguna. Lejos de eso, al pisar el territorio sometido al señor del valle de Aconcagua, encontraron una columna de indios que los esperaba para rendirles nuevamente homenaje y para ofrecerles una abundante provisión de víveres, maíz y carneros de la tierra. Almagro había hallado en el infeliz Barrientos, el oscuro desertor del ejército del Perú, un auxiliar valiosísimo, a cuya influencia debía el ver allanadas muchas de las dificultades que en otras circunstancias habría encontrado en su camino.




ArribaAbajo7. Reciben auxilios por mar y avanzan hasta Aconcagua

Antes de salir del Cuzco, Almagro, como se recordará, había despachado a Lima a tres de sus capitanes con el encargo de reunir gente y elementos para consumar la conquista de Chile. Uno de ellos llamado Rui Díaz, soldado distinguido de la conquista de Guatemala, de donde había pasado al Perú con la expedición de Alvarado, tenía orden de equipar algunos buques, y de dirigirse con ellos a las costas de Chile. En efecto, sin reparar en gastos de ninguna clase, Rui Díaz armó tres de los buques que dos años antes había llevado al Perú Pedro de Alvarado, los equipó convenientemente, y los cargó con una abundante provisión de armas, de fierro y de ropa, que le costó una suma enorme de dinero. A principios de 1536 estuvieron terminados estos aprestos, y las naves se hicieron a la mar. Como navegaban por una costa enteramente desconocida hasta entonces, recibieron instrucción de no alejarse mucho de tierra. Este itinerario debía ser la causa de todo género de contrariedades. Esas naves iban a hallarse retardadas por los vientos del sur reinantes en esa estación y por las corrientes del océano.

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Por otra parte, los buques del capitán Rui Díaz, construidos apresuradamente en Guatemala, se hallaban en mala condición. Perforados, además, por la broma, molusco abundante en aquellos mares, hacían agua por todas partes. Uno de ellos, que montaba el mismo capitán en compañía del hijo de Almagro, no pudo llegar más que hasta Chincha. Otro de los buques, combatido por vientos contrarios durante muchos meses, consumió sus provisiones de víveres y de agua, y apenas llegó al puerto de Arica. Por fin, el tercero, más afortunado que los anteriores, pasó adelante, y a mediados de mayo fondeaba en un puerto cuyo nombre no se indica, pero que debía ser el que ahora denominamos Los Vilos, o alguna caleta vecina. Allí supieron sus tripulantes que Almagro se hallaba en esas inmediaciones. Sin vacilar partió uno de ellos a comunicarle la noticia de su arribo a las costas de Chile.

Aquel mensajero encontró a Almagro el 25 de mayo208. Fue ése un día de regocijo en el campamento de los españoles. Sus caballos estaban sin herraduras, o con herraduras de cobre, gastadas e inservibles: muchas de sus armas se hallaban en mal estado: ellos mismos, después de la pérdida de sus equipajes en la cordillera, estaban obligados a vestirse con las toscas jergas que les suministraban los indios. El buque que acababa de llegar les traía un cargamento de fierro, de armas y de ropa. Los soldados de Almagro lo descargaron prontamente, montaron fraguas, herraron nuevamente sus caballos y, sin pérdida de tiempo, prosiguieron su marcha hacia el sur. El buque que trajo aquel cargamento, recibió orden de continuar su viaje con la misma dirección para servir de apoyo a las operaciones militares de los conquistadores.

Los españoles se acercaban al valle de Aconcagua en la estación menos propicia del año. El invierno había comenzado trayendo grandes lluvias, y abundancia de nieve en las serranías que los expedicionarios tenían que atravesar. En aquella región, la gran cordillera, unida por formidables contrafuertes con la cadena de la costa, forma numerosos y apretados nudos de ásperas y empinadas montañas que sólo se abajan para formar los angostos valles transversales por donde corren los pequeños ríos que descienden de los Andes. El tránsito por aquellos lugares, aun en nuestros días, ofrece serias dificultades en toda estación. En los inviernos lluviosos esas dificultades son mayores todavía. Pero los soldados de Almagro estaban acostumbrados a vencer a la naturaleza en todas sus manifestaciones. Siguiendo los estrechos senderos por donde traficaban los indios, avanzaron resueltamente, y llegaron, por fin, al valle de Aconcagua.

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Allí los esperaba el señor del valle, en la plaza del pueblo, con un número considerable de indios principales, y en medio de grandes fiestas, para celebrar la llegada de los castellanos. No era posible dudar de las favorables disposiciones de aquellas gentes. Almagro los aceptó como amigos y repartió entre ellos los presentes que traía con ese objeto, haciéndoles entender que no tenían nada que temer de sus soldados. Esa amistosa recepción era la obra de Barrientos; pero había en el propio ejército de Almagro, un individuo que estaba empeñado en perturbar la paz entre los indígenas y los conquistadores.

