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Mercedes de Vargas y Rosario de Acuña: el espacio privado, la presencia pública y la masonería (1883-1891)

María José Lacalzada de Mateo


Universidad de Zaragoza


Preliminar

La revolución liberal al tiempo que proclamaba los derechos humanos, el valor del trabajo, el pluralismo político, la autoridad de la ciencia... etc., no parecía considerar las aportaciones de las mujeres en equidad con los hombres. La estructura patriarcal hubiera podido permanecer inalterada a pesar del cambio radical que se estaba produciendo y las mujeres prisioneras en su condición de hembras sin desarrollar sus posibilidades como personas recluidas en el espacio privado, si no hubiesen surgido otras energías dispuestas a que la mitad femenina de la Humanidad se incorporase a la misma revolución que hacía la masculina.

El retroceso que iba experimentando la Iglesia católica en las cotas de poder político y económico con las revoluciones liberales tuvo un intento de compensación sobre las conciencias de los creyentes en el Concilio Vaticano I del que salió fortalecida la autoridad del Papa. La Humanum Genus (1884) ahondó la sima entre liberales y católicos, la mitad femenina estaba en la encrucijada entre rehén del confesor y ariete contra el clericalismo.

Así las cosas, una mujer española del último tercio del siglo XIX que se plantease ciertos niveles de emancipación, entendida como autonomía, debía pasar por dos revoluciones: una en la conciencia religiosa y la otra en la estructura patriarcal. Mercedes de Vargas pasó por la primera, Rosario de Acuña por las dos, ambas tuvieron relaciones en la Masonería.






ArribaAbajoUniversos opuestos y pertenencia a la Masonería

Las dificultades que han venido rodeando el ingreso de las mujeres en Masonería tuvieron cierto filo de permeabilidad en España en el último tercio del S. XIX1. Una de las razones, posiblemente la que más voluntades movió a favor fue que los hombres liberales y librepensadores encontraban en las mujeres un freno al progreso de sus ideas. La beata era mal contrapunto para el librepensador. Y así muchas logias favorecieron un nuevo sentido de educación para las mujeres alejándolas de la Iglesia pero no del hogar, llegando algunos a admitir la presencia femenina dentro de las logias2.

Esta primera puerta entreabierta con cautela conducía por principio a la Cámara de Adopción, entendida como más regular que otras formas de incorporación; sin embargo hubo también quienes se fueron integrando en logias masculinas sin notables resistencias3. Ángeles López de Ayala en 1894, pertenecía a la logia masculina Constancia de Gracia en Barcelona con el grado 30 y llegó a ocupar los cargos «de secretària i el d'oradora», cosa totalmente prohibida por todas las constituciones masónicas4. Otra mujer Macías Pons de Parés, Esther, también llegó al grado 30 y fue oradora de la logia Karma en Mahón del Rito de Memphis y Mizraim. Todos los miembros de la logia eran espiritistas y ella la única mujer5. Ahora bien, no fue ésta la tendencia habitual.

La iniciación de Mercedes de Vargas tuvo lugar en la logia Constante Alona 8 de Alicante el 4 de mayo de 1883, siete meses después alcanzaba el gr. 3 que conservó hasta su muerte el 17 de junio de 18916. Rosario de Acuña llevaba tiempo sosteniendo un discurso muy próximo a los ideales masónicos cuando hizo su adhesión pública a Las Dominicales del Librepensamiento al finalizar 1884. Estas cosas debieron hacerla atractiva a los masones de la Constante Alona7 que le facilitaron la entrada aprovechando su estancia en Alicante a donde fue a dar unas conferencias en febrero de 18868. Mercedes de Vargas tuvo cierto protagonismo para acoger a Rosario de Acuña. Por esas fechas La Humanidad9, órgano de la mencionada logia a cuya Cámara de Adopción pertenecía, venía dándole espacio en sus columnas. Así pues, ambas mujeres Mercedes de Vargas y Rosario de Acuña se encontraron con motivo de la iniciación masónica de esta última. Este encuentro nos servirá de pretexto para comparar los universos y proyecciones sociales de dos mujeres muy diferentes.

La personalidad de Mercedes de Vargas aparece marcada por la figura de la madre, factor que explicaría cómo los variados registros de su afectividad quedaron identificados con un papel genuinamente «femenino» tal como estaba prescrito por las normas culturales. Ella sentía su esencia femenina asentada en los niveles del sentimiento y la emotividad concibiendo la vida intelectual más que como necesidad vital como complemento necesario para desempeñar mejor sus funciones de esposa y madre. Resulta un tipo de mujer en la que predomina la pasividad ante la voluntad masculina, que acepta sentirse sometida-protegida por los hombres de su entorno familiar.

La relación con su madre quedó bastante bien reflejada en la colección de artículos y poesías que publicó a su muerte su marido Carlos de Chambó. Según expresaba: «¡Madre mía! ¡dulce refugio de mis dolores! el amor y el respeto que me inspiras, me garantizan estos mismos sentimientos en el corazón de mis hijas ¿Qué más puedo desear?»10. Es muy significativa una poesía «A mi madre» en la que trasluce la muerte de su propio hijo. La evidencia desgarradora que le supuso dicho trance encontraba -al parecer- el mejor consuelo en su madre: «Tu recuerdo, madre amada / Viene mi pena a calmar». A lo largo de las estrofas llegó a manifestar el nivel de su dolor en estos términos: «¿Qué extraño que el desconsuelo / El alma así me taladre». Tras su exposición concluía descansando en el regazo materno: «¡Adiós! madre de mi vida / Cuyo amor en santa calma / Dulce paz presta a mi alma Consolando mi aflicción...».11

La personalidad de Rosario de Acuña, por el contrario, aparece marcada por la figura del padre interiorizada en las más profundas fibras de su sensibilidad, afectividad y conocimiento, aspectos en los que ella cifraba la esencia de su ser. Había imbricado dentro de sí misma un juego de contrarios que explicaría cómo asumió el reto a la individualidad con cierto grado de autonomía y fuerza moral. Resultaba un tipo de mujer que buscaba dialogar con los hombres en el más diverso y evolucionado de los sentidos. Podía comprenderlos como su igual y como su opuesto; parecía buscar un difícil pulso en la relación humana descubriendo contrastes, armonías y equilibrios, sin acabar ni rindiendo ni rendido.

