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Historia de la Compañía de Jesús en Nueva-España

Tomo III

Francisco Javier Alegre



[Indicaciones de paginación en nota1.]



Portada



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A la sombra generosa del excelentísimo señor general don José María Morelos

Uno de los primeros caudillos de la Independencia mexicana


La mañana del 6 de noviembre de 1813, se presenta este jefe personalmente ante el congreso nacional de Chilpantzinco, que acababa de instalarse, a solicitar de aquella asamblea el decreto de restitución de la Compañía de Jesús; y muy gustosa accedió a esta demanda.

Aquel genio sublime que veía con ojos políticos y religiosos el porvenir de su patria, que conocía sus intereses y cuales eran los medios más a propósito para hacerla feliz, entendió que nuestra juventud necesitaba de su apoyo para su enseñanza, y los pueblos gentiles de misioneros activos y laboriosos que anunciasen el Evangelio hasta las más remotas regiones de este vasto continente.

Habíalos visto expulsar, y deploraba los males que causaba ya la ausencia de estos celosos cultivadores de la viña del Señor; veía con dolor que numerosas tribus convertidas habían retrogradado de la civilización a la barbarie, que se habían tornado en fieras, borrando hasta las ideas del Dios de Paz, que se les había anunciado, y preveía que dentro de breve tiempo derramarían nuestra sangre, entregándose al robo y carnicería que hoy lamentamos...   —4→   Yo amo (me decía el señor Morelos) de corazón a los jesuitas, y aunque no estudié con ellos, entiendo que es de necesidad reponerlos.

Agradecido yo a esta protección que solicitó ansiosamente y no pudo ver efectiva, no puedo menos de tributar a su sombra generosa mis humildes respetos, y procurar cuanto esté de mi parte perpetuar su memoria dedicándole este tomo con que se concluye la obra más acabada que pudiera escribirse en su línea, y que ha llenado de admiración a la Europa y a la América.

¡Alma grande! Si en la región de la dicha perdurable (donde piadosamente creo que habitas) puede aumentarse en alguna manera tu deliciosa fruición, acrézcala ya este recuerdo que hago de tus virtudes. Moriste víctima de la patria y difamado en un patíbulo; pero lo honraste sellando con tu sangre tu valor, tu talento militar y tu amor al orden. ¡Qué ejemplo tan eficaz para los que hoy rigen nuestros destinos! Entre tanto, gózate con la dicha de los justos, y recibe los votos y suspiros que por tu descanso y gloria hace tu siempre fiel y agradecido amigo.

El editor.





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Sumario

Informe del señor obispo de ciudad Real de Chiapas. Misiones del padre José Vidal en la cárcel de corte, en Guanajuato, y a su vuelta a México. Quemazón del templo de San Agustín de México. Muerte del padre Melchor Páez y del hermano Francisco Espinosa. Reducción de Tutuzca en Taraumara. Trabajos de los misioneros. Reducción de los guazaparis y varohios en Sinaloa. Sucesos de Sinaloa y Sonora. Piedad e instrucción de los neófitos. Controversia pasajera de los reverendos padres franciscanos. Residencia de Ciudad Real y disgusto del señor obispo, por el que se abandonó la residencia. Aprecio de otros señores obispos. Misión en Zacatecas. Misiones en varios lugares. Prodigio de San Javier. Congregación provincial en el año de 1680. Entrada del padre Juan María Salvatierra en la Sierra. Intento del señor obispo de Durango de nombrar capellán para Californias y vicario para las poblaciones que allí se fundasen. Misión en Puebla. Fundación del colegio de Chiapas. Muerte del angélico joven Miguel de Omaña. Entrada de Lorenzo Jácome en Veracruz (alias Lorencillo) año de 1653. Entrada en ella y solemne posesión. Diversas entradas y desmayo de los soldados que obligó al almirante a abandonar la empresa. Segunda entrada y diligencia de los padres. Misión en Michoacán. Protección del señor obispo de Chiapas y principio   —2→   de los estudios. Entrada del padre Salvatierra a la famosa sierra de Hurich. Motín de los tubaris y su éxito. Principio del alzamiento de Taraumara. Sucesos de Californias. Abandono de la conquista. Intentan los padres abandonar Ciudad Real y lo desaprueba el padre general. Misión en el arzobispado. Muerte del padre Manuel Lobo y del padre Mateo de la Cruz. Pretensiones del padre Kino para la Pimería. Primeras misiones de la Pimería alta. Muerte del hermano Fermín de Iruzita. Misiones del padre Zappa. Muere en la Compañía José Lazarde. Muerte del padre Pablo de Salceda. Misión en Mextitlán y en México. Muerte del padre Daniel Angelo Marras. Congregación provincial en orden la vigésima. División intentada de provincia. Muerte del padre Salvador de la Puente. Hostilidades de la confederación en Taraumara. Muertes de los padres Juan Ortiz de Foronda y Manuel Sánchez. Entran los padres Salvatierra y Kino en la Pimería. Pretensión de un Seminario de indios en Oaxaca. Revelación de la venerable virgen Francisca de San José. Muerte del padre José Ramírez. Misión en Michoacán. Muerte del padre Juan Bautista Zappa. Pretensión de colegio en San Salvador. Hace nueva entrada en California el capitán don Franco Itamaroa. Se interna el padre Kino en la Pimería, y habiéndola reconocido, emprende la fábrica de un barco para pasar a California. La suspende por orden de su superior. Después de cien leguas de camino llega el padre Kino al Gila donde están los edificios grandes. Alzamiento de los pimas. Matan al padre Francisco Javier Saeta. Se enciende más la rebelión con la dureza y rigor del capitán don Antonio Solís. Piden la paz los rebeldes, y benignamente se les concede. Misión en el obispado de Guadalajara. El padre Kino obtuvo del señor virrey sentencia en favor de los pimas. Vuelve a la Pimería y lleva consigo al padre Gaspar Varillas. El padre provincial da licencia al padre Salvatierra para entrar en la California. Fundación del Seminario de Guadalajara, año de 1696. Alzamiento de varias naciones confederadas en las misiones y su rendición. El padre Salvatierra pide limosna para pasar a la California. Obtiene del señor virrey licencia para llevar la luz del Evangelio a esta península. Desembarca y toma posesión de ella a nombre de su majestad. Los californios acometen a los que habían desembarcado y son rechazados. Piden la paz y se les concede. Descubren la yuca de que se forma el casabe. Bautismo de un cacique enfermo. Carta del capitán don Cristóbal Martín de   —3→   Bernal en que desmiente las voces de que los pimas guardaban el botín de los apaches. Altura de polo de San Rafael. Combate y derrota de los californios. Escasez de víveres. Arribo de la nao del capitán Gandulfo con víveres. Muerte del señor arzobispo Seixas. Fundación de la casa para mujeres dementes. Muerte del padre Andrade, fundador del Seminario de San Ignacio en Puebla. Origen del vómito prieto en Veracruz. Muerte de los jesuitas asistiendo a los epidemiados. Relación del capitán Monje de los moradores del Gila. Descrédito de los émulos de las noticias del padre Kino. Extensión del padre Salvatierra en la California. Calamidades y desgracias en California. Escribe el capitán del presidio contra los padres. Correría del padre Kino hasta el río Gila. Descubre que el seno Californio no tiene comunicación por el Norte con la mar. Pasa el capitán Escalante a la isla del Tiburón. Noticia de la playa de los Seris.


[1676. Informe del obispo de Chiapa] En consecuencia de lo que de parte de doña María de Alvarado se había escrito a su majestad, se despachó cédula con fecha de 9 de abril del año antecedente pidiendo al ilustrísimo señor obispo de Ciudad Real y al cabildo secular informasen sobre el asunto. Pocos días antes había llegado a aquella capital de su obispado el ilustrísimo señor don Marcos Bravo de la Serna, tan afecto a la Compañía de Jesús, que luego que llegó a la Nueva-España, sabiendo que se trataba de fundar un colegio en su diócesis, no solo manifestó singular consuelo, y prometió favorecer en todo la fundación, pero aun quiso desde luego darle principio llevando consigo dos sacerdotes jesuitas. El informe que hizo al rey su ilustrísima, es del tenor siguiente:

Señor. -Mándame vuestra majestad le informe sobre las haciendas destinadas para la fundación de un colegio de la Compañía, y las utilidades o inconvenientes de dicha fundación. Y habiéndome informado con diligencia, hallo que la hacienda del Rosario junto al pueblo de Ixtacomitlán, provincia de los zoques, con todos sus adherentes de frutales y casas, esclavos, etc., llegará a 40000 pesos. El licenciado Juan de Figueroa, es presbítero domiciliario de este obispado, y está con tan ardiente celo de esta fundación, y para eso me ha venido a ver más de treinta leguas, y confirma de nuevo la donación que tiene hecha de una hacienda de ocho a nueve mil pies de cacao con una ermita de la Concepción y varias posesiones, que todo valdrá seis mil pesos. También ofrece a dicho colegio una hacienda cuantiosa de ganado mayor de gran distrito y pastos que dicen vale más de 20000 pesos,   —4→   y todo esto, he hallado ser público y voz común. Con que vuestra majestad por lo que, mira a efectos y bienes raíces; puede asegurar su conciencia en que funden en esta ciudad los padres de la Compañía de Jesús.

Por lo que toca a su utilidad; esta ciudad y todo su obispado no tienen maestro de escuela, ni un preceptor que enseñe la gramática, causa duque se malogren los sujetos, aunque experimento muchos de vivo y claro ingenio. Si alguno sale con inclinación de seguir las letras no llegan a tener posibles para ir a Guatemala, más de ciento veinte leguas de aquí, o a México más de doscientas; de esta suerte no se llega a lograr sujeto de la ciudad y obispado, cansa de que haya tan pocos clérigos, que suele estar vacos los beneficios muchos años por no haber quien se oponga a ellos.

No hallo en qué pueda esta fundación perjudicar al real patronato de vuestra majestad, ni a las religiones de Santo Domingo, San Francisco y la Merced, que son las que hay en esta ciudad; antes me han dicho los superiores de ellas que se les aliviará la penosa carga en la administración del Sacramento de la penitencia, y es así, porque los más son doctrineros de estos contornos; suelen estar los conventos con muy pocos sujetos, y acontece no haber más que una misa en cada convento, y yo lo he visto con no haber más que cincuenta días que he llegado a mi iglesia. El provecho que hará la Compañía en este obispado, se ve por lo que han hecho dos jesuitas que traje conmigo, pues por su predicación va teniendo esta ciudad una cuaresma muy ejemplar, y yo voy remediando casos graves y culpas envejecidas, y conociendo esta utilidad han de andar conmigo todo el obispado.

Hay en esta ciudad una iglesia bastantemente capaz, no agregada a parroquia alguna, y la tenía dedicada para este efecto: tiene unas casas próximas a la sacristía y sitio para un colegio. Vuestra majestad tendrá a bien el que en estos dos años no deje ir a estos dos religiosos porque necesito de ellos sumamente; y de su ayuda oficiosa, que como en diez años no ha habido prelado en este obispado, no soy bastante yo solo a dirigirlo todo, y aunque él es tan tenue que no llega a dos mil pesos de renta2 los sustentaré y acudirán todos los días a esta iglesia, en tanto que vuestra majestad resuelve lo más conveniente.

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Cuarenta leguas de aquí hay indios gentiles que llaman lacandones, y habiendo fundado aquí los jesuitas, podrán ir a predicar el Evangelio a estas gentes, a que según me dicen, pasan de ochenta mil; y si en mi tiempo fundasen, prometo a vuestra majestad acompañarles a esta facción, y fíe a mi cargo todo lo que condujere al mejor logro de dicha fundación, sin que perjudique a las religiones, al patronato real, a la ciudad, ni a persona alguna, por lo cual, soy de sentir que debe dar vuestra majestad licencia para dicha fundación por el bien de las almas, servicio de vuestra majestad y gloria de Dios que guarde la católica real persona de vuestra majestad, como ha menester esta monarquía. Ciudad Real y marzo 20 de 1676. -El obispo de Ciudad Real de Chiapas.



