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Historia general de Chile

Tomo Primero

Diego Barros Arana



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portada



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ArribaAbajoNota de los editores

Para ilustrar al lector y al especialista que consultará esta nueva edición de la ahora Historia general de Chile de Diego Barros Arana, sus editores quisieran dejar constancia de los criterios adoptados con relación al original y de algunos elementos que habrán de tenerse en cuenta.

El texto fue digitado siguiendo exactamente la primera edición publicada entre 1884 y 1902, salvo el cambio inmediato de la ortografía en el uso de la «j» por la «g», la «i» por la «y» y la «x» por la «s». En todo lo demás se cuidó la remisión estricta a aquélla, sin cambiar terminaciones verbales, nombres propios, enclíticos, palabras hoy en desuso por sus eventuales sinónimos, uso de mayúsculas, etcétera.

Por no ser ésta una edición facsimilar de la primera, ni una edición crítica o con orientaciones filológicas, resultaba natural actualizar la ortografía, ciertos giros en la sintaxis y otros elementos gramaticales y ortográficos que la hicieran más accesible al lector de hoy. Sin embargo, se tuvo siempre presente la alta capacidad literaria de Barros Arana -la que, a pesar del desarrollo de la escritura en lengua castellana, es sencillamente notable- y la situación histórica desde la cual escribió.

En cuanto al fondo, debe destacarse que esta nueva edición de la Historia general de Chile incluye las correcciones manuscritas hechas por el propio Barros Arana en su ejemplar personal -que se conserva en la Sala Medina de la Biblioteca Nacional- lo que, como es obvio, representa un aporte respecto a la edición anterior.

Los volúmenes se presentan en su disposición original, agregándose, eso sí, un prólogo de Sergio Villalobos R. sobre la trayectoria y la obra de Diego Barros Arana que se incluye en el tomo I; y un índice onomástico, como tomo XVII, que sigue y completa el que Carlos Vicuña Mackenna publicó en 1936.

A diferencia de la primera edición, en que las ilustraciones se reproducían encartadas con recuadros sepias y sin foliación, ahora se han incluido en el cuerpo de la obra, pero siguiendo su disposición original. Esto, principalmente, por razones de comodidad y costos.

Largo sería enumerar la cantidad de detalles y problemas puntuales que hubo que resolver para enviar a prensa la Historia general de Chile de Diego Barros Arana. Baste decir que la mayor parte de ellos se transformaron en interesantes desafíos para los profesionales de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos y de la Editorial Universitaria, S.A., que trabajaron en la edición que el lector tiene en sus manos.



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ArribaAbajoUna vida y una obra

Sergio Villalobos R.

Grandeza del trabajo intelectual

No sé cuántas veces he leído las páginas finales de esta Historia.

Vuelvo a recorrerlas, sumiéndome una vez más en la experiencia del autor, en su reflexión y en la sabiduría frente a la vida intelectual. Ahí está «Mi conclusión», tan válida hoy como en la época en que el historiador, cargado ya de años, la escribió con palabras sencillas y serenas.

Leo procurando adivinar el estado de ánimo de Barros Arana tras la aparente frialdad de su escrito: «He llegado al término a que me propuse alcanzar cuando hace más de veinte años comencé a coordinar en forma regular y cronológica el gran acopio de noticias que había reunido sobre la materia de este libro, y cuando escribí sus primeras páginas». Más adelante recuerda el esfuerzo de tantos años al ritmo de los pasos de la vida: «Las últimas páginas de este libro fueron escritas en septiembre de 1899. En este largo período he tenido que pasar por peripecias que parecían inhabilitarme para todo trabajo, he experimentado dolorosas desgracias de familia que me agobiaron penosamente, y que debieron doblegar mi espíritu para siempre, y me he visto obligado a prestar una atención sostenida y casi podría decir absoluta a trabajos trascendentales que me tenía encomendado el gobierno. Sin embargo, con la sola excepción de algunas semanas en que estuve postrado por dos distintas enfermedades, durante esos dieciocho años casi no he dejado pasar un solo día en que no haya escrito a lo menos una página de esta Historia. Este trabajo incesante, que podría parecer en exceso monótono y abrumador, ha sido para mí el más grato de los pasatiempos, el alivio de grandes pesares, y casi podría decir el descanso de muchas y muy penosas fatigas».

Se había identificado por completo con su obra que, como toda gran tarea, es mucho más que un trabajo. Es una misión, una obsesión, una entretención y un encantamiento al que es difícil escapar.

Los hechos adversos, aludidos de paso, fueron de diversa índole. El más duro fue la muerte de su único hijo varón, ocurrida al caer por una escalera al patio de la casa cuando tenía once años de edad. Barros Arana quedó envuelto en el dolor y la desesperación. Sin embargo, debía superarse. Obligó a su espíritu a aferrarse más que nunca a la historia, para continuar la vida en el sentido escogido.

La rectoría del Instituto Nacional, entre vendavales y una tormenta final, fue una preocupación de primera importancia; pero más agobiante fue su participación en la cuestión   —XII→   de límites con Argentina y su desempeño como perito en la fijación de la línea divisoria, que además de ser una tarea abrumadora, colocó en sus hombros una responsabilidad ante toda la nación y su futuro territorial.

En medio de esos quehaceres, hay que imaginarlo escribiendo, por lo menos, la página diaria, quizás cuando la noche cerraba apacible. La Historia jeneral también era una responsabilidad con la nación entera, su pasado y el porvenir.

El hogar y los estudios

Quinto hijo del matrimonio de Diego Antonio Barros y de Martina Arana Andonaegui, el futuro historiador conoció la vida de un hogar muy acomodado y también las desgracias de una existencia corriente. Su padre era un hombre correcto y de carácter educado, que muy joven, en los días de la Independencia, había comenzado a hacer fortuna en el comercio. Doña Martina era una dama argentina, muy bien relacionada con las familias de Buenos Aires.

El padre se vinculó por negocios con figuras importantes de la época y se inmiscuyó en los movimientos políticos. Adhirió a la emancipación del país, fue partidario de O'Higgins y San Martín, y se comprometió en los preparativos de la Expedición Libertadora del Perú. Tuvo tratos con don Ignacio de la Carrera y familiares suyos por el arriendo de la hacienda San Miguel, en el Monte, que terminaron en un pleito enojoso.

La madre falleció cuando don Diego tenía cuatro años y él creyó conservar un recuerdo borroso de ella en su lecho de enferma, aunque sin saber si era sólo una fantasía surgida de las conversaciones familiares.

Una tía, hermana de su padre, se hizo cargo del hogar y mantuvo en él un espíritu profundamente cristiano y bondadoso. Las primeras enseñanzas, los ejercicios religiosos y las lecturas piadosas fueron parte de una formación rigurosa. El calendario cristiano era seguido escrupulosamente en la vieja casona situada en la calle Ahumada, frente al actual Banco de Chile. Desde allí se iba a la iglesia de San Agustín, en un ritual que era parte natural de la existencia.

No podía ser más estrecha la relación con la Iglesia. En cierta festividad religiosa, anotaría Martina Barros de Orrego, sobrina de don Diego, en sus Recuerdos de mi vida, el obispo don Rafael Valentín Valdivieso se separó de una procesión para entrar en casa de la familia Barros, vistiendo los paramentos episcopales y con la parafernalia a su alrededor, para cambiar de vestimenta.

La formación religiosa caló hondo en los conocimientos de don Diego. Siempre demostró conocer la doctrina y acaso para sugerir que no era un comefrailes rústico, exhibía con moderación aquel saber en episodios de la vida corriente. En más de una ocasión puso en aprietos, con sus conocimientos, a curas y señoras muy devotas.

Durante la Guerra Civil de 1891, para escapar a la persecución del gobierno, buscó refugio lejos de la ciudad, en el convento de los dominicos de Apoquindo, cuyas puertas le fueron abiertas por don Crescente Errázuriz, futuro arzobispo de Santiago y también gran historiador. Allí, en la monótona vida de claustro, solían rodearlo los novicios, curiosos ante la figura del librepensador y, entre otros temas, escuchaban de sus labios la vida del santo de cada día.

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La formación colegial que recibió Barros Arana no fue muy estimulante, dado el lastre colonial que todavía pesaba en la enseñanza. En el Instituto Nacional estudió latín, gramática, filosofía, francés e historia del Antiguo Oriente. Aún no se iniciaba el aprendizaje de la historia de Chile y de América. Alcanzó a estudiar algunos ramos de derecho antes de ser retirado a causa de una tuberculosis incipiente.

Había comenzado ya, por propia iniciativa, a los dieciséis o diecisiete años, lecturas de la historia del país. Cayeron en sus manos, por entonces, el Compendio de la historia civil, geográfica y natural del abate Molina, las Memorias del general William Miller, la Historia de la revolución hispanoamericana del español Mariano Torrente y la Historia física y política de Chile de Claudio Gay, cuyos dos tomos de documentos le atrajeron especialmente. Comenzaba por las fuentes de la historia.

Su padre que, al mismo tiempo, estimulaba sus aficiones intelectuales, adquirió para él trescientos volúmenes de historia y geografía de la biblioteca de Miguel de la Barra, que por entonces salió a remate. En aquellos años, antes de abandonar la vida escolar, se acercó a la literatura y la historia de Francia y efectuó algunas extensas traducciones que debieron ocuparle mucho tiempo. La primera fue El caballero d'Harmental de Alejandro Dumas, publicada en 1848 en folletines por la imprenta de EL Mercurio, con la indicación de ser traducción de «un joven chileno». Estaba acompañada, además, por un ensayo sobre la regencia del duque de Orleáns «por el mismo traductor». En rigor, se trata de la primera obra de Barros Arana, considerando que la bibliografía otorga ese carácter a las traducciones, y por el ensayo que la acompaña.

El mismo año y en iguales condiciones, fue editada la novela Piquillo Aliaga, o los moros en tiempo de Felipe III de Eugenio Scribe y, luego, la traducción de un estudio sobre sucesos recientes, La historia de treinta horas o Revolución de febrero de 1848. Todo ello apretadamente y antes de cumplir los veinte años.

El aspecto enfermizo del joven, alto y delgado, hizo temer por su salud, en circunstancias que la tisis se presentaba con graves síntomas en su hermano José, que le seguía en edad. Fue decidido, entonces, que ambos se trasladasen a la hacienda de Pudahuel a reponerse. Pero la solución no anduvo bien para el hermano, que falleció cuando sólo tenía dieciocho años. El golpe fue muy duro, porque había sido su compañero en las lecturas y en las tareas literarias, y había sido la gran esperanza de la familia.

Siempre en el retiro campestre, el joven Diego prosiguió en sus lecturas y se inició en la investigación histórica. El año 1850 aparece en el periódico La Tribuna el artículo Tupac Amaru y luego Benavides y las campañas del sur, que fueron seguidos por otros dos referentes a Núñez de Pineda y el general San Martín.

Coronación de estos primeros pasos fue la aparición de los cuatro tomos de la Historia general de la independencia de Chile entre los años 1854 y 1858, con un total de 1.931 páginas, que mostró a un investigador tenaz y laborioso. En sus páginas se avanzaba notoriamente en el conocimiento del proceso emancipador, con un criterio científico basado en el análisis juicioso de los documentos, las crónicas y los recuerdos de actores y testigos. Quedaban atrás las rivalidades de grupos y personajes, las versiones tendenciosas y los errores y vacíos respecto de un pasado que no estaba muy lejano.

El método era narrativo, sin especulaciones y algo enmarañado por el afán de dilucidar eruditamente los puntos controvertibles. Queda claro que Barros Arana se había situado en el despertar de la historiografía moderna de Chile.

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No obstante la seguridad que mostraba en su labor, el joven debió tener dudas sobre la calidad de sus escritos y el futuro que le aguardaba. Los amigos intelectuales lo elogiaban; pero la opinión más estimulante fue la del uruguayo Juan Carlos Gómez, que en las páginas de El Mercurio de Valparaíso, comentando uno de sus trabajos, opinó que sería «el futuro historiador de Chile».

Más dudoso fue el estímulo de Andrés Bello, que al terminar una cordial entrevista, ante las dudas del novel historiador por la categoría de sus trabajos, le espetó con fiera sinceridad: «Escriba joven sin miedo, que en Chile nadie lee».

La transformación ideológica

Los vientos que soplaban desde Europa influían de manera cada vez más acentuada en la mente de los intelectuales jóvenes, que veían con repulsión y vergüenza el predominio de la religión, del espíritu conservador y del autoritarismo. Aunque el país llevaba cuarenta años de independencia, aún no sacudía el sello colonial y durante los gobiernos de Prieto, Bulnes y Montt, aquellas orientaciones habían conformado la política oficial.

Llegaban libros y periódicos, los cambios liberales y las revoluciones de Europa impresionaban, mostrando que entre convulsiones el viejo mundo se abría hacia una nueva era. Se avanzaba rumbo a la verdadera libertad del hombre y de los pueblos y también hacia el pensamiento científico, la nueva técnica, la literatura y el divagar filosófico. La idea del progreso indefinido y de la perfectibilidad humana se abría paso resueltamente.

Andaría quizás por los veinticinco años el joven Barros Arana cuando comprendió que el mundo en que se había formado quedaba atrás, que las enseñanzas del hogar materno y la existencia rigurosa se sumían en el pasado, con un dejo de nostalgia, porque la vida había sido bondadosa en compañía de los suyos. Los días personales también cambiaban. Su padre, don Diego Antonio, que había colaborado con Portales, Bulnes y Montt y había desempeñado los cargos de Senador y Consejero de Estado, había fallecido en 1853. El año siguiente nuestro personaje había contraído enlace con Rosalía Izquierdo Urmeneta, situándose en una nueva posición y obteniendo la mayoría de edad, que los solteros alcanzaban sólo a los veinticinco años.

El fantasma de la tuberculosis debió estar desvanecido y con él otros fantasmas, de suerte que podía mirar con seguridad el futuro.

Como siempre ocurre, la transformación de las ideas tuvo que ser paulatina en la mente de Barros Arana. Él mismo recordó la sorpresa que le causó en la niñez leer en un texto francés que existía mayor distancia entre una ostra y un pez que entre éste y un caballo, un hecho que parecía increíble dentro de la ignorancia que reinaba en la enseñanza, donde ni siquiera se señalaba la diferencia entre vertebrados e invertebrados. Debió ser ése un primer destello para comprender que la ciencia estaba mucho más adelantada de lo que se sospechaba en el país.

Era la época en que el movimiento literario de 1842 había sacudido las mentes de la elite con una nueva visión estética, y en que la llegada de extranjeros difundía los nuevos pensamientos en la ciencia, el derecho, la política y la filosofía. Andrés Bello, Claudio Gay, Ignacio Domeyko, Lorenzo Sazié, Guillermo Blest, Andrés Antonio de Gorbea, Luis Antonio Vendel Heyl y Rodolfo A. Philippi eran algunos de ellos.

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Entre tantos episodios que hirieron la conciencia de Barros Arana, fue muy doloroso para él lo ocurrido con Vendel Heyl, un francés de gran mérito, estudioso del latín y de la cultura griega, que por accidente se radicó en Chile después de algunos contrastes profesionales en su patria. En nuestro país fue incorporado a la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile y designado profesor del Instituto Nacional. También se le apoyó en la publicación de algunos libros, uno de los cuales recopilaba trabajos de autores latinos.

A pesar de ser un hombre apacible y bondadoso, que cuidaba sus opiniones y no atacaba a nada ni a nadie, el clero y los espíritus conservadores le acusaron de «sansimoniano» e irreligioso, por haber participado del pensamiento de aquella escuela y ser, efectivamente, escéptico en materias de religión. Fue criticado y perseguido, hasta ser destituido de sus cargos y despojado de la ayuda que recibía para sus publicaciones.

Abrumado por esos contratiempos, que tardíamente se procuró remediar, y por una sucesión de desgracias familiares, Vendel Heyl falleció en 1854. El año siguiente, Barros Arana, que sólo tenía veinticinco años, fue llamado a sucederle en la Facultad de Humanidades. Redactó con ese motivo un elogio de su antecesor, que ampliaría más tarde, mostrando la indignación que en su momento le produjo el trato dado al intelectual francés. Los hechos le habían mostrado hasta dónde podían llegar la intolerancia religiosa y las trabas para el desarrollo del pensamiento.

Sin embargo, también surgían aspectos positivos que alentaban a los intelectuales jóvenes y que finalmente los orientaron. Barros Arana ha recordado con tono de entusiasmo los aportes de los extranjeros, como el del célebre economista francés, Juan Gustavo Courcelle Seneuil: «El que escribe estas líneas, que había estudiado economía política bajo el antiguo sistema, se dio el placer de asistir al segundo curso que hizo el nuevo profesor, y puede juzgar como testigo de una y otra enseñanza. El señor Courcelle Seneuil enseñaba la economía política como una ciencia exacta, positiva en sus principios fundamentales, positiva en la manifestación de los hechos y fenómenos económicos, y positiva en las consecuencias que de ellos se derivan. Sus explicaciones, hechas sin aparato, en conferencias familiares, dispuestas de la manera más aparente para hacerlas claras y comprensibles, y revestidas de formas sencillas, pero atrayentes estaban perfectamente calculadas para desarrollar en los jóvenes el espíritu de observación, y para desterrar el aprendizaje de memoria a que todavía se les condenaba en una gran parte de sus estudios. Esas explicaciones, además, ofrecían cierta instrucción que sólo pueden proporcionar los profesores de primer orden.

»El señor Courcelle Seneuil buscaba en los fenómenos económicos y sociales, y en su gradual transformación por efecto de los progresos de la civilización, el origen de la evolución de las leyes civiles, que los jóvenes se habían habituado a creer inherentes a todos los tiempos y a todos los países. Para presentar sus ejemplos, utilizaba hábilmente su asombrosa ilustración en historia, en geografía y en tecnología, explicando con frecuencia en la forma más elemental y sumaria los procedimientos industriales, las maravillas operadas por el comercio, y las inmensas dificultades que ha tenido que vencer para abrirse vías de comunicación y para acercar artificialmente todos los países de la tierra.

»Aprovechaba, además, el señor Courcelle Seneuil, esas explicaciones para demostrar incidentalmente a sus alumnos ciertos fenómenos de carácter sicológico, y entre ellos la lenta evolución de las ideas en su marcha para llegar al descubrimiento, ya fuese de un principio económico, ya de un procedimiento industrial. Así era como demostraba la ley del progreso a través de todos los obstáculos y tropiezos que hallaba en su camino. Aquellas   —XVI→   explicaciones que abrían horizontes nuevos a la inteligencia y a la razón, suministraban a la vez conocimientos agradables y útiles que los jóvenes no habían podido recibir hasta entonces en ninguna de sus clases».

Si Barros Arana rememoraba esas ideas y el método del economista galo, es porque los había hecho suyos, junto con tantas lecturas y otras influencias personales. Definitivamente, a través de experiencias buenas y malas y del pensamiento discursivo, se había convertido en un luchador de la cultura y el progreso, tal como podía entendérselos al promediar el siglo XIX.

