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Expulsión y exilio de los jesuitas de los dominios de Carlos III

Los padres confesores jesuitas

Felipe V (1700-1746).El papel que los jesuitas desempeñaron en el Confesionario Real fue de gran interés y una prueba del gran poder que llegó a alcanzar la Compañía, especialmente en España. El tema del Confesionario carece de estudios rigurosos, excepción hecha del análisis de Pedro M. Lamet (Yo te absuelvo, Majestad) y de los artículos de L. Cuesta.

En 1552, los miembros de la Compañía no observaron la posibilidad de alcanzar el Confesionario Real, mientras las demás órdenes pugnaban por ese cargo privilegiado. Ese mismo año, el rey de Portugal Juan III quiso tomar por Confesor a un jesuita, Luis González, que rehusó el ofrecimiento arguyendo que el cargo no iba bien con la humildad de la Compañía. San Ignacio se lo reprochó diciendo que un jesuita que hacía el bien no podía renunciar a tal labor: la santificación de un príncipe podía influir en la santificación de la sociedad, y un jesuita no debía temer el riesgo de ser Padre Confesor. El tema se discutió en el seno de la orden y el P. Claudio Acquaviva, sucesor de San Ignacio, escribió un libro modelo para el confesor de reyes: De Confesaris realis. A mediados del XVII, el P. Nithard sería confesor de la reina Mariana, excediéndose en sus cometidos y llegando a ser valido de la reina, aunque por tiempo efímero. Luego, los dominicos dominaron el Confesionario, hasta que en el XVIII, con la llegada de la dinastía borbónica al Trono, pasó a ser patrimonio casi exclusivo de los jesuitas, hasta el reinado de Carlos III.

Carlos III (1759-1788).El Padre Confesor de Felipe V fue el P. Guillermo Daubenton. Éste llegó a España recomendado por Luis XIV, cuyo confesor también era jesuita. Daubenton era ya famoso en Francia. Fue rector del Colegio de Estrasburgo, escritor sagrado de renombre, General en la región de Champagne y un experto predicador. Entre 1700 y 1705 dirigió la conciencia del Rey, entrometiéndose en los asuntos políticos hasta su caída en desgracia frente al partido de la Princesa de los Ursinos, lo que le hizo volver a Francia. Entre 1705 y 1715 Felipe V, por recomendación de Daubenton, escogió al P. Pedro Robinet. Debido a su amistad con Macanaz y a su colaboración en los primeros concordatos, no era muy apreciado entre los miembros de su propia Compañía. Ello se agravó tras la declaración de Clemente XI en plena Guerra de Sucesión española, nombrando rey al archiduque austríaco, mientras Robinet continuó apoyando a Felipe. Además se extendió la idea de que Robinet era partidario del Memorial de los 55 puntos de Macanaz. La caída de Macanaz y de la Princesa de los Ursinos, y la muerte de la reina M.ª Luisa, supusieron la marcha de Robinet a Francia y la vuelta al Confesionario de Daubenton. Éste actuó entre 1716 y 1723 como Confesor Real. Daubenton era francófilo y antirregalista. Según el historiador alicantino P. Belando, Daubenton traicionó el secreto de confesión del monarca, que le había manifestado que pensaba dejarle el Trono a su hijo Luis. El Confesor faltó al secreto y se lo contó al Duque de Orleans. Éste escribió a Felipe V entregándole también la carta del jesuita. Felipe V abroncó a Daubenton y, según la versión de Belando, cayó de bruces. Los jesuitas, en cambio, afirmaron, contra la versión de Belando, que murió de gota.

Tras su muerte, de nuevo un jesuita ocupó el Confesionario: fue el P. Gabriel Bermúdez, predicador insigne. Fue tal vez elegido un español para contentar a los sectores populares. Antes de acceder al cargo ya se encargaba de la educación de los hijos de Felipe V. En este momento, Isabel de Farnesio estaba en La Granja ofuscada con el acceso al Trono de Luis I. A la muerte de Luis I, Bermúdez le dijo al Rey que, tras sus juramentos de no volver a gobernar, no podía continuar en el Trono. La reina pidió al nuncio Aldobrandini que hablase con el monarca para decirle que podía volver a gobernar pese a los juramentos. La suerte de Bermúdez estaba echada. A pesar de ello cometió otro desliz al apoyar, conforme a las recomendaciones del General de la Orden, la política francesa. Farnesio descubrió el asunto y Bermúdez fue destituido en 1726.

Claudio Acquaviva (1543-1615).Le sustituyó el jesuita escocés P. Guillermo Clarke, elegido por la reina porque era el confesor de los embajadores de Alemania en Madrid (Isabel quería colocar a uno de sus hijos en el Imperio). Clarke decepcionó a la reina porque sus palabras no coincidían con sus acciones. Clarke murió siendo confesor en 1743.

Le sucedió en el cargo otro jesuita, el francés P. Jaime Antonio Lefevre. Ocupó el confesionario hasta la muerte de Felipe V y durante el primer año de reinado de su hijo Fernando VI. En abril de 1747 el monarca lo despidió, colocando en su puesto a un nuevo jesuita, el cántabro P. Francisco Rávago, la figura más descollante de los confesores reales. El Rey le encargó que alejara a Isabel de Farnesio a La Granja, cosa que hizo con habilidad. Después le encargó tareas más importantes, como la negociación secreta del Concordato de 1753. Contaba también con el apoyo del gobierno (Carvajal y Ensenada). Su posición fluctuó entre dos fidelidades: al Rey y a la Compañía. Se enfrentó incluso con el papa Benedicto XIV (a pesar de su cuarto voto) al defender los principios regalistas. Por ello no pudo evitar indisponerse con gran parte de la jerarquía y el estamento eclesiástico español, lo que representó algo decisivo.

Macanaz (1670-1760).El inquisidor Pérez Prado debía actualizar el Índice de Libros prohibidos. En él incluyó las obras de los escritores jansenistas y las del cardenal Noris, que no era jansenista pero que había defendido a Jansenio contra los ataques de los jesuitas. Noris era agustino, por lo que los agustinos se enemistaron con Pérez Prado. Los dominicos, con buenas relaciones con los agustinos, se enemistaron también con el inquisidor. Los obispos partidarios del jansenismo histórico también manifestaron su repulsa a Prado. Rávago defendió al inquisidor, ganándose la enemistad de los adversarios de Pérez Prado. El Papa advirtió a Rávago, pero éste no le hizo caso, enemistándose también con él. Así los jesuitas se enemistaron con las órdenes, las jerarquías y también cada vez más con sectores populares. También fue mal visto por los elementos de la corte que buscaban una política renovadora. Con la reina se enemistó por el asunto del Tratado de Límites con Portugal. La conjunción de todas estas fuerzas poderosas le llevaron a caer finalmente en desgracia.

Con la llegada al trono español de Carlos III (1759) se acabó con la tradición de los confesores reales pertenecientes a la Compañía, por influencia de Tanucci. A partir de entonces se eligieron confesores franciscanos, destacando el P. Joaquín de Eleta.

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