[Informe del cabildo secular] El informe del cabildo secular, dice así: «A 18 de marzo del año presente recibimos una cédula de vuestra majestad fecha en 9 de abril del año pasado, y habiéndonos juntado en la sala de cabildo de esta ciudad el alcalde mayor y demás capitulares, obedecimos dicha cédula, y pusimos sobre nuestras cabezas, y habiendo entendido lo que vuestra majestad en ella nos manda, que es que informemos la conveniencia o inconvenientes que tendrá fundar un colegio de la Compañía de Jesús en esta ciudad, decimos: lo primero, que, luego que vimos dicha cédula, dimos muchas gracias a nuestro Señor de que vuestra majestad se haya dignado de pedir informe; porque es tanto el deseo que tiene esta ciudad de ver lograda la fundación, que no es posible explicarlo, pues los hijos de esta ciudad y provincia, carecen de enseñanza de gramática y facultades, por cuya razón se malogran muchos sujetos por tener tan distantes las escuelas donde pudieran ocurrir. De aquí resulta el carecer de personas que se empleen en los beneficios que ha habido alguno que es el de Ayuta, que ha estado nueve años vaco y servido de un substituto por no haber habido quien se opusiese a él hasta el año pasado. Las demás religiones no pueden recibir perjuicio de dicha fundación, pues la de Santo Domingo, que es la más numerosa, tiene suficientes rentas de que sustentarse, y la de San Francisco y la Merced lo hacen de la caridad de los fieles y capellanías que tienen; y más cuando la religión de la Compañía no es de las que reciben limosna de misas con que esta no puede extraviársele a las otras; y tenemos entendido que la hacienda de Cacahuatal que doña María de Alvarado mandó en su testamento pata fundación de dicho colegio importará más de treinta mil pesos, y la del licenciado Juan de Figueroa más de diez mil. Y además de esto tenemos entendido se les ha de agregar otra hacienda que se compone de ganado mayor,   —6→   que por no saber de su valor no lo informamos, porque dicha hacienda está en la jurisdicción de Tabasco; pero sabemos que es bien cuantiosa; y dichas cantidades tenemos reconocido ser muy suficientes para la fundación de un colegio, y todos los vecinos que se hallan con algún posible, están en ánimo de ayudar en lo que cada uno pudiere. Y así, suplicamos a vuestra majestad se sirva de conceder la licencia para la fundación de dicho colegio, así por lo que tenemos representado, como por el consuelo universal de toda esta ciudad y su provincia, que en ello recibiremos particular beneficio. Guarde Dios nuestro Señor la católica real persona de vuestra majestad como la cristiandad ha menester. Ciudad Real de Chiapa y marzo 20 de 1676. -Don Andrés Ochoa de Zárate. -Don Gabriel de Abendaño. Don José de la Madrid. -Don José de Velasco Ochoa. -Don José de Valcarzar. -Ante mí. -Juan Macal de Meneses».

[Misión a la cárcel de corte] Tales eran las ansias piadosas de la ciudad de Chiapa. En México, entre tanto se emprendió por el mes de mayo una fervorosa misión a la cárcel de corte. Se había divulgado por aquellos días el rumor de ciertos ruidos nocturnos que se oían en las piezas y calabozos de la cárcel. Sea lo que fuere la verdad del hecho, esta común persuasión tenía sobrecogidas de temor los ánimos de aquella gente a quien poco basta para asustar en la miserable condición a que se hallaban condenados. Los hombres de Dios, y verdaderamente celosos, saben aprovecharse de las menores ocasiones para la edificación y utilidad de sus prójimos. El padre José Vidal que entre sus demás ministerios apostólicos miraba como uno de los principales la visita de cárceles, se valió de esto para persuadir a aquellos infelices que mirasen aquellos ruidos como avisos de Dios para reformar sus costumbres, para extirpar ciertos vicios muy comunes entre este género de gentes, y para componer y sosegar más que todo las inquietudes de su inicua conciencia por medio de la confesión. Para este efecto, tomado el beneplácito de los señores alcaldes de corte se promulgó una misión de seis días, con tan feliz suceso, que no quedó uno que no se reconciliara con Dios en los Sacramentos de Penitencia y Eucaristía; dejando así santificado aquel lugar, partió el mismo fervoroso misionero a la villa (hoy ciudad de Santa Fe y Real de Minas de Guanajuato). La fama del hombre apostólico tenía mucho antes prevenidos en su favor los ánimos, y aun parece que el cielo se interesaba también en darle a conocer. Tenían muchos de aquel lugar la piadosa costumbre de juntarse a la oración   —7→   en la iglesia a rezar el rosario ante una milagrosa imagen que en ella se venera. Depusieron muchas de las más autorizadas personas que concurrían a tan devoto ejercicio, que les parecía haber visto en el púlpito jesuita, según el color y forma del vestido, y lo mismo afirmaron después algunos señores que velaban sobre tres de la santa imagen. Con tan felices prenuncios, fueron recibidos los misioneros jesuitas, como unos hombres enviados del cielo para salud de aquel país. El blanco principal de su predicación fue extirpar los odios y rencores envejecidos entre las familias principales, de donde se derivaba también al mismo pueblo dividido todo en bandos y facciones. De este fatal principio dimanaban las muertes de muchos en las guerras o sasemis de unos barrios con otros, que no han podido remediarse a pesar de las más severas providencias. Quiso Dios dar tanta eficacia a las palabras de sus ministros, que interrumpían tal vez el sermón las voces de los que pedían perdón, arrodillándose públicamente a sus mortales enemigos. Los primeros que ejercitaron un acto tan heroico fueron algunos eclesiásticos, o porque tuviesen entre sí alguna enemistad, o porque quisieron con su ejemplo apartar de los seculares aquella perniciosa vergüenza que las más veces fomenta los escándalos. Efectivamente, a los dichos eclesiásticos siguieron muchos de los mineros y personas distinguidas, que seguramente lo necesitaban más. Era un espectáculo muy agradable al cielo, y de mucha edificación ver salir del templo unidos en caridad y tratarse familiarmente en lo de adelante, sujetos y familias enteras que antes por largo tiempo se huían y evitaban cuidadosamente por no corresponderse en las salutaciones que exige la cortesanía y caridad cristiana.

[Misión en Zelaya y México e incendio de San Agustín] De paso para México entraron nuestros misioneros en Zelaya, lugar que era entonces de la administración de los padres franciscanos, y se hallaba allí actualmente el reverendo padre provincial. Estos religiosos padres oyendo con gusto el mucho fruto que hacían en los lugares vecinos los misioneros jesuitas, les suplicaron con instancia que hiciesen allí misión y no privasen a aquellas sus ovejas del saludable pasto que tan liberalmente repartían a otras muchas. Pasó a esto en persona el mismo padre provincial, y ya que por la estrechez del tiempo que los llamaba a México no pudo conseguirlo del todo, propuso que a lo menos un dio sacasen la procesión de penitencia con un devoto crucifijo que se venera en aquel convento y predicase en su iglesia el padre José Vidal. Hízolo así por obedecer, aunque haciendo por su humildad   —8→   mil protestas de su inutilidad, respecto al favor y celo de aquellos ejemplares religiosos, y el cielo bendijo sus palabras con fruto tan abundante, que en algunos días después de su sermón tuvieron mucho en que trabajar doce confesores para satisfacer a la piadosa importunidad de los penitentes. Lo restante del camino, siguiendo las huellas del Salvador, la pasaron haciendo bien por todas partes, y sanando muchas almas de sus espirituales dolencias por medio de la confesión, sermones y conversaciones santas, tal vez más eficaces e insinuantes que las vehementes declamaciones. Llegados a México, hallaron toda la ciudad ocupada en grandes preparativos de regocijos, de toros, carreras, máscaras y torneos para celebrar la jura del señor don Carlos II, que después de su menor edad había tomado las riendas del gobierno. El padre José Pidal, conociendo que la virtud y prácticas cristianas son la más firme columna de los reinos, y el recurso al cielo el mejor medio para alcanzar el acierto y prosperidad de las monarquías de aquel señor que tiene en su mano los corazones de los reyes, determinó hacer, como decía con gracia, sus fiestas más agradables al cielo y las provechosas a la corona. Bien conoció el prudente misionero que si publicara la misión con el aparato y publicidad que otras veces, los partidarios del mundo y enemigos de la cruz de Jesucristo habían de levantar el grito, y condenar la acción como imprudente, y aun tal vez como injuriosa a la majestad real, a cuyo honor se dedicaban aquellos regocijos, que como de esos colores negros tiene a mano el mundo para desfigurar los más santos designios de los hombres apostólicos; por esta razón tomado el beneplácito de los superiores, sin dar a otro alguno aun de los nuestros, parte de sus intentos comenzó sus sermones sobre tarde en la iglesia de la Encarnación. Como aun en medio del tumulto y ruido del mundo jamás faltan al Señor ovejas escogidas que conocen su voz y la siguen con docilidad, a pocos días por el ejemplo de algunos ministros reales y otras personas de distinción, creció tanto el concurso, que siendo ya muy estrecho aquel templo hubieron de pasarse al de Jesús Nazareno. Se destinó para la comunión general con autoridad del ordinario el domingo 3.º de adviento (13 de diciembre de 1676). El viernes antecedente, 11 del mismo mes sobre tarde, se hizo la última plática, y queriendo Dios honrar el ministerio de su divina palabra, puso al padre Vidal en la boca unas voces en que arrebatado y fuera de sí por el fervor, predijo claramente la calamidad que amenazaba a México, y como estaba ya para prorrumpir en un estruendo   —9→   . Efectivamente, aquella misma noche sin haberse podido impedir con providencias algunas, prendió fuego en el suntuoso templo de San Agustín, y en pocas horas todo el techo, coro y capillas, quedaron reducidos a cenizas. La lluvia de plomo de que estaba recubierta la techumbre, no permitió librar del incendio cosa alguna de la iglesia, y aumentó de suerte la voracidad de las llamas, que iluminada toda la ciudad, parecía haber de perecer enteramente. El concurso de todo género de gentes y extraordinaria conmoción de ánimos, obligó al ilustrísimo y excelentísimo señor don fray Payo Enríquez de Rivera, virrey y arzobispo, a que llevando en procesión al Santísimo Sacramento, fuese su excelencia ilustrísima desde la Catedral a la iglesia de Jesús Nazareno, para que allí donde los días antecedentes se habían cogido tan copiosos frutos de penitencia, se dignase su majestad, como en un lugar de propiciación, de admitir los riesgos de la afligida ciudad. Este aviso del cielo contribuyó mucho [...]3 de compunción que en todos sexos y condiciones se vieron el domingo siguiente en la procesión de sangre con que se concluyó la misión4.

[Muerte del padre Melchor Páez y hermano Francisco Espinosa] En el colegio de Tepotzotlán falleció este año el padre Melchor Páez de 72 años de edad, y más de 20 de misionero en Sinaloa. Gobernó los colegios de Guadalajara y Valladolid con singular prudencia, y hubiera continuado en los primeros gobiernos de la provincia, si lo hubieran permitido sus enfermedades. Con ellas le probó el Señor por largo tiempo, sin que jamás se le oyese, o conociese siquiera en el semblante el menor indicio de los gravísimos dolores que le afligían. [...]5 toda la comunidad su conversación en este tiempo y de pensamientos de la eternidad, que eran la continua materia o Murió el día 22 de diciembre. Poco antes había pasado a mejor vida en el colegio máximo el hermano Francisco de Espinosa, novicio recibido para coadjutor temporal. A pocos meses de entrado en Tepozotlán, reconociendo en él los superiores una virtud sólida y a prueba de los mayores trabajos, lo destinaron para enfermero del colegio real de San Ildefonso, entre cuyos individuos había prendido un ramo de   —10→   epidemia contagiosa. En este humilde ejercicio se portó de un modo capaz de dar mucha honra a la Compañía, mucha edificación a aquella noble juventud que se miraba servida del hermano Espinosa, con tanto silencio y religiosidad, con tanta humildad y alegría, como si hubiese nacido esclavo de cada uno. Esta conducta convirtió muy presto en veneración del buen hermano la inadvertencia y aun la mofa que tuvo que ofrecer a Dios en los principios, y a que son llevados naturalmente los pocos años. Después de haber asistido a muchos con la vigilancia y esmero de una tierna madre, herido del mismo contagio, acabó tranquilamente dejando en poco tiempo de religión y en 22 años de edad singulares ejemplos de una anciana virtud.