Ocurrió por entonces, concretamente el año 1857, una diatriba desatada por él mismo a raíz de un informe que emitió sobre los exámenes en el Seminario Conciliar, que debió presenciar por encargo de la Facultad de Humanidades de acuerdo con las atribuciones de la Universidad. La dura crítica del informe provocó la reacción de la Revista Católica y ésta, a su vez, la réplica del informante en ocho detallados artículos publicados en El Ferrocarril. «Sostenía en ellos -anota Ricardo Donoso- que la educación dada a los alumnos del Seminario era sumamente deficiente, y por lo tanto incapaz de producir un solo hombre ilustrado; que sus profesores no habían compuesto en los últimos años un solo texto para la enseñanza, mientras que los del Instituto habían publicado un centenar; que en sus aulas no se había hecho una sola innovación en los sistemas de enseñanza y se había puesto obstáculos a la introducción de las mejoras hechas en otros colegios, y finalmente que no se había intentado ningún esfuerzo para seleccionar profesores idóneos e ilustrados. Las lecciones se dan por los textos más absurdos y atrasados, decía en el tercero de dichos artículos, el latín se enseña por Nebrija, la filosofía por unos malos manuscritos, la retórica por un libro anónimo, la historia por el texto de Drioux y la historia moderna por un cuaderno manuscrito guardado con la mayor reserva».

Las críticas eran fundamentadas, pero los juicios quizás exagerados, si se atiende a los resultados que dio la institución. En todo caso, desde entonces la Iglesia y los círculos católicos consideraron a Barros Arana como su enemigo y en esas y otras circunstancias lo combatieron con denuedo. Para él, en cambio, los hechos que había dado a conocer y la polémica fueron la comprobación de cuán nefasto era el atraso de la Iglesia y su proyección en la mente de la sociedad.

Investigaciones y obras históricas

No era muy notable el conjunto de libros históricos guardados en la Biblioteca Nacional ni los que podían encontrarse en bibliotecas particulares. Pronto don Diego agotó su lectura e igualmente la consulta de legajos de papeles y cajas que conservaban documentos históricos en la Biblioteca y otros organismos oficiales que guardaban la documentación del Cabildo de Santiago, la Real Audiencia, etc., fuentes útiles para el conocimiento del pasado desde la época colonial. Había reunido también el testimonio de personajes de la Independencia y el comienzo de la República, que había anotado en largas entrevistas.

Faltaba investigar en las fuentes impresas y manuscritas de Europa, que eran muy importantes, según mostraban las búsquedas relativamente apresuradas de Claudio Gay, apenas vaciadas en su Historia física y política. La oportunidad de hacerlo llegó sin pensarlo.

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Opositor tenaz del gobierno de Manuel Montt, siendo diputado suplente por Valdivia, cayó en las miras de la autoridad y no sin razón. Temiéndose un plan sedicioso, su casa fue allanada y, aunque no se encontró nada comprometedor -unas armas estaban ocultas en un hoyo bajo la cama de su esposa- tuvo que salir camino al exilio más adelante. El primer país en visitar fue Argentina. En Buenos Aires cultivó el trato más amistoso con Bartolomé Mitre, a quien conocía desde Chile, y con Manuel Ricardo Trelles, que facilitaron su trabajo en los archivos de la capital federal. Mitre puso a su disposición, sin reserva, su biblioteca y sus documentos históricos, en una mutua confianza que les acompañaría toda la vida.

Visitó también las ciudades de Mendoza y Rosario y pasó a Montevideo, conociendo en todas partes a destacados intelectuales y políticos.

La estancia en los países del Plata no pudo ser más fructífera, como señalaría él mismo al escribir a un amigo: «He encontrado distracción en los manuscritos de la Biblioteca Nacional y en los archivos públicos. He hallado en éstos piezas interesantísimas sobre la historia de Chile, como los informes en que los representantes del gobierno de Buenos Aires en Santiago comunicaban acerca de nuestra revolución. Esos informes, escritos en vista de los sucesos por hombres de la altura de Álvarez Jonte, Vera, Guido y Monteagudo, contienen infinitos detalles de un gran interés y están concebidos con vistas y tendencias dignas de ser tomadas en cuenta por el historiador. He encontrado además otras piezas de bastante interés para la historia de Chile, que allá son completamente desconocidas. De todas ellas hago sacar copias cotejadas y revisadas por mí. De esta manera podré hacer a la patria un servicio más verdadero que escribir artículos contra el gobierno de Montt.

»He reunido igualmente grandes colecciones de libros, folletos y periódicos relativos a la historia, la literatura, la estadística y la geografía de estos países. Creo poseer ya la colección más completa y preciosa que pueda organizarse sobre este particular».

Se embarcó luego para Inglaterra y allí se encontró con su amigo Benjamín Vicuña Mackenna, también desterrado. Ambos efectuaron investigaciones en el Museo Británico y se dirigieron a Francia para trajinar en bibliotecas, librerías de viejo y archivos. Siguieron más tarde a España, cuyas bibliotecas y archivos tenían tanta importancia para la época colonial. Barros Arana se enfrascó largas horas en la Biblioteca Nacional, la Biblioteca del Palacio Real, la de la Real Academia de la Historia y en el Depósito Hidrográfico. Pero fue en el Archivo General de Indias de Sevilla donde su labor fue más intensa, pues allí se encontraba reunida la mayor parte de la documentación oficial relativa a los antiguos dominios americanos y la remitida desde éstos.

«Durante más de cuatro meses concurría a aquel establecimiento, sin faltar un solo día, excepto los festivos, y todas las horas que permanecía abierto, es decir desde las nueve de la mañana hasta la una de la tarde. En ese tiempo reuní un número extraordinario de notas y extractos tomados prolijamente por mí mismo, abreviando expedientes y legajos más o menos interesantes, pero que no juzgué necesario copiar por entero».

Cumplida esa fructífera recopilación de materiales, se dirigió de nuevo a París con el fin de proseguir las búsquedas. Tuvo entonces la colaboración de don Claudio Gay, que vivía en su patria después de concluida su Historia física y política de Chile. Fue un guía muy valioso para las investigaciones en bibliotecas y para la adquisición de viejos libros. Barros Arana, por su parte, le facilitó sus papeles que le sirvieron para la Agricultura chilena, que el naturalista francés tenía en preparación.

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Antes de abandonar Francia para visitar Bélgica y Holanda, don Diego tuvo la ocasión de trabajar en el archivo del general San Martín, lleno de papeles del más alto interés, que la hija conservaba en su casa de campo en Brunoy. Regresó a España durante un mes para completar sus trabajos y ya en América visitó Lima, donde el general William Miller le obsequió sus apuntes sobre las guerras de la Independencia y otras fuentes.

Una vez en Chile, podía pasar revista a sus hallazgos. Fuera de infinidad de copias de documentos sobre la Colonia y la Independencia, absolutamente desconocidos y de extraordinario valor, había hecho copiar los manuscritos de obras extensas relativas a diversas materias. Entre otras, la Vida de don Alonso Enrique de Guzmán, caballero noble desvaratado, una autobiografía interesante para conocer la conquista del Perú y la mentalidad de los conquistadores; la Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile de fray Reginaldo de Lizárraga; el poema histórico Purén indómito, que equivocadamente atribuyó a Fernando Álvarez de Toledo; los fragmentos de la Vista jeneral de Luis Tribaldos de Toledo; la Historia de Chile de Pedro de Córdoba y Figueroa y, finalmente, la Historia geográfica, natural y civil del reino de Chile de Felipe Gómez de Vidaurre.

En los años siguientes, Barros Arana publicó dos de esas obras, el voluminoso Purén indómito (Leipzig, 1862) y la crónica de Córdoba y Figueroa en la Colección de historiadores de Chile, tomo II, año 1862.

Dio a luz, también, su libro Vida y viajes de Hernando de Magallanes y numerosos artículos publicados en los Anales de la Universidad de Chile, la Revista del Pacífico y en órganos de la prensa periódica, que luego formaron libros de regular tamaño.

No podemos dejar de mencionar una obra que, si bien no puede calificarse como estrictamente histórica, dice relación con los diez años corridos entre 1851 y 1861. Se trata del Cuadro histórico de la administración Montt, que apareció en 1861 al tiempo que concluía aquel gobierno. Aunque lanzado sin nombre de autor, no se pretendía ocultar las plumas de Barros Arana, Domingo Santa María, José Victorino Lastarria y Marcial González.

Correspondió a don Diego describir la parte política, la más polémica, y en ella derramó toda la animosidad acumulada contra el decenio, sin extraviar la altura de las expresiones. Los hechos relatados son, en general, verídicos, se basan en los propios documentos del gobierno y en la prensa que le era adicta; pero la interpretación de ellos es subjetiva, atribuyéndose a Montt y sus colaboradores los móviles más crueles y mezquinos.

El juicio posterior de la historia ha sido más ponderado.

El Instituto Nacional

Desde hacía tiempo, Barros Arana se había ocupado de los asuntos educacionales, fuese en las páginas de la prensa o en sus funciones en la Universidad de Chile, de modo que la designación como rector del Instituto Nacional en 1863 no podía sorprender a nadie, sin contar su categoría intelectual. El cargo era importante porque el Instituto, con alrededor de ochocientos estudiantes, no sólo era el colegio más grande sino, también, el de mayor prestigio por la figuración que comenzaban a tener sus egresados en la vida pública y porque era el preferido por los padres que deseaban un buen futuro para sus hijos. Además, el establecimiento marcaba las pautas para los liceos fiscales y, en un sentido más amplio, para la educación privada.

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Corrían aires liberales en el gobierno de don José Joaquín Pérez y se sentía la necesidad de renovar la educación pública, todavía amarrada a viejos contenidos, métodos arcaicos y costumbres monacales. Barros Arana tenía treinta y tres años cuando inició la nueva tarea, que emprendió con entusiasmo desde el primer momento.

Los planes de estudio aún incluían ramos tradicionales como latín, religión, filosofía y otros que se habían agregado desde 1843: gramática castellana, francés, geografía, cosmografía, historia, matemáticas elementales y literatura. Con un rango universitario se enseñaba derecho, medicina y matemáticas. Una de las tareas más importantes fue cambiar ese estado de cosas.

Muchos de los nuevos ramos eran voluntarios, a causa de la resistencia de los apoderados y de la sociedad, que los consideraba de escasa utilidad. Hubo que establecer su obligatoriedad y, adelantando aún más la modernidad de los estudios, crear las ciencias naturales: física, química, geografía física, cosmografía. También los de historia natural, que comprendía biología, zoología y botánica. En el área humanística se redujeron los estudios de latín, luego suprimidos, y se avanzó el estudio de la historia universal hasta la época.

Complemento de esas innovaciones fue la creación o ampliación de gabinetes de física, química y ciencias naturales y la notable expansión de la biblioteca, que llegó a ser la mejor del país por aquellos años. Esos adelantos tenían por objeto impulsar una enseñanza que estimulase el espíritu creador de los jóvenes mediante la experimentación y la búsqueda. Debía desterrarse definitivamente el aprendizaje de memoria.

Para contar con un cuerpo docente bien preparado, Barros Arana puso término a la práctica de que cada profesor, en su curso, enseñase todos los ramos, y dispuso la especialización de cada docente, de manera que no abarcase más de dos materias afines. En esa forma se obtuvo un profesorado idóneo que fue renovado con maestros jóvenes de buena formación universitaria.

Barros Arana propuso, también, diversificar el plan de estudios, de suerte que los estudiantes pudiesen decidir sobre su futuro de acuerdo con su vocación e intereses. El primer ciclo de tres años sería común y el segundo, también de tres años, se dividiría en las especialidades de humanidades, matemáticas e instrucción general para quienes no optasen por carreras universitarias. Desgraciadamente, esa concepción de los estudios, que sólo vino a imponerse mucho más tarde, no pudo concretarse por entonces.

En el régimen interno del Instituto se efectuaron modificaciones destinadas a aliviar la vida de los estudiantes. Se suavizaron los castigos, hasta entonces muy duros, se suprimieron la misa matinal, el rezo del rosario en la noche y la confesión, que no cumplían con su objetivo y eran motivo de jugarretas que afectaban a la disciplina. Las clases de religión se hicieron optativas. También se propuso el Rector, dotado de espíritu democrático, eliminar el trato discriminatorio entre pupilos ricos y modestos, desafiando, de ese modo, las preocupaciones aristocráticas de la sociedad.

Finalmente, la grave dificultad que se presentaba por la carencia de libros adecuados para el estudio de ramos nuevos o renovados, el Rector elaboró algunos que constituyeron novedad y fueron síntesis metódicas y muy completas en varios temas. Hoy día nos parecen verdaderos tratados a causa del debilitamiento posterior de los estudios escolares.

Los Elementos de retórica y poética conducían al «ejercicio gradual de escribir bajo los auspicios del profesor»; pero estaba lejos de ser un conjunto de recetas. El autor comenzaba por indicar la necesidad de ordenar las ideas, elaborar una estructura, para entrar a la redacción   —XX→   misma con el uso de figuras y expresiones adecuadas. Para ello empleaba una enorme cantidad de textos de autores famosos, extraídos de la literatura universal de todos los tiempos. Relacionado con el anterior, está el Manual de composición literaria y también sus Nociones de historia literaria.

Todas esas obras muestran un profundo conocimiento del idioma y de los grandes autores; aunque don Diego reconocía que su saber no siempre era de primera mano y que en ocasiones se basaba en tratadistas anteriores.

Escribió por entonces una obra de especial mérito, el Compendio de historia de América, uno de los primeros escritos en el continente, obra muy ordenada y precisa, que significó un avance sobre el conjunto de crónicas y ensayos publicados hasta entonces, en que campeaban los errores y las pasiones. Constaba de dos tomos con un total de 564 páginas que cubrían hasta la época de la Emancipación. Publicado en 1865, fue por larguísimos años el texto obligado en los colegios de Chile y de otros países americanos. Hasta mediados del siglo XX aún se le reeditaba en Argentina.

El Compendio, basado en fuentes originales, es el manual más valioso de los que redactó Barros Arana. Por esa razón fue empleado en los estudios universitarios hasta cinco décadas atrás.

Finalmente, digamos que publicó sus Elementos de geografía física, una materia que no era de su especialidad, pero que le apasionaba.

Las innovaciones llevadas a cabo provocaron reacciones contrarias en algunos círculos docentes por los tropiezos que se presentaban para llevarlas a cabo. En un extenso sector de la sociedad, embargado por las viejas ideas, se levantó una resistencia contra las disciplinas científicas por desconocerse su utilidad y los beneficios que reportaban al progreso general.

Pero la oposición más enconada se originó en la tendencia católica conservadora, que veía amagada la integridad de la religión, predominante en el país, y que tenía en la Iglesia un baluarte irreductible.

El avance de la ciencia, que ponía en duda muchos de los puntos de la doctrina y que, en esencia, era un planteamiento libre y racional acerca del hombre y del mundo, tuvo caracteres de escándalo en los círculos eclesiásticos y entre los creyentes de la elite, cuyo poder social no era despreciable. Más grave se planteaba la situación en cuanto la eliminación de las prácticas religiosas, la reducción del latín y el carácter optativo de las clases de religión parecían un ataque directo al catolicismo.

La reorientación sustentada por Barros Arana fue perturbada profundamente por la dirección política impuesta por el gobierno de Federico Errázuriz Zañartu a partir de 1871. Apoyado por la Coalición Liberal Conservadora, el Presidente debió ceder ante la presión de esta última tendencia, cuyo personero fue el ministro de Instrucción Pública Abdón Cifuentes, personaje tan batallador como tenaz.

Para el sector clerical y conservador, las reformas llevadas a cabo por el Rector del Instituto Nacional eran inaceptables y se buscó la manera de asegurar la religiosidad y de marginar eventualmente a Barros Arana. El asunto, sin embargo, era de mayores proporciones aún. Se extendió contra el estado docente, que tutelaba la educación en todas sus ramas y áreas, y que era empleado por el liberalismo para abrir la sociedad a una mentalidad más libre en el saber y en la política. Paradójicamente, una herramienta de las monarquías del siglo XVIII era utilizada para operar transformaciones.

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Con el apoyo del presidente Errázuriz, el ministro Cifuentes decretó en período de vacaciones, enero de 1872, que las comisiones de exámenes de los colegios particulares no tenían que estar integradas necesariamente por profesores de la enseñanza fiscal. Era establecer la libertad de exámenes y con ello la libertad de enseñanza. Los certificados de los colegios particulares serían válidos para ingresar a los estudios superiores y legitimarían los ramos de ese carácter que se cursaban en los colegios.

La buena intención del decreto, que en otras circunstancias del desarrollo intelectual del país habría sido positivo, se prestó para el abuso educacional y mercantil más extremo.

Muchos colegios favorecieron a sus estudiantes con exámenes de poco rigor, aparecieron colegios que solamente lo eran en el papel; algunos acogían a estudiantes que fracasaban en los liceos y pronto les daban los certificados que requerían. En ciertos establecimientos se fijaron tarifas por los exámenes. Un colegio denominado La Purísima, para jóvenes, no pudo ser ubicado a pesar de las diligencias ordenadas por la Universidad.

Barros Arana, en su doble carácter de rector y decano de la Facultad de Humanidades, expuso en esta última la situación caótica reinante, calificándola de «feria de exámenes» y exponiendo el daño producido.

Se había trabado una dura lucha entre el Rector y el Ministro.

Mientras se ventilaban estas cuestiones, Barros Arana comprobó que su autoridad en el colegio estaba siendo minada en forma subrepticia. Algunos profesores e inspectores nuevos, designados por Cifuentes, y otros que estaban resentidos por medidas disciplinarias o reconvenciones, no mostraban lealtad al Rector en el manejo interno y promovían una resistencia a sus disposiciones. Un descontento artificial crecía silenciosamente y no tardó en comunicarse a los alumnos, siempre dispuestos a alborotos, en momentos que la disciplina estaba alterada en otros establecimientos. No podía esperarse mucho en un terreno reblandecido, cuando aquel mismo año se produjo un motín en la Escuela Militar, que desconoció la autoridad de los oficiales y del Director y que después de dos días debió ser sofocado con tropas.

Tras los hechos se ocultaban la mano del Ministro y sus intrigas para acabar con la autoridad de Barros Arana.

Colocadas las cosas en una situación de conflicto, Cifuentes decretó una dualidad de funciones en el Instituto: Barros Arana quedaría a cargo de la instrucción, como delegado universitario, y otro personaje, Camilo Cobos, correría con el manejo administrativo y el orden interno. El antiguo Rector quedaba en mal pie y no tardaría en producirse el roce en las funciones. Era la peor solución en una institución con problemas de disciplina. Mejor dicho, no se buscaba una solución.

Curiosamente, sin embargo, los estudiantes no habían apuntado contra Barros Arana, pues sentían aprecio por él a causa de su estatura intelectual y de su carácter justo tras una fisonomía adusta. Lo habían apodado «Palote» por su figura alta, delgada y un poco encorvada.

El paso final fue dado por el Ministro en marzo de 1873, al suprimir el puesto de encargado de la instrucción. Don Diego quedaba fuera, víctima de maniobras arteras e intrigas; pero como era hombre combativo, respondió con el folleto Mi destitución, admirable por su espíritu elevado, la claridad de una exposición lógica y un estilo elegante. Es indudable que con la finura se propuso derrotar a sus enemigos.

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Con aguda ironía, en carta a un amigo, Barros Arana comentaba el fondo de la situación: «yo enseñaba la historia sin milagros, la literatura sin decir que Voltaire era un bandido y un ignorante, la física sin demostrar que el arco iris era el signo de la alianza, y la historia natural sin mencionar la ballena que se tragó a Jonás. Esta enseñanza enfureció al clero, que no perdonó medio alguno para suscitarme dificultades».

En todo este enojoso asunto quedó de relieve el choque de lo viejo y lo nuevo, que para el ex rector no sólo eran categorías conceptuales, sino realidades que se palpaban a cada paso en la vida.

El decreto de Cifuentes y la caótica situación que originó, provocaron duras críticas en la sociedad y no obstante la posición recalcitrante del conservadurismo, tuvo que ser derogado un año más tarde, en 1873. Había triunfado la posición de Barros Arana y con ello la política del estado docente.