Ella misma expresó esa relación en una dedicatoria a su padre firmada en marzo de 1884, cuando publicó Sentir y Pensar. Había transcurrido apenas un año desde que éste muriese y explicaba que su vida se deslizaba «a través de sus contadas horas buscando sin cesar el olvido, y hallando solamente el recuerdo; sí: imposible separarme de tí, imposible romper el lazo misterioso de nuestros seres que, identificados en pensamientos y en pasiones, vivían unidos por el más puro de todos los amores; tu voz no vibra ya en la terrena atmósfera, y sin embargo, allá en las profundidades de mi cerebro, residen las ondulaciones de sus ecos; tus palabras se abren paso a través de mis ideas, y la frase que brota de mis labios es la misma que pronunciaban los tuyos, repetida por mí con el afán de escucharte en mis palabras»... «más poderosa que todas las fuerzas conocidas de la naturaleza, más inviolable que la ley de atracción universal es el privilegio del pensamiento» ... «La comunión de nuestras almas será en lo infinito y, bien que ya no existas más que en mi misma, o bien que tu vida avance por las sendas eternas de los espacios ultraterrestres, de todos modos para tí y por tí pienso y acciono y existo».12

Mercedes de Vargas al día siguiente de su iniciación firmaba una poesía recordando esa «Noche solemne» en la que vio «la luz». Se manifestaba desbordante desde la afectividad: «desde el fondo del alma, hermanos míos, os saluda mi inmensa gratitud. Quiero ser digna de bondades tantas procurando imitar vuestra virtud; quiero, con mi entusiasmo y mi desvelo combatir con vosotros el error; quiero tender mi mano al afligido y consolar sus penas con amor. Quiero, en fin, aunque débil, ayudaros a que impere en el mundo la razón y a matar de una vez para siempre la terrible y fatal superstición».13

El universo afectivo-mental, la disposición anímica de Mercedes de Vargas parece bien cimentada en el plano emocional manifestando expresamente su voluntad de unirse al trabajo masónico secundando el esfuerzo de los demás. La poesía que preparó para Rosario de Acuña tenía un tono semejante, dispuesta a reconocer la jerarquía del entendimiento a otra mujer. Ella ratificaba que sólo le era posible dominar con soltura el umbral de la afectividad: «No sé más que sentir, y al expresarlo / Desalentada y triste desespero, / Que no puede mi estéril fantasía, / Definir con verdad lo que yo quiero. / Solo podré decir, cuanto te admiro, / y que estoy orgullosa al admirarte, / Que de tí no conozco más que el nombre, / Y esto solo me basta para amarte».14

Rosario de Acuña controlaba de otra manera sus emociones y no parece que necesitase explayar sus primeras impresiones; más parece que buscase silencio y soledad, al menos no la compañía de aquellas personas tan dispuestas a manifestarle afecto, eso explicaría que acortase su estancia en la ciudad15. Un año antes ya había expresado al Venerable Maestro de la Constante Alona su actitud de «reconocimiento» y «gratitud» hacia los miembros de la logia en una carta. Se había mostrado humilde, sencilla, desprovista de pasiones, receptiva: «mi condición de mujer (es decir de esclava) y el total desprendimiento de cuanto pueda con sugestiones materialistas turbar la serenidad del espíritu, me alejan de toda ambición y de toda gloria».

Al mismo tiempo había traslucido cómo le importaba la perfectibilidad humana, sabiendo que iba a inmolar su persona sin ver la tierra de promisión: «¡Feliz si allá en los siglos que vendrán, las mujeres elevadas a compañeras de los hombres racionalistas, se acuerdan de las que haciendo de antemano el sacrificio de sí mismas, empuñaron la bandera de su personalidad en medio de una sociedad que las consideraba como mercancía o botín, y defendieron con la altivez del filósofo, la abnegación del mártir, y la voluntad del héroe sus derechos de mitad humana dispuestas a morir antes que a renunciar a su libertad».16

Así pues, mientras el temperamento de Mercedes de Vargas, Juana de Arco, apuntaba desde la afectividad hacia la expansión, el de Rosario de Acuña, Hipatia, más aquilatado entre la razón, la pasión y la sensibilidad tendía a la introversión. Y sin embargo, si estudiamos las publicaciones de ambas veremos cómo la primera centra su actividad tras las paredes del hogar y la segunda se proyecta por los diferentes espacios públicos, no poniendo límites a cualquier forma de transcendencia.




ArribaAbajoMercedes de Vargas: extraversión y espacio privado. Una mujer esposa y madre


a) Una actitud para las masonas en la Cámara de Adopción.

El 15 de junio de 1883 Mercedes de Vargas o mejor Juana de Arco, leía un discurso con motivo de la iniciación de cuatro «distinguidas señoras». Les daba la bienvenida e indicaba la actitud a seguir en estos términos: «A esta sociedad compuesta únicamente por hombres virtuosos, sabios e ilustres por más de un concepto, debemos nosotras, todas las que tenemos la envidiable honra de que nos reconozcan como hermanas, un agradecimiento profundo y sin límites, que hemos de demostrar no con vanas palabras, sino con nuestra sumisión y obediencia a todos sus sabios y cariñosos consejos, y nuestro respeto a sus decisiones». Terminaba saludando a las iniciadas en nombre del taller, del suyo propio y de las restantes «buenas y cariñosas hermanas» con «la mayor efusión de mi alma, con el más sincero entusiasmo de mi corazón».17

Al año siguiente con igual motivo acogía a dos nuevas «hermanas» indicándolas que allí encontrarían «corazones que os amen, brazos que os protejan y hombres de esclarecido talento dispuestos a ilustrar vuestra inteligencia».18 Días después, iniciada otra señora le recordaba el deber ineludible de «educar a sus hijos en la sana doctrina masónica, inculcando en su corazón y gravando en su mente, las leyes eternas de la verdad y la justicia, del amor a sus semejantes sin distinción de ninguna especie...».19

Juana de Arco en septiembre de 1883, sostenía en un discurso ante el «Venerable maestro y queridos hermanos y hermanas» la importancia de la instrucción para que «la mujer reciba una educación que le permita distinguir el verdadero mérito, sin dejarse alucinar por brillantes apariencias; que desee más ser buena, que distinguirse por su hermosura o por su talento; que sienta horror hacia la frivolidad, a la mentira y al egoísmo...» Es decir, colocaba al mismo nivel «hermosura» y «talento», que, al parecer, veía secundarios para las mujeres, ya que: «Si la vida de la mujer hubiera de deslizarse en las reuniones en los paseos y en los espectáculos, no hay duda que debiera dársele una educación más brillante que positiva; pero la misión de la mujer es más noble, más importante, más grandiosa, más transcendental. Su principal, su única aspiración mejor dicho, ha de ser la felicidad de sus padres, si es soltera, la de su esposo y sus hijos si llega a casarse».20

Juana de Arco y el Venerable la Logia Constante Alona protestaron a la Encíclica de León XIII contra la Masonería. Cristo había iniciado la «revolución moral» que necesitaba el mundo. Su religión aventajaba a las anteriores porque apuntaba hacia «un solo Ser supremo». Su filosofía era más elevada porque «enseñaba la fraternidad universal». Había sido su mensaje: «Amor universal, libertad de pensamiento, respeto al sagrado de la conciencia, y oposición a la tiranía sea cualquiera la forma en que se manifiesta». Eran las actitudes que había recogido la Masonería frente a la degeneración de las esencias cristianas en las estructuras de poder eclesiales21.