[Reducción Tutuaca en Taraumara] En los países septentrionales hacía por este tiempo maravillosos progresos el celo de los operarios evangélicos. Los dos padres Tomás de Guadalajara y José Tardá dieron feliz principio al año con más de treinta adultos que bautizaron en el pueblo de Tutuaca, en el mismo día de la Circuncisión. Esta feliz circunstancia hizo dar al pueblo el nombre de Jesús. Sin embargo, no perfeccionaron su conquista sino a costa de muchas fatigas. Tutuaca dista de Papigochi (dicen los padres en su relación) más de treinta leguas de muy mal camino, cuya aspereza aumentaba la malicia de una guía que los llevaba siempre por lo peor; el tiempo era lo más rigoroso del invierno en que en las entrañas de la sierra sube la nieve más de media vara: el sitio de la población era tan áspero, que lo habían tomado por asilo los forajidos en los motines pasados: la gente sumamente esquiva y fiera, y una mezcla confusa de taraumares y tepehuanes que allí se habían refugiado. Todas estas dificultades las endulzaba el celo de los ministros y la esperanza de ganar a Dios muchas almas. Se consolaron mucho hallando esculpidas cruces en los pinos y otros árboles, aunque supieron después que aquellas cruces las habían puesto allí los españoles e indios cristianos cuando entraron a hacer guerra a los rebeldes que en Tutuaca se habían hecho fuertes y recogido todos los despojos. A pocas horas de su llegada al pueblo tuvieron que correr aun mayor riesgo, y en que pensaron quedar víctimas del furor de los bárbaros. Tenían prevenidas para festejar, como, decían, el arribo de los padres, muchas vasijas de aquellos licores fuertes de que usaban en sus mayores solemnidades. Los padres les manifestaron mucho desagrado y pensaron desde luego volverse viéndolos tan mal dispuestos para recibir el bautismo; pero amenazando ya la noche, y no pudiendo perseverar entre aquella tropa   —11→   de ebrios, dejando cerrada la choza se retiraron al picacho más escarpado de un monte vecino, a que los salvajes no estaban en estado de poder subir. Allí pasaron expuestos a todas las inclemencias de la estación, hasta la mañana que les enviaron algunos de los más autorizados a que les dijesen cuan quejosos estaban de que hubiesen desamparado el pueblo y desconfiado de su fidelidad, que jamás habían pensado en hacerles daño, y si lo intentaran, bien fácil les habría sido vencer aquel reparo con que se juzgaban seguros: que los habían llamado para bautizarse, y cuanto habían hecho no era sino una demostración de su alegría. Bajaron los padres cuando ya estaba más sosegado el pueblo, que fue a la caída de la tarde. Se les dio a entender que los padres nunca podían resolverse a aplaudir ni autorizar con su presencia un festejo tan irracional: que siendo ministros y sacerdotes de Dios debían mirar por su honra, y no permitir que a sus ojos fuese ofendida su Majestad. ¿Y para qué ha sido (les decían) hacernos caminar tantas leguas? ¿Solo para venir a ser testigos de vuestra disolución y embriaguez? ¿Podemos persuadirnos a que desean seriamente abrazar la religión cristiana, los que teniendo padres en su pueblo y ya a punto de ser bautizados, se entregan a un vicio tan vergonzoso, tan indigno y tan contrario, a nuestra santa ley? ¿Habéis visto en otros pueblos cristianos semejantes festines? No penséis en recibir el santo bautismo mientras no nos probáreis con una constante enmienda la sinceridad de vuestros deseos. Dichas estas razones con libertad y fervor, se observó que unos a otros se decían admirados: ¿Pues qué es malo embriagarse? No lo sabíamos: es necesario resolverse a dejarlo. Efectivamente, de allí fueron a la casa donde tenían una porción considerable de aquellas sus bebidas, las derramaron en presencia de los padres, y viendo esta demostración, se aplicaron a catequizar algunos de los principales, y dentro de algunos días se bautizaron treinta, plantearon cruces, y quedaron de fabricar su pequeña iglesia.

[Vida de los misioneros] A estos trabajos apostólicos, cooperaba el cielo no solo con la conversión de muchos gentiles, sino aun con algunas señales admirables, de las cuales cuidadosamente examinadas, mandó hacer una relación circunstanciada el padre Bernabé Francisco Gutiérrez, visitador general de misiones. En el entierro de una fervorosa india, no habiendo sino dos malos cantores, al Requiescant in pace, se multiplicaron las voces con una armonía suavísima, de que quedaron embelesados todos los circunstantes. Se vieron en otra ocasión repicarse por sí mismas las   —12→   campanas con que se llamaba a la doctrina a los niños y catecúmenos; pero el mayor milagro, si podemos llamarlo, era la vida misma de los misioneros. Casos bien particulares (dice la relación remitida al padre Provincial Francisco Jiménez) son el habernos. Dios librado tantas veces de las manos y flechas de estas gentes, y de la peste entre tantos enfermos, el tener salud entre tantos largos y penosos caminos y aun el vivir, cuando nuestros; cuerpos tendrían por mucho regalo el salvado y maíz, que muchas veces desprecian las bestias en los pesebres. Muchas veces sin más abrigo que el cielo, ni más lecho que la tierra, cuando los arroyos estaban como peñas del frío, y gracias al Señor, con más salud que nunca. El dicho padre visitador dando, cuenta de su comisión, escribe así: «Los padres Tomás de Guadalajara y José Tardá, arden en deseo de la salvación de estas almas. Han entrado más de cien leguas convirtiendo y bautizando mucho número, y disponiendo a los demás. La estimación que los indios hacen de sus ministros, solo podrá significarla quien conociere la barbaridad de estas gentes, y viere sus demostraciones; principalmente se esmeran con el padre Tomás, a quien nuestro Señor tenía prevenido para tanta gloria suya en estas tierras por su santidad y apacibilidad de su genio, que es el señuelo que atrae a tantos a la fe. Los padres necesarios son cuatro que hayan de residir en Nonoata, Papigochi, Cuerucarichic y Tutuaca, y aviso a vuestra reverencia que sean sujetos de mucho espíritu, porque los trabajos que padecen no son comunes, y si no los trae el santo celo de la salvación de las almas, no han de poder conservarse». Juntamente con esta carta vinieron informes al ilustrísimo y excelentísimo señor don fray Payo Enríquez de Riviera, mandados hacer por el gobernador y capitán general de Nueva-Vizcaya, en que por parte del capitán don Nicolás Caro, protector de los taraumares, se avisaba a su excelencia como cincuenta y ocho caciques de la nación, conducidos por el cacique don Pablo, habían bajado al Parral pidiendo padres que los doctrinasen, y obligándose a reducir a pueblos y vivir en forma política bajo la dirección de los padres de la Compañía de Jesús.

[Reducción de los guazaparis y varohios] Con igual fervor y felicidad se trabajaba en Sinaloa en la reducción de los guazaparis y varohios. Habían llegado poco antes de Europa conducidos por el padre procurador Juan de Monroy algunos sujetos escogidos para este género de ministerio. Bastarían, entre otros, para darme crédito inmortal a esta misión, los nombres de los padres Juan Ortiz de Foronda, Juan Bautista Zappa y Juan María de Salvatierra.   —13→   El celo del padre José de Tapia, ministro de los pueblos de Toro y Tzoes, muy a costa de su salud mantuvo algún tiempo la nueva población de Babuiagui; pero al fin hubo de descargarse por orden de los superiores que no esperaban sino operarios para seguir aquella reducción. De los recién llegados se destinaron luego los padres Nicolás de Prado y Fernando Pecoro. Antes de internarse en la sierra se enviaron algunos de los huites y otros pueblos cristianos que explorasen los ánimos de los temoris, varohios, guazaparis, guailopos, tubaris y otras naciones, si perseveraban constantes en sus antiguos deseos de recibir la fe de Jesucristo. Volvieron los enviados con favorable respuesta, y los dos padres partieron para su destino al pueblo de Toro, donde habían detenídose en aprender el idioma; a 11 de junio de 1676. A los 17 llegaron al Valle de Chinipa donde reconocieron con ternura las ruinas de una iglesia que había comenzado a fabricar el padre Julio Pascual y un mal aposentillo en que hubieron de alojarse. Seis días pasaron con grandes incomodidades, sin más alimento que las frutillas, raíces y miel silvestre de que se sustentan los indios. Unos manjares tan desusados alteraron bien presto la salud del padre Fernando Pecoro, aunque ésta quiebra la suplía la fuerza del espíritu, y los celestiales consuelos de que el Señor llenaba su alma. En una carta escrita en estas circunstancias, después de haber referido las grandes incomodidades que padecía, añade con San Pablo: «Me rebosa el gusto y no sé cómo no salgo fuera de mí de gozo en medio de tantas tribulaciones, ¡Cuántas almas podemos dar a Dios! ¡Qué llenos están de su Majestad estos desiertos! ¡Sea bendito para siempre!». El padre Nicolás de Prado, que por falta de salud no pudo pasar adelante, se quedó en aquel sitio, donde agasajando y regalando a los salvajes conquistó algunos, con que se dio principio al pueblo de Santa Inés que fue de la serie del tiempo la capital de aquel partido. El padre Pecoro entró por julio a los varohios, que lo recibieron con no pocas señales de agrado; saliéronle al encuentro aunados, sin niños ni mujeres. Recogido el padre a su pobre choza le avisaron algunos del peligro; pero no había forma de evitarlo, tenían cercado todo el pequeño albergue. El misionero salió con resolución de hablarles; los halló sentados en rueda, y convidándose con pipas de tabaco que es el ordinario uso de sus costumbres. Sentado entre ellos comenzó a quejarse amorosamente de su ingratitud y proponerles los grandes bienes que podía traerles su venida. Después de todo este   —14→   discurso hubo de volverse a su choza mal satisfecho y sin respuesta positiva que le asegurase de su fidelidad. Persuadido el padre a que todo conspiraba a su muerte, pasó la noche ofreciéndose en sacrificio al Señor; pero a la mañana halló mudados los corazones. Se avergonzaron y prometieron que acabada la cosecha volverían a juntarse en aquel mismo sitio. Con esta alternativa de cuidados se fundaron sucesivamente los pueblos de Guadalupe, Santa Ana y Valleumbrosa de los varohios, Santa Teresa de guazaparis, la Magdalena de Témoris, a que se agregaron después los husorones, cutecos y tecargonis.

[1677. Sucesos de Sinaloa Sonora] Por otra parte, en la vecindad de Chicorato se maduraba una copiosa mies en la nación de los chicuras. El padre Pedro Matías Goni, que administraba el pueblo de San Ignacio, había entrado desde el año antecedente conducido por el cacique don Francisco, gobernador de aquellas gentes, y que con algunos de los suyos había recibido el bautismo algunos años antes. El ministro de Dios los halló bastantemente dóciles, y deseosos de recibir el bautismo y el Evangelio. Habían ya fabricado su enramada para recibirlo, y corrían en tropa a que les pusiese las manos en la cabeza en señal de veneración y respeto. No se pudo saber con certeza el número de familias de toda la nación para distribuirlas en poblaciones. Así contento el misionero con la buena acogida que había hallado en ellos, y urgido de las necesidades de su antigua grey, reservó para mejor ocasión el establecimiento de aquella nueva iglesia. Se dio este año principio a los bautismos de los soris, nación guerrera y numerosa a la costa del mar de California y al Poniente de Sonora. Las primicias de estas gentes fue un viejo, que según toda apariencia pasaba de cien años. Vino cuasi arrastrándose del valle de Cucrespe al pueblo de Banamitzi a cargo del padre Juan Muñoz de Burgos. Preguntado del motivo de su venida en una edad tan decrépita, respondió que estaba ya muy viejo y se quería morir, que solo esperaba le lavase (así se expresaba) el bautismo para morir consolado. Comenzó luego a instruirse con una viveza y prontitud admirable en percibir los santos misterios, recibió el bautismo, y dentro de pocas horas entregó a Dios el alma. No fue menos maravillosa la Providencia del Señor sobre aquellas almas sus favorecidas en otras dos indias de la nación de los humeris. Madre e hija vinieron al pueblo de Huecapa pidiendo con instancias el bautismo, y más la hija, aunque por estar en una bella edad parecía poderse instruir más despacio. La madre pasaba de setenta años, e   —15→   instruidas se bautizaron en un mismo día, y en aquel mismo la acometida de una violenta enfermedad acabó en poco tiempo. La madre vivió aun muchos años, reservándola Dios para atraer algunas almas de su nación. Era en efecto un poderoso aliciente para los gentiles vecinos la regularidad de vida y la quietud de que gozaban los pueblos cristianos, y la asistencia del cielo en sus necesidades. En el pueblo de Toro, dedicado al gloriosísimo Patriarca señor San José, sacando en procesión la imagen del santo tenían un seguro asilo contra las secas y epidemias. Con esta continuada experiencia era singular la devoción que le tenían en todo aquel partido sin nombrarle jamás sino con el dulce apelativo de San José nuestro Padre.

