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ArribaAbajoCapítulo II

El uso primitivo como norma indiferenciada. El uso como manifestación de diversos tipos de normas.


El lenguaje y la historia registran diversos tipos de normas dirigidas a la conducta humana: moral, derecho, reglas del trato social (decencia, decoro, cortesía, etiqueta, etc.), mandatos de pura fuerza. Veremos cómo en cada uno de esos tipos de reglas late un sentido diverso; cómo cada uno de esos tipos de normación tiene esencialmente una peculiar y privativa intencionalidad; cómo cada uno de esos tipos de regulación de la conducta apunta a unos valores correspondientes. Indagar la diferencia esencial entre derecho y moral, entre derecho y reglas del trato social, y entre derecho y mandatos de pura fuerza, consistirá en explicar cuál es el peculiar sentido propio de cada uno de esos tipos de normas.

Pero no hay que confundir la especial esencialidad de cada una de esas normas (moral, reglas del trato social, derecho, mandatos de pura fuerza) con las manifestaciones a través de la cual se nos revelen dichas normas. Porque, según se va a ver en seguida, ocurre que normas por entero distintas, de sentido esencialmente diverso, se manifiestan de manera similar. Así, a través del uso, de los usos, pueden manifestarse lo mismo normas morales, como también normas del trato social, como también normas jurídicas. Y las normas jurídicas, además de hacerse patentes en usos (Derecho consuetudinario), pueden manifestarse -y se manifiestan todavía en mayor volumen- mediante disposiciones legislativas y reglamentarias y mediante fallos de los tribunales. Y las normas de la moral pueden manifestarse mucho más pura y noblemente a través de la conciencia estrictamente individual.

Lo que ocurre, según expondré con mayor extensión unas líneas más adelante, es que habitualmente suele emplearse la expresión uso social para significar aquellas normas que en su mayor   —64→   parte siguen manifestándose a través de usos, que son las llamadas reglas del trato social (decoro, pudor, cortesía). Y, en tal sentido restringido y particular, se contraponen esos «usos sociales» (del decoro, de la cortesía, etc.) a los otros tipos de normas, a saber, a la moral, al derecho, etc. Pero no nos dejemos inducir a error por ese empleo un poco vago o impreciso de las palabras. Puede haber usos sociales de sentido moral, puede haberlos de sentido jurídico, y los hay en inmenso volumen con sentido de meras reglas del trato (cortesía, decoro, urbanidad, etc.) -a los cuales suele denominarse pura y simplemente usos-.

Vemos también que hay usos de carácter no normativo, es decir, que constituyen módulos de conducta sin la pretensión de crear un deber en los demás. El uso del saludo (regla de trato social), el uso de pagar el canon del arrendamiento rústico en determinada festividad (precepto de Derecho consuetudinario), son usos a través de los cuales se reflejan sendas formas de vida con pretensión normativa -del trato en el primer caso y del Derecho en el segundo-. En tanto que, por el contrario, un usa artístico (v. g. , el predominio de un estilo), la costumbre de comer determinados platos, la opinión pública, cte., son usos sin pretensión normativa.

Quede, pues, claro que el uso, la repetición colectiva e impersonal de un comportamiento, es una forma de vida humana objetivada, por medio de la cual pueden manifestarse sentidos muy diversos: sentidos no normativos y sentidos normativos; y entre estos últimos, tanto normas morales, como normas jurídicas, como normas del trato social. Si bien, muchas veces, se reserve para las normas últimamente mencionadas (las del trato) la denominación de usos sociales. Además, el hecho del uso constituye la dimensión de vigencia efectiva de una norma. Hablo de vigencia efectiva y no de validez; y aunque ahora no sea el momento de exponer la distinción entre vigencia y validez, anticiparé que por vigencia efectiva entiendo el hecho de que una forma objetivada y colectiva de vida humana, es realmente practicada, es revivida habitualmente por las gentes del grupo.

La costumbre, el uso, es la forma de regulación total de la vida humana en las situaciones primitivas. Representa la fuente más vigorosa de poder social en los grupos primitivos; y absorbe casi la totalidad de la vida humana. Adviértase que el primitivo apenas cuenta con vida individual; vive rígidamente enmarcado en una colectividad, sin haberse descubierto a sí mismo, casi como mero instrumento de la colectividad. El progreso se señala siempre   —65→   por una descolectivización del hombre, esto es, por un descubrimiento y liberación de la individualidad. El hombre enteramente socializado, colectivizado, lleva una existencia parecida a la animalidad; puesto que no es él quien actúa y vive, sino la colectividad a través de él.

En la infancia de las sociedades, toda norma de conducta se presenta de ordinario bajo forma consuetudinaria. La costumbre aparece como la instancia reguladora de toda la conducta. En la costumbre primitiva se involucran preceptos religiosos, imperativos morales, reglas de trato (decoro, decencia, cortesía, cte.), preceptos jurídicos, módulos técnicos, recetas médicas, etc. El hombre en situación de primitivismo (cuando hablo de lo primitivo no me refiero tanto a un estadio cronológico, cuanto a una situación especial, de la que hay también ejemplos contemporáneos) rige su vida casi exclusivamente por usos, que para él tienen a la vez significación religiosa, moral, de decoro, jurídica, política y técnica. Pero, claro es que no distingue netamente esos varios aspectos: esa primitiva costumbre de múltiples y diversas dimensiones se presenta como algo previo a la diferenciación de éstas, como una norma indiferenciada, que es todo esto a la vez (religión, moral, decoro, derecho, técnica, etc.) y nada de esto en particular y con plenitud.

Y aun debemos observar que esa primitiva costumbre indiferenciada, más que como norma, más que como la conciencia de algo normativo, se da como un puro hecho de poder social irresistible. Es decir, la costumbre, para el hombre primitivo, representa no tanto la conciencia de un deber ser, sino más bien el carril forzado sobre el cual discurre por inercia su vida. En sus comienzos, la primitiva costumbre indiferenciada constituye la realidad de una conducta homogénea y regular de un círculo social, conducta que se ha producido por un proceso de adaptación irreflexiva, por mero hábito, a virtud de un seguir el surco por el que se vio marchar a los antepasados y se ve marchar a los contemporáneos del mismo grupo. Diríamos que esa costumbre, en sus primeras fases, tiene mucho de mero hábito biológico, más que de vida humana.

Pero ocurre que de esa costumbre como hábito, como pura adaptación mecánica, inerte, irreflexiva, se va pasando paulatina y casi insensiblemente a la conciencia de la misma costumbre como algo normativo, es decir, como algo que no solamente ha sido y es, sino que se estima también que debe ser. En la costumbre primigenia,   —66→   más que nada por hábito y por mecánica adaptación, el individuo ni siquiera suele hacerse cuestión de cumplir o dejar de cumplir lo habitual, lo consuetudinario. Por eso, ni siquiera experimenta ser objeto de una especial coacción, precisamente por lo muy fuerte que la coacción es. Efectivamente, la coacción que dimana del grupo es tan vigorosa, representa una inserción del individuo en el grupo tan estrecha, tan fuerte, que al individuo de ordinario no se le ocurre que las cosas puedan ser de otro modo; apenas tiene margen para pensar que pueda rebelarse, que pueda ocurrir lo contrario de lo que usualmente sucede. Por ello, casi no existe el sentimiento de un deber; más bien lo que se da es la convicción implícita de que no se puede obrar más que de aquella manera y no de otra. Se trata de una adaptación cuasi animal al ambiente. Pero sucede que un buen día surgen individuos con sentido crítico, los cuales se hacen cuestión de la costumbre tradicional, la someten a enjuiciamiento, y acaso como resultado de esto se rebelan contra ella. Y entonces, al dibujarse el contraste entre la costumbre y la discrepancia frente a la misma, se acusa la pretensión normativa de aquélla, que es precisamente la que ha sido puesta en cuestión. Y, entonces, se dibuja en la costumbre la expresión de un deber ser -que estará o no justificado-, pero que tiene esa pretensión (acertada o erróneamente).

Esta primitiva costumbre indiferenciada (que en su orto tiene dimensiones casi de hecho mecánico, de hábito irreflexivo, y que después aparece en la conciencia con un sentido normativo de precepto) ofrece, como decía, una faz tornasolada, en la que se dan coloraciones religiosas, morales, decentes, jurídicas. Pero ocurre que, en la involucración de estas dimensiones, a veces prepondera una de ellas; y, así, en un grupo y tiempo, la norma indiferenciada se presenta con un sentido predominantemente religioso; mientras que en otro pueblo apunta con mayor vigor el sentido jurídico, de suerte que lo moral y lo religioso se presentan como jurificados, cual sucede en la primitiva Roma; y en los primitivos tiempos griegos, la norma indiferenciada propende a lo moral, de tal suerte que lo jurídico y lo religioso se presentan como moralizados.

Ejemplos de esta normación indiferenciada los tenemos en el dharma de los hindúes, en la themis de los griegos, en el fas de los latinos, en la Sitte germánica.

A medida que el hombre va cobrando conciencia de sí mismo y de las instancias valoradoras de su vida, van perfilándose también   —67→   los diversos tipos de regulación de la conducta: lo religioso en tanto que tal, lo puramente moral, el decoro social, el Derecho, como diferenciaciones salidas de la primitiva norma global. Ahora bien, no se trata, en manera alguna, de que cada uno de esos diversos tipos de regulación del comportamiento tenga un origen empírico, puramente contingente, fortuito. Aunque en la realidad de la historia vayan surgiendo de la manera dicha, se trata de diversas formas de normatividad, cada una de ellas con una esencia pura y delimitada, que corresponde a una función especial, necesaria, de la vida humana. Esos diversos tipos de normas corresponden esencialmente a diversas funciones necesarias y constantes de la vida humana. Lo que ocurre es que cuando ésta se presenta en situaciones primitivas con caracteres rudimentarios, entonces sus normas correspondientes aparecen también como rudimentarios aspectos involucrados en la costumbre indiferenciada, la cual viene a llenar imperfectamente todas esas funciones. Pero no es fortuito, según veremos, sino algo esencial, el que en la vida humana se produzca moral, religión, derecho, decoro, técnica, etc.

Ahora bien, ocurre que entre todos esos diversos tipos de normas, cuando ya se ha operado el proceso de diferenciación, hay uno de ellos que suele seguir manifestándose casi enteramente a través del uso, a saber, las normas del trato social (decoro, decencia, cortesía, urbanidad, etiqueta), por lo cual se las suele denominar en muchas ocasiones «usos sociales» pura y simplemente. Pero urge no confundir la esencia de estas normas, su peculiar sentido -que estudiaremos más adelante- con el hecho de que de ordinario sigan manifestándose de manera consuetudinaria. Esa forma consuetudinaria no es forzosamente privativa de dichas reglas del trato social, sino que puede también servir de vehículo a otras; por ejemplo, a las jurídicas (Derecho consuetudinario). Y, por otra parte, cabe -aunque no sea frecuente- que algunas normas del trato social obtengan otro medio de expresión externa, distinto del uso.

Lo que precisa que quede muy claro es que, cuando de la primitiva norma indiferenciada se han desprendido ya con sus respectivos perfiles propios la moral, y el derecho, y otras reglas, los usos que quedan como residuo, en los cuales se expresan y contienen las reglas del trato social, cobran ya un especial y privativo carácter, a saber, el carácter propio y esencial de esas normas del trato. Y, así, aunque muchos usos sociales representen un residuo de la primitiva costumbre, ya no se identifican con ella, antes bien   —68→   se distinguen esencialmente de la misma. Porque la primitiva costumbre indiferenciada era ciertamente regla del trato social (decoro, cortesía), pero era también religión, y era derecho, y era moral; y todo ello lo era no plenamente, ni clara y distintamente, sino en confuso embrión. Lo era todo en iniciación, en tendencia, en esbozo, pero no era todavía nada en concreto y en plenitud. En cambio, cuando de la primitiva costumbre se han independizado los dogmas religiosos, los imperativos morales, los preceptos jurídicos, etc., entonces lo que queda como regla del trato social, ya no es nada más que esto, a saber, norma del trato social (decoro, cortesía, etc.); ya no tiene que ver con la religión, ni es moral, ni es derecho, sino única y exclusivamente regla del trato.



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ArribaAbajoCapítulo III

Mi destino auténtico y lo tópico comunal de la sociedad. -La diferencia entre moral y derecho.


Sumario: 1. El planteamiento del problema.- 2. El punto de vista de enjuiciamiento plenario de la vida humana; y el punto de vista relativo de la sociedad. Sentido esencial de lo moral y sentido peculiar de lo jurídico.- 3. Quién es el motivo de lo moral y quién es el motivo de lo jurídico.- 4. Intimidad de la moral y exterioridad del Derecho. -5. Libertad de cumplimiento en lo moral y necesidad de realización en lo jurídico. Autonomía moral y heteronomía jurídica. -6. La nota de imposición inexorable como característica esencial de lo jurídico. -7. Examen crítico de la discusión sobre la coercitividad. -8. El Derecho como máxima firma social; y la Moral como destino auténticamente individual.


ArribaAbajo1. El planteamiento del problema

Decía una vez Romano Guardini, el gran pensador cristiano: «El sermón de la montaña es el documento moral más sublime que posee la humanidad; pero, ¡entiéndase bien!, documento moral en sentido estricto; pues si en lugar de ver en él una fuente de inspiración rigorosamente moral, tratásemos de tomarlo como directriz para la organización jurídica o política, perdería su grandeza y se nos aparecería como un testimonio de cobardía». Aquí se apunta certeramente a la diversidad esencial de sentido entre lo propiamente moral y lo puramente jurídico.

Pero, de otro lado, olmos frecuentemente apelar al sentido ético del Derecho, hablar de que el Derecho es algo moral, o por lo menos de que debe serlo.

He aquí, pues, nuestro problema: de un lado parece que el Derecho es algo esencialmente emparentado con ideas éticas, algo perteneciente al terreno de la Ética; pero de otra parte, presentimos que, aunque el Derecho habite en el área de lo ético, sin embargo   —70→   supone una regulación animada por un sentido diferente de aquel que inspira a la moralidad -entendida ésta en la más estricta acepción de la palabra-. Y, en confirmación de esto último, hallamos que la historia del pensamiento jurídico nos ofrece una serie de ensayos encaminados a establecer la diferencia entre el concepto de la Moral y el concepto del Derecho. Y creo poder afirmar que este tema, después de innúmeras peripecias, llega hoy a un grado de satisfactoria madurez.

Moral y Derecho son dos regulaciones que sc dirigen a la conducta humana. Por consiguiente, parece obvio que una y otro se habrán de inspirar en valores pertinentes a la conducta, esto es, en valores éticos. O lo que es lo mismo, que la Ética, como consideración que abrace los problemas fundamentales del humano comportamiento práctico, habrá de ocuparse no sólo de la Moral, sino también del Derecho. Pero lo que ocurre es que aun siendo éticos los valores hacia los que apunta el Derecho y en los cuales debe éste inspirarse, tales valores orientadores de lo jurídico, son diversos de los valores pura y estrictamente morales. Y la diversa índole de los valores morales -en la acepción rigorosa y restringida de esta palabra-, y de los valores que se refieren al Derecho, trae consigo que necesariamente hayan de ser también esencialmente diversos el sentido de la moral y el sentido de la norma jurídica. Al estudio de esta diversidad esencial de sentido consagro las páginas de este capítulo.

Pero antes es preciso advertir que aquí me propongo exclusivamente un problema de definición esencial, y no el tema de una valoración ideal. Es decir, vamos a preguntarnos pura y simplemente por el concepto universal del Derecho y por el concepto universal de la Moral, y no por los ideales jurídicos, por aquello que deba ser Derecho; como tampoco nos ocuparemos de la Moral pura y auténtica. Lo que importa aquí es enterarnos de qué se entiende, en términos generales, por regulación moral, y de qué se entiende, en términos generales, por regulación jurídica. De suerte que la noción de lo jurídico que obtengamos, será aplicable a todos los Derechos que en el mundo han sido, a todos los que son, y a todos cuantos puedan ser en el futuro. Y, de análogo modo, el concepto que logremos de lo moral, podrá referirse a todas las morales que se hayan producido, o se puedan producir. Se trata, por ende, de una labor que consiste tan sólo en definir los respectivos sentidos genéricos y esenciales de dos funciones de la vida humana -lo moral y lo jurídico-, sin, proceder a la valoración crítica.   —71→   Entre los muchos Derechos que en el mundo han sido y son, hallamos normas justas, otras menos justas, y también otras radicalmente injustas y monstruosas (como, por ejemplo, la esclavitud o la legislación nazi). Pero no cabe duda de que esas normas injustas, cual las de la institución de la esclavitud, pertenecen a la provincia jurídica y no a la religiosa, ni a la artística, ni a la científica, ni a la deportiva. Se trata de algo que se ha producido bajo forma jurídica, aunque resulte abominable: es algo que fue Derecho vigente en determinado momento y lugar, aunque estuviese injustificado, aunque no hubiera debido ser Derecho. Pero es algo que sólo podemos entender como algo jurídico -aunque injusto- y no como obra de arte, ni como producto de la ciencia, ni como religión. Es algo detestable, vergonzoso, que se presenta como injusto; pero que adoptó la forma y el sentido jurídicos. De la misma manera, hallaremos en la historia convicciones y doctrinas morales que reputamos como gravísimos yerros, como tremebundas desviaciones de los auténticos valores morales; pero que aun cuando erróneas -pertenecen a una intención moral (malograda), tienen el sentido de querer constituir moral (aunque ese propósito se frustrara) y no arte, ni derecho, ni ciencia.

Claro, es que, además, lo moral y lo jurídico pueden y deben ser estudiados, no ya desde el punto de vista de su definición, sino desde el punto de vista de su valoración; a saber, preguntarnos por cuál es la auténtica moral, la absolutamente fundada; e interrogarnos por los criterios que deben orientar al Derecho, para que éste se halle plenamente justificado. Ahora bien, dicho estudio constituye un punto de vista y un propósito diferente del de una mera definición: constituye un estudio de Estimativa. Pero, en cambio, lo que en este momento urge indagar aquí es el criterio que nos permita acotar formalmente el campo de lo jurídico, delimitándolo del campo de lo moral. Y en la última parte de este libro plantearé el otro tema, el valorador, esto es, el asunto de una Estimativa Jurídica.

Los productos jurídicos históricos -tanto el Derecho que rigió o rige, como las doctrinas sobre el Derecho que debe ser (Derecho natural, Derecho racional, Derecho ideal), lo mismo que las convicciones y las teorías morales, constituyen funciones de vida humana, y entrañan, por consiguiente, intencionalidades de valor: de valores jurídicos los primeros, de valores morales los segundos. Mas para que los incluyamos, respectivamente, en la denominación de Derecho o en la de Moral, no precisa que encarnen de un modo   —72→   positivo los valores ideales correspondientes: basta con que los postulen intencionalmente y ofrezcan las características formales propias de la especie jurídica los unos, y de la especie moral los otros. Ahora bien, es cabalmente por estas características por las que nos interrogamos. Hay que preguntarse por cuál sea el concepto universal común a todo fenómeno y a todo pensamiento jurídico; y, asimismo, por la noción universal y común a toda concepción y a todo hecho morales; lo cual es cosa muy distinta que inquirir los ideales correspondientes a estos dos sectores de la conducta.

Adviértase que las palabras «Derecho» y «Moral» son empleadas en dos acepciones distintas, que, respectivamente, coinciden con el sentido de estos dos problemas (el de definición y el de estimación). De un lado «Moral» puede significar el campo propio de un tipo de normas de conducta -sentido de definición-; por ejemplo: tal materia, tal norma perteneció en el pueblo X al campo de la moral. De otro lado, la palabra moral puede significar un juicio afirmativo de valor -una estimación positiva-; por ejemplo: la lealtad es moral (buena). Y lo análogo ocurre con el Derecho: cuando decimos que la esclavitud es una institución del Derecho romano, entendemos la palabra Derecho como un mero concepto universal definitorio, que nos permite circunscribir, en las realidades históricas o en nuestras representaciones, aquellas que tienen carácter jurídico. En cambio, cuando se dice «la esclavitud no es de Derecho», lo que se entiende entonces con esta palabra, no es el concepto de lo jurídico pura y simplemente, sino la idea de la justicia, un valor jurídico; esto es, lo que quiere afirmarse es que la esclavitud -a pesar de haber sido Derecho en ciertos pueblos y épocas- es injusta, es antivaliosa, o lo que es lo mismo, que no debió haber sido Derecho.