Así pues, Mercedes de Vargas, Juana de Arco, en sus intervenciones digamos propiamente masónicas, mostraba una tendencia a situar el elemento femenino en subordinación al masculino. Una actitud pasiva y receptora. La personalidad femenina queda diluida en su dimensión de madre y esposa; solo así revive y es útil socialmente a través de sus seres queridos. «La mujer masona -decía explícitamente- debe hacer de su casa un Templo donde se rinda ferviente culto a la virtud y a la razón; educando a sus hijos de un modo tal, que sean la columna más firme de la civilización y del progreso humano».




b) Y la educación de las mujeres en general

Los escritos de Mercedes de Vargas traslucen siempre el mismo sentido de mujer subordinada a sus relaciones familiares como madre, esposa e hija. La función de madre estaba implícita para ella en la naturaleza femenina y en consecuencia la de esposa. La afectividad era el dominio plenamente femenino. Concedió que las mujeres pudieran elevarse hacia conocimientos superiores, no en vano reconocía la Ilustración y había visto en la fe ciega la red tendida por el clericalismo. Pero difícilmente concebía que una mujer pudiera por sí misma cultivar su inteligencia sin ayuda, en cierto modo permiso, del varón. Llegó a afirmar que la mujer perdía su dignidad en el confesionario porque en él «da cuenta a un hombre (que no es su esposo) de los actos más íntimos de su vida. Envileciéndose moralmente, al confesor le entrega su alma, y convertida en fiscal de su marido, vende sus secretos más graves de los que acaso dependen su honra y su vida».22 Rebelde ante el confesor caía de rodillas ante el padre o el marido.

Ella abogaba por la instrucción de las mujeres pidiendo a los hombres que tomasen la iniciativa: «El hombre es el primero a quien debe interesar que la educación de la mujer sea una verdad; pero una educación seria, práctica, inteligente y razonada para que pueda servir de sólida base a las virtudes públicas y privadas, y que como hija, esposa y madre ocupe el lugar que le corresponde en la sociedad y en la familia»...«el hombre debe enseñar a la mujer iniciándola en lo que Dios le ha dicho, haciéndola valer lo más posible y asociándola dignamente a su destino. Mientras el hombre no cumpla con este deber, no podrá tampoco exigir que la mujer cumpla con los suyos».23

Su discurso construido desde «la diferencia» llegaba a consignar: «El hombre y la mujer muestran cualidades y defectos diametralmente opuestos entre sí: el hombre se deja guiar más por el cálculo y el interés personal; la mujer por la pasión y el sentimiento; el uno juzga por instinto, el otro por reflexión; el comprende la verdad, ella la siente y adivina».24

Otro artículo planteaba que «el alma de la mujer debe recibir el desarrollo intelectual y moral común del hombre». Y tras esta afirmación, este arranque hacia la igualdad, venían los matices: «Entiéndase ante todo que no deseamos mujeres sabias en la verdadera acepción de la palabra, sino tal como las necesita la sociedad para su verdadero perfeccionamiento moral, esto es, inteligentes, juiciosas, pensadoras, instruidas en todo lo que es útil que sepan como madres, como educadoras de sus hijos, como amas de casa, y mujeres de sociedad, sin desdeñar jamás las labores propias de su sexo; que sepan trabajar para contribuir con su trabajo al bienestar y prosperidad de su familia»... «El hombre se completa con la mujer, viva ésta como es lógico bajo la autoridad de aquel; pero que esta autoridad sea suave y cariñosa, pues así se hará agradable la obediencia». Y seguía, más bien implorando que reclamando: «concédasele el derecho de la instrucción; permítasela discutir el porqué de las cosas, y dedicarse al estudio de aquello a que sienta inclinación, y el hombre será el primero en felicitarse de haber seguido este sistema».25

Y ciertamente en las reflexiones de Mercedes de Vargas solían aflorar comentarios simples y directos que podían tranquilizar a los más reticentes tales como: «No temáis que el estudio y la ilustración hagan perder a la mujer ninguna de sus encantadoras debilidades».26

Las capacidades femeninas, en definitiva, debían modelarse en función de sus elevados ministerios en el hogar: «Ha de recordar siempre que ella ha de ser la alegría, la gracia, la gloria de la familia» ... «Debe procurar la esposa, que su marido pueda encontrar en ella un leal y desinteresado consultor, sino con la profundidad y extensión de sus conocimientos, cuando menos por la facilidad de comprender sus ideas y pensamientos en sus tareas y negocios, por más que esta palabra asuste a muchas mujeres»... «La mujer más susceptible sin duda, y cuyas impresiones del primer momento se exacerban, vuelve más fácilmente a recobrar la calma perdida, y aunque no fuese más que por amor a su marido, es más a propósito para meditar con resignación y paciencia, consiguiendo divisar un rayo de hermosa esperanza en la tenebrosa noche de su pena y entonces no solamente procura reanimar el abatido espíritu de su esposo sino que le consuela con esa maravillosa fuerza de voluntad que tiene para sonreír aunque tenga el corazón desgarrado...».27

Y es que sólo a través de los suyos los conocimientos de las mujeres podían tener la más noble forma de repercusión pública: «No nos cansaremos de repetirlo: el destino de la mujer en la familia, debe considerarse como muy transcendental para la sociedad», decía en numerosas ocasiones. «Todos convienen en la realidad del poder de la mujer; pero muchos creen que ese poder no traspasa los umbrales de su hogar, olvidando que los niños que serán mañana ciudadanos aprenden de sus madres los errores y preocupaciones de que ella es víctima».28

