Vida Humana, Sociedad y Derecho
Fundamentación de la filosofía del derecho
Luis Recasens Siches
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A mis queridos colegas:
DANIEL COSÍO VILLEGAS
ANTONIO MARTÍNEZ BÁEZ
JOSÉ RIVERA PÉREZ-CAMPOS
en testimonio de profunda gratitud y de fraternal amistad.
EL AUTOR.
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ESTE libro está animado por el propósito de una exposición sistemática -que sea asequible a todo estudioso, aun al no especializado- del problema filosófico sobre el Derecho.
En parte, recogen estas páginas ideas de algunos trabajos míos anteriores, pero reelaborados ahora sustancialmente. De modo especial he refundido -reconstruyéndolos a fondo- varios de los temas contenidos en mi libro Estudios de Filosofía del Derecho (Editorial Bosh, Barcelona, 1936). Algunos de esos temas aparecen aquí mucho más resumidos; y otros, en cambio, considerablemente ampliados.
De otro lado, este nuevo libro, que ahora ofrezco al lector, contiene nuevos puntos de vista, que he logrado en la meditación de los últimos cuatro años. Asimismo, presento la maduración y el afinamiento de otros temas, que habían sido tan sólo esbozados en mis publicaciones anteriores. Pero, sobre todo, me ha dirigido el empeño de proceder a una articulación sistemática de las cuestiones fundamentales de la Filosofía del Derecho, y de su inserción en la Filosofía general, a la altura que ésta ha logrado en nuestro tiempo. En suma, se trata de decir sobre lo jurídico su verdad primaria de auténtico rango filosófico; de comprender esencialmente el Derecho como una de las tareas que el hombre hace en su vida. Con ello, se pretende integrar el sentido radical del Derecho en una Filosofía plenaria: en la dirección de la Metafísica de nuestro tiempo. Hace algunos años, formulé este tema como programa. Hoy me decido a ofrecer algunos mayores avances de este ensayo.
En este libro he procurado exponer con limpidez los resultados —X→ de mi labor, al hilo de una construcción sistemática; y, por tanto, he prescindido casi siempre del relato erudito y de la discusión de aquellas doctrinas ajenas, que no sean directamente aprovechadas aquí, o, por lo menos, he reducido ese examen a los límites indispensables, dejando consignadas brevemente las referencias oportunas en las notas. El lector que se sienta interesado por conocer las peripecias intelectuales a cuyo través mi pensamiento se ha ido decantando en diálogo con otros autores, puede acudir en muchos casos a mis publicaciones precedentes -que cito en los debidos momentos-.
Claro es que no reputo, en modo alguno, concluida mi tarea. Queda todavía mucho por recorrer. Pero confío que esta versión sistemática de mi labor pueda constituir un punto de partida para futuras especulaciones. Y espero, además, que este libro contribuya algo a centrar en nuestro tiempo la reflexión filosófica sobre el Derecho; y que, a la vez, sirva como manual de iniciación.
Quiero dejar solemne y público testimonio de mi gratitud a la noble Nación Mexicana, que me ha brindado generosa acogida, al tener que abandonar mi cátedra de la Universidad de Madrid, ofreciéndome la posibilidad de seguir en un ambiente culto y sereno mis tareas vocacionales de estudio y de docencia.
A Su Excelencia el Señor Presidente de la República Mexicana, don Lázaro Cárdenas, quien con gesto magnánimo y ejemplar sensibilidad para los destinos culturales de Occidente, ha fundado el instituto de altos estudios Casa de España en México, y a los ilustres Miembros del Patronato de esta entidad, hago patente mi emocionada gratitud.
Asimismo, expreso mi vivísimo reconocimiento a la Universidad Nacional Autónoma de México, que ya anteriormente -hace más de dos años- me honró y me favoreció con el nombramiento de profesor de la misma, y en la cual sigo desempeñando mi trabajo. —XI→ Y hago constar, complacido, que me siento muy obligado para con las Autoridades Académicas de la Universidad y para con los colegas de ella, a cuya bondad tanto debo.
Mis más cordiales gracias también al Instituto de Intercambio Universitario Hispano-Mexicano, que propició mi venida a este amado país.
México, D. F., julio de 1939.
LUIS RECASENS SICHES
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Sumario: 1. Preliminares sobre la multiforme complejidad del Universo.- 2. Planteamiento inicial del problema filosófico sobre el Derecho.- 3. Pregunta sobre cuál es la región del Universo a la que el Derecho pertenece.- 4. El Derecho no pertenece a la naturaleza física.- 5. Tampoco el Derecho es naturaleza psíquica.- 6. El ser ideal.- 7. Los valores.-8. Enjuiciamiento crítico de la Filosofía de los valores. Directrices para su superación y su inserción en la Metafísica de la vida.- 9. El Derecho no es valor puro.- 10. Tránsito a la consideración filosófica de la vida humana.- 11. La vida humana.- 12. La vida humana objetivada.- 13. El Derecho como forma de vida humana objetivada.- 14. Estructura de la vida humana objetivada.- 15. La cultura como sistema de funciones de la vida humana. -16. Las categorías de la vida humana. Referencia a lo normativo y a lo colectivo.- 17. Lo normativo.- 18. Normatividad formal y normatividad material.- 19. Lo colectivo. Vida humana social.- 20. Localización de lo jurídico.
Suele llamarse Universo al conjunto de todo cuanto hay, al conjunto de todas las cosas: las reales externas (como una montaña); las que se dan en mi intimidad (como un amor); las fantásticas (como el centauro); las ideales (como el triángulo); las transreales (si las hay); cuantos otros jaeces de cosas pueda haber; y, desde luego, también nosotros mismos, que, en alguna manera, componemos el Universo.
El espectáculo del Universo se ofrece como una balumba abigarrada de cosas multiformes y heterogéneas. Del torbellino de cosas que en el mundo encuentro, entresaquemos la mención de algunas muestras; y hagámoslas desfilar ante nuestra consideración, de momento en tropel desordenado y fortuito -precisamente para adquirir con mayor relieve esa impresión de diversidad-.
En el Universo hallo: montañas, lluvias, árboles, colores, formas —2→ geométricas, igualdades, desigualdades, dolores de muelas, recuerdos, quimeras, deseos, números, ideas morales, automóviles, cuadros, poemas, oraciones, libros de ciencia, códigos, jueces, policías, usos sociales, precios, perspectivas inmediatas, lontananzas casi imperceptibles (más bien latentes), amigos, enemigos, compañeros, etc., etc. Y, además, en el Universo me encuentro a mí mismo, conviviendo, co-estando, con todo lo demás.
Todas las cosas mencionadas, sus respectivas congéneres, y muchas otras más que no hemos expresado, constituyen algos que están en el Universo; son elementos o seres; en una palabra, son. De otro modo sería imposible que nos estuviéramos ocupando de ellas, que hablásemos de ellas, puesto que no cabe referirnos a algo que no sea en ninguna parte, a algo que no sea en algún modo, a la nada. (Cuando trato de pensar la nada, ésta se transforma en un algo, por lo menos en pensamiento mío). Pero si bien todas esas cosas son, no son en el mismo sentido; si bien todas ellas son algos, esos algos difieren entre sí radicalmente. Y las diferencias entre esos algos no constituyen meras diversidades de cualidad, ni de género, ni de especie: se trata de diferencias mucho más profundas o abismales; se trata de diferencias entre múltiples e irreductibles acepciones de la palabra ser. Resulta notorio que la palabra ser tiene un sentido muy distinto cuando la aplicamos a una columna, que cuando la aplicamos a un color (v. g., al color blanco de la columna); y a su vez tiene un nuevo y diverso sentido cuando la aplicamos a la igualdad que hay entre una columna y otra. La columna es algo que es en sí, que se me presenta como siendo con propia existencia. En cambio, un color es algo que no es independientemente de otro algo, sino apoyado en otra cosa, a saber, como color de un objeto, como color de la columna; es un algo que no puede ser aislado o solo, sino que su ser se apoya o extiende sobre el ser de otra cosa. Podríamos decir que el color no es una cosa, sino cualidad o modo de ser de otra cosa. Y si ahora pasamos a la igualdad que descubrimos entre dos columnas, nos daremos cuenta de que eso que llamamos igualdad es algo, que no es con independencia (como la columna); tampoco es como un algo adherido necesariamente a otra cosa (cual ocurre con el color); sino que es algo que existe entre dos cosas (dos columnas gemelas), cuando mi mente las compara; en suma, no es ni cosa substantiva, ni cualidad, sino que es relación. Acaban, pues, de hacérsenos manifiestas tres acepciones radicalmente distintas de la palabra ser; precisamente las tres acepciones fundamentales descubiertas por Aristóteles. Y a esas varias acepciones o sentidos de la —3→ palabra ser, Aristóteles las llamó categorías; y, así, Aristóteles expone en su Metafísica que el ser se dice de varias maneras, que hay múltiples acepciones de la palabra ser, en suma, que son varias las categorías. Pero esas tres categorías, sobre las que acabo de llamar la atención, fueron descubiertas respecto del ser real, de cosas reales. Ahora bien, en el mundo no hay sólo cosas reales (montañas, ríos, árboles, etc.), sino que hay otros múltiples algos de diversa índole, que no son reales. No todo lo que es algo es real, que esté ante mí: por el contrario, hay cosas que solamente son en mí, como por ejemplo, mis ensueños, mis deseos no cumplidos, mis alucinaciones. Y además, de otra parte, hay también algos ideales, que ni estar ahí entre las cosas externas, ni tampoco están sólo dentro de mí, verbigracia el triángulo puro, un principio matemático, la idea de la justicia plenaria y perfecta, los cuales son objetos que son algos, pero que no son ni ahí afuera en el espacio, ni tampoco en mí como procesos de mi inteligencia, sino que tienen una manera espectral de ser, a saber, un ser ideal.
Y, además, encontramos también una multitud de otros seres de diversa índole de los mencionados anteriormente, como estatuas, pinturas, melodías, utensilios, que tienen una realidad externa a nosotros -de piedra, tabla, colores, sonidos, materiales varios-, pero cuyo ser específico y peculiar no consiste en esos ingredientes reales, sino en un sentido (estético, utilitario, etc.) que en ellos anida, en una proyección humana que en ellos se expresa. Y, así, divisamos todo un amplio y rico conjunto de objetos -que, si bien contienen elementos reales- su ser consiste en un sentido humano: es el mundo de las cosas que el hombre hace en su vida, por algo y para algo; el mundo de lo humano objetivado, el reino de la historia, o como se le ha llamado también, la región de la cultura.
Y, de otro lado, caemos en la cuenta de que todas esas múltiples clases de seres, los encontramos en el curso de nuestra existencia, de nuestra vida, como ingredientes de la misma. Son o bien cosas que hallo ante mí, con las cuales tropiezo, que utilizo o desecho, que apetezco o abomino, que construyo o destruyo o que transformo, que suscitan mi agrado o mi repugnancia; o cosas que ocurren dentro de mi intimidad; o principios que trascienden de mí y según los cuales me guío en mi conocimiento, en mi conducta. Con esto me descubro a mí mismo no sólo como sujeto -opuesto a la noción de objeto-, sino que, además, contemplo algo mucho más amplio, a saber, mi vida como compuesta de dos raíces: yo mismo Y el conjunto de las cosas con las cuales me ocupo.
—4→He aquí, pues, en esbozo -muy somero e incompleto- un cuadro de la complejidad del Universo. No sólo hemos divisado algunas de las categorías tradicionales referidas al ser real, sino que advertimos que, además del ser real corpóreo, hay otros muchos tipos de seres (hechos íntimos, entidades ideales, productos humanos, etc.); y advertimos también que como base y vínculo articulador de todo ello figura mi vida, compuesta por la inescindible coexistencia o correlación entre mí mismo (mi yo) y el mundo.
En estos términos complejos aparece el Universo para el pensamiento contemporáneo -para el pensamiento que es protagonista de la actual renovación de la filosofía-. Mientras que en la segunda mitad del siglo XIX privaban los intentos monistas (de múltiples clases) que arbitraría y monomaniáticamente querían reducir el Universo a una única fórmula, por el contrario, la reflexión de nuestro tiempo enfoca con una actitud más honesta y de mayor responsabilidad teórica este problema; subraya la constitución pluralista del Universo. Claro es, sin dejar de aspirar a un primer criterio básico y universal, a una verdad radical (primaria) fundamentante de todo lo demás, pues ésta es pretensión inherente a toda filosofía. Pero ello trata de llevarse a cabo de un modo rigoroso y más profundo, y, por consiguiente, evitando las precipitaciones y tosquedades de los monismos, y sin caer en las arbitrarias deformaciones que tales recetas unilaterales traían consigo. Como este libro no está dedicado a una exposición metafísica, sino a la indagación de los temas fundamentales respecto de lo jurídico, no puedo ofrecer -ni siquiera en breve síntesis- el relato del proceso filosófico contemporáneo. Sirva como gula indicadora de este proceso la mención de los nombres de Brentano, Meinong, Dilthey, Husserl, Scheler, Nikolai Hartmann, Ortega y Gasset, y Heidegger1, por cuyas obras corre la línea protagonista de la filosofía contemporánea.
Pero lo que importa al propósito de este libro es obtener un conocimiento esencial del Derecho: hallar la verdad primaria y fundamental sobre lo jurídico, es decir, entenderlo en sí mismo y, a la vez, articulado con una visión total del mundo. En la medida en que nos acerquemos al cumplimiento de este tema, conseguiremos un conocimiento auténticamente filosófico sobre el Derecho.
Claro es, que todas las gentes tienen alguna idea respecto del —5→ Derecho, como, en suma, la tienen también sobre todas las cosas que encuentran en su vida. En el mundo hallamos magistrados y policías, ventas, alquileres, depósitos, salarios, leyes, abogados, notarios, diputados, cárceles, tutores, herencias, etc., etc. Y, para todos, es obvio que esas cosas -y un sin fin de otras análogas- pertenecen al reino de lo jurídico. Ello resulta tan obvio como que las rosas y los guisantes pertenecen al sector de lo botánico. Pero se trata de conocimientos meramente aproximados, superficiales, inseguros, al buen tun-tun; en suma, de lo que se llama conocimiento vulgar, es decir, a medias, ignorante de sus razones, sin firme asidero, fluctuante y azaroso. Nos daremos cuenta de ello -en función del ejemplo que nos interesa, esto es, del referente a lo jurídico- si preguntamos al hombre de la calle por qué razón incluye dentro del Derecho todas esas cosas que hemos mencionado (y muchas otras, como la propiedad, la letra de cambio, los gobernadores, las fortalezas y las multas). ¿Dónde está lo jurídico en cada una de esas cosas? Los gobernadores, los jueces y los gendarmes son hombres de carne y hueso como todos los demás, sin que de ellos se diferencien a virtud de ninguna realidad peculiar; y, sin embargo, en ellos encarna una dimensión jurídica. ¿Dónde está lo jurídico en ellos? Los Códigos y los Reglamentos contienen reglas de conducta; pero también las contienen los estatutos que regulan el fútbol o un juego de baraja, y, asimismo, un recetario de cocina o un manual sobre cómo debe uno comportarse en una reunión social, y, asimismo, los preceptos de una confesión religiosa. ¿Por qué de los ejemplos puestos antes decimos que se trata de cuestiones jurídicas, y en cambio no consideramos como tales todas esas otras reglas que acabo de mencionar? Una cárcel y una fortaleza son edificios, como lo son también una mansión o un estadio, ¿por qué los primeros tienen una significación jurídica de que carecen los segundos? Respecto de todas las múltiples y heterogéneas cosas mencionadas, ¿dónde reside en ellas lo jurídico? ¿Y qué es lo que me permite agrupar dentro de una misma denominación, esto es, como Derecho, cosas tan dispares? ¿A qué región del Universo pertenece lo jurídico, que se me hace patente en tan diversas manifestaciones? ¿Dónde mora el Derecho? ¿Qué clase de cosa es eso que llamamos Derecho y que tan varias figuras presenta? ¿De dónde sale todo eso que calificamos como jurídico? ¿Por qué encontramos lo jurídico en todos los pueblos y en todas las épocas? ¿Por qué y para qué se ocupan los hombres de todas las latitudes y tiempos con problemas jurídicos?
Y no se crea que todas esas cuestiones sean un misterio solamente —6→ para los laicos en jurisprudencia. Aunque los peritos en las ciencias del Derecho sepan, claro es, sobre él, inconmensurablemente más que el profano, ocurre que tal vez en tanto que puros juristas -es decir, como meros técnicos del Derecho- tampoco se hallan en condiciones de contestar satisfactoriamente las preguntas que he formulado. Porque el jurista -en tanto que jurista y nada más que como tal, incluso como científico del Derecho- se mueve cómoda y certeramente dentro de los vericuetos de las disposiciones jurídicas; conoce todos sus elementos, las entiende, las aplica; pero no enfoca el problema de cuál sea la situación y sentido que el Derecho tenga dentro de la complejidad del Universo. Del Derecho, el jurisperito conoce acaso todas sus partes; pero, si solamente es jurisperito y nada más que eso, y no sale del sector limitado de su especialidad -aunque ésta abarque todas las partes del Derecho-, no podrá tener una idea cabal del Derecho como totalidad, del Derecho en sí, ni de cuál sea el lugar que ocupa respecto de los demás tipos de cosas que en el mundo hay. Tales problemas sólo pueden ser planteados y resueltos en la medida en que nos situamos en otro plano del conocimiento, en un plano distinto del conocimiento meramente científico, a saber, en el conocimiento filosófico. Por eso, solamente una Filosofía del Derecho es la que puede decir la verdad plenaria y fundamental sobre lo jurídico, o por lo menos plantearse este problema.
Si la empresa que propongo al lector es la de que consigamos apoderarnos de la verdad fundamental sobre el Derecho, de aquella que constituya el primer principio de todo lo jurídico, y que sen a la vez la verdad que ilumine y fundamente certeramente todas las demás cuestiones sobre cuantos temas se le refieren, parece obvio que la primera pregunta que hemos de hacernos es: ¿dónde está el Derecho? Vamos a la busca y captura de lo jurídico en su esencia. Toda empresa de conocimiento -y superlativamente la de conocimiento filosófico- tiene algo de pesquisa policiaca. Por lo tanto, lo que primeramente urge es que nos orientemos acerca de dónde hemos de encontrar lo que buscamos. Lo que buscamos es el Derecho en su radical esencialidad; pues bien, hemos de comenzar inquiriendo en qué parte o zona del Universo habita eso que se llama —7→ Derecho. Y si conseguimos contestar satisfactoriamente esta pregunta, habremos logrado nada menos que precisar la índole de ese algo que lleva el nombre de Derecho.