ArribaAbajo2. El punto de vista de enjuiciamiento plenario de la vida humana; y el punto de vista relativo de la sociedad. -Sentido esencial de lo moral y sentido peculiar de lo jurídico

Recuérdese lo expuesto respecto de que cualquiera de los actos del hombre constituye un problema, y requiere justificarse. Toda decisión precisa una justificación, necesita quedar justificada ante mí. La vida no puede avanzar, ella no puede vivir, sino tratando de resolver su propio, problema, las cuestiones que ella se plantea a sí   —73→   misma, para lo cual es ineludible que justifique ante sí misma sus propias actitudes y determinaciones. Así, pues, parece que la justificación es un proceso a que necesariamente se someten todos los actos de la vida. No puede tomar el hombre ninguna determinación que no justifique ante sí mismo. Para actuar, precisa hallar una justificación de sus actos ante sí mismo; lo cual implica una estimativa, un conjunto de juicios de valor. Ahora bien, esta justificación puede estar fundada en un juicio de valor verdadero, o por el contrario, en una estimación que se apoye solamente en una apetencia, o en un momento pasional, que traten de urdir para sí una apariencia de justificación, una justificación falaz. Este es el proceso que sigue el pecador, el vicioso, cuando trata de justificar ante sí mismo las faltas que comete, cuando trata de falsificar su propia vida huyendo de su auténtico destino, cuando trata de engañarse a sí mismo.

Pues bien, lo moral consistirá en la instancia de justificación de la conducta según los valores que deben inspirar el comportamiento, tomando la vida humana en sí misma, centrándola en su auténtica y más radical significación, atendiendo a su supremo destino, contemplándola en su propia realidad -que es la realidad individual-.

Decía que todo acto de la vida necesita justificarse ante el sujeto mismo -lo cual puede suceder que se haga correctamente, según los auténticos valores inspiradores del destino humano, o bien falazmente, con error; pero en ambos casos, la justificación (verdadera o falsa) se produce con respecto al alcance y a la significación que una conducta tiene para la vida del sujeto, a la luz de cuál se estime su destino.

Pero hay determinados actos o, mejor dicho, hay un aspecto del comportamiento, que por afectar no sólo al sujeto, sino también directa e inmediatamente a otros sujetos, a la convivencia con los demás, necesitan -además de una justificación ante el mismo individuo y para él- también otra clase de justificación, a saber, una justificación objetiva respecto de los demás, una justificación que ya no sólo satisfaga a mi vida, sino también al otro u otros a quienes afecta mi conducta. Ese punto de vista, según el cual mi comportamiento, en lo que directa e inmediatamente afecta al campo de acción del comportamiento de otros sujetos, requiere de una justificación respecto de los demás, constituye el punto de vista de objetiva externidad en que se coloca la norma jurídica.

Las mismas ideas que acabo de exponer como iniciación a la   —74→   diferencia de punto de vista entre Moral y Derecho, pueden ser examinadas en otras de sus respectivas vertientes, en cuanto a otros de sus respectivos aspectos. Pero debo advertir que no se trata de fundar la distinción esencial entre Moral y Derecho, en un determinado número de caracteres diferenciales, sino de iluminar la diversidad del sentido que inspira a la Moral, frente al sentido que inspira al Derecho, desde todos los puntos de vista en que pueden ser contemplados, y en todas las consecuencias a que dan lugar. Los muchos caracteres que anunciaré como diferenciales del Derecho, en relación con la Moral -objetividad, bilateralidad, heteronomía, fin social, autarquía, imposición inexorable, etc.-, no son en definitiva dimensiones dispares sumadas, sino aspectos varios de una misma, esencia -de la esencia de lo jurídico-, expresiones diversas de un idéntico sentido, corolarios o consecuencias que dimanan de igual principio.

Podría decirse que la Moral considera los actos humanos en relación al sujeto mismo que los cumple, determinando entre los actos posibles de éste, cual es la conducta debida: selecciona entre las posibilidades del comportamiento, aquellas que son debidas o son lícitas, y las opone a aquellos otros comportamientos posibles, pero indebidos, ilícitos, prohibidos. El Derecho, en cambio, pone en referencia los actos de una persona con los de otra (u otras), estableciendo una coordinación objetiva bilateral o plurilateral del obrar de los unos y los otros, de modo que la posibilidad debida o licita de un acto en un sujeto supone la facultad de éste de impedir todos aquellos actos de los demás que resulten incompatibles con el acto que él debe o puede lícitamente realizar. Y, viceversa, la prohibición a un sujeto de cierto comportamiento, dimana de que éste resulta incompatible con la conducta debida o licita de los demás17.

Lo fundamental para comprender bien la diferencia entre la norma moral y la norma jurídica es que nos percatemos de los diversos sentidos que, respectivamente, animan a una y otra.

La Moral valora la conducta en sí misma, plenariamente, de un modo absoluto, radical, en la significación integral y última que tiene para la vida del sujeto, sin ninguna reserva ni limitación. En cambio, el Derecho valora la conducta desde un punto de vista relativo, en cuanto al alcance que tenga para los demás y para la sociedad.

El campo de imperio de la Moral es el de la conciencia, es decir, el de la intimidad del sujeto. En cambio, el área sobre la cual se proyecta   —75→   y quiere actuar el Derecho es el de la coexistencia y cooperación sociales.

Tanto la Moral como el Derecho se encaminan a la creación de un orden; pero es distinto el orden propio de la Moral del orden propio del Derecho. El orden de la Moral es el que debe producirse dentro de la conciencia, dentro de la intimidad, entre los afanes, las motivaciones, los afectos, etc.; es el orden interior de nuestra vida auténtica, es decir, de la que vivimos cada cual por nuestra cuenta, de modo intransferible. En cambio, el orden que el Derecho trata de crear es el orden social, el orden de las relaciones objetivas entre las gentes, el orden del entresijo compuesto por todas las vinculaciones entre los varios sujetos; en suma, el orden de las estructuras colectivas, el orden del tejido en que se enlazan y condicionan mutuamente de un modo objetivo las conductas de los varios sujetos.

La norma moral valora las acciones del individuo en vista a su supremo y último fin; en cambio, el Derecho las pondera exclusivamente en relación con las condiciones para la ordenación de la vida social. La moral mira a la bondad o maldad de un acto en términos absolutos, en la plenaria significación que el mismo tiene para la vida del individuo, en cuanto al cumplimiento de su supremo destino, en cuanto a la realización de los valores supremos que deben orientar su existencia. En cambio, el Derecho no mira a la bondad de un acto para el sujeto que lo realiza, ni mira al alcance del mismo para su propia vida, sino al valor relativo que tenga para otro u otros sujetos, o para la sociedad, en cuanto pueda constituir una condición positiva o negativa para la vida de esos otros sujetos. Además, la Moral considera enteramente la vida toda del individuo, sin prescindir de ninguno de sus factores y aspectos, sin excluir rada, y enfocándola en términos absolutos, radicalmente. En cambio, el Derecho trata tan sólo de hacer posible una armonización mínima de las conductas de las gentes para la convivencia y la cooperación colectivas, y, por tanto, ese es el único aspecto del comportamiento que toma en cuenta. El Derecho no se propone llevar a los hombres al cumplimiento de su supremo destino, no se propone hacerlos radicalmente buenos, sino tan sólo armonizar el tejido de sus relaciones externas, en vista a la coexistencia y a la cooperación. Y, por tanto, el Derecho no ordena plenariamente la conducta, sino tan sólo aquellas vertientes de la misma que se refieren de modo directo a la convivencia y a la solidaridad.

Empleando sólo a título de ejemplo singular una expresión estimativa, podría decirse que la Moral aspira a crear una situación   —76→   de paz; pero su paz es la paz interior. También el orden jurídico pretende establecer una situación de paz, pero su paz es la paz externa de las conexiones colectivas, es la paz exterior de la sociedad, es la paz que deriva de una regulación cierta, estable y justa.

La Moral, en suma, nos pide que seamos fieles a nosotros mismos, que respondamos auténticamente a nuestra misión en la vida. En cambio, el Derecho nos pide sólo una fidelidad externa, una adecuación exterior a un orden establecido.

Creo conveniente advertir, para que se evite una inexacta interpretación de todo cuanto he expuesto, que con las diferencias establecidas no se trata, en manera alguna, de dividir el campo de la conducta humana en dos sectores, de los cuales uno se entregue a la Moral y el otro se adjudique al Derecho. No es así; por el contrario, todo el comportamiento humano es a la vez objeto de consideración por la Moral y por el Derecho, si bien desde diverso punto de vista y, además, atendiendo a diferentes aspectos del mismo. Así, por ejemplo: en algunos sectores del comportamiento, la Moral impone una conducta positiva (v. g. , que sinceramente nos afanemos por hallar la verdad), y, en cambio, el Derecho garantiza todas las posibilidades como esfera de libertad, como franquicia, como zona exenta de la intervención de todos los demás (libertad de conciencia y de pensamiento). Así también, por ejemplo, en algunas situaciones, la Moral prescribe una conducta positiva (v. g. , en materia sexual), en tanto que el Derecho se limita a prohibir determinados actos (violación, abuso de superioridad, etc.), y garantiza como jurídicamente lícitos todos los demás, entre los cuales pueden figurar algunos que sean moralmente abominables. Pero es que, como ya decían los antiguos, no todo lo que es jurídicamente lícito es moralmente bueno (non omne quod licet honestum est). Véase aquí, pues, cómo la Moral, que pretende realizar un valor absoluto, determina cuál es la conducta buena; mientras que el Derecho, que no pretende ser nada más que un medio para la sociedad, se limita en algunos casos a establecer una zona dentro de la cual el sujeto puede moverse sin trabas, porque su comportamiento dentro de la misma, bueno o malo, no afecta directa e inmediatamente a los demás. Y ocurre también que respecto de una misma situación, aunque en algún caso puedan parecerse el imperativo moral y el precepto jurídico, sin embargo, tienen sentido y alcance diferentes; así, por ejemplo: con respecto a una deuda pecuniaria, la Moral reclamará que se quiera pagar con buena intención y sin rencor ni resentimiento hacia el acreedor, de manera que el simple hecho del   —77→   pago, realizado con ánimo hostil al acreedor, no deja cumplido el deber moral; y, en cambio, se cumple, efectivamente, con la Moral, teniendo buena intención de pagar, aunque no se pueda materialmente hacerlo por causa no imputable al sujeto. Por el contrario, el Derecho reclama única y exclusivamente la entrega material de la cantidad adeudada. Esta diversidad de punto de vista, este sentido dispar de la regulación jurídica, en comparación con la moral, no implica en manera alguna contradicción entre ambas, ni oposición, dentro de un mismo sistema (positivo o doctrinal). Se trata simplemente de que la norma moral y la norma jurídica, aunque ambas se inspiren en valores éticos, tienen un diverso sentido. Y este diverso sentido dimana precisamente de que son diferentes los valores éticos que inspiran la norma moral de aquellos otros que inspiran la norma jurídica.




ArribaAbajo3. Quién es el motivo de lo moral y quién es el motivo de lo jurídico

Podemos contemplar también la diferencia entre Moral y Derecho, fijándonos en cuál es el sujeto que, respectivamente, encarna en una y otro la finalidad de la norma; o dicho en otras palabras, cuál es el sujeto por razón del cuál se da la norma moral, y cuál es el sujeto por razón del cuál se establece el precepto jurídico. En la Moral, el deber se impone por causa del sujeto llamado a cumplirlo, porque se estima que tal conducta constituye un elemento para el cumplimiento del fin del sujeto. En cambio, el precepto jurídico se dicta no en consideración de la persona que debe cumplirlo, sino de aquella otra persona (titular de la pretensión), autorizada para exigir el cumplimiento de una conducta ajena, en su propio beneficio o en el de la sociedad. Es decir, la Moral se orienta directa e inmediatamente al sujeto obligado; se propone pura y simplemente que éste cumpla la norma, porque este cumplimiento constituye la realización de un valor en la vida del sujeto y para la vida de éste. En cambio, el Derecho no se establece para que el obligado realice, mediante su cumplimiento, un valor moral, sino únicamente para asegurar a otra persona o a la sociedad un determinado beneficio. En la Moral no existe propiamente un sujeto titular de una pretensión frente a la conducta del obligado (pues cuando para caracterizar la función de Dios en la moralidad se habla de los «derechos de Dios», esto constituye una expresión metafórica para expresar una idea metafísica de dependencia radical, que es por completo diversa   —78→   a la de la relación jurídica: ya que el vínculo entre el hombre y Dios jamás sería una relación «jurídica», sino una relación de absoluta dependencia). En la Moral hay deberes pura y simplemente; en el Derecho, en cambio, los deberes jurídicos tienen siempre el carácter esencial de una deuda a otra persona. Se establece un deber jurídico para un sujeto, porque y en tanto que se quiera autorizar o conceder a otro la facultad de exigir ciertos actos u omisiones del primero. El deber jurídico de un sujeto es el medio para atribuir determinadas posibilidades o facultades a otros sujetos. Cuando se impone un deber jurídico a un sujeto, no se piensa en éste, no se hace para un fin de éste, sino para servir a otro sujeto, que es el que ha de resultar autorizado para pretender el cumplimiento de la obligación del primero. Y, así, cabe decir que el sujeto final de la Moral es el obligado, mientras que, por el contrario, el sujeto final del Derecho no es la persona obligada, sino otro sujeto, a saber, la persona pretensora o autorizada, la que tiene la facultad de poder exigir de la obligada el comportamiento que estatuye la norma.




ArribaAbajo4. Intimidad de la Moral y exterioridad del Derecho

Desde otro punto de vista, resulta que, porque una conducta es estimada moralmente en cuanto al valor que tenga de un modo absoluto en la vida de su autor, y, en cambio, porque es valorada jurídicamente en cuanto se pondera su significación para la comunidad social, se deduce que el punto de partida de la regulación moral es diverso del punto de partida de la regulación jurídica. El punto de partida de la regulación moral es el campo de las intenciones, el ámbito de la conciencia, la raíz íntima del obrar, su fondo interno; y, por el contrario, el momento de arranque del Derecho, y su centro de gravitación, es el plano externo de la conducta, es la dimensión exterior de los actos. No se trata de dividir -lo cual sería falso- las acciones humanas en internas y externas y atribuir las primeras a la Moral y las segundas al Derecho. Sería un error querer dividir la conducta en dos clases, una interna y otra externa; pues todo comportamiento posee ambas dimensiones, a saber, una raíz íntima y una expresión externa. Incluso el mundo de aquel comportamiento que parece puramente íntimo, como mis pensamientos, va acompañado de resonancias expresivas corporales (por pequeñas que éstas puedan ser). Y no hay comportamiento humano exterior que no posea una raíz íntima (pues cuando ésta no se   —79→   da, entonces no se trata de una conducta humana, sino de un hecho biológico o externo que ocurre en el cuerpo). No dividimos los actos en internos y externos -pues toda conducta posee ambas dimensiones-, sino que lo que hacemos es distinguir entre la raíz interna y el aspecto externo del comportamiento.

Tampoco en este momento trato de formular valoraciones, de establecer una directriz estimativa -es decir, no trato de determinar ahora lo que puede ser contenido de una obligación jurídica, y aquello otro que no debe ser regulado preceptivamente por el Derecho (p. e., el mundo de la conciencia religiosa y del pensamiento). Trato tan sólo de mostrar que el sentido de toda regulación moral afinca en la intimidad de los actos, en tanto que, por el contrario, el sentido de toda regulación jurídica mira preponderantemente a la faz externa de la conducta, y se centra en esa exterioridad. Y si bien es de hecho posible -aunque resulte monstruoso y abominable- que un sistema jurídico se meta a regular el santuario de la conciencia (recuérdese la Inquisición, y también el nazismo alemán, y el bolchevismo, etc.), sin embargo, aún en tales casos resulta que el Derecho parte de signos exteriores de conducta -puesto que es de todo punto imposible el penetrar auténticamente en la intimidad ajena- y persigue la herejía no como proceso íntimo de conciencia, como mal moral, sino por motivo de las consecuencias sociales y políticas que se le atribuyen; en suma, es externo el comportamiento valorado y es también de índole exterior el supuesto fundamento (detestable e injusto) que se aduce. Y por lo que respecta a la Moral, aunque ésta a veces pondera también el éxito externo de la conducta -en tanto que crea el deber no sólo de una buena intención, sino además el deber del esfuerzo positivo para el logro de un determinado comportamiento-, sin embargo la Moral gravita siempre hacia la raíz interna, pues en definitiva, incluso en el caso citado, atiende a lo que el sujeto quiso poner corno esfuerzo y no a la resultante externa. Así, pues, puede afirmarse con toda exactitud que el Derecho parte siempre del aspecto externo de la conducta; y que se centra en torno al mismo. Ahora bien, esa dimensión de exterioridad del Derecho no quiere decir que necesariamente haya de prescindir de todo ensayo de considerar las intenciones, pues la historia jurídica nos ofrece casos en que se ha regulado tales intenciones (aunque unas veces haya sido esto con abominable agravio de la justicia, como cuando se ha negado la libertad de conciencia); y vemos, también, cómo el progreso del Derecho penal ha traído consigo la   —80→   distinción entre dolo (daño intencional) y culpa (daño por imprudencia), y la ponderación de una larga serie de circunstancias que modifican la responsabilidad criminal; y, asimismo, en el Derecho privado (civil y mercantil) se ha ligado a la intencionalidad determinados efectos. Pero todo ello en nada contradice la dimensión de exterioridad del Derecho; porque cuando el Derecho considera el aspecto intencional de los actos, lo hace en la medida en que (certera o erróneamente) considera que esa intención tenga consecuencias directas e inmediatas para la sociedad, es decir, en tanto en cuanto cree que el estado de conciencia en que se ha originado la conducta, tiene un inmediato alcance para la vida social, y no lo hace desde el punto de vista de una pura valoración moral de bondad o de maldad. Por ejemplo, es mucho más temible y mucho más dañino, y mucho más peligroso para la sociedad el asesino intencional, que quien mató por imprudencia temeraria (v. g. , sin querer hacerlo, cuando limpiaba una pistola). Pero, además, cuando el Derecho quiere tener en cuenta las intenciones, tiene que juzgar sobre éstas, partiendo de los indicios externos del comportamiento, pues otra cosa no es posible, ya que a ningún humano le es dado transmigrar al alma del prójimo para ver directamente lo que en ella ocurre.

Así, pues, resumiendo, cabe decir: 1º. El Derecho afinca siempre en el aspecto externo de la conducta.- 2º. De ordinario se limita a este aspecto externo.- 3º. Cuando toma en cuenta las intenciones, lo hace sólo en cuanto éstas han podido exteriorizarse, y en cuanto que se considera que dichas intenciones tienen una importancia directa e inmediata para la sociedad; y, además, las juzga no en cuanto al valor que signifiquen para el sujeto cuyas son, sino en cuanto al alcance que puedan tener para otras personas o para la sociedad.- 4º. Aún en la valoración de las intenciones, el Derecho tiene que partir de indicios externos, puesto que no le es dable ver directamente la intimidad del sujeto.

El Derecho se da precisamente por razón de la dimensión externa de la vida, por razón de su exteriorización en magnitudes espaciales. Si sólo existiese vida interior, entonces no habría necesidad ni de Derecho ni de Estado, porque no habría la posibilidad de que se produjesen colisiones. Los pensamientos pueden coexistir fácilmente. Son los cuerpos los que chocan entre sí en el espacio. Por eso no es con su pensamiento, sino con sus actos, que el hombre puede caer en conflicto con los demás.

De que el reino de la intimidad intencional es el campo propio   —81→   de la Moral, se desprende que como nadie puede asomarse directamente a la interioridad de otro sujeto y contemplar todos los elementos que allí haya, nadie puede tampoco juzgar con plenitud de conocimiento sobre la conducta moral de otro sujeto. Sólo el propio sujeto -y también Dios- están en posibilidad de enfocar un juicio moral sobre el comportamiento. Pero, en cambio, en materia jurídica, como ésta consiste en la textura externa de tinos actos con otros, en aquello que se da entre un sujeto y otro, no se puede juzgar desde el punto de vista de ninguno de los vinculados en la relación, sino desde un punto de vista objetivo, externo; por lo cual se dice que no se puede ser juez en propia causa jurídica.




ArribaAbajo5. Libertad de cumplimiento en lo moral y necesidad de realización en lo jurídico. -Autonomía moral y heteronomía jurídica

La Moral supone y requiere libertad en su cumplimiento; pues para que una conducta pueda ser objeto de un juicio moral, es preciso que el sujeto la realice por sí mismo, que responda a una posición de su propio querer. Aquello que yo hago -o mejor dicho, que ocurre en mí- independientemente de mi querer, ni es moral, ni es inmoral; es algo ajeno a toda estimación ética: si mi brazo es movido violentamente por otro más fuerte, lo que ejecute no tiene sentido moral, no es bueno ni malo, está, en suma, fuera del campo de la valoración moral. La Moral no queda cumplida con que sucedan de facto en el mundo los hechos externos a que apunta su contenido, sino que para que quede cumplida es de todo punto necesario que sus normas sean realizadas por el sujeto libremente, libre de toda coacción irresistible, como actos plenariamente suyos. Y, viceversa, la Moral no condena los acontecimientos que parecen, en cuanto al perfil externo, oponerse a sus preceptos, sino en tanto en cuanto el sujeto sea genuino autor de tales actos. El hombre no puede cumplir su supremo destino forzado por la gendarmería; a los valores morales no se puede ir conducido por la policía, porque no se llega; a ellos hay que ir por el propio esfuerzo, libremente, por propia vocación. En cambio, el Derecho puede ser impuesto coercitivamente; el Derecho lleva esencialmente aneja la posibilidad de que su cumplimiento sea impuesto por la fuerza -incluso por la violencia física-; porque el sentido intencional del Derecho consiste en que objetivamente se produzca el comportamiento que establece como necesario para la vida social, como necesario para la estructura de la colectividad y para el funcionamiento de la misma. Unas líneas   —82→   abajo insistiré sobre esta dimensión de lo jurídico, pero antes, para que se pueda calibrar plenariamente su sentido, es conveniente añadir otras reflexiones.