Era éste un indio peruano que acompañaba a Almagro desde años atrás, y que habiendo aprendido el español, le servía de intérprete en sus expediciones. Bautizado con el nombre de Felipe, en honor del príncipe heredero de España, ese indio se fingía adicto a los conquistadores, pero en toda ocasión había forjado artificiosas intrigas para procurarles dificultades. Durante la conquista del Perú, el intérprete Felipillo, como lo llamaban comúnmente los españoles, había desempeñado un odioso papel en el proceso de Atahualpa. En los valles del norte de Chile, había tratado de sublevar a los naturales contra los invasores. El mismo día que Almagro llegó a Aconcagua, y aun después de haber visto la amistosa recepción que le hacían los indios, Felipillo logró persuadir a éstos deque los españoles llevaban la intención de matarlos, como lo habían hecho con los naturales de los valles del norte.

La lengua peruana, bastante generalizada en esta parte del territorio chileno, servía al indio Felipillo para tramar su intriga y para sublevar a aquellas poblaciones. Aconsejoles con este motivo que cayesen de improviso sobre los españoles, que los quemasen en sus habitaciones, en la seguridad de que no pudiendo éstos utilizar sus caballos en la refriega, eran hombres perdidos, y tendrían que sucumbir.

El señor de Aconcagua creyó fácilmente estos maliciosos informes del pérfido lenguaraz, y aceptó en parte sus consejos. En la noche, él y los suyos abandonaron cautelosamente sus hogares, queriendo sustraerse, así, a una muerte segura. Felipillo, por su parte, tomó también la fuga, y se dirigió al norte con los pocos indios peruanos que quedaban en el ejército de Almagro, con la esperanza de llegar al Cuzco a fomentar la gran insurrección de los indígenas.

Cuando Almagro fue advertido de esta novedad, montó inmediatamente a caballo, y seguido de algunos soldados, emprendió la persecución de los fugitivos. Todo fue trabajo perdido: la oscuridad de la noche le impidió descubrir el asilo de los indios chilenos, y lo único que consiguieron los españoles fue ocupar las habitaciones de éstos, y apoderarse de sus depósitos de provisiones y de sus ganados. Una partida despachada al norte fue mucho más feliz. En las sierras vecinas apresó a Felipillo, y lo condujo al campamento de los castellanos. Creyéndose perdido, el indio intérprete confesó espontáneamente su delito. Sin dilación fue condenado a muerte, y descuartizado. Sus miembros colocados en escarpias en los caminos, sirvieron para dar a conocer aquel acto de justicia militar209. Este espectáculo demostró una vez más el poder y la penetración de los castellanos, tan prontos para descubrir a los que conspiraban contra ellos. Después de ese castigo, los indígenas comenzaron a volver a sus habitaciones, acogiéndose al perdón que les acordaba Almagro. La dominación de los conquistadores en aquella región no volvió a hallar resistencia visible. Almagro y los   —149→   suyos, en número suficiente para establecerse en el país, y con muchos más recursos que los que lo conquistaron más tarde, habrían podido comenzar entonces su colonización con plena confianza en el éxito de esta empresa.




ArribaAbajo8. Reconocimiento del territorio

Pero Almagro y sus compañeros habían soñado que hallarían una región cuajada de oro, según la expresión de los españoles. El país parecía propicio para los trabajos tranquilos de la agricultura; y su clima, aun en el rigor del invierno, era tan benigno, que los invasores no tuvieron que sufrir más que la pérdida de tres hombres después de las que experimentaron en el paso de las cordilleras.

Habituados a recorrer en sus conquistas países pestíferos y malsanos, el suelo de Chile, aunque desprovisto de las frutas delicadas que habían hallado en las regiones tropicales210, les pareció benigno y apto además para el cultivo del maíz y de las producciones europeas. No era esto, sin embargo, lo que ellos buscaban. Así, pues, desde que vieron que no existía la abundancia de metales preciosos de que se les había hablado en el Cuzco, no pensaron más que en dar la vuelta.

Antes de tomar esta determinación, quiso Almagro adelantar el reconocimiento del país. Confió al capitán Gómez de Alvarado, hermano del conquistador de Guatemala, una columna de setenta jinetes y de veinte infantes, y le encargó que marchase al sur en exploración del territorio. El mismo General, cuya actividad no conocía momento de sosiego, comenzó a recorrer todos los distritos de las inmediaciones. Visitó primero la costa vecina a aquellos valles. Como encontrara allí la nave que le había traído socorros del Perú211, Almagro mandó repararla haciendo tapar sus hendiduras, a falta de otro material, «con ropa de indios y sebo de ovejas». Puso a su bordo un capitán y sesenta soldados, y ordenole que explorase la costa en su prolongación al sur, reconociendo los puertos y caletas, y apoyando las operaciones del capitán Gómez de Alvarado, que seguía el mismo rumbo por la vía de tierra. El viaje de esa nave se frustró por completo. Después de veinte días de navegación, sólo pudo avanzar unas pocas leguas. Ni las condiciones del buque ni la estación de invierno favorecieron ese reconocimiento.