De buenas a primeras, barruntamos ya que probablemente hay zonas del Universo en las que no anida nada que tenga que ver con lo jurídico. Presentimos que en ningún sector de la naturaleza, ni física, ni química, ni orgánica, hallaremos al Derecho. Y seguramente este barrunto es certero, como se verá enseguida. Pero, sin embargo, como ha habido quienes impulsados por algunas direcciones de tosco monismo han querido hacer derivar el Derecho de una fuerza cósmica, o de una ley mecánica, o de una ley química, o de una ley biológica; y ha habido también quienes al estudiar las funciones que cumplen algunas especies animales han complicado ideas jurídicas (y así han hablado de la reina de las abejas, y del régimen familiar de los gorilas), conviene que no demos nada por sabido de antemano. Y, por tanto, será oportuno que realicemos una excursión a través de las diversas regiones del Universo, sin excluir ni siquiera esas zonas de la naturaleza física, de las que el Derecho nos parece -con razón, como veremos- absolutamente ausente.
El mundo de la naturaleza física inorgánica está constituido por las series de fenómenos concatenados por nexos fatales de casualidad, ciegos o indiferentes a todo punto de vista de valor o desvalor, ignorantes de toda estimativa, carentes de todo sentido; pues los fenómenos de la naturaleza física se explican exhaustivamente en la medida en que conseguimos insertarlos correctamente en una cadena de casualidad. Nada hay en la naturaleza que se nos ofrezca como elemento jurídico. Y no se arguya en contra de esto, diciendo, por ejemplo, que el territorio del Estado -que es algo jurídico- constituye un pedazo de la naturaleza física de nuestro planeta; porque lo que haya de jurídico en el territorio no es una realidad física, sino una especial significación, ajena por entero a su materia o corporeidad, y que, por lo tanto, es absolutamente inexplicable desde el punto de vista de la Ciencia física. No se aduzca tampoco, como mal supuestos ejemplos contrarios, la existencia de realidades tangibles, como cárceles y banderas, en las que el Derecho se manifiesta. En primer lugar una cárcel y una bandera, aunque compuestas de ingredientes corporales, no son cosas de la naturaleza como —8→ las montañas o los ríos, sino que son cosas elaboradas por el hombre, productos de actividades humanas, y, como tales, de todo punto ininteligibles para la Física, o para cualquier ciencia natural. Pero, además, resulta notorio que la dimensión jurídica que en esas cosas descubrimos, no radica en ninguno de sus componentes materiales, ni en las piedras o maderas, ni en las fibras textiles del paño, sino en la expresión de un sentido, de una finalidad, por completo ajena al mundo de las relaciones físicas.
Tampoco en el sector de las realidades orgánicas corpóreas encontramos nada que nos evoque el Derecho, ni presente huella de lo jurídico. No es posible intentar aquí una ontología de los entes biológicos -ni siquiera en somero esbozo-. Pero baste con decir que, aún en el caso de que tuvieran que ser entendidos a la luz de un principio de finalidad, tal idea de finalidad seria de índole completamente dispar de lo que entendemos con esta palabra cuando aplicamos a actividades típicamente humanas, (esto es, a los quehaceres intencionales del hombre). Cuando muy pronto, a la vuelta de unas pocas páginas, contemplemos el reino de las realidades humanas, comprenderemos que entre lo humano y lo biológico media una abismal diferencia, una heterogeneidad inzanjable.
Otra consideración pone en evidencia que el Derecho es totalmente ajeno al mundo de la naturaleza. En éste, en la naturaleza, sus elementos se nos presentan siempre vinculados por nexos causales, por enlaces forzosos. Tales nexos o enlaces reciben el nombre de leyes naturales (físicas, químicas, biológicas, etc.), las cuales expresan cómo, de modo forzoso, se comportan efectivamente los fenómenos. Por el contrario, el Derecho se nos ofrece como un conjunto de normas. Aunque en este momento preliminar no podamos todavía intentar ni una somera definición de lo jurídico, no es aventurado decir que el Derecho contiene un conjunto de normas, pues esto se descubre en un primer contacto vulgar con el mismo. El Derecho -como también los llamados principios morales, y los preceptos religiosos, y los usos de cortesía, y las reglas del juego- se nos presenta como un repertorio de normas. Ahora bien, norma quiere decir expresión de un deber ser, esto es, enunciación de algo que estimamos que debe ser, aunque tal vez de hecho pueda quedar incumplido. Mientras que las leyes naturales (de la Física, Química, etc.) denotan algo que se realiza ineludible y forzosamente; y valen como tales leyes, en virtud de su coincidencia con la realidad; por el contrario, las normas postulan una conducta que -por alguna razón- se estima valiosa, aunque de hecho pueda producirse un —9→ comportamiento contrario. Precisamente porque esa conducta no puede contar con la forzosidad de una realización, se la enuncia como un deber. Pero un deber es cabalmente lo contrario de una forzosidad ineludible; porque no es seguro que inevitablemente vaya a producirse el comportamiento deseado, por eso se le enuncia como un precepto, es decir, como una necesidad normativa. El mundo de la naturaleza es el de la forzosidad material; el mundo de las normas es el de una necesidad de deber ser. Lo que enuncian las leyes naturales tiene que ser; lo que prescriben las normas no está asegurado por una forzosidad natural; precisamente por eso se expresa como un deber ser dirigido a la conducta. Si formulamos la ley, «el calor dilata la columna de mercurio», denotamos un hecho que ocurre y que forzosamente tiene que ocurrir. Pero si decimos «debes pagar una deuda a su tiempo», no expresamos un hecho real, una forzosidad efectiva -puesto que hay malos pagadores y deudores morosos-, sino que estatuimos una norma de comportamiento. (Más adelante habré de insistir y profundizar más sobre este tema de la normatividad.)
Resulta, pues, bien claro, que el Derecho no mora en la naturaleza corpórea; y, por consiguiente, es también notorio que quien permanezca encerrado dentro del ámbito de las ciencias naturales y maneje exclusivamente sus métodos, jamás llegará a enterarse ni de lejos de lo que el Derecho sea.
Ahora bien, durante varios siglos, hubo la propensión de llamar espiritual o psicológico a todo aquello que se muestra como no corpóreo. Y, así, se tendía como a una especie de clasificación bipartita del mundo: lo material y lo psicológico. Pero ha debido reconocerse que esa visión dual era muy tosca; pues hay un sinnúmero de algos que notoriamente no son corpóreos, que no son materiales, y que, sin embargo, no pertenecen al dominio de lo psíquico; ni pueden, por tanto, ser explicados ni entendidos por la Psicología. En otro tiempo se dijo por algunos: si el Derecho no es materia, si la Jurisprudencia no es Física, ni Biología, será algo psicológico. Pero hoy, en cambio, hemos caído en la cuenta de que la entraña de lo jurídico no pertenece al reino de los seres psíquicos, aun cuando se nos haga patente a través de éstos. Llamamos psique a un especial complejo de fenómenos reales, que, aunque seguramente no —10→ desplacen espacio, corren a lo largo del tiempo. Lo psíquico está constituido por un conjunto de resortes, de instrumentos, de mecanismos (imágenes, memoria, impulsos, emociones, etc., etc.), que por muy distintos y heterogéneos que sean de los fisiológicos, que por irreductibles que resulten a éstos, sin embargo tienen esa dimensión de mecanismo, son una serie temporal de fenómenos. La Psicología -como ciencia- estudia esos procesos intelectivos, emocionales y volitivos; y, aun cuando los puntos de vista y los métodos para aprehenderlos son enteramente distintos que los empleados por las ciencias físicas y biológicas (pues fracasó y ha quedado desterrada la Psicología basada en los conceptos de causalidad natural y de mensura), sin embargo, tiene de común con las ciencias naturales el que trata de explicar unos fenómenos reales, en su dimensión de realidades efectivas y en sus peculiares nexos. Ahora bien, en la contemplación de tales procesos psicológicos -intelecciones, sentimientos, voliciones-, en el estudio de su estructura y de su dinamismo, no aparece el Derecho en tanto que tal. Cierto que el Derecho puede darse como objeto o término de referencia de tales fenómenos. Puedo pensar con mi entendimiento el Derecho; puedo sentir la emoción alentadora del Derecho triunfante, o la emoción dolorosa de un entuerto cometido; y puede mi voluntad encaminarse a la realización del Derecho. Pero yo no encuentro la esencia del Derecho, lo que el Derecho tiene de tal, al escudriñar esos procesos psicológicos, pues los mismos procesos psicológicos se dan cuando pienso, siento o quiero el arte, o la religión, o el amor, o la cocina. Se ha hablado, ciertamente, de una intuición de lo justo, de un sentimiento jurídico, y, asimismo, puede hablarse de un raciocinio jurídico y de una voluntad jurídica. Pero en todo esto lo jurídico será el contenido o lo mentado en un pensamiento, en una emoción o en una volición; mas de ningún modo esos procesos mentales, emocionales o voluntarios, en tanto que fenómenos psíquicos. Lo que un pensamiento jurídico, o un sentimiento jurídico, tienen de jurídico, no es lo que tienen de pensamiento o de sentimiento, sino el punto de referencia de ese proceso mental. Aunque podemos encontrar, amar, querer, cumplir y fabricar el Derecho manejando una serie de resortes mentales, lo jurídico no consiste en la realidad ni en la estructura de esos procesos psíquicos. Lo jurídico de una intuición o sentimiento no es un ingrediente real de estos fenómenos, sino una cualidad relativa, es decir, algo que les nace por relación al objeto a que se refieren, que en este caso es algo jurídico. -Acudiendo a unos símiles -desde luego toscos y con un —11→ volumen de inexactitud, como todas las comparaciones metafóricas- podría decirse que urge no confundir el espejo con la imagen que eventualmente refleje, y tener en cuenta que puede reflejar también muchas otras diversas; y, asimismo, no debemos confundir el escoplo y el martillo con uno de los muebles fabricados mediante tales instrumentos, y hemos de percatarnos de que, manejando iguales trebejos, se puede construir muchos otros enseres.
Queda, pues, claro que el Derecho no es ni naturaleza corpórea, ni tampoco proceso psíquico. Por negativos no dejan de ser muy importantes estos resultados conseguidos a través de la indagación expuesta. Es directriz obligada de toda labor filosófica el no dar nada por supuesto de antemano: antes bien, debe comenzar colocándose en un estado de perdición total, y, entonces, ir examinando, sometiendo a crítica todas las posibilidades, y desechar aquellas que sucumban a la crítica. Es muy fructífero este ir cerrando caminos, este ir eliminando vías muertas, porque a medida que hacemos tal cosa, se va reduciendo el conjunto de rutas que podemos seguir, o lo que es lo mismo, va disminuyendo la desorientación inicial. Y siguiendo esa labor de someter a la más dura prueba, a la más afilada crítica todos los senderos que se presentan ante nosotros, llegaremos a un punto en que nos encontremos ante uno sólo, y entonces tendremos la seguridad de que éste no constituirá vía muerta, sino que nos conducirá al objeto que buscamos. Naturalmente, esto a condición de que hayamos contemplado la totalidad de las veredas.
Pero el mundo no se agota en los seres corpóreos y psíquicos. Hay otras regiones, otras zonas de entes, a las que he hecho ya alusión al comienzo de estas páginas. Y entre esas otras castas de objetos, figuran los llamados seres ideales; por ejemplo: los principios matemáticos, las verdades lógicas, etc., etc. Al ser ideal se le ha llamado también irreal: se trata de algo que es, pero que es de una manera diferente a como es el ser real. Mientras que lo real es aquello que se da encuadrado en el espacio y en el tiempo -materia-, o bien en el tiempo -psiquismo-, lo ideal no ocupa lugar ni se produce en la serie cronológica, pero mi mente tropieza con él como con un ser objetivo.
Hay que evitar cuidadosamente el error de que se confunda el ser ideal con el mundo de lo psíquico, como durante mucho tiempo —12→ ocurrió. Tradicionalmente, el mundo de lo ideal se había venido confundiendo con el mundo de lo anímico. La dimensión espectral que corresponde a las ideas, su carácter quintaesenciado, las resonancias estimativas que a muchas de ellas acompañan, todo ello determinaba la propensión a definir lo ideal como espiritual, porque en el espíritu se nos hace patente el mundo de las ideas. Pero, al pensar así, se confundía lamentablemente el acto mental con el contenido u objeto que mediante él se nos hace patente. El acto psíquico mediante el cual pienso un número, un principio, lógico o cualquier otra idea, es un hecho real de mi psiquismo, que se extiende a lo largo de un tiempo concreto. En cambio, la idea pensada tiene una consistencia propia e independiente del acto de pensarla. El modo de ser de la idea, su entidad o consistencia es no sólo inespacial, sino también intemporal. Aunque esa idea esté presente en mi conciencia durante algún tiempo, su ser es distinto al de mi acto de pensarla y rebasa infinitamente los márgenes de dicho acto. Un ejemplo aclarará decisivamente lo que estoy exponiendo. Pensemos el lector y yo, ahora, en el número 3. Tendremos dos actos pensantes del número 3: el acto psíquico del lector y el mío. Pero, en cambio, el número 3 es un solo y único objeto; es el mismo e idéntico el pensado por el lector y el pensado por mí. Además, yo pienso en el número 3 ahora, pero pensé también en él ayer y puedo volver a pensarlo mañana. Tendremos en una misma persona, tres actos, en tiempos sucesivos, de pensar el número 3; pero el número pensado ayer, hoy y mañana, es exactamente el mismo. Cada acto de pensarlo es un nuevo suceso real que ocurre en mi mente o en la del lector. Pero la idea, el 3 pensado por el lector o por mí, antes, ahora o después, es el mismo algo. Queda así claro que la idea tiene un ser distinto de las realidades psíquicas en que se piensa. Estas realidades son múltiples, se producen en varios sujetos y en sucesivos momentos del tiempo. Por el contrario, el ser de la idea es uno; es algo que es fuera del espacio y fuera del tiempo y con independencia de mí, aunque a mí se me revele en un acto real de mi mente. Mi pensar la idea está ciertamente en el tiempo -y además en mí, que estoy en un cierto espacio-; pero la idea pensada es inespacial e intemporal. Para el conocimiento de la idea hace falta que una inteligencia la piense, pues es obvio que no podemos conocer ideas que no hayamos pensado. Pero podemos distinguir entre la idea pensada y el acto de pensarla, y, por consiguiente, darnos cuenta de que el ser de la idea no se confunde con el proceso efímero de pensarla.
Hay, pues, un mundo de ideas, que no ocupa espacio, que no —13→ se extiende en el tiempo, que no tiene, por tanto, las dimensiones de la realidad, pero que tiene otra manera de ser. Constituiría un grave error equiparar el ser con la realidad y reducirlo a ésta. Hay seres reales; pero hay, además, seres irreales o ideales, que ofrecen a todo arbitrio del sujeto análoga resistencia que los objetos reales. Nos encontramos ante ellos, como nos encontramos ante un árbol. A diferencia del árbol no tienen realidad, pero sí tienen un ser objetivo, que impone determinadas exigencias a nuestra mente. A ese ser objetivo de los objetos ideales se le llama validez. Yo encuentro el principio 2 más 2 igual a cuatro gracias a un esfuerzo de mi mente, pero este principio no es un pedazo de mi psiquismo, sino que es una idealidad con propia consistencia, con validez.
Como no es este un libro de Metafísica, sino una mera iniciación a la comprensión filosófica del Derecho, no es oportuno desarrollar aquí la teoría del ser ideal con la exposición de todos sus temas; ni siquiera puedo entrar en relato de todos los diversos tipos de objetos ideales2. Pero me interesa tratar, aunque sea someramente, un especial sector de los objetos ideales, a saber, el de los valores.
Lo mismo que acabo de exponer respecto de un principio matemático podríamoslo decir con relación a las ideas morales, u otros criterios estimativos, es decir, con relación a los valores. Los valores constituyen objetos ideales con una propia validez. Podemos descubrirlos en las cosas -en aquellas cosas que estimamos como valiosas-, pero no constituyen un pedazo de la realidad de ellas, sino una cualidad que nos presentan, en tanto en cuanto dichas cosas coinciden con las esencias ideales del valor.
Ahora bien, una somera consideración de esos principios que llamamos valores, nos pone de manifiesto que tienen características diversas de otros objetos ideales. Hay estructuras ideales como las matemáticas, que, además de su consistencia ideal, constituyen forzosamente también, en cierta dimensión, estructuras propias del ser real; por ejemplo: 2 más 2 igual a 4, es una relación matemática ideal, pero es a la vez una estructura de lo real, algo forzosamente realizado, porque no cabe que dos manzanas más cuatro manzanas no sumen cuatro manzanas. La reunión de las manzanas es incapaz de ningún acto de rebeldía contra esta relación matemática. Mas por el contrario, los valores -las ideas éticas, jurídicas, estéticas, los —14→ módulos de vitalidad, los puntos de vista utilitarios -constituyen calidades ideales, frente a las cuales ocurre que las cosas o las conductas pueden ser indóciles. La validez ideal de los valores no va acompañada necesariamente de su encarnación en la realidad; puede suceder -y sucede muchas veces- que la realidad se muestre esquiva a la voz de los valores. Las gentes deben ser veraces; pero, sin embargo, tropezamos a menudo con personas mentirosas y traicioneras. Algunos valores están en cierta medida realizados, pero en otra no; algunos están positivamente realizados en las cosas; otros sólo de manera fragmentaria; y otros no se encuentran realizados, es decir, se hallan, por consiguiente, negados.
Los valores son objetos ideales que tienen una validez análoga a la que corresponde a otras ideas; pero, a diferencia de éstas, poseen además algo especial que podríamos llamar vocación de ser realizados, pretensión de imperar sobre el mundo y encarnar en él a través de la acción del hombre. Cierto que la esencia de los valores es independiente de su realización; es decir: un valor vale no porque se haya realizado, sino a pesar de su no realización. Porque algo sea, esté ahí, no por eso quiere decirse que encarne un valor; puede representar precisamente la negación de un valor; esto es, un desvalor o antivalor. Y viceversa: la validez de un valor no lleva aparejada la forzosidad efectiva de su realización. Por eso se dice que las categorías ser y valor son independientes. Pero, si bien es notorio que la esencia y la validez de los valores resultan independientes de su eventual cumplimiento en los hechos, también lo es que esta independencia no significa indiferencia frente a su no realización, antes bien, en el sentido de los valores late la pretensión de ser cumplidos. Cuando los valores que se refieren a una determinada realidad, no son cumplidos o encarnados en ésta, ocurre que la tal realidad, sin dejar de ser la realidad que sea, parece como no justificada, como algo que ciertamente es, pero que no debiera ser. Y, asimismo, los valores no realizados tienen una dimensión que consiste en una manera de tendencia o dirección ideal de afirmarse en la realidad. Su sentido consiste en querer ser cumplidos, en determinar normas para el comportamiento. Naturalmente que cuando hablo de «tendencia», de «querer», de «vocación», empleo estas palabras como expresiones metafóricas, para denotar el especial sentido de los valores, y no en las acepciones rigorosas de esos vocablos (como poder efectivo, o como impulso real). Se trata solamente de aclarar la específica dimensión ideal que corresponde a los valores, —15→ a modo de una dirección o referencia de la realidad, COMO pretensión de imperar sobre ella.