Desde entonces, la resistencia de los conservadores y ultramontanos contra Barros Arana, iniciada con la polémica sobre los estudios en el Seminario, se hizo implacable y llegó hasta la gente común con rumores y calumnias. Se prolongaría, además, muchos años después de su muerte.

Otras tareas intelectuales

Antes y después de los hechos narrados, el autor de la Vida de Hernando de Magallanes desarrolló múltiples actividades relacionadas con la vida cultural. En la Universidad de Chile fue elegido miembro de la Facultad de Humanidades y en 1855 decano de ella. Tenía a la sazón veinticinco años y durante su vida fue reelegido varias veces. En el seno de esa corporación cumplió con numerosas comisiones, estudió diversos aspectos de la educación pública y elaboró informes sobre asuntos muy variados. Le correspondió, por otra parte, ejercer la tuición sobre la Biblioteca Nacional, que comenzaba a dar pasos notables en la acumulación y renovación de sus fondos bibliográficos y documentales.

Cerca de fines de siglo, en 1893, fue elegido rector de la Universidad y en ese cargo acogió el desarrollo de la ciencia y de las disciplinas humanísticas. Apoyó con decisión también, los avances en la educación secundaria. Ayudó a la implantación del sistema concéntrico que, de acuerdo con la maduración de los niños y la complejidad creciente de cada ramo, desarrolla las materias a lo largo de varios años en lugar de su tratamiento completo en uno o dos años sucesivos.

Fue defensor del Instituto Pedagógico que, creado durante el gobierno de Balmaceda, era mal considerado por los vencedores de 1891. Estimaba que era necesario mantener la formación sistemática de los futuros profesores y por la misma razón defendió a los maestros alemanes contratados para ese objeto. No pesaba en su ánimo la persecución sufrida durante la dictadura.

Durante su rectorado surgió, igual como había ocurrido en el Instituto, la oposición católica y conservadora, que se hizo más tenaz al asumir la presidencia Federico Errázuriz Echaurren. Las heridas de la época de su padre, Errázuriz Zañartu, no habían cicatrizado entre Barros Arana y él, a la vez que el sector conservador participaba de nuevo en la coalición de gobierno.

En esta oportunidad, el gobierno se negó a designar para un nuevo período a Barros Arana, que fue propuesto dos veces por el claustro universitario en el primer lugar de una   —XXIII→   terna, problema que se solucionó mediante la conformidad del ex rector y de sus partidarios para no perjudicar a la Universidad.

Varias veces durante su vida, don Diego impulsó publicaciones de carácter histórico y literario. Gracias a un acuerdo con Juan Pablo Urzúa, editor de El Ferrocarril, colaboró en la aparición de los tomos III a VII de la Colección de historiadores de Chile y documentos relativos a la historia nacional, que incluyeron importantes crónicas, como las de Núñez de Pineda, Mariño de Lobera y Olivares.

Las preocupaciones intelectuales y políticas le llevaron a editar y apoyar económicamente a algunas revistas y periódicos de corta vida. Fue el caso de El País, La Actualidad y La Asamblea Constituyente, destinados a luchar por la libertad política, El País, El Correo Literario y El Correo del Domingo, orientados hacia los temas intelectuales y de interés general. En ellos publicó documentos y artículos de carácter histórico y de crítica literaria.

Revistas de gran nivel intelectual recibieron aportes de Barros Arana, entre otras, la Revista de Santiago, Sud-América y la Revista del Pacífico. Una mención aparte merecen los Anales de la Universidad de Chile, por su gran prestigio científico. En ellos dio a la estampa su Vida de Magallanes, el Proceso de Pedro de Valdivia y Don Claudio Gay y su obra, fuera de trabajos menores e informes y memorias sobre la educación pública.

El año 1875, junto con Miguel Luis Amunátegui, vio cumplirse su aspiración de contar con una revista propia que diese cabida a la creación intelectual del país y acogiese las novedades del extranjero. Tal fue la Revista Chilena, que a través de dieciséis volúmenes se extendió hasta 1880. En ella se dio cabida a una vasta gama de intereses culturales: estudios literarios, poesías, comedias, investigaciones históricas, análisis filosóficos, trabajos científicos y de medicina. Barros Arana colaboró con temas de su especialidad y tuvo a su cargo la sección «Revista bibliográfica», en que dio a conocer numerosas obras europeas y americanas sobre aspectos variados. También corrió por su cuenta la «Necrología americana», que incluyó biografías extensas de personajes y autores recientemente fallecidos.

Desde 1879 la revista tuvo tropiezos financieros por la depresión económica y por la guerra con Perú y Bolivia, y el año siguiente dejó de existir. Era, por entonces, la única «revista literaria» y la que había tenido más larga vida. Barros Arana debió trasladar sus publicaciones a los Anales de la Universidad de Chile y a los periódicos, prosiguiendo una labor dispersa que sus altas ocupaciones públicas y la redacción de la Historia jeneral no hicieron decrecer.

La Patagonia: difamación y verdad

Cualquier chileno medianamente culto al que se preguntase quién fue el culpable de la entrega de la Patagonia, respondería que fue Barros Arana. Es una frase hecha del folclor nacional, originada de manera más o menos ambigua, como corresponde al folclor. No hay duda, sin embargo, que tras la imputación se esconde la animosidad de los sectores conservadores y católicos, y que se mantiene por la ignorancia general.

Habría que aclarar, en primer lugar, si la Patagonia era chilena y si los títulos eran irredargüibles. Desde la Conquista los gobernadores recibieron del rey de España jurisdicción sobre el territorio patagónico y Tierra del Fuego hasta el cabo de Hornos. La creación del virreinato de Buenos Aires, en 1776, aunque segregó la provincia de Cuyo, no innovó respecto   —XXIV→   de la Patagonia y el confín austral, de suerte que esos territorios seguían siendo chilenos en 1810.

Los títulos chilenos se vieron debilitados en las primeras décadas de vida independiente, cuando las constituciones de 1822, 1823, 1828 y 1833, señalaron que el país limitaba por el este con la cordillera de los Andes. Es decir, se borraba de un plumazo la soberanía sobre la Patagonia, en un testimonio que era oficial, solemne, público y reiterado.

Esa equivocación, que hoy nos parece deplorable, se debía a que la Patagonia estaba alejada por completo de la mente de los chilenos.

En 1843 se recuperó terreno con la fundación del fuerte Bulnes y cinco años más tarde con la erección de Punta Arenas, que desde entonces fueron antecedentes irrefutables de la soberanía en el estrecho de Magallanes y sus tierras anexas.

Respecto de la Patagonia, el debate sobre los títulos jurídicos se inició entre 1852 y 1855 con la publicación de estudios debidos a Pedro de Angelis y Dalmacio Vélez Sarsfield por el lado argentino y Miguel Luis Amunátegui por el chileno, resultando más convincente este último. Las cancillerías, sin embargo, no decidieron la cuestión y el año 1855 se concertó un Tratado de Paz, Amistad, Límites y Comercio, que remitió de manera general a los límites de 1810, sin especificar cuáles eran. Para Chile podía significar que se borraban los errores de las constituciones, pero seguiría vigente la de 1833 con su precisa indicación del límite cordillerano.

Durante las dos décadas siguientes no hubo un avance real en la determinación del límite, porque los círculos oficiales chilenos se mostraron vacilantes y no hubo tampoco decisión argentina para llegar a un acuerdo. En el Río de la Plata no había apuro porque se pensaba que el tiempo jugaba a favor de sus pretensiones: el desenvolvimiento económico era un hecho y parecía asegurado para el futuro, a la vez que comenzaba una inmigración en gran escala. El territorio patagónico era el espacio natural de expansión.

En la década de 1870 se agudizó la preocupación chilena por la Patagonia y el estrecho y dentro de esa tendencia se efectuó el nombramiento de Barros Arana como ministro plenipotenciario ante el gobierno de Buenos Aires. Se pensaba que su gran prestigio y sus vínculos de amistad y parentesco con personajes de la sociedad rioplatense favorecerían su misión. Presidente de Chile era Errázuriz Zañartu y ministro de Relaciones Exteriores, José Alfonso.

La posición del gobierno chileno era blanda. Se actuaba a sabiendas de que la reclamación sobre toda la Patagonia era ilusoria y que lo que realmente interesaba era la posesión del estrecho en todo su recorrido, con una amplia franja territorial. Las instrucciones dadas a Barros Arana resumieron esas intenciones y en forma precisa se le señaló que el límite al norte del estrecho debería situarse sobre el río Santa Cruz, distante 250 kilómetros en línea recta, y si no fuese posible, al menos en el río Gallegos, a 75 kilómetros. De esa manera, la reclamación sobre la Patagonia era insignificante, si se considera que ella comenzaba 1.500 kilómetros al norte, en la línea de los ríos Colorado y Negro.

En la práctica, el abandono de casi la totalidad de la Patagonia era un hecho decidido.

La posición de Argentina era no sólo defender su soberanía en toda la Patagonia sino, además, en la mitad oriental del estrecho.

Al llegar a Buenos Aires, el historiador se encontró con un temporal deshecho. Una barca francesa, la Jeanne Amelie, había sido apresada por la corbeta chilena Magallanes mientras cargaba guano en la costa patagónica y había naufragado a merced de un temporal   —XXV→   cuando era conducida a Punta Arenas. La prensa más violenta y gran parte de la opinión pública manifestaron su repudio y hasta se proponía no recibir al representante chileno. Esa situación pesó negativamente durante toda la misión de Barros Arana e hizo imposible llegar a un acuerdo medianamente ventajoso, no obstante la voluntad del presidente Nicolás Avellaneda y de su ministro de relaciones, Bernardo de Irigoyen.

Después de largos meses de negociaciones, fatigantes e inútiles, convencido de que el clima era demasiado desfavorable y que sería imposible alcanzar un acuerdo, Barros Arana se retiró a Uruguay y al Brasil, que estaban incluidos en su misión diplomática. Se encontraba en Río de Janeiro con ánimo de dirigirse a Europa, cuando recibió una comunicación del ministro Alfonso indicándole que regresase a Buenos Aires, pues la situación parecía más favorable y en los círculos políticos chilenos existía el deseo de llegar a una solución. Muy escéptico, el plenipotenciario regresó al Plata, comprobando que el ambiente estaba peor que antes y dentro de una situación política y de desorden caóticos.

Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo directo no quedaba otra solución que establecer un convenio de arbitraje para que un tercero dirimiese la disputa. Hubo que acordar, entonces, cuál era la materia litigiosa, entrando en negociaciones muy tensas, al mismo tiempo que algunos personajes y círculos chilenos, en actitud sorprendente, manifestaban la necesidad de alcanzar un acuerdo con Argentina sacrificando íntegra la Patagonia y, aun, el estrecho. La crisis económica agobiaba al país y las relaciones con Bolivia y el Perú se mantenían muy amenazantes.

Bajo esas presiones, el presidente, ahora Aníbal Pinto, y su ministro José Alfonso instruyeron al representante en Buenos Aires que respecto de la Patagonia podría aceptarse la cesión hasta río Gallegos y que el arbitraje se extendiese al sur de dicho río e incluyese el tramo oriental del estrecho, 70 kilómetros, excluyendo en cualquier caso la península de Brunswick, donde se situaba la colonia de Punta Arenas.

Quedaba claro que el gobierno renunciaba a la Patagonia casi íntegra y arriesgaba en un arbitraje la parte oriental del estrecho. En el fondo de las cosas, se pensaba que el arbitraje otorgaría a Argentina la soberanía sobre la Patagonia hasta la boca del estrecho y que éste quedaría para Chile en todo su recorrido.

Alfonso no tuvo mucha confianza en que su planteamiento fuese aceptado por el gobierno argentino e indicó a Barros Arana que en caso de surgir tropiezos habría que ir al «arbitraje liso y llano de todo lo disputado», esto es, la Patagonia, el estrecho y la Tierra del Fuego.

En conformidad con esas instrucciones, el plenipotenciario suscribió la Convención de Arbitraje de 18 de enero de 1878. El límite sería la cordillera, el árbitro decidiría en derecho, se someterían al arbitraje «el estrecho de Magallanes y otros territorios en la parte austral de este continente». Quedaba comprendida, en consecuencia, la Patagonia, en lugar de una simple renuncia a ella, aunque la redacción parecía estudiadamente ambigua. Mientras se dictase el fallo arbitral, en lugar de establecer un statu quo, que implica reconocer la jurisdicción u ocupación de hecho en el momento, se prefirió utilizar la expresión «arreglo provisorio», estipulando que Chile ejercería jurisdicción en todo el estrecho, con sus canales e islas adyacentes; Argentina en la Patagonia hasta la boca oriental del estrecho y la Tierra del Fuego bañada por el Atlántico. Se agregaba que el arreglo provisorio no daba derechos a ninguna de las partes y no podría invocárselo ante el árbitro.

El ministro José Alfonso no estuvo de acuerdo con la Convención. A su juicio, debía indicarse que la cordillera era el límite únicamente hasta donde comenzaban los territorios   —XXVI→   en disputa (la Patagonia), aspecto que Barros Arana daba por subentendido. Pensaba, además, que no bastaba mencionar «el estrecho y otros territorios», sino que debía hacerse una enumeración taxativa: el estrecho, la Patagonia y Tierra del Fuego.

Rechazaba, también, el «arreglo provisorio», que entendía equivalente a statu quo, a pesar de la indicación de no constituir derecho que pudiesen alegar las partes.

Hubo, en consecuencia, una inteligencia diferente del texto de la Convención y ése fue motivo de una tensa relación entre Alfonso y Barros Arana.

Desautorizada la gestión del historiador, estalló en algunos círculos santiaguinos una crítica dura y hasta irracional en contra de él, sin verdadero conocimiento de las circunstancias ni de las instrucciones oficiales. Tampoco se tomaba en cuenta la actitud negativa sobre la Patagonia en las esferas políticas y gubernativas durante varias décadas.

Las circunstancias fueron aprovechadas por los católicos y los conservadores para agudizar sus críticas a Barros Arana.

Pocos años más tarde, los hechos vinieron a justificar las negociaciones efectuadas en Buenos Aires. El arreglo definitivo de límites consagró la línea propuesta por Barros Arana al norte del estrecho de Magallanes y su aceptación de la divisoria de las aguas en la cordillera. Ningún negociador pudo obtener más que lo obtenido por Barros Arana.

Perito de límites

En rigor, nadie podía desconocer el proceder recto y juicioso del historiador ni su gran competencia en las materias en que debió entender. Por esa razón, fue consultado cuando el gobierno de Aníbal Pinto negoció el tratado definitivo en 1881.

De manera permanente, Barros Arana sostuvo que la demarcación cordillerana pasaba por las cumbres que dividen las aguas, porque formaban una línea continua y fácil de observar en el terreno. En cambio, las cumbres absolutas se encuentran dispersas y es muy discutible cuál es el encadenamiento que las une entre tantas serranías y hondonadas.

La delimitación del estrecho quedó estipulada a partir de la cordillera en el paralelo 52 hasta los 70° de latitud, siguiendo hacia la boca del estrecho por líneas geométricas y la divisoria local de las aguas hasta punta Dungenes en la salida al Atlántico.

El Tratado de 1881 había establecido solamente la condición geográfica de la demarcación, porque no existía un conocimiento cabal de la cordillera. Pocas habían sido las exploraciones científicas; en largas extensiones del sur no había habido ninguna y no se contaba con una cartografía confiable.

Era necesario, en consecuencia, que peritos de ambos países estableciesen dónde se iniciaban la vertiente oriental y la occidental. El de Chile fue quién naturalmente debía serlo.

Desde 1888, Barros Arana comenzó sus labores de perito, en un nuevo esfuerzo que estuvo lleno de tropiezos por la posición intransigente y equivocada de los sucesivos peritos de allende los Andes. Al sur del paralelo 40, altura de Valdivia, el divortium aquarum se desplazaba al oriente de la cordillera, favoreciendo a Chile con llanos y valles de ricos pastos. Esa situación, que recién venía a ser conocida realmente, preocupó a los sucesivos peritos argentinos, que de manera mañosa plantearon en interminables discusiones que el tratado había establecido las «altas cumbres absolutas» como el elemento distintivo para la   —XXVII→   demarcación. El representante chileno alegó con sólidas razones que lo dispuesto eran las altas cumbres que separan las aguas y no los picos más elevados.

Como no se llegase a un acuerdo, los dos gobiernos iniciaron la elaboración de un Protocolo aclaratorio del Tratado, cuya negociación fue entregada a los plenipotenciarios Isidoro Errázuriz, por parte de Chile, y Norberto Quirno Costa por Argentina. La divisoria de las aguas quedó confirmada de manera perentoria y se agregó que los peritos y las subcomisiones tendrían «este principio por norma invariable de sus procedimientos». A mayor abundamiento, se señaló que las estipulaciones del Protocolo no menoscababan en lo más mínimo el espíritu del Tratado de 1881.

Hubo aparentemente, sin embargo, una incongruencia al indicarles que pertenecían a Argentina y Chile los lagos, lagunas, ríos y «partes de ríos» a un lado y otro de la línea demarcatoria. La parte argentina, fértil en recursos de imaginación y mañas, interpretaría que el límite podía cortar ríos, lo que no se deduce de los términos precisos del Tratado ni del párrafo entero del Protocolo.

La explicación de la frase es bien sencilla. A ningún conocedor de la geografía puede escapársele que hay partes de ríos que se consumen por la evaporación o por la absorción de terrenos arenosos o salitrosos, fenómeno frecuente al oriente de los Andes. La existencia de cuencas arreicas (sin escurrimiento) y endorreicas (escurrimiento interior) es un hecho que se puede presentar en cualquier lugar por las condiciones orográficas y climáticas.

Ajustado el Protocolo, continuó el trabajo de los peritos, sin que desapareciesen los puntos de divergencia en importantes sectores. Fue necesario, en consecuencia, acudir al arbitraje de Su Majestad Británica.

Una vez más, Barros Arana pudo prestar un buen servicio a la causa de Chile. El alegato presentado al Rey fue encabezado por un claro y lúcido estudio suyo en que defendió el principio del divortium aquarum y situó la causa chileno-argentina en su real perspectiva.

El fallo del monarca, basado en el parecer de una comisión presidida por el coronel Thomas Holdich, la que estudió la documentación y visitó el terreno, no se atuvo a las líneas reclamadas por ninguna de las dos partes. Holdich reconoció que la divisoria de las aguas era la mejor forma de delimitar las regiones montañosas, aunque a veces presentaba inconvenientes; pero la justificación básica de la sentencia fue que los antecedentes jurídicos de la cuestión no siempre descansaban en la noción de la divisoria de las aguas.

Ese planteamiento era desconcertante si se analizan con rigor el Tratado de 1881 y el Protocolo de 1893, que son suficientes y definitivos.

La decisión era política en gran medida. Los intereses británicos eran fuertes en ambos países y parecía conveniente no perjudicar a ninguno en forma abierta. Además, tanto en Chile como en Argentina existía un cansancio frente a una disputa que causaba fuertes gastos militares y compra de naves y armamentos, llegando a formarse en los gobiernos de ambas naciones el deseo de poner fin a la cuestión de alguna manera equitativa. Esas intenciones habían sido puestas en conocimiento de Holdich de manera reservada.

Por otra parte, Argentina había avanzado en los valles y tierras en litigio, apoyando la ocupación por los suyos, formando poblados y puestos militares durante la Guerra del Pacífico y después de ella. Y, aunque ninguno de esos antecedentes podía tener validez frente al árbitro, constituían una posesión de facto difícil de desconocer desde el punto de vista moral.

Finalmente, la seguridad militar de uno u otro en algunas localidades, también estuvo presente en las consideraciones del comisionado británico.