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En tierra también se hicieron otras exploraciones dirigidas por Almagro. Recorrió todo el valle de Chile, es decir, toda la hoya del río Aconcagua, y pasó a la provincia de los Picones, su comarcana, esto es, a la región bañada por el río Maipo y sus afluentes del norte. El resultado de estos reconocimientos fue verdaderamente desconsolador Almagro halló diversos pueblos de indios, de diez o quince casas cada uno, pero esas casas eran chozas o cabañas miserables que demostraban la pobreza de sus habitantes. Los campos eran fértiles y apropiados para la agricultura; pero no era eso lo que buscaban los españoles. Encontraron éstos las minas o lavaderos de oro que los indios explotaban en las quebradas y en los cauces de los arroyos para pagar al Inca los tributos a que estaban obligados. Esas minas, dice el cronista Oviedo, estaban «tan bien labradas como si españoles entendieran en ello»; pero su rendimiento era tan reducido que la mejor batea no produjo más de doce granos. No cabía duda de que el gasto de la explotación, aun contando con el trabajo forzado y gratuito del indio, sería probablemente superior al provecho que podría sacarse de ella.

Almagro pudo reconocer en estos viajes que la gran cordillera se extendía sin interrupción de norte a sur como una barrera formidable entre Chile y las regiones orientales. Pero movido siempre por la ilusión de descubrir las riquezas minerales de que se le había hablado en el Cuzco, creyó que el país del oro podía estar al otro lado de los Andes. Fue inútil que los indios le informasen que el paso de aquellas montañas presentaba las mayores dificultades, y que los indios que habitaban al otro lado, en llanuras cenagosas y pobres, eran gentes miserables, sin agricultura y sin minas, que se alimentaban de la caza, que eran guerreros feroces, y que comían carne humana212. Sin querer dar entero crédito a estos informes, y sin reparar en que la estación de invierno hacía imposible esa exploración, Almagro ordenó que algunos de sus soldados emprendieran ese reconocimiento. A la segunda jornada de marcha, retrocedieron espantados esos exploradores. La cordillera estaba nevada hasta su base, no se descubría camino ni sendero por ninguna parte: los caballos no podían dar un paso más y no había medio de transportar los víveres indispensables para tal viaje. Almagro tuvo que desistir de toda tentativa de exploración por aquella parte.

Entre tanto, había llegado al valle de Chile el capitán Rui Díaz con el hijo de Almagro y con ciento diez soldados, después de un viaje que en nuestro tiempo parece increíble. Había desembarcado en Chincha, como ya lo mencionáramos, y allí había tomado los caminos de la costa del Perú desafiando todos los peligros que presentaban los hombres y la naturaleza. Esta región es formada por una serie de desiertos áridos y secos, interrumpidos a largos trechos por los angostos valles que forman los ríos que bajan de las montañas. En esos desiertos no hay ni agua ni vegetación. Un sol abrasador durante el día, neblinas espesas y heladas durante la noche mortifican, sin cesar, al viajero que se aventura a recorrerlos. El Perú entero, por otra parte, estaba sublevado contra los conquistadores, de tal suerte que cuando esperaban hallar algún alimento en los valles, se veían forzados a sostener rudos combates con los indígenas. «Puédese creer, dice el cronista Oviedo, que ningún grano de   —151→   maíz hubieron que a sangre no le pesasen». Los castellanos perdieron en esas refriegas doce hombres y muchos caballos; pero nada podía entibiar su determinación, y después de más de tres meses de marcha, llegaron al valle de Copiapó donde sus padecimientos encontraron término. Sin detenerse mucho tiempo en ese lugar, avanzaron al sur y, al fin, se reunieron en Aconcagua con el jefe de la expedición.

El viejo Almagro debió tener un día de gozo al abrazar al hijo idolatrado en que estaban reconcentradas todas sus afecciones de familia. Pero esta satisfacción estaba turbada por un triste convencimiento. En Chile no había hallado la rica región en que pensaba fundar un gobierno que le hubiese hecho grande y poderoso, y que le hubiera permitido legar a su único heredero un rango digno de su ambición. La última esperanza que había fundado en la exploración que por entonces practicaba Gómez de Alvarado en los campos del sur, vino a desvanecerse en breve. Después de una correría de cerca de tres meses, volvía éste a reunirse a sus compañeros, trayéndoles las más tristes noticias.