Aparte de otras características, tienen las ideas de valor la peculiaridad de darse siempre en pareja, el valor positivo frente al valor negativo (desvalor o antivalor). Es decir, una misma referencia de valor es bipolar: bien-mal, verdad-falsedad, justicia-injusticia, aptitud-ineptitud, belleza-fealdad, grandeza-mezquindad, etc., etc. Y en tanto que en la realidad se da la negación del valor que le corresponde, esto es, el desvalor o antivalor -acto inmoral, sentencia injusta, cuadro feo, trabajo inútil, etc.-, parece como si el valor positivo estuviese clamando por su realización; parece como si la realidad, en su faz antivaliosa o desvalorada, padeciese una penuria o mutilación de su destino3.
Cuando hablamos de la realización de los valores no queremos expresar que éstos se transformen en cosas, o en cualidades reales de las cosas; al realizarse un valor no se transforma en cosa, ni en ingrediente real de una cosa. El valor realizado en una cosa constituye una cualidad relativa de esa cosa, es decir, la cualidad que tiene a virtud de comparar la cosa con la idea de valor. Lo moralidad de un acto no es un componente psicológico ni biológico del mismo, sino una cualidad que tiene el acto de coincidir con el perfil de una idea ética. La belleza de un cuadro no es un pedazo material del mismo, sino la coincidencia de él con un valor estético, etc. Las cualidades valiosas de las cosas son cualidades ideales, que ellas tienen, en tanto que comparadas o referidas a ideas de valor.
Los valores presentan el espectáculo de guardar entre sí relaciones de rango o jerarquía. Hay especies de valores que valen más que otras clases -por ejemplo, los valores éticos valen más que los utilitarios-. Y, además, dentro de cada familia de valores, también ocurre que unos valen más que otros; por ejemplo, vale más la pureza que la decencia, vale más la sublimidad que la gracia. Si comparamos este espectáculo de las relaciones jerárquicas de los valores con el cuadro de la naturaleza, resulta algo peregrino; porque la naturaleza no conoce ni remotamente ninguna idea de rango -en tanto que naturaleza y nada más que como naturaleza, es decir, como mera serie causal de fenómenos-. En la naturaleza, mientras no introduzcamos puntos de vista de estimación, que son por entero ajenos a ella, no se conocen jerarquías ni escalas: un fenómeno es o no es, pero no cabe que sea más o menos, en diferentes grados de ser (real). En cambio, cada valor, a pesar de constituir en sí un valor, es menos valor que otros y más valor que otros. Esta es una —16→ característica que diferencia el mundo de los valores del mundo de la naturaleza; pues en ésta, en el puro campo de los fenómenos naturales -y mientras en él no introduzcamos puntos de vista ajenos al mismo-, no hay grados de realidad: un fenómeno es o no es; y entre su ser o su no ser no caben grados intermedios: es lo que es y no es lo que no es. En cambio, según he mostrado, el ser de los valores consiste en su valer, y en éste se dan grados: unos valores valen más que otros. Es conveniente que fijemos la atención en esto, porque nos servirá muy pronto para entender una peculiaridad de la vida humana y de las obras en ellas producidas, que consiste en algo análogo a lo que ocurre con los valores, a saber, que la vida humana y sus obras tienen un ser susceptible de gradaciones jerárquicas. Y esas gradaciones jerárquicas tienen dos fuentes o dimensiones, a saber: el rango de los diversos valores y el grado de mayor o menor realización de cada uno de los valores. Lo cual nos pondrá certeramente sobre la pista de las relaciones de la estructura de lo humano con la estructura de lo estimativo. Unas páginas más adelante desarrollaré este tema. Y posiblemente a la luz del mismo conseguiré unas directrices para orientar una cuestión que había sido olvidada por el pensamiento contemporáneo, y que es urgente abordar4.
No es este el lugar adecuado para desarrollar, ni siquiera en breve resumen, los temas principales de la filosofía de los valores -que, por otra parte, se halla en espera de una reelaboración que la inserte en la nueva filosofía general, reelaboración en la que espero que el punto de vista anunciado al final del párrafo anterior (y que esbozaré en otras páginas de este mismo libro) pueda ser de alguna importancia. Mas estimo conveniente añadir algunas consideraciones respecto de los valores, pues, sea cual fuere el destino que dicha teoría haya de correr en el próximo futuro, hay ya en ella descubrimientos que se muestran como firmes.
Los valores no son elementos dados en la realidad, no son ingredientes reales de ella. Y, por consiguiente, no son conocidos en la experiencia de las cosas, no son sacados de la percepción. Una cosa aparece teniendo un valor positivo, como un bien, a virtud de una intuición primaria del valor que en ella encarna. El que estimemos algo como, diestro, útil, bello, verdadero, bueno, justo, supone una intuición ideal de la destreza, de la utilidad, de la belleza, del bien moral, de la justicia. En suma, estimar tales objetos como valiosos consiste en percatarnos de que coinciden con ideas de valor. A las cosas en las cuales se da una idea —17→ de valor positivo, las llamamos bienes; aquellas en que reside un valor negativo se denominan males. Pues ocurre que las cosas no podrían aparecerle al hombre como bienes -o como males- si no hubiese una estimación (independiente de la percepción de la realidad de las cosas) que le mostrase que poseen un valor -o un desvalor-. Se estima sólo a virtud de una idea de valor intuida primariamente. Resulta clara esta distinción entre la realidad y el valor -y consiguientemente la diferencia entre la percepción del objeto real y la intuición de su calidad valiosa- fijándonos en que a veces ocurre que percibimos el objeto real y estamos ciegos para su valor; y que, viceversa, pasa también, en algunas ocasiones, que intuimos un valor en una cosa, cuya textura real apenas conocemos; o que simplemente pensamos en la idea pura de valor, sin referirnos a ninguna realidad concreta en que se halle plenariamente encarnada; por ejemplo, pensamos en la justicia perfecta, que probablemente no ha conseguido realizarse.
Esto ha llevado a subrayar la independencia entre la categoría de la realidad y la categoría del valor. Resplandece en nuestra conciencia todavía con mayor relieve la dimensión de los valores, cuando éstos no se hallan realizados en la vida, porque entonces apreciamos el enorme contraste entre aquello que debiera ser y aquello que es. Acaso la justicia perfecta no hemos tenido nunca la ventura de verla plenariamente realizada; y no por ello dejamos de reconocer que la justicia es un valor. En cambio, tropezamos a menudo con injusticias, cuya realidad ahí, ante nosotros, no puede ser negada; pero, precisamente esa realidad de los hechos injustos suscita en nosotros su repudio, como injustificados a la luz del valor.
Asimismo, podemos señalar que toda idea de deber ser, de normatividad, se funda en una estimación, esto es, en un juicio de valor.
Por otra parte, se dan conexiones esenciales entre cada una de las clases de valores (éticos, utilitarios, etc.) y los respectivos soportes en que encarnan. Hay valores, como los morales, que sólo pueden darse en las personas realmente existentes y no en las cosas; los jurídicos en una colectividad; otros, como los de utilidad, sólo en las cosas y en los procesos; otros, como los vitales (salud, vigor, destreza), sólo en los seres vivos, etc., etc.
Hay valores que sirven de fundamento a otros, es decir, que funcionan como condición para que otros valores puedan realizarse. No puede darse el valor fundado sin que se dé el valor fundante. Y el valor fundante, condición ineludible para que pueda realizarse —18→ el valor fundado, es de rango inferior a éste. Así, por ejemplo, lo útil está fundado en lo agradable, pues sin lo agradable no existirla lo útil; y lo agradable, valor fundante, es inferior en jerarquía a lo útil, valor fundado. Y, en el curso de esta obra, tendrá el lector la ocasión de percatarse cómo en el mundo del Derecho vienen en cuestión los valores de justicia y de seguridad -entre otros-; y veremos que la seguridad es un valor fundante respecto de la justicia, que aparece como valor fundado; y la seguridad, a fuer de valor fundante, es inferior a la justicia, pero es condición indispensable para ésta; o dicho en otros términos: no puede haber una situación de justicia sin que exista una situación de seguridad.
Finalmente, convendrá hacer mención -aunque muy somera- de que la teoría de los valores o Estimativa ha descubierto una serie de principios puros, esenciales, rigorosos, y de leyes o conexiones de igual índole respecto de ellos. A título de mera alusión ilustrativa mencionaremos algunos de estos tipos de principios o conexiones. Por ejemplo, las leyes de la relación formal entre la realidad y los valores: la existencia de un valor positivo es un valor positivo; la no existencia de un valor positivo es un valor negativo (antivalor), etc., etc. Así también, las leyes para la determinación del rango o jerarquía entre los valores. Y podría enunciarse todavía muchos más ejemplos; pero no es oportuno desviar el curso de estas páginas (dedicadas a servir de introducción a la esencia de lo jurídico) hacia un estudio monográfico sobre los valores.
8. Enjuiciamiento crítico de la Filosofía de los valores. Directrices para su superación y para su inserción en la Metafísica de la vida
Pero acaso resulte conveniente que, aun tratándose de unas páginas de iniciación a la Filosofía del Derecho, formule en breves palabras un enjuiciarniento de lo que la teoría de los valores ha significado en el inmediato pretérito y de sus perspectivas actuales y futuras. La filosofía de los valores, especialmente la de la escuela de Scheler y de Hartmann, ha representado una de las más resonantes conquistas del pensamiento contemporáneo. Pero también es fuerza reconocer que, desde hace algo más de diez años, ha entrado en una peregrina situación. La teoría de los valores, al producirse en la obra de Scheler, alcanzó enorme influjo en toda el área filosófica de nuestra época; y fue considerada como uno de los más —19→ certeros y fecundos descubrimientos de la meditación contemporánea. Pero después ocurre un raro acontecimiento, en la última fase del pensamiento filosófico, en la llamada Filosofía existencial de Heidegger, en la Metafísica según los principios de la razón vital de Ortega y Gasset, en suma, en el pensamiento que podríamos rotular como humanismo trascendental -según la acertada denominación de José Gaos5-. Ese nuevo pensamiento -protagonista del actual momento filosófico, y fecunda creación que señala el comienzo de una nueva edad en la historia de la Filosofía- parece haber dejado a un lado, casi como olvidada, la teoría de los valores. Pero lo curioso es que no se ha enfrentado críticamente con la misma, con el propósito de lograr una superación de ella. Se ha limitado sencillamente a prescindir de ella -por lo menos en apariencia-, diríamos que a desviar de ella la atención. Los temas que hace quince años estaban en el centro del pensamiento contemporáneo han sido sustituidos por otros en el pensamiento de Ortega y Gasset y de Heidegger; pero sin que ni uno ni otro hayan desarrollado una suficiente explicación de ello, a pesar de que años antes hubieron de vivir muy próximamente la fuente de la filosofía de los valores. Queda, por consiguiente, como urgente tarea, para el pensamiento del inmediato futuro, el revisar la filosofía de los valores y determinar sobre cuál pueda ser su situación en las doctrinas del humanismo trascendental. Y como contribución a este tema, querría yo aportar las siguientes reflexiones, siquiera sea a modo de puro esbozo de directriz germinal.
Aun cuando se aprecie todo lo que en la filosofía de los valores hay de fértil conquista y de descubrimiento de nuevas zonas, se destacan hoy algunas insuficiencias en la misma: lo que se dejó a la espalda sin explicar y sin ni siquiera hacerse cuestión de ello.
Así, por ejemplo, la separación radical entre el reino de la realidad fenoménica y el reino del valor, puede ser, desde un punto de vista metódico, necesaria y de gran rendimiento; pero no puede constituir una última palabra, o, lo que es lo mismo, no puede ser considerada como una primera y radical base en una filosofía general, es decir, en una Metafísica. Sin desdeñar las fructíferas perspectivas metódicas de la distinción entre realidad y valor, deberíamos, en un plano más profundo, plantearnos el problema de vincular de nuevo esos dos reinos, para explicarnos cómo el uno está destinado al otro, y encontrar un principio más radical en el que ambos quedasen articulados. Es decir: en un plano de diferenciación formal resulta correcto distinguir entre realidad fenoménica y valor; —20→ pero, de otra parte, aunque desde ese punto de vista de caracterización formal, se presenten el ser y el valor como independientes, es necesario reconocer que entre ambos se da una relación que podríamos llamar de recíproca vocación; pues pertenece a la esencia misma de los valores una pretensión de ser realizados, de ser cumplidos en determinados hechos; y, correspondientemente, de otra parte, hay realidades en las cuales deben ser encarnados unos ciertos valores -y no otros-, hasta el punto de que cuando no ocurre así, esas realidades nos resultan injustificadas, a pesar de ser reales, es decir, son, pero no debieran ser. Sucede, pues, que, aunque lo real y lo valioso sean categorías distintas y formalmente independientes -recordemos que hay valores no realizados, y que hay realidades antivaliosas-, sin embargo, parecen estar ahí el uno para el otro recíprocamente. Esto es, hay unos valores para ser cumplidos en determinadas realidades; y hay unas realidades en las cuales debe cumplirse unos determinados valores. Y todo esto supone que entre los dos reinos se da una conexión, una vinculación, que no fue satisfactoriamente estudiada en la filosofía de los valores del inmediato pretérito.
Además, querría advertir algo que considero puede tener excepcional alcance en esa revisión de la filosofía de los valores. Cuando se descubrió la categoría del valor distinta de la del ser real de la naturaleza, experimentaron los filósofos el entusiasmo que tiene el explorador al poner por vez primera su planta en tierra antes incógnita, y subrayaron muy mucho que la categoría «valor» es tan primaria y radical como la categoría «ser real», que no deriva de ésta -por la sencilla consideración, ya expuesta, de que el hecho de que algo sea real y efectivamente no supone que valga, pues hay en el mundo múltiples realidades antivaliosas; y por la consideración inversa de que el hecho de que reconozcamos una calidad como valiosa no implica que dicha calidad esté realizada, ni que tenga forzosamente que estarlo, ya que los supremos valores no los hemos visto todavía encarnados plenariamente. La filosofía de los valores insistió mucho en ese carácter que el valor tiene de constituir una categoría tan primaria como la categoría «ser real», y por tanto independiente de ésta. Ahora bien, yo creo que esa filosofía de los valores ha entrado en crisis, porque será preciso darse cuenta de que en lugar de constituir lo que pretendió en un principio, es decir, un nuevo capítulo del tratado sobre los objetos ideales, se transformará en algo más importante y radical, a saber, en un elemento condicionante de la Metafísica general. Porque seguramente estamos en trance —21→ de darnos cuenta de que la categoría valor no es tan primaria como la categoría ser, sino que es más primaria que ésta -si me es admitida tal expresión-. Seguramente -a la luz del humanismo trascendental (filosofía de la existencia o de la vida)- reconoceremos que, puesto que las cosas se presentan para el hombre en una función servicial, y puesto que las cosas son ingredientes de la vida del hombre, elementos en su vida y para su vida, y como la vida humana está constituida por una serie de actos de preferir, que suponen juicios de valor, resultará que lo estimativo condiciona todas las demás maneras de ser, en suma, condiciona al Universo entero con todas sus zonas y categorías. Oportunamente en páginas ulteriores de este libro explicitaré esta idea, que entonces -después de que el lector haya trabado conocimiento con la filosofía de la vida-, se hará patente con todo su relieve y significación. Pero era necesario que al insinuarse ahora, al haber tratado de la filosofía de los valores, aunque en este momento acaso el lector no pueda calibrar enteramente su alcance.
Y aún querría anticipar algo más, para completar este esbozo de la revisión a que ha de someterse a la filosofía de los valores. Esta -en las obras mencionadas- ha insistido mucho en que los valores no solamente son esencias puras independientes de la experiencia de la realidad, sino que además constituyen esencias objetivas y con validez absoluta. Y, desde luego, parece que es un firme descubrimiento que los valores no son proyección de mis sentimientos o de mis deseos -pues no atribuyo mayor valor a aquello que mayor agrado me produce, ni tampoco a aquello que deseo con más vehemencia-. Es decir, los valores no constituyen el resultado de una especial configuración de mis mecanismos psicológicos. Pero estimo que esta dimensión de los valores -su independencia de lo psíquico- que, en principio, constituye una visión certera, ha sido transformada en un concepto de objetividad abstracta, lo cual ha conducido a muchos equívocos; y que, sobre todo, ha constituido el más grave obstáculo para insertar la teoría de los valores en una concepción filosófica general. A la luz de la Metafísica de la vida, considero yo que probablemente se habrá de establecer que, si bien los valores son objetivos -esto es, que no son proyecciones de la psique, se tendrá no obstante que entender esta objetividad como algo inmanente a la vida humana; puesto que la vida humana es la realidad radical, que sustenta a todas las demás; y que todas las demás se dan en ella. Muy pronto explicaré y justificaré este aserto.
Pero el tema de este libro no son los valores, sino concretamente —22→ el Derecho. Hemos tropezado con los valores en nuestra excursión por el Universo, en busca de lo jurídico. Hemos discurrido por la zona de los valores para ver si entre ellos mora el Derecho.
¿Es acaso el Derecho pura y simplemente un valor? Probablemente el lector no se sentirá inclinado a contestar esta interrogante de un modo tan seguro y rotundo, como cuando al preguntar si el Derecho pertenece al mundo de la naturaleza, se dibujaba con toda claridad la respuesta negativa. La negativa entonces parecía caer por su propio peso, como fruta madura, como algo clarísimo. Ahora, de momento, comprendemos que el Derecho tiene algo que ver con el mundo de los valores, pues parece que no se puede hablar de lo jurídico sin referirlo a algunos valores. Y ello es exacto. Pero, de otro lado, barruntamos que el Derecho, a pesar de su conexión con el mundo de los valores, no es pura y simplemente un valor, sino que es un conjunto de cosas que ocurren en el seno de la vida humana y en el área de la historia, y que tiene, por consiguiente, una serie de ingredientes que no pueden ser domiciliados en el reino de los objetos ideales, al cual pertenecen los valores.
Lo jurídico -p. e., el código civil, el código penal, el parlamento, los jueces, los policías, etc.- está constituido por un conjunto de actividades y de obras reales de los hombres; obras y actividades insertas en su vida, condicionadas por ella, en las cuales late la referencia a unos valores (seguridad, justicia, utilidad común, etc.), es decir, late el propósito intencional de realizarlos. Esos valores serán los criterios, las ideas en que lo jurídico trata de orientarse; pero el Derecho positivo no está constituido por puras esencias de valor, aunque le aliente la intencionalidad de guiarse por ellas, y aunque pueda contener una mayor o menor realización positiva de ellas. El Derecho no es la pura idea de la justicia ni de las demás calidades de valor que aspire a realizar; es un ensayo -obra humana- de interpretación y de realización de esos valores, aplicados a unas circunstancias históricas. Y, por lo tanto, el Derecho contiene elementos de esa realidad histórica.