Para que un determinado deber moral gravite como tal, concreta y singularmente, sobre un cierto individuo, precisa que éste tenga la conciencia de dicha obligación. Aun cuando se considere que las normas morales se fundan en valores ideales, objetivos, con absoluta validez, sin embargo no se puede decir que para un determinado individuo se dé un deber concreto y singular en su caso, mientras que el sujeto no haya reconocido, en su fuero interno, como obligatoria la norma. Claro es que cuando se habla de ese reconocimiento o adhesión en la intimidad, no nos referimos a algo que sea el producto de un libre acto voluntario, de suerte que fuese igualmente posible prestar ese reconocimiento o negarlo. Se trata de una íntima convicción, que no es el producto del albedrío, sino que es el resultado de una insobornable convicción íntima, que no se deja timonear por la voluntad. Es un sentirse adherido a la norma, a los valores que la inspiran -quiérase o no-; es un sentirse persuadido de la validez de la norma -aunque tal vez se deseara no estarlo (para poder dar rienda suelta a una pasión contraria)-. Pues bien, aunque se predique de los valores y de las normas morales una validez objetiva, no nace subjetivamente una obligación para un individuo, sino en tanto en cuanto dicho individuo tenga conciencia de la norma, como norma válida, en tanto en cuanto se sienta necesariamente ligado por ella. De aquí que pueda afirmarse que toda Moral es necesariamente autónoma; esto es, que no crea obligaciones si no ha sido interiorizada en el sujeto, si éste no la ve como necesariamente fundada y justificada. No se trata aquí de la acepción que la palabra autonomía tiene en la doctrina moral kantiana (según Kant, sería autónoma solamente la moral de la razón pura práctica, porque el sujeto racional es a la vez legislador y súbdito), sino que se trata de un diverso concepto de autonomía. Aquí, al hablar de autonomía de la Moral nos referimos a lo siguiente: cualquier sistema o doctrina moral (sobre los cuales no vamos ahora a decidir, pues no es éste nuestro tema), sea cual fuese su fundamento, su origen y su contenido, para que se considere que crea deberes en un sujeto es preciso que éste lo haya reconocido, lo haya sentido como algo obligatorio, como algo que ve (quiéralo o no) fundado y justificado. Lo mismo si sus normas han sido establecidas por un proceso racional íntimo, que si se derivan de una instancia autoritaria (revelación religiosa, tradición, mandato   —83→   paterno, mandato del maestro, etc.); porque en estos últimos casos, aunque el contenido de las normas morales no haya sido hallado por el propio sujeto, sin embargo éste las acepta o reconoce como tales (porque estima que es bueno y obligatorio cumplir con los mandatos de la revelación, de la tradición, del padre o del maestro). Y, así, aun en tales casos, esa Moral autoritaria tiene que descansar en una convicción del sujeto, en la convicción que éste tenga de la bondad de dichas instancias de autoridad. Pero, en cambio, la obligación jurídica es establecida por el Derecho de una manera pura y exclusivamente objetiva, es decir, con total independencia de lo que íntimamente piense el sujeto. Y el sujeto está obligado a la conducta que le impone la norma, sea cual fuere la opinión que la misma le merezca en la intimidad. (Entiéndase esto, claro es, en el plano de una pura delimitación conceptual, y de ninguna manera como directriz estimativa -pues si lo tomásemos en este sentido valorativo nos llevaría a un tremendo dislate-.) Al trazar los perfiles conceptuales de lo jurídico, en delimitación frente al campo estrictamente moral, lo que digo es que la norma de Derecho se establece con una exclusiva vigencia objetiva, esto es, que obliga plenariamente tanto si el sujeto llamado a cumplirla está conforme con ella como si no lo está; rige, y se impone, con entera independencia de cuál sea la convicción íntima de los sujetos a la norma; y, así, puede decirse, por ejemplo, que los artículos que en un Código establecen la propiedad privada obligan exactamente lo mismo y sin ninguna limitación a los que tengan una opinión contraria sobre dicha institución; y los reglamentos que establecen la obligación de no presentarse desnudo en las calles, obligan plenariamente también a los que profesen la convicción nudista. Esto es así, en cuanto al sentido esencial de la norma jurídica, en cuanto a la estructura lógica del Derecho, cuya validez y obligatoriedad se imponen a todo trance con entera independencia de cuál sea el estado de ánimo subjetivo de los llamados a cumplirlo. Pero, en cambio, desde un punto de vista valorativo para el establecimiento de las normas, es decir, de estimativa política orientadora de la labor legislativa, debemos afirmar que es preciso que el Derecho que se va a dictar corresponda fundamentalmente a la manera de pensar y de sentir de las gentes cuya conducta va a normar; es decir, precisa que tenga un apoyo en la opinión general de sus súbditos. Es más, desde otro punto de vista, desde el punto de vista de la observación de la realidad, podríamos también decir que un sistema jurídico positivo no vive prácticamente, de hecho, si no cuenta con una fundamental   —84→   adhesión de la colectividad; y tanto es así, que cabría sostener que la democracia antes y aparte que un especial sistema político y un programa, constituye una ley de forzosa gravitación de la vida social. Ahora bien, ni aquella estimación política, ni esta verificación sociológica alteran la dimensión (que estaba glosando) de que el Derecho rige, obliga como tal, cuando está establecido, sin tomar para nada en cuenta el juicio subjetivo de los llamados a cumplirlo, y sin que nunca pueda quedar condicionada su obligatoriedad a que el sujeto esté o no conforme con el precepto, pues éste se impone incondicionadamente.




ArribaAbajo6. La nota de imposición inexorable como característica esencial de lo jurídico

A esta característica esencial de lo jurídico de imponerse incondicionalmente, tanto si cuenta con la voluntad del sujeto como si ésta le es adversa, se le ha llamado tradicionalmente coactividad o coercitividad y también autarquía. Yo prefiero denominar esta dimensión imposición inexorable o inexorabilidad, porque creo que estas palabras expresan mucho más exactamente la característica de que se trata. Sobre si este carácter es o no esencial al Derecho, y sobre cuál sea la índole de dicha dimensión, se ha discutido largamente en la Teoría jurídica casi durante un siglo. Pero a la luz de las reflexiones que expondré, entiendo que este tema queda por entero aclarado, en sentido de afirmar que la característica de imposición inexorable es esencial al Derecho; hasta el punto de que el pensamiento de un Derecho que no fuese inexorable (coercitivo, autárquico) constituiría un absurdo, es decir, un pensamiento irrealizable, como el de cuadrado redondo, o el de cuchillo sin mango ni hoja.

La imposición inexorable es algo que se desprende esencialmente del sentido mismo de lo jurídico. Como el sentido esencial del Derecho consiste en establecer los límites recíprocos y los enlaces necesarios entre la conducta de varios sujetos, para ordenar de un modo objetivo y externo la vida social, lógicamente no puede estar condicionado al azar de cuál sea la voluntad de los sujetos cuyo comportamiento se quiere sujetar en una estructura colectiva. Precisamente porque el Derecho es una organización de las relaciones externas entre los miembros de la sociedad, en aquellos puntos en que la conducta de unos es condición imprescindible para los demás,   —85→   esta condición no puede depender de la voluntad fortuita e imprevisible de los llamados a cumplirla. Tal pensamiento sería absurdo, sencillamente contradictorio. El Derecho trata de que un sujeto ponga aquello que es reputado como necesario e imprescindible para otro; luego la realización de esto no puede depender del querer de quien debe cumplirlo, sino que tiene que ser impuesto de modo incondicionado, autárquico, es decir, a todo trance. Como el Derecho quiere sujetar necesariamente a una persona en interés o por motivo de otra u otras, no puede dejar a aquélla en libertad de cumplir o no los deberes que le impone. Como el sentido del Derecho -que, según expondré más adelante, radica en un propósito de seguridad- consiste en establecer necesariamente y eficazmente un mínimo de certidumbre y de fijeza en las relaciones sociales, excluye ineludiblemente la inmovilidad y la inseguridad que implicaría el confiar su observancia al albedrío subjetivo. Por eso, el Derecho es Derecho porque y en tanto que puede imponerse de modo inexorable a todos sus sujetos, a cualquier precio, con, sin o en contra de la voluntad de éstos (venciendo en tal caso su resistencia violentamente, por la fuerza). Y, por eso, el cumplimiento de los deberes jurídicos es exigible por vías de hecho, por una imposición coercitiva que haga imposible la infracción, o que la remedie en la misma forma impositiva, si había ocurrido ya.

Esta dimensión de «imposición inexorable» consiste en que la norma jurídica -a diferencia de otras normas, entre ellas, la moral- no se detiene ante la voluntad del sujeto, dejando a ésta que libremente decida; sino que, por el contrario, trata de anular la voluntad adversa, trata de hacer imposible la realización de la rebeldía a la norma. Otras normas, por ejemplo la norma moral -veremos cómo ocurre lo mismo con las reglas del trato-, se dirigen al sujeto ligándole normativamente la voluntad, pero sin pretender anularla. Es decir, la Moral expresa su imperativo, pero este imperativo debe ser cumplido libremente por el sujeto; es más, según expuse ya, una realización forzada de la conducta debida no constituye el cumplimiento de la norma moral. Esta quiere ser cumplida, pero cumplida por el querer libre del sujeto y no de otra manera. Por eso, la Moral -y asimismo la regla del trato (según veremos)- liga normativamente la voluntad, pero no trata de cohibirla, antes bien la deja en libertad, en franquía, pues esta es la única situación en que la norma puede ser cumplida. Por el contrario, como el Derecho se afinca en el resultado externo del comportamiento, se dirige a lograr éste sea como sea -tanto mejor y más   —86→   deseablemente si es por libre voluntad y por sincera adhesión, pero, en caso contrario, lo hace por la fuerza-, a toda costa, inexorablemente. Así, pues, el Derecho no se detiene respetuoso ante la voluntad del sujeto, sino que alienta el propósito de encadenarla, si esto es menester, para que el comportamiento debido se produzca. La inexorabilidad consiste en que la norma no se proyecta sobre la voluntad, sino que, la atraviesa para aplicarse sobre la realidad externa del comportamiento. El sentido esencial de la norma jurídica consiste en emplear, si es necesario, todos los medios para evitar que se produzca el comportamiento contrario al que ella ordena y para imponer éste a todo trance.

Este carácter de imposición inexorable distingue al Derecha no sólo frente a la Moral, sino también frente a otra clase de normas, como las reglas del trato social (decoro, decencia, cortesía, etc.), las cuales, aunque son diversas de las morales, tienen de común con éstas el dirigirse a la voluntad, pero dejándola en franquía para que decida sin cohibirla. Por ello, será preciso volver a tratar de esta dimensión de imposición inexorable que esencialmente caracteriza a lo jurídico, cuando consideremos, en el próximo capítulo, la diferencia entre Derecho y reglas del trato social.

En el pensamiento del siglo XVIII se había barruntado esta característica del Derecho, llamando la atención sobre ella para dístinguirlo de la Moral (Tomasio). En el siglo XIX siguió elaborándose esta distinción sobre igual base; y se caracterizaba esencialmente a lo jurídico frente a lo moral por la nota de coacción (expresión algo tosca y confusa) o de coercitividad (palabra más afortunada para denotar la dimensión de que se trata). Pero aunque el problema fuese enfocado certeramente y se apuntase de modo correcto a su solución, sin embargo el pensamiento del siglo XIX no llegó todavía a percatarse plenariamente ni a acotar con entera precisión el sentido de esta nota. Y, así, resultó que a pesar de que se estaba en la vía correcta para la caracterización del Derecho, al subrayar en él la esencial dimensión de exigibilidad coercitiva, sin embargo, la defectuosa formulación de esta doctrina -en el fondo acertada- dio ocasión a que se formulase una serie de objeciones anticoercitivistas. Pero todas esas objeciones, que se oponían a reconocer en el Derecho el carácter esencialmente coercitivo, partían de confusiones y de malos entendidos, y, por tanto, ninguna de ellas podía tenerse en pie. Tanto es así que, en general, en el pensamiento filosófico-jurídico del siglo XX, se acentuó el subrayar en el Derecho, como nota esencial del mismo, su autarquía, su coercitividad   —87→   (Stammler, Del Vecchio, Kelsen, etc.), hasta el punto de que todas las objeciones que se habían formulado contra esta tesis fueron desvaneciéndose. Ahora bien, este tema queda todavía más claro y con perfiles ya definitivamente precisos en la reelaboración que del mismo acabo de ofrecer. Los términos «coacción», «coactibilidad», «coercitividad» todavía podían resultar algo equívocos. En cambio, la expresión de esta doctrina como carácter de «imposición inexorable» resulta perfectamente cristalina y evidente.




ArribaAbajo7. Examen crítico de la discusión, sobre la coercitividad

Sin embargo, aunque éste sea uno de los temas de Filosofía del Derecho, que pueden hoy considerarse como mejor logrados, convendrá informar al lector -siquiera sea muy brevemente- sobre cuáles fueron las objeciones que, en otro tiempo, se hicieron contra la esencialidad de esta nota, y mostrar cómo ninguna de esas objeciones puede considerarse operante, pues todas partían de confusiones, que hoy han quedado por entero despejadas. Pasemos, pues, rápidamente revista a esas objeciones, que hoy no tienen más significación que la de curiosidades históricas, si bien en su época sirvieron para suscitar la depuración de la doctrina coercitivista.

Se dice que el Derecho es cumplido en la mayor parte de los casos espontáneamente, sin que para nada intervenga una coerción inexorable. Ello es verdad; pero no significa objeción ninguna frente a la tesis de la imposición inexorable, pues dicha tesis no afirma en modo alguno que la manera necesaria de realización del Derecho sea el empleo de la fuerza, sino que sostiene que es esencial al sentido de la norma jurídica el que, para el caso de que no fuese cumplida voluntariamente, sea impuesto su cumplimiento mediante la fuerza. No se habla del hecho de la fuerza, sino de la esencial posibilidad de usarla cuando no se produzca el cumplimiento voluntario.

Se ha objetado, asimismo, que hay casos en que la coacción resulta ineficaz, cual ocurre, por ejemplo, cuando no ha sido factible evitar la comisión del acto antijurídico, o también en determinadas relaciones en que no hay la posibilidad de obtener por la fuerza la conducta debida (v. g. , la prestación de un servicio personalísimo, como pintar un cuadro). Para mostrar la inconsistencia de esta objeción respecto del primer ejemplo, repetiré que la tesis coercitivista o de la imposición inexorable no alude al hecho, siempre contingente,   —88→   de que la policía acuda a tiempo o llegue tarde para prevenir el comportamiento antijurídico, sino a la dimensión esencial de que pertenece necesariamente a lo jurídico el principio de poder y deber emplear la fuerza para vencer toda rebeldía. Una falla en el terreno de la aplicación práctica nada dice en contra de esta dimensión esencial. Y en cuanto al segundo ejemplo, el del caso de que no es hacedero forzar a la realización de un servicio personalísimo, he de manifestar que tampoco constituye objeción; pues, de una parte, claro es, que no se puede luchar contra la imposibilidad material de imponer una conducta personalísima (que sólo es posible con el concurso de la voluntad de quien debe ejecutarla); y de otro lado, cuando se produce tal situación, entonces se substituye el primitivo contenido de la obligación por una conducta sucedánea prevista subsidiariamente por la misma norma (p. e., pago de una indemnización de daños y perjuicios), conducta que ya es imposible mediante la fuerza, a saber, mediante un procedimiento ejecutivo sobre el patrimonio. Y en caso de insolvencia, pesará siempre sobre el patrimonio futuro del deudor la condena ejecutiva.

Se ha objetado también que hay relaciones jurídicas cuyo cumplimiento no puede obtenerse mediante procedimientos de imposición coercitiva, ni cabe tampoco sustituirlo por una conducta sucedánea, cual ocurre cuando leemos, por ejemplo, aquel artículo de la Constitución española de 1812, en que se decía que los españoles deben ser honrados y benéficos; o cuando algún código civil expresa que los hijos deben profesar amor a sus padres. Pues bien, en estos casos, la solución es clara: debemos reconocer que tales normas, aunque insertas en cuerpos legales, no constituyen normas jurídicas, ya que su cumplimiento no es exigible. Se trata de buenos propósitos de un legislador, que no acertó a hacer de los mismos auténticos preceptos jurídicos. Se trata de otra clase de reglas (morales, del trato), que el legislador quiso convertir en Derecho, pero sin lograrlo.

Otra de las objeciones se basa en una apelación a principios ideales, a un Derecho Natural, a una idea de justicia; y, así, se dice que muchas veces el Derecho histórico ha desconocido o violado abiertamente tales principios. Pero este argumento parte de una lamentable confusión entre lo que es Derecho real y efectivamente y los principios ideales que deben orientar al Derecho. Cuando nos hallamos ante el caso de una norma jurídica notoriamente injusta, decimos que esto no debiera ser Derecho (con lo cual reconocemos   —89→   que lo es, aunque indebidamente), y que en cambio lo que debiera ser Derecho es otra norma ideal, justificada correctamente (con lo cual se reconoce que esa norma ideal no es Derecho, aunque debiera serlo). El Derecho natural, racional, ideal, en suma, las máximas de la Estimativa jurídica, no son Derecho real y efectivo, sino Derecho posible (y deseable); ahora bien, dentro del mundo de los posibles, esto es, de la idealidad, tales normas poseen también la pretensión coercitiva; si bien lo que ocurre es que esa pretensión coercitiva es una pura idealidad y no una realidad; ni más ni menos que un perro pintado tiene también colmillos, pero sus colmillos (como el resto del animal) no son reales, sino pintados. Pero tanto es así que al esquema ideal de Derecho se le atribuye una coercitividad (que, naturalmente, es también sólo ideal) y hay determinadas situaciones históricas en las que apelando a estas normas se acude a la violencia, como ocurre en las revoluciones. Efectivamente, las revoluciones resultarían inexplicables si no las entendiéramos como apelación a algo que se estima que debe ser el Derecho futuro, -y que, a fuer de tal, ofrece estribo para una imposición violenta-. En cambio, el tratar de imponer una moral o una convicción científica, o una creencia religiosa por la fuerza, siempre constituirá, aparte de una abominable monstruosidad, también un contrasentido.

Se objeta también que, con independencia de la coacción del Estado, los hombres tienen en conciencia el deber de cumplir las normas jurídicas. Bien; eso es verdad (aunque no podemos entrar ahora en este tema, que ya hallaremos más tarde); pero he de hacer notar que lo relativo al deber moral que las gentes tengan de cumplir las normas jurídicas es un tema que pertenece a la filosofía moral, pero no estrictamente a la Filosofía del Derecho, ni a la esencia del precepto jurídico. Los deberes morales -entre los cuales puede figurar el deber de cumplir en conciencia las obligaciones jurídicas- son algo independiente de la especial vinculación que crean los preceptos jurídicos. Aparte de que exista o no el deber moral de cumplir una norma, se tiene un deber jurídico, específicamente jurídico, sencillamente porque hay una norma jurídica, esto es, una norma de imposición inexorable; es decir, porque en caso de no hacerlo se desencadenará un procedimiento de imposición inexorable. (Ya desenvolveré con mayor amplitud este pensamiento al tratar del concepto de deber jurídico.) Justamente el deber jurídico se funda en que hay una norma de imposición inexorable, pues de lo contrario nos encontraríamos solamente ante un deber moral o ante un deber de decoro. El Derecho es Derecho la norma   —90→   jurídica es jurídica, precisamente, y sólo en tanto que tiene una pretensión de imperio inexorable, de imposición coercitiva irresistible. Ese especial modo de imperio o de mando que consiste en la imposición inexorable (a todo trance), es lo que funda y determina la dimensión jurídica. Sin esa forma de mando inexorable, no hay Derecho.

Se ha dicho que cuando un Derecho no cuenta efectivamente con la adhesión general -de los más- de la sociedad que pretende regir, está inevitablemente condenado al fracaso o a efectos catastróficos. Y esto es cierto: ya dije que la democracia, antes que un sistema o un programa políticos, es una ley de gravitación de la Sociedad política. Pero esto se refiere al conjunto de un sistema jurídico, el cual no puede mantenerse, no puede subsistir, cuando no cuente con el franco asentimiento de la mayoría de los sujetos cuya conducta va a regular, en suma con el apoyo de lo que se llama opinión pública; pero esto no es algo que pertenezca a la esencia de la validez formal de una norma jurídica. Es decir, un régimen jurídico, un Estado, no se mantiene, no subsiste si no cuenta con el general asentimiento; pero dentro de ese régimen jurídico, cada una de sus normas rige, vale, independientemente de la opinión y de la voluntad del sujeto singular obligado a cumplirla; y si tropieza con la resistencia de éste, entonces le es impuesta a todo trance, por medio de la fuerza.