[Piedad e instrucción de los neófitos] Aun era más universal y fervorosa la devoción de los nuevos cristianos para con la Santísima Virgen. En todos les pueblos se le cantaba su misa los sábados con tanta asistencia de los neófitos y que se acusaban en sus confesiones de haber dejado de oír misa el sábado o de haber omitido el rosario algún día como de la transgresión de un precepto; piadoso error de que fue difícil desengañarlos, y que muestra bien cuanto estaban arraigados en estas saludables prácticas. En los puntos más difíciles de la doctrina estaban tan perfectamente instruidos como pudiera esperarse de muy antiguos cristianos. Un indio yaqui anciano y ciego hacía oficio de catequista, que en su idioma llaman temachtiani, enseñando la doctrina cristiana a los pequeñuelos indios. Oíale por curiosidad cierta persona muy capaz de su idioma y volviéndose a otros que le acompañaban: verán, les dijo con risa, los disparates que habla ahora este buen viejo. Le preguntó si Señor San José era verdadero esposo de María la Virgen nuestra Señora. Respondiole que sí. Según eso, replicó el curioso, Jesucristo nuestro Señor, así como es hijo natural de María Santísima, será también hijo natural de Señor San José. No, respondió el catequista. Señor San José solo fue dado a la Virgen para guarda y custodia suya, y de nuestro Señor Jesucristo. Santa María nuestra Madre fue siempre Virgen, y concibió por obra del Espíritu Santo, sin que Señor San José tuviese parte en la Encarnación de Jesucristo nuestro Señor. Con esta firmeza y simplicidad de fe recibían de Dios y de la Santísima Virgen no vulgares favores. En todas las misiones se disponía siempre fuera del alimento del misionero una considerable porción para los pobres y enfermos. Aconteció que al buen neófito que tenía a su cargo esta obra de caridad llegase un indio a pedirle de comer: le respondió   —16→   que si no tenía mayor necesidad, se esperase, pues no era razón que comiese antes que el padre. Apenas habló estas palabras; cuando sobrecogido de un frenesí salió dando carreras por todo el pueblo, y atormentándose con extraordinarias contorsiones. Llamado el padre a confesarlo, no fue posible por la fuerza del mal. Salió como rabioso del pueblo y retirose al monte, de donde lo trajeron a pocos días tan flaco y débil, que apenas podía tenerse en pie, aunque todavía fuera de sí. En este estado miserable, le pareció ver a la media noche una señora muy hermosa cercada de luz, que llamándolo por su nombre, le dijo: Levántate, anda hasta allí, y vuelve. Y ¿cómo? replicó el indio, si me estoy muriendo y no puedo moverme... Levántate, repitió la señora; ya estás sano. Efectivamente, sintió solidarse sus nervios, se levantó, y hallándose enteramente sano corrió a dar la noticia al padre, diciéndole que la que se le había aparecido era la Virgen Santa María, que le había dicho que estaba hechizado y quiénes eran los autores del daño; nombró algunos indios del pueblo, y en efecto se descubrió ser así. La perfecta y repentina salud del indio conciliaba todo crédito a su relación. Sin embargo, el padre José Tapia, su ministro, le hizo ratificar con juramento delante de testigos para confirmarlos en la devoción de María Santísima. Estos y semejantes casos de que pudiéramos traer muchos, acaso los despreciarán por sueños nuestros, o por poco autorizados loa críticos del día. Los piadosos y católicos lectores bien saben que éste ha sido el medio ordinario de la Providencia en la conversión de nuevas gentes, que Dios concede a los humildes y pequeñuelos lo que niega y esconde a los prudentes, a los grandes y sabios del siglo, y que nuestro Redentor que tan frecuentes prodigios y milagros obraba a vista del pueblo, no quiso hacer aun la menor demostración de su poder en presencia del curioso y soberbio Herodes.

[Controversia de los religiosos de San Francisco] La tranquilidad de que había gozado hasta allí la nueva misión de Taraumara, y el progreso con que se adelantaban las espirituales conquistas, se interrumpió algún tanto con un pequeño accidente que en otros sujetos y distancias pudiera haber tenido efectos muy fatales. Dijimos antes como los padres José Tardá y Nicolás de Guadalajara habían penetrado hasta Yepomera y otros pueblos muy remotos al Norte y al Poniente de Taraumara. Proseguían pacíficamente en la administración de aquella cristiandad cuando hacia el fin del año (de que hablamos) se recibió una carta del reverendo padre fray Alonso   —17→   de Mesa del orden de can Francisco en que decía como aquel partido pertenecía a su sagrada religión, y que para administrarla tenía, como para otras muchos pueblos, señalada limosna del rey. El padre Guadalajara que verosímilmente había ignorado hasta entonces el derecho que los religiosos franciscanos debían tener a dicho partido, respondió que en consecuencia de las provisiones despachadas por la real audiencia de Guadalajara y órdenes de sus superiores, había entrado en aquel país en inteligencia de que toda la nación Taraumara estaba generalmente encomendada, a la dirección de la Compañía: que el pueblo de Yepomera era todo de taraumares sin mezcla de conchos o alguna otra nación, fuera de algunos tepehuanes: que entrando en la tierra no había encontrado bautizado alguno ni otra alguna señal por donde conocer que pertenecía a su reverendísima. La caridad y el verdadero celo de los hombres apostólicos no conoce la emulación, como que atiende, únicamente a la gloria del Señor sin respeto alguno a sus personales intereses. Así los dos religiosos misioneros, sin más contienda ni disputa, como verdaderos hijos de obediencia, determinaron estar a juicio de sus superiores a quienes propusieron sus razones sin perjuicio de la religiosa benevolencia tan necesaria entre los operarios de una misma viña. El reverendísimo comisario de San Francisco dio orden al reverendo padre provincial de Zacatecas para que mandase retirar a sus religiosos de todos los pueblos taraumares, y administrar solo a los conchos, como hasta entonces lo habían hecho.

Los misioneros franciscanos recibida esta orden de su comisario representaron que habiendo en algunos partidos, especialmente de la otra banda del río de Papigochi, poblaciones mixtas de conchos y taraumares, no podía menos de ser incómoda la administración de las dos religiones en unos mismos lugares. Añadían que a su religión no se le habían propuesto por límites los pueblos de conchos, sino solo el dicho río de Papigochi hacia banda ulterior les pertenecía, ya fuese de conchos o de taraumares. Alegaban para esto un compromiso celebrado entre las dos religiones en tiempo del padre provincial Andrés de Rada. Ínterin se presentaba dicho compromiso, convinieron los dos provinciales en que el partido de Yepomera, ocasión de aquella controversia, y que en realidad no era un pueblo sino unas rancherías dispersas por espacio de más de tres leguas, se dividiese entre las dos religiones separando conchos y taraumares; pero no hallándose concho alguno establecido de asiento en el país, quedó toda su administración   —18→   por entonces al cargo de la Compañía. El citado compromiso, cuyo original se decía estar en Guadiana (Durango), no pudo hallarse en los archivos del convento ni del colegio. Los padres misioneros de taraumara alegaban en su favor que el compromiso (si lo había) debería expresar algunas otras circunstancias que decidieran la duda. Fundábanse en que el padre Rada había gobernado la provincia por los años de 49 a 52. Que si en su tiempo se había hecho el compromiso del modo que se alegaba, ¿cómo los venerables padres Cornelio Bendin y Jácome Antonio Basilio habían pasado en aquellos mismos años mas allá del río Popigochi y administrado los pueblos sin reclamo ni contradicción de los padres franciscanos? ¿Cómo habían dejado a su vista quebrantar el compromiso acabado de hacer? ¿Cómo en todo el tiempo de la guerra de los taraumares habían permitido a los jesuitas la libre entrada en aquellos países, y cómo después de veinte años se les quería disputarla entrada a unos pueblos que tantos misioneros habían regado con el sudor y aun con la sangre? La fuerza de estas razones acabó enteramente la controversia, y la Compañía prosiguió como hasta entonces en la pacífica administración de aquellos pueblos.

[Residencia en Ciudad Real, y disgusto del señor obispo] Desde la primavera de este año (1677) se habían enviado a Ciudad Real como a principio y de residencia los padres Juan Martínez de Parra y Juan de Olavarría con el hermano Prudencio de Abarca en lugar de los padres Fernando de Baltierra y Eugenio López, que el ilustrísimo señor don Marcos Bravo tenía consigo, y de quienes se necesitaba en México. La ciudad y el ilustrísimo recibieron a los nuevos ministros con las mayores muestras de benevolencia y alegría. Por algunos meses practicaron sus ministerios con la mayor aceptación. Alojábanse en el mismo palacio episcopal por mucho que habían procurado resistirlo; acompañaban al señor obispo en su carroza y en su mesa, y aliviábanle no poca parte de la carga pastoral. Los favores excesivos y públicos de los príncipes, aunque recaigan sobre un gran mérito, son siempre odiosos y expuestos a ser el blanco de la emulación. No faltaron personas de autoridad que llevando a mal la distinción que se hacía con los jesuitas, y conociendo por otra parte el carácter del ilustrísimo, fogoso y poco constante en sus afectos, procuraron inspirarle astutamente siniestra opinión de sus huéspedes. A estas malignas impresiones y al genio desigual del señor obispo se allegó por entonces una indisposición que pareció haberle mudado enteramente. Lleno de aprensiones, melancólico, y acongojado con varios disturbios entre su   —19→   ilustrísima y la audiencia real de Guatemala, fuese por enfermedad o por razón, comenzó a disgustarse de los padres, que habiéndolo de tratar diariamente, tuvieron mucho que disimular y que ofrecer a Dios. A pocos días les mandó salir de su palacio y buscar alojamiento; retiráronse al barrio de San Diego a una capilla incómoda. Aun aquí procuró su ilustrísima con el mayor esfuerzo que ni los seculares ni alguna otra persona de distinción los comunicase ni tratase en cosa alguna. Nada bastó para que muchos sujetos de uno y otro cabildo no conservasen y aun aumentasen con la compasión su antiguo afecto a la Compañía, cuyo deshonor procuraron aliviar con todos los medios posibles. Informado el padre Tomás Altamirano, que poco antes había entrado en el gobierno de la provincia, del fatal estado de aquella residencia, dio orden de que el padre Olavarría volviese a México, y el padre Juan Martínez de Parra pasase a Guatemala a leer filosofía, llevando consigo al hermano Florencio Abarca. No se supo esta providencia en Ciudad Real sin sumo desconsuelo de los principales republicanos, como se ve por carta que el cabildo secular escribió al padre provincial fecha en 6 de setiembre de este mismo año, suplicándole sobreseer en la remoción de dichos padres. La sinceridad de estas representaciones demoró algún tanto la ejecución, hasta que hallando por todos caminos inflexible al señor obispo, y no considerándose poder servir sino de pábulo a la discordia la presencia de los padres, hubo de llevarse a debido efecto con notable sentimiento de la mayor parte de la ciudad.

Las incomodidades que toleraba la Compañía en el obispado de Ciudad Real por el desafecto del señor don Marcos Bravo de la Serna, se compensaban abundantemente con el aprecio que hacían de ella los señores obispos de Guadalajara, Guatemala, Puebla y México. El ilustrísimo señor don Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Nueva Galicia, había pedido al padre provincial dos sujetos que recorriesen en misión les pueblos de su diócesis como se hizo este año en más de treinta, y a petición del mismo se había fundado una cátedra de teología moral que hacía cursar a sus clérigos como necesaria condición para promoverlos a las sagradas órdenes o a la autoridad de párrocos. El señor don Ortega Montáñez, obispo de Guatemala, removía con todo el esfuerzo posible la fundación de Chiapas, y no omitía medio alguno para desimpresionar al señor don Marcos Bravo de aquellas engañosas ideas. Habíanse hecho también misiones con copioso fruto en las ciudades   —20→   de Puebla y México y algunos lugares comarcanos a petición de los ilustrísimos señores don fray Payo Enríquez de Rivera y don Diego Osorio de Escobar. En esta misión de la Puebla fue muy singular la perseverancia en el fervor y frecuencia de sacramentos. Se consoló mucho el ilustrísimo entre los achaques de su enfermedad con saber que en los nueve meses posteriores a la dicha misión se habían gastado en solo el colegio del Espíritu Santo venticuatro mil formas. Poco tiempo después falleció este prelado con universal sentimiento de toda su diócesis. El que le sucedió, que fue el ilustrísimo señor obispo de la Nueva Galicia don Manuel Fernández de Santa Cruz, continuó en la Puebla en, servirse de la Compañía de Jesús con los mismos ojos que su antecesor, cuya utilidad había tanto experimentado en su primera mitra. En esta le sucedió el señor don Juan Santiago Garavito y León, que lo mismo que su antecesor, promovió maravillosamente los estudios de la teología moral y demás ministerios pertenecientes a la salud de las almas. Fue el primero que por su particular devoción a San Francisco Javier introdujo en las Indias la novena, que desde 4 de marzo; nueve días antes de su canonización, suele hacerse con mucha solemnidad en la Europa. El ejemplo de este pastor, que quiso costear el primer día de dicha novena, siguió toda la ciudad de Guadalajara esmerándose a porfía en obsequio del Santo. Tuvo también aquel colegio el alivio de catorce mil pesos para la fábrica de la iglesia liberalidad del licenciado don Bartolomé Rodríguez de la Palma, que aun la habría llegado a concluir, si no hubiera repentinamente faltádole la prosperidad de sus minas.