Las mujeres recibían en España una educación superficial, solo se les pedía «lo estrictamente necesario para brillar un momento en la sociedad y desaparecer sin que nadie se aperciba de ello; en una palabra, lo contrario de lo que debiera ser, si se quieren mujeres juiciosas formales y honradas que puedan labrar la dicha de sus maridos y sus hijos». Ella tenía a la vista el sentido integral de educación: «Desarrollando su inteligencia, su corazón, su conciencia y formando su carácter a la vez que sus facultades prácticas, sin descuidar su salud, sus fuerzas físicas ni su belleza; hacerla capaz en fin, de asociarse no solo a la vida íntima sino al pensamiento del hombre realizando en el matrimonio la unión intelectual que es complemento de la unión y comunidad de intereses evitando de este modo esa horrible soledad en compañía»... «Educad a la mujer para el hombre cuya compañera ha de ser; pero educadla también para sí misma, no desuniendo lo que debe estar unido».29

El discurso de Mercedes de Vargas, como venimos viendo, recoge desde su sensibilidad femenina la construcción masculina propia de la sociedad patriarcal. Un cliché perfecto en el que las directrices dominantes parecen interiorizadas con más fervor que convencimiento crítico. Es más quedaba en cierto modo avalada por la autoridad científica de su propia «experiencia», como mujer; eso sí muy particular ya que en muchas ocasiones en sus reflexiones puede observarse cierta tendencia a elevar a categorías universales sus propios sentimientos personales.

Así escribía poco después de su ingreso en Masonería: «La mujer, ser excesivamente débil, se halla agitada de continuo, por innumerables dudas que la hacen sufrir horriblemente, y necesita la ayuda del hombre para educar su inteligencia y resolverlas de una manera precisa y razonada que acierte a llenar las aspiraciones de su alma». Teniendo bien clara la separación de roles, afirmaba que «mientras la mujer se ocupa del cuidado material de sus hijos, el hombre se ha de convertir en el profesor de su familia y especialmente de su esposa, aficionándola a la lectura de libros útiles, desarrollando ante su vista nuevos horizontes, procurando inspirarle una confianza ciega y sin límites, y sabiendo ganarse su cariño de un modo tal que no haya en su mente un pensamiento ni un latido de su corazón, que no pertenezca a su marido».

Hacía en este contexto un llamamiento en general a los masones para ayudar a la mujer «a salir del profundo abismo de la ignorancia, en cuyo fondo en vano lucha y se agita entregada a sus propias fuerzas y practicando con ella una obra de caridad y misericordia».30

La Constante Alona apoyó el «Congreso Femenino Nacional» que habría de celebrarse en Palma de Mallorca y comisionó a Juana de Arco que desde la autoridad que le confería su tercer grado redactó una Circular de adhesión: «¡La mujer! ese conjunto de nobles cualidades, de pasiones generosas; dispuesta siempre al sacrificio, a la abnegación, a la indulgencia; dándole al hombre como madre la vida, con exposición de la suya; como esposa, su alma entera, como hija la consideración y respeto» solo había merecido compasión y había sido tenida por débil, pero «¿quien alienta la fortaleza del hombre cuando herido por los desengaños, la ingratitud o la fatalidad, se abandona a la desesperación o al abatimiento de la pena?»... «¿quien le consuela, le cuida y acaricia cuando postrado en el lecho del dolor sufre y padece». Hora había llegado de reconocer de «hecho» ya que lo era de «derecho» a la «compañera dignísima del hombre, sin que por eso lleguen a involucrarse sus respectivos destinos...».31

Ella defendía una revolución en la conciencia religiosa, el acceso a la instrucción liberal y con ello un espacio de autoridad compartida en el hogar desde el que regenerar la sociedad. Su planteamiento fue siempre muy coherente. No hemos de dudar que Juana de Arco asumiera su «compromiso con las virtudes básicas del código moral e intelectual de la masonería». Una mujer fuerte, que adoptó sin mostrar inconveniente alguno «un papel subordinado, primero como mujer en una sociedad dirigida y ahormada por los varones, y luego como masona en una organización que reproduce en su seno la desigualdad de trato al otro sexo, relegado a las "cámaras de adopción"».32






ArribaAbajoRosario de Acuña: introversión y presencia pública. Una mujer persona


a) Una actitud hacia los ideales de la Masonería

El discurso pronunciado por Rosario de Acuña como «Oradora» en la ceremonia de instalación de la logia Hijas del Progreso en 1888 abría a las masonas horizontes muy diferentes a los que indicaba Mercedes de Vargas por las mismas fechas. Ella se presentaba con sencillez desde sus capacidades humanas, sintiéndose parte y en armonía con la naturaleza: «mi alma se nutre de impresiones, de ideales, de amor, de felicidad y de fe, en medio de los campos y de las montañas, a orilla de los mares y en el interior de los bosques; que allá en las augustas soledades de la naturaleza, donde el acento de Dios habla con las tormentas, se esparce con las auroras, vibra con los rayos del sol y repercute con los destellos de las constelaciones, es donde mi inteligencia recoge el sagrado fuego de la racionalidad, por el cual el espíritu humano tiene derecho a ceñirse la diadema de rey de los seres».

Explicó que leería su discurso, pues «los que en el aislamiento vivimos; todos los que hemos sentido la grandiosa sublimidad del diálogo con la naturaleza, no sabemos modular una sola frase en presencia de nuestros semejantes». Y pasó a dirigirse «exclusivamente» a sus «hermanas»... «a su cerebro, a sus potencias mentales, gemelas de las mías, sobre las cuales pesan siglos y siglos de opresión y de violencia» y «el horrible convencionalismo educativo, en el cual nuestras leyes, nuestra religión y nuestras costumbres moldean las almas femeninas hasta estrujarlas en los raquíticos destinos de la sierva!».33

Afirmaba categórica: «Todo nuestro ser es amor». Pero no confundamos: se refería igual a la naturaleza femenina que a la masculina: «ese sentimiento, esa vibración, esa ley o ese astro, que bien surgiendo innato en nuestro ser moral, bien ondulando como fluido de cohesión, bien ordenado por misterioso código o bien acumulando las fuerzas vivas como dinámico motor de la naturaleza, de todos modos puede llamarse lo intrínseco esencia de nuestros espíritus...».34