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En los territorios disputados se le reconocieron a Chile 54.225 kilómetros cuadrados, perdiendo 39.915.

Cultura universal

El historiador puede ser un especialista consumado en algún aspecto específico del pasado, poseedor de buenas herramientas de trabajo y cavador metódico en profundidad. Vivirá entusiasmado en su tarea, satisfecho con sus conocimientos específicos y preocupado de otras ciencias que lo apoyan. Sabrá -como se ha dicho- cada vez más y más acerca de menos y menos, sin preocuparse de los alrededores ni de dirigir la mirada al horizonte.

En cambio, el historiador de lo general puede que no posea instrumentos de análisis tan refinados para cada tema específico; pero cuenta con una visión amplia que abarca todos los aspectos y puede, en consecuencia, alcanzar a panoramas amplios.

A pesar de que en tiempos de Barros Arana no existían las especialidades historiográficas tan marcadas como hoy día, ni había otras ciencias sociales con fuerte relieve, el autor de la Historia general se distinguía entre todos por la dimensión de su mirada, capaz de captar el gran cuadro.

Lograr ese resultado sólo era posible, entonces como hoy día, mediante una cultura tan extensa como relativamente profunda, que, a su vez, es consecuencia de un intelecto y una sensibilidad cultivados sin tregua.

También es dable pensar que abordar la historia general obliga a explorar en otros saberes y que al fin tanto el autor como la obra salen enriquecidos.

Diego Barros Arana estuvo dotado de una inquietud intelectual polifacética, que tenía el soporte de una memoria sorprendente y de una inteligencia clara que organizaba los conceptos y los datos en esquemas coherentes.

Las humanidades fueron el área mejor conocida de nuestro autor. Dominaba la religión, la historia universal y de América; la literatura europea, los clásicos, los escritores españoles y americanos. Hablaba el inglés, poseía el francés como territorio propio. Tenía nociones fundamentales de derecho, sabía economía y había leído a los pensadores sociales. El arte, la pintura y la escultura no le eran indiferentes; además, practicaba el dibujo.

Temo dejar en el olvido otras disciplinas.

Ese conjunto de áreas se comprende en un estudioso del pasado; pero es sorprendente que además conociese con muy buena base las ciencias naturales, la geografía y la astronomía.

Su preocupación por la geografía se vació en sus Elementos de geografía física, en que sintetizó el aporte de los mejores tratadistas del tema, reduciéndolo a un cuadro completo y sistemático, ponderando de manera juiciosa las diversas escuelas, esquivando las exageraciones y las sombras.

Un geógrafo de renombre, Humberto Fuenzalida, opina favorablemente de la Geografía física y estima que ella poseía rasgos originales, no obstante la modesta opinión del autor. En sus páginas se encontraban no sólo los conceptos de los geógrafos célebres, debidamente calibrados sino, también, las observaciones propias efectuadas entre tantas andanzas. Las actuaciones como perito, además, probaron una clara comprensión de los fenómenos geográficos.

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Fuenzalida no pudo menos que elogiar la precisión de la Geografía física en el ensamble perfecto del lenguaje y la información técnica. Para muestra, el proceso de formación del fósil: «Se sabe que en las condiciones ordinarias los cadáveres de los animales, los restos de los vegetales, se destruyen después de cierto tiempo. Las partes blandas ceden primero a la descomposición: las partes córneas, huesosas, leñosas, resisten mejor; pero después de uno o dos siglos, la mayor parte de los seres que han vivido en esa época no dejan la menor huella. Sólo por excepción se conservan intactos ciertos despojos de los seres vivos; y para ello es menester que poco tiempo después de su muerte, una materia conservadora e incrustante los envuelva, los penetre y los petrifique. Sólo las aguas arrastran materias de esta naturaleza y son ellas las que han preparado a los fósiles. Sus partes blandas han desaparecido, no las conocemos sino por las huellas, o más bien por el molde que han dejado en la materia que las envolvió. En cuanto a las partes duras, aunque con frecuencia subsisten sus formas, la substancia mineral arrastrada por las aguas ha substituido lenta y casi completamente a la materia orgánica y ha tomado su lugar».

Una agudeza especial pareció guiar a Barros Arana al considerar los problemas capitales de la geografía. «Llama la atención -comenta Fuenzalida- el seguro instinto con que, en medio del sinnúmero de teorías en boga en la época, escogía la que más tarde la ciencia demostraría preferible».

La afición a la geografía y otras ciencias ocupaban cierto tiempo en el quehacer de don Diego. En su casa tenía una sala con barómetros, brújulas, un telescopio, dos microscopios y otros aparatos, con los que realizaba observaciones y comprobaciones. El telescopio lo había adquirido para donarlo al Instituto Nacional, tal como lo había hecho con otros instrumentos; pero al abandonar la rectoría lo dejó en su casa para dar vuelo a su afición por la astronomía. Esa entretención fue, sin embargo, mucho más que un pasatiempo. El año 1882 ocurrió un fenómeno que atrajo la atención en todo el mundo: el paso de Venus por el disco solar, que permite, mediante el sistema de la paralaje, medir la distancia del Sol; aunque la espesa atmósfera que rodea al planeta impide la precisión, sin contar que éste, superpuesto al disco solar es poco más que un punto. En todo caso, la observación desde distintos puntos de la Tierra era una contribución estimable. Barros Arana realizó en esa oportunidad observaciones metódicas, que luego remitió a la Academia de Ciencias de París, mereciendo las congratulaciones de esa corporación.

Es indudable que para él, todo lo que le atraía se transformaba en una actividad seria.

Nuevas obras históricas

En años de madurez, diversas investigaciones se tradujeron en publicaciones valiosas, que hasta el presente siguen siendo importantes por su contribución, además de numerosos trabajos editados en la prensa y las revistas culturales.

Riqueza de los antiguos jesuitas de Chile, que vio la luz pública en 1872, fue concebida como un primer paso para identificar los bienes inmobiliarios y los negocios de la Compañía, que Barros Arana juzgaba con dureza.

Varios de los escritos estuvieron destinados a recordar la vida y los trabajos de intelectuales contemporáneos, con quienes había tenido estrecho contacto. Don Claudio Gay y su obra fue una larga exposición sobre los trabajos del sabio francés que condujeron a la edición de   —XXX→   su Historia física y política de Chile en treinta volúmenes entre 1844 y 1870. Miguel Luis Amunátegui constituyó un homenaje al entrañable amigo fallecido en 1888.

Durante el conflicto con Perú y Bolivia, iniciado en 1879, Barros Arana recibió el encargo de escribir la Historia de la Guerra del Pacífico para dar a conocer en el extranjero las verdaderas causas del conflicto y su desarrollo, que eran tratados en forma equivocada o simplemente tendenciosa. Los dos tomos se extendieron hasta la ocupación de Lima y fueron un buen ejemplo de síntesis y de espíritu equilibrado a pesar de la animosidad existente. Fueron publicados en francés, en París, y en castellano.

Para el autor fue una experiencia interesante, en cuanto se valió de la prensa de la época, que publicaba infinidad de documentos oficiales. Tomó contacto, de esa manera, con un método que en el futuro cobraría gran importancia para los investigadores.

Aunque posterior a la Historia general, no podemos dejar de mencionar una obra que constituye una prolongación de aquella, Un decenio de la historia de Chile, editada en dos gruesos volúmenes en 1904 y 1905. Su contenido se refiere al gobierno del general Manuel Bulnes y está expuesto con el mismo método de la Historia general.

El plan de la Historia jeneral

Entre las tareas oficiales y otros afanes, la obra magna había ido avanzando de manera paulatina, a veces a ritmo sostenido y otras sin más que aquella página diaria que enorgullecía a don Diego.

La idea de abordar la historia del país había surgido en tempranos años, quizás a los veinte, cuando junto con las traducciones del francés había comenzado la lectura de las crónicas coloniales y de libros contemporáneos sobre el país y América. Antes de 1859 había comenzado a soñar con la Historia jeneral y había orientado sus esfuerzos a la búsqueda metódica de documentos en los archivos del país y entre los papeles de algunos personajes. El viaje iniciado aquel año, que le llevó a Argentina, Uruguay, Inglaterra, Francia, España, Bélgica, Holanda y el Perú, le permitió ampliar considerablemente sus copias de documentos, que en temas específicos desbordaban los límites de una obra general. Así ocurrió en lo relativo a las exploraciones de Magallanes, que lo movió a escribir su Vida y viajes de Magallanes (1863), en cuya advertencia preliminar aludió a la «historia general de Chile en que trabajo desde muchos años atrás».

Sin embargo, no había llegado todavía el momento de iniciar la redacción, porque aún era necesario allegar más fuentes y porque la rectoría del Instituto Nacional le apartó hacia tareas absorbentes.

Entre medio redactó diversos trabajos. Luego la misión en el Río de la Plata alejó por algunos años más poner mano definitiva a la obra. El propósito, no obstante, atenaceaba de manera permanente y robando tiempo al tiempo ordenaba los papeles, efectuaba consultas complementarias en las fuentes y decantaba la información, trazando probablemente algunos esquemas sistemáticos relativos a aspectos de gran importancia o que aparecían suficientemente claros.

Al fin llegó el momento en que pudo escribir, con su habitual letra pequeña y ordenada, la primera página de la Historia general de Chile. Corría el mes de septiembre de 1881.

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Durante más de dieciocho años trabajó sin cesar en los dieciséis tomos, que sumaron un total de 9.440 páginas impresas con letra más bien pequeña, equivalentes a 524 páginas por año. Fue una labor intensa, mientras tenía que atender obligaciones oficiales de fuerte responsabilidad, como él lo recordó.

El concepto que Barros Arana tenía de la historia general lo había absorbido de las obras recientes de los grandes historiadores europeos y era tan sencillo como sólido. Correspondía al estudio general de la sociedad mediante el relato de todos los elementos que intervienen en su evolución, tal como lo señaló en el prólogo: «La edad moderna no se contenta con hallar en la historia el cuadro de los sucesos políticos y militares, sino que reclama noticias de otra clase, descuidadas ordinariamente antes de ahora, y que sin embargo, son las que nos hacen penetrar mejor en el conocimiento de los tiempos pasados. La historia de un pueblo no es ya únicamente la de sus gobernantes, de sus ministros, de sus generales, y de sus hombres notables, sino la del pueblo mismo, estudiado en todas sus manifestaciones, sus costumbres, sus leyes, sus ideas, sus creencias, su vida material y moral».

Con la perspectiva de la obra ya concluida, en «Mi conclusión» abordó de manera personal cuál debía ser la visión y el método del investigador del pasado: «La historia debe estudiar y dar a conocer con igual competencia todas las diversas fases de la vida de un pueblo o de una época; y el historiador está obligado a poseer los más variados conocimientos para tratar con cierta competencia esa diversidad de órdenes de hechos. Sin pretender haber llenado esta condición del género histórico, creyendo por el contrario que sólo es dado a los hombres eminentemente superiores el acercarse a ella, me he empeñado en la medida de mis fuerzas, en trazar cada una de las diversas manifestaciones de la vida de nuestros mayores, con el mismo estudio, con el mismo interés, y en cuanto parecía convenir, con la misma extensión. Los hechos de carácter económico y social, la declaración de la libertad comercial, la introducción de la vacuna, etc., etc. las cuestiones y competencias de carácter eclesiástico, y los accidentes grandes o pequeños que importan un progreso de la cultura, tienen en el desenvolvimiento y en la marcha de las naciones la misma o mayor influencia que las guerras; y el historiador debe por tanto estudiar los acontecimientos de aquel orden con tanto celo como las manifestaciones más agitadas y brillantes de la vida de los pueblos, manifestaciones que antes ocupaban casi exclusivamente los libros de historia».

Enunciados de manera general, esos conceptos se nos presentan con un carácter de asombrosa actualidad, que no es tan fácil encontrar en las páginas de la obra. No es que Barros Arana soslayase los temas que indicaba, sino que se aproximó a ellos de la manera como entonces podía entenderse, cuando las ciencias sociales, en pañales, se basaban en ideas muy abstractas y especulativas, los llamados sistemas generales. Se discutía sobre el determinismo y el posibilismo geográfico, el racismo, la ley de los tres estados de Comte, el evolucionismo biológico y el evolucionismo entre las naciones y tantas otras teorías.

Aún no era el tiempo del gran avance de las ciencias sociales mediante las investigaciones específicas y no se establecían las categorías básicas ni las definiciones esenciales para entender los diversos postulados. En sociología no se había profundizado en estructura y dinámica, no había distinción clara entre estamento y clase social, y en demografía sólo se daban los primeros pasos.

Mediando esa situación, Barros Arana vislumbró en la historia todos los aspectos que la conforman, con excepción de algunos pocos que se han puesto de relieve con posterioridad,   —XXXII→   e hizo una relación del pasado chileno que, sin dejar de lado el análisis, es en esencia descriptiva.

Barros Arana buscó los hechos positivos, tal como surgían concretamente de las fuentes, porque dado el escaso conocimiento del pasado chileno había que establecer primero la realidad de éste, tal como había sido, antes de entrar en especulaciones de carácter filosófico o aplicar teorías. La acumulación de fuentes y su empleo con método crítico y comparativo, era lo que él había hecho y de esa manera podía exponer la historia con seguridad.

Durante el siglo XIX, en Chile, se había debatido si la historia debía ser ad narrandum o ad probandum, una narración lisa y llana o una demostración de hipótesis basada en especulaciones filosóficas. Andrés Bello se había inclinado por la primera, dejando sentada una orientación de larga vida; pero fue Barros Arana, que no fue propiamente discípulo del caraqueño, quien llevó a la práctica aquel método y lo dejó en la más alta cumbre, influyendo en los historiadores que le siguieron a través de varias generaciones.

En su predilección, Barros Arana obedecía no sólo a un planteamiento razonado, sino a una inclinación de su espíritu, poco dado al pensamiento especulativo y más seguro en el manejo de los hechos específicos.

Su visión histórica armonizaba perfectamente con el estilo literario adoptado para la Historia jeneral, que también coincidía con su manera de ser. Enemigo de artificios y sabiendo que no tenía disposición para los grandes recursos estilísticos, se propuso redactar de una manera sencilla y clara, en que la lectura fluyese sin tropiezos. Desde sus inicios debió ocuparse de la buena redacción, porque no le resultaba fácil expresar sus ideas; pero el problema era menos grave de lo que pensaba, porque los escritos de aquella primera etapa, aunque carecen de perfección, se leen sin vacilaciones enojosas.

Algunos analistas de las diversas obras han señalado que las primeras ofrecían dificultades y que el ejercicio constante de la pluma perfeccionó su uso hasta alcanzar una prosa muy atractiva para el lector. Se ha dicho, incluso, que la diferencia se nota entre los primeros volúmenes de la Historia jeneral y los últimos.

En esta materia tampoco ha faltado la mala fe para juzgar al historiador, difundiéndose la idea de un escritor indigesto. Sugerente es, no obstante, que un crítico tan fino y tan preparado en asuntos literarios, Hernán Díaz Arrieta, Alone, durante toda su vida manifestase mala opinión y aun reticencia frente a la Historia jeneral. Estaba influido por la opinión de otros y temía a los gruesos tomos, algunas de cuyas páginas había leído al azar. Pero en época muy avanzada de su vida cambió de parecer. Don Diego no sólo era un gran conocedor del idioma, sino que escribía con admirable soltura y sus páginas podían leerse con placer.

El juicio definitivo del crítico no pudo ser más certero. La Historia jeneral es un escrito que a pesar de su extensión y de la amplitud con que son abordadas tantas materias, siempre su lectura transcurre con naturalidad: las ideas pasan sin perturbaciones de la mente del autor al lector. No hay palabras ni expresiones que demanden un esfuerzo de comprensión ni términos artificiales destinados a impresionar o causar efectos estéticos.

Si la aspiración de un escritor es comunicar su pensamiento al lector sin tropiezos, Barros Arana cumplió con creces tal propósito. Su estilo fue adecuado al fin que perseguía.

La estructura de la Historia jeneral es perfectamente razonable. Está dividida en partes que abarcan grandes épocas, como Los Indígenas, Descubrimiento y Conquista, Afianzamiento de la Independencia u Organización de la República. Luego viene una subdivisión en capítulos relativos a materias afines, por ejemplo, asuntos políticos y administrativos,   —XXXIII→   campañas en la Guerra de Arauco, acción de piratas y corsarios, organización institucional, etc. Dentro de los capítulos hay subcapítulos referentes a aspectos muy específicos, como pueden ser medidas del Cabildo de Santiago, descontento por disposiciones tributarias, batalla de Rancagua y numerosos otros hechos.

El contenido está dispuesto en forma cronológica en sentido general, sin que las divisiones interrumpan el desarrollo natural.

Al finalizar un período mediano de tiempo, que puede ser de varias décadas o de un siglo, Barros Arana detiene el curso cronológico y ensaya capítulos de síntesis para dar una idea de la evolución general. Se extiende, entonces, sobre el estado de la sociedad, las características de la economía, el cuadro de la cultura intelectual u otros rasgos, de modo que el lector abarcar en cierta medida el concepto del rumbo global que lleva la historia del país.

Esos capítulos, dado el interés especial que podían tener para el público, fueron reunidos y reeditados en dos tomos el año 1934, bajo el título de Los orígenes de Chile.

Una mención aparte merecen las notas a pie de página colocadas con el objeto de probar lo que se afirma en el texto, desvirtuar errores y aclara puntos oscuros. En ellas se muestra toda la erudición del historiador y su sagacidad para dirimir los testimonios contrapuestos de las fuentes o las opiniones discutibles de otros autores. Ahí se muestra la seguridad de criterio y un razonar convincente, que junto al detalle de la información aportan gran ayuda al investigador. No sin razón, alguien ha opinado que en las notas se encuentra lo más importante.

Desde el punto de vista de la estructura, el plan de Barros Arana es coherente, de una arquitectura perfecta. Cada gran fenómeno y cada detalle se encuentran en la medida adecuada y en el lugar preciso en que deben situarse, sin desconectarse de los hechos cercanos. Nada más fácil que informarse en la Historia jeneral, pese a sus dimensiones y a la variedad de materias. Muchas veces se busca en otros libros de carácter específico un dato concreto y después de dar muchas vueltas a las páginas y consultar varias veces el índice, uno se dirige finalmente a la obra de don Diego y ahí está la información deseada, donde debe estar y con el agregado de antecedentes que ignorábamos.

En la cómoda posición de hoy día pueden dirigirse algunas crítica al plan de Barros Arana y su realización. El discurrir de los hechos es parejo, así sean de fuertes significado y dramatismo o carentes de espectacularidad, en lo que debe verse el espíritu analítico y el afán de desentrañar todo por igual. Por otra parte, la voluntad de hacer una historia social abarcadora de todos los elementos que la explican, queda a medio camino, porque esos elementos se dispersan en el relato entre tanta diversidad de materias o porque los capítulos de síntesis aparecen como agregados separados del acontecer mismo. Éstos corresponden a una «historia de casilleros», al margen de la dinámica de la historia y por lo mismo un tanto ajenos a la explicación del acontecer.

En todo caso, en la metodología del momento no podía ser de otra manera y no es una crítica de mucho peso.

El lugar de la Historia jeneral

Sería inútil buscar en Latinoamérica en el siglo XIX una historia nacional de las dimensiones y el peso científico de la escrita por Barros Arana. Lucas Alamán en México, José María   —XXXIV→   Baralt en Venezuela, Federico González Suárez en Ecuador y algunos otros, ensayaron historias generales; pero no resisten la comparación, a causa de los períodos abarcados, las materias comprendidas ni la exégesis documental. Son obras fragmentarias y enfocadas eminentemente a lo oficial.