Gómez de Alvarado había avanzado ciento cincuenta leguas, según sus cálculos213. La tierra que había recorrido durante cerca de tres meses, era pobre y poco poblada. En aquella estación, los campos, yermos y tristes, estaban cubiertos de ciénagas y tremedales. Los ríos y arroyos que habían entorpecido la marcha de los exploradores, se hacían más frecuentes y más abundantes mientras más se avanzaba hacia el sur. Las lluvias eran tan constantes y el clima tan frío, que en un solo día causaron la muerte de un gran número de indios auxiliares214. Los expedicionarios habían pasado veinticinco días sin hallar maíz para ellos ni para sus caballos. En la parte norte de la región explorada, los indios vivían agrupados en especies de aldeas sumamente miserables. Más al sur estaban desparramados en los campos, habitaban cuevas y estaban vestidos con cueros de animales. Estos indios eran groseros y feroces, no cultivaban la tierra, se alimentaban de raíces y de yerbas, comían carne humana, y se resistían a toda civilización. Según la expresión consagrada por los conquistadores, eran verdaderos caribes. Los informes recogidos acerca de la región situada más al sur del territorio explorado, eran todavía más desconsoladores. Aunque esta descripción era exacta en el fondo, los exploradores tenían interés en exagerar las malas condiciones del país para establecer una colonia. Habían soñado un país abundante en metales preciosos, y ahora querían salir de él, porque el suelo no estaba cuajado de oro, según la expresión de uno de ellos215.



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ArribaAbajo9. Resuelven los españoles dar la vuelta al Perú y retroceden hasta Copiapó

En el campamento de los españoles no se habló desde entonces más que de dar la vuelta al Perú. Sólo Almagro persistía en prolongar su residencia en Chile, y quizá en establecerse definitivamente en este país. Pero el viejo capitán, tan enérgico y tenaz en las empresas militares, tan valiente y obstinado delante del enemigo, era débil como un niño ante las sugestiones de sus secuaces y consejeros. Representáronle éstos que su regreso al Perú iba a ponerlo en posesión de una provincia rica y poderosa, que uno de sus capitanes que acababa de llegar a Copiapó le traía el título real que confirmaba sus derechos indisputables a la gobernación de la Nueva Toledo, y que el Cuzco estaba en los límites de sus dominios. Cuando sus amigos lo sintieron vacilar ante estos consejos, le hicieron una reflexión que debía ser decisiva. Almagro había gastado en esta expedición casi toda su fortuna. Si la muerte le sorprendía antes de tomar posesión del gobierno que le había concedido el Rey, su hijo no pasaría de ser don Diego de Almagro, es decir, el heredero de un nombre ilustre, sino un pobre hidalgo desamparado y sin bienes de fortuna216. El jefe expedicionario se dejó seducir por estos consejos, que al fin habían de costarle la vida, y dio la orden de ponerse en marcha para el norte.

Los aprestos se hicieron con la mayor rapidez y con un desprecio absoluto de todas las consideraciones de humanidad. Almagro dio licencia a sus soldados para que rancheasen la tierra, expresión que significaba la facultad para saquear a los pobres indios, quitarles sus víveres, sus ganados y cuanto objeto podía ser útil a los españoles en su retirada. Les permitió, además, tomar tantos indios cuantos necesitasen para el carguío de sus provisiones y de sus bagajes. Los castellanos pensaban no volver más a Chile. En esta seguridad, poco les importaba esquilmar el país y destruir a sus naturales, con quienes no habían de tener en adelante relación alguna, y cuyo odio debía serles del todo indiferente.

Los valles en que habían residido los españoles durante esos tres meses, habían alcanzado bajo la dominación de los incas un grado considerable de prosperidad industrial. Sus campos, cruzados por numerosos canales, y cultivados con esmero, producían abundantes cosechas de maíz, y contaban varias agrupaciones de casas modestas, pero que debían ser el origen de pueblos en que podría desarrollarse una mayor civilización. Todo aquello quedó asolado y casi destruido; y esos pobres indios conservaron el más triste recuerdo de aquellos funestos huéspedes. Por lo demás, éstos eran los usos corrientes de la Conquista en estos países. «No es pequeño dolor, dice un honrado cronista, testigo de esas devastaciones, contemplar que siendo aquellos incas gentiles e idólatras, tuviesen tan buena orden para saber gobernar y conservar tierras tan largas, y nosotros, siendo cristianos, hayamos destruido tantos reinos; porque, por donde quiera que han pasado cristianos conquistando y descubriendo, otra cosa no parece sino que con fuego se va todo gastando»217.