[Misión en Zacatecas] Entre los lugares del territorio de Guadalajara, en que se hizo misión en esto año, fue muy singular el fruto que se cogió en Zacatecas. Era el principal misionero el padre Juan Ortiz de Zapata, varón muy ejercitado en este ministerio, y con él los padres Diego de Arbizu y Antonio de Figueroa. Hablando de este tiempo don Pablo Muñoz Vida, en carta escrita al padre provincial en 6 de noviembre de 1678. «Llegó (dice) todo el bien a Zacatecas en la misión del padre Ortiz. No tengo términos con que explicar lo que por los ocho días de la misión debo este lugar a vuestra reverencia, pues los padres con su mucho trabajo han sido sin duda la salud de muchas almas. Su celo fue tanto, que con lo fervoroso de sus pláticas parecía día del juicio. En la última plática, en el espacio de media hora; eran tantas las bofetadas y lágrimas de los circunstantes, que apenas dejaban oír al predicador. Yo vi junto   —21→   a mí un hombre tan sumamente lastimado en rostro y boca, que había hecho un lago de sangre. Si esto lo hizo con piedra o con las manos, no lo sé, solo sí que fue menester confesarlo, y desmayado llevarlo a su casa. Todo el lugar tuvo a disposición particular de Dios haberse juntado varones tan apostólicos para él consuelo de esta ciudad, de lo cual todos damos a vuestra reverencia mil agradecimientos, pues por su mano nos ha venido tanto bien, etc.». De la misma ciudad se refiere que un caballero de oficio muy distinguido en la república, quedó tan desengañado de la vanidad de las cosas terrenas, que aquella misma noche determinó, mudado el traje, salir de la ciudad y retirarse a un yermo. La prudencia de un religioso con quien consultó su resolución le impidió tomar este rumbo, no el más seguro, y le persuadió tomase el hábito de alguna religión en que podría lograr con más ventajas el santo fin que pretendía, como lo practicó efectivamente entrando allí mismo en una religión ejemplar con edificación de toda la ciudad. De aquí pasaron a otros lugares vecinos, anunciando en todas partes el reino de Dios, y cooperando a la salvación de innumerables almas, bien necesitadas de tanto trueno para despertar de su letargo. En San Luis Potosí fue también extraordinaria la conmoción que causó en todo género de gentes el acto de contrición con que se dio principio esta cuaresma. El vicario del lugar, el clero y religiones conspiraron a hacer más plausible este ejercicio, uniéndose todos para la común utilidad.

[Misiones en varias partes] Este espíritu de misiones circulares tan necesarias siempre y provechosas, parecía haberse difundido por estos tiempos en todos los colegios de la provincia. Era como la alma que movía todo este cuerpo, y que animaba todos los operarios en lugares tan distantes de él. El celo del padre Vidal que en México y sus contornos sin la menor interrupción trabajaba, ya en cárceles, ya en hospitales, ya en barrios, ya en parroquias y plazas públicas, daba no menos impulso y acción a las conquistas y fruto espiritual. Los superiores tenían cuidado de subrogarle unos después de otros a muchos de los jóvenes estudiantes que bebiesen sin espíritu y bajo su dirección se enseñasen a deponer los vanos respetos del mundo, y a manejar las armas de la predicación. Instruidos en esta escuela y formados sobre el ejemplar de aquel grande hombre, se repartían después por los diversos colegios de la provincia, y ardía toda en aquel fuego de caridad que el Salvador vino a traer al mundo. ¡Tanto puede el ejemplo de un operario dedicado enteramente   —22→   a los saludables ministerios! En Guadalajara se prosiguió en las restantes poblaciones del obispado, la que se había comenzado con tanto fruto el año antecedente.

[1679] Los indios de Tepotzotlán, noticiosos del jubileo de misiones que se había publicado en México, suplicaron al padre provincial les hiciese el favor de que se publicase en su pueblo. Se añadió para hacerla más fructuosa la dedicación de una capilla hecha con las mismas medidas de la santa casa de Loreto, a diligencias del padre Juan Bautista Zappa, ministro ya entonces de aquel colegio. Este espiritual y devoto padre, de quien Dios quería formar uno de los más fervorosos misioneros que ha tenido la provincia6, puso poco después los cimientos de su empleo apostólico pasando a Huehuetoca con el padre Pedro de Medina Picazo, a petición de los indios, y beneficiado de aquel partido (de Tepotzotlán) que vinieron personalmente a este pueblo a pedir la misión. En ella aun trabajando incesantemente los dos padres, y ayudándoles en mucho dicho beneficiado y otro sacerdote, no podían satisfacer a la multitud de penitentes, y fue necesario solicitar compañero que los ayudase a sacar la red por la abundancia de la pesca. Se envió en efecto de Tepotzotlán al padre Diego Sáenz.

[Misiones en Pachuca y otros lugares vecinos] A los padres Francisco Díaz Pimentel y Gaspar de Bárcena, que hacían misión en Pachuca, se les envió también de refresco al padre Diego de Contreras. Los dos últimos acabada la misión en Pachuca, Real del Monte, Atotonilco y Capula, pasaron a Octupan, jurisdicción que era de religiosos agustinos. El reverendo párroco, no solo dio su grata licencia para que se hiciera la misión, sino que con los demás individuos de aquella casa quiso entrar a la parte de aquel glorioso trabajo, acomodándose en todo al uso de los nuestros, predicando en castellano y otomí diferentes sermones, cantando por las calles la doctrina y ejercitando todos los demás ministerios con perfecta y edificativa humildad. Fue de mucha edificación en este pueblo que habiendo en él una persona de distinción enlazada en torpe amistad con una mujer despreciable, tanto por su condición como por su fama, trató de satisfacer al público por medio del matrimonio. Tenía ya tomada su resolución sin respeto alguno a su deshonor, solo le detenía el recelo de que lo llevase a mal un hermano suyo religioso, y de quien no podía ocultarse la ejecución. Fluctuó algún tiempo, hasta que estimulado   —23→   de la conciencia, le dijo: «...Yo he vivido mal con tal mujer, el pueblo no lo ignora: ni mi ocupación, ni los empeños con ella contraídos, aunque tan desiguales, me permiten dejarla, de modo que no quede siempre expuesto al peligro. Para salvar mi alma y la suya, no hallo otro medio que el casarme y atropellar con todos los respetos del mundo». El buen religioso, no solo no se indignó de tal proposición, pero aun le ayudó gustosísimo a pesar de su mortificación y vergüenza. No fue de menos consuelo para los misioneros haber visto desvanecidas por su medio las calumnias de que algunos malévolos habían notado a algunos de aquellos religiosos para con sus superiores y aun con los tribunales de México. No se concluyó la misión sin que se desdijesen, e hiciesen contar a todos la inocencia de aquellos padres. Del colegio de Mérida, capital de Yucatán, se emprendió también misión a la villa de Valladolid, en que ya otras veces algunos años se había practicado con evidente utilidad. Este fue el descanso que de sus literarias tareas tomaron en las vacaciones los padres Juan de Palacios, Diego Felipe de Mesa y Nicolás de Vera. El ilustrísimo señor obispo de Yucatán dio repetidas gracias a los padres y al padre rector, como también la villa de Valladolid.

[Prodigio de San Francisco Javier] En las misiones de gentiles no se ofreció en este año cosa alguna digna de notarse, sino solo un ruidoso milagro con que quiso favorecer el cielo a dos nobles casados de la Nueva-Vizcaya, Doña Francisca Valdés y Urdiño, hija de don Luis Valdés, gobernador que había sido de aquel reino y nieta por parte materna de don Francisco Urdiñola, que había tenido el mismo cargo, había sido casada en primer matrimonio con don Martín de San Martín, caballero del orden de Santiago, contador general de tributos y azogues de Nueva-España, y en segundo con el general don Agustín de Echevers y Subiza, natural de Pamplona. En uno y otro había tenido diferentes hijos; pero vivía con el dolor de no haber logrado alguno sino para el cielo, muriendo todos recién nacidos y bautizados. Esta pena había atormentado su corazón por tanto tiempo, que llegó a enfermar y aun a salir fuera de sí algunos ratos por la melancolía. En estas ocasiones hubo veces que aun se dio algunos golpes en el vientre, diciendo con la fuerza de su aflicción que para qué quería hijos si no había de gozarlos. En volviendo de este frenesí, invocaba muy de veras a San Francisco Javier, en quien tenía puesta su más tierna confianza. A fines de noviembre le pareció una noche entre sueños, aunque dudaba mucho después si dormía en   —24→   realidad, un sacerdote de la Compañía que decía misa en la capilla de su hacienda y que entraba a oírla. Estando en esto, vio salir, de la sacristía otro jesuita con báculo y manteo; y que llegando junto a sí, le reprendía su poca conformidad, y le decía sobre la cabeza un Evangelio, añadiendo que mandase decir una misa. A la misma hora alborozada con mucho sueño o visión, la contó a doña Clara Valdés, su hermana, y a la mañana siguiente mandaron decir la misa y velaron juntas todo el día con tanta exactitud, que aun habiendo venido aquel día su marido de algunos meses de ausencia, no quiso verle hasta haber enteramente cumplido ausencia. La próxima noche entre las mismas dudas le pareció ver al mismo sacerdote que hincado ante la Virgen Santísima con sobrepelliz y estola le ofrecía un memorial. A pocos días (en que había, sido uno el de San Francisco Javier) reconoció haber concebido, y a los nueve meses parió no sin nuevos favores del Santo, una niña hermosísima: el parto fue dificultoso, y después de todo era el mayor pesar creer que había nacido muerta la criatura, aunque se ocultaba a la madre. Después de algún rato de susto, reconociéndola viva, llamaron a un sacerdote de la Compañía que la bautizase. Al bautizarla, contingentemente, advirtió que en lugar de agua fría se había traído con la turbación agua hirviendo, lo que acaso habría puesto en nuevo peligro a la débil criatura. Se le puso por nombre Ignacia Javiera, en honor de los dos santos que su piadosa madre creía haber visto, y a quienes atribuía tan singular favor. Este suceso, para gloria de Dios y de sus dos gloriosísimos patronos se escribió firmándolo la misma señora, su esposo y hermana, y se conserva en el archivo de provincia. Aconteció todo en la hacienda de San Francisco de los Patos, jurisdicción de Parras.

[1680. Congregación provincial] A principios del siguiente año de 1680 falleció en la Casa Profesa de México el padre provincial Tomás Altamirano a los dos años y algunos meses de su gobierno. Fue hombre de una exacta distribución, y celosísimo de la disciplina regular. Abierto el pliego casu mortis, se halló destinado provincial al padre Antonio Núñez de Miranda, rector que actualmente era, del colegio máximo de México. Concluido entre los dos el trienio; vino este mismo año, destinado provincial el padre Bernardo Pardo. Trató luego de convocar para el próximo noviembre congregación provincial. Por un nuevo orden de nuestro muy reverendo padre general Juan Pablo Oliva debían nombrarse en la futura congregación un procurador y dos substitutos en lugar de uno que antes se nombraba.   —25→   Juntos todos los vocales para el día 2 de noviembre, fue elegido secretario el padre Francisco Florencia, actual rector del colegio del Espíritu Santo de la Puebla. El día 4 fueron elegidos procuradores el padre Pedro de Echagoyan, actual rector del colegio de San Pedro y San Pablo, el padre Bernabé Francisco Gutiérrez, procurador de provincia, y el padre Luis del Canto, rector del colegio de Guadalajara. Se trató seriamente en esta congregación de extinguir el colegio de Querétaro, en que por falta de rentas con que mantenerse amenazaba mucho peligro a la religiosa disciplina, y no podían practicarse con decoro los ministerios de nuestra Compañía. Acordaron todos1os padres que se desamparase el colegio, previniendo antes a los ciudadanos para que no se diesen por ofendidos de una ausencia tan desacostumbrada. Por este mismo tiempo, pocos días antes de la dicha congregación, llegó a México el excelentísimo señor don Tomás Antonio Manrique de la Cerda, conde de la Laguna, virrey de estos reinos.