Se ha dicho también que lo deseable es que los hambres cumplan el Derecho, no por virtud del miedo a la coacción, sino en gracia a los imperativos de su propia conciencia. Y sin duda este aserto merecerá la adhesión de todos y ha de constituir el ideal del legislador, quien para lograr esta finalidad habrá de tener también algo de pedagogo, y disponer su función de gobernante de tal suerte que consiga una franca adhesión si no de todos (cosa poco verosímil), sí de los más. Pero la validez de la norma jurídica, su imperio, no depende formalmente de que el sujeto singular sobre el cual se vaya a aplicar en un caso, esté o no íntimamente conforme con ella.

En la misma dirección del pensamiento glosado en el párrafo anterior, se ha dicho también, que lo bello sería que los hombres obrasen al impulso de la caridad, del amor, y no por la intimidación jurídica. Y ello es también verdad. Pero es que precisamente amor y Derecho no sólo son puntos de vista distintos, sino que además el Derecho se da precisamente para cuando falte el amor. Amor y Derecho constituyen dos categorías fundamentales y radicalmente diversas, desde las cuales pueden enfocarse las relaciones interhumanas.   —91→   La caridad, el amor, tiene rango superior. Pero como no se puede garantizar que haya siempre amor o caridad, cabalmente por eso se establece el Derecho.

Otra de las objeciones que se ha querido esgrimir contra la esencialidad de la dimensión coercitiva de lo jurídico es la de notar que el poder soberano del Estado no puede estar sujeto a coacción; él es el que constriñe, pero él no puede ser constreñido; y de esto se pretende argüir que hay por lo menos una excepción a la coercitividad o inexorabilidad del Derecho. Este argumento entraña una lamentable confusión de ideas. Pues como dice Del Vecchio, no basta advertir que en todo sistema jurídico existe un punto al cual no puede alcanzar la coerción; haría falta además demostrar también que sobre aquel punto puede recaer un auténtico deber jurídico, probar que a aquel punto puede ir a parar como sujeto pasivo una auténtica facultad exigible por alguien mediante imposición. Ahora bien, una facultad o pretensión jurídica, de tal tipo, esto es, inexorable contra el órgano supremo del Estado, contra el Estado como soberano, no existe ni esencialmente puede existir en un sistema jurídico positivo. Contra el Estado como soberano podrán elevarse requerimientos de carácter político, podrá argüirse críticamente a la luz de unos valores, pero no se puede ejercitar un «derecho». Se puede ejercitar un derecho contra órganos del Estado en una cuestión sobre la cual resolverán otros órganos del Estado, que, en este caso, asumen un rango superior respecto del órgano demandado. Pero frente al Estado como soberano (p. e., en tanto en cuanto se manifiesta a través de una Corte Suprema de Justicia, o cuando se expresa mediante el poder legislativo -salvo recurso de inconstitucionalidad, que se ventila ante un órgano que, a estos efectos, funciona como superior- no cabe el ejercicio de ninguna facultad jurídica, y, por consiguiente, es absurdo hablar de posibilidad de coacción. Pero no hay coacción, porque no se trata en manera alguna de una facultad jurídica. Cabrá naturalmente una revolución; ahora bien, en este caso, salimos ya del sistema establecido, porque precisamente se le quiere derrocar para sustituirlo por otro. Pero cuando hablamos de Derecho, nos referimos a la esencia del Derecho real -que no es pura idea, sino quehacer humano-, al Derecho formulado o reconocido por el Estado, el cual supone un imperio inexorable, esto es, de imposición coercitiva. Y cuando hablamos de «derechos» frente al Estado, son derechos establecidos y reconocidos por éste, que se harán valer, esto   —92→   por éste de tal misión -por ejemplo, mediante la jurisdicción contencioso-administrativa-. Precisamente es una característica de los sistemas constitucionales en los pueblos civilizados, en las democracias liberales de Occidente, el hacer posible mediante el reparto de competencias ciertas acciones judiciales de los ciudadanos contra el Estado; pero en tales casos, el Estado, que de una parte es soberano, aparece de otra, aquí, como sometido por una autolimitación al imperio de una norma, que emana de él mismo como soberano.

También se ha argüido, contra la tesis de la coercitividad tomando como base la precaria realidad del Derecho Internacional. Pero a esto debe contestarse que el Derecho Internacional tiene la intencionalidad de constituir auténtico Derecho, es decir, de imponer sus normas; pero que en la medida en que no cuente con la posibilidad de hacerlo, resultará que estaremos ante un propósito de Derecho, que todavía no ha podido lograrse efectivamente en la realidad. Así como los Estados han sufrido a veces situaciones de anarquía en su interior, de manera que habiendo normas declaradas, éstas no conseguían ser impuestas efectivamente, así parejamente ocurre que la sociedad internacional sufre hoy una situación de anarquía, porque pueblos que hacen profesión de bandidaje dificultan la aplicación de las normas pertinentes. Pero en el sentido de esas normas, que son violadas, radica la pretensión de querer imponerse a todo trance; y así, aunque para algunos pueblos la guerra constituye sólo desvergonzado oficio de agresor, para otros, en cambio, es interpretada como un instrumento de coacción jurídica, precisamente cuando se trata de defender el Derecho Internacional atacado.

Así, pues, por todo lo expuesto puede afirmarse terminantemente que Derecho es por esencia norma de imperio inexorable, irresistible. Una norma que diese lugar solamente a un mero deber, una norma que fundase un puro deber, sin más, no sería una norma jurídica. Derecho sin la dimensión de imposición inexorable es una contradicción, es un absurdo, es un pensamiento mentalmente irrealizable. Por eso, en rigor, la tesis anticoercitivista es en el fondo anarquismo, aunque de ello no se den cuenta clara sus sostenedores. Tolstoi quería que la humanidad se rigiese única y exclusivamente por la Moral, por el Evangelio; y como en el Evangelio hay sólo Moral y no se contiene ningún punto de vista jurídico, se declaró por la abolición del Derecho, esto es, por el anarquismo.

Si el Decreto no contuviese en sí, esencialmente, la posibilidad de forzar, de coaccionar irresistiblemente, en suma, de imponerse   —93→   inexorablemente, entonces ¿qué fundamento tendría esa dimensión coercitiva que prácticamente se desarrolla en la vida jurídica? Si no se tratase de algo esencial al Derecho, sería algo ajeno a su propia esencia, sería algo que le sobrevendría accidentalmente, por azar, y, por tanto, algo no fundable en su misma naturaleza. Y, entonces, resultaría imposible justificar el ejercicio práctico de la coacción para imponer el cumplimiento del Derecho. Si la imposición inexorable no fuese una nota esencial del Derecho, entonces el poder jurídico constituiría meramente una muda fuerza material. Por tanto, negar la implicación esencial entre Derecho e imposición inexorable equivale a defender el anarquismo.




ArribaAbajo8. El Derecho como máxima forma social y la Moral como destino auténticamente individual

A través de la diferenciación entre Moral y Derecho, se ha evidenciado que el Derecho constituye no sólo una norma social, algo inserto en la categoría de la vida colectiva, sino la expresión máxima de los caracteres de lo colectivo; constituye lo social reducido a perfiles exactos y precisos, la máxima mecanización de lo humano. Podríamos decir que constituye la brutalización de lo humano, en tanto en cuanto es aquella forma en que la vida humana se parece más a la naturaleza, a lo mecánico, a lo inexorable.

Y, de otra parte, a través de la diferenciación entre Moral y Derecho se ha evidenciado también que la Moral constituye aquella norma que toma en cuenta la vida individual auténtica en toda su plenitud. La Moral es lo que se refiere al destino absoluto del individuo en tanto que tal. La Moral considera la vida del individuo en todos sus aspectos, en su radical singularidad, en su carácter de algo privatísimo e intransferible. Considera la vida individual atendiendo a todos los elementos que la condicionan singularmente en cada una de sus situaciones, y la enfoca en términos absolutos, desde un punto de vista radical.

Ahora bien, éste es el sentido esencial de lo moral sensu stricto; pero puede ocurrir, y ocurre de hecho la mayoría de las veces, que las normas morales son recibidas por vía de tradición social. Salvo un número reducido de individualidades esclarecidas, de sujetos que han conquistado su propia individualidad, que han llegado a la máxima conciencia de su destino, el común de las gentes toma la mayor   —94→   parte de las normas morales de lo que ha aprendido de los demás. Es decir, existen usos en cuyo contenido trata de manifestarse una norma de carácter moral (y no un precepto jurídico ni una regla del trato social). Esto es, la Moral muchas veces se manifiesta, se expresa y se aprende a través de costumbres. Es más, ésta constituye lo. significación etimológica de la palabra moral (de mos, en latín, que quiere decir costumbre). Pero de este hecho de que la moral se manifieste en formas sociales, cuales son los usos o las costumbres, no se sigue en modo alguno contradicción respecto del carácter individual que corresponde esencialmente a la norma moral. Porque, aun cuando el sujeto pueda recibir la norma moral de una manifestación social de vida objetivada, sin embargo, el sentido de esa norma expresada en un uso es el de constituir no algo que se refiere a lo tópico colectivo, sino algo que se refiere al destino individual -a diferencia del sentido de la norma jurídica (que también puede manifestarse en una costumbre), sentido que consiste en referirse a lo tópico comunal de la sociedad-. Aunque la norma moral pueda provenir de la sociedad (uso, costumbre) se da para el individuo en tanto que individuo y no para la sociedad. En este caso constituye la interpretación dada por la sociedad a un valor moral. La interpretación es dada por la sociedad; pero el valor interpretado por la sociedad es un valor cuyo sentido se refiere a la vida individual, al destino plenario y auténtico del individuo.

Pero a la consideración anterior hay que añadir además otra, a saber: que la manifestación social (uso, costumbre) de una norma con sentido moral, para que cree deberes morales en el individuo, es preciso que sea interiorizada en éste. Es decir, según ya vimos, un valor moral (aunque pueda ser objetivamente válido) no determina el nacimiento de un deber concreto en un individuo singular, sino en la medida en que éste se halla íntima y sinceramente convencido de su bondad; esto es, en tanto en cuanto el individuo se siente adherido e identificado con dicho valor. Lo cual entraña una formidable diferencia esencial respecto de las normas jurídicas (y también, según veremos, de las normas del trato social); pues estas normas, al contrario de lo que ocurre con las morales, obligan precisamente con independencia de cual sea la opinión del sujeto, tanto si cuenta con su asentimiento como si no. Resulta, pues, que aunque la norma moral pueda recibirse de una fuente social, siempre se refiere al cumplimiento del destino individual, al supremo fin del sujeto, y además sólo obliga a éste en la medida en que él se sienta íntimamente adherido al valor expresado en la norma.





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ArribaAbajoCapítulo IV

Las reglas del trato social. Su diferenciación de las normas morales y de las normas jurídicas


Sumario: 1. Descripción de las reglas del trato.- 2. Diferenciación esencial entre moral y reglas del trato.- 3. Diferenciación entre las normas del trato y las normas jurídicas.- 4. El problema del Derecho consuetudinario.- 5. Relación dinámica entre el Derecho y las reglas del trato social en la historia.


ArribaAbajo1. Descripción de las reglas del trato

En el horizonte de la vida humana encontramos una serie de normas reguladoras de la conducta, que ni son Derecho, ni tampoco son Moral. Se trata de un enorme y variado repertorio de normas que, en su conjunto, constituyen una categoría especial, que denominaré reglas del trato social. He aquí algunos ejemplos de tales reglas: la decencia, el decoro, la buena crianza, la corrección de maneras, la cortesía, la urbanidad, el respeto social, la gentileza, las normas del estilo verbal, del estilo epistolar, las exigencias sobre el traje, el compañerismo, la caballerosidad, la galantería, la atención, el tacto social, la finura, etc., etc. Pensemos en la innúmera cantidad de actos y de prohibiciones que nos imponen dichas reglas: el saludo en sus diversas formas, toda una serie de actitudes que revelen consideración para los demás, las visitas de cortesía, las invitaciones, los regalos, las propinas y aguinaldos, la compostura del cuerpo cuando estamos reunidos con otras personas, la forma del traje según las diversas situaciones, la buena crianza en la mesa, las fórmulas de la comunicación epistolar, las reglas del juego, las de la conversación, la asistencia a determinados actos, el evitar en el lenguaje las palabras reputadas como ordinarias o groseras, los homenajes de galantería, y, en suma, todos los especiales deberes de comportamiento que derivan del hecho de pertenecer a un determinado círculo social   —96→   (clase, profesión, partido, confesión, edad, afición, vecindad, etc.). De ordinario, a estas reglas se las ha llamado «convencionalismos sociales»; pero reputo que esta denominación es superlativamente infortunada, porque evoca la idea de convenio, de convención, la cual es precisamente todo lo contrario de la esencia de estas normas, según veremos más adelante. También se las ha designado con el título de usos sociales; y, aunque es exacto que se manifiestan a través de usos o costumbres, esta denominación tiene el inconveniente de que mediante el uso se hacen también ostensibles -según vimos otros tipos normativos completamente diversos (como por ejemplo, principios morales y preceptos jurídicos). Por eso, prefiero designarlas con el rótulo genérico de «reglas del trato social», porque esta expresión traduce una de sus esenciales características -según mostraré-; y, además, porque dentro de ella cabe todo el múltiple y variado repertorio de normas que he mencionado y otras de análogo jaez.

He aquí, pues, una extraña casta de normas, que presentan, ante todo, a primera vista, como dimensión común a todas ellas, dos caracteres negativos: el no ser ni normas morales, ni normas jurídicas, aunque muchas veces se parezcan a las primeras y no pocas veces a las segundas. Cabalmente, en esto radica la dificultad del problema que suscita el intento de caracterización de tales reglas: en este parecerse en algún respecto al Derecho (v. g. , en cuanto a su dimensión social y en cuanto a la de exterioridad); y en tener, desde otro punto de vista, cierta semejanza con las estimaciones morales (como sucede, por ejemplo, con algunos principios del decoro). Y, sin embargo, en un primer contacto mental con dichas reglas presentimos que no son ni Moral, ni son tampoco Derecho. Aunque a veces parece que se asemejan a principios morales, sin embargo no encajan dentro del concepto de lo moral. Y, a pesar de su carácter social y de su gravitación hacia la exterioridad de la conducta, sin embargo, no coinciden con la esencia de lo jurídico. Pero no basta con ese espontáneo darnos cuenta de que no son ni Moral ni Derecho. Con ello tenemos sólo un conocimiento vulgar, irreflexivo, meramente aproximado, que tal vez podría fallar ante algunos casos difíciles. Es necesario indagar la diferencia esencial entre esas reglas del trato social y las normas morales; y también la diferencia de dichas reglas frente a los preceptos jurídicos. Con ello habremos dado otro paso decisivo para la caracterización esencial del Derecho.

Respecto de su forma de aparición, recuérdese lo que dije   —97→   cuando me ocupé someramente del uso social. Suele ocurrir que de ia primitiva costumbre indiferenciada (que constituía la regulación total de la conducta) se van segregando tipos de normas ya especialmente delimitadas (la Moral, el Derecho, la Religión, la Técnica, etc.), lo cual determina que se perfile también otra clase de normas con peculiares características, a saber, las normas del trato social.

Para orientarnos en este primer contacto reflexivo con las reglas del trato social, convendrá intentar una caracterización de las mismas, que, de momento, haré sólo como inicio provisional.

Esas reglas del trato social suelen manifestarse en forma consuetudinaria, como normas emanantes de mandatos colectivos anónimos (esto es, de la gente, de los demás, en suma, de la sociedad), como comportamientos debidos en ciertas relaciones sociales, en un determinado grupo o círculo especial y sin contar con un aparato coercitivo a su disposición, que fuerce inexorablemente a su cumplimiento, aunque con la amenaza de una sanción de censura o de repudio por parte del círculo social correspondiente.

Como he indicado, la forma habitual de presentarse las reglas del trato es la consuetudinaria. Ahora bien, según ya vimos, no todos los usos son expresivos de esas reglas del trato, pues hay también usos morales y asimismo costumbres jurídicas. Pero aparte de eso, hay usos sociales que ni son morales, ni son jurídicos, ni son tampoco manifestación de reglas del trato. Pues hay usos colectivos de carácter intelectual, como lo es, por ejemplo, el lenguaje; como en otro orden, lo es la opinión pública. Y los hay, asimismo, que se refieren a la conducta práctica y externa, pero que carecen de pretensión normativa. No toda costumbre social práctica tiene pretensión normativa: las hay -y en mucha abundancia- que delatan una convicción colectiva, pero que no pretenden crear para nadie un deber; así, por ejemplo, almorzar a determinada hora, tomar este o aquel manjar en la comida privada, hacer excursiones ciertos días, pasear por una calle a tal o cual hora, dedicarse a unos u otros juegos, etc. Los ingleses distinguen con precisión, en el empleo del idioma, la costumbre no normativa de la costumbre normativa: a la primera (pura repetición de actos sin idea de deber) la llaman hábito (habitude); y en cambio a los usos que, referidos a la conducta práctica, tienen la pretensión de constituir normas, los llaman costumbre (custom).

Obsérvese que el volumen de las reglas del trato y de los deberes que éstas imponen es formidablemente grande y abarca un sin   —98→   número de aspectos de nuestra vida social. Y nótese también que la presión efectiva de esas normas es muy intensa; tanto que muchas veces la sentimos con mayor intensidad que la voz de la conciencia moral o que la intimidación del Derecho. En alguna ocasión el Derecho, a pesar de su coercitiva pretensión de imponerse inexorablemente, se ha mellado en la práctica, se ha mostrado ineficaz para suprimir determinados comportamientos que tenían una honda raigambre en reglas usuales del trato social: así, por ejemplo, en el caso del duelo en otra época, el cual sólo desapareció cuando perdieron vigencia social las reglas usuales que lo mantenían, y fueron sustituidas por otras convicciones normativas, según las cuales los lances de honor se consideraron como cosa ridícula. Lo cual ilustra sobre el potente vigor efectivo que tienen muchas reglas del trato social.

Adviértase, además, que las reglas del trato social no tienen una versión universal, ni siquiera generalizada, sino más bien una serie de versiones particulares y diversas para cada círculo social. Un acto que para un muchacho es admisible, puede, en cambio, resultar indecoroso en un anciano; y lo plausible en un anciano, cabe que sea inconveniente en un joven. El traje perfecto para un obrero manual resultará indecoroso para un funcionario. Lo lícito para un seglar puede ser escandaloso en un sacerdote. Las diversiones permitidas socialmente a un saltimbanqui le están vedadas a un magistrado. El concepto medieval del honor para los caballeros no regía entre los villanos. Unas eran en la Edad Media las costumbres de los comerciantes y otras las de la aristocracia. Lo que es permitido al nacional puede resultar intolerable en el extranjero. Las palabras que no serán criticadas cuando las profiera un arriero serán tenidas por groserías en un sirviente doméstico, etc., etc. Esta adscripción de las reglas del trato a una esfera colectiva determinada es una de las características más notorias de tal tipo de normas. El decoro, la decencia, la conveniencia, la cortesía, son algo muy diverso en cuanto a su contenido según del círculo social de que se trate. Esas reglas rigen siempre en un determinado circulo (más o menos amplio) de personas, en una esfera colectiva especial, que obtiene su delimitación a virtud de puntos de vista varios para cada esfera: por la edad, por el parentesco, por la profesión, por la vecindad, por la raza, por la religión, por la política, por la posición económica, por la clase, por la adscripción a determinadas actividades (orfeonistas, deportistas, estudiantes, turistas). Ahora bien, de ninguna manera es preciso que el círculo colectivo que venga en cuestión constituya una asociación; es más, en el momento en que   —99→   se trata de una asociación, con su reglamento, muchas de esas normas dejan ya de ser puras reglas del trato y se convierten en preceptos jurídicos. Mientras que la Moral considera al individuo en plenitud, como tal individuo (insustituible) y el Derecho lo considera en una versión de gran generalización, es decir, como ciudadano, o en otras situaciones que, en principio, son posibles para todos (la de vendedor, la de depositario, etc.), en cambio, las reglas del trato enfocan la conducta social de cada uno según la adscripción efectiva del mismo a determinados círculos sociales. Y, así, cabría decir que las reglas del trato se sitúan entre el círculo grande en que los hombres están sometidos al Derecho y la individualidad absoluta, que es sujeto de la moralidad18. Una violación de los usos del trato social puede resultar inocente ante la conciencia moral (e incluso plausible en determinados casos). De otro lado, frente a una violación de las reglas del trato tan sólo reaccionan los pertenecientes al círculo en el cual regía su uso; al paso que una violación del orden jurídico provoca la reacción de toda la comunidad en que impera, representada por el Estado.