No hubo un solo español que no tomase algunos indios de servicio. Los que tenían cadenas, los amarraban con ellas; y los que no las tenían, hicieron fuertes sogas de cueros de guanaco para aprisionar a sus servidores por medio de cepos o lazos que los retenían por el   —153→   cuello. Los indios cargaban los víveres, las ropas y las camas de los españoles, sin tener otro alimento que un poco de maíz tostado, y estaban obligados a andar sin descanso, atados en sartas de diez a doce individuos. Si uno de ellos se enfermaba de extenuación y de fatiga durante la marcha, la sarta no se detenía por eso; y cuando moría alguno de estos infelices, le cortaban la cabeza para no abrir el candado de la cadena o para no deshacer el lazo; y dejando tirado el cadáver, la comitiva seguía su camino tranquilamente. Español hubo, dice un testigo de vista, que se alababa de que los doce indios de su sarta habían muerto de esa manera, sin dejarlos salir de la cadena. Si durante la noche, mientras dormían en los alojamientos, algún indio se movía, el español encargado de vigilarlos les daba de palos para castigar, decía, un intento de fuga218. Los españoles no perdonaban medida alguna para aterrorizar a esos pobres indios. Las penalidades de este viaje, que debían ser mucho mayores más allá de Copiapó, fueron considerables desde sus primeros días. Los castellanos, sin embargo, marchaban contentos con la idea de llegar prontamente al Perú, y aceleraban cuanto les era dable sus jornadas. Almagro, seguido de treinta jinetes, se adelantó a sus compañeros; y andando sin descanso y casi sin víveres, llegó a Copiapó después de quince días de viaje, cuando sus caballos, rendidos por tan penoso viaje, no podían dar un paso más.




ArribaAbajo10. Almagro se reúne a sus capitanes Rodrigo Orgóñez y Juan de Rada

Allí lo esperaban dos de sus mejores capitanes, Rodrigo Orgóñez y Juan de Rada, con un buen número de soldados españoles. Uno y otro habían llegado hacía poco del Perú, y le traían noticias importantes que habían de tener gran influencia en su ánimo para hacerlo acelerar la partida.

Hemos referido que al partir del Cuzco, Almagro había dejado en esta ciudad a Rodrigo Orgóñez con el encargo de reunir otra columna de españoles y de marchar a Chile en su seguimiento. Dotado de gran valor y de gran entereza, soldado experimentado de las guerras de Italia, donde había asistido al saco de Roma, Orgóñez se distinguía, además, por su lealtad incontrastable hacia Almagro219. En el Cuzco juntó a todos los aventureros que querían partir para esta expedición, así como un buen número de caballos, de negros esclavos y de armas; y a su cabeza se puso en marcha para Chile220. Siguiendo el mismo camino que había   —154→   tomado Almagro, Orgóñez encontró víveres en la altiplanicie del Collao, esto es, en las orillas del lago Titicaca, cuyos habitantes, aunque inquietos y próximos a sublevarse, no querían anticipar el momento de la rebelión. Pero desde que los castellanos llegaron a Tupiza, les fue necesario buscarse el alimento con las armas en la mano. Los indios colocados en las alturas de las montañas por donde los invasores tenían que desfilar, hacían rodar grandes piedras sobre ellos, y causaron la muerte de algunos. Orgóñez, urgido en llegar cuanto antes a Chile, no quiso perder tiempo en inútiles combates, contentándose con abrirse camino y con seguir su viaje en medio de las mayores privaciones. Sólo en Chicoana se proporcionó algún maíz y, más adelante, las semillas de algarrobo que le sirvieron para hacer pan. Con estos víveres llegó al pie de las cordilleras, cuyo paso ofrecía entonces mayores dificultades que las que había encontrado Almagro. El invierno había comenzado, había caído nieve en las montañas y los fríos eran horribles; pero nada fue capaz de detener al esforzado capitán. Al atravesar los Andes perdió algunos de los suyos: a él mismo se le helaron las manos hasta caérseles las uñas y el cuero de los dedos. Después de un viaje penosísimo de siete u ocho meses, Orgóñez llegó a Copiapó, donde los indios, recibiéndolo como amigo, le ofrecieron víveres y un lugar de descanso para reponerse de sus fatigas221.

Tras de él, y en peores condiciones todavía, llegó Juan de Rada. Este valiente capitán, compañero de Alvarado en la conquista de Guatemala, había pasado al Perú con este jefe; pero desde que se desorganizó aquella expedición, se había plegado a Almagro, a quien sirvió con una lealtad y con una honradez que no se desmintieron jamás. Al prepararse la expedición a Chile, Rada, como ya contamos, había sido despachado a Lima a reunir gente para la campaña. Su pensamiento era embarcarse en el Callao y venir por mar a reunirse con Almagro.

Pero en ese tiempo llegaba de España Hernando Pizarro, trayendo los despachos originales que fijaban los límites de las gobernaciones de la Nueva Castilla y de la Nueva Toledo. Rada, en representación de Almagro, reclamó los títulos de éste. El caviloso Hernando Pizarro, impuesto de las dificultades a que había dado lugar la posesión del Cuzco, se negó con diversos pretextos a entregárselos. Tanto Hernando como su hermano, el Gobernador, temían que Almagro, abandonando la conquista de Chile, intentase de nuevo apoderarse de la capital del imperio de los incas, y querían poner a esta ciudad en estado de resistir cualquier ataque. Al efecto, Herrando debía tomar el mando de la plaza, y con este objetivo se puso en marcha para el interior a los pocos días de haber llegado de España. Rada salió en su compañía, y seguido de los soldados que estaban listos para acompañarlo a Chile. Cuando llegaron al Cuzco, y cuando Hernando Pizarro creyó que nadie podría disputarle la posesión de la ciudad, entregó a Rada los despachos reales que conferían a Almagro el título de gobernador de la Nueva Toledo.