La cuestión era que esa disposición hacia el amor y las imposiciones culturales venían obligando a las mujeres a vivirla desde el sufrimiento, mal desarrolladas sus aspiraciones. Ponía la imagen de un lago que en calma refleja su entorno pero que en su fondo solo hay barro; cae un tosco guijarro y sus hondas terminan encenagadas; otro lago con «auríferas arenas» por fondo en cuyas aguas se refleja una naturaleza más aquilatada sobre el que cae un pedernal y sus hondas se proyectan limpiamente hasta el infinito. Y aquí venía el giro que ella proponía: «Despertemos a la vida del amor con una estimación de nosotras mismas tan inquebrantable como el agudo pedernal que hiende las cristalinas hondas». Las capacidades humanas y las posibilidades de comunicación con los restantes seres latían en las almas femeninas. Y así les indicaba: «Rompamos hermanas mías, los exclusivismos del amor, dilatemos sus esferas hasta el infinito; es nuestra vida es la vida del hombre, la vida de la patria, la vida de la humanidad, la que reclama de nuestras almas las modalidades graduadas del amor».35

Rosario de Acuña separaba la identidad femenina de las diferentes proyecciones familiares. Y este pienso que es el punto de percusión fundamental que resquebraja lo que tiene de opresiva la estructura patriarcal para el género femenino y, desde luego favorece el diálogo en pie de igualdad dentro de la especie humana36. Insisto, la toma de conciencia como persona, afirmar la personalidad independiente del estado -igual que los hombres- era un giro sustancial sobre el que fundamentar las transformaciones en la sociedad, el trabajo, la política... etc. Rosario de Acuña, mejor Hipatia, conociendo el alma de su auditorio y las presiones sociales, subrayaba: «¡Y no inclinemos nuestras frentes con la duda sombría de ser malas hijas, malas esposas, malas madres, por ejercer de criaturas racionales!».

Ella seguía exponiendo que las mujeres en otros países comenzaban «a vivir la vida del derecho, la vida de la razón, la vida del trabajo». Y animaba desde esta nueva perspectiva: «Tengamos conciencia de nosotras mismas; poseamos la seguridad de nuestra valía, la convicción de nuestra insustituible influencia en el perfeccionamiento de las razas, en la grandeza de los estados, en la supremacía de las civilizaciones; amemos la vida como es, múltiple, compleja, varia»... «aceptemos con regocijo nuestras misiones de esposas y madres, con entusiasmo nuestra misión de patricias, con religiosa piedad nuestra misión de humanas; no retrocedamos ante ninguno de estos destinos aunque tengamos la evidencia de que nuestros cuerpos y nuestras almas quedarán destrozados por los sombríos rencores de la ignorancia y los egoísmos...».37

Hipatia hizo también la presentación ante el «pueblo masónico» de la Gran Protectora de la Masonería española38. Discurriendo desde los ideales masónicos, sin hacer salvedades por género, se planteaba que «según el alma de aquella mujer se cerniese en las altas esferas del universo intelectual o rastreara los sombríos abismos pasionales, así se reflejaría sobre nuestros Valles el sublime espíritu del amor fraternal o la torpe embriaguez de ruines ambiciones y según el alma de aquella mujer abarcase con mirada de águila el impulso progresivo de la humanidad o se recreara con vano egoísmo en su propio bien, así se extendería en nuestros Valles el noble entusiasmo por la libertad, o el frío indiferentismo epicúreo...»

Y tras haber conversado a fondo con ella exponía: «He conocido una mujer que solo tiene de española el corazón, lo más hermoso y necesario para el enaltecimiento de una mujer! En su frente alta, despejada, pura, con esa limpidez indescifrable que imprime un cerebro equilibrado, se trazan los rasgos de un pensamiento profundizador, henchido de conocimientos históricos y artísticos; por su frente cruzan ráfagas de genio, valentías de apóstol, heroicidades de caudillo, resignaciones de mártir»... «y conforme mi observación iba ahondando en aquellos misterios de la entidad intelectual y moral, iba sintiendo en mi espíritu el triunfo de nuestra causa. Firmeza y talento, inteligencia y ternura, juventud y belleza»... «en su alma late la gran ambición la de perfeccionarse perfeccionando a los demás; ama la verdad, la desea, la busca; el tiempo con las luchas que la ofrecerá al acrisolar su noble conciencia la hará capaz de morir por ella, la soberanía de la moralidad; no tiene miedo: el cáliz de la amargura se le ofreció casi desde la cuna; ha conocido el dolor, y por tanto es valiente con esa valentía de los experimentados en el sufrimiento, ¡tan necesaria para toda clase de triunfos!».39

Así pues, Rosario de Acuña, Hipatia, hablando como masona mostraba tendencia a situar a hombres y mujeres en igualdad ante los ideales referenciales de la Masonería. Una actitud activa hacia la perfectibilidad humana. La personalidad femenina en equidad con la masculina podía y debía elevarse hacia las esferas de la inteligencia, la vida moral, el arte...; podía y debía ser noble, fuerte, valiente.




b) Y el desarrollo de capacidades en la Humanidad

Rosario de Acuña cuando hizo su «valiosísima adhesión» a Las Dominicales del librepensamiento explicaba cómo al leer por casualidad un número de la revista se había identificado con las ideas allí expuestas. Se convirtió en asidua y reflexiva lectora:

«Qué lucha -me decía- han entablado estos hombres en pró de lo bueno, de lo justo, de lo bello! -¿Vencerán?». Y he aquí que se le reveló el enemigo al pensar en «el hogar del hombre, es decir la mujer, que en nuestras actuales sociedades sintetiza el hogar». Pues: «La mujer cuando se inspira en la ignorancia y la superstición, es la gota de agua cayendo tenaz, leve y apenas notada, sobre el cerebro del hombre» y una vez filtrada sobre la médula «trocando los deseos generosos en instintos sistemáticos, transformando el amor a la humanidad en individual egoísmo, cambiando las aspiraciones hacia lo eterno y permanente por ambición mezquina». Mucha culpa tenía el hombre que no la ilustraba «en la funesta creencia de que no podrá manejarla cuando la haga su semejante» y la dejaba en manos del confesor.