[Entrada del padre Juan María Salvatierra] En los pocos meses que gobernó la provincia el padre Antonio Núñez, concluyó sus estudios el padre Juan María Salvatierra, que cuatro años antes había venido de Europa. En todo este intermedio no había el fervoroso padre dejado pasar ocasión alguna de manifestar a los superiores los vivos deseos que le daba Dios nuestro Señor de ocuparse en las misiones de gentiles, deseos muy antiguos, muy constantes, y tan eficaces, que le habían hecho dejar las provincias de Italia. Efectivamente, apenas concluyó su carrera citando persuadidos los superiores de que era vocación muy particular del ciclo, y que defraudaban las misiones del celo y fervor de un apóstol, lo destinaron para las recién fundadas en la Sierra Madre. Ningunas nuevas conversiones necesitaban más de un varón apostólico. A diligencia de los padres Fernando Pecoro y Nicolás de Prado, se habían formado tres pueblos en que pasaba de cuatro mil el número de los bautizados. Santa Inés de Chinipas, nuevos que eran propiamente Guailopos, como antes hemos dicho, Santa Tersa de Guazaparis, Santa María Magdalena de Témoris. Por ausencia del padre Pecoro se encomendaron estos dos últimos al padre Salvatierra, que llegó a aquella provincia a principios de junio. Fuera de los tres principales pueblos y algunos otros de pocas rancherías, se trabajaba actualmente en la conversión de dos naciones cercanas. Habían estas desde dos años antes bajado a la villa de Sinaloa, con pretensión de que se les enviasen ministros evangélicos. El capitán don Pedro Hurtado de Castilla los recibió con benignidad,   —26→   y mandó a México informes, en cuya vista determinase el virrey. El padre Salvatierra, llevado luego de su celo, se ofreció con valor a empresa tan difícil. Tuvo que vencer no pocas dificultades no solo del camino, de la estación y de la suma escasez que padecía de todo; pero aun más de los guazaparis y temoris, que aunque ya bautizados, no faltaban entre ellos quienes quisiesen mantener cerca de sí aquellas naciones gentiles, como un seguro asilo en sus fugas, y como un desahogo en sus vicios. Oponían estos muchas aparentes dificultades; pero viendo que atropellaba por todo, hubieron de ceder singularmente amenazándoles que si los de Jerocaví no estaban dispuestos a recibir el Evangelio, se volvería a México: dice el mismo padre, que consiguió de ellos cuanto quiso, lo que muestra bien el amor que en tan corto tiempo se había granjeado de sus neófitos. Llegó a Jerocaví en 23 de noviembre, y expuso luego el fin de su jornada: bautizó algunos párvulos, y dentro de algunos días más de sesenta adultos. Semejante suceso iba teniendo en los Usarones, a donde pasó inmediatamente, y en breves días se habría bautizado toda aquella gentilidad, la única que quedaba entre la Sinaloa y la parte del Nordeste y la Taraumara, a no haber recibido a la mitad de diciembre carta del padre rector de la villa. Advertíale que no se apresurase en bautizar adultos, de quienes no se podía fiar mucho: que aquellos indios habían burlado mil veces los conatos del padre Fernando Pecoro, y que aun después de bautizados muchos, sus infidelidades e inicuos tratamientos le habían obligado a desamparar la tierra, que sin este operario no podrían solos dos que quedaban llevar el peso de tantos pueblos nuevos, y no muy cercanos entre sí.

[Suspende por obediencia los bautismos] Hablaba el padre Luis de Sandoval, según los informes del padre Fernando Pecoro, y sin noticia alguna del estado en que al presente se hallaba aquella conquista. El fervor de los catecúmenos era tal, que de día y noche se ocupaban en aprender oraciones y los misterios de nuestra santa fe. No es de callar (dice el mismo padre Salvatierra en carta fecha a 10 de diciembre) la acción de una niña bautizada de pocos años, que mientras de noche la gente del padre estaba fuera rezando el rosario cerca de un fuego muy grande, ella con otras doncellitas gentiles que juntaba muy lejos del fuego, que apenas se podían distinguir, se estaba enseñando a rezar el Padre nuestro y Ave María, que iban repitiendo los que rezaban el rosario, y el frío era tan grande que no permitía estar mucho tiempo en el campo apartados del fuego,   —27→   y con todo, permaneció hincada de rodillas hasta que se acabó el rosario. Aunque todo esto fomentaba en el misionero las más bellas esperanzas de la más florida cristiandad, y había mucha razón de creer que el superior bien informado no habría enviado semejante orden; sin embargo, el perfecto obediente alzó desde luego la mano, convocó a los catecúmenos, y no sin lágrimas de uno y otros les declaró la orden que había recibido de volverse, encargó mucho a los catequistas la instrucción de todos los demás, y prometió volver cuanto antes a verlos, como en realidad lo esperaba en habiendo representado a los superiores el estado de las cosas.

[1681. Intento del señor obispo de Durango y su éxito] Corría ya el año de 1681, cuando el padre José María Salvatierra volvió a su misión de Santa Teresa. Por orden del rey católico don Carlos II, expedida desde el año de 1677, se trabajaba en Sinaloa en aquel tiempo sobre los preparativos de una expedición a California a cargo del capitán don Isidro de Atondo y Antillón, de que hablaremos a su tiempo. Con esta ocasión, el ilustrísimo y reverendísimo señor don fray Bartolomé de Escañuela, persuadido a que era de su jurisdicción aquel nuevo descubrimiento, nombró un clérigo por capellán de las embarcaciones, a quien dio título de cura y vicario, así de la navegación como de las nuevas poblaciones que allí se fundasen. Intentó también su ilustrísima, y efectivamente llegó a enviar otro clérigo introduciéndolo en el mismo colegio para que alternase las semanas con el rector de aquella casa, dándole facultad de nombrar tenientes, y título de vicario provincial para conocer de causas, etc. Publicó fuera de eso más de cien constituciones nuevas obligando a su observancia con penas y censuras dirigidas a despojar enteramente o a limitar en gran parte las facultades de los misioneros regulares de su diócesis, e innovar el estilo y forma de aquellas cristiandades. La novedad de estos establecimientos había causado mucha inquietud, y se temían aun más funestos efectos. Para precaverlos después de las más modestas representaciones, tomó el padre provincial Bernardo Pardo la providencia de ocurrir al excelentísimo señor conde de Paredes. Representó a su excelencia que aquella erección de curato y nombramiento e institución de cura, se había hecho sin presentación ni aun noticia de su excelencia en lo que se perjudicaba notablemente el patronato real: que el señor obispo de Durango no podía pretender jurisdicción ni derecho alguno sobre la California, cuyo título se daba al señor obispo de Guadalajara: que la conversión de aquel país estaba por reales cédulas encargada a la Compañía, y aceptada   —28→   por olla; en cuya ejecución se habían nombrado misioneros que fuesen al mismo tiempo capellanes y cosmógrafos para la demarcación de aquellos puestos en que se excusaban muchos gastos a su majestad, y se facilitaba más la conversión que no podía dejar de retardar la concurrencia de un vicario secular, y lo mismo debía decir respectivamente de las otras dos novedades que intentaba el ilustrísimo. Pasada esta petición al señor fiscal don Martín de Solís Miranda, con su parecer, y el del real acuerdo, se despachó real provisión de ruego y encargo al señor obispo de Durango para que remitiese al superior gobierno todo cuanto hubiese actuado en la materia, e hiciese recoger los títulos y presentación de cura y vicario provincial de dicho, y nominación o títulos que hubiese despachado de capellán o párroco de las naos, y nuevas conversiones de Californias, sin hacer novedad alguna en lo demás, fecho en México a los 27 días de setiembre de 1681. En el mismo día se despachó mandamiento al almirante don Isidro Atondo y Antillón para que no permitiese que el capellán nombrado por el señor obispo para las dichas naos, ni el nombrado por cura y vicario provincial de la villa de Sinaloa, tomasen posesión, ni ejerciesen dichos oficios, ni se hiciese novedad alguna en los demás misioneros.

[Misión en Puebla] En la Puebla y sus merindades se hizo este año una utilísima misión que en la ciudad dotó tres semanas. Destináronse para ello la Santa Iglesia Catedral, la parroquia de señor San José y la de las religiosas trinitarias. El ilustrísimo señor don Manuel Fernández de Santa Cruz, que habrá pretendido la misión, fijo también los lugares y el día 29 de junio en que sobre tarde salió su ilustrísima de nuestro colegio del Espíritu Santo, acompañado de los padres y de lo más florido de la ciudad, en bello orden cantando la doctrina cristiana. En llegando a la Catedral; sentado su ilustrísima en una silla en las gradas del altar mayor; hizo un vivo y elocuente discurso sobre las palabras del Salmo: ...Nolite obdurare corda vestra, exhortando a sus ovejas a aprovecharse de aquellos días de salud. Con tan feliz principio y la asistencia constante del prelado a los ejercicios de la misión, fue copiosísimo el fruto de la misión. Los piadosas sacerdotes de la venerable concordia de San Felipe Neri, ayudaron en gran parte a recogerlo, predicando y practicando su apostólico ministerio en compañía de los nuestros, y en la unión de un mismo espíritu. Señaláronse con particularidad el licenciado don Juan de Vargas Inostroza, y el doctor don José González de Parra. Para los indios se practicó la misma diligencia en las   —29→   parroquias del Santo Ángel y San Sebastián. Del éxito de la misión, en que tanto había utilizado su rebaño, dio gracias a su señoría ilustrísima al padre provincial Bernardo Pardo, y a los padres de los dos colegios de la Puebla.

[Muerte del señor obispo de Chiapas y licencia para aquella fundación] La silla Catedral de Chiapas había vacado tiempo antes por muerte del ilustrísimo señor don Marcos Bravo de la Serna. La repentina mutación de este señor obispo había hecho cuasi desesperar enteramente de la pretendida fundación. La licencia del rey en su cédula de 4 de diciembre de 1677 había llegado a la América a principios del año de 78, después que los padres por les desaires del ilustrísimo se habían visto obligados a desamparar la ciudad, y cuando se hallaba el señor obispo en la mayor fuerza de su aversión o de su achaque. Allegábase otra adversa circunstancia en la muerte de la fundadora doña María de Alvarado, que había acontecido el año de 1679; cuasi sin esperanza de que se lograsen sus deseos, aunque confirmando la donación ya antes hecha a la Compañía, prescribió seis años de término. Por otra parte, con la muerte del ilustrísimo señor don Marcos, habían encendídose más en los vecinos de Chiapas los antiguos deseos. El mismo señor obispo, poco antes de morir, parecía haber prácticamente retractado cuanto había hecho contra los jesuitas. Sus disturbios con la audiencia real de Guatemala, (que últimamente vinieron a sacarlo de su obispado) lo hicieron verosímilmente abrir los ojos y desconfiar de aquellos consejeros autores de su desgracia. Desamparado de todos en un pueblo miserable, apenas halló consuelo sino en el padre Andrés Gallo, de la Compañía de Jesús, en cuyas manos puso la dirección de su conciencia, y quien le asistió con religiosa caridad, hasta el último suspiro. Esta conducta atrajo las bendiciones del cielo sobre aquella fundación. A la hacienda del Rosario, que donó doña María de Alvarado, se agregó la de la Concepción que antes había tenido en compañía, y ya era toda en propiedad del licenciado don Juan de Figueroa, y de que firmó escritura de donación ante Juan Macal de Meneses; escribano público en 15 de setiembre de 1678. El reconocimiento de las fincas venía cometido por cédula de su majestad a los señores presidente y oidores de la real audiencia de Guatemala, y al señor obispo de aquella ciudad, que era en la actualidad el señor don Juan Ortega Montáñez. Su señoría ilustrísima, por auto expedido en 1.º de octubre del año de que tratamos, declaró ser muy seguras y suficientes dichas haciendas para la fundación de un colegio. Los señores de la audiencia por su último definitivo   —30→   parecer mandaron ejecutar la real cédula en 16 del mismo mes, y dar a la Compañía posesión de dichas fincas para el deseado efecto de la fundación.