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Sólo entonces pudo Rada emprender su viaje222. Al sur del Cuzco se le juntaron algunos españoles, y su columna llegó a contar ochenta y ocho hombres, fuera de los indios de servicio. Su marcha fue sumamente penosa. Por todas partes los indios ocultaban sus bastimentos y oponían a los expedicionarios una porfiada resistencia. Rada y los suyos no podían procurarse los víveres sino con la punta de sus lanzas. En una parte del camino no tuvieron más alimento que las semillas de algarrobo. Al llegar al pie de la cordillera, sus provisiones estaban tan agotadas que les fue forzoso despachar adelante algunos emisarios para pedir a Orgóñez que los socorriese, enviándoles víveres a las montañas.

Pero si esta precaución les proporcionó algunos recursos, no los libertó de las horribles molestias del viaje. Rada pasó los Andes en pleno invierno, es decir, en agosto de 1536. Aunque la nieve que cubría el suelo no era bastante espesa para impedir el paso, los fríos de la antiplanicie habrían acobardado a hombres menos resueltos que los que formaban su división. Estando obligado en una ocasión a descansar en su marcha, Rada hizo recoger los cadáveres que allí habían quedado de las expediciones anteriores, y que a causa del frío seco de las alturas se encontraban en perfecto estado de conservación, los amontonó en forma de muralla para resguardarse del viento helado del oeste, y pasó la noche al abrigo de aquel fúnebre parapeto223. Esta misma circunstancia permitió a Rada utilizar la carne de los caballos muertos en las dos expediciones anteriores. Algunos castellanos se daban de cuchilladas disputándose las lenguas y los sesos de aquellos animales muertos hacía ya cinco meses. «Quien los comía, dice el cronista que ha consignado estas noticias, pensaba que tenía mirrauste y manjar blanco u otro de más precioso y agradable sabor». Cuando Rada refería a Almagro los sufrimientos de su viaje, el viejo capitán se convenció de que las penalidades por que él y los suyos pasaron en los Andes, eran «bonanzas cotejadas con lo que este capitán contó de su camino, y que los primeros en este viaje fueron los mejor librados»224. Al reunirse con Orgóñez en el valle de Copiapó, Rada y los suyos encontraron, por fin, el descanso de tantas fatigas.




ArribaAbajo11. Emprende la vuelta al Perú por el desierto de Atacama

Cuando Almagro llegó a Copiapó, estaba ya resuelto a abandonar la conquista de Chile. Rada y Orgóñez, que tenían gran valimiento en su ánimo, robustecieron eficazmente su determinación. A juicio de todos ellos, era preciso marchar prontamente a tomar posesión del gobierno de la Nueva Toledo y, sobre todo, de la importante ciudad del Cuzco, que debía   —156→   ser su capital. Todos ellos creían firmemente que esta ciudad estaba en los límites de esa gobernación, y que sólo la arrogancia y la mala fe de los Pizarros podía poner en duda los derechos incuestionables de don Diego de Almagro. Así, pues, inmediatamente comenzaron a hacer los aprestos para el viaje, esto es, la recolección de víveres arrancados a los infelices indios de esos valles. El ejército de Almagro había ido reuniéndose en aquellos lugares, y antes de fines de septiembre estaba todo pronto para la partida.

Pero en esos momentos se suscitaba una grave dificultad. Para llegar al Cuzco había dos caminos, a cual peor y más penoso. El viaje por las cordilleras de Copiapó y por los valles de Chicoana y de Jujui había dejado en los expedicionarios el más penoso recuerdo; y debía ser ahora mucho más difícil desde que el sol de primavera no había alcanzado a derretir la nieve acumulada en las alturas durante el invierno. Ese paso no podía estar expedito sino uno o dos meses más tarde, y entonces los españoles habrían llegado a los valles orientales en un momento muy poco favorable, cuando los sembrados de maíz no habrían llegado aún a su madurez. A la vez que les impondría mil privaciones y sufrimientos, ese camino iba a retardarlos en su marcha.

El otro era el que había recorrido en parte el capitán Rui Díaz en el sorprendente viaje que había hecho desde Chincha hasta el valle de Chile. Era preciso atravesar los extensos y áridos desiertos de Atacama y de Tarapacá, y la serie de despoblados y de estrechos valles que median hasta llegar a Arequipa, desde donde comienza el camino áspero y fragoso de las montañas. En la mayor parte de esos territorios, los expedicionarios no debían hallar víveres de ninguna clase, y estarían obligados a recorrer grandes distancias, bajo un sol abrasador, y sin encontrar una gota de agua. Las pequeñas vertientes que allí hallasen, conocidas con el nombre de jagüei, no podían suministrar bebida en el mayor número de los casos, más que para unos pocos soldados, de manera que en aquellos lugares, el ejército de Almagro tendría que marchar en grupos aislados.