Ella teniendo a la vista el argumento principal que se estaba manejando en muchos círculos de la masonería para favorecer la educación de las mujeres, exponía: «hombres libre-pensadores en el foro, en los ateneos, en los congresos, en las profesiones»... «hombres libre-pensadores intelectual y socialmente, y católicos fervorosos en el seno de la familia; hombres hechos dos»... «¡Defender la libertad de pensamiento sin contar con la mujer! ¡regenerar la sociedad y afirmar las conquistas de los siglos sin contar con la mujer! ¡Imposible! Ella no puede vivir sin fe. Desconociendo la fe de la Naturaleza, de la ciencia y de la Humanidad se aferra a la que le enseñaron en su niñez y sirviendo de dócil instrumento con sus sencilleces y sus ternuras a los enemigos de la Humanidad, de la ciencia y de la Naturaleza, se convierte en ariete que socava el edificio del progreso y el templo de la libertad!...».40

Poco después Las Dominicales publicaron una colección de ocho artículos de Rosario de Acuña bajo el epígrafe «¡Ateos!»41. Exponiendo en el sexto cómo diferentes sectores sociales se irían separando de la Iglesia, mencionaba a «la apasionada mujer, cuando se convenza de que por buscar amor no hizo otra cosa que huir de la frialdad del marido». Culpabilizaba a la Iglesia de esa frialdad, ese desencuentro entre los géneros pues, para afirmar su dominio «ha tendido a separar el hombre de la mujer, halagando en él el amor propio hasta saturarlo de una falsa dignidad, que ahoga los movimientos expansivos de su ser, únicos por los que se fusionaría en el alma de la mujer, y para ensanchar más el abismo aviva en ella las delicadezas hasta un estado de patológica sensibilidad que mata sus energías; en el fondo de este abismo coloca el catolicismo su confesionario para aconsejar al hombre con una teología semi-racionalista y para guiar a la mujer con la poesía fantástica del Evangelio».42

Rosario de Acuña, anticlerical, venía recreando su sensibilidad religiosa, su espiritualidad, con un sentido naturalista que muchos verían próximo al panteísmo. Los ateos estaban entre las sombras eclesiales, ella manifestaba su creencia: «¡Oh Dios niéguete quien no te sienta! ¡que te defina quien no te venere! ¡que tiemble quien no te ame! Verdad y Belleza que solo en tí reside, alientan nuestro ser como ráfagas de tu luz»... «¡Oh Dios! sólo como vaga promesa de una felicidad inexplicable veo un leve resplandor de tu ser y partiendo de ella, cultivando esa aspiración de mi espíritu hacia la bondad permanente, es como puedo sin ser sacrílega, profesar en una religión asaz grande para que no te ofenda con su culto: la religión de la Naturaleza...».43

«¡Sus leyes! Escritas están con caracteres legibles a todos los hombres en el código de la Naturaleza, -explicaba más adelante- inapelable tribunal que no consiente una violación, ni sanciona una disarmonía, ni ocasiona un dolor; código que me ofrece la Humanidad, pronta a volver sus páginas ante mis investigadoras miradas. La Humanidad, es tan necesaria para reconstruir el pasado, como para fundamentar el porvenir. En ella estamos al presente; todo por ella y para ella. Que nuestra vida de acción comience en la Humanidad y en ella termine; que el caudal de nuestro ser marche en la corriente de los siglos, llevado por Ella que reasume en sí la dignidad de sacerdote de Dios. La Moral se desprende de ella como de Dios irradian la Verdad y la Belleza».

Así, tras diversas consideraciones en este sentido exponía su fórmula:

DIOS EN LA NATURALEZA,

LA CIENCIA, LA VIRTUD

Y en el centro de esa trinidad rodeada de lo infinito y de lo eterno

LA HUMANIDAD

Representada por el hombre y la mujer marchando sobre el mismo camino, unidos en lazo indisoluble, constituyendo la familia, principio inviolable de toda sociedad racional, fijando su mirada en los destinos de sus descendientes, y recogiendo la herencia de los siglos para llevar a la inmortalidad a todos los mártires, a todos los sabios, a todos los héroes44.

La mala educación y los «convencionalismos» sociales venían mediatizando y desviando las capacidades humanas. El planteamiento integral de Rosario de Acuña estaba inscrito también en la corriente higienista que parecía conocer bien. Así exponía en una conferencia en El Fomento de las Artes: «El niño nace para el planeta, la familia lo modela para la sociedad»... «El aire, el sol, y el espacio darán a ese niño, en que más tarde habrá una entidad para el afianzamiento de la especie humana, vigor, pensamiento y fuerza»... «Y ese niño que se crió en plena luz tan saltador como los corzos, tan indagador como los sabios, tan resistente a las inclemencias de este inferior planeta como penetrante en las sublimes enseñanzas de sus misterios, habrá recogido al terminar su primera edad tan ricos y tan inconmovibles elementos de energía y de juicio, que al sentir sobre su corazón el soplo de las pasiones y sobre su frente el hálito de los desengaños», sabría enfrentarse a ellos. Era fundamental por eso el papel de las madres, despertando, alentando, encauzando... y no reprimiendo esas disposiciones naturales.

Alertaba a las mujeres sobre la frivolidad, ámbito en el que los hombres parecían reconocer importancia adormeciendo y desviando sus capacidades y otras mejores expectativas de incorporación a los espacios públicos: «En el mundo que rodea a la mujer»... «es muy difícil darse cuenta de la realidad, y apenas si se conciben más alegrías que el efímero triunfo de la vanidad, ni más dicha que el incansable afán de esta alegría; el ansia de las apariencias; la desmedida ambición de ser envidiadas; el desvelo mareante de cuidar nuestras bellezas de estatua; esa confusa amalgama de pequeñeces y detalles agobian nuestra vida solicitándola con empeño para llevarla a los espectáculos públicos, a los escaparates de lindas superfluidades, a los centros donde la huera galantería nos haga creer que somos diosas». Pretendía que las mujeres llegasen al fondo de sí mismas: «La vida de la mujer comienza en lo sencillo; ella es la primera que ha de interpretar la ley natural y desde la mujer, origen de todas las ternuras y núcleo de todos los sentimientos, asciende la vida en escala insensible, primero en el niño, más tarde en la familia, luego en la sociedad, por último en la especie; no busquemos la solución a ningún problema sin partir del perfeccionamiento del individuo...»