ArribaAbajo2. Diferenciación esencial entre moral y reglas del trato

No basta con enfocar la diferencia que medie entre las normas jurídicas y las reglas del trato social; pues si me limitase a mostrar por qué éstas no son Derecho, entonces se correría el riesgo de que se pudiesen confundir con la Moral. E interesa dejar perfectamente estudiados los diversos tipos esenciales de normación de la conducta; y, por lo tanto, es menester que quede perfectamente delimitado cada uno de ellos frente a los demás.

Las reglas del trato social tienen de común con la Moral el carecer de una organización coercitiva para vencer la resistencia del sujeto y provocar forzadamente el cumplimiento. Por mucho vigor que los motivos morales adquieran en la intimidad del sujeto, nunca constituyen una fuerza fatal e irresistible; no constituyen una imposición inexorable de la conducta debida. Asimismo, por muy fuerte que sea la expresión externa que apoye una regla del trato, y por mucho alcance que ese influjo social pueda adquirir en la conciencia del sujeto, si el individuo quiere faltar a la regla, el círculo social en que ésta impera carece de poder para imponerle el cumplimiento.

Pero esta dimensión común a Moral y reglas del trato -que   —100→   acabo de glosar-, es decir, el que una y otras carezcan de un aparato de fuerza que compela irrefragablemente a su realización, no implica en manera alguna que esos dos tipos de normas (la moral y la del trato social) tengan una esencia idéntica; antes bien, por el contrario, vamos a ver que son esencialmente diferentes. Efectivamente, mostraré cómo es radicalmente distinto el sentido de las normas del trato (decoro, decencia, cortesía, etc.) del sentido de las normas morales. Ahora bien, para ello será preciso afinar el análisis, con objeto de descubrir con todo rigor y precisión cuáles son las diferencias esenciales entre ambos tipos de normas. Se barrunta la diferencia a primera vista, pero, en cambio, ya no es tan fácil precisarla con exactitud. Hace veinte siglos decía Cicerón que la diferencia entre la honestidad y el decoro es más fácil de entender que de explicar19. Pero importa que procuremos conseguir en este tema una mayor fortuna que Cicerón. De suerte que expliquemos con rigor esa diferencia.

Si nos fijamos en el sentido que tienen las reglas del trato social (el decoro, la decencia, la cortesía, etc.) advertiremos que se refieren predominantemente al aspecto externo de la conducta en relación con otros sujetos. Son reglas que afectan a la modalidad exterior del comportamiento, referido a las demás personas y en consideración a éstas. Téngase en cuenta que las virtudes propiamente morales (v. g., la veracidad, la templanza, la caridad, la fortaleza) no las calificamos de decorosas, de decentes, sino sencillamente de moralmente buenas en sí mismas, intrínsecamente, de modo absoluto. En cambio, lo decente, lo decoroso, es aquello que resulta como exteriormente adecuado a otra persona, como conveniente a otro, como propio de una determinada situación en sus planos superficiales. Este es el sentido del decet latino (de la decencia en nuestro idioma); y también del decus, esto es, del decoro. Las normas de la decencia, del decoro -y asimismo las de la cortesía, las de la buena crianza, etc.-, afectan a la capa superficial del hombre, a los planos externos de la conducta, es decir, a aquellos en que se verifica el contacto con las demás gentes, a lo que podríamos llamar piel social. La profundidad de la vida, la intimidad, la esfera de las intenciones originarias, en suma, la auténtica individualidad es lo afectado por la moral y es lo no alcanzado jamás por las reglas del trato. Y, así, puede ocurrir que un sujeto perfectamente moral esté en déficit respecto de las reglas del trato: cual le ocurría a San Francisco de Asís, que encarnó una ejemplaridad de conducta moral y que, en cambio, era un inadaptado a   —101→   las reglas del trato; en otro aspecto, algo de esto le sucede al tipo le Charlot (creado en ficción por Charles Chaplin en sus películas), que representa un espíritu puro y, sin embargo, el perpetuo desentonante en el trato social. Y, por otra parte, todos conocemos personas muy correctas en el cumplimiento de las normas del trato social, que, sin embargo, llevan un alma encanallada por dentro.

El carácter de externidad que acabo de subrayar en las reglas del trato social, no implica que éstas no posean una intencionalidad de valor. Ciertamente, las normas del trato apuntan a la realización de determinados valores, a saber, de los valores que suelen designarse con los nombres de decoro, de decencia, de finura, de buenos modales, etc. Lo que ocurre es que esos valores, que desde luego pertenecen a la familia ética, esto es, a la región axiológica le lo ético, sin embargo se distinguen dentro de ésta de los valores morales sensu stricto, de los valores que se llaman de pura moralidad. Y, así, resultaría que los valores éticos se clasificarían en tres grandes especies: los puramente morales, los jurídicos y los del decoro.

Y de la misma manera que distinguimos entre puros valores morales y convicciones morales positivas de las gentes (que pueden er más o menos correctas, es decir, que pueden encarnar mejor o peor, o no encarnar los auténticos valores morales); y de la misma manera que distinguimos entre valores jurídicos puros y Derecho positivo histórico (el cual puede ser más o menos justo o incluso injusto); asimismo, de análoga manera, podemos distinguir entre los valores del decoro y las reglas positivas del trato manifestadas en los usos.

Esta dimensión de exterioridad de las reglas del trato social (y también de sus correspondientes valores) se hace ostensible en las palabras de que el lenguaje se sirve para designarlas. Del hombre que cumple esas reglas se dice que es modoso, y a las mismas reglas e las llama buenos modos, buenas formas, buenas maneras. La palabra decoro significa ornato, al igual que el decorum latino. También la voz alemana correspondiente, el Anstand, denota igual idea le exterioridad. Y, parejamente, el vocablo francés façon, que se emplea como significativo de las buenas maneras sociales. Y lo mismo su homólogo inglés fashion, que además significa buen tono, de moda. Pero no es sólo esta calificación genérica la que expresa la dea de exterioridad, sino que lo mismo se revela en una serie de palabras que designan diversos matices del trato social, en las cuales e evoca análoga representación de superficie exterior. Así, los calificativos:   —102→   formal, formalidad, fino, finura, suave, suavidad, pulido, poli, politesse, fein, glatt, etc. Otra palabra en la que aparece destacada esa misma idea de externidad es la de etiqueta, que significa algo superficial que se adhiere a la cara de una cosa.

Podemos subrayar también esa dimensión de exterioridad en las reglas del trato social y en sus correspondientes valores, al advertir que solamente rigen para los momentos en que estamos en compañía actual y efectiva. Cuando tras de mi cierro la puerta de mi cuarto, ya no tiene sentido aplicar a mi comportamiento juicios basados en esas reglas ni en sus valores. A solas, en el aislamiento de mi cuarto, ya no puedo ser decente ni indecente, decoroso ni indecoroso, conveniente ni inconveniente, cortés ni descortés. No ocurre, en cambio, así con los deberes morales que siguen gravitando siempre sobre mí y cuya voz se potencia cuando estoy en soledad, porque entonces es la hora más propicia para reflexionar sobre mi destino; porque los valores morales afectan a lo más entrañable de mi vida.

La diferencia entre Moral y reglas del trato social se nos hace patente también desde otro punto de vista, en la siguiente característica. Como quiera que las reglas del trato social rigen en círculos colectivos delimitados, y en su forma positiva se manifiestan en costumbres, tan solo obligan en tanto en cuanto se pertenece de hecho y de presente al circulo social de que son propias y en la medida en que el uso está vivo, esto es, en la medida en que el uso rige efectivamente. Así, por ejemplo, refiriéndome a las costumbres nacionales o locales, puedo decir que al salir de viaje las dejo en mi tierra y no me obligan; quedo libre de ellas; y, en cambio, debo someterme a las reglas del país que visito. Por el contrario, las normas morales gravitan sobre el individuo como tal individuo, en todo momento; y además su validez es por entero independiente de que los demás sujetos las cumplan o no (incluso cuando se trate de una norma moral que haya sido recibida por tradición).

Cuando, en el capítulo anterior, describía la norma moral contraponiéndola al sentido de la norma jurídica, subrayaba que la norma moral para que cree obligaciones concretas en un sujeto singular, es preciso que este sujeto la haya reconocido como válida en su conciencia, que se sienta íntimamente adherido a ella, ligado por ella; en suma, explicaba que, sea cual fuere el origen de una norma moral, ésta, para crear obligaciones, necesita haberse convertido en autónoma, es decir, pertenecer sinceramente a la intimidad del sujeto. En cambio, las reglas del trato social piden de mí solamente   —103→   una conducta externa y no una adhesión íntima; y, por tanto, pretenden obligarme, sea cual fuere mi opinión, favorable o adversa a ellas. Implican una regulación que viene sólo desde fuera, la cual para su vigencia no requiere de un proceso de interiorización, de adhesión sincera o de leal reconocimiento. Como piden al sujeto tan solo algo debido externamente a los demás, no le reclaman íntima devoción; y pretenden perfecta obligatoriedad con entera independencia de la opinión de sus destinatarios. A ese estar fundadas exclusivamente, en una instancia external ajena por entero al sentir del individuo, se le llama heteronomía.

La caracterización diferencial entre Moral y reglas del trato podría compendiarse diciendo que la Moral es una valoración de la conducta del individuo, como tal individuo, en su auténtico ser peculiar e intransferible, en su vida plenamente responsable, en su radical intimidad y con referencia a su último destino; y que, en cambio, las reglas del trato constituyen una forma de vida colectiva. Precisamente por constituir un módulo colectivo de conducta tienen las reglas del trato los caracteres que he expuesto y que pueden ser resumidos como sigue:

1º. Las reglas del trato no toman en cuenta al sujeto como individuo en su vida plenaria y propia, sino que lo consideran como sujeto funcionario de una colectividad, como miembro fungible de un círculo, es decir, como magnitud intercambiable, genérica, de un grupo. No se refieren a lo que el individuo hace como tal individuo, sino a aquello que hay en su vida de comunal, de mostrenco, de tópico, de cauce o sendero genérico, en su pertenencia a una esfera social.

2º. Las normas del trato se refieren a la dimensión externa de los actos de un sujeto en consideración a los demás sujetos de un círculo social (amplio o reducido).

3º. Las reglas positivas del trato rigen solamente en tanto en cuanto tienen una vigencia social efectiva, en tanto en cuanto constituyen un uso que se cumple por los más, o una convicción que está viva en los miembros del círculo colectivo.

4º. Las reglas del trato social proceden de una instancia externa y su pretensión de obligatoriedad no está condicionada a la íntima adhesión sincera del sujeto; es decir, son heterónomas.




ArribaAbajo3. Diferenciación entre las normas del trato y las normas jurídicas

En el propósito de distinguir esencialmente entre Moral y reglas del trato parece que conseguí precisar con todo rigor la diferencia. Pero, resulta que con ello hemos llegado a un punto inquietante respecto del intento de diferenciar entre Derecho y reglas del trato social. Pues ocurre que todos los caracteres que he subrayado en las reglas del trato social para contraponerlas a la esencia de las normas morales, son, a la vez, notas peculiares de lo jurídico.

Efectivamente, he mostrado cómo las reglas del trato constituyen una forma de vida colectiva, lo cual es también esencialmente peculiar del Derecho. Y como consecuencia del estudio diferencial de las normas del trato frente a lo moral, he hallado además las siguientes notas: la exterioridad, la positividad (esto es, su vigencia se apoya en la facticidad, es decir, sobre el hecho de que sean observadas como uso) y la heteronomía. Ahora bien, resulta que el carácter colectivo, y las notas de exterioridad, positividad y heteronomía son también esencialmente peculiares del Derecho. He aquí, pues, nuestro problema en una fase dramática: la coincidencia de las reglas del trato con las jurídicas en cuatro caracteres esenciales que son comunes a ambas. Pero, no se desanime el lector: puede seguir creyendo que a pesar de tales coincidencias media una radical diversidad entre las reglas del trato y el Derecho. Que media una diferencia esencial ha sido presentido o barruntado siempre; aunque de ordinario no se haya acertado a explicar con rigor y precisión en qué consiste esa diferencia. Es hora ya de que la Teoría del Derecho afine su análisis en punto tan básico como éste, pues de su feliz solución dependerá que se establezca en forma clara el concepto esencial de lo jurídico.

La producción jurídica contemporánea ha elaborado varias doctrinas para resolver este tema de la diferenciación esencial entre normas jurídicas y normas del trato20. Pero dado el carácter de este libro, que es a la vez de fundamentación radical y de iniciación, quiero ahorrar al lector -como lo hice también en los demás temas- la carga de un relato erudito sobre las múltiples teorías que se han ensayado; y así iré directamente al tema para abordarlo a la altura que conseguí por la superación de los varios pensamientos anteriores, en un trabajo especial que a este asunto he dedicado21.

La distinción entre reglas del trato y Derecho no puede referirse al origen efectivo de unas y otras normas; pues también hay   —105→   Derecho consuetudinario, el cual, aunque aparezca en forma de costumbre, es también auténtico Derecho22.

La diferencia entre reglas del trato y normas jurídicas tampoco puede referirse a una diversidad esencial de contenido entre unas y otras23; pues tanto el contenido del Derecho como el de las reglas del trato varía en el curso de la historia y en los diversos pueblos. Y, así, vemos que lo que ayer constituía materia de mera regulación por las reglas del trato social es hoy objeto de preceptos jurídicos taxativos; y, viceversa, observamos también que muchos aspectos de la conducta, que antes estuvieron sometidos a una normación jurídica, han quedado después relegados a simple ordenación por las reglas del trato. Así, por ejemplo, la etiqueta y la buena crianza en la mesa, en la mayor parte de los pueblos y épocas, ha sido y es materia regulada por las reglas usuales del trato; pero, en cambio, ocurría en un primitivo pueblo griego, que en los banquetes regios, el volver el pescado en la fuente era considerado como grave delito y sancionado con pena atroz. Y, así también, recordemos que el vestido y el tocado, que en su mayor parte pertenecen hoy solamente a las reglas del trato social, han sido a veces reglamentados jurídicamente -como en otro tiempo en la República de Venecia, según cuenta Montesquieu; también en algunos preceptos de la legislación mosaica de los hebreos, en el Derecho japonés, en el ordenamiento de Colonia de 1542, y en el Derecho turco de nuestro tiempo, que ha prohibido ciertos indumentos tradicionales obligando su sustitución por prendas occidentales-. Y no sólo se trata de una variación cronológica y según los diversos países, sino que, además, ocurre que en un mismo pueblo y momento, una materia cae en parte bajo las reglas del trato y en parte bajo el imperio jurídico; así, verbigracia, el traje, que en la mayoría de sus aspectos es determinado por las reglas del trato, en cambio constituye objeto de regulación jurídica en los militares y en los demás funcionarios a quienes se impone uniforme. Análogamente, el saludo ha sido y es en la mayor parte de las ocasiones y de los círculos sociales mera usanza de cortesía; pero, en cambio, dentro del ejército el saludo en determinada forma constituye un deber jurídico. Parejamente recordemos que la preferencia para ocupar los asientos en los vehículos públicos ha sido y es en general asunto de mera urbanidad y galantería; pero, después de la guerra de 1914-1918, en muchas ciudades se estableció jurídicamente por ordenanzas municipales la obligación de cederlos a los mutilados. Las fórmulas del estilo escrito en nuestras comunicaciones con los demás son, asimismo,   —106→   objeto de mera regla del trato; pero, en cambio, en las relaciones con la Administración Pública responden a normas jurídicas. Todos estos ejemplos -que podríamos multiplicar interminablemente- nos evidencian que no es posible establecer una diferencia esencial entre una materia propiamente jurídica y una materia propiamente del trato social. Y empezamos a barruntar que la diferencia esencial entre esos dos tipos de normas no puede en manera alguna proceder de su contenido, sino de la diversa forma como imperan unas y otras.

Tampoco puede sostenerse, como algunos lo han pretendido24, que las reglas del trato social constituyen nada más que invitaciones a comportarnos de determinada manera por parte de un círculo social; pues cuando alguien falta a una regla del decoro o de la cortesía no se considera que haya declinado una invitación, sino que se entiende que ha violado una norma que le obligaba. Las reglas del trato social tienen la pretensión de constituir auténticas normas; tienen pretensión normativa, y, por tanto, de determinar deberes. (Dejemos ahora a un lado el problema de la justificación o no justificación que a cada norma concreta de cortesía, etc., pueda corresponderle, según una apreciación crítica; y fijémonos en el sentido formal que dichas reglas tienen esencialmente.) Una norma que no fuese nada más que una invitación, que condicionase su pretensión de validez al puro albedrío del sujeto, es un concepto imposible, es un absurdo lógico; ya que tal condicionamiento es incompatible con el sentido de lo normativo. El sentido de lo normativo consiste en querer vincular la conducta del sujeto, en crear en éste un deber; por lo tanto, una supuesta norma que no imperase sobre el sujeto, que no determinase en él ningún deber, cuya validez quedase por entero subordinada a que el sujeto la aceptase en función de su puro albedrío, no sería propiamente una norma. Por consiguiente, no es posible obtener la diferenciación entre normas jurídicas y reglas del trato asignando a estas últimas el carácter de pura invitación; pues, según he mostrado, cuando en un circulo social alguien deja de comportarse según lo requiere el uso, los demás miembros no consideran que rechazó una invitación, sino que infringió un deber.

Algunos han señalado25 como diferencia entre el Derecho y las reglas del trato, el que mientras que el primero cuenta con órganos para imponerse, los segundos no los tienen; es decir, que las reglas del trato social carecen de un aparato organizado de coacción que actúe sobre los sujetos imponiéndose y exigiendo responsabilidades.   —107→   En el fondo de este ensayo de distinción, tal vez apunta muy en lontananza una idea certera, aunque confusa y equivocadamente concebida. Pero formulada simplemente de ese modo, dicha distinción es muy tosca y es formalmente errónea: no pasa de una observación a ojo de buen cubero, que, a lo sumo, puede mostrar aproximadamente cómo es una gran parte de las normas del trato en contraposición a las normas jurídicas de una sociedad civilizada; pero de ninguna manera ofrece una delimitación esencial. En efecto, para que el Derecho sea Derecho, no precisa que cuente con órganos judiciales y ejecutivos que estén rigorosamente diferenciados en la división social del trabajo, que es lo que ocurre en los modernos Estados constitucionales de los pueblos civilizados de Occidente. Pues en las ordenaciones jurídicas primitivas no siempre existen esos órganos, y en ellas ocurre que es el mismo ofendido quien asume lo reacción coercitiva del Derecho en contra del ofensor: así sucede en la venganza privada como institución jurídica en muchos pueblos primitivos; y así también, en el apresamiento del deudor por el acreedor para que trabaje a beneficio de éste hasta la extinción del débito. Y, viceversa, podemos registrar en algunos casos, que ciertas reglas del trato social cuentan con órganos para imponer al transgresor de ellas determinadas sanciones de censura o de exclusión, cual, verbigracia, sucede con los tribunales de honor, que se limitan a declarar una incompatibilidad sin efectos jurídicos.

Ahora bien, es preciso llegar a comprender bien el sentido esencial de la norma jurídica -tanto si cuenta con órganos diferenciados para su aplicación, como si carece de ellos- frente al sentido enteramente diverso que late en las reglas del trato social -aunque en algún caso tengan órganos de fisonomía parecida a los jurídicos-. Por esta vía han trabajado algunos autores contemporáneos, subrayando que en el Derecho la aplicación de la sanción constituye un elemento esencialmente integrante de la norma jurídica, mientras que las sanciones que siguen a la infracción de las reglas del trato representan sólo reacciones de hecho de parte del círculo ofendido26. Pero, aunque tales ensayos se han aproximado más que los anteriores a la diferenciación entre los dos tipos de normas, sin embargo, hay que considerarlos también fracasados, pues no han acertado a llegar a la entraña del tema, y no han conseguido apresar mentalmente lo esencial de la distinción.