Los conquistadores españoles del siglo XVI estaban profundamente convencidos de que desempeñaban una misión divina. Venían a América a enriquecerse a expensas de los desgraciados indios, pero creían que estaban combatiendo por una causa santa, la propagación de la fe de Cristo, empresa autorizada por el Papa y protegida por el cielo, que los facultaba para tiranizar a los infieles y para arrebatarles sus tesoros. Los toscos soldados, que acababan de explorar Chile, habían cometido y seguían cometiendo esas violencias y esos crímenes que hacen estremecer el corazón y, sin embargo, invocaban a Dios con una tranquilidad de conciencia que nos da la medida de las ideas morales de su siglo. Cuando vacilaban en la elección del camino que debían seguir, celebraban misas y oraciones para que Dios los iluminase. Estas rogativas, como debe comprenderse, no sirvieron más que para fortificarlos en la convicción que tenían de antemano. Así, pues, por unanimidad se acordó tomar la vía de los desiertos.

Los expedicionarios hicieron los preparativos para el viaje con las precauciones que les aconsejaba el conocimiento de las condiciones físicas del territorio que debían atravesar. Comenzaron, como ya dijimos, por recoger todas las provisiones que pudieron quitar a los indios. Llenaron de agua todas las vasijas de barro que hallaron, las calabazas y los odres que alcanzaron a hacer con cueros de guanaco. Hicieron herraduras o zapatos para los guanacos y las llamas que debían llevar como bestias de carga. Almagro dispuso, además, que partiesen adelante cinco jinetes con caballos de repuesto, y con algunos negros provistos de azadones para que fueran ensanchando los pozos o jagüeyes, a fin de que tuvieran la   —157→   mayor cantidad posible de agua. Mandó que sus soldados marchasen en grupos de a seis o de a ocho individuos, de manera que unos durmiesen en el lugar de donde habían partido los otros, y que no hiciesen jornadas de más de tres o cuatro leguas para no fatigar sus caballos y las bestias de carga. Como podía suceder que los indios rebelados del Perú intentasen atacar a los españoles así diseminados en la marcha, Almagro, con una prudencia que demuestra sus talentos de soldado, ordenó que uno de los suyos, el capitán Francisco Noguerol de Ulloa, se embarcase con ochenta hombres, en el buque que había venido del Perú, y que fuese a echarlos a tierra al norte del desierto de Atacama para que allí formasen un centro de resistencia capaz de poner a sus soldados fuera del alcance de un golpe de mano de los indígenas. Los vientos del sur, reinantes en esa época, favorecieron admirablemente esta operación.

En el momento de partir, ejecutó Almagro un acto de generosidad que con razón ha consignado la historia. Queriendo confortar a sus soldados abatidos por los sufrimientos de la campaña, y consolarlos de la decepción que habían experimentado en su esperanza de enriquecerse, los reunió a todos, y después de un corto discurso, comenzó a romper una a una las escrituras que le habían firmado por los capitales que les adelantó al salir del Cuzco. «No creáis, les dijo, que por esto dejaré de daros a vos y a mis amigos lo que me queda, porque nunca deseé dineros ni hacienda sino para darlo». Uno de los cronistas que han consignado esta noticia con todos sus pormenores, estima aquella generosa condonación de deudas en ciento cincuenta mil pesos de oro225. Otro historiador español, haciendo el retrato moral de Almagro, cuenta también este hecho y termina con esta dolorosa reflexión: «Liberalidad de príncipe más que de soldado; pero cuando murió, no tuvo quien le pusiese un paño en su degolladero»226.

La retirada de los españoles se efectuó con toda regularidad. Muchos de los indios peruanos que a la llegada de Almagro a Copiapó seis meses atrás, se habían ocultado cuidadosamente, comenzaron a aparecer y fueron muy útiles en este viaje. El valiente Orgóñez marchaba a la vanguardia. Almagro fue el último que salió del valle de Copiapó, cuidando que se cumpliesen todas sus órdenes. Pero así que se halló en el desierto, redobló el paso, y adelantándose a sus compañeros, llegó a mediados de octubre al pequeño pueblo de Atacama, donde lo esperaban Orgóñez y Noguerol de Ulloa. Allí fue reuniéndose todo el ejército para renovar sus provisiones antes de penetrar en las llanuras desiertas de Tarapacá. Sus caballos estaban tan flacos y extenuados que tuvieron que darles dieciocho días de descanso en Atacama para poder proseguir la marcha.