Por otra parte, adviértase que la relación del Derecho positivo con los valores que trata de plasmar no siempre es de correspondencia perfecta: así, por ejemplo, podrá ser justo, menos justo o injusto. Muchas de las normas e instituciones jurídicas elaboradas por los —23→ hombres pueden haber resultado acertadas; pero muchas otras se han mostrado como yerros, como inadecuaciones, e incluso como fracasos en su propósito de justicia. Y el Derecho de un pueblo en un determinado momento histórico está compuesto de aciertos, de menores aciertos y también de fallas de la intención de realizar de terminados valores. Todo Derecho, según veremos, pretende ser algo en lo cual encarnen determinadas ideas de valor, o, dicho en términos más sencillos, todo Derecho es un ensayo de Derecho justo, un propósito de Derecho valioso. Pero él no está constituido simplemente por los puros valores que pretende realizar, sino por una serie de ingredientes a través de los cuales se ofrece un ensayo de interpretación concreta de dichos valores-interpretación que, por lo demás, puede resultar más o menos correcta o incluso fallida.
Así, pues, el Derecho no se compone puramente de esos valores a que él se refiere, sino que es el vehículo a virtud del cual se trata de realizar esos valores; es el algo que puede funcionar como medio o agente de realización de tales valores -o de su fracaso-; o dicho con otras palabras, Derecho es lo que puede ser justo o injusto (tomando ahora estos vocablos como expresión sintética de los valores jurídicos, positivos y negativos respectivamente).
Resulta, pues, que tampoco hemos hallado el Derecho como habitante de la zona de los valores, aunque con ella guarde una necesaria relación. Debemos pues seguir nuestro recorrido por las regiones del universo hasta que encontremos aquella en la que el Derecho anida. ¿Dónde se encuentra el Derecho? ¿Qué jaez de cosa es eso que llamamos Derecho? Al colocar de nuevo en otra zona del Universo la advertencia de que tampoco en ella habita el Derecho, hemos dado un paso más en la empresa de circunscribirlo; y también hemos tenido ocasión en estas últimas reflexiones de que se empiecen a dibujar algunos esenciales de su contextura. Hemos caldo en la cuenta de que el Derecho es algo que los hombres fabrican en su vida y que lo viven en ella con el propósito de realizar unos valores. Con esto, presentimos que habremos de incardinar lo jurídico en la vida humana.
Igual indicación se nos señalará si nos hacemos la siguiente pregunta: ¿Quién debe realizar los valores? Contestemos esta cuestión y con ello habremos dado un paso de extraordinario alcance. —24→ ¿Quién debe realizar los valores? Pues habremos de contestar, desde luego, que el hombre. Pues de todos los seres que encontramos en el Universo, el hombre es el único que entiende la llamada ideal de los valores, que es permeable al deber ser que ellos llevan consigo y capaz de orientar hacia ellos su conducta. La naturaleza -que es un conjunto de mecanismos regidos por las conexiones de la causalidad- es sorda a la llamada de los valores; está inexorablemente prisionera de leyes que son inafectables por los imperativos de los valores. Por el contrario, el hombre es el ser que entiende la llamada de los valores y puede acomodar a ellos su comportamiento. El hombre es el conducto por medio del cual la dimensión ideal de los valores se puede transformar en un poder efectivo, que obre sobre el mundo de lo real. El hombre es el elemento gracias al cual el deber ser puede convertirse en una tendencia real actuante en los hechos. Y, así, el hombre se nos ofrece como una especie de instancia intermedia entre el mundo ideal de los valores y el mundo real de los fenómenos: escucha la llamada de los valores; y, a través de su conducta, puede realizarlos o dejarlos de realizar. Y, así, actúa como una instancia de transformación de la realidad, como un reelaborador de la misma, desde puntos de vista estimativos.
Así, pues, resulta obvio que es el hombre la instancia de cumplimiento o incumplimiento de los valores. Y por tanto la pregunta ¿dónde se realizan los valores? debe ser contestada diciendo que los valores se realizan en la vida humana. Ahora bien, con esta respuesta hemos conseguido un gran avance y estamos en posesión de una directriz certera para descubrir cuál es la zona del Universo donde encontramos el Derecho. Porque vimos que el Derecho está constituido por unas obras y actividades en las que se trata de realizar unos determinados valores. Ahora bien, acabamos de darnos cuenta que el agente de realización de los valores es el hombre, y que éstos se cumplen -o se infringen- en la vida humana.
Urge que ahora nos preguntemos: ¿qué es eso que se llama vida humana? Acabamos de tropezar con un ser en el universo, que ya a primera vista parece diferente de todos aquellos otros que habíamos catalogado hasta aquí. Hemos encontrado la vida humana. Ahora bien, el hallazgo intelectual de esa peculiar realidad, nos va a deparar otras sorpresas -extraordinariamente fecundas-. Pues vamos —25→ a ver como eso, que llamamos vida humana, no es solamente un ser distinto de todos los demás seres en el Universo, sino que es el ser fundamental. Es decir, veremos que la vida humana es la realidad primaria y básica, condicionante de todos los demás seres. La vida humana es la realidad primera y radical y a la vez la base y ámbito de todos los otros seres y la clave para la explicación de éstos. Veremos que todo cuanto es, lo es en la vida humana, y como un componente de ella. Pero frenemos estas anticipaciones que acabo de esbozar; y ciñámonos a la pregunta cuya respuesta rigorosa ha de conducirnos a nuestra meta.
¿Qué es eso que llamamos vida humana? Ante todo adviértase que al hablar de vida humana no me refiero en modo alguno a la vida biológica, sino al concepto de vida en la acepción en que se usa cuando hablamos de biografía, es decir, como aquello que hacemos y nos ocurre6.
La vida humana en este sentido es lo más obvio. Constituye nuestra propia existencia, la de cada uno; todo cuanto hacemos, deseamos, pensamos, y nos ocurre. Pero esta realidad tan patente, tan notoria, no habla sido objeto de especial reflexión filosófica sino hasta muy recientemente, hasta la obra de José Ortega y Gasset y de Martin Heidegger. La vida humana se ha convertido, desde hace algo más de dos lustros, en objeto de una meditación filosófica central. Cierto que desde que la conciencia despuntó en Occidente la Filosofía, hace veinticinco siglos, la vida humana aparece en alguna manera como objeto de meditación; pero no como tema metafísico fundamental. Lo que el humanismo trascendental ha descubierto es que la vida constituye no sólo una realidad distinta de todas las demás realidades, sino que es la realidad radical, primaria, básica y que además es el fundamento y la explicación de todo lo demás; pues todo lo demás es en la vida humana. Y a la luz de este descubrimiento y se inaugura toda una nueva filosofía, que significa formidable progreso en la historia del pensamiento, y cuya elaboración se nos depara como tema de nuestra época.
Tratemos de cobrar contacto reflexivo con la realidad de la vida humana. Y en esta exposición me ajustaré estricta y fielmente a la doctrina de José Ortega y Gasset, quien ha sido el primero en meditar sobre este tema y en esclarecerlo certeramente7.
¿Qué es nuestra vida? Claro es que nos referimos a la vida en un sentido inmediato; y no, por consiguiente, como biología. Las definiciones y puntos de vista biológicos son construcciones teóricas, y, por tanto, mediatas, y no intuiciones inmediatas ni evidentes. Y —26→ hora nos preguntamos por la presencia directa de eso que llamamos vida. Vivir es lo que somos y lo que hacemos; es lo que está más próximo a nosotros. Nuestra vida es todo lo que nos ocurre y hacemos en cada instante; y, por ende, está compuesta de una serie de sucesos, muchos de los cuales -acaso la mayor parte- parecen humildes o triviales. Cierto que, a veces, la vida parece tomar tensión, encabritarse, concentrarse, densificarse. Pero tan vida son esos momentos dramáticos, como los minutos vulgares.
«Vida es todo lo que hacemos; pero eso no sería vida si no nos diéramos cuenta de que lo hacemos. Es la vida una realidad de peculiarísima condición, que tiene el privilegio de darse cuenta de sí misma, de saberse. Pero este saberse no es un conocimiento intelectual, sino ese carácter de presencia inmediata de la vida para cada cual. Sentirse, darse cuenta, verse, es el primer atributo de la vida.» La vida es pues intimidad con nosotros mismos, un saberse y darse cuenta de sí misma, un asistir a sí misma y un tomar posesión de sí misma. «Vivir es encontrarnos en un mundo de cosas, que nos sirven o que se nos oponen, que nos atraen o que repelemos, que amamos u odiamos; es encontrarnos en un mundo de cosas ocupándonos de ellas. Así, pues, la vida consiste en la compresencia, en la coexistencia del yo con un mundo, de un mundo conmigo, como elementos inseparables, inescindibles, correlativos.» Por qué yo no soy, si no tengo un mundo de que ocuparme, si no hay cosas que pensar, que sentir, que desear, que repeler, que conservar, que transformar, o que destruir. Pero tampoco tiene sentido que yo hable de un mundo como independiente de mí, porque yo soy el testigo del mundo. Para que tenga sentido hablar del mundo es preciso que yo exista con él; y que exista yo, no sólo a manera de una de sus partes o ingredientes, sino como garantía de su existencia. Hablar del mundo independiente de mí es invención, fabricación o hipótesis intelectual, pero de ninguna manera una realidad dada. Lo dado radicalmente es el mundo testificado por mí.
Encontramos la vida cuando nos encontramos a nosotros mismos con el mundo, al mundo con nosotros, en inseparable compañía. Y ¿quién es el yo? «El yo no es ciertamente una cosa; no es mi cuerpo, pero tampoco es mi alma, conciencia o carácter, pues yo tengo que vivir con estos elementos; el yo se ha encontrado con estas cosas corporales y psíquicas y vive con ellas, mediante ellas; es el que tiene que vivir con las cosas, entre las cosas, de las cuales hay unas, su cuerpo y su psiquismo, que tienen una mayor proximidad.»
—27→Pero la vida no queda caracterizada solamente como un saberse, como un pensarse a sí misma; sino que además hay que añadir fundamentalmente que consiste en un hacerse a sí misma. La vida no es un ser ya hecho, ni tampoco un objeto con trayectoria predeterminada; la vida no tiene una realidad ya hecha como la piedra, ni tampoco una ruta prefijada como la órbita del astro o el desarrollo del ciclo vegetativo de la planta. Es todo lo contrario; es algo completamente diverso: es un hacerse a sí misma, porque la vida no nos es dada hecha; es tarea; tenemos que hacérnosla en cada instante. Y esto no sólo en los casos de conflictos graves, sino siempre, en todo momento. «Vivimos sosteniéndonos a nosotros mismos, llevando en peso nuestra propia vida, que, en cada instante, se halla en la forzosidad de resolver el problema de sí misma. Una vida que simplemente se viera a sí misma, como sería la de una bala que tuviera conciencia, no sería vida, porque no tendría que hacerse a sí misma. Y si bien no nos es dado escoger el mundo en que va a hacerse nuestra vida -y ésta es su dimensión de fatalidad-, nos encontramos siempre con un cierto margen, con un horizonte vital de posibilidades -y ésta es su dimensión de libertad-» (pues en el peor y más apretado de los casos, quedarán por lo menos dos posibilidades: aceptar un destino inexorable o marcharnos de la vida). La vida es siempre un hacer algo, algo concreto, positivo o negativo -pues el no hacer nada es en definitiva también un hacer vital, un decidirse por una de las posibilidades-. Y el hacer vital consiste en un determinar qué voy a ser, qué voy a hacer en el próximo instante; la vida consiste en un tener que decidir en cada momento lo que vamos a ser en el siguiente, en un hacerse a sí mismo resolviendo en cada instante su futuro. «Vivir es cabalmente estar ocupados en algo, preocupados; vivir es tener planteado constantemente el problema de sí mismo y tener que irlo resolviendo en cada momento. Nuestra vida es decidir nuestro hacer, decidir sobre sí misma, decidir lo que vamos a ser; por tanto, consiste en ser lo que aun no somos; en empezar por ser futuro; en ocuparnos de lo que hemos de hacer, o lo que es lo mismo, en pre-ocuparnos.» Vivir es realizar un proyecto de existencia, es un quehacer, una sucesión y una simultaneidad de hacerse.
Ahora bien, nótese que el hacer humano, como tal, no consiste en la actividad de sus procesos fisiológicos, ni tampoco en la de sus mecanismos psíquicos (de imaginación, percepción, pensamiento, emoción, voluntad, etc.). Tanto esos mecanismos psíquicos, como los resortes corporales, son meros instrumentos con los cuales el hombre —28→ efectúa sus haceres. La esencia del hacer, de todos los humanos haceres, no está en los instrumentos anímicos y fisiológicos que intervienen en la actividad, sino en la decisión del sujeto, en su determinación, en un puro querer, previo al mismo mecanismo volitivo. Ese puro querer, esa determinación radical y primera, pone en funcionamiento los mecanismos, las actividades de que el hombre dispone (su imaginación, su voluntad, sus brazos, etc.). Tanto es así -que no se confunde el hacer humano, con sus medios o instrumentos-, que decimos: ponerme a razonar, ponerme a imaginar, ponerme a andar, etc. Lo que radicalmente procede de mí, es el ponerme a hacer todas esas cosas, y no esas cosas (el razonamiento, la imaginación, el andar, etc.) que son mecanismos, actividades, instrumentos. La vida radica en la decisión mía.
Cada uno de nosotros consiste en un ser que ha de decidirse, que ha de decidir lo que va a ser (lo que va a hacer) en el venidero instante. A veces parece que no decidimos lo que vamos a ser, lo que vamos a hacer en el momento siguiente; pero lo que ocurre en estos casos es que estamos manteniendo, reiterando una resolución tomada anteriormente; mas esa decisión anterior puede ser o modificada o corroborada. Al no modificarla y mantenerla, la corroboramos.
Ahora bien, la estructura del hacer consiste en que se quiere hacer lo que se hace, por algo (por un motivo, que es una urgencia, un afán) y para algo (con una finalidad, que es el resultado de la actividad, esto es, la obra). Así, pues, la vida humana, es decir, lo que el hombre hace, se califica por tener un porqué (motivo) y un para qué (finalidad), lo cual constituye un sentido, un poseer sentido. -Anotemos en este momento que acabamos de tropezar con algo que no habíamos encontrado en el mundo de la naturaleza: con el sentido o significación-.
Conviene huir de una interpretación harto simplista de la estructura teleológica o finalista del humano hacer, que fue corriente en el pensamiento del siglo pasado. Según ese pensamiento, que debemos desechar -por insuficiente-, se entendía la finalidad como anticipación mental de la causalidad invertida: se pensaba que el fin era el efecto deseado, que se anticipaba mentalmente; y el medio era la causa, que se buscaba como adecuada para producir el fin (efecto) apetecido. Y yo no diré que esto sea del todo inexacto; pero sí que es insuficiente, porque en tal explicación no aparece la auténtica raíz humana del proceso teleológico o finalista. Por debajo y previamente de ese esquema de anticipación intelectual del —29→ proceso causal, hay una específica raíz humana, un peculiar porqué (que en este caso no significa causa) que consiste en que el hombre siente una urgencia, una penuria, un vacío, un haber menester, que le invita a buscar, a imaginar algo, con lo cual pueda colmar esa apetencia. Esto es lo que constituye el por qué inicial del hacer, v. g. , el hombre siente miedo de los animales salvajes, y esto le incita a buscar, a imaginar algo que remedie esta penuria: una cabaña. El porqué de lo que va a hacer consiste en la penuria que trata de colmar. Ya ha imaginado que construyendo una casa, satisfará esa urgencia. Pues bien, la casa imaginada, propuesta, constituye el para qué de su hacer. Y determinado esto, buscará las actividades (fuerza de brazos, por ejemplo, etc.) y los materiales (piedras, etc.) para construir su cabaña. Esas actividades, empleadas sobre esos materiales, constituyen los medios para llegar al fin propuesto (las causas eficientes cuyo efecto será la finalidad deseada). Ahora bien, nótese que el esquema fin-medio (causalidad revertida mentalmente: efecto-causa) sólo entra en escena después de haberse producido el hecho pura y típicamente humano anterior: el motivo (por qué) y el fin al servicio de éste (para qué). Sólo después de esto, es puesto el fin como tal, y se buscan los medios para producirlo efectivamente, para realizarlo. De suerte, que resulta que el esquema medio-fin se apoya y queda inserto en un supuesto más radical, que consiste en la conexión motivo-fin.
De todo cuanto llevo dicho, se desprende otra de las características esenciales de la vida humana, a saber, que cualquiera de sus haceres necesita justificarse, es decir, que constituye un problema. Vivir es ocuparse en algo «para» algo. En primer lugar, tengo que decidirme entre las varias posibilidades -pocas o muchas, por lo menos dos- que me ofrece la circunstancia en la que estoy alojado. No tengo por fuerza que hacer esto concreto y nada más, sino que puedo hacer una cosa u otra. Claro que esas posibilidades son limitadas en número; si fueran ilimitadas no serían posibilidades concretas, sino la pura indeterminación; y en un mundo de absoluta indeterminación no cabe decidirse por nada. Para que haya decisión tiene que haber, a la vez, limitación y holgura. El mundo vital es constitutivamente circunstancia, algo cerrado y, a la vez, abierto, es decir, con hueco interior donde moverse. «La vida se va haciendo su cauce dentro de una cuenca inexorable. Vida es, a la vez, fatalidad y libertad, es ser libre dentro del hueco de una fatalidad dada.» A esto conecto yo la siguiente reflexión: para decidirse por una de las varias posibilidades que se ofrecen, es preciso elegir; y para elegir —30→ es necesario preferir, es necesario un acto de preferencia a favor de esta posibilidad, sobre todas las demás. Pero una preferencia sólo es posible a virtud de una estimación, es decir, a virtud de que se valore esta posibilidad y de que se la estime más que todas las otras. En suma, para decidir es preciso elegir, para elegir es necesario preferir y para preferir es ineludible que sepamos estimar o valorar.
Por mi parte, considero yo que los principios de la doctrina de la vida según Ortega y Gasset -tal y como los he venido exponiendo- han de conducirnos a afirmar que nuestra vida está constituida, o mejor dicho se forma, de un conjunto de valoraciones, de una sucesión de estimaciones. Y, así, a mi entender, resultará que la Estimativa no es una teoría limitada a determinados objetos ideales (como la diseñó la filosofía de los valores), sino que tiene una dimensión mucho más radical, a saber, el constituir una estructura esencial de la vida humana. Aquí encontramos, pues, una de las perspectivas que anuncie -pocas páginas atrás- para reelaborar la teoría de los valores, insertándola en la misma raíz de la filosofía del humanismo trascendental.