La diferencia esencial entre las reglas del trato social y las normas jurídicas, según yo la entiendo, consiste en una diferencia fundamental entre la forma de imperio de unas y otras y, consiguientemente,   —108→   también en una diferencia entre el tipo de sanción de una y otras. Las reglas del trato social tienen la pretensión de normas, es decir, pretenden validez normativa, constituyen mandatos para sus sujetos. Además, el incumplimiento de las reglas del trato social desencadena una sanción de reprobación social o de exclusión de un determinado circulo colectivo, sanción que puede resultar gravísima para el sujeto, y cuyo temor suele ejercer un vigoroso influjo -hasta el punto de que, en algunos casos, sea incluso más fuerte que el de la amenaza de las sanciones jurídicas. (Hay quien viola un deber jurídico, para cumplir una regla del trato, por miedo al «qué dirán» del circulo social a que pertenece -de lo cual había antes ejemplos en el caso del duelo.) Ahora bien, esa sanción por el incumplimiento de las reglas del trato social es sólo expresiva de una censura -que puede llegar hasta excluir del circulo social correspondiente al infractor-; pero no es jamás la imposición forzada de la observancia de la norma. Los efectos de esa sanción de las reglas del trato podrán resultar para el sujeto todo lo terribles que se quiera; pero esa sanción nunca consiste en imponer la conducta debida de un modo forzado al sujeto. La sanción de las reglas del trato puede incluso estar contenida previamente en la norma -que es lo que no acertó a ver Max Weber-, cual sucede en los llamados códigos del honor; pero esa sanción no consiste en forzar inevitablemente al cumplimiento de lo que la regla manda. Por el contrario, según ya expliqué en el capítulo anterior, lo esencialmente característico del Derecho es la posibilidad de imponer forzosamente, de modo inexorable, irresistible, la ejecución de la conducta debida, o de una sucedánea prevista en la misma norma (o de evitar a todo trance el comportamiento prohibido, o de imponer como equivalente otra conducta). La sanción jurídica como ejecución forzada de la conducta prescrita -lo cual constituye la forma primaria y normal de la inexorabilidad del Derecho- es una nota esencial de lo jurídico; y, por el contrario, la ausencia de esta forma de sanción consistente en forzar al cumplimiento, es lo que caracteriza esencialmente a las reglas del trato social, como diferencia de éstas frente a las jurídicas. Y no se diga que en la vida jurídica no siempre es posible imponer forzadamente el cumplimiento de la conducta debida y que lo que ocurre es que se impone, o bien otro comportamiento, o bien una sanción punitiva; porque a esto he de contestar que la indemnización y la pena no son las expresiones primarias de la inexorabilidad del Derecho, sino manifestaciones substitutas, para el caso de que la forma primaria (que es la   —109→   ejecución forzada, se haya hecho imposible de hecho. Aunque desde luego también en estas formas secundarias se hace patente la misma esencial inexorabilidad del Derecho. Efectivamente, la manifestación primaria, exacta, natural del sentido autárquico o inexorable del Derecho consiste en que cuando el sujeto no cumpla espontáneamente el precepto, se le impone violentamente la ejecución de lo debido o se le impide también, por la fuerza, la realización de lo prohibido. Cuando por limitaciones de la realidad no es posible forzar a un sujeto a realizar actos personalísimos, que sólo resultan practicables por voluntad, entonces la misma norma jurídica prevé la imposición de un comportamiento compensador, que pueda ser realizado por presión externa irresistible, v. g. la ejecución en el patrimonio para satisfacer una indemnización de daños y perjuicios. Y en el caso en que se haya cometido una conducta antijurídica con algún efecto irremediable (de ofensa o alarma social), entonces se impone una pena como retribución inexorable -como un pagar de otro modo lo que no se quiso cumplir-. [Es preciso aclarar que la pena tiene siempre, necesaria y esencialmente, un sentido de retribución, lo cual es por entero independiente del motivo o fundamento de la pena (que bien puede ser sólo la defensa social) y de las funciones que además se atribuyan a la pena (que bien puede ser la corrección del delincuente). El fundamento de la pena será la defensa social; pero a la sociedad puede defendérsela de múltiples maneras -v. g. , también por procedimientos educativos, por prosperidad económica, etc.-; y mediante normas de Derecho penal; ahora bien, cuando el medio de defensa que se adopta es este último, a saber, el Derecho penal, entonces se emplea algo -la pena- que tiene, quiérase o no, un sentido retributivo. No hay que confundir el sentido retributivo, que es pago objetivo, compensación, con el sentido expiatorio, -que tan sólo puede darse en lo moral-. De otra parte, no hay inconveniente, antes bien es plausible progreso, en procurar que la pena sea de tal naturaleza que obre como correccional, como reeducadora del delincuente; pero tal cosa -muy deseable- en nada destruye el sentido esencialmente retributivo de la pena jurídica. Pena sin sentido retributivo sería un cuadrado redondo, una flagrante contradicción. Podrá hablarse de substitutivos penales, pero es un absurdo suponer que si hay pena no hay un sentido de retribución.]

La regla del trato social manda una determinada conducta; la inobservancia de ella puede ser sancionada con censuras, reprobaciones y exclusiones (que tal vez lleguen a ser dolorosísimas); pero   —110→   esa sanción no consiste nunca en la imposición forzada de la conducta debida, ni tiene tampoco el sentido de una inexorable retribución -de un pagar de otro modo lo que no se quiso cumplir-, sino que constituye un simple reaccionar reprobatorio o excluyente, por parte del círculo colectivo en que rige la regla, contra el miembro infractor de ésta. De la norma del trato social está esencialmente excluida la imposición inexorable; porque en el momento en que se diese tal dimensión, cesaría de ser pura regla del trato social y se transformaría en precepto jurídico. O dicho de otra manera: la norma del mero uso social manda o impera; pero su modo formal de imperio es esencialmente diverso del modo formal de imperio que es característico del Derecho; pues la norma del trato social se detiene ante el albedrío del sujeto, que es quien decide sobre su cumplimiento o inobservancia, que siempre son libres para él; en tanto que, por el contrario, la norma jurídica, a virtud de su inexorabilidad, no se detiene ante el albedrío del sujeto, sino que trata de anularlo en caso en que éste intente sustraerse al precepto; y trata de anularlo por, todos los medios, a todo trance, físicamente. El Derecho esencialmente quiere aniquilar la voluntad adversa a él. Por el contrario, las reglas del trato social, aunque de ellas se deriven sanciones para el caso de incumplimiento, no anulan la voluntad del sujeto. Frente a los usos sociales, puedo colocarme en actitud de rebeldía y mantener esa rebeldía, sin que dichas reglas puedan anular mi querer hostil a ellas: vengan sanciones y más sanciones, que, si estoy dispuesto a soportarlas, seguiré infringiendo el uso tantas cuantas veces quiera; lo cual, por el contrario, es imposible respecto de una norma jurídica.

Contémplese ahora, a la luz de algunos ejemplos, lo que he expuesto. Quien quebrantando las normas del trato social deja de acudir a la cita de un compañero, será objeto de una censura o reprobación por éste y aún por todo el círculo social al que ambos pertenezcan, e incluso podrá llegar a ser excluido del mismo; en cambio, quien recibe de una autoridad jurídica competente la orden de presentarse ante ella, y no lo hace, será conducido por la fuerza. Si una persona no paga una deuda de juego será infamada en determinado círculo social, pero de ninguna manera podrá ser forzada ejecutivamente a pagar; mientras que, por el contrario, quien no pague la deuda dimanante de un contrato jurídico, será en definitiva ejecutado en su patrimonio. Quien no cumpla las normas usuales del saludo será censurado -o hasta excluido de las relaciones sociales correspondientes- pero no forzado a saludar;   —111→   en tanto que, por el contrario, el soldado que quebrante la ordenanza militar del saludo, será forzado a saludar y sufrirá una sanción retributiva. Y así sería posible ir poniendo un sinnúmero de ejemplos, en todos los cuales se destaca la diferencia que he expuesto.

Resulta, pues, que aquí, al considerar la diferencia entre normas del trato social y normas jurídicas, hemos encontrado de nuevo la dimensión de imposición inexorable como característica esencial del Derecho, dimensión con la que habíamos ya trabado contacto cuando expliqué la distinción entre éste y la Moral. Resulta, pues, que caracteriza a lo jurídico una forma especial de imperio, que le es privativa, el imperio inexorable, la pretensión formal de imponerse a todo trance.




ArribaAbajo4. El problema del Derecho consuetudinario

Acaso pudiera alguien creer a primera vista que la existencia de Derecho consuetudinario, esto es, de costumbres jurídicas, suscita alguna dificultad respecto de la diferencia entre el mismo y las reglas del trato social, por el hecho de que, al igual de lo que es corriente en éstas, se manifiesta a través de formas usuales de comportamiento colectivo. Pero, en verdad, no hay dificultad ninguna, porque el Derecho consuetudinario es tan Derecho como el legislado: tiene exactamente el mismo sentido esencial, que éste. El hecho de que una norma se manifieste a través del uso, nada dice todavía sobre la peculiar índole de ésta. Ya vimos que en los pueblos primitivos se da una costumbre indeferenciada que incluye sentidos múltiples (religioso, moral, del trato social, jurídico, técnico, etc.); vimos también que a través del uso pueden revelarse formas de vida humana de tipos esencialmente diversos (intelectuales, técnicas, morales, jurídicas y del trato social). La norma jurídica constituida por la costumbre tiene idéntico sentido que la establecida en la ley; tiene igual estructura lógica, idéntica pretensión formal de validez, igual tipo de imperio inexorable. Por otra parte, hay reglas del trato social reducidas a forma escrita y codificada (por ejemplo, las llamadas leyes de los lances de honor, los breviarios de como debe uno comportarse en sociedad, etc.); y, sin embargo, tales reglas no cambian de naturaleza por el hecho e haberse formulado por escrito y en forma de artículos; y siguen siendo puras normas del trato, -de ninguna manera Derecho-, porque carecen de la impositividad inexorable.



  —112→  

ArribaAbajo5. Relación dinámica entre el Derecho y las reglas del trato social en la historia

Cuando expuse la imposibilidad de derivar la diferencia entre Derecho y reglas del trato de una necesaria diversidad de contenido, entre el primero y las segundas, hice notar que la materia jurídica y la materia del decoro, de la cortesía, etc., estaban sometidas a un trasiego en ambas direcciones: que lo que hoy es regido por el Derecho, ayer era asunto solamente de decencia o de urbanidad; y que lo que ayer constituía precepto jurídico pasó después a mera regla del trato. Podemos, por tanto, registrar la observación que entre el contenido de unas y otras normas se produce un desplazamiento múltiple y en ambas direcciones.

Pero hay que advertir, además, que en esa delimitación movible entre ambas regulaciones, no se encuentran las dos situadas al mismo nivel de poder, sino que, por el contrario, le corresponde la primacía al Derecho. Precisamente porque el Derecho tiene la nota de imposición coercitiva, es quien determina la delimitación de contenido, esto es, es quien decide las materias que van a ser objeto de regulación jurídica y aquellas otras que por exclusión quedarán confiadas a una mera regla del trato. El Derecho puede restringir la esfera de las normas del trato, anular impositivamente éstos o aquellos usos. Así, ocurre que los usos del trato social tan sólo pueden avecindarse en los espacios que el Derecho les deja libres. Y hay veces que el Derecho emprende una lucha contra determinados usos del trato social. Precisamente una de las funciones que Stuart Mill atribuía a la garantía jurídica de la libertad era la de defender eficazmente al individuo no sólo de indebidas intromisiones del Estado, sino también de defenderlo contra la abusiva presión de usos sociales del trato, restringiendo la esfera de éstos.

Por fin hay que advertir también que, a veces, el Derecho recoge, en determinados casos, algunas normas del trato social y las convierte en normas jurídicas para determinadas personas que se hallen en determinada situación. Así por ejemplo, en ciertos casos, la ley de Derecho transforma en norma jurídica una regla de decoro, de pudor, de compostura, de decencia, etc.; y recoge en su seno lo que manden las buenas costumbres, lo que determine el pudor, lo que establezca el decoro, lo que exija la correcta compostura. Y, así, se prohíbe por el Derecho aquello que ofende a las buenas costumbres, y los atentados al pudor, y el comportamiento indecoroso en una sala de administración, de justicia o en un aula   —113→   o en el Parlamento. (Así, por ejemplo, el Reglamento de las Cortes españolas de 1812 determinaba que en las sesiones los diputados debían guardar compostura.) Ahora bien, la norma jurídica no define qué es lo que entiende por buenas costumbres, decoro, decencia, pudor, compostura, sino que remite a lo que dispongan los usos sociales que estén vigentes sobre estas formas.





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ArribaAbajoCapítulo V

Mandatos jurídicos y mandatos arbitrarios (derecho y arbitrariedad)


De todo lo dicho hasta ahora se desprende que el Derecho es esencialmente una forma de vida humana objetivada, de carácter social, con pretensión normativa, referente a la exterioridad de la convivencia y de la cooperación colectiva, y con mando de imposición inexorable. Con esto, hemos conseguido no poco para la caracterización esencial de lo jurídico. Pero no hemos llegado todavía a agotar este tema, pues nos falta establecer otra diferenciación de lo jurídico frente a una diversa forma de mando (el mando arbitrario), con la cual podría acaso ser confundido; y, además, nos falta también esclarecer cuál es el sentido funcional del Derecho en la vida humana, es decir, cuál es la típica motivación radical a virtud de la cual los hombres fabrican Derecho en su vida.

Veamos, primero, qué es eso que suele llamarse mandato arbitrario y en qué se diferencia de lo jurídico. Ocurre que a veces nos hallamos ante mandatos que van provistos de una fuerza de imposición irresistible, y a los cuales negamos carácter jurídico y llamados arbitrarios. ¿En qué se funda tal calificación de arbitrariedad? Y consiguientemente, ¿cuál es la nota que diferencia una orden jurídica de una orden arbitraria? He aquí el tema que voy a desarrollar a continuación.

Adviértase, ante todo, que cuando se habla de arbitrariedad frente al Derecho, se entiende que es algo negatorio de éste, algo que se le contrapone radicalmente. Pero adviértase también que la calificación arbitrario no se aplica a todos los actos que son contrarios al Derecho, sino solamente a aquellos actos que proceden de quien dispone del supremo poder social efectivo y que se entienden como antijurídicos; es decir, a los actos antijurídicos dictados por los poderes públicos, con carácter inapelable. Los actos antijurídicos de los particulares y también los de los órganos subalternos del poder público y todos aquellos susceptibles de apelación, son calificados   —116→   -según los casos- de ilegalidad civil, de falta, de delito, de contravención administrativa -pero de ninguna manera de arbitrariedad en el sentido rigoroso de la palabra-; y son sancionables y rectificables por instancias superiores. Parece que, en sentido estricto, se llama arbitrarios a los mandatos antijurídicos (y con irresistible fuerza impositiva) e inapelables, dictados por órganos del poder público; y que, en cambio, propiamente, los actos antijurídicos de los poderes públicos, que son rectificables y sancionables por otra instancia superior de éstos, merecen en puridad la calificación de ilegales (en el orden civil, administrativo, penal, etc.)

Hablamos para calificar la arbitrariedad de que ésta constituye un mandato antijurídico, dictado por un poder público irresistible. Ahora bien, ¿en qué se apoya esa calificación de antijuridicidad? Urge no confundir este juicio de antijuridicidad con la censura de injusticia -craso error en que han incurrido algunos autores-. Arbitrario no significa lo mismo que injusto. La calificación de justicia o de injusticia se predica de los contenidos de un precepto; constituye un juicio estimativo (a la luz de unos valores) sobre lo que el precepto dispone. Por el contrario, la calificación de arbitrariedad no se refiere al acierto o desacierto, a la justicia o injusticia de un precepto, sino a la característica de que un mandato sea formalmente negador de lo jurídico. Un mandato arbitrario es algo que no sólo no constituye Derecho, sino que además representa su radical negación -la negación de la esencia de lo jurídico, pura y simplemente-. Dentro de la noción esencial del Derecho, dentro de su concepto universal, formal, caben lo mismo las normas justas, las menos justas, y también las injustas, si en ellas concurren todas las notas formales de la juridicidad. Aún cuando el Derecho debe realizar la justicia, aún cuando es esencial a él que se refiera intencionalmente a unos valores, aún cuando sólo a la luz de estos valores queda justificado, sin embargo, para que un precepto o un mandato merezca la calificación de jurídico, no precisa que haya logrado positivamente la realización de ese ideal; basta con que, implicando un sentido intencional de justicia (esto es, una aspiración a plasmar los valores pertinentes) posea las notas formales características de lo jurídico, conjunto de notas -juridicidad- que es el único medio o vehículo en el que se pueden realizar los valores jurídicos. Los temas jurídicos -en tanto que tales- sólo pueden realizarse en forma jurídica, en normas jurídicas; ahora bien, es posible que haya normas jurídicas frustradas, es decir, que no hayan conseguido plasmar los valores a que aspiraban. Y, así, cabe   —117→   que haya Derecho logrado, esto es, Derecho justo y Derecho malogrado, esto es, Derecho injusto, pero Derecho al fin y al cabo (aunque fracasado a la luz de los valores), en cuanto se distingue de aquello que no lo es, es decir, en cuanto se diferencia de otros imperativos no jurídicos (entre los cuales figuran los mandatos arbitrarios). Lo arbitrario no es una calificación estimativa dentro del mundo de lo jurídico, sino algo que denota un poder ajeno y contrario al Derecho. Las normas que sean jurídicas podrán ser mejores o peores, acertadas o extraviadas, justas o injustas, pero, en fin de cuentas, Derecho, en cuanto posean los ingredientes esenciales de lo jurídico. Por el contrario, la arbitrariedad es algo que formalmente está extramuros del Derecho y que lo niega rotundamente: es la negación de la esencia formal de lo jurídico.

Pero ¿en qué consiste esa negación de la esencia de lo jurídico? Al entrever que se trata no de una calificación sobre el contenido -de aquello que se manda-, sino de una caracterización formal, hubo quien se inclinó a definir lo jurídico como lo legítimo (como lo procedente de la autoridad positiva legítima, consagrada por el Derecho), frente a lo arbitrario que se definiría como lo ilegítimo, es decir, como lo dimanante de un poder ilegítimo, del usurpador que se apodera del mando por un golpe de Estado o por una revolución. Pero no sirve este criterio formal del origen. Porque es un dato innegable que una revolución o un golpe de Estado triunfantes pueden determinar la caducidad del Derecho anterior y la creación de un nuevo orden jurídico -siempre y cuando en la nueva regulación que nace concurran los caracteres esenciales de la forma jurídica y logre asentimiento en la comunidad-. Que esto es así resulta un dato innegable, aunque la explicación de ello constituya uno de los más intrincados problemas de la Filosofía Jurídica27. Ahora bien, siendo así, no es posible vincular lo jurídico a la legalidad formal de su primitivo origen, y llamar arbitrario a toda norma que en su orto careciese de tal carácter de legitimidad formal. Adviértase que si se pretendiese establecer este criterio, se habría de concluir que no hay actualmente, en todo el mundo, ordenamiento jurídico alguno, pues en la historia de ninguna nación faltan revoluciones y golpes de Estado que hayan roto la continuidad del Derecho. El criterio formal de distinción entre mandatos jurídicos y mandatos arbitrarios no puede residir en la legitimidad o ¡legitimidad inicial de origen28.

En general, la Filosofía jurídica de nuestro tiempo ha aceptado como distinción esencial entre el mando jurídico y el mando arbitrario   —118→   la doctrina elaborada por Stammler. Siguiendo esta inspiración -aunque dándole algunos matices de mayor precisión- puede decirse que a lo jurídico es esencial la nota de regularidad inviolable; mientras que por el contrario, el mandato arbitrario se presenta como una irregularidad caprichosa. Esta doctrina se ha fraguado al calor del comentario sobre un caso que se registra en la historia prusiana de tiempos de Federico II. Se trata del hecho siguiente: un molinero en Postdam poseía un predio en la parte baja de una ladera, que recibía una corriente de agua que antes atravesaba un predio vecino. El propietario de éste, por móviles de enemistad exclusivamente y sin ningún beneficio para sí, desvió la corriente de aguas de manera que ya no entrase en la finca del molinero. Este demandó a su vecino por tal hecho; mas no estando prevenido el abuso del derecho en las normas vigentes a la sazón en Prusia, el juez desestimó su demanda. Acudió en apelación el pobre molinero ante el Tribunal Superior; pero éste confirmó la sentencia recurrida. Como este asunto era para el molinero algo de vida o muerte, fue a contarle sus cuitas al monarca Federico II, quien, al enterarse del caso y considerando injusta la resolución dictada, la revocó por mandato personal y además castigó a los jueces que la habían dictado a unos meses de arresto en un castillo. No cabe duda de que la orden dada por Federico II tenía un contenido más justo que el de la -sentencia de los tribunales; y además es obvio que Federico II era el monarca legítimo; y, sin embargo, esa orden que dictó era la arbitraria. ¿Por qué? Porque, si bien Federico II, a fuer de monarca absoluto, tenía facultades para abrogar una ley y dictar otra en su lugar, en cambio lo que no podía hacer jurídicamente era violar una ley vigente -que no derogó- y aplicar a un caso singular su antojo -por muy justo que fuese en dicho caso concreto- y todavía menos sancionar a los magistrados que habían cumplido fielmente lo que era Derecho vigente. La arbitrariedad consiste, pues, en que el poder público, con un mero acto de fuerza, salte por encima de lo que es norma o criterio vigente en un caso concreto y singular, sin responder a ninguna regla de carácter general, y sin crear una nueva regla de carácter general que anule la anterior y la sustituya. El mandato arbitrario es aquel que no se funda en un principio general -aplicable a todos los casos análogos- sino que responda a un simple porque sí, porque me da la gana, en suma, a un capricho o antojo que no dimana de un criterio general. En cambio, el mandato jurídico es el fundado en normas o criterios objetivos de una manera regular, que tienen validez para todos   —119→   los casos parejos que se presenten. Es precisamente característica esencial de la norma jurídica el ligar necesariamente al mismo poder que la dictó -se entiende, mientras éste no la derogue con carácter general, en uso de una competencia de igual rango que aquella que había dictado la norma anterior-. El poder jurídico está ligado por las normas vigentes; y sólo obra jurídicamente en la medida en que se acomode a ellas y dentro de las facultades que las mismas le conceden. Es pues característico del Derecho el constituir una ordenación regular, inviolable, estable (en tanto no sea derogada) que, mientras rige, ata por igual al súbdito y al poder. Por el contrario, el mandato arbitrario consiste en actos de fuerza, que no se fundan en ningún criterio previo general, sino que obedecen a un fortuito antojo de quien dispone del poder; se caracteriza por situarse por encima de toda norma, haciendo prevalecer sobre ella un capricho, esto es, algo no reductible a criterio fijo.