Nuevas contrariedades esperaban todavía a los expedicionarios. Continuaban sufriendo un calor abrasador durante el día y neblinas frías y penetrantes en la noche; pero al menos no habían experimentado en el desierto de Atacama las hostilidades de los indios. Al penetrar en los despoblados de Tarapacá, les fue necesario mantenerse con las armas en la mano para rechazar los ataques de los indígenas rebelados contra los conquistadores. En Arica se hallaba uno de los buques que habían partido del Callao en auxilio de Almagro. Las provisiones de víveres y de agua estaban agotadas en ese buque después de un viaje que había   —158→   durado algunos meses. El desembarco de los castellanos para renovar esas provisiones era materialmente imposible, porque los indios comarcanos los recibían en son de enemigos, y les impedían llegar a tierra. Fue necesario que se adelantase el capitán Saavedra en su socorro. Superiores a todas estas dificultades, Almagro y sus compañeros llegaron por fin a Arequipa a principios de 1537. A pesar de todos los sufrimientos de semejante viaje, los españoles no perdieron más que treinta caballos en la travesía de aquellos desiertos, pero no pereció ni un solo cristiano.




ArribaAbajo12. Fin desastroso del primer explorador de Chile. Historiadores de la expedición de Almagro (nota)

El Perú pasaba entonces por una crisis que estuvo a punto de concluir con el poder de los conquistadores. La raza indígena se había sublevado en todo el territorio, desplegando en la lucha un ardor de que no se la habría creído poseedora. Desde febrero de 1536 el Cuzco estaba sitiado por un ejército innumerable de indios mandados por el inca Manco. El gobernador Pizarro, incomunicado con sus hermanos y amenazado él mismo en Lima, hacía prodigios para reunir fuerzas con que combatir el levantamiento. En sus apuros, había pedido socorros a Panamá y a Nicaragua y, aunque comenzaban a llegarle esos auxilios, su situación era todavía muy crítica.

Pizarro habría debido contar en esos momentos con Almagro que tenía a sus órdenes un cuerpo de excelentes tropas, capaces por su calidad y por su número, de dominar la insurrección peruana. Esas tropas, es verdad, estaban en Chile, separadas por una gran distancia del teatro del levantamiento. Pero aun así, era más fácil y expedito el obtener la ayuda de ellas, que el pretender organizar nuevos cuerpos de auxiliares en colonias mucho más lejanas. Sin embargo, la soberbia de Pizarro, su mal disimulado encono contra Almagro a causa de las rivalidades anteriores, y el temor de que este jefe volviese al Perú a apoderarse del Cuzco, pudieron más en su ánimo que los peligros de que se hallaba rodeado. Así, pues, en los momentos en que imploraba socorro de todas partes, no hizo dar un solo aviso a su antiguo compañero.

Almagro, sin embargo, llegaba en tiempo para contener la insurrección. En efecto, después de cortas diligencias, el sitio del Cuzco fue levantado; pero entonces se originó la guerra civil entre los conquistadores. Almagro, vencedor en los primeros encuentros, se mostró generoso con sus rivales. Habiendo tomado prisioneros a Herrando y a Gonzalo Pizarro, así como a otros jefes enemigos, respetó sus vidas contra el consejo de sus propios capitanes que habrían querido desembarazarse de enemigos tan peligrosos. No fue propiamente este rasgo de generosidad lo que perdió a Almagro, sino su candor. Se dejó envolver por las artificiosas negociaciones promovidas por sus adversarios, perdió un tiempo precioso que éstos emplearon en engrosar sus filas, y acabó por ser vencido en el campo de Las Salinas, en las inmediaciones del Cuzco, el 6 de abril de 1538. Tres meses después, el 8 de julio, Hernando Pizarro, el implacable enemigo del valiente y candoroso Almagro, hacía aplicar a éste la pena de garrote dentro de un calabozo y luego mandaba decapitar su cadáver en la plaza pública.

Así acabó la vida del primer explorador del territorio chileno. Su nombre puede estar manchado por las crueldades que los suyos cometieron con los indígenas, pero su valor   —159→   heroico en los combates, su resignación y su constancia para soportar los mayores sufrimientos, su espíritu audaz y emprendedor, su generosidad para con sus rivales, y su desprendimiento tan raro entre los codiciosos soldados de la Conquista, le han labrado una gloria inmortal, que no empaña el suplicio en que se le arrancó la vida.

El sacrificio de Almagro no puso término a las disensiones civiles de los conquistadores del Perú. Lejos de eso, fue la señal y origen de nuevas venganzas y de nuevas guerras. En ellas sucumbieron de una manera más o menos desastrosa casi todos los capitanes que habían acompañado a Almagro en su expedición a Chile, pero también costaron la vida a Francisco Pizarro y a muchos de sus más apasionados parciales y consejeros. El hijo de Almagro, el único heredero de su nombre, fue decapitado en el Cuzco en 1542, sin pedir otra gracia que la de que se le sepultase al lado de su padre. La relación de estas luchas y de estos horrores no forma parte del cuadro de nuestra historia227.