Hace ya algunos años que, en mis explicaciones de cátedra, he lanzado el pensamiento de que la estructura de la vida es estimativa. Es decir, que si suprimiéramos la capacidad de estimar (valorar, preferir, elegir) desaparecería la vida humana; ésta no sería posible, ni pensable. El mismo fenómeno de la atención -tan estudiado por los psicólogos (aunque ellos no hayan advertido todo su alcance) -que condiciona la posibilidad del conocimiento, tiene una estructura estimativa. El hombre que no pudiese elegir (preferir, estimar) no podría pensar, no podría hacer nada, sería pura suspensión, sería absoluta abstención, en suma, no viviría. Más de una vez he tratado de ejemplificar este pensamiento acudiendo al mito del Asno de Buridán, el cual se hallaba hambriento ante dos pesebres, sin comer de ninguno de ellos, porque no sabía decidirse por el uno o por el otro. Veo la posibilidad de adscribir a esta imagen una formidable y decisiva resonancia metafísica. He aquí, por lo cual, decía que, a mi entender, la teoría de los valores habría que insertarse en la misma entraña radical de la Filosofía, para articularse en la teoría de la vida humana.
Asimismo, hemos de subrayar -lo cual ciertamente ha sido indicado por Ortega y Gasset- que cualquiera de los actos de la vida humana necesita inexorablemente justificarse. Y anotaré que no sólo la decisión de un hacer, sino también cada uno de los actos que lo integran -por ejemplo, cada uno de los medios que se empleen —31→ para la finalidad propuesta-. Cada uno de los actos, incluso los más humildes, requiere que se justifiquen ante mí, y constituye por tanto un problema. Por ejemplo, cuando voy a levantar un pie para dar un paso, se ofrece la cuestión de saber si el suelo de enfrente va a sostenerme o no; y sólo sobre la base de que yo crea que va a sostenerme, se justifica ante mí el acto que voy a realizar. Claro que la mayor parte de las veces, esos problemas los tenemos resueltos por el instinto o por el hábito, de manera mecánica. Pero otras veces, no; y, entonces, es necesario que yo encuentre una justificación de lo que voy a hacer. Esta justificación podrá resultar correcta, o incorrecta, desde un punto de vista objetivo; pero, en todo caso, habrá de ser suficiente ante mí; pues de lo contrario sería imposible la acción. Incluso cuando se trata de decidir algo al puro azar (echando al vuelo una moneda) hay en ello un propósito de justificación: por no haber encontrado motivo suficiente para preferir una de dos cosas, y porque se reconoce que está justificado hacer la una o la otra, se acude a este procedimiento fortuito, para individualizar uno de los dos haceres por los cuales se estima que es necesario decidirse. Así caemos en la cuenta de que otra de las dimensiones esenciales de la vida es la necesidad que tiene de justificarse a sí misma, en todos sus momentos. Cualquiera que sea la decisión que yo tome, ésta requiere una justificación ante mí. Claro que muchas veces justificamos una determinación y la tomamos, no sólo en vista a un único quehacer en el próximo momento, sino con largo alcance, para prolongado tiempo. Así, por ejemplo, decidimos seguir una carrera, etc. Pero en todo caso, siempre subsiste la posibilidad de revisar en cualquier momento esa determinación. Y cuando no lo hacemos, es que la estamos corroborando. La vida no puede avanzar, vivir, sino resolviendo en cada instante -explícita o implícitamente- su propio problema, las cuestiones que ella se plantea necesariamente a sí misma, para lo cual es necesario que justifique ante sí misma sus propias actitudes y determinaciones.
Hasta aquí, me he limitado a exponer la realidad de la vida humana y a describir su estructura esencial. Pero nada he dicho sobre la dimensión de radicalidad y de fundamentalidad que esta realidad desempeña en la nueva Filosofía. Pero tal tema -que es una de las principales dimensiones de esta teoría- no pertenece directamente al asunto que se enfoca en este libro. Por lo tanto, me limitaré a una mera alusión a este punto. La Filosofía busca desde sus inicios, la verdad radical y fundamental, esto es, autónoma (que se baste a sí misma y no se apoye en otra previa) y pantónoma (que —32→ sirva de base y justificación a todas las demás). La Filosofía antigua y la medioeval creyó encontrar esa verdad en algún elemento del mundo fuera de mí; a lo cual se le llama realismo. Pero al despuntar el siglo XVII, se opera por Descartes la más formidable hazaña que registra la historia de la cultura -y que había venido siendo preparada por el Renacimiento-: la inauguración del idealismo, el cual da lugar a toda la cultura y vida modernas (la nueva física -con ella la técnica-, el racionalismo -y con él, el liberalismo, la democracia, etc.). El idealismo consiste en haber caído en la cuenta de que el mundo externo, lejos de ser un dato radical e incontrovertible, es algo cuestionable y mediato; y de que lo único incuestionable, absolutamente cierto y primero, es mi pensamiento; de que lo único indubitable es mi propia conciencia. Con lo cual, el pensamiento, la conciencia, constituye la verdad primaria, la realidad radical, en la que se apoyan todas las demás cosas, cuyo ser dependerá del que reciban del pensamiento. Pero si el idealismo llevaba razón frente al realismo al subrayar la dependencia en que las cosas se hallan respecto de mí, en cambio, erró al no darse cuenta de que yo dependo también de los objetos (puesto que no cabe un pensamiento vacío, sin objeto, un pensamiento de nada). Así, si bien es cierto que no puede haber objeto sin sujeto, lo es asimismo que no puede haber sujeto sin objeto (lo cual no fue visto por el idealismo). La nueva Filosofía ha descubierto que lo primario o radical, y lo fundamental, es la coexistencia o compresencia inescindible entre el sujeto y el objeto, en recíproca relación de dependencia, en inseparable correlación, a lo cual se llama vida humana. Y, así, el idealismo trascendental ha sido sustituido por el humanismo trascendental (filosofía de la vida o de la existencia)8. Ahora bien, la vida humana es no solamente la base primaria y radical de la Filosofía, sino, además, también la realidad fundamental, es decir, la realidad en la que se dan todas las demás realidades, la realidad en que todas las otras se basan y explican. Y, así, por ejemplo, la naturaleza que encuentra el físico en su ciencia es un objeto doméstico de esa ciencia, la cual ciencia es algo que el hombre hace en su vida; y las verdades de la biología representarán los resultados de una de las actividades a que determinados hombres, los biólogos, se han dedicado; y así sucesivamente.
—33→
Querría completar la teoría de Ortega y Gasset sobre la vida humana individual con algunas meditaciones, que he desarrollado yo por mi propia cuenta, sobre la vida humana objetivada.
El ser de la vida, en tanto que se vive, maneja un variado instrumental de realidades psíquicas y corporales; pero ella no consiste en esas realidades de que se vale o a través de las cuales se manifiesta, y en las cuales ella se realiza, sino que el ser de sus actos consiste en su sentido, en su intencionalidad, en su por qué o para qué (con la estructura estimativa que esto entraña). Así, los haceres del conocimiento, el fabricar un utensilio, el producir una obra de arte, el fundar una institución social, etc., son hechos que se producen con y en unas realidades psíquicas y corpóreas -modificaciones en mi cuerpo y en el mundo en torno-. Pero el ser peculiar y privativo de dichos hechos no consiste ni en sus ingredientes psíquicos, ni en sus componentes materiales, sino en el sentido humano de esos actos, en su finalidad humana dirigida intencionalmente a determinados valores.
Pero muchos actos de la vida humana después de realizados dejan tras de si una huella, un rastro. Y esto ocurre no sólo con actos egregios, sino también con actos humildes. El Quijote, en el momento en que Cervantes lo escribía, era una peripecia de su vida individual, un pedazo o segmento de su propia existencia. Pero después de escrita esa obra -y aún después de muerto Cervantes-, sigue ahí El Quijote, como un algo ante nosotros, como un conjunto de pensamientos cristalizados, que pueden ser repensados por cada uno de nosotros. Se presenta como un complejo de pensamientos objetivados, fosilizados, cosificados. Es algo que tiene estructura de pensamiento, pero que ya no es pensamiento vivo, que se está viviendo -quien lo pensó originariamente ha desaparecido-; es pensamiento que -si en su creación fue un proceso subjetivo vivo de alguien- ahora aparece como un pensamiento convertido en cosa, como un producto objetivado a la disposición de todos, para que lo repiense quien quiera, como un bien de aprovechamiento comunal. Pero lo mismo podemos decir respecto de un ejemplo humilde, v. g. de una epístola trivial. El escribirla fue un suceso de la vida de quien la redactó; pero después queda ahí, como cristalización de ese pensamiento vivo, que fue antes. A esto es a lo que yo llamo vida humana objetivada o cristalizada. Pero convendrá pasar revista a otros ejemplos.
—34→Las llamadas virtudes franciscanas fueron originariamente hechos de la vida del Santo de Asís. Pero, después, ha quedado el recuerdo de esa conducta como módulo cristalizado, como paradigma de conducta. Henry Ford inventó nuevas formas de comportamiento aplicadas a la producción industrial: eso eran hechos en la vida de Ford; pero después se habla del fordismo. Es que la huella de esos acontecimientos en la vida del gran industrial norteamericano quedan como módulos cristalizados de conducta; como posibles reglas para otros comportamientos.
Otros actos humanos dejan como rastro una modificación en la realidad corpórea, p. e., los utensilios técnicos, las esculturas, etc. Un hacha de sílex o un automóvil son realidades materiales; pero su ser peculiar no consiste en sus componentes corpóreos, sino en la dimensión de ser obras humanas técnicas fabricadas para un fin utilitario; son, pues, también vida humana objetivada. El ser de la Venus de Milo consiste en su sentido estético.
Así, pues, además de la vida humana auténtica, que es la que se vive por el sujeto individual, encontramos otra región del universo, que tiene también estructura humana, a saber, las obras que el hombre ha realizado, esto es, las cosas cuyo ser peculiar estriba en que constituyen vida humana objetivada: utensilios, procedimientos técnicos, cuadros, estatuas, obras musicales, teorías científicas, reglas morales, ejemplos de virtud, letreros, cartas, altares, códigos, magistraturas, formas del trato, etc., etc. Los humanos haceres realizados ya, perduran como formas de vida -concebidas abstractamente, separadamente de la vida individual concreta que las engendrara- o como modificación o huella dejada en la realidad; y vienen a adquirir como una especie de consistencia objetiva. Claro que esas formas cristalizadas no constituyen auténtica vida; porque no hay más vida auténtica, en sentido propio y plenario, que la vida individual, la que vive un hombre concreto. Esas formas objetivadas son vida que fue, pretérita, aunque, desde luego, susceptibles de ser revividas por otros individuos. (Ya veremos, dentro de poco, los fundamentales e interesantes problemas que plantea eso del revivir, del copiar formas de vida que fueron; y cómo a su luz aclararemos el problema de qué sea lo social.)
Ahora bien, las cosas, las formas de la vida humana objetivada, las obras humanas, tienen una estructura análoga a los haceres de la vida propiamente dicha, es decir, de la vida individual. Su ser, lo que ellas son peculiarmente, consiste en su sentido, en tener una intencionalidad.
—35→El reino de la vida humana objetivada es lo que algunos registraron en el siglo XIX con la denominación de espíritu objetivo (Hegel) y otros bajo el nombre de cultura (p. e. Windelband, Rickert). Pero, aunque unos y otros enfocaron el problema de estas peculiares realidades, sin embargo, ni los unos ni los otros acertaron a percatarse de cuál es su índole. Pues en la teoría del espíritu objetivo de Hegel hay, al lado de geniales aciertos, monstruosos errores: como lo es la substancialización del espíritu objetivo, como realidad en sí y por sí, que se desarrollaría dialécticamente a sí misma. Y en la filosofía de la cultura de la escuela de Windelband y de Rickert, si bien el enfoque de la cuestión ha sido fértil, en cambio no puede estimarse suficientemente correcto el tratamiento que recibió.
Será conveniente insistir en cuál es el ser de los objetos que constituyen vida humana cristalizada: su ser no tan sólo no se agota en las realidades que les sirven de soporte o de expresión, sino que precisamente, su ser peculiar ni siquiera consiste en esas realidades, sino que estriba en el sentido inserto por la labor del hombre. Es muy extenso y harto vario el conjunto de esos objetos. Hállase integrado por todas las obras humanas y por el rastro de los actos humanos; en suma, por todo cuanto lleva adherido un sentido humano. Y los hay de muy diverso rango. Por ejemplo: desde las obras de Einstein, hasta el letrero en una carretera, que dice «Veinte kilómetros a tal lugar»; desde el arado primitivo, hasta el tractor, de nuestros días; desde el Código civil, hasta la indicación «se prohíbe fumar»; desde el paradigma del héroe o del santo, hasta el consejo trivial de un amigo; desde las profesiones (carreras sociales, de las que ya me ocuparé más adelante), hasta las reglas de compostura en la mesa; desde los más sublimes rituales religiosos, a las más sencillas oraciones «hechas» de un devocionario; desde la organización de una industria moderna, a la forma de producción de la época prehistórica; desde la estructura de un banco, a la forma contractual del simple trueque; desde la filosofía y la ciencia de nuestro tiempo, hasta la visión que del mundo tienen los primitivos; desde la dietética contemporánea, hasta la más simple receta de cocina; y así sucesivamente.
Un hacha de sílex del hombre primitivo o un automóvil, se componen de realidad física; pero su ser especifico, su ser peculiar, es decir, el ser hacha o el ser automóvil no consiste en la piedra, ni en los metales y demás componentes, respectivamente, ni en sus formas geométricas, sino en constituir algo que encarna un sentido —36→ humano, es decir, el ser utensilios o trebejos para efectuar un valor de utilidad. Un cuadro, una estatua, constan de materiales, de colores y de formas; pero su «ser cuadro» o su «ser estatua» no consiste en esos materiales configurados y coloreados, sino en su peculiar sentido, en constituir obras de arte, obras humanas con una intencionalidad estética. Un tratado de ciencia ha nacido en el pensamiento vivo de su autor -por consiguiente, ha sido primero fenómeno psíquico en la mente del autor, realidad psíquica- y después ha sido fijado en escritura y papel. Pero el ser propio y peculiar del tratado de ciencia no consiste ni en los fenómenos psíquicos que le sirvieron de vehículo para su formación, ni tampoco -claro es- en el papel y tinta en que después quedó escrito, sino en el sentido intencional de las significaciones pensadas, que apunta a un valor de verdad, a un fin de conocimiento.
Y ya habrá presentido el lector que, donde encontramos el Derecho, es precisamente en este reino de la vida humana objetivada. Y, así, parejamente a los ejemplos que acabo de poner en el párrafo anterior, podemos aducir el del Derecho. Un código, verbigracia, cuenta con substratos reales (en los actos psíquicos de quien lo elaborase, en cuanto al proceso de su gestación; en la conciencia, de quienes lo conocen, de quienes lo cumplen y de quienes lo aplican, después de ya promulgado y en vigor; y, asimismo, también en cuanto a la configuración que por obra del mismo código recibe una sociedad); y, además, el Código está escrito en libros, pronunciado en sonidos articulados, etc. Pero el Código en tanto que Código, es decir, en tanto que norma jurídica, no consiste en ninguno de esos ingredientes reales, sino en el sentido peculiar que tienen los pensamientos cristalizados en él, en el sentido que tienen las ideas normativas de sus preceptos, sentidos que estriban en apuntar a la realización de determinados valores.
Pareja consideración cabría, desde luego, hacer respecto de las reglas del trato social, de las estructuras colectivas, del lenguaje, de las formas económicas, etc. Su ser peculiar consiste en el sentido que todos estos productos tienen como especiales formas de vida humana, a saber, de vida colectiva. Claro es que entre todos esos ejemplos debería hacerse una serie de diferencias, y consiguientemente de clasificaciones; entre otras, sería urgentísimo distinguir entre puras formas de vida colectiva (usos, cooperación, concurrencia, lucha, etc., etc.) de una parte; y por otra, productos que sirven de tema o contenido a esas formas de vida; por ejemplo, lenguaje, economía, técnica, religión, deporte, etc. Pero no es este el —37→ momento de ahondar en este tema, que recogeré más tarde, sino que es preciso seguir con la caracterización genérica de los objetos de la vida humana objetivada.
Con respecto al conocimiento de estos objetos, hemos de notar que constituye un tipo de ciencias completamente diverso del tipo de las ciencias naturales. Las ciencias de la naturaleza explican sus objetos, los fenómenos naturales, descubriendo sus causas y registrando los ulteriores efectos a que dan lugar; y nada más. Por el contrario, tal método de explicación causal no les sirve a las ciencias que se ocupan de objetos humanos, es decir, a las llamadas disciplinas de objetos culturales o históricos. Estos objetos humanos, la vida objetivada, escapan a una mera y exclusiva explicación causal; tan sólo son aprehendidos en su ser peculiar, en la medida en que son entendidos, comprendidos en su sentido. Por consiguiente, el método empleado por las ciencias de lo humano (ciencia del lenguaje, ciencia del derecho, ciencia de la economía, etc.) no puede ser sólo explicativo como el método de las ciencias naturales, sino que tiene que ser interpretativo de sentidos. Un fenómeno de la naturaleza (por ejemplo, la lluvia, o el rayo, o la caída de los cuerpos) queda explicado plenaria y exhaustivamente en la medida en que determinamos sus causas y registramos sus efectos. Pero, en cambio, una cerámica, o el saludo, no se aprehenden en lo que son, mediante la representación de los movimientos que los produjeron, sino solamente en tanto en cuanto entendamos su peculiar sentido -es decir, en cuanto entendamos las finalidades humanas que laten en el cacharro o en una forma de saludo-. Y lo mismo ocurre con todos los hechos y resultados de la actividad del hombre.
Cabría distinguir en la obra humana objetivada, notoriamente en los llamados productos culturales -religión, reglas morales, ciencia, arte, técnica, economía, derecho, etc.- entre el acto (con sentido concreto), que los engendra, y el sentido objetivo, lógico, autónomo, que contienen cuando ya están elaborados y cristalizados. Por ejemplo, se ha dicho que la novela de Don Quijote contiene objetivamente una serie de ideas, cuyo alcance es posible (o aun probable) que pasase inadvertido a Cervantes, quien ni siquiera pensó con plenitud la significación de algunas de sus concepciones. Parejamente, es habitual a los juristas la diferencia entre la llamada interpretación auténtica de la ley -indagando qué fue lo que realmente pensó el legislador- y la llamada interpretación objetiva, que toma la ley en si misma, buscando sus significaciones objetivas, las ideas que contiene, tanto si fueron pensadas explícitamente por el —38→ legislador como si no, y extrae su alcance lógico, aunque tal vez éste no fue enteramente previsto por el autor de la ley.
Y no se confunda esta distinción entre interpretación de los sentidos subjetivos e interpretación puramente lógica, con otra diferencia que habitualmente suele hacerse entre acto vital y contenido ideal del mismo, es decir, con la distinción entre la realidad vital que engendra la obra y la sostiene -de un lado-, y su sentido -de otro-. Aunque esta última distinción pueda ser de fecundas perspectivas metódicas para una serie de menesteres9, considero yo que no hay que tomarla con el alcance que lo han hecho algunos pensadores, pues el mismo acto real que produce la obra no es una realidad fenoménica, sino realidad vital que está ella ya impregnada de sentido. Y por otra parte el sentido, el contenido ideal de la obra de cultura, no es idealidad abstracta, sino surgida en un proceso de vida humana, esto es, tiene un sentido en la vida humana y para la vida humana en que se ha gestado.