Advertimos que la arbitrariedad referida a estos casos de mandatos públicos tiene el mismo sentido que cuando se aplica habitualmente esta palabra, en el lenguaje cotidiano, a otras situaciones: se dice de alguien que es arbitrario, cuando no sigue en su obrar ninguna regla -ni acertada, ni errónea-; cuando no sabemos a qué atenernos respecto de él; se llama arbitrario a un pensamiento, cuando no sólo es erróneo sino que no tiene fundamento ninguno; y, así, sucesivamente, siempre late en el concepto de lo arbitrario el señalar la ausencia de regla, la carencia de criterio fijo, lo caprichoso, lo antojadizo.

Urge no confundir el mandato arbitrario con la resolución discrecional -de la que tan abundantes ejemplos hay en la vida del Derecho-. En lo arbitrario se da un puro capricho, que no responde a ninguna regla ni principio general. Por el contrario, el poder discrecional de muchos órganos del Derecho -jueces, gobernadores, etc.- está sometido a normas tan inviolables como las reglas taxativamente determinadas. Lo que ocurre es que algunas veces las normas jurídicas formuladas -ley, reglamento, costumbre, etc.- en atención a la complejísima variedad de factores que intervienen en determinadas relaciones, en lugar de prever taxativa y minuciosamente la solución que se debe dar a cada tipo de casos, confía a una autoridad la misión de que ante cada situación conjugue con los elementos de ésta unos principios generales, y de esa manera obtenga la solución adecuada. Así, en los casos de facultades discrecionales, el poder no tiene prefijada su decisión en un previo   —120→   precepto detallado, sino que ante cada una de las situaciones sometidas a su jurisdicción, debe determinar el precepto más justo y adecuado; pero debe hacerlo, de ninguna manera por capricho singular, antes bien ateniéndose a directrices y a criterios objetivos, que son los mismos que deben ser aplicados a todos los demás casos análogos que se presenten. -Obrar discrecionalmente no quiere decir obrar arbitrariamente, sino regirse por principios generales, aplicarlos a las particularidades de cada caso concreto, y sacar las consecuencias. -Tanto es así, que en los sistemas jurídicos más perfectos se ha introducido el recurso contencioso-administrativo por desviación de poder, es decir, el recurso contra la Administración pública por un acto de la misma en el cual, aun cuando no se haya infringido ninguna ley ni reglamento y haya obrado la Administración en el ejercicio de sus facultades discrecionales, lo ha hecho de modo que contradijo la finalidad para la cual se le otorgaron tales facultades discrecionales.

Si bien en algún caso concreto es posible que el contenido de un mandato arbitrario parezca justo y acertado -y aún más justo que el que se derivaría del Derecho vigente- no obstante, hay que reconocer que la arbitrariedad, tan sólo por ser tal, resulta la plaga mayor que pueda sufrir la sociedad. Porque, aun en el caso de que el mandato arbitrario se guiase por una buena intención, destruye el elemento esencial de la vida jurídica, la fijeza, la inviolabilidad de las normas, en suma, la seguridad.



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ArribaAbajoCapítulo VI

La seguridad como motivación radical de lo jurídico


A la luz del tema examinado en el capítulo anterior despunta ya cuál sea la motivación radical de lo jurídico, es decir, su primera raíz vital (el por qué y para qué los hombres elaboran Derecho). Cierto que en el Derecho deben encarnar valores superiores, como el de justicia; cierto que el Derecho debe ser el vehículo de realización de tales valores en la vida social; cierto que el Derecho no estará justificado sino en la medida en que sirva a dichos valores; pero es cierto también que el Derecho no surge primeramente como mero ejercicio de devoción a esos valores de superior rango, sino al impulso de una urgencia de seguridad.

Si nos preguntamos ¿por qué y para qué los hombres establecen el Derecho? y si para ello tratamos de descubrir el sentido germinal del surgimiento del Derecho, a fin de percatarnos de su esencia, caeremos en la cuenta de que la motivación radical que ha determinado el orto del Derecho no deriva de las altas regiones de los valores éticos superiores, sino de un valor de rango inferior, a saber, de la seguridad de la vida social.

Efectivamente, si bien la justicia (y los demás valores jurídicos supremos) representan el criterio axiológico que debe inspirar al Derecho, y si bien éste no quedará justificado sino en la medida en que cumpla las exigencias de tales valores, sin embargo, el Derecho no ha nacido en la vida humana por virtud del deseo de rendir culto u homenaje a la idea de justicia, sino para colmar una ineludible urgencia de seguridad y de certeza en la vida social. La pregunta de por qué y para qué hacen Derecho los hombres no la encontramos contestada en la estructura de la idea de justicia, ni en el séquito de egregios valores que la acompañan como presupuesto por ella, sino en un valor subordinado -la seguridad- correspondiente a una necesidad humana.

Se puede exponer esa función de seguridad que en el Derecho   —122→   encarna, por vía de comparación con la función de seguridad que la técnica desempeña en otro orden de cosas. El hombre primitivo se siente aterrado ante el espectáculo de la naturaleza; presencia un conjunto de hechos en tumultuosa sucesión, cuyo secreto ignora; y esto le obliga a vivir extravasado, pendiente del contorno, en constante alerta, poseído de un miedo pánico. Y siente una necesidad de dominar la naturaleza, de saber a qué atenerse respecto de ella, a cuyo impulso elabora la técnica (propiamente como tal, o como magia) para crearse un margen de holgura o de relativa seguridad en el cosmos. Pero el hombre no tan sólo experimenta el dolor de la inseguridad frente a la naturaleza, sino que también se plantea análogo problema respecto de los demás hombres; y siente la urgencia de saber a qué atenerse en relación con los demás: de saber cómo se comportarán ellos con él y qué es lo que él debe hacer frente a ellos; y precisa no sólo saber a que atenerse sobre lo que debe ocurrir, sino también saber que esto ocurrirá necesariamente; esto es, precisa de certeza sobre las relaciones sociales, pero además de la seguridad de que la regla se cumplirá, de que estará poderosamente garantizada. Precisa saber qué es lo que ocurrirá con el ganado que apacentaba o con el árbol que cultivaba, cuando esté durmiendo o se ausente; qué es lo que pasará con su compañera, cuando él no se halle a su lado; en suma, tiene la necesidad de saber qué podrán hacer los demás respecto de él, y qué es lo que él puede hacer respecto de los demás; y no sólo esto, sino que también precisa tener la seguridad de que esto será cumplido necesariamente, garantizado, defendido de modo eficaz. Y el Derecho surge como instancia determinadora de aquello a lo cual el hombre tiene que atenerse en sus relaciones con los demás -certeza-; pero no sólo certeza teorética (saber lo que se debe hacer), sino también certeza práctica, es decir, seguridad: saber que esto tendrá forzosamente que ocurrir, porque será impuesto por la fuerza, si es preciso, inexorablemente. El Derecho no es puro dictamen, mera máxima, sino norma cierta y de cumplimiento seguro (de imposición inexorable), norma garantizada por el máximo poder social, por el Estado, a cuyo imperio no se podrá escapar. Y es al conjuro de tal necesidad de seguridad, de garantía irrefragable, que surge el Derecho. Esta es su motivación primaria, su más honda raíz en la vida humana.

Ahora bien, claro es que los hombres precisan hacer múltiples cosas, en tanto que individuos -para lo cual requieren garantías de libertad, de holgura, de franquía- y en tanto que miembros de   —123→   la sociedad, para lo cual precisan de solidaridad, de ayuda. Entre esos múltiples quehaceres individuales y sociales que se proponen los hombres, hay algunos que son reputados por éstos como más urgentes, como más necesarios, como más indispensables; y la conducta relativa a éstos es la que más les interesa establecer de modo cierto y asegurar de manera efectiva, es decir, hacerla contenido del Derecho. El Derecho es seguridad; pero, ¿seguridad en qué?; pues en aquello que a la sociedad de una época le importa fundamentalmente garantizar, por estimarlo ineludible para sus fines. De aquí que el contenido del Derecho varíe según los pueblos y en el proceso de la historia. Pero en todo momento, fuese cual fuera el contenido, el Derecho constituye una función de seguridad, de orden cierto y eficaz.

Los valores superiores que deben inspirar al Derecho se refieren a los fines que mediante él deban ser cumplidos; y claro es que, según dije ya, un ordenamiento jurídico no estará justificado, no será justo, sino en la medida en que cumpla los valores que deben servirle de orientación. Pero lo jurídico del Derecho no radica en esos valores, sino en la forma de su realización a través de él. O dicho con otras palabras: lo jurídico no es un fin, sino un especial medio puesto al servicio de la realización de fines varios. Hay fines sociales, que en principio bien pudieran ser perseguidos por medios ajenos a lo jurídico: educación, apostolado, propaganda, iniciativa individual, organización social, etc. Ahora bien, cuando a una colectividad le interesa asegurar de la manera más firme la realización de determinados fines, entonces los recoge en normas jurídicas, esto es, impone su cumplimiento de manera inexorable, por ejecución forzosa. Así, siempre la función del Derecho es seguridad, aseguración; lo mismo en un régimen tradicionalista, que en un régimen revolucionario; pues, tanto en un caso como en otro, se trata de asegurar la realización de determinadas tareas, bien que éstas sean radicalmente diversas en uno y otro caso.

Lo que acabo de exponer no implica de ninguna manera que crea en la indiferencia de los fines. En modo alguno. Desde el punto de vista de la valoración, de la Estimativa jurídica, se deberá distinguir entre fines malos y fines buenos; y aún no todos los fines buenos podrán ser perseguidos jurídicamente, pues hay muchos valores -por ejemplo, los morales puros- cuya realización no es lícito promover mediante el Derecho, ni tiene sentido que así se pretenda. De suerte que en la Estimativa jurídica (esto es, en la Teoría de la valoración jurídica, de los ideales del Derecho) se determinará   —124→   las directrices que deben orientar al Derecho, los criterios para su perfeccionamiento y para su reelaboración progresiva; se esclarecerá cuáles son los supremos valores que deben ser plasmados en el Derecho; y se establecerá qué es lo que puede justificadamente entrar en el contenido del Derecho y qué es lo que no puede lícitamente constituir objeto de normas jurídicas (p. e., el pensamiento religioso y el científico, frente al cual el Derecho no debe sino garantizar su libertad, pero de ninguna manera regularlo taxativamente; p. e., tampoco la pura moralidad, que en modo alguno puede ser impuesta por el Derecho, etc.). Y la Estimativa Jurídica deberá, asimismo, determinar en qué casos y bajo qué condiciones pueden determinados fines ingresar en la normación jurídica, y a qué límites deben hallarse sometidos. Pero de todos esos problemas me ocuparé en otra parte de este libro. Los he traído aquí a colación, sólo para prevenir el error de que pudiese creerse que la afirmación de que el Derecho es nada más que un medio o forma de realización de muy variados fines significara una indiferencia respecto de los fines, un puro relativismo de tono escéptico y reñido con todo criterio axiológico; pero ya he advertido que de ninguna manera es así, y cuando desarrolle la doctrina de la Estimativa Jurídica se verá cómo toda esta materia está sujeta a juicio de valor. Aquí, lo que importa, en este momento de la exposición, es mostrar con toda claridad que la juridicidad, lo jurídico, no es expresión de determinados fines, sino sólo de una especial manera o forma de realización de fines sociales. Ahora bien, claro es, que a la luz de la Estimativa no será indiferente el problema de cuáles sean los fines sociales que puedan y deban ser perseguidos jurídicamente; ya que no todos los fines sociales podrán lícitamente ingresar en el mundo del Derecho; y, en cambio, los hay que deberán necesariamente ser objeto de regulación jurídica; mientras que respecto a otros muchos, según las circunstancias, será conveniente o no será conveniente que se articulen jurídicamente.

Lo que importa aquí es, como decía, mostrar que hay una serie de fines cuya consecución puede intentarse por varios medios, uno de los cuales es la regulación jurídica, pero no el único. De suerte que lo jurídico no consiste en este o en aquel contenido, sino en la forma de normación impositiva e inexorable que pueden adoptar los más diversos contenidos sociales. Así, por ejemplo, la tarea social de socorro o ayuda a los necesitados ha sido muchas veces confiada a la libre iniciativa de la generosidad individual; otras veces, a puras organizaciones sociales (no oficiales) de asistencia;   —125→   pero cuando la colectividad (representada en su supremo órgano, en el Estado) ha considerado como de todo punto necesario el asegurar la plenaria realización de este fin, entonces ha convertido la asistencia social en una institución jurídica, la ha sujetado a normas de imposición inexorable (para los funcionarios que se encargan de ella, y para quienes deben forzosamente aportar una contribución). Así también; la función de la enseñanza ha sido confiada en algunas épocas a la iniciativa particular, a instituciones sociales libres (es decir, no jurídicas); pero cuando el Estado ha estimado que la colectividad precisaba que se asegurase en forma irrefragable el cumplimiento de esta tarea y que ésta se efectuase sobre determinadas bases (p. e., sobre la base del fundamentalísimo principio de la libertad de pensamiento, etc.) entonces ha organizado jurídicamente la función pedagógica. Así también, ha habido épocas en las cuales se ha estimado que el bienestar de las gentes era asunto que éstas debían realizar a virtud de la acción individual y de la acción espontánea de los entes sociales libres, pero de ninguna manera como tarea del Estado; y que al Estado no le competía nada más que garantizar la libertad y la justa aplicación de ella; y de tal suerte, en algún matiz del liberalismo, se decía que del gobierno no se ha de pedir que haga la felicidad de los ciudadanos (que es asunto propio de ellos), sino tan sólo que sea justo y respete la libertad; pero, en cambio, después se abre camino en la sociedad la convicción (que ya en otros tiempos existiera también) de que al Estado compete la misión de realizar en la mayor cuantía posible el bien común de sus miembros, y que, por tanto, debe intervenir en la regulación de la economía y en la realización de una serie de finalidades de bienestar, porque es preciso asegurar el cumplimiento de dichas tareas, las cuales entonces quedan jurificadas, es decir, pasan a ser articuladas en normas jurídicas. Así también, obsérvese que, en otros tiempos, se consideró que era necesario para la sociedad asegurar impositivamente la vida religiosa (lo cual es un máximo error y una monstruosa aberración, pues la religión sólo puede fundarse en la libre adhesión, en la sincera convicción) o también una doctrina científica (lo cual es tan error como lo anterior y es además una estolidez), y se convirtió tales funciones en algo jurídico, se las sometió a una regulación preceptiva, taxativa, mediante normas de Derecho; y, en cambio, cuando se abre paso un sentido humano, la liberación de la conciencia -sin la cual no puede haber auténtica   —126→   cultura-, se sustrae al imperio del Estado, esto es, al imperio de una regulación jurídica, el contenido de la conciencia religiosa y del pensamiento teórico; y, entonces, lo que importa es asegurar la libertad de conciencia y de pensamiento, y, a tal fin, se impone inexorablemente a todos, a los funcionarios y a los particulares, el pleno respeto a la inviolabilidad de la persona.

Repito que todas estas materias, que he aducido como ejemplo, no constituyen puros azares históricos que tengamos que aceptar sin ninguna crítica, como si fuesen regidas por meras circunstancias relativas y fortuitas. De ninguna manera, son materias sobre las cuales puede y debe recaer un juicio de valor, sobre las cuales hay que proyectar una critica estimativa, que, probablemente, en algunos casos, resultará positiva, y en otros negativa. Lo único que quiero subrayar aquí es que lo jurídico no es -un concepto de finalidad, sino el concepto de un especial medio, que puede ser puesto aj servicio de muy varias finalidades. Esto ha sido visto de modo genialmente certero por Kelsen, al afirmar que el Derecho no es un sujeto de fines, no es un sujeto que se proponga fines, sino que los fines son sencillamente humanos (de libertad, técnicos, sanitarios, económicos, pedagógicos, etc.); son los hombres quienes se los proponen; y el Derecho no es un f in, sino un especial medio que la sociedad puede articular para la consecución de tales o cuales fines. El Derecho no consiste en lo que la sociedad se propone, sino en el cómo se propone cumplir algunos de los fines que persigue, a saber, de una manera inexorablemente impositiva, lo cual responde a la necesidad de asegurar con plena certeza y eficacia la realización de dichos fines.

Adviértase, pues, cómo lo esencialmente jurídico no está en el contenido de la norma, sino en la especial forma de imperio inexorable, que es lo que caracteriza al Derecho. El mismo contenido de una norma jurídica, puede ser contenido de una regla del trato social o de una máxima técnica, o de un consejo. Si fuera cualquiera de estas cosas y nada más, la norma seguiría diciendo lo mismo, pero no sería Derecho. Lo que una norma jurídica tiene de jurídica no es lo que ella dice, sino la manera como lo ordena, a saber, impositivamente, con pretensión de mando inexorable.

Y esa esencia de lo jurídico corresponde a la función de seguridad. Si suprimimos la urgencia de un saber a qué atenerse en lo fundamental de las relaciones colectivas, de un saber a qué atenerse ciertamente y con la seguridad de que efectivamente será   —127→   así (porque para imponerlo se empleará toda la coacción necesaria), ha desaparecido el sentido del Derecho.

Entiéndase bien -según lo he indicado ya y lo desarrollaré con mayor amplitud, al final de este libro, cuando me ocupe de la Estimativa jurídica- que la seguridad es el valor fundamental de lo jurídico, sin el cual no puede haber Derecho; pero no es ni el único, ni el supremo, pues en el Derecho deben plasmar una serie de valores de rango superior -justicia, utilidad común, etc.-. Ahora bien, aunque el Derecho se refiera a esos valores, y encuentre además en ellos su justificación (en la medida en que los realice), no los contiene dentro de su concepto. Pero, en cambio, sí contiene ciertamente en su misma esencia formal la idea de seguridad. Sin seguridad no hay Derecho, ni bueno, ni malo, ni de ninguna clase. Cierto que, además, el Derecho debe ser justo, servir al bien común, etc.; si no lo hace será injusto, estará injustificado, representará un malogro. Pero, en cambio, si no representa un orden de seguridad, entonces lo que no hay es Derecho de ninguna clase. La injusticia se opone a la justicia; el yerro en determinados fines se opone a la utilidad común; pero, en cambio, la ausencia de seguridad niega la esencia misma de lo jurídico.

La seguridad es el motivo radical o la razón de ser del Derecho; pero no es su fin supremo. Este consiste en la realización de valores de rango superior. Ciertamente, la seguridad es también un valor, pero en relación con la justicia es un valor inferior. Ahora bien, recuérdese que el cumplimiento de los valores inferiores condiciona la posibilidad de realización de los superiores.

Así, pues, hemos encontrado en la seguridad el sentido funcional del Derecho. Y este sentido funcional es un ingrediente de la esencia de lo jurídico, de su concepto universal. Con esto hemos completado la definición del Derecho como delimitación del mismo frente a todo lo demás, con la averiguación de lo que él es específicamente, es decir, con su sentido propio o sea su motivación radical en la vida humana, en la cual se da y para la cual se da. Se trata, pues, de su esencial finalidad funcional.

No se crea que con incluir, en la determinación de la esencia de lo jurídico, su finalidad funcional se ha mutilado la universalidad del concepto. La contemporánea Filosofía del Derecho había sostenido que dentro del concepto universal de lo jurídico no podía entrar ninguna idea de finalidad; pues se decía que de incluir una idea de finalidad, como quiera que los fines son siempre particulares, propios de una determinada comunidad o momento, o propios de   —128→   un sistema valorativo, resultaría que ya no obtendríamos un concepto absolutamente universal, sino tan sólo el concepto de determinados ordenamientos históricos, o de determinado sistema estimativo; y, entonces, ese concepto ya no podría aplicarse a todos los Derechos que en el mundo han sido, son y serán. Pero este argumento en nada afecta a la doctrina que yo he expuesto. Efectivamente, la inclusión de la referencia a un fin concreto invalidaría la universalidad del concepto, su pretendida esencialidad; pero aquí, yo no incluyo ninguna idea de fin concreto, sino una idea de finalidad funcional, la cual es por entero formal, plenamente universal. Lo que varía, en la historia y en los diversos sistemas filosóficos y políticos, son los fines asegurados, pero, en cambio, es magnitud constante de todo Derecho el que su función consiste en asegurar aquellas condiciones o fines que la sociedad reputa de indispensable realización. La seguridad puede establecerse respecto de los contenidos más dispares -como nos muestra la historia del Derecho-; pero donde quiera que haya Derecho, lo reconocemos por constituir una función aseguradora de que una determinada conducta, independientemente de la voluntad hostil que pueda hallar, será impuesta y realizada, y de que los comportamientos contrarios serán hechos efectivamente imposibles.