[Posesión de aquel colegio y muerte del hermano Miguel Omaña] Juntamente con las dichas haciendas se mandó dar también posesión de las casas que habían sido del maestre de campo don Juan de Valtierra. Hemos hablado en otra parte de la aversión que había concebido contra nuestra religión este noble caballero, y de los esfuerzos que en otros tiempos hizo para impedir que se estableciese en Ciudad Real la Compañía. La entrada en ella da su hijo el padre Fernando Valtierra había sido, como dijimos, todo el motivo de su cólera, persuadido a que con él querrían apoderarse los jesuitas de gran parte de su hacienda. Le duró este temor hasta que el padre Fernando llegó a hacer la acostumbrada renuncia de su legítima materna. Viendo el desinterés con que en esta ocasión se portó la Compañía, y que en lugar de perder por la renuncia de su hijo, antes le recrecía una gran parte de caudal por haberlo dejado todo a disposición de su padre, no pudo menos que desengañarse y abrir los ojos sobre la pretendida codicia de los jesuitas. Mudado ya en otro hombre, comenzó a patrocinarlos y a promover la fundación a que hasta entonces había sido tan adverso. En prenda de su amor, hizo en vida donación a la Compañía de sus bellas casas, que fueron efectivamente el primer colegio de Ciudad Real. Se tomó posesión de dichas casas y haciendas en 18 de octubre de 1681, y a esta causa se celebró a los principios por algunos años la fiesta de la fundación en el día del evangelista San Lucas. Estaban en Ciudad Real desde los principios del año antecedente el padre Francisco Páez y el hermano Francisco de León, que a instancia de los mismos ciudadanos habían ido después del fallecimiento del señor don Marcos Bravo. Trató luego el padre Francisco Pérez de disponer una pieza con la mayor decencia posible que sirviese de iglesia para comenzar a practicar de asiento los ministerios, a donde dispuesta en la mejor forma con solemne pompa y acompañamiento de lo más lucido de la ciudad, pasó de la Catedral el Augustísimo Sacramento el señor don Juan de Merlo, arcedeano de aquella Santa Iglesia; pero esto aconteció a 18 de enero del año siguiente. En el de 1681, de que vamos tratando, falleció en México, recibido en la Compañía, y hechos los votos religiosos del angélico joven Miguel de Omaña. Había deseado desde algunos años antes renunciar enteramente al mundo y entrar en la religión. No habiéndosele permitido, determinó vivir como religioso   —31→   en medio del bullicio del siglo. Observaba constante y exactamente la distribución del noviciado. Daba cada día exacta cuenta de su conciencia, y su conversación parecía ser enteramente en los cielos. Parece conoció con divina luz lo poco que le restaba de vida, esforzándose a consumar en poco tiempo muchos años de virtud. Aseveró más de una vez la cercanía de su muerte, y entre fervorosísimos coloquios, gozosísimo de morir en la Compañía, pasó de este mundo víspera de la aparición de señor San Miguel, en cuyo día, 29 de setiembre, había nacido. Honrole Dios con una suavísima fragancia que exhalaba el cadáver, y que se persuadieron todos ser un efecto milagroso de su angélica pureza.

[1682 y 1683. Entrada de Lorenzo Jácome en Veracruz (alias Lorencillo)] El año siguiente (1682) no ofrece cosa alguna digna de particular memoria, el de 1683 fue calamitosísimo al colegio, no menos que a la ciudad de Veracruz, y cuasi a todo el reino de Nueva-España por la entrada y saqueo que hicieron de aquel puerto los piratas franceses (o sea los llamados filiburstiers). Lunes 17 de mayo, como a las cuatro de la tarde, se avistaron dos velas que parecía hacer por el puerto. El gobernador de la ciudad, persuadido a que fuesen dos que se esperaban de Caracas, o acaso algunos de la flota, que según se tenía noticia navegaba desde 1.º de marzo, no hizo de la novedad el aprecio merecido. Al obscurecer la noche, se hicieron fuera las dos embarcaciones y se perdieron de vista. Esta maniobra dio mucho que maliciar al castellano de San Juan de Ulúa y al sargento mayor, que comunicaron sus sospechas al gobernador de la plaza. Se dispuso que algunas compañías, que no eran de guardia; se acuartelasen en las casas de sus respectivos capitanes. Se avisó a los baluartes y centinelas, y se prepararon patrullas que rondasen aquella noche la ciudad con mayor número del acostumbrado. El mismo gobernador en persona rondó la mayor parte de la noche, y no reconociendo novedad, se recogió sin cuidado. Los enemigos, amparados de la oscuridad, y guiados de algunos buenos prácticos, que años antes habían estado allí prisioneros: dejadas las dos embarcaciones fuera de tiro de cañón de la ciudadela y de la plaza, saltaron en piraguas y barcas pequeñas, y desembarcaron a barlovento de la ciudad, a una legua corta, donde después se puso la vigía que hoy llaman de Vergara. Venían en los dos barcos ochocientos hombres de armas, mandadas por Lorenzo Jácome y Nicolás Agramont, nuevo pirata que el año antecedente se levantó con una urca del asentista de negros. Marcharon hacia Veracruz doscientos   —32→   hombres con algunos de los prácticos comandados por Lorenzo Jácome. Llegaron a estar sobre la plaza justamente a tiempo que el centinela del cuerpo de guardia tocaba las doce. A esta hora, fuera de las doce campanadas, es estilo tocar algunas otras pocas otras apresuradamente. Esta costumbre estuvo para salvar a Veracruz de aquellas manos impías. Los franceses creyendo haber sido sentidos, y que aquel toque era arrebato, dieron tumultuariamente la vuelta, y hubieran corrido hasta sus navíos, si 1os prisioneros que traían no les hubiesen desengañado de su error. Tomado aliento, volvieron a la marcha, y Lorenzo Jácome, con algunos pocos salvada la estacada; que entonces era aun más baja de lo que es hoy, y a raíz del suelo, entró en la ciudad hasta la plaza. Observó el cuerpo de guardia y las calles vecinas: un profundo silencio y una suma quietud reinaba en todas partes.

[Toma de la ciudad] No dudó ser dueño de la ciudad, y mandó que se pusiesen en marcha los seiscientos hombres que habían quedado en la playa. A la misma hora que llegaron, se hubiera dado el asalto si los prisioneros no le hubieran aconsejado que esperase a la madrugada, tiempo en que suele ser más pesado el sueño, que a causa del calor no suele lograrse a prima noche. Entre tanto, acordonaron la ciudad en la menor forma que les permitía la escasez de su gente, y se mandaron disponer para el asalto al despuntar del día; pero tuvieron que esperar, y a las cuatro o poco más de la mañana tenían ya repartidas sus tropas por todas las bocas calles. Nicolás Agramont, se encargó del asalto de la plaza principal y cuerpo de guardia en que verosímilmente debía estar la mayor fuerza: setenta de los suyos le acompañaban. Al ruido de la marcha salieron de sus casas el sargento mayor don Mateo Huidobro, y el capitán don Jorge Algara con espada en mano; entrambos con un soldada que tuvo valor de agregárselos, quedaron luego muertos a balazos con pérdida de un francés, y heridas de uno o dos. De los soldados de guardia, unos cuantos se retiraron a un cuarto bajo que les sirve de cuartel, otros subieron a avisar al gobernador, que viendo ya perdida la plaza, procuró ponerse en salva, toda la facción apenas duraría un cuarto de hora. Con la misma facilidad se apoderaron de los baluartes, que entonces no eran más que dos. Lorenzo Jácome acometió el de la pólvora, a sotavento de la ciudad, y a otro de los principales se le encomendó el de la Caleta. Dispararon sobre cada uno tres o cuatro, granadas y algunos arcabuces con que le rindieron al punto los pocos soldados que había de guarnición; así en media hora   —33→   o poco más se hallaron dueños de las vidas y haciendas de todos los vecinos. El espanto, y pavor se había apoderado de tal suerte de los ánimos, que ni pensaron en defenderse. Sobraba pólvora en los almacenes, sobraban mosquetes, de los cuales, después de proveídos, despedazaron más de cuatro mil en la plaza. En el número de la gente había cuatro o cinco hombres en Veracruz para aquel puño de franceses. Se tuvo aviso de los designios del enemigo, del presidente de Santo Domingo, de Madrid y aun de Guatemala. Nada bastan las prevenciones y las diligencias humanas cuando Dios quiere castigar. Cerró el Señor todas las puertas por donde se pudiesen librar. Los barcos pescadores que todos las días salen muchas leguas mar a fuera, no habían salido aquel lunes. Los muchos estancieros que madrugan a traer a la ciudad todo género de hortaliza, no pudieron entrar, ni dar aviso alguno. La flota se esperaba de España, y que según ciertas noticias, se habían hecho a la vela desde 1.º de marzo sin contratiempo alguno; tardó noventa y cuatro días, y llegó puntualmente cuando ni pudo socorrer a la ciudad, ni dar alcance al enemigo para recobrar el botín7. Pero volvamos a la narración.

[Saqueo de la ciudad] Ocupados los puestos en que pudiera haber resistencia, se dividieron en pelotones por todas las casas de la ciudad. ¡Infeliz el hombre, mujer o niño que la curiosidad o el espanto hacía salir a la calle o asomarse a alguna ventana! Pagaba infaliblemente con la vida. Un religioso anciano de San Agustín fue la primera víctima en este género, a que siguieron después otros muchos. Los prisioneros, sus conductores, los guiaron desde luego a las casas religiosas y a las de los sujetos más ricos. Entre los demás, llegaron a nuestro colegio. Los padres, desde la madrugada, avisados de los primeros tiros, habían tenido cuidado de consumir el adorable cuerpo de Jesucristo y ocultar cuanto pudieron de la plata de la iglesia, aunque todo inútilmente, como después veremos. Llamados al toque de la campanilla, que en otras partes eran boatos de las puertas, bajaron a la portería, y suplicaron les diesen buen cartel, que se les prometió francamente, y se correspondió muy al contrario. Mientras los unos repartidos por la ciudad robaban las casas a los vecinos, sin distinción alguna de sexo, edad o condición, llevaban a la plaza y hacían sentar en el suelo, dejando   —34→   en medio campo para amontonar el botín que allí iban recogiendo de los diversos cuarteles de la ciudad. Junta la mayor parte de la gente hicieron abrir por fuerza la iglesia parroquial, y puesta la tropa en dos filas a los lados de la puerta que mira a la plaza, hicieron entrar a todos. No puede ponderarse dignamente la opresión, el calor, la hambre, sed e incomodidades8 que pasaron los infelices habitantes desde el martes 18 de mayo, en que fueron allí encerrados hasta el sábado 22. Más de seiscientas personas entraron las primeras; número que a cada hora se fue aumentando con todos los demás vecinos, fuera de los que tuvieron la fortuna de escapar a los montes. Cada una de estas reclutas aumentaba considerablemente el mal de todos, hasta llegar a no caber sino de pies y apretados unos contra otros, sin libertad de mudar de situación. Ahogáronse algunos niños y mujeres, y murieron algunos de hambre, pues para tanto número de gentes no se repartían sino dos costales de bizcocho durísimo, y algunas botijas de agua por día. Tuvieron mejor fortuna mil y quinientos negros esclavos, de quienes necesitaban para la conducción de la presa.

[Calamidades de los presos] Al día siguiente por la mañana se agregó a las demás penalidades un peligro próximo de la vida en todos los presos de la iglesia. No contentos los piratas con toda la riqueza que habían juntado el día antecedente, y la que sabían haber aun en las casas que registraran, persuadidos a que se hubiese ocultado mucha parte, quisieron descubrir con amenazas cuanto hubiese en esta parte. Para este efecto, introdujeron en la iglesia un cajón de pólvora, y poner en medio de ella una bandera roja. Lorenzo Jácome, con la espada desenvainada, y haciéndose lugar a costa de la opresión de la gente, se paseaba por el cuerpo con un aire de soberanía y de fuerza, gritando con voz ronca y espantosa que si no se descubrían los tesoros ocultos, allí morirían todos volada la iglesia y oprimidos de sus ruinas. Los gritos lastimosos de las mujeres y los niños, las voces de los hombres, o para satisfacer a aquel bárbaro, o para implorar la Clemencia Divina: los violentos movimientos de toda aquel la pobre gente por alejarse del cajón a que se había ya puesto una mecha, aunque a distancia grande; en fin, la confusión y el tumulto fue tal, que murieron ahogadas algunas personas,   —35→   y muchas que tuvieron la desgracia de estar junto a algún banco o pilar con brazo o pierna, salieron con ella quebrada. En aquel alboroto, la fuerza de los que huían, quebró la puerta de la sacristía, por donde sin poderlo estorbar los piratas, salió gran parte de la gente no sin muerte de algunos y heridas de muchísimos. Por momentos esperaban la muerte, cuando Lorenzo Jácome enarbolando una bandera blanca pronunció el perdón, y el seguro de que no se ejecutaría tan inhumana sentencia. Apenas se había algún tanto respirado de la pasada congoja, comenzando a hacer en los sujetos particulares diligencias para descubrir los imaginarios tesoros que les fingía su codicia, el primero que experimentó su furor, como uno de los sujetos más acaudalados de la ciudad, fue el capitán don Fermín de Zazueta. Cargáronlo de oprobrios en medio de la multitud, y amenazáronle de mil modos para que dijese dónde había escondido sus bienes. Respondía que todo cuanto tenía propio y ajeno, había quedado en su casa, y en ella hallarían tanto, que no habría lugar de presumir se hubiese ocultado cosa alguna. No satisfechos de esta respuesta, le dieron muchos cintarazos, y aun llegaron a ponerle al cuello un alfanje para obligarle a prometer alguna considerable porción por su rescate. Esta misma suerte corrieron todos los sujetos de algún caudal y distinción9. A los seglares ricos siguieron los prelados de las religiones. Distinguieron entre los demás, o por su particular afición (que es muy conocida la que han tenídole siempre los herejes de Francia) o por la fama común de riqueza al padre rector de la Compañía, llamándolo el primero.