En Chile, antes de Barros Arana, tampoco había surgido nada comparable, de suerte que su obra vino a llenar un vacío abismal. Con todo, debe recordarse que algunas monografías meritorias habían adelantado diversos temas. Los libros de Miguel Luis Amunátegui eran los más importantes, en especial los tres tomos de Los precursores de la Independencia de Chile y los otros tantos de La crónica de 1810, cuyo aporte Barros Arana reconocía como fundamental. También estaban algunas obras de Vicuña Mackenna valiosas no obstante las fallas del método, la prisa y el entusiasmo desbordante del autor. Otros investigadores y el propio Barros Arana habían publicado trabajos de interés; pero quedaban extensos espacios vacíos y mil puntos oscuros por dilucidar antes de formar una construcción de proporciones.

Una de las aspiraciones de Barros Arana fue alcanzar la imparcialidad y la ecuanimidad al estudiar los hechos, los grupos y los personajes. Procuró marginar sus opiniones y dejar que los hechos hablasen por sí mismos. Hizo un esfuerzo cerebral que allanó sus sentimientos y simpatías, y de ahí la carencia de emociones que se achaca a sus páginas. Esa actitud era tanto más extraña en cuanto era un espíritu apasionado, tenso en sus diatribas e intransigente en sus convicciones. La explicación puede estar en que al enfrentar el papel con la pluma sentía la grandeza de su labor y se superaba a sí mismo.

Era un mecanismo sicológico que se expresó numerosas veces en los episodios estelares de su vida. Al término del rectorado en el Instituto Nacional había respondido con la elegancia de Mi destitución, a la disputa con Argentina con la Exposición de los derechos de Chile en el litigio de límites sometido al fallo arbitral de S. M. B, notable por su altura y ponderación, y al momento triste de terminar la Historia con «Mi conclusión», un balance tan modesto como sincero.

Su preocupación por la exactitud del pensamiento le hacía recordar aquel precepto que condena el uso de frases forjadas hermosamente para sugerir mucho más que las palabras corrientes, cayendo en matices equívocos, y del mismo modo las metáforas y las comparaciones. Rehuía los recursos literarios y el estilo declamatorio de las viejas historias.

Forzoso es reconocer, sin embargo, que al menos hubo dos temas en que le fue difícil aplacar su vehemencia, logrando a lo más moderar las palabras: el rechazo a la Iglesia y la condena de todo lo que fuese restringir la libertad, fuese en la política, la cultura o la economía. Recurría entonces a razones de peso y al regocijo de la ironía, no la del método socrático.

Algunos historiadores han creído ver en Barros Arana una posición contraria o favorable hacia algunos personajes, saltándose la estricta objetividad. La figura de Carrera desmerecería, mientras que habría simpatía hacia las actuaciones de O'Higgins. Tal crítica merece, en verdad, algunas objeciones. Es posible que esos críticos estuviesen embargados por actitudes anímicas, en posición contraria al autor de la Historia jeneral. También debe tenerse en cuenta que en años posteriores se agregaron documentos que matizaron los hechos de una manera un tanto diferente.

Por último, debe considerarse que objetivamente la personalidad moral de O'Higgins es superior a la de Carrera. El vencedor de Chacabuco sobresalía por su desinterés, modestia, razonar equilibrado y un accionar ordenado. Carrera, en cambio, estaba poseído de una fuerte egolatría, espíritu de familia y arrogancia atolondrada en su vida y en sus actuaciones   —XXXV→   -hasta límites que solamente los historiadores especializados conocen- y esos rasgos se fueron profundizando a medida que su desventura le llevó de fracaso en fracaso. Nunca pudo superarse.

Para el espíritu analítico y sistemático de nuestro historiador no podía haber duda.

También se ha dicho que fue indulgente con Portales, en lo que se ha creído ver el influjo de las relaciones comerciales que había mantenido su padre con el Ministro.

Pensar de manera tan simple es inadmisible. Un historiador experimentado y de avanzada edad, que escribía a más de sesenta años de los hechos, no podía obedecer a sentimientos dejados tan atrás y que le tocaban sólo indirectamente. La honestidad del intelectual primaba sobre cualquier otra consideración y la verdad es que si se recorren las páginas pertinentes de la Historia jeneral y la obra posterior, Un decenio de la historia de Chile, aparece tanto lo aceptable como lo malo del célebre personaje. Reconoce a éste su inteligencia, carácter y patriotismo. Pero, a la vez, condena la arbitrariedad y el autoritarismo cruel e injustificado, a raíz de hechos muy precisos, originados por extravíos sicológicos causados por el uso inmoderado del poder.

Una crítica que se ha formulado a la Historia jeneral es que se encuentra envejecida porque la nueva base documental dada a conocer desde fines del siglo XIX permitiría rectificarla a fondo. Manteniéndose en el campo de lo general y no de investigaciones monográficas de gran especialización, aquella crítica resulta injustificada. Años después de publicados los tomos que abarcan hasta las primeras décadas del siglo XVII, monseñor Crescente Errázuriz, historiador erudito y razonador, escribió la historia de varios gobiernos coloniales basándose en la nueva documentación. Expresó entonces, con honestidad que le honra, que «después de la obra de don Diego Barros Arana es harto difícil dar novedad a un estudio histórico dentro de la época que abraza su Historia jeneral de Chile. Se podrán, sin duda, añadir uno y muchos episodios, rectificar errores que no es posible evitar en trabajos de tanto aliento, presentar en diversos aspectos hechos apreciados con diverso criterio, pero el fondo de la narración ya está conocido».

Tan acertada es la opinión de Errázuriz, que el panorama trazado por Barros Arana y él, en varios volúmenes, no ha sido rectificado con posterioridad en sus rasgos generales.

Muchos ejemplos pueden llamar la atención; pero ninguno más decidor y aplastante que la intrincada y larga polémica en torno al autor del «Catecismo político cristiano» suscrito por José Amor de la Patria en los días azarosos de 1810. Según don Diego, el autor fue don Juan Martínez de Rozas y al efecto escribió, con cierta cautela: «La tradición constante de los hombres que fueron contemporáneos de la revolución, es que este opúsculo, expresión de las ideas y propósitos más avanzados en aquella época, recibió su forma literaria definitiva de manos del doctor don Juan Martínez de Rozas».

Con mucha posterioridad, la opinión de Barros Arana fue controvertida desde diversos ángulos y con estudios muy bien documentados en algunos casos. Se creyó demostrar que el autor sería el altoperuano Jaime Sudáñez, el rioplatense Bernardo de Vera y Pintado o algún conocedor de las doctrinas populistas de los jesuitas, probablemente un sacerdote. Hubo consideraciones sobre el contenido del «Catecismo», procurando enraizarlo con la tradición teológico jurídica española y se estableció que en América habían circulado diversas versiones del mismo documento.

Esta última aseveración no contradijo en nada lo afirmado por Barros Arana, que había señalado que el «Catecismo» había sido expresión de las ideas de la época y que había   —XXXVI→   recibido su «forma literaria definitiva» de la pluma de Rozas. Esto es, no era un documento enteramente original de dicho doctor.

En cuanto a su participación, ella se comprueba más allá de toda duda con la correspondencia de Martínez de Rozas el año 1809, en que aparece el mismo fondo de ideas, aunque mucho más estrecho y prudente, de acuerdo con las circunstancias, y donde se encuentra por lo menos una frase casi idéntica: «las colonias vendrán a ser lo que han sido siempre: colonias y factorías en todo el sentido de la palabra...».

Después de tantas vueltas, páginas y tinta, el asunto queda tal como lo había establecido Barros Arana.

A lo largo del siglo XX ha sido frecuente la utilización de la Historia jeneral, aun por autores que manifiestan un desdén por la obra, siendo el caso más flagrante el de Francisco Antonio Encina, que pese a haberla seguido en el plan general e, incluso, en el detalle en no pocos acontecimientos, la hizo objeto de una dura crítica.

Muchos otros investigadores de temas específicos, que han reclamado para sí una gran originalidad por su método y su visión, y se han jactado de prescindir de Barros Arana o de otros viejos historiadores, han sido, en verdad, deudores de sus libros. La trama general de los hechos ya estaba conformada y a partir de ella se iniciaba la nueva construcción, aprovechando no sólo el amplio basamento, sino aun los detalles, la indicación sobre tal o cual documento, más referencias bibliográficas y alguna opinión valiosa. Es indudable que con el respaldo de la Historia jeneral se puede avanzar con gran seguridad y a partir de ella intentar nuevos puntos de vista. Por esa causa llama la atención que muchos investigadores animosos que con nuevas categorías conceptuales plantean hipótesis y nuevos temas, manifiestan con desenfado su reticencia frente a Barros Arana o fingen ignorarlo. Sin embargo, bajo el empedrado de sus obras se adivina el terreno sólido de donde partieron y ni siquiera faltan detalles que denuncian su deuda.

Hace casi cuatro décadas, hubo un interesante aporte sobre la relación entre la guerra y la sociedad en el paso del siglo XVI al XVII, que pareció enteramente novedoso. No obstante, todos los elementos del análisis ya se encontraban en las páginas de Barros Arana, publicadas setenta y siete años antes: decadencia de los lavaderos de oro, caída de la población nativa, función de los encomenderos en la lucha, colaboración de los indios amigos, creación del ejército profesional, sentido de la esclavitud indígena, etc. La diferencia está en que en la Historia jeneral esos fenómenos no se encuentran agrupados en función de una tesis, sino que se hallan dispersos en el relato general, sin propósitos de interpretación. No tienen un relieve orientador.

Muchos otros ejemplos similares podrían aducirse y resultarían bastante sorprendentes.

El sentido superior

Los especialistas podrían explayarse de la manera más larga e intrincada sobre aspectos precisos de la obra de Barros Arana, acumulando méritos y también algunas críticas. Por encima de disquisiciones específicas hay, sin embargo, un sentido mayor de la obra, que al fin es de tanto o más peso que la balumba de conocimientos que arroja. En esencia, ¿qué representa la Historia jeneral en la vida de la nación?

  —XXXVII→  

El esfuerzo historiográfico del siglo XIX fue una labor intelectual de primera magnitud, que tuvo numerosos cultores, algunos tan conocidos como Amunátegui, Barros Arana y Vicuña Mackenna, y otros no menos activos, Ramón Sotomayor Valdés, Crescente Errázuriz, José Toribio Medina y Gonzalo Bulnes. También hubo personajes destacados de la política, entre otros, José Victorino Lastarria, Antonio García Reyes, Melchor Concha y Toro, Domingo Santa María y Federico Errázuriz Zañartu, que en algún momento de su vida incursionaron en la historia. Un movimiento tan importante tiene una explicación claramente comprensible: es parte de la tendencia nacionalista surgida en forma paralela en Europa y en América y que se expresó tanto en la política como en la cultura.

En nuestro continente, al desintegrarse los sistemas coloniales, cada espacio distintivo reclamó un destino nacional y consolidó su realidad bajo un régimen republicano, con la excepción de Brasil. Hubo necesidad de justificar ese destino y fue indispensable crear la imagen de cada país, viniendo a ser la historia la cantera más valiosa y abundante para esa construcción. Se la trabajó en todos los lugares del continente, con mayor o menos énfasis, transformándose al fin en un espejo para mirar la imagen nacional, dando pie para el análisis frío y razonado, pero también para la contemplación anímica ligada al orgullo de cada nación. Los historiadores, más allá de sus motivos personales, rindieron tributo al ambiente social. Y a la vez influyeron sobre él.

En el caso de Chile el fenómeno fue muy claro y tuvo un agregado que lo realzó aún más: el trayecto exitoso marcado por la estabilidad institucional, una historia evolutiva, el progreso material, el desenvolvimiento cultural y un peso internacional respetable. Era evidente que desde la colonia miserable y oscura de los años iniciales, hasta la nación sólida y prestigiosa de la segunda mitad del siglo XIX, se había cumplido una tarea honrosa y esforzada. Se había construido una historia y era natural recordarla.

Las obras concebidas dentro de ese marco, en Chile o en las otras naciones latinoamericanas, fueron expresión ideológica de su época y como tal impulsaron ideas y sentimientos. Todas ellas, aun las de sesgo conservador, cual más cual menos, se elaboraron bajo la idea del progreso indefinido, la perfectibilidad del ser humano, la confianza en el individuo y las ventajas de la libertad. Fueron, en consecuencia, instrumentos ideológicos que desde la conciencia de los lectores debían coadyuvar a la lucha por la libertad o, en un sentido más amplio, al avance de la modernidad.

La obra de Barros Arana obedeció a todas las orientaciones señaladas y fue la que mejor representó la tendencia en Chile y quizás en toda América.

Desde una perspectiva distinta, hubo otra característica de la Historia jeneral que influyó en el método científico y señaló pautas en el razonar general de la elite. El apego al positivismo significó establecer el análisis exhaustivo en cualquier materia, poner en juego paciencia y dedicación, hasta constituir una ética consustancial al discurrir intelectual y, al mismo tiempo, hacer de la honestidad científica un paradigma necesario que nadie podía traspasar. Hubo temor a pensar los hechos y desplegar la imaginación para interpretarlos en su sentido general y hacerlos comprensibles. Había que evitar el peligro de la falsedad, que podía emanar de las ideologías y obsesiones personales.

Ese marco forzoso irradiaba desde los círculos intelectuales a los segmentos superiores y medios de la sociedad, y en el campo acotado de la historiografía se le respetó de manera solvente en su época y durante varias décadas posteriores. No sería hasta avanzado el siglo XX que se ablandaría el terreno al germinar tendencias interpretativas que, fascinadas con   —XXXVIII→   tal o cual teoría, creyeron ver en el pasado la confirmación de su pensamiento. Tenemos en mente la labor heterogénea desarrollada por Alberto Edwards Vives, Francisco Antonio Encina y Jaime Eyzaguirre.

En épocas más recientes aún, las ideologías políticas, sin respeto por las premisas éticas y científicas, han arrojado sombras en el campo.

No podrían entenderse bien el papel intelectual y la influencia de Barros Arana si no se ligase la Historia jeneral con su vida y las diferentes labores realizadas. Los restantes trabajos históricos, las publicaciones en revistas literarias y científicas y los tratados sobre otras materias, todos los cuales integran los dieciséis volúmenes de las Obras completas, que quedaron incompletas, representan un complemento muy poderoso del trabajo del historiador.

También debe considerarse la influencia en la educación escolar y universitaria mediante la reformulación de planes y programas, contenidos y método, en que el paso a la modernidad quedó señalado por el desarrollo de las ciencias naturales, las exactas y las humanidades, en un proceso unificador del positivismo con la libertad de conciencia y la libertad general.

Debe tenerse en cuenta que innumerables generaciones de profesionales, universitarios, políticos e intelectuales y, en un plano muy importante los profesores de Educación Media, se formaron en el espíritu de la Historia jeneral, si es que no la leyeron, y derramaron su método y su pensamiento en ciento de miles de chilenos, para comprender la magnitud de la huella dejada por don Diego y su obra.

Después de Andrés Bello, Barros Arana ha sido el intelectual de más profundo significado en Chile.

En el centro de esa influencia se sitúa la Historia que ahora se reedita.

La nostalgia final

«Al dar fin a mi tarea sentí más que el contento por ver realizados mis propósitos, una impresión de tristeza que en circunstancias análogas han experimentado otros autores al abandonar una ocupación que había llegado a ser una necesidad de la vida... me había connaturalizado de tal manera con ese trabajo, que su terminación dejó un vacío en mi espíritu y en los hábitos de mi vida».

Se comprende perfectamente que un quehacer intelectual intenso es parte de la existencia, se confunde con ella y corre a parejas hasta que una de las dos se extingue.

En ese momento culminante, cuando se abría el vacío y el espacio en blanco del papel, Barros Arana volcó su experiencia en «Mi conclusión» y con sinceridad quiso juzgar su obra, cuando los setenta y dos años de edad le daban tranquilidad espiritual: «aunque disto mucho de creer que he producido una obra de un mérito grande y duradero es incuestionable que ella es la más completa y la más estudiada que existe ahora con este título; y que por lo tanto he prestado un servicio no despreciable a mi patria presentándole en una forma clara y ordenada los anales de la vida y del desenvolvimiento de nuestra raza durante tres siglos. Pero como lo he escrito al principio de este libro, estoy igualmente convencido de que por más que me haya impuesto un obstinado trabajo de investigación, por empeño que haya tenido para hacer entrar en esta Historia las noticias de todo orden que puedan interesar a las nuevas generaciones, por no corresponder cumplidamente a las futuras exigencias de   —XXXIX→   éstas, ella no tendrá una larga duración, y sin duda no alcanzará siquiera el honor de una segunda edición. La historia está destinada a rehacerse constantemente. Cada edad busca en ella una enseñanza que corresponda a las nuevas ideas y a las nuevas aspiraciones; y de allí proviene la necesidad de reconstruirla, adaptándola a esta necesidad. Todo hace creer, por otra parte, que investigadores más afortunados que yo, descubrirán hechos y accidentes que me quedaron desconocidos y que, si bien éstos no modificarán, según creo, el fondo de la historia, agregarán nueva luz y nuevo colorido a alguna de sus partes. Pero si muy seguramente antes de muchos años una nueva historia de Chile, producto natural de esta nueva renovación inevitable y útil de los estudios históricos, vendrá a reemplazar, como libro de lectura a la que yo he escrito, estoy cierto también de que ésta será consultada más tarde como punto de partida para la futura investigación, y como fuente abundante de noticias de primera mano. Mi obra vivirá entonces en las bibliotecas, como hoy viven tantos libros que no porque se lean menos en toda su extensión, han dejado de ser útiles a los hombres de estudio que tienen que acudir a consultarlos».

Sería difícil encontrar términos más exactos y realistas para calificar la Historia jeneral y admira que sean del propio autor, porque no hay asomo de egolatría ni vanagloria. Tampoco hay una humildad fingida ni búsqueda de aplausos, sino un juicio equilibrado y razonado, el mismo que había aplicado al considerar los hechos históricos del pasado.

Con todo, hay que rectificar en un punto al viejo historiador. Su creencia de que no habría una segunda edición resultó equivocada. En 1930 la Editorial Nascimento inició una segunda edición parcial, que tuvo la desgracia de ser destruida por las llamas. Ahora, esta segunda edición completa es una rectificación definitiva.

Puede parecer extraño que en las cercanías del año 2001 se reedite una obra cuyo primer volumen vio la luz pública hace ciento quince años. Sin embargo, la iniciativa es comprensible, porque sus viejas páginas muestran solidez y siguen incorporadas al ser nacional, que contribuyeron a formar.

Hay que agradecer, en tiempos de liviandades culturales, a dos prestigiosos organismos del Estado y a una solvente editorial, que hayan emprendido esta ejemplar tarea.

LOS ALGARROBOS DE CHICUREO

Invierno de 1999



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ArribaAbajoPrólogo

La publicación de una nueva Historia de Chile, después de los diferentes libros que existen con títulos análogos, exige algunas palabras que la justifiquen.

Las obras que al presente forman la literatura histórica de Chile se clasifican en tres grupos diferentes.

Pertenecen al primero unas cuantas crónicas o memorias escritas por contemporáneos de los sucesos que narran. Sus autores fueron generalmente soldados más o menos inteligentes, pero desprovistos de los conocimientos y de la práctica literaria que dan a los libros formas cuidadas y agradables. Dispuestas de ordinario con poco método, redactadas con desaliño, esas crónicas son, sin embargo, un auxiliar poderoso del historiador. No sólo consignan noticias preciosas y casi siempre exactas sobre los hombres y los sucesos pasados, sino que las revisten de un colorido especial que nos permite penetrar en el espíritu y en las ideas de esos tiempos. Estas crónicas, desgraciadamente muy escasas, se refieren a períodos sumamente limitados, de tal suerte que fuera de éstos, el historiador no puede disponer de ninguna guía de esa clase.