Resumiré ahora en breves palabras lo que he conseguido establecer hasta ahora en la pesquisa que vengo realizando para la localización del Derecho en el Universo. Hemos visto que el Derecho no es ni naturaleza corpórea, ni psiquismo; que tampoco es pura idea de valor. (Puras ideas de valor lo serán los valores que deban orientar al Derecho, pero no el Derecho real, positivo, histórico.) Y por contra, hemos descubierto claramente que el Derecho pertenece a esa peculiar realidad que llamo «vida humana objetivada».
El Derecho es una forma objetivada de vida humana. Está constituido por un conjunto de ideas -mejor diríamos de significaciones-, que constituyen reglas para la conducta humana. Esas significaciones fueron gestadas por unas mentes humanas, y aun vividas originariamente por unos hombres -por los que han creado una norma jurídica-. Ahora bien, esas significaciones que fueron construidas, fabricadas, por unos hombres, una vez que han sido producidas, esto es, una vez que se han objetivado en preceptos legislativos o en costumbres jurídicas, han adquirido una consistencia propia y autónoma, pareja a la de los objetos ideales. Con los objetos ideales puros -como los matemáticos, los lógicos, los valores, etc.- tienen de común las significaciones que integran las normas jurídicas, la dimensión de que son seres intemporales e inespaciales, —39→ entes espectrales, ideas idénticas a sí mismas (es decir, capaz la misma idea de ser pensada por múltiples sujetos y en diversos momentos, sin que la idea en cuestión se confunda con los actos mentales múltiples de pensarla). Todo pensamiento cristalizado, objetivado, tomado aparte del acto mental en que se fabricó, participa de la dimensión del ser ideal: es inespacial, es intemporal, es idéntico a sí mismo, es decir, constituye una entidad autónoma, aparte, objetiva.
Ahora bien, el contenido de una disposición legislativa, o de un reglamento, aun teniendo de común con el ser ideal esa especial consistencia de idealidad, de espectralidad, de objetividad, se diferencia de los objetos ideales matemáticos y de los valores puros, en lo siguiente: un principio matemático, un valor puro, tienen una consistencia y una validez propias, por entero independientes y ajenas al hecho eventual de que una cabeza humana las haya pensado o no; y así, recordemos lo que tantas veces se ha dicho de que los radios de la circunferencia eran ya iguales antes de que ningún geómetra hubiese pensado en ello. Pero, en cambio, un articulo del Código civil no era, no existía antes de que el legislador lo fabricase. Una idea matemática no ha sido construida, fabricada, por el matemático, quien lo único que hace es descubrir algo, que ya era antes, con entera independencia de él. En cambio, un reglamento nace con el acto del legislador que lo emite, y gracias a él; si bien después de fabricado, después de nacido, cobra un ser propio, independiente de los actos que lo han gestado; adquiere un ser objetivo ideal de pensamiento cristalizado, de idea. Las significaciones que integran los preceptos jurídico-positivos no tienen una entidad ideal absoluta, no tienen una validez eterna y necesaria -en la medida en que no sean purísima, rigorosa y exclusiva expresión de unos valores, y en la medida en que contengan otros ingredientes circunstanciales-. Esas significaciones (en suma, esas normas concretas) han sido elaboradas, confeccionadas, en unos actos vitales y por éstos, en una conducta humana -bien en la mente y voluntad del legislador, o bien en la comunidad productora de costumbres jurídicas-. Además, esas normas jurídicas, en cuanto se cumplen, en cuanto se realizan efectivamente, constituyen la configuración de una sociedad, la forma o estructura de unas existencias humanas.
Pero esas significaciones que integran el Derecho positivo de un pueblo en una época, aparte de su origen histórico (es decir, de su fabricación en un determinado momento), y también aparte de su realización en unos hechos humanos efectivos (es decir, de —40→ su cumplimiento y aplicación en una sociedad concreta), pueden ser concebidas abstractamente como puras significaciones, como ideas, que tienen, a fuer de tales, un ser parejo al de los objetos ideales, un ser incorpóreo y apsíquico, inespacial e intemporal -si bien, como hemos visto, carezcan de una validez absoluta y eterna-. Es decir, esas significaciones jurídicas -las normas positivas- tienen un ser análogo al ser ideal, en tanto que consisten en un ser espectral, distinto de los actos psíquicos en que son pensadas o realizadas. De igual modo que el número 5 es el mismo en los múltiples y distintos actos de pensamiento en que sea pensado, así también un artículo del Código civil tiene un ser propio, independizado de los actos psíquicos de quienes lo elaboraron, y aparte también de los procesos mentales y de conducta de quienes después lo conocen, lo cumplen y lo aplican: el artículo del Código, como complejo de significaciones -contenido en todos esos actos- es el mismo es un único objeto y es independiente de los actos en que nos le representemos o le realicemos. Y, desde luego, lo mismo podemos decir de las significaciones que se dan en las demás obras de la vida humana: arte, ciencia, técnica, etc. Todas esas significaciones culturales históricas tienen de común con las ideas puras el poseer la dimensión de lo ideal; pero, en cambio, pueden no tener la consistencia de validez pura y necesaria que caracteriza a los principios matemáticos o a los principios lógicos; pues mientras que éstos eran ya lo que son -es decir eran ya válidos- antes de que ninguna mente se los representase, eran ya lo que son independientemente de todo humano hacer, en cambio, las significaciones que componen el Derecho positivo (o la obra de arte, o el esquema técnico, o el método científico, etc.), y en la forma en que lo componen, tienen un origen histórico, concreto en el tiempo y concreto en cuanto a las circunstancias que condicionaron su nacimiento. Mas una vez que ya han nacido, que han sido ya confeccionadas, adquieren esas significaciones una consistencia autónoma, un ser objetivado, susceptible de ser pensado y realizado por cualquier sujeto.
La estructura de la vida humana objetivada es análoga a la estructura de la vida humana propiamente dicha, esto es, de la individual; pues al fin y al cabo es su producto, es su cristalización. Ahora bien, como cristalización, carece de todo dinamismo -que —41→ es lo que caracteriza a la vida individual-, es inmóvil; o, en suma, si se me permite una frase paradójica, pero certeramente expresiva, podríamos decir que es vida muerta. Tiene la silueta de vida humana; posee su mismo sentido, igual estructura teleológica; pero no vive, esto es, no se mueve, no cambia, no es fluida, antes bien es inmóvil, es permanente, es sólida; no se hace a sí misma, sino que fue hecha, y ahí queda. No es el hacer, sino lo ya hecho. No es acto, sino que es cosa. No es agente, sino que es pura huella, puro rastro. Y, por tanto, la vida objetivada, esto es, fosilizada, es de todo punto incapaz de transformarse, de modificarse, de recrearse, de vivir; porque, en definitiva, no es vida auténtica, sino fotografía rígida de una vida que fue.
La observación que acabo de exponer en el párrafo precedente es de una importancia superlativa. Viene a destruir la fantasmagoría (a que tanto ha tendido el pensamiento alemán) de substancializar el mundo de la cultura considerándolo como algo que vive en sí mismo y por sí mismo, que se crea a sí mismo, que evoluciona y se perfecciona por sí mismo, como si fuese una entidad viva e independiente, que se desarrolla por sí. Se objetará acaso qué la cultura cambia, que se transforma, que evoluciona; pero a esto contestaré que tales mutaciones y desarrollos no los realiza la cultura por sí misma, sino que se producen por la nueva acción, por la nueva interferencia de nuevas vidas individuales, las cuales reelaboran y recrean lo que fue antes elaborado por otros. La ciencia no es un sujeto que se desarrolle por sí, sino que los únicos que la hacen son individuos vivos. Y los individuos de hoy revisan la ciencia que hicieron los de ayer, la corrigen, la superan, la aumentan. Sólo por la intervención de nuevos actos individuales se puede producir esto. Suele decirse que los estilos artísticos evolucionan, se transmutan y se innovan; pero tal manera de hablar es incorrecta: los estilos son perfiles fósiles, incapaces de transformarse a sí mismos; sólo cambian merced a la interferencia de nuevas acciones individuales, merced a nuevas acciones vitales, que recrean, que crean de nuevo. La obra humana no tiene vida propia: es la obra de una vida, pero ella no posee vida, sino que, por el contrario, es muerta, pura cosa; en una palabra, es fósil, es secreción cristalizada. Lo que sucede es que en una obra -de ciencia, de arte, de Derecho- hay en sus pensamientos algunas ideas que no obtuvieron un desarrollo plenario o correcto, o hay premisas de las cuales no se actualizaron todas sus consecuencias, o hay barruntos no desenvueltos, o contradicciones no zanjadas; y cuando es pensada de nuevo, repensada en otros actos —42→ de vida individual, ocurre que en estos nuevos pensamientos vivos -de individuos-, las ideas antes pensadas por otros -y que quedaron cristalizadas en la obra- logran el desarrollo o la corrección que en aquella obra anterior había quedado frustrada; o son sacadas las consecuencias que no se extrajeron en la obra anterior; o, en suma, la obra anterior es sustituida por otra nueva. La gestación de obras culturales pertenece exclusivamente a la vida auténtica, esto es, a la vida individual. El individuo empleará, como materiales, elementos contenidos en obras anteriores -es más, ocurre siempre así a virtud del proceso de la razón vital y de la razón histórica (sobre estos temas hablaré más tarde)-; pero es el individuo -y solamente él- quien transforma, reelabora, recrea o sustituye la obra anterior.
Y lo mismo puede decirse sobre las formas sociales, y naturalmente sobre el Derecho. Ni las estructuras sociales, ni la economía, ni el Derecho, viven en sí y por sí, ni se transforman autónomamente, sino sólo por la interferencia de nuevos actos individuales. Ni el Derecho, ni ninguna de las estructuras sociales viven por sí, sino que viven sólo en tanto en cuanto las reviven los hombres, los cuales pueden no sólo revivirlas repitiéndolas rigorosamente, sino también corrigiéndolas, transmutándolas, innovándolas. Pero el cambio, la evolución, la superación que se opere en el Derecho, o en la economía, o en la moneda, etc., etc., no es un proceso vivo, inmanente al Derecho o a esas otras formas sociales, sino que es el fruto de nuevos actos de vidas humanas. Anote el lector cuidadosamente esta verdad, que ella es de largo alcance. En este momento he de limitarme a lo dicho; pero cuando muy próximamente establezca la distinción entre vida individual y formas de vida colectiva -que pertenecen a la vida objetivada-, insistiré sobre este tema y mostraré sus decisivas consecuencias.
Lo que yo expongo como zona de la vida humana objetivada, constituye una nueva versión del tema conocido en la filosofía contemporánea con los nombres de «ciencias del espíritu», «región de la cultura» o «reino de lo histórico». Considero que en la reelaboración que he ofrecido de este tema quedan aclarados no pocos de los puntos que, en esas otras teorías, anduvieron turbios y confusos.
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Pero ahora debo añadir a la caracterización de esa zona de la vida humana objetivada unas consideraciones que constituyen la base para llevar a cabo un estudio a fondo sobre este tema, estudio que habrá de constituir una de las capitales tareas del pensamiento de nuestra época, en el próximo futuro.
En ese reino de obras objetivadas, vemos la expresión de una serie de funciones de la vida humana. Vemos que el hombre ha hecho y hace en su vida: religión, filosofía, moralidad, ciencia, técnica, economía, arte, derecho, estado, etc. Barruntamos que todas esas actividades no constituyen meros episodios fortuitos -que se han producido, pero que también pudieran no haberse producido-, sino que, por el contrario, representan funciones constantes y necesarias de la vida humana. Esta idea fue esbozada certeramente por Dilthey10, sin que después fuese recogida en el pensamiento posterior.
El contenido de la ciencia, del arte, de la filosofía, del derecho, de la técnica, etc., ha variado y varía históricamente: es diverso en los varios pueblos y tiempos. Pero si en cuanto a su resultado, en cuanto a su estructura y en cuanto a su contenido, el Derecho ha variado -lo mismo que ocurre con la filosofía, con la ciencia, con el arte, con la técnica, etc.-, en cambio, cada una de estas tareas (el Derecho, la filosofía, la ciencia, el arte, la técnica, etc.) habrán de tener una identidad como funciones de la vida humana. El contenido del Derecho de hoy en una nación difiere del que tuvieron los ordenamientos de otras épocas y pueblos; pero la función que el Derecho de aquí y de hoy desempeña en la vida humana de esta situación histórica es pareja a la que desempeñó el Derecho de ayer y de otras situaciones históricas. (Seguramente veremos en el curso de esta obra, que dicha función constante es la de seguridad en la vida colectiva.) Asimismo, podríamos decir respecto de la técnica: es enormemente diversa la técnica del pueblo norteamericano a la de una colectividad primitiva o a la de los chinos tradicionales; pero una y otra tienen de común el desempeño de la misma función, que acaso podríamos definir como propósito de obtener un cierto dominio, una seguridad y aprovechamiento respecto del mundo de la naturaleza, y crear en ella para el hombre un margen de holgura que le permita vacar a otros quehaceres. Y, de pareja manera, podríamos enfocar el problema del arte: tal vez todas sus múltiples y heterogéneas manifestaciones tengan de común una función expresiva al servicio de un afán de sublimación. Y también respecto de —44→ la filosofía: por diverso que sea el contenido del pensamiento de Tales, Platón, Aristóteles, Descartes, Hegel, etc., todos ellos responden a igual necesidad funcional: la de encontrar una certidumbre radical y fundamental, una verdad autónoma y pantónoma. Y, así, podríamos irnos planteando parejamente el problema de todas las llamadas ramas de la cultura, las cuales debiéramos llamar mejor -a virtud de lo dicho-, funciones de la vida humana. Necesariamente ha de haber en la estructura de nuestra vida condiciones que producen, con regularidad constante, creaciones tales, siempre que la situación lo permite. La estructura de la vida -podríamos decir parafraseando a Diltehy11- lleva a ejercitar el conocimiento de las cosas (ciencia), dominio sobre la naturaleza (técnica), procesos económicos, arte, religiosidad, etc. Y, asimismo, a organizar formas de coexistencia y solidaridad, reglas del trato, derecho, estado, etc.
Y cada una de esas funciones no representaría algo aparte e independiente de las demás; antes bien, lejos de darse aisladas e inconexas, constituirían una articulación sistemática en la unidad de la vida. Hay en la vida una conexión, una unidad orgánica de todo cuanto pensamos, hacemos, sentimos, queremos. Cada una de esas funciones (ciencia, arte, derecho, etc.) no son elementos aislados, sino abstracciones, que ha hecho nuestro pensamiento sobre la realidad efectiva de la vida, en la que todas se dan recíprocamente trabadas.
Y probablemente habría que distinguir entre funciones de la vida individual y funciones de la vida social. Pero esta distinción es prematura, porque aun no he expuesto la diferencia entre vida individual y vida social, que abordaré en las próximas páginas.
El mundo de la vida humana, así como también el de su objetivación, tiene su sistema de categorías. El descubrimiento de este sistema es una de las tareas en que está trabajando el pensamiento de nuestros días. Y no es este libro el lugar apropiado para anticipar una exposición sobre este asunto. Pero aquí interesa y basta con que me refiera a dos de ellas: lo normativo y lo colectivo, que son las que más directamente afectan al Derecho.
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Entre las significaciones que piensa el hombre, podemos establecer una clasificación formal en dos grupos: significaciones o proposiciones enunciativas y significaciones o proposiciones normativas.
Proposiciones enunciativas son aquellas que enuncian en qué consiste un ser, qué es una realidad, la existencia de un hecho, la manera efectiva como ha ocurrido ese hecho, el modo regular de acontecer unos fenómenos, etc. Son proposiciones respecto del ser, denotan un ser, dan cuenta de la existencia de algo, o de cómo es ese algo, o de la conexión entre varios algos. Tales son, por ejemplo: las proposiciones referentes a la naturaleza, tanto de tipo singular (v. g., descripción de una cordillera), como de tipo genial (conexión entre varios fenómenos: la calda de los cuerpos, su dilatación, su vibración); también las proposiciones de la ciencia psicológica, que manifiestan el modo de ser y producirse los fenómenos anímicos; los teoremas matemáticos (que expresan conexiones ideales); los relatos históricos (Colón descubrió América en 1492) que exponen hechos que han sido; el anuncio astronómico de un eclipse, etc., etc. Todas esas proposiciones enuncian algo que es, algo que fue o algo que será. Esas proposiciones, en su conjunto, constituyen el esquema del mundo dado realmente; valen por razón de su coincidencia con la efectividad de los hechos; y, consiguientemente, tienen validez sólo en tanto en cuanto concuerdan con los hechos. La discrepancia entre una de esas proposiciones y los hechos a que ella se refiera entraña la falsedad de la proposición. Si resultase que la altura que el Popocateptl tiene sobre el nivel del mar no es, como se ha dicho, de 5.452 m., sino mayor o menor, la proposición que así lo afirmaba quedaría invalidada, sería errónea. Si un fenómeno singular de la naturaleza discrepase de la manera de producirse como fue prevista en una ley física, ello constituiría la palmaria prueba de que la ley física había sido formulada erróneamente y quedarla invalidada. Si resultase que Cristóbal Colón no desembarcó por vez primera en tierras americanas en 1492, sino en 1493, tal enunciado histórico resultaría falso.
Las proposiciones normativas, en cambio, no enuncian la realidad de unos hechos, ni el modo como efectivamente éstos acontecen, sino que determinan un deber ser; es decir, prescriben una cierta conducta como debida. Tales, por ejemplo, los preceptos morales, —46→ las reglas del decoro, las leyes del Estado. Se refieren a la conducta humana; pero no como explicación de sus hechos reales, no como enunciación de las conexiones efectivas en los procesos reales del humano obrar, sino determinando como debido, como debiendo ser, cierto comportamiento. Las normas no enuncian lo que ha sucedido, sucede o sucederá, sino lo que debe ser cumplido, aunque tal vez en la realidad no se haya cumplido, ni se vaya a cumplir -puesto que es posible que haya quien infrinja la norma-. Cabalmente la condición para que una norma sea tal, para que tenga sentido como norma, radica en que aquello que estatuye como debiendo ser, no tenga que acontecer forzosa e inevitablemente en él mundo de los hechos. La norma prescribe lo que debe ser, lo cual tanto puede ser, como no ser, en la realidad, puesto que depende de un arbitrio humano. Precisamente porque en el mundo real puede no cumplirse lo que la norma estatuye, por eso la norma tiene sentido como tal norma. Si lo que la norma dice se realizara siempre y necesariamente, forzosamente, entonces la norma perdería su carácter de «deber ser», dejaría de constituir tal norma, y se transformaría en una ley (en la expresión de una concatenación causal constante de fenómenos). Una norma que rezase «debe suceder lo que realmente sucede», o «debes comportarte del mismo modo como realmente te comportes», no sería una norma, carecería de sentido normativo. Sería como si dijésemos que la llama debe dilatar la columna de mercurio calentada por ella, lo cual no tiene sentido, porque la columna de mercurio no es capaz de un acto de rebeldía en contra de esta ley, y siempre y necesariamente se dilatará cuando sea calentada. Así, pues, es supuesto esencial de la norma la posibilidad material de que sea violada, de que la conducta del sujeto por ella obligado pueda contravenirla; pues, de otra manera, no sería una norma, sino un mero enunciado de hechos. Si uno no se conduce del modo prescrito en la norma, si deja de hacer aquel comportamiento a que está obligado por ella, la norma no sufre nada en su esencia normativa por tales hechos adversos: su validez normativa, su deber ser persiste incólume. Cuando se dice que la norma ha sido violada, lesionada o quebrantada, no se quiere decir con esto que a la norma como tal le haya ocurrido algo, que ella haya sufrido en su validez menoscabo alguno, sino que la conducta del sujeto representa un apartamiento de ella, una no realización de sus exigencias; pero eso es así, precisamente porque la norma sigue siendo norma a pesar de que haya quedado incumplida. La normatividad de una regla se afirma cabalmente en el contraste con su inobservancia —47→ de hecho. El tipo de necesidad de la exigencia normativa no es causal, no es una forzosidad real, sino que es un tipo de exigencia ideal. Las normas son, pues, proposiciones que valen, a pesar de su no coincidencia con la realidad, porque no tratan de expresar cómo es efectivamente ésta, sino cómo debe ser; es decir, tratan de prescribir una conducta.