Ella criticaba la falta de valores profundos de su sociedad, el triunfo de las apariencias y las falacias que denotaban un escaso nivel de evolución humana. Colocaba la esperanza en el futuro. El progreso serenaría las pasiones y triunfarían los logros de la inteligencia en armonía con el medio natural: «Y a esta sociedad de nuestro tiempo siempre dispuesta como vorágine de torbellinos a derrumbar al débil»... «que busca su brillo en la noche, su alegría en la extenuación, su triunfo en las humillaciones, su vigor en la química, su gracia en la reglamentación, su riqueza en el oro»... «sucederá otra sociedad reposada como anchuroso río de serena corriente». Y a las mujeres cabía un papel activo en esa transformación: «llevaremos al hombre desde las ambiciones sensualistas a los sublimes placeres intelectuales; formaremos al niño en armonía con su destino de humano e iniciaremos a la juventud en los más altos ideales de perfección».45

Otra conferencia tres meses después en el mismo lugar completaba la anterior poniendo el acento explícitamente en la «degeneración femenina». Ella, que abogaba por reconciliar los dos polos de la especie, veía posible «a las humanidades del porvenir encontrar realizado el ideal del presente: "La formación de un ser racional, tan grande por su inteligencia como por su corazón"». Y, sin embargo, a la niña desde que «según una frase gráfica, comienza a ser mujercita» se le imponía «inmovilidad de cuerpo y alma. ¡Hay de aquellas que se muestran rebeldes a la doma! -añadía- La expansión, el movimiento, el raciocinio, los diversos modos de que la naturaleza dispone en su arsenal maravilloso para evolucionar el desarrollo humano, son cruelmente fustigados en la niña como crímenes de leso impudor del sexo»... «La impasibidad de la estatua comienza a extenderse primero sobre las exterioridades, más tarde llegará al cerebro; interín el corazón late...»

Llamaba a las mujeres a una actitud activa para conquistar su derecho a la perfectibilidad en medio de las leyes de la naturaleza: «Todo lo que implora, todo lo que vive en la pasividad expectante de ajena determinación que le entregue el beneficio, jamás obtendrá sitio seguro en el banquete de la vida»... «así todo engrandecimiento que le llegue a la mujer en el orden social por determinación del hombre, solo servirá para especificar más claramente su inferioridad»... «Nosotras no debemos esperar más que de nosotras mismas no por terquedad de rebeldía orgullosa, sino por convencimiento de razones deductivas. Nosotras no podemos intentar otro valer que el alcanzado por aquellas condiciones que poseemos»... «con el empeño de que nuestras inteligencias sacudan su letárgica quietud, y, reconcentradas en el fondo de nuestras conciencias, bebiendo la luz de la sabiduría en el cálido resplandor de nuestra indiscutible personalidad racional, hasta levantarla en el solio que la destinó la naturaleza».46

Y así la revolución que pretendía basada en la perfectibilidad humana sin prejuicio por razón de sexo iba como taladro desde el fondo de las conciencias individuales hasta las estructuras de la sociedad patriarcal. Rosario de Acuña, según quien la conoce bien, se fue manifestando a lo largo de su vida como una mujer con «amplio registro de preocupaciones» y talante «polemista y audaz» que buscaba entre otras cosas «la igualdad de derechos entre hombres y mujeres». Ella discurría conforme a un método inductivo con equilibrio entre «Sentir y Pensar». En suma, encarnaba «los ideales del librepensamiento y una voluntad firme de vida autónoma asentada en un irrevocable amor romántico por la libertad». Coherente en su palabra y testimonio ella misma «fue canto permanente a la libertad».47






ArribaAbajoLa problemática de la prostitución

El tema de la prostitución fue recogido a estudio por algunas logias de la Masonería por aquellas fechas; se hacían eco de La Federación Abolicionista Continental que fundó Josèphine Butler en 1876. El objetivo de las Asociaciones federadas era conseguir que el Estado aboliese la reglamentación de la prostitución, medida presentada como avance higienista cuando para los federados significaba consumar la opresión y degradación de las mujeres de las clases inferiores, ahondar el abismo entre los dos factores de la humanidad. Ellos proponían a cambio instrucción, moralización y otros medios de trabajo. La ocasión para constituir una institución semejante en España se perdió. Había ciertas personas de extracción burguesa y talante humanista liberal dispuestas a promoverla pero pudieron más las censuras ante el protestantismo y la defensa contra la Masonería por parte de la sociedad bien asentada48. A lo largo de los años ochenta la Masonería tomó partido en este aspecto49.

La logia Constante Alona de Alicante se comprometió por el Abolicionismo. Entre otras actividades convocó un certamen literario y reprodujo la memoria premiada en la La Humanidad50. Así pues, tanto Mercedes de Vargas como Rosario de Acuña al tiempo de su ingreso en Masonería debieron ver necesario ocuparse del tema.

Mercedes de Vargas abordó la cuestión recriminando la relajación de costumbres en las clases superiores, en cierto modo antesala del vicio que se proponía combatir: «La mujer anhela ser protegida por esa ley sublime que empieza a regir el mundo, se ve envuelta en un mar de sofismas que fatigan su inteligencia, sin darle consuelo alguno; creando un terrible vacío en torno suyo que por una equivocación lamentable pretende llenar ocupándose de festilidades, entregándose a un lujo desenfrenado, origen con frecuencia de graves compromisos para el padre o el marido, o a los peligros de una coquetería más o menos inocente».

Ella traslucía una visión propiamente burguesa liberal que concebía el trabajo en su sentido protestante como medio de perfeccionamiento. Parecía costarle ponerse en la piel de mujeres al límite de la supervivencia para no morir de hambre y en las redes de dependencia creadas desde la marginalidad. Sin embargo, tenía conocimiento de los propósitos y directrices de la Federación y quería contribuir a difundirlos. Podemos suponer que hizo un esfuerzo por «sentir» desde la prostituta hasta donde ella era capaz: «La prostitución -escribía- es un cáncer social, un abismo de libertinaje, y la prostitución no desaparecerá mientras a la mujer le falte instrucción y trabajo. El trabajo estanca las lágrimas, consuela los dolores y promete siempre menos de lo que da, y ya que el hombre disputa a la mujer todos sus derechos, ¡en nombre de Dios! déjele al menos libre camino para que pueda cultivar su inteligencia y crearse una posición honrosa, independiente y digna que la permita defenderse con ventaja de las asechanzas del vicio, de los horrores de la miseria, y de la espantosa y repugnante necesidad de unirse a un hombre a quien no ama y tal vez le es repulsivo...».51

Trató también de que mujeres de clases bien asentadas comprendiesen los problemas de las proletarias y se implicasen en dar soluciones. Eso sí les pedía sobre todo que actuasen más que por sí mismas convenciendo a los maridos: «Pensemos que esas infelices víctimas del trabajo y la miseria se ven privadas del más dulce de todos los goces para el corazón de una madre; de las caricias de sus hijos a los cuales han de abandonar muchas horas»... «Niñas desventuradas, víctimas del mal ejemplo que su madre no puede evitar y que las conduce casi irremisiblemente al abismo de la prostitución»... «Trabajemos con fé y perseverancia para convencer a nuestros esposos, a nuestros padres, a nuestros hijos a nuestros hermanos de que la fuerza no debe tener otro privilegio que el de sostener y amparar la debilidad; hagamos que utilicen su talento, su poder y su riqueza en pro de la noble causa»... «A los hombres toca buscar los medios a nosotras llevarlos a debido efecto, cumplamos todos con nuestra misión».52

Rosario de Acuña preparó un artículo con título bien explícito: «La ramera» que publicaron Las Dominicales y fue desarrollando su argumento en función de las espectativas de soberanía de los seres humanos. Y así, filtrándose por las miserias de las personas y las estructuras, se enfrentó a ese «sombrío abismo de la prostitución, sarcófago revestido de suntuosidades halagadoras y guardador de mísera escoria» deseando «la extirpación de esa gangrena, cuidadosamente abrigada, sostenida y excitada por leyes, religión y costumbres».