El segundo grupo es compuesto por obras de muy distinto género. Escritores inteligentes e ilustrados, investigadores laboriosos, se han propuesto estudiar ciertas épocas o materias determinadas, y han formado monografías o historias parciales que dejan ver un prolijo examen de los documentos, una exposición ordenada y metódica de los hechos, un criterio elevado para juzgarlos y, con frecuencia, un verdadero arte literario en la narración. Estos libros, fruto de la cultura a que ha llegado nuestro país en los últimos años, son fragmentos notables de la historia nacional, interesantes para todo tipo de lectores, y utilísimos para el historiador que emprende una obra más vasta y más general; pero no se complementan unos con otros, y dejan, incluso, largos períodos históricos casi absolutamente inexplorados.

Forman el tercer grupo, que es el más abundante, pero, al mismo tiempo, el menos valioso de todos, las obras de conjunto, las llamadas historias generales. Desde el padre jesuita Alonso de Ovalle, que escribía en la primera mitad del siglo XVII, hasta el sabio naturalista francés, que doscientos años más tarde emprendía por encargo de nuestro gobierno la publicación de la Historia física y política de Chile, hay una larga serie de escritores que se propusieron consignar en libros, más o menos extensos, todos los hechos históricos ocurridos en nuestro país, acerca de los cuales pudieron procurarse noticias. Desgraciadamente, ni los escasos materiales de que disponían, ni la limitada preparación literaria del mayor número de esos escritores, correspondían a la magnitud de este propósito. Ellos desconocieron, o quizá sólo conocieron por fragmentos, las crónicas primitivas; no tuvieron a su alcance sino una porción muy reducida de los documentos en que debe apoyarse el historiador,   —2→   y sólo adquirieron sobre muchos sucesos nociones vagas, incompletas y equivocadas. Sus obras, aunque fruto de un buen propósito y de una laudable laboriosidad, distan considerablemente de satisfacer la curiosidad de los lectores de nuestra época, que buscan en la historia algo más que la relación interminable y desordenada de batallas muchas veces de escaso interés. Esos libros, por otra parte, prestan un servicio de importancia apenas relativa al historiador que dispone de más abundantes materiales para comprobar la verdad. Coordinadas con poco método, concebidas con escasa crítica, no sólo para juzgar los sucesos sino para apartar las tradiciones falsas y a veces las patrañas más absurdas, esas historias, al paso que carecen de un estudio cabal de los hechos y de los documentos históricos, olvidan casi por completo los acontecimientos que no son de un carácter militar, descuidan la cronología y cada una de ellas reproduce y aumenta los mismos errores que se hallaban consignados en los libros anteriores.

Esta censura de las obras de esta clase, no puede hacerse sin algunas restricciones. Los autores de esas historias generales, que han llevado la narración hasta los sucesos de su tiempo, nos han legado acerca de éstos, noticias que colocan sus libros, a lo menos en la última parte, en la categoría de las crónicas o memorias escritas por los contemporáneos de los hechos que cuentan. Hay, por otra parte, entre las historias de este género, dos que por méritos diferentes, merecen una mención especial.

La primera de ellas es el Compendio de la historia civil del reino de Chile, escrito en italiano por el abate chileno don Juan Ignacio Molina, publicado en Bolonia en 1787, en un solo volumen en 8°, y traducido más tarde a varios idiomas. Fruto de una inteligencia sólida y cultivada, meditado con un criterio muy superior al de los otros historiadores que emprendieron un trabajo análogo, y escrito con una rara elegancia, ese compendio adolece, sin embargo, de varios inconvenientes que amenguan su mérito indisputable. Es demasiado sumario y, por tanto, satisface sólo a medias la curiosidad del que desea instruirse en la historia de los orígenes y del desenvolvimiento de un pueblo. Obligado el autor a residir en un país en que no podía procurarse sino muy escasos materiales para la obra que había acometido, tuvo por fuerza que reducir su investigación y limitarse casi exclusivamente a dar nueva redacción a las historias que hasta entonces existían, repitiendo sus numerosos errores de detalle, pero animando su libro con más vida y con un espíritu crítico y filosófico de que aquellas obras carecían absolutamente. Su narración se detiene en los sucesos de la segunda mitad del siglo pasado, de manera que a esas otras desventajas, se une la de ser muy incompleta para nosotros.

La extensa Historia política de Chile, que lleva el nombre de don Claudio Gay, y que forma ocho volúmenes en 8°, aunque superior a las obras históricas que la precedieron, no ha satisfecho tampoco la necesidad de una historia general. Naturalista laborioso, explorador infatigable, Gay no estaba preparado por sus estudios especiales ni por la inclinación de su espíritu para acometer trabajos históricos. Sin embargo, poniendo en ejercicio su empeñosa actividad, dio cima a una obra desigual en mérito, pero que tiene partes recomendables. Son estas últimas las que ha trabajado por sí mismo, esto es, los primeros años de la Conquista, y la historia de la revolución y de la República. Pero, obligado a prestar una atención preferente a la historia natural del país, confió a manos subalternas la composición de una gran porción de la historia civil. Sus colaboradores se limitaron casi exclusivamente a dar nueva forma a las llamadas historias generales que entonces existían. El lector encuentra allí el tejido más o menos completo y ordenado de los hechos, pero concebido con escaso estudio   —3→   de las fuentes históricas, sembrado de graves y frecuentes errores y falto en su conjunto y en sus accidentes de todo aquello que puede darnos a conocer la vida, las ideas y el carácter de los tiempos pasados. Es difícil concebir una historia que satisfaga menos las exigencias de un lector de nuestros días.

Un examen casi superficial de esas obras bastaba para producir el convencimiento de que la historia de Chile estaba por rehacerse en casi todas sus partes, y de que debía emprenderse este trabajo con el mismo espíritu de prolija investigación y de crítica escrupulosa que algunos escritores nacionales han aplicado al estudio de ciertos períodos o de materias determinadas. Cuando hace más de treinta años me propuse adquirir un conocimiento regular y ordenado de la historia patria, pude interiorizarme de que no eran los materiales lo que faltaba para llevar a cabo esta obra de reconstrucción. Los archivos nacionales guardaban un considerable caudal de documentos, de donde era fácil sacar abundantes noticias para rectificar y para completar las que hasta entonces corrían en los libros impresos o manuscritos que circulaban con el nombre de historia de Chile. El estudio paciente de muy pocos años bastaba, sin embargo, para agotar el material histórico de esos archivos, donde, por otra parte, habían hecho rudos y deplorables estragos la acción destructora del tiempo y el descuido de las viejas generaciones de gobernantes y de oficinistas, a punto de haber desaparecido una buena parte del material legado por los dos primeros siglos de la Colonia.

Pero en España se conserva casi intacto el más rico tesoro de documentos relativos a nuestra historia antigua, guardado en el inmenso Archivo de Indias que existe en Sevilla. Conservado con esmero, clasificado con un método que facilita hasta cierto punto la investigación, ese archivo encierra, entre otras preciosidades, la correspondencia que los virreyes y gobernadores de América mantenían con el Rey, los procesos de residencia de aquellos mandatarios, las quejas y acusaciones que se formulaban contra éstos, las relaciones de méritos de los que pedían alguna gracia al soberano, derroteros de viajes y exploraciones, memoriales o notas sobre muchos hechos o sobre la descripción de estos países y un número considerable de expedientes y papeles sobre negocios militares, religiosos, civiles y administrativos. El régimen esencialmente centralizador que los monarcas españoles crearon para el gobierno de sus colonias, aun de las más apartadas, pudo ser muy desfavorable para el desarrollo de éstas; pero ha sido de la más grande utilidad para la construcción de la verdadera historia. Todos los funcionarios civiles, militares y eclesiásticos estaban obligados a dirigirse al Rey para informarlo acerca de los asuntos que corrían a cargo de cada uno de ellos. El Rey, por su parte, dictaba desde Madrid todas las leyes, todas las instrucciones y hasta las ordenanzas de policía para el gobierno de sus colonias. Esos informes de los subalternos y esos mandatos del soberano, que son la fuente más abundante de informaciones seguras acerca de la historia americana, forman por sí solos muchos millares de legajos que ofrecen un campo casi inagotable a la investigación histórica. Guardados con obstinada reserva durante siglos, esos documentos no fueron conocidos sino por unos pocos historiadores. Un espíritu mucho más ilustrado los ha puesto en nuestro tiempo a la disposición de los hombres estudiosos de todas las naciones.

Aunque los legajos referentes a Chile ocupan por su número un rango modesto en el Archivo de Indias, respecto, sobre todo, del inmenso caudal de materiales que allí existen sobre las otras colonias, y en especial respecto del Perú y de la Nueva España, su estudio me ocupó muchos meses de los años de 1859 y 1860. Por mí mismo tomaba notas de los documentos   —4→   menos importantes, extractaba voluminosos expedientes, abreviaba extensos y difusos memoriales, al mismo tiempo que hacía copiar por varios escribientes, experimentados en esta clase de trabajos, todas las piezas que creía de importancia capital. Formé, así, una extensa y valiosa colección de manuscritos que me permitió reconstruir por completo una gran parte, si no el todo, de la historia antigua de Chile1.

Mis investigaciones en el Archivo de Indias no se limitaron a la sección clasificada bajo el nombre de Chile. Entre los documentos concernientes al Perú, hallé muchos relativos a nuestro país, como cartas de los gobernadores a los virreyes o expedientes sobre asuntos chilenos tramitados en Lima. Estoy persuadido, sin embargo, de que a pesar de mi diligencia, queda en esta última sección algo de que no pude tomar conocimiento, y que más tarde podrán quizá explotar otros investigadores más afortunados.

En España, además, pude procurarme muchos otros materiales. En el riquísimo Archivo de Simancas, donde estuvieron depositados hasta fines del siglo último los documentos relativos a América, hallé algunos legajos concernientes a Chile que contenían piezas de grande utilidad. La biblioteca de la Academia de la Historia, de Madrid, posee una preciosa sección de manuscritos, y entre ellos la mayor parte de la importante colección de notas y documentos formada a fines del siglo anterior por el laborioso historiógrafo don Juan Bautista Muñoz. En la Biblioteca Nacional de Madrid y en las colecciones de algunos particulares, me proporcioné copias de numerosas relaciones y de varias crónicas, dos de ellas en verso, que eran absolutamente desconocidas en nuestro país. En España y en otros países de Europa pude también completar mis colecciones de libros impresos sobre la historia y la geografía de América. En ellas he logrado reunir, después de más de treinta años de afanosas diligencias, casi todos los libros y opúsculos que directa o indirectamente se refieren a la historia de Chile.

Una vez en posesión de estos abundantes y valiosos materiales, he pensado utilizarlos en una obra general y de conjunto que sin aspirar a ser la historia definitiva de nuestro país, satisfaga por el presente la necesidad que hay de un libro de esta naturaleza. Pero si me es dado tener confianza absoluta en la solidez de los materiales que tenía reunidos, todo me induce a temer por el resultado de esta tentativa. La historia general de una nación, por corta que sea la vida política que ésta ha tenido, exige una extensa y prolija investigación sobre las más variadas materias. Una historia de esta clase no puede ser la obra de un solo hombre, a menos que existan abundantes estudios parciales que hayan preparado una parte considerable del trabajo de investigación y de esclarecimiento fundamental de los hechos. Aunque, como ya he dicho, no faltan ensayos de esta clase acerca de la historia chilena, son todavía poco numerosos y no tratan más que algunos de los múltiples asuntos que deben figurar en una historia general.

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Pero aun contando con esos trabajos preparatorios, la composición de una obra de la naturaleza de la presente, habría desalentado a quien hubiese acometido esta empresa con propósitos menos modestos que los míos, es decir, con el designio de escribir una historia de aspiraciones filosóficas y literarias, y no un cuadro menos aparatoso de noticias estudiadas con seriedad y expuestas con claridad y sencillez. Era preciso abarcar en su conjunto la vida de una nación, dar a conocer los diversos elementos que la han formado y que han procurado su desenvolvimiento, y descubrir con criterio seguro la influencia recíproca de esos elementos. La historia de la sucesión ordenada de los gobernantes de un pueblo, de las guerras que sostuvieron, y de las más aparatosas manifestaciones de la vida pública, no satisface en nuestra época a los lectores ilustrados. Buscan éstos en las relaciones del pasado algo que lo haga conocer más completamente, que explique su espíritu, su manera de ser, y que revele las diversas fases por las que ha pasado la sociedad de que se trata. Para muchos de ellos, la relación prolija de acontecimientos, por pintoresca y animada que sea, tiene escasa importancia.

De aquí han nacido las historias vulgarmente llamadas filosóficas, con pocos hechos, o en que éstos ocupan un lugar secundario y como simple accesorio que sirve de comprobación de las conclusiones generales. En manos de verdaderos pensadores y de escritores ilustres, la historia concebida en esta forma, ha adquirido una grandiosidad sorprendente; nos permite observar, en un cuadro general y concreto, la marcha progresiva de la humanidad, y apreciar en su conjunto las leyes morales a que está sometido su desenvolvimiento. Este género de historia, instructivo e interesante para los lectores cultos, no es todavía propiamente popular, porque para ser comprendido y apreciado, es indispensable cierta preparación intelectual que no es del dominio de la mayoría. Exige además del autor, a la vez que un juicio claro y penetrante, ajeno a todo espíritu de sistema, un conocimiento exacto y profundo de los hechos, por más que éstos tengan poca cabida en su libro. Cuando el historiador no posee estas condiciones, no llega a otro resultado que el de combinar una serie de generalidades más o menos vagas y declamatorias, una especie de caos que no procura agrado ni instrucción, una obra fútil y de escaso valor, que sólo puede cautivar a los espíritus más superficiales.

Al emprender esta historia, he adoptado de propósito deliberado el sistema narrativo. Me he propuesto investigar los hechos con toda prolijidad en los numerosos documentos de que he podido disponer, y referirlos naturalmente, con el orden, el método y la claridad que me fuera posible para dejarlos al alcance del mayor número de los lectores. Sin desconocer la importancia de la aplicación del método sintético o filosófico al arte de escribir la historia, he obedecido en mi elección a razones que creo necesario exponer.

En primer lugar, la llamada historia filosófica es la última transformación del arte histórico. No puede existir sino a condición de que la historia haya pasado por las otras fases, de que haya llevado a cabo un estudio atento y minucioso de los documentos y de los hechos, y de que haya establecido definitivamente la verdad, despojándola de fábulas y de invenciones, y echado así los cimientos sobre los cuales debe construirse la historia verdaderamente filosófica. El estudio de los hechos no ha llegado todavía entre nosotros a este grado de perfeccionamiento. Existen, como hemos dicho, trabajos parciales de un mérito indisputable, pero están contraídos a muy cortos períodos o a materias muy determinadas; de modo que queda aún mucho por investigar para tener un cuadro aproximadamente verdadero de los hechos sobre los cuales puedan basarse esas obras de conjunto y de conclusiones generales.

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La historia narrativa, en segundo lugar, se dirige a mayor número de lectores, agrada a veces con el interés de una obra de imaginación, y nos da a conocer las individualidades más o menos prominentes de los tiempos pasados, de que hace abstracción casi por completo la historia conocida comúnmente con la denominación de filosófica. Aunque la importancia de un gran número de personajes que figuraron en un siglo, desaparece más o menos con el transcurso de los tiempos, siempre hay un interés, aunque sea el de simple curiosidad, por conocer sus hechos y su carácter. Ha llegado a decirse que, relegada por el movimiento científico e industrial de nuestra época y, más aún, por el de los tiempos futuros, la historia, a lo menos tal como ahora se la comprende, tiene que desaparecer del número de los estudios que preocupan a la humanidad2. Esta opinión no puede ser sino relativamente exacta. Es cierto que más tarde, cuando la historia más vasta y más complicada en su conjunto, llegue a ser un estudio mucho más difícil, habrán de interesar menos que al presente los accidentes biográficos; pero siempre habrá en cada pueblo hombres que desearán conocer los antecedentes de su raza y lo que fue la vida de sus antepasados. Este estudio es una necesidad intelectual de que difícilmente podrá desprenderse el espíritu de los hombres, por diversas que sean las aspiraciones de las edades futuras. La historia narrativa tendrá en los siglos venideros menos adeptos, pero siempre contará con algunos aficionados.

En tercer lugar, la forma narrativa no excluye de la historia las aplicaciones del género filosófico: antes, por el contrario, las exige y, aun, éstas llegan a constituir uno de sus elementos indispensables. Puede decirse que ambos géneros se combinan fácilmente en una sola obra, haciéndola más instructiva e interesante. Si por historia filosófica se comprende un tejido de generalidades aplicables igualmente a todos los tiempos y a todos los países, o de disertaciones morales y políticas, como lo han creído algunos espíritus superficiales, será, sin duda, difícil o, a lo menos, embarazoso, refundirla en la historia narrativa. Pero, si por aquélla se entiende el encadenamiento lógico de los hechos, su sucesión natural explicada por medio de las relaciones de causas y de efectos, el estudio no sólo de los sucesos militares y brillantes, sino de todos los accidentes civiles y sociales que pueden darnos a conocer la vida de otros tiempos, lo que pensaban y sufrían las generaciones pasadas, así como su estado moral y material, sin duda que esas nociones deben tener cabida en el cuadro narrativo de los hechos, y aun desprenderse sencillamente de éstos.

Es preciso no ignorar que la historia narrativa comprendida de esta manera, presenta las más graves dificultades y exige en el historiador dotes intelectuales que a pocos es dado poseer. La Edad Moderna, como ya dijimos, no se contenta con hallar en la historia el cuadro de los sucesos políticos y militares, sino que reclama noticias de otra clase, descuidadas   —7→   ordinariamente antes de ahora, y que, sin embargo, son las que nos hacen penetrar mejor en el conocimiento de los tiempos pasados. La historia de un pueblo no es ya únicamente la de sus gobernantes, de sus ministros, de sus generales y de sus hombres notables, sino la del pueblo mismo, estudiado en todas sus manifestaciones, sus costumbres, sus leyes, sus ideas, sus creencias, su vida material y moral; y debe, además, estar expuesta con la más transparente claridad para que del conjunto de hechos tan complejos, resulte la reconstrucción artificial, pero exacta del pasado. El historiador, como se comprende, tiene que dar una gran amplitud a sus trabajos de investigación, que extenderlos a materias que en otras épocas se creían ajenas de la historia, y que combinar sus noticias para hacer entrar en el cuadro de los hechos los accidentes morales y materiales que contribuyen a dar toda la luz posible sobre los tiempos que deseamos conocer.

La labor de investigación que recae sobre esta clase de accidentes, exige una sagacidad particular. Hace medio siglo, un insigne crítico, que más tarde fue uno de los grandes historiadores de nuestro tiempo, decía a este respecto lo que sigue: «Las circunstancias que más influyen en la felicidad de la especie humana, los cambios en las costumbres y en la moral, el movimiento que hace pasar las sociedades de la pobreza a la riqueza, de la ignorancia a la instrucción, de la ferocidad a la humanidad, son en su mayor parte revoluciones que se operan sin ruido. Sus progresos son rara vez señalados por lo que los historiadores han convenido en llamar acontecimientos importantes. No son los ejércitos quienes los ejecutan, ni los senados quienes los votan. No han sido sancionados por tratados ni inscritos en los archivos. La corriente superficial de la sociedad no nos da ningún criterio seguro para poder juzgar cuál es la dirección de la corriente inferior. Leemos las relaciones de derrotas y de victorias, pero sabemos que las naciones pueden ser desgraciadas en medio de las victorias y prósperas en medio de las derrotas»3. Sólo una penetración verdaderamente superior y un largo hábito de estudios históricos, pueden habilitar al investigador para penetrar con paso firme y seguro en la observación de esta clase de hechos.