Desde este punto de vista formal, en que acabamos de contemplar lo enunciativo y lo normativo, resulta que estas dos categorías (el ser y el deber ser) son igualmente primarias, es decir, independiente la una de la otra. Si clasificamos nuestros pensamientos desde ese punto de vista puramente formal (en cuanto a su forma), resulta que nos encontramos con pensamientos en los que se da la enunciación de un ser; y otros pensamientos en que se expresa un deber ser. La realidad de algo nada nos dice sobre su adecuación o no adecuación a una norma. Un precepto normativo nada nos dice sobre cómo es o será de hecho la conducta a la cual se dirige, Nos encontramos, pues, con una diferencia formal y primaria entre realidad y deber ser, o, lo que es lo mismo, entre proposiciones enunciativas y proposiciones normativas.
Lo expuesto ni prejuzga adversamente, ni contradice el ensayo realizado por Husserl, de convertir las proposiciones normativas en enunciadoras de calidades de valor. Según ese ensayo, una proposición normativa puede ser convertida en enunciativa del valor o del mandato que la funda. Así, por ejemplo: la proposición «debes ser veraz» quedaría transformada en la proposición Ia veracidad es moralmente buena»; la norma «el depositarlo debe en tales y cuales condiciones devolver la cosa depositada al depositante» quedaría convertida en esta otra: el Código civil dice que si el depositario no devuelve la cosa, será sometido a un procedimiento sancionador de ejecución forzosa; etc. A pesar de esa posibilidad de conversión, queda en pie la especial caracterización de lo normativo, según la he expuesto.
Ahora bien, adviértase que entre las proposiciones de tipo normativo podemos establecer la siguiente distinción o clasificación: A) Proposiciones de forma normativa, cuyo contenido tiene su origen en una elaboración humana -esto es, que ha sido fabricado por el hombre-; por ejemplo: los preceptos de un Reglamento de tránsito; y B) Proposiciones normativas cuyo contenido es la pura —48→ expresión de un valor ideal; por ejemplo: los principios puros y absolutos de la moral, los primeros principios del valor justicia; y en tales principios ocurre que no sólo es normativa su forma, sino que también es normativo (valioso) su contenido, en sí y por sí. Ocurre que a la esencia de algunos valores pertenece una dimensión de «deber ser» y aun de «deber hacer», en el sentido de deber ideal o puro. Este deber ser ideal o puro -en virtud de la misma índole del valor, y dentro de las condiciones exigidas por el mismo contenido y sentido del valor- constituye un deber ser absoluto, que se funda sobre sí mismo, cuya validez no deriva de nada extrínseco a él. Y, así, sucede que en los principios que constituyen pura y perfecta expresión de valores ideales, no sólo es normativa la forma en que se presentan, sino que lo es también su materia, es decir, su contenido.
Nótese que la normatividad de las proposiciones de la vida humana objetivada, v. g. , el ejemplo que antes poníamos del reglamento de tránsito, es formal; pero, por el contrario, su contenido dimana de una elaboración humana, es el producto de los pensamientos y de la voluntad que han tenido unos determinados hombres de carne y hueso, y no es pura esencia de valor, aunque, desde luego, trate de fundarse o de orientarse en determinados valores. Tal reglamento de tránsito tiene forma normativa, porque no constituye la enunciación de una realidad, sino que constituye un precepto, un imperativo. Pero, de un lado, aunque este reglamento se oriente hacia unos valores e intente fundarse en ellos, la base próxima o inmediata de su deber ser, de su normatividad, radica en una voluntad, es decir, en un mandato (de la autoridad competente). El Derecho positivo rige como norma no por su mayor o menor acierto intrínseco (por su más o menos lograda justicia), sino por su vigencia, es decir, por haber emanado de la instancia competente. Y, además, por otra parte, el contenido de un precepto positivo (p. e., de la reglamentación a que me he referido), aunque intencionalmente apunte a determinados valores (v. g., seguridad, bien común, libertad, etc.), alberga una serie de elementos históricos, circunstanciales, de finalidades concretas, singulares, condicionadas a situaciones particulares, y puede encarnar sólo imperfectamente los valores a que aspira. O, dicho con otras palabras: las reglas del Derecho positivo, de un determinado pueblo en un cierto momento histórico, son normas -es decir, tienen forma normativa-, pero su contenido no es exclusivamente puro valor ideal, sino —49→ finalidad concreta, condicionada a determinadas circunstancias; es interpretación humana más o menos afortunada, que unos sujetos dan de determinados valores con respecto a una situación. En suma: el Derecho positivo es algo normativo, pero su contenido, aunque orientado hacia valores, no es valor puro, sino que es obra humana histórica. Y el fundamento de su normatividad es formal, es decir, estriba en su vigencia, en las atribuciones de quien lo dicta.
La sociedad no es un ente en sí y por sí, con existencia aparte de la de los hombres individuales que la forman; es decir, la sociedad no es una realidad substante, sino que las únicas realidades substantivas que la componen son los hombres. Así, por ejemplo, no existe aparte y con independencia de los mexicanos una realidad México. Suponer lo contrario, creer en la substantividad de los entes sociales, como algo en sí y por sí, era un desvarío del pensamiento romántico (que hablaba de una misteriosa y recóndita alma nacional -como realidad espiritual- que actuaba de protagonista de la historia y que gestaba la cultura, arte, lenguaje, derecho, etc.); o fue también uno de los más lamentables errores en que incurrió la doctrina de Hegel -y también sus derivadas; o, asimismo, una manifestación del tosco biologismo del siglo XIX, que, en impremeditada apetencia de resolver todos los problemas con una única y simple fórmula, quería explicar la sociedad como un organismo biológico -parecido a los animales- de gigantescas proporciones. El pensamiento contemporáneo ha hecho una crítica decisiva de todas esas doctrinas, tanto de la fantasmagoría de los románticos, como de las confusiones en la teoría de Hegel, como también del pensamiento naturalista del organicismo. Y se ha establecido, por fin, con palmaria claridad que lo social no tiene realidad aparte de los individuos, sino que constituye algo que les acontece a los hombres y que éstos hacen. En suma, diría yo, lo social es una forma de vida humana.
Ahora bien, de la comprobación de que las únicas realidades substantivas en lo social son los hombres, no se sigue de ninguna manera (como muchos han pretendido con inexacta visión) que la sociedad sea sólo un tejido de las vidas individuales. Cierto que la sociedad la componen y la viven sólo los hombres -esto es, los individuos, pues no conocemos más seres humanos substantes que —50→ los individuales-. Pero, según veremos en seguida, cuando los individuos actúan como miembros de una colectividad, lo que viven no es su propia y auténtica vida individual, sino unas especiales formas de vida objetivada, esto es, unas formas de vida colectiva. O, anticipado con otras palabras: quien vive lo colectivo es el individuo, pero esas formas de vida colectiva pueden distinguirse perfectamente de las formas de la vida propia y auténticamente individual.
Pero antes de desenvolver la idea que acabo de esbozar en el párrafo anterior, conviene que exponga lo que es supuesto de toda relación interhumana. Entre las muchas y diversas cosas que yo encuentro en el mundo, encuentro a los demás hombres. Pero no los encuentro como hallo una piedra o un árbol, sino que los encuentro como seres peculiarísimos, que guardan conmigo una relación distinta a aquella en que estoy con la fuente o con el sol, o con las ideas. Me siento afín a ellos en alguna medida, y sé (o barrunto) que a ellos les ocurre lo mismo respecto de mí. Intuyo que ellos me comprenden y que yo les entiendo. Aunque desde cierto punto de vista pudiéramos decir que yo vivo con la naturaleza, sin embargo la relación de coexistencia que yo tengo con las cosas de la naturaleza es diversa de la manera como yo estoy con los demás hombres: no estoy tan sólo en la sociedad y ante ella, sino también con ella. Estoy con los demás hombres, co-estoy, convivo. Por eso es un fatal error concebir la sociedad (el hecho de las relaciones interhumanas y el hecho de la colectividad) bajo la figura de la asociación, del asociarse, como si se fundase primariamente en este acto de reunirse o de asociarse. Pues para que unas gentes se reúnan a hacer una cosa común, o para que se asocien, es preciso que ya antes estén en sociedad, en relación; es menester que se entiendan mutuamente y que sientan que tienen algo en común.
Ahora bien, el individuo puede vivir dos formas de vida, tanto en sí mismo, como en relación con otros. En algunos aspectos o momentos vive formas individuales de vida, que crea él mismo, que le son privativas y exclusivas, a su propia medida, como algo muy propio e intransferible; pero, en otros aspectos y momentos, vive según recetas comunes, según fórmulas ya hechas y generalizadas; en suma, según formas colectivas de vida.
Así, pues, en la vida del hombre, que ciertamente es vivida siempre por individuos de carne y hueso, precisa distinguir entre el hacer u obrar puramente individual, y el hacer u obrar según —51→ módulos comunes (que, desde luego, es también ejecutado por el individuo, pero no en tanto que individuo).
El hacer u obrar individual es -según certeramente lo ha caracterizado José Ortega y Gasset12- el que vivo yo como tal individuo -en tanto que soy un ser determinado y diferente de todos los demás, en tanto que irreductible, en tanto que exclusivo, peculiar e insustituible-, por mi propia cuenta, bajo mi plenaria responsabilidad. Es la vida en que vivo originariamente mis pensamientos por propia adhesión a ellos, mis afanes genuinamente míos, en que tomo mis decisiones, íntegramente por mi cuenta, no sólo en cuanto al acto de decidirme, sino también en cuanto al contenido de la decisión, respondiendo a convicciones auténticamente mías.
Ahora bien, el individuo no sólo vive como individuo, de la manera y con el alcance que acabo de describir en el párrafo antecedente, sino que puede copiar su hacer, tomándolo de modelos, de módulos de vida humana objetivada, que están ahí, como cristalizaciones, que pueden ser repetidas, revividas por nuevos sujetos. En este caso, nos encontramos con actos que se componen de dos tipos de ingredientes, a saber: un ingrediente individual (la decisión) y unos ingredientes objetivos, que consisten en el contenido de lo que se hace, el cual se toma de algo que está ahí ya dibujado, ya configurado, ya hecho otra vez por otro sujeto. En este caso, el querer hacer lo que hago emana de mí como individuo; pero lo que hago, el contenido de mi acción, no procede de mí, sino que lo tomo de otro; es una forma de vida humana ya objetivada.
Pero, con esto no hemos llegado todavía a caracterizar la forma colectiva de vida (vivida, desde luego, por individuos). Pues, en la clase de conducta que acabo de describir -como conducta en la cual su contenido no deriva del sujeto individual que la realiza, sino que éste la toma de ahí, de una objetivación de vida humana preexistente- pueden darse dos casos enteramente distintos. En primer lugar, puede darse el caso de que un individuo tome el contenido de su obrar de la conducta que tuvo otro individuo, como invención propia y original de éste. Tal es el caso en que copio o imito el comportamiento que fue original y propio de otro sujeto, porque estimo que esa conducta es valiosa, es digna de ser tomada como modelo. Tal cosa ocurre cuando tomo como ejemplo la conducta de un santo (me guío por las virtudes de San Francisco de Asís) o de un héroe (el general quiere imitar lo que Napoleón hacía), o de un maestro (el escritor quiere imitar el estilo de otro, porque le parece que es muy bello), o de un amigo (que considero —52→ leal, enérgico y sensato), o de un extraño (que admiro por su apostura), o me dejo guiar por la opinión de otra persona que reputo inteligente. En todos estos casos -y en el sinnúmero de sus similares- ocurre que un individuo, por su propia e individual decisión copia o reproduce la conducta de otro individuo (conducta que éste inventó o diseñó como individual). Y, así, pues, el primer individuo pone de su propia cosecha la resolución de copiar, de imitar de reproducir; pero lo que copia es la conducta individual de otro individuo. La forma objetivada de vida que reproduce es la cristalización de una vida individual de otro sujeto. Mas conviene hacer notar que, en estos casos en que se reproduce la conducta (que puede ser tanto pensamiento, como acción) de otro sujeto individual, aunque el contenido de ese comportamiento es tomado de fuera, sin embargo es intimizado; se le presta una plenaria adhesión, y de ese modo pasa a ser también convicción propia del sujeto que lo copia. Aunque él no haya inventado ese comportamiento, lo hace suyo íntimamente, se identifica con él porque le parece valioso; precisamente por eso es por lo que lo copia. Naturalmente, me refiero a los casos en que se toma otra conducta como modelo, conscientemente, por sincera adhesión, por auténtica devoción, y no sólo como resultado de un mecanismo de imitación reactiva.
Pero en segundo lugar, podemos registrar otro tipo de obrar distinto del que he examinado en el párrafo anterior. Se trata también de un caso en que el individuo copia una conducta ajena, pero no una conducta ajena individual de otro individuo (determinado e insustituible en tanto que individuo), sino una conducta general de un grupo de sujetos, una conducta impersonal, verbigracia, lo que hace la gente, lo que hacen los demás, lo que hacen los colegas, o los copartidarios, o los correligionarios, o los camaradas, en suma, lo que hacen los miembros de un grupo, no en tanto que individuos, sino en tanto que miembros de un circulo colectivo. Se trata de la conducta que realiza el hombre, no como individuo -intransferible e insustituible-, sino como sujeto de un círculo de hombres (clase, profesión, grupo, Estado, etc.), en su calidad abstracta de tal, y, por tanto, como un ente genérico, intercambiable, sustituible, fungible. En este caso -según ha subrayado certeramente José Ortega y Gasset- lo que se tiene en cuenta no es la conducta de otros sujetos en tanto que individuos, sino algo genérico, impersonal, abstracto, funcionario. Ser y actuar como miembro de una clase social, de una colectividad profesional, o de creencia, o de partido, como ciudadano, como funcionario, no es ser ni actuar como —53→ individuo, no es ser ni actuar como sujeto auténtico y originario de una vida, sino que es ser y ejercitar una función abstracta, un papel o rôle; es ser no persona individual auténtica, sino personaje. En este caso se ejecuta un repertorio de actos que no provienen de mí como individuo, ni tampoco de otro sujeto como individuo, sino que están definidos impersonalmente, como algo genérico y mostrenco; es supeditarme a algo no individual, sino común. Tomemos como el ejemplo más simple de esto lo que ocurre con los usos, que son algo prototípicamente social. Cuando cumplimos un uso hacemos algo que hacen los demás y porque lo hacen los demás, Juan lleva corbata porque ha visto que la llevan los demás; pero, ¿quiénes son los demás? ¿Acaso Pedro, Luis, José, etc.? Pero fijémonos bien, los demás no son una reunión de individuos en tanto que individuos, no son la reunión de Pedro (en lo que Pedro tiene de Pedro) y Luis (en lo que Luis tiene de Luis), y así sucesivamente; porque ocurre que Pedro lleva corbata también porque la llevan los demás, y dentro de esos demás figura también Juan (que es quien habíamos tomado como punto de partida); y así sucesivamente. Ninguno al cumplir el uso arranca de tomar en cuenta a otro sujeto, a fuer de individuo, sino a una vaga y genérica totalidad -que naturalmente tolera excepciones-, a los demás -dentro de cuyo concepto estoy también yo, pues cada uno de todos los otros toma también en cuenta a los demás (entre los cuales figuro yo)-. Nos encontramos con un hacer que sirve de modelo a mi hacer (a mi vida), y resulta que no hay nadie en concreto y singularmente responsable de ese hacer, porque cada uno lo cumple también porque lo realizan los demás. Resulta que los demás son casi todos los que pertenecen a un determinado círculo; pero no soy yo en concreto, ni Juan en concreto, ni Pedro en singular. Los demás, la gente, son todos, pero ninguno en particular o en concreto; son todos y nadie a la vez. Y, así, ocurre que cuando buscamos al sujeto responsable de lo social, nos encontramos con que no hay tal sujeto concreta y determinadamente responsable, sino la referencia vaga, genérica y difusa de «los demás». Lo social es una forma de vida que no es de nadie en particular, sino que es algo genérico, comunal, tópico.
Y cuando el individuo -siguiendo en el ejemplo que estoy glosando- cumple un uso social, el sujeto de ese obrar no es el yo individual, sino el «yo» fungible, algo así como un traje de bazar, como una máscara, en suma, lo que Wiese ha apuntado certeramente llamándolo «yo social en el individuo»13. En la conducta —54→ social, esto es, en las formas de vida colectiva, el individuo como individuo interviene nada más que en cuanto a la decisión de comportarse según esas formas; pues claro que puede resolverse a acatar el uso o a contravenirlo. El sujeto individual pone su supeditación al uso, a lo que hacen los demás. Pero aquello según lo cual se comporta, el módulo de conducta que ejecuta, eso no proviene del individuo en cuestión, ni tampoco proviene de otro individuo a quien el primero copie, sino de la colectividad, es decir, de unos sujetos en su condición de miembros de un grupo. El individuo que cumple un uso no hace sino ejecutar un proyecto de conducta que recibe como algo impersonal.
Y así podríamos multiplicar los ejemplos. Cuando yo pienso algo porque se me ha ocurrido a mí en radical soledad, o también cuando el pensamiento de otro sujeto lo he hecho mio sinceramente, por íntimo y radical convencimiento, hasta el punto de que ya pertenece a mi propio y entrañable acervo, pienso como individuo (plenaria y máximamente en el primer caso, y secundariamente en el segundo). Pero, en cambio, si pienso algo, porque lo he recibido como opinión dominante, en este caso soy sustrato de algo no individual, a saber, de algo colectivo, de la opinión pública (es decir, no privada de uno o de otro, sino tópica, comunal). Así, pues, como glosa con frase feliz Bouglé, la sociedad se manifiesta en fenómenos de los cuales el individuo es el teatro, pero no la razón suficiente14.