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ArribaAbajoCapítulo VII

El derecho en sentido subjetivo.


Sumario: 1. El uso de la palabra Derecho en sentido subjetivo.- 2. La esencia del Derecho subjetivo.- 3. Las tres formas del Derecho subjetivo.- 4. La Prioridad entre el Derecho objetivo y Derecho subjetivo.


ArribaAbajo1. El uso de la palabra derecho en sentido subjetivo

La palabra Derecho se emplea tanto en el uso vulgar como en la doctrina jurídica en dos acepciones distintas: para designar la norma jurídica, que es en el sentido que hasta ahora hemos empleado dicho vocablo; pero, además, también, para expresar la facultad que un sujeto tiene de determinar normativa e impositivamente la conducta de otro, que es el sentido que presenta en la frase «tener derecho a...». Naturalmente se trata siempre de la facultad de exigir de otro una determinada conducta; pues aunque a veces decimos «yo tengo derecho a hacer tal cosa», con lo cual parece que referimos la facultad a un comportamiento propio, lo que se expresa en tal proposición es que «tengo derecho a exigir de otro u otros que no me impida o perturbe determinada actividad mía.»

Pero eso que se llama tener derecho a, o, lo que es lo mismo, la palabra derecho en sentido subjetivo, como atribución de facultades a un sujeto, presenta varias modalidades típicas. Examinémoslas a la luz de algunos ejemplos tomados de las expresiones habituales, Tengo derecho a andar por la calle; tengo derecho a que no se me arrebate la cosa de mi propiedad; tengo derecho a recuperar la cosa que me ha sido hurtada; tengo derecho a exigir la devolución de mi cosa depositada; tengo derecho a cobrar la cantidad que se me adeuda; tengo derecho a percibir mi sueldo; tengo derecho a gastar mi dinero en lo que me plazca; tengo derecho a donar, gravar o vender mi finca; tengo derecho a disponer de mis bienes para después de mi muerte, mediante testamento; tengo derecho a contraer matrimonio; etc., etc. Pues bien, adviértase que esta frase no tiene igual sentido   —130→   en todos los ejemplos puestos, antes bien podemos distinguir con toda claridad tres diversas significaciones típicas. Cuando se dice «tengo derecho a andar por la calle», es decir, tengo el derecho de libre locomoción, y así mismo cuando se dice «tengo el derecho de conservar la cosa propia», expresamos la esfera de libre actividad que tiene un sujeto, a virtud del deber jurídico que pesa sobre otros de comportarse de tal manera que no lesionen el ámbito libre de mi conducta. En estos casos, mi derecho subjetivo es la traducción a mi vida de las consecuencias de unos deberes jurídicos que pesan sobre otras personas; constituye lo que se ha llamado el reverso material de los deberes jurídicos de otros sujetos. En cambio, la expresión «tener derecho a cobrar una deuda, a percibir un sueldo, a que me sea devuelta la cosa que deposité», denota que al sujeto se atribuye la facultad de exigir de otro sujeto una determinada conducta de éste, pudiendo para conseguirlo poner en movimiento todo el aparato de imposición coercitiva del Derecho. Se trata, en este tipo de casos, de ser sujeto titular de una pretensión de determinada conducta de otro, que puedo exigir impositivamente, poniendo en movimiento el mecanismo coercitivo del Derecho. Pero todavía descubrimos una tercera acepción de la frase «tener derecho a...» cuando hablamos de «tener derecho a contraer matrimonio, a hacer testamento, a vender mi propiedad», que en los ejemplos que anteceden significa poder de crear, modificar o extinguir determinadas relaciones jurídicas. Tres son, pues, los distintos tipos de situaciones que suelen designarse con el nombre de «derecho subjetivo»: a), conducta propia, jurídicamente autorizada y protegida, que viene determinada por el deber que los demás tienen de no realizar ningún acto que pueda perturbarla o hacerla imposible; b), facultad de exigir una conducta de otro; e), poder jurídico de creación, modificación o extinción de relaciones jurídicas.

Mas a pesar de esas tres acepciones de la expresión «derecho subjetivo», habremos de ver cómo dichos tres tipos tienen un denominador común, que justifica el empleo de ese nombre para los tres.




ArribaAbajo2. La esencia del derecho subjetivo

Tratemos, pues, de inquirir el concepto esencial del «derecho subjetivo».

Ante todo, nótese que hay que evitar un error, que la terminología tradicional tiende a sugerir. Como quiera que se habla de «derecho subjetivo» o de «derecho en sentido subjetivo», puede   —131→   parecer, a primera vista, que el extremo opuesto y correlativo de esto sería el Derecho en sentido objetivo (norma); pero no es así en modo alguno. El derecho subjetivo se opone o, mejor dicho, se refiere correlativamente a obligaciones o deberes. El Derecho en sentido objetivo, es decir como norma, al proyectarse sobre situaciones concretas, determinan derechos subjetivos y deberes jurídicos, en correlación. El derecho subjetivo se opone correlativamente o se articula con el deber jurídico; y los dos en inescindible pareja derivan de la norma.

El derecho subjetivo no es una cosa real, sino una entidad perteneciente al mundo de lo jurídico; por lo tanto, de naturaleza ideal; es decir, constituye una calificación dimanante de la norma. El derecho subjetivo no es un fenómeno de voluntad -porque lo jurídico no es de naturaleza psíquica, según expuse ya-; y, a mayor abundamiento, se evidencia también que no es un fenómeno de voluntad, porque vemos que se atribuyen derechos subjetivos a personas que realmente carecen de voluntad efectiva (niños, locos, asociaciones); porque se dan, así mismo, derechos subjetivos sin un soporte real de voluntad, ni en el titular de los mismos ni en representante alguno (cuando por ejemplo se procede de oficio por el Ministerio Público a la defensa de derechos míos, en los cuales acaso ni pensé); y porque se dan a veces derechos subjetivos incluso en contra de la voluntad de su titular (v. g. los derechos irrenunciables, como la indemnización por accidentes del trabajo)29.

Tampoco puede definirse el derecho subjetivo como un interés jurídicamente protegido, porque la esencia del derecho subjetivo no consistirá en la realidad del interés, sino en la especial protección jurídica. Y, en suma, hablar del interés no es cosa distinta de hablar de la voluntad, pues tan sólo se quiere aquello en lo cual se tiene algún interés; y por otra parte se quiere aquello que inspira subjetivamente un interés preferente.

Y si no es exacto definir el derecho subjetivo, ni como fenómeno de voluntad, ni como realidad de interés, claro está que tampoco es admisible definirlo como ambas cosas a la vez, pues con ello se sumarían los errores de esas dos caracterizaciones equivocadas30.

Para obtener con todo rigor la noción esencial del derecho subjetivo, no hace falta recurrir a elementos extraños al concepto de lo jurídico, sino que basta con enfocar éste en una especial perspectiva. La norma jurídica (de imposición inexorable) regula o coordina desde un punto de vista objetivo las actividades sociales,   —132→   de tal suerte que concede a cierta conducta de un sujeto (el titular del derecho) la capacidad normativa de determinar en otro sujeto (el obligado), o en varios, un determinado comportamiento positivo o negativo. O dicho con otras palabras: la situación o conducta del titular del derecho subjetivo constituye según la norma el supuesto determinante de un deber en otro u otros sujetos. Así, pues, en general, tener un derecho subjetivo quiere decir que la norma vincula a una situación o conducta de un sujeto el deber de un cierto tipo de comportamiento en otro sujeto. Resulta, por lo tanto, que derecho subjetivo -en su más general y amplia acepción- es la cualidad, que la norma atribuye a ciertas situaciones de unas personas, consistente en la posibilidad de determinar jurídicamente (por imposición inexorable) el deber de una especial conducta en otra u otras personas. Según hice notar ya, no se trata de una cualidad real, fenoménica, sino de una proyección del precepto jurídico, de una calificación normativa, que se deriva de éste, respecto de una determinada situación real. Esta calificación consiste en atribuir normativamente a una determinada situación de un sujeto una conducta correlativa en otro u otros sujetos. Entre los elementos de esta situación previstos en la norma, como condicionantes del derecho subjetivo, puede figurar -y figura muchas veces- una declaración de voluntad del sujeto; en cuyo caso será preciso que se produzca tal declaración para que se actualice el derecho subjetivo. Pero, en cambio, otras veces, la norma atribuye derechos subjetivos, sin requerir declaración ninguna de voluntad como elemento necesario de la situación que los condiciona o fundamenta.

Así, pues, el derecho subjetivo no dimana de una especial realidad -voluntad o interés- sino de la norma, la cual puede establecer de modo diverso cuales sean los supuestos de hecho que deban determinar la existencia de un derecho subjetivo. La norma puede condicionar a una declaración de voluntad la actualización -pero no la atribución- de un derecho subjetivo, por ejemplo en el caso de una deuda civil, cuya reclamación ejecutiva sólo puede operarse a virtud de una reclamación del acreedor. Pero, en cambio, los derechos subjetivos correlativos a los deberes jurídicos cuyo cumplimiento es impuesto de oficio, es decir, por el mismo ordenamiento jurídico sin que sea precisa instancia de parte (cual ocurre con las obligaciones de respetar la vida ajena, la propiedad de los demás, garantizadas por preceptos penales), no se hallan condicionados, ni en su existencia ni en su actualización, a ninguna declaración de parte del titular.   —133→   Ahora bien, ocurre que en los ordenamientos positivos estos tipos expuestos suelen ser combinados, a veces, formando figuras conjunta y paralelamente la acción pública ejercida por el representante de la ley y la acción privada ejercida por el titular del derecho subjetivo amenazado o lesionado.

A veces, la situación o la conducta del sujeto titular del derecho subjetivo es un elemento determinante del nacimiento de deberes jurídicos (en otras personas), los cuales no pueden ser realizados o cumplidos inmediatamente sino tan sólo más tarde; que es lo que sucede en los casos del poder jurídico de crear, modificar o extinguir relaciones jurídicas.

Con todo lo dicho queda explicada la noción esencial de derecho subjetivo, la cual es común a todas las manifestaciones del mismo, pues, según he razonado, en todas ellas -a pesar de sus diversidades- hallamos un elemento común, que es el siguiente: por virtud de la norma, una situación o conducta de un sujeto (el titular del derecho subjetivo) es el supuesto determinante de la existencia o de la actualización de deberes jurídicos en otros sujetos.




ArribaAbajo3. Las tres formas del derecho subjetivo

Aun cuando al comenzar este capítulo mencioné ya cuáles son las tres figuras típicas de derecho subjetivo, ahora, conocida ya la esencia del mismo, convendrá examinar más de cerca dichas figuras típicas, las cuales, desde luego, son susceptibles de combinarse formando figuras mixtas.

     1) El derecho subjetivo como mero reverso material de un deber jurídico de los demás, impuesto por la norma con independencia de la voluntad del titular del derecho. Esta figura, de la cual pueden valer como ejemplos los llamados derechos a la vida, derechos de libertad, derecho de disfrute de la cosa propia, etc., consiste en el margen de conducta libre y respetada de que dispone un sujeto, por virtud del deber que los demás tienen de abstenerse de todo comportamiento que perturbe o haga imposible dicha esfera de holgura en el otro sujeto. Propiamente, no se debe decir que se tiene el derecho de hacer esto o lo otro (estar quieto o deambular, elegir éste oficio u otro, pensar de esta manera o de aquélla) sino que se tiene el derecho a obrar libremente, sin ser impedido ni molestado por los demás, dentro de los límites que la norma señala. Para la actualización de estos derechos no es precisa una especial declaración de voluntad por parte del titular, porque se hallan protegidos y garantizados   —134→   activamente por la misma norma, mediante la acción del representante de la ley, esto es, del ministerio público; ya que todos los ataques contra tales derechos (sancionados penalmente) son perseguidos, reprimidos y responsabilizados de oficio, sin necesidad de instancia de parte; y, en todo caso, aunque la parte interesada no quiera ejercer la reclamación, e incluso cuando quisiera que los entuertos no fuesen sancionados (p. e. los ataques delictivos contra la integridad física, y contra la propiedad, son reprimidos y, en su caso, penados aunque la víctima perdone el agresor). Si la persecución contra el ataque depende de la voluntad de la victima, entonces ya el derecho subjetivo no pertenece a esta primera figura, sino a la siguiente.

     2) El derecho subjetivo como pretensión. Consiste en la situación que, por virtud de la norma, ocupa una persona en una relación jurídica, de tener a su disposición la facultad de exigir de otra persona el cumplimiento de un deber jurídico, valiéndose del aparato coercitivo del Derecho. Una persona es titular de un derecho subjetivo como pretensión, cuando el último grado de la actualización de un deber jurídico de otra persona está a la disposición de aquélla; es decir, cuando depende de la voluntad de la misma el imponer o no la coacción jurídica del Estado, o el no hacerlo. La norma jurídica respecto de ciertas situaciones determina un deber para alguna persona, pero pone la ejecución forzosa de este deber a la disposición de otra persona (a quien beneficia dicho deber), que es quien, por eso, figura como titular del derecho subjetivo (como pretensión). Verbigracia: la norma civil sobre el contrato de préstamo determina que cuando alguien recibió prestada una suma, deberá devolverla dentro del plazo convenido, y que, si no lo hace, entonces si el prestamista presenta una demanda ante el Tribunal competente, se procederá ejecutivamente contra el prestatario, es decir, se embargarán sus bienes y serán vendidos para hacer el pago. Aquí se da «un derecho subjetivo» (como pretensión) del prestamista, porque se hace depender de la voluntad de éste la imposición coercitiva sobre el prestatario. Si el prestatario no reintegra la cantidad adeudada y el prestamista no se la reclama por medio del aparato coercitivo del Derecho (es decir judicialmente), el órgano del orden jurídico no puede proceder espontáneamente contra el deudor moroso. Adviértase que no es que se condicione la atribución del derecho subjetivo como pretensión al hecho efectivo de una voluntad del titular, sino que se considera atribuido el derecho subjetivo como pretensión, porque se concede al acreedor la posibilidad de que libremente   —135→   ejercite (o no ejercite), según su albedrío, la facultad de pedir el cumplimiento del deber por medio de la coacción, esto es, por vía de ejecución forzosa. Así, en el ejemplo mencionado, al acreedor prestamista se le atribuye el derecho subjetivo (como pretensión) de obtener el reintegro, aunque él de hecho no lo quiera pedir judicialmente, pues para que el derecho subjetivo desaparezca en él (y el deber jurídico se extinga en el deudor) hace falta una renuncia formal; de manera que si ésta no se produce, el deudor tan solo podrá considerarse definitivamente liberado depositando la cantidad que debla a disposición de su acreedor. Así, pues, tener un derecho subjetivo (como pretensión) a la devolución de un préstamo quiere decir que se cuenta con la facultad, para el caso de que no se cumpla el pago, de provocar un procedimiento de imposición coercitiva contra el deudor.

Los preceptos jurídicos que establecen el deber para el Estado de realizar una actividad administrativa darán lugar a derechos subjetivos en otras personas, tan solo cuando sea colocada a la disposición de éstas la facultad de exigir un cumplimiento forzoso. Por ejemplo: si un precepto jurídico obliga a unos funcionarios a realizar los actos necesarios para que se construyan unas escuelas, sin más, no se da una pretensión de los ciudadanos para reclamar coercitivamente el cumplimiento de esta prestación. Hay efectivamente un deber jurídico sobre los funcionarios, cuyo cumplimiento les podrá ser exigido o responsabilizado por los superiores jerárquicos de la Administración, pero no hay un derecho subjetivo (como pretensión) de parte de los ciudadanos. En cambio, existirá ese derecho subjetivo (como pretensión), cuando la norma haga depender la construcción de las escuelas de un acto de los ciudadanos, por ejemplo, de una solicitud de los habitantes del pueblo beneficiado por esta disposición.

3) El derecho subjetivo como poder de formación jurídica. Consiste en la facultad que la norma atribuye a una persona de determinar el nacimiento, la modificación o la extinción de ciertas relaciones jurídicas. En este sentido, se dice: que el propietario de una cosa tiene el derecho de donarla, venderla, gravarla; que el acreedor tiene el derecho de traspasar su crédito a otra persona; que los mayores de edad o los emancipados legalmente tienen el derecho de celebrar todos los contratos lícitos; que a determinada edad y supuestas ciertas condiciones se tiene el derecho de contraer matrimonio, de otorgar testamento, etc., etc. En todos estos casos, la expresión derecho subjetivo se toma en el sentido de poder jurídico,   —136→   es decir, de que la actividad del titular es determinante decisiva para el nacimiento de derechos de las especies anteriores que acabo de exponer, o para la modificación o extinción de los ya nacidos. En tales casos, los actos del titular son un elemento productor de los preceptos jurídicos concretos, esto es, de los preceptos individualizados, que regularán la relación de que se trate, que determinarán los deberes singulares de los sujetos pasivos, a los cuales deberes corresponderán unos derechos subjetivos (de los otros dos tipos anteriormente estudiados).




ArribaAbajo4. La prioridad entre Derecho objetivo y Derecho subjetivo

Con lo dicho, queda expuesto el concepto esencial de derecho subjetivo y explicadas las figuras típicas del mismo. Y naturalmente que resulta claro que el derecho subjetivo es siempre una consecuencia de lo establecido en la norma jurídica (llamada Derecho en sentido objetivo). Podríamos representarnos la atribución de un derecho subjetivo a una persona como la conclusión de un silogismo, cuya premisa mayor es la norma y cuya premisa menor es la comprobación de que se da una situación de hecho en la cual el sujeto reúne las condiciones establecidas por la norma. Esto es algo evidente en la lógica jurídica.

Ahora bien, si, en lugar de estudiar la relación lógica entre la norma y el derecho subjetivo -relación que consiste, como hemos visto con evidencia, en que éste representa una consecuencia de aquélla-, nos fijamos en el orden cronológico en que tales ideas han solido aparecer en la conciencia humana, entonces tendremos que hacer otra observación distinta. Desde luego esta observación en nada invalida la prioridad lógica de la norma sobre el derecho subjetivo, puesto que se trata, no de un problema de definición esencial, sino de registrar la sucesión de unos acontecimientos en la mente individual y en su afloración histórica. Esta observación consiste en que, entonces, habremos de advertir que, de ordinario, el hombre piensa primero lo jurídico como derechos subjetivos suyos; y que sólo después, por operaciones mentales de reflexión, medita sobre la norma. Y nada de extraño tiene que así ocurra, pues el orden de conexión lógica de las ideas no suele coincidir con el orden de su aparición en la conciencia; y, así, es frecuente que los primeros principios en la estructura lógica son los últimos con los cuales tropieza el entendimiento humano. El a priori lógico constituye a menudo un a posteriori psicológico. Y esto es lo que muchas veces ha pasado con   —137→   los dos sentidos de la palabra derecho: aunque lógicamente corresponde la aprioridad, la primacía, a la idea del Derecho como norma, sin embargo, la conciencia ha pensado de ordinario primero el derecho como facultad, esto es, en sentido subjetivo. En muchas ocasiones surge la idea del derecho en sentido de facultad, del derecho subjetivo, como reacción espiritual emotivamente dolorosa frente a un ataque injusto. Y esto sobre todo en el proceso político de la formación del Derecho, desde el punto de vista del Derecho que se debe establecer (de lo que se llama problemas de iure condendo). Y del hecho de que el hombre se sienta como debiendo ser sujeto titular de determinadas facultades se induce, después, la norma ideal en que éstas se fundan. Así sucede que, tal vez, el hombre no ha pensado sobre ciertos aspectos jurídicos, por ejemplo de su libertad, hasta el momento en que se ha pretendido arrebatársela; y, entonces, ha sentido nacer dentro de sí un movimiento de dolor y de protesta, que ha ido perfilándose como conciencia inmediata de la idea de un derecho subjetivo necesario (natural); y, después, esta conciencia, depurada intelectualmente, le ha conducido a la afirmación de una norma consagradora y garantizadora de tales o cuales libertades. Esto, sobre todo, como decía, respecto de la elaboración del Derecho, respondiendo a una conciencia de lo que debe ser; pero también acontece algo análogo respecto del Derecho positivo o constituido a aquellas personas que no son peritas en materia jurídica, las cuales, frente al ataque sufrido, reaccionan con la conciencia de injuriadas y sospechan la existencia de un derecho subjetivo a su favor, lo cual se ve después confirmado al consultar la norma vigente.