Si esta dificultad es verdaderamente enorme cuando se trata del estudio de los hechos materiales, es todavía mayor si se quiere penetrar su espíritu, así como el carácter de los hombres y de los tiempos pasados. «Se insiste mucho en nuestros días, y con razón, dice un   —8→   célebre crítico contemporáneo, en la necesidad que tiene el historiador de hacer abstracción del medio intelectual y moral en que se encuentra colocado. Se quiere que se separe de su siglo y, en cierta manera, de sí mismo, de sus propios sentimientos, de sus propias ideas, a fin de entrar mejor en el espíritu de los tiempos pasados. La recomendación es buena, pero es más difícil de seguir de lo que parece. Se necesita un gran hábito en las investigaciones históricas para saber cuánto difiere el hombre antiguo del hombre moderno: se necesita una flexibilidad de espíritu poco común para transportarse a una antigüedad remota y asociarse un momento a sus preocupaciones y pasiones. Se necesita una alta imparcialidad de espíritu para desligarse de su propia manera de ver, y para renunciar a hacer de ella la regla de lo verdadero»4.

Si es casi absolutamente imposible el desempeñar en toda su extensión este vasto y difícil programa impuesto a los estudios históricos por las necesidades y exigencias de nuestra época, si es dado a muy pocos hombres el acercarse siquiera a ese resultado, no debe el historiador dejar de poner de su parte el esfuerzo posible para servir a esos propósitos. Desgraciadamente, por lo que respecta a nuestro país, las relaciones y documentos que nos ha legado el tiempo pasado, son en su mayor parte de un carácter puramente militar. La guerra de más de dos siglos que ocupó a los españoles conquistadores de nuestro suelo, y más tarde la guerra de nuestra independencia, forman el material preferente de esas piezas, porque era también la guerra el asunto que más preocupaba la atención de nuestros mayores. Sin embargo, al lado de ella se operaba lentamente, sin estrépito ni aparato, una transformación social de ésas que apenas dejan huella en los documentos. Un investigador paciente encontrará en ellos, si no toda la luz que puede apetecer, la suficiente para que la historia que se propone escribir no quede a este respecto en la oscuridad en que la dejaron casi todos los historiadores y cronistas anteriores.

Mi principal empeño ha sido el recoger este orden de noticias. Sin descuidar la crónica militar, que tiene una importancia tan capital en la historia de nuestro pasado, antes por el contrario, esclareciéndola con el fruto de nuevas y más prolijas investigaciones, rectificando los numerosos errores con que había sido contada, esforzándome en relacionarla en sus causas y en sus efectos con los sucesos de otra clase, he querido acercarme cuanto me era dable a escribir una historia civil de Chile. En esta tentativa no pretendo siquiera el mérito de la originalidad de haber introducido en nuestra historia un elemento y una forma que le fueran desconocidos. Algunos escritores modernos de nuestro país habían ensayado ya este sistema, y han producido obras de un mérito indisputable. No necesito recordar la más notable de todas ellas, Los precursores de la independencia de Chile, en que don Miguel Luis Amunátegui ha trazado con elevado criterio y con la más rica erudición, muchas de las fases de la vida social de la Colonia. Mi libro, aumentando el caudal de noticias, presentándolas en un cuadro más vasto, y en un orden cronológico, a la par con los sucesos políticos y militares, aspira a completar en la medida de lo posible el conocimiento de nuestro pasado.

En el curso de estas páginas he tenido cuidado particular de hacer hablar los antiguos documentos o las viejas relaciones, sea reproduciendo literalmente sus propias palabras,   —9→   sea abreviándolas para darles una forma más clara y más concreta. En todo caso, me he esmerado en poner al pie de cada página la indicación exacta del documento o del libro que me sirve de guía. Es posible que para algunos lectores, esta abundancia de citas no tenga ningún interés y, aun, que pueda parecer embarazosa. Sin embargo, los que se dedican a este orden de estudios estimarán de otra manera nuestras indicaciones. Cualquier persona que se haya contraído un poco a los trabajos de investigación histórica, sabe cuán útiles son las referencias bibliográficas y cuánto facilitan la tarea5.

Además de estas notas de simple referencia, he destinado otras más extensas y, aun, a veces capítulos enteros, a dar a conocer algunos documentos, a señalar la importancia histórica de ciertas relaciones y a consignar noticias biográficas de sus autores. Estas indicaciones bibliográficas servirán, según creo, no sólo para establecer la importancia relativa de cada pieza o de cada libro, sino para guiar en el trabajo de investigación a los que se dedican a este género de estudios. Esas apreciaciones, generalmente sumarias son, sin embargo, el resultado del examen detenido que he tenido que hacer de los documentos y de las crónicas.

En estas notas me he limitado de ordinario a señalar sólo las autoridades verdaderamente respetables, es decir, las de los documentos o relaciones contemporáneas de los sucesos, absteniéndome casi siempre de refutar los asertos que sobre los mismos hechos se hallan en los cronistas e historiadores posteriores. El estudio detenido de éstos, y su comparación con los documentos primitivos, revelan, tantos, tan graves y tan frecuentes errores, que su autoridad debe parecer en todo caso sospechosa, a menos de existir pruebas en contrario. La demostración de esos errores me habría llevado demasiado lejos, obligándome a llenar tomos enteros con explicaciones engorrosas y casi innecesarias. En este punto, me bastará repetir aquí lo que he dicho en algunas páginas anteriores: los llamados cronistas o historiadores de la era colonial no merecen confianza sino en lo que cuentan respecto del tiempo en que vivieron. Sus noticias acerca de los sucesos anteriores, adolecen de todo género de equivocaciones. Sólo una que otra vez han consignado en sus libros algún documento que no ha llegado hasta nosotros en otra forma, y que el historiador moderno puede utilizar. La verdadera crítica histórica es de implantación moderna en nuestra literatura. Ha comenzado sólo con los apreciables trabajos que han dado a luz algunos historiadores chilenos en los últimos cuarenta años.

Debo terminar estas páginas con una declaración de la más absoluta franqueza. Aunque he puesto la más empeñosa diligencia en reunir en largos años de trabajo, y sin perdonar sacrificios, los materiales para preparar esta historia; aunque he podido disponer de un vasto y precioso arsenal de libros y de documentos, en su mayor parte desconocidos a los historiadores generales de Chile que me han precedido y, aunque los he estudiado con la más esmerada prolijidad para sacar de ellos las noticias mejor comprobadas y las más útiles, estoy persuadido de que mi libro no es más que un extenso bosquejo de la historia nacional, que será sobrepujado en breve por trabajos mejor elaborados. La historia, como se   —10→   sabe, está sujeta a transformaciones sucesivas. «Así como los hombres y los pueblos no han pensado ni obrado siempre con las mismas disposiciones, decía un distinguido historiador francés, de Barante, así también no han visto los hechos pasados bajo el mismo aspecto». Cada edad busca en la historia nuevas lecciones y cada una exige de sus páginas otros elementos y otras noticias que habían descuidado las edades anteriores. Pero aun sin contar con esta ley fatal que ha condenado a un olvido casi completo a muchas obras de un mérito real y que tuvieron gran crédito en la época de su publicación, tengo otros motivos para creer que antes de mucho, esta historia será reemplazada por obras de un mérito más duradero. La investigación prolija y completa de nuestro pasado está apenas comenzada. Creo que mi libro contribuirá no poco a adelantarla y que en algunos puntos será difícil pasar más allá, pero nuevos investigadores, más afortunados que yo, podrán rehacer muchas de estas páginas con más luz, en vista de documentos que, a pesar de mi empeño, me han quedado desconocidos.

Por otra parte, desde el punto de vista del arte de composición, mi libro deja, sin duda, alguna no poco que desear. Empeñado, sobre todo, en descubrir la verdad en millares de documentos, con frecuencia embrollados y confusos, cuando no contradictorios entre sí, como sucede en las piezas de los procesos, escritos muchos de esos documentos en una letra casi ininteligible para nosotros, y que, sin embargo, me ha sido necesario descifrar con paciencia6, no me era dado prestar una atención preferente al trabajo puramente literario, y he cuidado más el fondo que la forma. Me he empeñado en reunir, en cuanto me ha sido   —11→   dable, todas las noticias que pueden interesar o ser útiles a la posteridad, en fijar su exactitud y en agruparlas ordenadamente sin aparato y sin pretensiones literarias, buscando en la ejecución sólo la mayor claridad que me era posible alcanzar.

A pesar de todo, sin hacerme ilusiones sobre el mérito de mi libro, creo que puede ser útil en el estado actual de los conocimientos sobre la historia nacional. Los lectores chilenos hallarán en él un cuadro de los acontecimientos de nuestro pasado en que no escasean las noticias recogidas en las fuentes más autorizadas, y expuestas con el sincero propósito de no escribir más que la verdad.






ArribaAbajoParte primera

Los indígenas


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ArribaAbajoCapítulo primero

La cuestión de orígenes


1. Remota existencia del hombre en el suelo americano. 2. Antiquísima civilización de algunos pueblos de América. 3. Hipótesis acerca del origen del hombre americano. 4. El estudio de sus costumbres y de sus lenguas no ha conducido a ningún resultado. 5. Trabajos de la antropología para hallar la solución de este problema: los poligenistas y los monogenistas. Hipótesis de Virchow. 6. A pesar de los hechos comprobados y bien establecidos, subsiste la oscuridad sobre la cuestión de orígenes. 7. Condiciones físicas que facilitaron el desenvolvimiento de la civilización primitiva en América.


ArribaAbajo1. Remota existencia del hombre en el suelo americano

El vasto continente descubierto por Colón a fines del siglo XV no merece el nombre de Nuevo Mundo con que se le designa generalmente. Su aparición sobre la superficie de los mares data de una época tan remota que, geológicamente hablando, se le debiera llamar el Viejo Continente. Aunque el suelo americano deja ver por todas partes que ha estado sometido, como los otros continentes, a las transformaciones constantes que no han cesado de modificar desde las primeras edades el relieve y los contornos de las tierras, seguramente tenía ya una configuración semejante a la actual, cuando la Europa y el Asia presentaban formas y contornos bien diferentes a los que tienen hoy.

Del mismo modo, los indígenas que los conquistadores europeos hallaron en poblaciones semicivilizadas o en el estado de barbarie, no eran los primitivos habitantes de América, así como las selvas en que vivían numerosas tribus de salvajes, no podían llamarse primitivas. Las investigaciones científicas han venido a probar que esas selvas habían sido precedidas por otras, que tampoco merecían el nombre de vírgenes, puesto que habían sido pisadas por el hombre cuyos restos se encuentran sepultados junto con los de aquella antigua vegetación. Si como es indudable, la demostración de la remota antigüedad del hombre es una de las más notables conquistas de la ciencia moderna7, el suelo americano ha dado las primeras y, bajo ciertos conceptos, las más concluyentes pruebas para llegar a este maravilloso descubrimiento de la antropología.

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En efecto, cuando las nociones científicas que se tenían a este respecto eran todavía vagas e inconsistentes, la América pudo exhibir hechos fijos y determinados que debían servir de punto de partida a los progresos subsiguientes. En 1844, un sabio danés, el doctor Lund, anunciaba haber hallado en las cavernas de las inmediaciones de Lagoa Santa (provincia de Minas Geraes, en el Brasil) restos humanos fósiles de muchos individuos, viejos y niños, confundidos con los de animales desaparecidos largos siglos há. En presencia de estos hechos, decía, no puede caber la menor duda de que la existencia del hombre en este continente data de tiempos anteriores a la época en que cesaron de existir las últimas razas de los animales gigantescos, cuyos restos se encuentran en abundancia en las cavernas de este país, o en otros términos, anteriores a los tiempos históricos8. Recibido con desconfianza este descubrimiento, ha sido confirmado más tarde por centenares de hechos que han llevado el convencimiento a los más incrédulos. Vamos a recordar sólo algunos de esos hechos.

En los terrenos de aluvión depositados por el río Mississipi, sobre los cuales se levanta la ciudad de Nueva Orleáns, un corte del suelo ejecutado con un propósito industrial, ha puesto en descubierto diez selvas sucesivas, sobrepuestas unas a otras, y formadas por árboles desaparecidos desde hace muchos siglos. «En una capa dependiente de la cuarta selva, entre los troncos de árboles y de fragmentos de madera quemada, yacía el esqueleto de un hombre. El cráneo estaba cubierto con las raíces de un ciprés gigantesco que probablemente había vivido largo tiempo después que el hombre, y que a su turno había sucumbido. Mr. Bennet Dowler, calculando el crecimiento y la duración de las diversas capas de selvas, fija en 57.600 años la edad de estos restos humanos»9. Sin que sea posible garantizar la exactitud de esta cifra, el hecho sólo basta para formarse una idea aproximativa de la remota antigüedad del hombre en América. En 1857, el doctor Winslow enviaba a la Sociedad de Historia Natural de Boston un cráneo encontrado en California a 60 metros de profundidad con huesos fósiles de muchos grandes animales desaparecidos. En esa misma región se han hallado numerosos restos humanos en condiciones semejantes, y juntos con ellos los instrumentos de una industria primitiva. Algunas minas de mercurio dejan ver las huellas de una explotación que debe haber tenido lugar en siglos bien remotos. En un punto, las rocas se han hundido sepultando a los trabajadores cuyos restos se ven mezclados con sus útiles de piedra toscamente pulimentada10. En un conglomerado calcáreo, que formaba parte de un arrecife de coral de Florida, se han encontrado huesos humanos que según los cálculos muy prolijos del profesor Agassiz, deben datar de diez mil años11. Por último, y para no citar otros muchos hechos, en la formación pampeana de Mercedes, a pocas leguas al occidente de Buenos Aires, y a una profundidad de cerca de tres metros de la superficie   —17→   del suelo, se han hallado restos humanos asociados a piedras groseramente talladas y a géneros animales extinguidos largo tiempo ha12. Parece que esos antiguos pobladores de la pampa argentina, construían sus miserables habitaciones bajo la concha de una tortuga gigantesca (el glyptodon elegans, conocido sólo en el estado fósil), que los guarecía contra el rigor de las estaciones.

«La industria de este hombre, que en rigor podemos llamar primitivo, dice un distinguido sabio de nuestros días, presentaba una semejanza casi perfecta con la del hombre europeo en plena Edad de Piedra. Solamente, en vez del sílex, raro o ausente en ciertas comarcas de América, el indio americano empleaba el granito, la sienita, el jade, el pórfido, el cuarzo, y sobre todo la obsidiana, roca vidriosa muy abundante en México y en otros lugares. Fragmentos de esta roca, hábilmente partidos por la percusión, le servían para fabricar cuchillos cortantes como navajas, puntas de flechas y de lanzas, anzuelos y arpones para la pesca, en una palabra, una muchedumbre de objetos semejantes a aquéllos de que hacía uso el hombre europeo contemporáneo del mamut o elefante primogénito, y del oso de las cavernas. De estos objetos de piedra dura, unos son más o menos groseramente tallados, otros perfectamente pulimentados. Aun, algunos presentan formas insólitas y un arte de corte llevado a límites que con justicia causan nuestra admiración. Objetos de tocador y de adorno, algunos fragmentos de alfarería, evidentemente prehistóricos, han sido encontrados en México y en otros países del continente americano. Se han recogido también perlas de obsidiana, destinadas a suspenderse de los labios; perlas verdaderas, dientes y conchas agujereadas para collares o para adornos, botones cincelados en tierra cocida o secada al sol, espejos redondos en pirita. Todos estos objetos se remontan a una grande antigüedad geológica y se han encontrado en diversas partes de este continente que, sin embargo, nos obstinamos en llamar nuevo mundo, como si su fauna y su flora extinguidas, no protestasen altamente contra esta opinión errónea; como si el gran número de razas diversas, diseminadas en la superficie   —18→   de este mismo continente y la multiplicidad mayor aun de lenguas y de dialectos que en él se hablaban, no bastasen para establecer y confirmar la tesis que sostenemos13.




ArribaAbajo2. Antiquísima civilización de algunos pueblos de América

Pero aparte de estos hechos que podemos llamar de un carácter esencialmente geológico, la existencia del hombre en América en una época muy remota, está comprobada por los vestigios de una antiquísima civilización, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Se hallan en diferentes partes del suelo americano ruinas monumentales de construcciones gigantescas, a las cuales no se puede asignar razonablemente una edad probable sino fijándola en algunos millares de años. Ha llegado a sostenerse con razones cuyo peso no es posible desconocer, que cuando los otros continentes estaban habitados por salvajes nómades de la Edad de Piedra, América se hallaba poblada por hombres que construían ciudades y monumentos grandiosos, manifestaciones de un estado social muy avanzado.

Esa remotísima civilización, que ha debido ser la obra de una incalculable serie de siglos, es de origen exclusivamente americano. De cualquiera parte que provenga el hombre que habitaba nuestro continente, parece fuera de toda duda que su cultura nació y se desarrolló aquí, sin influencias extrañas, que aquí formó sus diversas lenguas, creó y perfeccionó en varios puntos instituciones sociales que suponen una elaboración secular, y que levantó las construcciones cuyos restos no pueden verse sin una respetuosa admiración14.

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Las tradiciones de los pueblos americanos a la época de la conquista europea, no podían dar una luz medianamente segura sobre los orígenes de esa civilización, y sobre la época de su nacimiento y de su desarrollo. Los mounds, o construcciones piramidales que se hallan en abundancia en los Estados Unidos, los majestuosos palacios de Copán y de Palenque en la América Central y los de Tiahuanaco, entre muchos otros que no tenemos para qué recordar, contemporáneos a lo menos de las pirámides de Egipto, desiertos y arruinados ya a la época de la conquista europea, no eran la obra de la civilización que ésta encontró en pie. Las poblaciones indígenas que en el siglo XVI habitaban los campos vecinos de aquellas venerables y misteriosas ruinas, ignoraban la historia de éstas o sólo tenían tradiciones fabulosas e inconexas sobre la civilización anterior que había levantado esas construcciones. Las inscripciones que se encuentran en ellas no han podido ser interpretadas de una manera satisfactoria. Las poderosas monarquías de los aztecas y de los incas, a las cuales no se puede dar una gran antigüedad, ya que los diversos ensayos de cronología les asignan sólo una duración de unos pocos siglos, habían sido formadas con los restos salvados de una civilización mucho más lejana, y lo que es más notable, mucho más adelantada15. Aquella antigua civilización había atravesado una o varias crisis, de que comenzaba a salir cuando la conquista europea vino a destruirla.

  —20→  

¿Qué causas pudieron determinar la caída de esa vieja civilización y el abandono y la ruina de aquellos antiguos monumentos? Las noticias recogidas por los europeos en sus primeras investigaciones acerca del pasado de estos países, les demostraron que los pueblos americanos tenían una historia complicada, oscura, casi inexplicable, pero en que había sobrevivido el recuerdo de grandes invasiones que produjeron trastornos considerables, la destrucción de otros imperios más antiguos y el predominio de los invasores. Los soberanos de México sabían perfectamente que su dominación de ese país no era de larga data. «Muchos días ha, decía Moctezuma a Hernán Cortés, que por nuestras escrituras tenemos (sabemos) de nuestros antepasados que yo ni todos los que en esta tierra estamos no somos naturales della, sino extranjeros y venidos a ella de partes muy extrañas»16. Del mismo modo, la aparición de la monarquía de los incas no puede explicarse razonablemente sino como la reconstrucción más o menos completa de las ruinas dispersas de una civilización mucho más antigua.