[Indigno tratamiento del rector de la Compañía y prelados] Era en la actualidad rector de aquel colegio el padre Bernabé de Soto, hombre anciano, venerable y muy quebrantado de los trabajos en trece años de misiones. Sacáronlo de la iglesia a la mitad de la plaza con grande algazara en sotana y manteo, sin sombrero o bonete, extremamente debilitado del ayuno total del día pasado y de la opresión y falta de sueño. Pusiéronle en presencia de Lorenzo Jácome, que le mandó hincar de rodillas en una estera, y juntar las manos ante el pecho en un ademán humilde y respetuoso. En esta postura, después de haberlo vituperado como al hombre más indigno del mundo   —36→   y amenazándole que ni él ni alguno de los suyos había de quedar con vida, le dijeron que el gobernador de la ciudad había ofrecido por el rescate de su persona setenta mil pesos, que en vista de esta cantidad viese lo que podría ofrecer por el suyo. El buen anciano respondió que no tenía un maravedí, que el colegio y templo todo estaba en su poder; sin embargo, le mandaron que ofreciera: detúvose algún rato pensando lo que podría conseguir, y ofreció quinientos pesos. No bien había pronunciado estas palabras cuando un francés descargó sobre su espalda tres cintarazos, que cada uno le hacía besar la tierra. Pusiéronle inmediatamente un cuchillo a la garganta, al tiempo que otro de los franceses retiró la mano del sayón, diciendo que se le perdonaba la vida, pero que irremisiblemente había de dar cincuenta mil pesos. Después de esto lo apartaron de los demás, y lo llevaron al palacio. Siguiose el reverendo padre guardián de San Francisco, a quien pusieron una soga al cuello, como para ahorcarle y pidieron doscientos mil pesos. Trescientos mil al padre prior de Santo Domingo, y todos fueron después llevados al mismo lugar, donde se habían ya apoderado de la persona del gobernador, muy maltratado de palos y cintarazos que habían llovido sobre él. El padre Bernabé Soto solía repetir que desde este día había hecho un alto concepto del oficio de rector, pues a no serlo, hubiera padecido lo mismo que los demás, y no lo hubieran singularizado tanto en los agasajos.

[Presentación de los ciudadanos] Entre tanto, era cada día más insoportable la prisión que padecía en la iglesia parroquial el resto de los vecinos. La apretura, la hediondez, el bochorno, la hambre y la sed, la vista de muchos enfermos, y de otros que morían, los palos y heridas que llovían sobre la muchedumbre en la forzosa confusión que ocasionaba la distribución del alimento, el dolor que necesariamente causaba a los pechos cristianos ver de aquel modo indigno profanado el lugar santo y convertido en la pocilga más inmunda el templo de Dios vivo; todo esto junto, que hacía ciertamente indefectible la muerte de todos los ciudadanos, movió el capitán don Fermín de Zazueta y don Miguel de Ascué, para que otorgada licencia del cabo, se presentasen a los dos jefes la mañana del jueves. Representáronles que toda la ciudad moría allí de hambre y de miseria, que ¿cuáles eran los motivos y delitos de aquella pobre gente, de las mujeres y niños para padecer tantos trabajos? ¿Por qué se les negaban los alimentos, se les escaseaba el agua, y negaba todo consuelo? ¿No han cedido todos sus caudales? ¿No han dado hasta lo necesario   —37→   para su decencia? ¿Pueden hacer más? Las cabezas de las familias han ofrecido ya para su rescate más de lo que puedan. La suma inmensa que se pide por el rescate de la plaza, si la hay en olla, ya está en vuestras manos; si no la hay, sería necesario recurrir a lugares setenta y ochenta leguas distantes, donde tenemos nuestros corresponsales: esto no puede hacerse en poco tiempo como pretendéis, y si tarda algunos días, ¿para qué es tratar de rescatarnos después de la muerte de nuestras mujeres y de nuestros hijos, después del saqueo de los temples y de cuanto tenemos más amable que la misma vida? Esta cristiana libertad hizo impresión en aquellos fieros ánimos. Mandó luego Nicolás Agramont que se aumentase la porción del alimento y del agua, prometió que presto los pondría en libertad, y convidó a su mesa al capitán don Fermín, demostración no usada hasta entonces de aquella chusma infame, y que dio a las gentes afligidas algún rayo de esperanza.

[Nuevas amenazas para descubrir los bienes] Ya por este tiempo habían comenzado los piratas a conducir a sus barcos de día y de noche, por tierra y en carretas, y trasladado en piraguas cuanto habían sacado de la ciudad. Para la mañana siguiente del sábado 22 habían determinado salir de la ciudad y llevar consigo a todos sus habitantes a la isla de Sacrificios, situada al Oriente de Veracruz y al Sur de San Juan de Ulúa. La tarde del viernes, por una lista que ya tenían formada, fueron llamando a todos los vecinos, y en su presencia, los dieron sentencia de ser pasados a cuchillo y quemada la ciudad si no descubrían los bienes ocultos. Estando en esto, o fuese contingencia, o artificio inventado, y prevenido de ellos mismos, entró por medio de la asamblea uno de sus ministros con un paño lleno de joyas de mucho valor y algunas talegas que decía haber encontrado muy ocultas. Con esto se persuadió, o pareció persuadirse que había mucho aun por descubrir. Crecieron tanto las amenazas, y había tantos motivos para temerlo todo de su inhumanidad y codicia, que el vicario y juez eclesiástico don Benito Álvarez de Toledo, se encargó de ir a la iglesia y persuadir a todos a manifestar aun lo más mínimo, e intimarles aquella triste sentencia. Subió el vicario al púlpito y les exhortó más con lágrimas que con palabras a que con la manifestación de cosas tan pocas y rateras, como podían ser las que acaso ocultaban, redimiesen la ruina de su patria y sus propias vidas, que a cada instante peligraban. Repartiéronse juntos con los soldados franceses que llevaban los sacos algunos clérigos encargados de recoger lo que tenían en la iglesia, y fuera de ella acompañaban otros a uno de los alcaldes ordinarios. La suma que sacaron con este artificio, pasó según lo que menos, de treinta mil pesos. Mientras esto se ejecutaba, trataron los principales de la ciudad de ajustar por último el rescate de ella. Después de muchas altercaciones y amenazas, dijeron los dos jefes, que atendidas las fábricas y muchas otras cosas, a que habían perdonado, era muy poco un millón; pero que usando de su liberalidad y clemencia, se contentarían con doscientos mil pesos. A instancias de los diputados, quedaron al día siguiente, sábado por la mañana, en ciento cincuenta mil pesos, que deberían entregarse dentro de diez días; quedando en rehenes las personas más distinguidas del lugar. Con esto, resolvieron pasarse al punto que llaman los Hornos, como a una legua al Sur de Veracruz.

[Pasan los presos a la isla de Sacrificios] Tomada esta resolución, mandan salir de la iglesia a todos los hombres y mujeres, negras y mulatas, quedando allí las españolas. Puestos en la plaza y escoltados de buena guardia, apartan veinte de los principales que habían de llevar en rehenes, y fuera de los sacerdotes y religiosos, hacen a todos los demás cargar, sin distinción alguna, sobre sus espaldas los muchos líos de ropa y fardos de todos géneros, harina, pólvora, grana y semillas que habían juntado en las calles; hombres y mujeres, amos y esclavos, vergonzosamente comprendidos y mezclados, sin más distinción que el mayor sonrojo y abatimiento, eran por grado o por fuerza cargados de peso, a veces muy superior a sus fuerzas. La grita, los cintarazos y palos, eran el alivio del que caía, singularmente si era español y persona autorizada. Con este inmenso trabajo, a las doce del día llegaban a los Hornos caminando cargados, hambrientos y débiles en el país y estación mas calurosa del año y del día, sobre un terreno arenoso y ardiente. En los Hornos esperaban ya las piraguas con que fueron conducidos los rehenes a la Capitana, y los demás a la isla de Sacrificios a continuar menos la opresión, todas las demás incomodidades que habían tolerado en tiempo de su prisión en la parroquial. Allí estuvieron desde el dicho día sábado 22, hasta el domingo 30 de mayo que se les entregó el dinero prometido. De los rehenes que habían llevado a la Capitana, volvieron luego cuatro, dos que procurasen bastimentos para los que estaban en Sacrificios, y dos que tratasen del cumplimiento del rescate. La diligencia de los dos primeros, prestó poco, y si no fuera por la de don Francisco Carranza, alcalde ordinario, de don Domingo de Urizar y del hermano Francisco   —39→   de León, coadjutor de la Compañía, hubieran perecido de hambre en Sacrificios cerca de tres mil personas. Desde el lunes 24 enviaron igualmente a Sacrificios los rehenes restantes, que eran diez y seis, dándoles por cárcel un polvero de horno de cal de ocho varas de largo y tres de ancho, en que estuvieron ocho días. Eran los principales el gobernador de la ciudad, el vicario eclesiástico, los padres de Santo Domingo y San Agustín, el padre guardián de San Francisco, el padre Bernabé de Soto, y el padre Juan del Castillo, jesuitas. El botín que sacaron de la ciudad, no pudo saberse individualmente. En plata labrada pasaron de mil arrobas: en reales, por la distribución que se supo después, cupieron a cada soldado raso, más de seiscientos pesos, y eran los de esta clase mil y cien hombres, fuera de lo que se partió a cada uno de los once barcos; y lo que tomaron para sí los oficiales y los jefes, cuyas cuotas verosímilmente debieron ser cuatro, seis y aun diez y doce o veinte veces mayores. Añádense mil y quinientos esclavos, joyas y grana, añil, harina, caldos, lencería y otros muchos efectos de España y de América, de que es la garganta aquel puerto, y se confirmará el juicio que se formó entonces de que la pérdida montaba a más de cuatro millones, en solo que ellos pudieron aprovechar. De cuanto no podía servirles en escritorios, mesas, camas, espejos y otros muebles de casas, todo lo quebraban y hacían pedazos, singularmente puertas y ventanas. Finalmente, el día 1.º de junio se hicieron a la vela cargados de despojos, con solo la pérdida de treinta y cinco hombres por diversos accidentes en Veracruz, o por resistencia que hicieron al principio muy pocos: a los golpes y malos tratamientos pasaron de cuatrocientos los muertos: El mismo día que se hicieron a la vela los piratas, se dejaron ver algunos navíos de la flota, que tanto tiempo había que se esperaba, y solo llegó a ser testigo de la desgracia. Con la noticia, se destacaron la Capitana y otros navíos a darles alcance, y la burla que hicieron de sus inútiles esfuerzos, no fue el menor de sus triunfos. Fuera de los desacatos cometidos en la iglesia parroquial, conservaron el respeto a las demás iglesias, no en cuanto a saquearlas y llevarse comprendidos y mezclados con los muebles más viles los vasos sagrados, que en esto todas fueron iguales. No profanaron las santas imágenes, sino en la parroquial y en nuestro colegio. La venerable efigie de nuestra Señora de la Soledad, que se venera en la parroquia, se dice ser una de las que indignamente ultrajaron; motivo porque se haya después aumentado su culto y devoción. De nuestro colegio,   —40→   entre otras cosas de devoción, la muy apreciable reliquia de un dedo de San Francisco Javier que allí se veneraba. Habíala dado a Aquella casa por ser la única que había entonces dedicada a San Francisco Javier el padre visitador Juan de Bueras, que con semejante recomendación la había adquirido en Filipinas10.

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