Cuando yo obro decidiendo sobre mi propia vida, sobre mi existencia privada, obro como individuo. Pero cuando actúo como miembro o como directivo de un grupo, mi conducta viene determinada por una serie de consideraciones ajenas a mi individualidad, a saber, por tener en cuenta la índole del grupo, sus intereses, su misión colectiva, etc. Es corriente escuchar frases como esta: «yo de buena gana por mí haría tal o cual cosa, pero como perteneciente a esta clase social, o como miembro de esta colectividad, o como directivo de la misma, no puedo, pues en mi calidad de tal debo tener en cuenta lo que el grupo significa, la función que en el mismo represento.»
Así, pues, aunque también en lo social actúa el individuo -en tanto en cuanto se somete a un proyecto de conducta ajena impersonal y es quien de hecho la ejecuta-, el sujeto a quien este comportamiento se refiere no es su yo entrañable, sino una especie de corteza a él adherida, una especie de investidura, en suma, lo que ha llamado por Wiese un yo social. -Pero entiéndase bien que el portador de este yo social es el mismo sujeto individual; es decir, —55→ que al hablar de un yo social, no nos referimos a un supuesto yo colectivo (hipótesis disparatada) distinto de los yos individuales, sino única y exclusivamente a una especie de máscara portada por el yo individual, a un papel desempeñado por éste. Este yo social recibe su figura, principalmente, de las configuraciones colectivas. Cierto que guarda una unión con el yo personal o individual. Pero en la vida humana social, lo que viene en cuestión no es la totalidad del hombre, su fondo entrañable, sino solamente el componente social de él.
Además, téngase en cuenta que no puede hablarse de un solo yo social en cada individuo; antes bien, sobre un único y mismo yo individual se dan superpuestos y en coexistencia una múltiple serie de yos sociales, correspondientes a las diversas situaciones colectivas en que participa, p. e., como: ciudadano, como trabajador, como sportman, como orfeonista, como afiliado a un partido, etc. Cada uno de esos yos sociales que el individuo lleva consigo es una especie de personalidad, no para él, no para sí mismo, sino para los demás. Se configura según unas exigencias sociales, es producto del contorno, cristaliza en tipos. Claro es que el yo individual es el único que es sujeto auténtico, el único que sufre y goza, que desea y teme15. Lo colectivo es una cristalización, una objetivación despersonalizada.
Cierto que en la supeditación de un sujeto a módulos colectivos de conducta puede darse una dosis de adhesión sincera y entrañable a los mismos. Pero esto no es en manera alguna esencial a la forma de vida colectiva. Podrá incluso en algunos casos ser esto deseable; pero no pertenece a la esencia del comportamiento según formas colectivas, antes bien, es por entero algo accidental. Yo cumplo plenariamente un uso, comportándome de acuerdo con él, aunque en el fondo de mi alma sienta enorme desprecio por el mismo y lo encuentre ridículo. Ahora bien, esto que es posible y admisible en formas de conducta colectiva, no lo es en cambio en el caso que antes examinábamos de la imitación del comportamiento individual de otro sujeto, es decir, cuando, v. g., se toma como modelo a un santo, a un maestro, a un héroe. Porque entonces se les toma como paradigma, precisamente porque se estima valioso su comportamiento, porque se siente uno íntimamente adherido, identificado con él. Pero esto es así, porque la relación con el maestro, con el sujeto ejemplar, no es una relación social, sino que es una relación interindividual, según certeramente ha señalado José Ortega —56→ y Gasset16. Como es también algo no social, sino interindividual, la relación con el amigo, la relación con la amada.
Efectivamente, en una amistad, en un amor, en una devoción de ejemplaridad, quienes se relacionan son dos individuos en tanto que individuos, en lo que cada uno tiene de individual. Se quiere al amigo, se ama a la novia, se sigue al maestro, precisamente por las calidades individuales y privativas que se descubren en ellos. Y, por tanto, la amada es insustituible; y lo mismo ocurre con el amigo y con el maestro. Estas relaciones se establecen entre yos individuales, entrañables, e irreductibles a otros. Lo cual es justamente lo contrario de lo que sucede en la relación social; pues ésta se establece entre sujetos intercambiables, canjeables, fungibles; por ejemplo: el colega, el copartidario, el camarada, el ciudadano, el conductor del tranvía, el consocio, el vendedor, el soldado, etc., expresiones que designan a yos sociales, a puros papeles o funciones genéricas, que en su calidad de tales pueden tener agentes sustituibles.
Anótese con especial empeño esta caracterización, que acabo de exponer, respecto de lo colectivo en general, porque después veremos cómo lo mismo, con rasgos mucho más acentuados -realmente mayúsculos-, se da en lo jurídico. En el Derecho, que en suma es una forma de vida colectiva -la máxima en intensidad y plenitud-, ocurre todavía más exageradamente eso mismo que venía glosando respecto de lo social in genere, a saber: que el sujeto de las formas sociales de vida no es el hombre auténtico, el hombre individual, sino una mera dimensión funcional, un papel o rôle, una máscara, en suma, un yo social. Lo mismo, pero con caracteres de mayor relieve, ocurre en la vida jurídica; en el Derecho constituido jamás tropezamos con hombres individuales, de carne y hueso, en su entrañable singularidad, sino que encontramos solamente al ciudadano, al extranjero, al funcionario, al particular, al vendedor, al comprador, al mandante, al mandatario, al naviero, al contramaestre, al contribuyente, al recaudador de contribuciones, al elector, al elegible, al juez, al gendarme, al delincuente, etc., en suma, categorías abstractas, tipos, cristalizaciones funcionales. Pero, en cambio, queda extramuros del Derecho, más allá o más acá de él, mi existencia única, intransferible, entrañable, mi perspectiva singular en el horizonte del mundo, mi vida distinta de todas las demás vidas, esa instancia única y privatísima que somos cada uno de nosotros.
De otro lado, dije ya que cuando nos preguntamos por el sujeto colectivo que manda o impone los módulos sociales, por quién —57→ sea «la gente», «los demás», nos encontramos con que no hay un sujeto colectivo auténtico, sino sólo una abstracción, una generalización impersonal. Pues bien, veremos más adelante, con la debida atención, que cuando nos preguntamos por quién es el sujeto que manda las normas jurídicas, que las impone, no hallaremos tampoco un sujeto real, sino un sujeto construido por la misma norma, a saber, el Estado. Este, a diferencia del sujeto dominante en lo social no jurídico (la gente), no carece de perfiles precisos, ni es vago, ni difuminado, antes bien está perfectamente definido y rigorosamente delimitado; pero no es un sujeto real, sino un sujeto conceptual, ideal, creado por la norma jurídica, personificado por ella.
Ahora bien, no se crea de ninguna manera que lo social tenga, por los caracteres explicados, una importancia puramente secundaria. En modo alguno. Lo social forma parte esencial y necesaria de la vida humana, como componente ineludible de ella.
El hombre necesita apoyarse, para resolver muchos problemas en lo que recibe ya hecho de los demás y del pasado. El hombre, como estudió muy profundamente Rousseau, es progresivo. Lo que esencialmente caracteriza al hombre, decía Rousseau -cuya certera doctrina había pasado inadvertida-, es su capacidad de comunicación, esto es, de poder aprender de los demás. No sólo por la inteligencia se define al hombre: aunque imaginásemos un hombre muy inteligente, capaz de descubrir por sí mismo las más importantes verdades, y las más acertadas máximas de moral y justicia, aunque supusiéramos en él las mayores luces -dice Rousseau en su «Discurso sobre los orígenes de la desigualdad»-, si toda esa sabiduría no pudiera comunicarse perecería con dicho individuo; y los demás -sus coetáneos y sus sucesores- tendrían que empezar de nuevo desde el principio, y así sucesivamente, con lo que ningún perfeccionamiento ni progreso se conseguiría. Lo que caracteriza esencialmente al hombre es su perfectibilidad, fundada en la comunicabilidad. El hombre comienza a vivir no en el vacío, sino apoyándose en lo que han hecho otros hombres. Para vivir, que es elegir entre las posibilidades limitadas que nos ofrece la circunstancia, precisamos de una interpretación de ésta, necesitamos un saber a qué atenernos respecto del mundo y de los demás; y esa interpretación, de momento, la recibimos de los demás. Sobre el nivel histórico de lo que los hombres han pensado y hecho ya, comienza mi vida; y sobre este nivel histórico, las nuevas ideas individuales aportarán innovaciones, rectificaciones, superaciones, de suerte que una nueva generación principiará su vida sobre un nivel distinto del que —58→ había cuando despuntó la nuestra. Por eso, dice Ortega y Gasset, el hombre es siempre heredero; el hombre de hoy es forzosamente distinto que el de ayer, porque cuando aquél comienza a vivir encuentra un acervo de dogmas, de módulos, que no había cuando empezaba la existencia del de antaño; pero, a la vez, el hombre de hoy, como vive en una nueva circunstancia, en un mundo distinto (de conocimientos, de creencias, de experiencias) que el de ayer, modificará por su propia cuenta ese legado recibido. El tigre de hoy es tan idénticamente tigre como los tigres de hace dos mil años: cada tigre estrena su ser tigresco. Pero por el contrario, el hombre (que se caracteriza esencialmente por tener tradición) no estrena jamás su ser humano, su humanidad, sino que lo recibe ya configurado por las gentes del pretérito inmediato; por eso el hombre es siempre otro que el que fue; no tiene un ser fijo; el de hoy es distinto que el de ayer, porque sabe o conoce ese ayer, y además en cada época tiene que crearse un nuevo ser. Así resulta que el hombre no tiene un ser dado, hecho, sino que tiene que hacérselo; mas para ello comienza partiendo de lo que han hecho los demás, sobre cuyo nivel aportará él su propia contribución (grande o pequeña). Y es la sucesiva acumulación de inventos teóricos y prácticos lo que hace posible el progreso. Dice Rousseau que ha debido transcurrir muchísimo tiempo antes de que hayan podido surgir las instituciones que hoy nos son habituales. Claro que para ser progresivo, necesita el hombre, por una parte, hacerse libre de lo que ayer fue y quedar en franquía para ser de otro modo; pero, de otro lado, necesita también poder acumular lo de ayer, aprovechar el pasado, partir de éste; porque de lo contrario, como dice Rousseau, cada ser humano tendría que comenzar de nuevo y no habría perfectibilidad posible. Se puede liberar del pasado, corregirlo, superarlo, aumentar su acervo, porque es individuo, con vida propia, que puede hacer por su propia cuenta. Mas para empezar sobre el nivel del pasado precisa la sociedad. La sociedad es necesaria y esencial al hombre: es como un aparato entre el individuo y su vida, como un instrumento o máquina que hace posible la progresividad. Ahora bien, démonos cuenta, como ha hecho notar José Ortega y Gasset, que las formas de vida social, son siempre representaciones del pasado, -remoto de siglos, o reciente de días, pero, en suma, pasado-; son formas de vida que fue antes; por tanto, arcaicas.
En el acomodarnos en muchos de nuestros quehaceres a lo que hacen los demás va implícito un crédito de confianza que abrimos —59→ a nuestros antecesores y a nuestros coetáneos. Creemos que si lo hacen los demás, esto ofrece una cierta garantía de acierto: Podrá no ser lo mejor, pero es probable que tampoco sea lo peor. No es posible imaginar un hombre que no copiase nada de los demás ni del pasado: tendría que comenzar a resolver por su propia cuenta todos, absolutamente todos los problemas de su vida (qué alimento tomar, dónde encontrarlo, cómo vestir, cómo comunicarse con los otros -el lenguaje es una forma social-, cómo guarecerse, el forjarse una interpretación de las cosas, etc.); en suma, tendría que inventar ex-novo todos los quehaceres de su existencia. La sociedad nos da resueltos una serie de problemas, con lo cual nos permite despreocuparnos de ellos, y de tal manera nos facilita la posibilidad de vacar a nuestra propia individualidad, disponiendo de ocio en el cual podamos vivir algunos momentos nuestra propia y privativa vida e inventar en ella algunas formas originales (humildes o egregias); esto es, nos proporciona ocasiones y tiempo para vivir por nuestra propia cuenta y riesgo. Esto no sería hacedero si tuviésemos que resolver cada cual por sí mismo todos los problemas de la existencia.
Así, pues, la vida social es para el hombre tan esencial como su propia vida individual. Otorgando un crédito de confianza a lo que los demás han hecho, el individuo tiene resueltos una serie de problemas perentorios; y, de esta guisa, puede obtener la holgura suficiente para dedicarse al cumplimiento de su destino privativo y propio; y, al mismo tiempo, puede aportar, con sus invenciones y nuevas experiencias, un progreso al legado recibido de la sociedad.
Ahora bien, adviértase que lo social -las formas de vida colectiva cristalizadas- constituye algo inerte, mecánico y estéril; y sólo fructifica en la medida en que sobre esas formas se produce la interferencia de una acción individual renovadora. Como ha glosado muy bien José Ortega y Gasset, la sociedad no es nunca original ni creadora; ni siquiera siente necesidades originariamente, pues quien las siente es el individuo; éste crea una obra para satisfacerlas; y, entonces, la sociedad la adopta; y, así, lo que primero fue invención del individuo se objetiva después en función social.
Así, pues, es erróneo suponer, como han pretendido algunos, que las formas colectivas y los productos sociales sean capaces por sí y nada más que por sí de engendrar nuevas formas, nuevas instituciones y creaciones. Si bien la vida colectiva es algo distinto de la vida individual, sin embargo es vivida sólo por individuos; y, por tanto no cobra existencia real y actual sino en la medida en —60→ que la viven o, mejor dicho, la reviven los hombres. Pues bien, si una forma social para ser real y actual necesita indispensablemente del concurso de los individuos, los cuales lo cumplen y lo realizan, ¿cómo podemos imaginar que una forma social sea capaz por si misma y nada más que por sí misma de originar nuevas formas sociales, sin pasar por el crisol de nuevas acciones individuales? Es de todo punto imposible. Todo lo que hoy es social, es colectivo, fue antes invención individual, creación de un individuo o de varios, que después se comunizó, se socializó, se colectivizó. Lo social es cristalización, fosilización, mecanización, y, por ende, es estéril, y sólo se renueva, sólo se recrea, merced a nuevas aportaciones individuales, que después consigan socializarse. Y evoluciona y cambia merced a un proceso de interacción entre lo dado social y la nueva aportación fecundante del individuo.
De todo lo dicho se desprende con toda claridad que lo social cumplirá su papel y será beneficioso en la medida en que ayude al hombre a resolver una serie de problemas; pero dejándole a la vez una holgura, dentro de la cual el individuo pueda ser él mismo, pueda moverse con libertad, para hacer su propia vida individual. Y por eso, cuando se intenta colectivizar integralmente al hombre, estatificarlo, funcionarizarlo, o lo que es lo mismo, desindividualizarlo, entonces se agota la esencia de lo humano, se deshumaniza al hombre, se le destruye. Y además con ello troncha irremisiblemente el porvenir y toda posibilidad de progreso para la misma sociedad, la cual perece resecada, puesto que ella sólo puede progresar merced a las aportaciones individuales.
Sería muy interesante proseguir la consideración de estos temas sobre lo social o colectivo, que he esbozado aquí. Pero como esta no es una obra de Sociología, sino que su terna es especialmente lo jurídico, debo limitarme a lo dicho, dejando para otra ocasión el desenvolver con mayor amplitud esta materia sociológica.
Todo lo dicho anteriormente nos ha conducido a una precisa y rigorosa localización de lo jurídico en el Universo. Hemos visto, con toda claridad, que el Derecho no es naturaleza corpórea, ni biología, ni psiquismo, ni pura idea de valor (aunque apunte a valores). El Derecho pertenece al reino de la vida humana objetivada; y, dentro de ésta, constituye una forma normativa de carácter colectivo —61→ social. Claro es que con ello no hemos llegado, ni mucho menos, a una determinación del ser peculiar del Derecho, de la esencia específica de lo jurídico. Hemos llegado tan sólo a situar el Derecho en la zona del Universo a la que pertenece. Pero a esta misma zona pertenecen también otras formas de vida humana normativa y colectiva, como, por ejemplo, las normas sociales del decoro, de la cortesía, etc. Y, por tanto, será preciso proseguir nuestra indagación hasta que acotemos esencialmente lo jurídico, como tal, diferenciándolo de todas las demás normas y de todas las demás formas colectivas.
De momento, lo que es posible establecer después del estudio que antecede es:
1º. Que el Derecho pertenece a la zona del Universo que he caracterizado como vida humana objetivada; y que, a fuer de tal, está constituido por un complejo de significaciones de estructura finalista, con un sentido e intencionalmente dirigidas a unos valores.
2º. Que esas significaciones tienen forma normativa.
3º. Que constituye una norma de contenido histórico: la interpretación humana, en un determinado momento, de las exigencias de unos valores, condicionados a determinadas circunstancias.
4º. Que es algo de índole social o colectiva: forma de vida no individual, sino colectiva, abstracta, común, funcionaria.
En suma, del Derecho podemos decir, en este momento, que es un producto humano (y, por tanto, histórico), que consiste en una forma normativa de la vida social, que apunta a la realización de unos valores. Pero, de una parte, nos falta aprender a diferenciar el Derecho de otras normas (de conducta humana), como p. e. la moral, el decoro, etc.; y a diferenciarlo también de otros productos sociales. Y, de otra parte, nos falta asimismo inquirir cuál sea el sentido esencial de lo jurídico, en tanto que tal.
Para definir un algo es preciso ciertamente aprender a distinguir ese algo de todos los demás algos, y muy especialmente de aquellos que le están más cercanos, o que presentan con él algún rasgo de analogía. Y, por ello, emprenderemos la indagación sobre la distinción entre lo moral y lo jurídico; entre lo jurídico y las reglas del trato social (decoro, decencia, cortesía, etiqueta, etc.); y entre —62→ lo jurídico y los mandatos arbitrarios (tarea que ha sido acometida por casi todas las obras contemporáneas de Filosofía del Derecho).
Pero con haber desarrollado esta labor diferenciadora del Derecho frente a las demás normas que en apariencia se le asemejan, todavía no habremos conseguido capturar mentalmente por entero la esencia de lo jurídico. Pues para conocer un algo esencialmente, a fondo, no basta con que sepamos diferenciarlo de todo lo demás, sino que es menester, además, que trabemos contacto con la intimidad entrañable de ese algo. Por ello, deberemos preguntarnos también por el sentido esencial de lo jurídico, después de haber delimitado el Derecho frente a todos los demás tipos de normas.
En la medida en que se cumpla satisfactoriamente esos temas se conseguirá una definición esencial del Derecho y la determinación de su sentido radical en una concepción filosófica del Universo, es decir, el sentido radical que lo jurídico tenga en la vida humana, como una de las funciones necesarias de la vida social.