De estos hechos, dice un escritor moderno, conocedor de América y de su historia, «aparece que la tragedia que en el Viejo Mundo tuvo por desenlace la caída del Imperio Romano, se repitió en el Nuevo Mundo, y que los godos, los hunos y los vándalos de América consiguieron destruir una civilización que podía rivalizar con las de Roma, de Nínive, del Egipto y de la India»17. El autor de quien tomamos estas palabras, pudo haber desarrollado más aún su   —21→   comparación, diciendo que así como los invasores del Imperio Romano fueron los instrumentos de la formación de las nuevas nacionalidades europeas, la destrucción de la antigua cultura americana, fue seguida, después de algunos siglos de perturbación, por el nacimiento de las sociedades civilizadas que hallaron en este continente los conquistadores europeos.

Pero, aunque todos estos acontecimientos que no hemos hecho más que indicar sumariamente en estas páginas, no pueden ser conocidos en sus pormenores, aunque sea imposible fijarles fechas ni siquiera aproximadamente, es lo cierto que a lo menos una parte considerable de la población americana ha pasado por alternativas de adelanto y de retroceso, y que el nacimiento y el desarrollo de aquella antigua civilización, la caída de grandes y viejos imperios, y la reconstrucción de otros, comprueba la existencia del hombre en este continente desde una época muy remota. Así, pues, los descubrimientos de la arqueología han venido a confirmar los hechos establecidos por las investigaciones geológicas.




ArribaAbajo3. Hipótesis acerca del origen del hombre americano

«La existencia del continente americano era desconocida a los egipcios, a los chinos, a los fenicios, a los griegos y a los romanos. Sus historiadores no hacen de él la menor mención, y los primeros conocimientos serios de los europeos datan de la conquista española. En ese momento, la América estaba habitada desde el océano Ártico hasta el cabo de Hornos, desde las riberas del Atlántico a las del Pacífico, por millones de hombres que presentaban rasgos característicos en contraste completo con los del antiguo continente. Esos hombres vivían en medio de mamíferos, de aves, de peces, de reptiles y hasta de vegetales desconocidos en el otro continente. Hablaban centenares de dialectos, semejantes en su estructura, diferentes en sus vocabularios, pero todos igualmente extraños a las lenguas de la Europa y del Asia. Su manera de numeración, su sistema astronómico, el modo de contar el tiempo, diferían igualmente de los que usaban los europeos. Todo era nuevo para éstos»18.

El descubrimiento de América y de sus antiguos habitantes, fue, como se sabe, un hecho imprevisto para los pobladores de los otros continentes. Colón y sus compañeros, al pisar por primera vez el suelo americano, creían haber llegado a las regiones orientales del Asia, y hallarse en presencia no de hombres absolutamente desconocidos, sino de los chinos y de los japoneses de que hablaban los geógrafos y los viajeros. Pero esta ilusión de los primeros días, no pudo durar muy largo tiempo. Fue forzoso reconocer que esas tierras y esos hombres formaban un mundo extraño, nuevo, según la expresión consagrada. Como era natural, se trató de investigar de dónde provenían esas gentes, esto es, de averiguar el origen oscuro y misterioso del hombre americano. Antes de mucho tiempo, se habían escrito sobre este punto disertaciones y libros que obtuvieron gran crédito en esos siglos, pero que en nuestros días no pueden consultarse sino para conocer la historia del tardío desenvolvimiento de la razón aplicada a la crítica histórica y científica.

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En efecto, los hombres del siglo XVI tenían que estudiar esa cuestión a la luz de los conocimientos y de las preocupaciones de su tiempo, cuando la lingüística, la etnografía y la antropología no existían en el estado de ciencias. Para ellos era una verdad dogmática, segura, incuestionable el que la humanidad no había tenido más que un solo centro de creación, y que éste se hallaba situado en las montañas del Asia central, doctrina que hasta nuestros días tiene altos y respetables sostenedores. Los intérpretes y comentadores de la Biblia habían asentado también que la Tierra y el hombre tenían seis mil años de existencia; y esta cronología que la ciencia moderna ha destruido completamente, se imponía entonces como una verdad que no era dado discutir. Así, pues, todas las hipótesis a que dio lugar en los primeros tiempos el estudio del origen del hombre americano, debían basarse sobre esos dos hechos acerca de los cuales no se podía admitir duda. Como elementos subalternos y secundarios de estudio, los investigadores de esa época observaron, para apoyar sus teorías, las tradiciones confusas e inconexas de algunos pueblos americanos, la semejanza de ciertas costumbres, las analogías casuales y más o menos exactas de algunos vocablos; y combinando estas observaciones con los hechos históricos, fidedignos o no, que hallaban consignados en los escritores antiguos, forjaron numerosos sistemas, contradictorios unos de otros, todos los cuales no hicieron, sin embargo, adelantar un solo paso para llegar a la solución de este misterioso problema19. Todas esas teorías estaban encuadradas en aquella cronología artificial, y en las nociones no siempre correctas que se tenían como historia. El criterio y la fantasía de cada cual se permitían agrupar los accidentes para producir el convencimiento, acompañando sus argumentos con citas de escritores antiguos y modernos que revelan un extenso trabajo y una estéril erudición.

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Tendríamos que destinar centenares de páginas si quisiéramos pasar en revista todas esas teorías. Apoyándose, no en la geología, que era desconocida en esa época, sino en las citas   —24→   de algunos escritores, se han supuesto grandes y violentos cataclismos terrestres que han hecho desaparecer islas, istmos o continentes que unían o acercaban la América al Viejo Mundo, y se ha supuesto también que esas revoluciones dejaron aislados a los primitivos habitantes que se habían establecido en el suelo americano después de un viaje largo sin duda, pero más o menos practicable. Sobre la fe de documentos análogos, se ha sostenido extensa y prolijamente que los primeros americanos fueron judíos, fenicios, troyanos, cartagineses, cántabros, españoles, griegos, romanos, noruegos, chinos, mogoles, tártaros, australasios y polinesios. Es verdad que algunas de estas hipótesis pueden sustentarse en nuestros días, y que en efecto lo han sido con fundamentos más o menos poderosos; pero lo que distingue aquellos primeros estudios es la manera de demostración con una ausencia casi completa de base científica, y con un apego inflexible a ciertos puntos de partida que son insostenibles.



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ArribaAbajo4. El estudio de sus costumbres y de sus lenguas no ha conducido a ningún resultado

Conocida la remota antigüedad de la existencia del hombre en el suelo americano, se comprende que la tradición no puede dar nociones atendibles para resolver esta cuestión. En efecto, las tradiciones de los indios de América, distintas en los diferentes pueblos, vagas, inconsistentes y variables, no pasan de ser un tejido de fábulas absurdas a que no es dado prestar atención. Pero no era posible condenar al mismo desdén otros hechos de un carácter que parece más fijo y consistente.

Por más que la civilización americana sea esencialmente distinta de la de otros pueblos de diverso origen, y por más que esa misma civilización estuviera distribuida en agrupaciones aisladas que habían llegado a rangos muy diversos de cultura, no era posible hallar entre ellas ciertas analogías que debían tentar a los observadores para pretender descubrir alguna identidad de origen. En efecto, en ciertas ideas religiosas, en varios ritos, en diversos principios de moral, en algunas costumbres y hasta en los procedimientos industriales, se encontraron entre pueblos diferentes y muchas veces muy lejanos, semejanzas de accidentes que con más o menos fundamento habrían podido explicarse como nacidos de una identidad de origen o de antiguas y misteriosas relaciones, si razones de otro orden no se hubieran opuesto a esa asimilación. La observación atenta de los fenómenos de este orden, ha revelado, por otra parte, que esas aparentes analogías no demuestran identidad de origen, ni la influencia de un pueblo sobre otro. La ciencia social ha probado de una manera irrefutable que esas coincidencias son simplemente manifestaciones independientes y espontáneas, efectos de un grado semejante de desarrollo y de cultura y de la similitud fundamental del espíritu humano20.

Se creería tal vez que la filología comparada podría conducir a un resultado más práctico y decisivo para la solución de este misterioso problema. En efecto, durante mucho tiempo se pensó hallar el origen y la filiación de los pueblos americanos en el estudio comparado de sus lenguas, creyendo que el examen de sus analogías con los idiomas del Viejo Mundo podría establecer el parentesco seguro e incuestionable de las razas de uno y otro continente.   —26→   Este trabajo, sin embargo, no ha producido, como vamos a verlo, más que resultados puramente negativos.

Los europeos contaron en América más de cuatrocientas lenguas subdivididas todavía en dialectos, acerca de las cuales se compusieron gramáticas, vocabularios o simples indicaciones21. Mientras se buscaron las afinidades y el parentesco de esas lenguas en las etimologías más o menos artificiosas, aunque de ordinario muy poco seguras, de algunas palabras, no fue posible establecer ninguna conclusión seria ni digna de tomarse en cuenta. Pero la lingüística, tal como la comprende la ciencia moderna, estudiada en la gramática comparada, y no en el vocabulario, tiene medios mucho más seguros de observación, y si no ha llegado a solucionar el problema, ha fijado a lo menos los límites hasta donde se puede llegar en la investigación y la imposibilidad casi absoluta de pasar adelante. Ha reconocido que las lenguas matrices americanas forman un número mucho menor del que se juzgaba hasta hace poco, demostrando que son simples dialectos y subdialectos algunas que se creían idiomas independientes22. Pero se ha observado también que esas lenguas matrices americanas, en número de veintiséis, no sólo no tienen entre sí la menor analogía de parentesco, sino que no es posible relacionarlas con las lenguas de los otros continentes de donde se había pretendido hacer descender a los indígenas de América23. Este resultado, que no es único en las investigaciones del mismo orden en las lenguas de otros continentes, demuestra claramente que la lingüística, a pesar de sus indisputables progresos, puede ser un auxiliar muy útil para completar el conocimiento de los tiempos históricos, pero que hasta ahora es impotente, y tal vez lo sea siempre, para resolver la cuestión de orígenes24. La existencia de lenguas absolutamente irreductibles unas a otras, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, ha hecho sentar como verdad definitiva e incuestionable, que esas lenguas, contra lo que se había creído largo tiempo, no tienen un origen único, y que ha habido tantos   —27→   centros de formación como hay tipos lingüísticos25. Por lo que respecta a los estudios americanos, este resultado de la investigación emprendida en el terreno lingüístico, ha hecho perder por completo la esperanza de llegar por este camino a la solución del problema de que tratamos.




ArribaAbajo5. Trabajos de la antropología para hallar la solución de este problema: los poligenistas y los monogenistas. Hipótesis de Virchow.

La antropología, es decir, la historia natural del hombre, no ha dado tampoco resultados más satisfactorios. El examen de la naturaleza física del hombre americano, de la configuración de su cuerpo y de su cráneo, para descubrir por las analogías de conformación la raza a que pertenece, ha producido teorías diversas que no pueden considerarse definitivas. El poligenismo, que sostiene la diversidad de origen de las razas humanas, propuesto muchos años atrás, ha encontrado ardientes sostenedores en los últimos años al tratar del origen del hombre americano. Según esta teoría, los diversos tipos humanos que hoy existen en la superficie del globo, son especies distintas, como las especies animales de un mismo género lo son entre sí. Así como cada gran continente tiene su flora especial, su fauna animal particular, hay también, se dice, una fauna humana que le es propia. Este sistema, fundado en las diferencias específicas de los diversos grupos humanos que generalmente se llaman razas, no obliga, se agrega, como el monogenismo, a hacer violentos esfuerzos de imaginación para trazar itinerarios fantásticos a los hombres prehistóricos, puesto que no hay necesidad de demostrar a toda costa que el indio del Indostán, el americano del norte, el patagón y el chino son primos hermanos26. Para los poligenistas, el origen del hombre en América no es   —28→   un problema de muy embarazosa solución. El hombre americano, según ellos, es distinto de los que pueblan los otros continentes, y habría nacido en este suelo, como nacieron las plantas y los animales que forman su flora y su fauna distintas y especiales.

Por el contrario, los monogenistas, aunque divididos en la cuestión de origen del hombre, sostienen la unidad del género humano. Según ellos, la raza, o más propiamente las diversas razas americanas, no forman una especie distinta del hombre del Viejo Mundo, sino que son ramas de un tronco común que seguramente tuvo su primer origen fuera de este continente. Para explicarse la presencia del hombre en el suelo americano, no siendo posible clasificar a toda su población en una sola raza o rama que presente analogías ciertas con alguna de las razas del Viejo Mundo, se ha formulado una hipótesis fundada en el estudio de los caracteres físicos del hombre americano, en circunstancias geográficas y en ciertas noticias tradicionales. Se ha supuesto que la América ha sido poblada desde una época muy remota por inmigraciones sucesivas, generalmente fortuitas, venidas de diversas   —29→   partes del Viejo Mundo27. Un eminente antropologista alemán de nuestros días, Virchow, ha sustentado esta teoría desarrollándola conforme a los últimos progresos científicos. Según él, la antropología americana es uno de los más difíciles problemas de las ciencias geográficas. Es menester renunciar a la opinión que se había formado antes de ahora de un tipo americano característico, especie de transición entre la raza caucásica y la raza negra. Los monumentos que atestiguan entre los europeos diferentes edades de desarrollo, no podrían suministrarnos hasta el presente noticias seguras sobre las épocas prehistóricas de América, porque en este continente no han sido éstas suficientemente estudiadas o están confundidas. El color de la cutis de los americanos no suministra tampoco conclusiones definitivas, porque, exceptuando la tez negra de los africanos, se encuentran entre los indígenas todos los otros tintes, desde el moreno negro hasta el blanco europeo. En este estado de los conocimientos, es preciso recurrir a la craneología, cuyos progresos recientes han permitido reunir una cantidad considerable de materiales. Este estudio conduce a Virchow a las conclusiones siguientes. La raza roja, o americana, no es una raza autóctona, originaria de este continente. La población primitiva de América tendría su origen en las razas de los otros continentes. Los pieles rojas, o americanos del norte, provendrían de los esquimales. Las poblaciones de las costas occidentales de América revelan la existencia de inmigraciones asiáticas. El cráneo particular de los incas hace creer que los peruanos provenían de las Filipinas, o quizá de Indochina, único país en que se encuentran cráneos semejantes. Las costas orientales parecen haber sido pobladas por inmigraciones de Europa y del Atlántico. Pero estas inmigraciones remontan a la más alta antigüedad, a las primeras edades de los tiempos prehistóricos, de tal suerte que no es posible asignarles una fecha ni siquiera aproximativa, y mucho menos hacerlas entrar en los sistemas corrientes de cronología28. La ciencia en su estado actual no puede pasar más adelante.




ArribaAbajo6. A pesar de los hechos comprobados y bien establecidos, subsiste la oscuridad sobre la cuestión de orígenes.

Todos los estudios, como se ve, no han llevado a una solución que pueda llamarse definitiva, y fuera del terreno de las hipótesis. Pero los trabajos de investigación no han sido del todo infructuosos, y han conseguido establecer ciertas conclusiones de verdadera importancia que en realidad parecen demostrar que será imposible pasar más adelante. Estas conclusiones son:

1ª. El hombre habita América desde tiempos tan remotos que, no siendo posible encuadrarlos en ningún sistema cronológico, se les ha dado la denominación de prehistóricos, y sólo pueden combinarse con los períodos geológicos.

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2ª. La civilización americana, tan vieja en su origen como las más antiguas civilizaciones conocidas de los otros continentes, no es exótica. Se ha formado y desarrollado en este suelo, y ha pasado por alternativas de adelanto y de retroceso que produjeron en un largo transcurso de siglos la grandeza, la caída y la reconstrucción de vastos y poderosos imperios.

3ª. Las lenguas americanas parecen igualmente formadas en este continente; y no sólo no pueden asimilarse o acercarse a las de los otros continentes a cuyas poblaciones se les atribuía un origen común, sino que estaban divididas en lenguas enteramente diversas entre sí, e irreductibles a un centro lingüístico único.

Estas conclusiones no hacen otra cosa que alejar la dificultad, obligando a buscar la solución en un tiempo tan remoto que toda investigación es excesivamente difícil y casi imposible. Así, pues, la manera como se ha poblado América, queda siempre como uno de los puntos más oscuros de la historia de la humanidad; y las hipótesis formuladas para llegar a esclarecerlo, podrán ser más o menos fundadas, pero no llegan a producir el convencimiento. «Nadie puede decir el verdadero origen de los americanos, dice un escritor que ha estudiado esta materia con la más rara prolijidad. Todas las hipótesis son permitidas, y lo más seguro es abandonar la cuestión hasta que tengamos pruebas más decisivas, o lo que es más probable, hasta que estemos una vez más obligados a confesar la impotencia de nuestros limitados conocimientos, la insuficiencia del saber humano para resolver los grandes e irresolubles problemas que se levantan delante de nosotros»29.




ArribaAbajo7. Condiciones físicas que facilitaron el desenvolvimiento de la civilización primitiva en América

Pero si las investigaciones de este orden no han podido llegar a un resultado más satisfactorio, han servido para confirmar ciertos principios importantes y trascendentales de la ciencia social. En América, como en los otros continentes, aquellas antiguas civilizaciones de que hemos hablado más atrás, tuvieron su centro primitivo en los lugares menos inhospitalarios, seguramente en las altas mesetas de la zona intertropical. Allí, donde el clima es benigno, donde el hombre no estaba forzado a sostener la lucha contra animales feroces ni contra una naturaleza hostil e implacable, donde no es difícil procurarse los alimentos y hacer fructificar abundantemente el suelo, los habitantes primitivos de América, desnudos, débiles respecto del mundo exterior que los rodeaba, pudieron, sin duda, sostenerse, crecer   —31→   en número y en valor intelectual y moral, civilizarse y formar con el transcurso de los siglos asociaciones considerables. Robustecidos con el poder de su industria, debieron avanzar a regiones menos clementes, que sólo el hombre semicivilizado llega a dominar y a someter a su imperio30.

Pero, en los países de un clima riguroso, tanto en las regiones frías vecinas a los polos como en las tierras bajas de la zona tórrida, húmedas y abrasadoras a la vez, malsanas, pobladas de animales temibles o molestos para el hombre, la naturaleza ponía un obstáculo insubsanable al desenvolvimiento de la primitiva civilización. En esas regiones, la vida salvaje se prolongó más tiempo que en cualquier otra parte. Si la antigua civilización americana llegó a alguno de esos lugares, debe suponerse lógicamente que ella fue importada por una raza más adelantada, que llevaba de climas más favorables los gérmenes intelectuales para luchar contra esos obstáculos y para hacerse superior a la naturaleza.

El territorio que hoy forma la República de Chile, no se hallaba en ninguno de estos dos extremos. No está sometido al calor terrible y constante de las selvas y de los llanos de la zona tórrida ni al frío glacial de las altas latitudes. Pero la ausencia de productos espontáneos para satisfacer, sin el auxilio de un trabajo inteligente, las necesidades de una numerosa población, por una parte, y la sucesión alternada de estaciones relativamente rigurosas, por otra, demuestran que su suelo era poco apto para servir de cuna a una civilización primitiva como la que se creó en otros lugares de América. Todas estas circunstancias, unidas a la ausencia de vestigios de antiguos monumentos y de las reliquias que siempre deja una raza civilizada, nos hacen creer, como habremos de examinarlo más adelante, que el suelo chileno fue ocupado hasta la época de la conquista incásica del siglo XV, por bárbaros que no habían salido de los primeros grados de la Edad de Piedra.





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