Fue deshaciendo racionalmente los diferentes argumentos con que se justificaba la prostitución: «Vicio preciso. ¿Es decir que el vicio es una necesidad?», y menos aún era «necesidad de la naturaleza»... «El vicio, lo irregular, lo anómalo ¿de donde surge? -escribía- De lo insano ¿y esta condición de donde se deriva? Jamás de la naturaleza en puridad de ley; se deriva de un falso concepto de la moral en que están fundamentadas nuestras legislaciones (o costumbres que todo es igual). Lo insano se aleja de lo natural, lo repele. La vida ha de elevarse en el hombre como compendio de todas las vidas inferiores, y en la actualidad la mayoría social está muy por bajo de la masa animal».

Tampoco era «¡Regulador de la salud!»; para ella «el hombre natural (sano, bien constituido y civilizado) pues al dar el epíteto de natural siempre ha de tenerse en cuenta la más alta perfección» era «casto». Y así «el hombre natural ama, busca la mujer, pretende los hijos, pero por una serie de consideraciones complejas mucho más elevadas que la exclusividad de los placeres sensuales: la vida se entroniza sobre lo más complejo no sobre una sola cualidad». Y por eso era trastocar las leyes de la armonía entendida desde la perfectibilidad humana hasta el progreso social, transigir y reglamentar la prostitución. «¡Cuanto más aprisa caminaría en su eterna ruta de merecimientos la especie racional, -escribía- si aunase sus dictámenes de moral a los fines de la naturaleza; si sacrificando necias puerilidades y míseros respetos, sin menoscabo de la voluntad individual, solamente sancionase con la legalidad lo que solamente fuera sancionado por la ley de la perfección progresiva».

Rosario de Acuña dirigía la atención tanto hacia la prostituta como hacia el cliente; la relación degradante para ambos repercutía en las restantes relaciones familiares y sociales. Rompía así esa falacia cultural por la que el encuentro sexual por el sexo mismo en el hombre se disculpaba, reafirmaba incluso su virilidad, mientras en la mujer se reprobaba, se consideraba aberrante. La prostituta encubría miserias de carácter de los hombres en cuanto «libra de amar a una mujer; ella no crea obligaciones, ni gratitudes, ni sacrificio, ni abnegación, ni siquiera molestias; no se necesita con ella más que una pasión la del desprecio». Las expectativas humanas podían ser más elevadas: «La personalidad del hombre y la de la mujer han de fundirse sobre la misma línea de respetos en los afectos del amor, si han de producir el símbolo humano en su corrección natural compuesto de varón y hembra»... «¡Es tan fácil y tan cómodo roer la vida! ¡Es tan difícil y trabajoso el afirmarla!».53






ArribaEpílogo

Hemos centrado nuestras observaciones en torno a las fechas en que Mercedes de Vargas y Rosario de Acuña ingresaron en la Masonería con intención de comparar los discursos, personalidades y alcance revolucionario de ambas mujeres.

Mercedes de Vargas ha venido dando muestra de una afectividad que tiende a la extroversión y ante el dolor necesita volver al seno materno, identificada con su madre se entiende cierta disposición a soportar el sufrimiento de manera pasiva encontrando seguridad en verse admitida por el varón a quien concede autoridad y en quien encuentra protección54. Asume ser el descanso ilustrado del guerrero que repara generosa y devuelve a la batalla; hecha la revolución en la conciencia no cuestiona otras normas en la sociedad.

Rosario de Acuña por el contrario da señales de un temperamento introvertido capaz de acrisolar sus sensaciones dentro de sí misma55, identificada con su padre se explica que acepte el sufrimiento de manera activa, asumiendo la autocrítica, aceptando el riesgo de perder cariño y protección, concediendo sólo la autoridad del trabajo y el talento56; la revolución en la conciencia puede continuar hasta las normas sociales.

El universo de Mercedes de Vargas resulta la confirmación de la estructura patriarcal en la que ella se siente cómoda recogiendo el «testigo» de su madre y trasmitiéndolo a sus hijas. La sensibilidad femenina, sus expectativas de desarrollo, están imbricadas en la maternidad. Tuvo alcance revolucionario en cuanto afirmaba a la madre como educadora y la capacidad de la esposa para compenetrarse con el marido desde los presupuestos liberales. Era una actitud nueva que abrió muchas puertas a la instrucción de las mujeres ampliando el alcance de sus responsabilidades morales. La mujer elevada a compañera del varón cobraba autoridad y quedaba comprometida con el progreso. Era el discurso que fundamentaba la emancipación femenina en sentido liberal frente al modelo católico.

Mercedes de Vargas construye un discurso propiamente de género desde su feminidad buscando la emancipación de las demás mujeres tal como ella la entiende y desde el medio cultural en el que está inscrita57. Otra cosa es que pueda resultar un tanto dogmático y cerrado frente a otras mujeres pues deja pocas alternativas a definir individualidades y frente a los hombres pues limita las formas de comunicación, la búsqueda de nuevas posibilidades de relación entre los géneros.

El universo que trasluce Rosario de Acuña reverbera por diferentes registros del alma humana, se permite comprender a hombres y a mujeres e incita a todos a asumir de manera activa las riendas de su perfectibilidad, de la soberanía como seres humanos. Afirmada la conciencia como persona, una mujer se proyecta como esposa, como madre, como ciudadana del mundo. Su potencial revolucionario era integral desde las conciencias hasta las normas sociales. Ella misma tuvo presencia y se le reconoció autoridad en espacios públicos. Con todo quizás no haya que ser muy optimistas en cuanto la materialización inmediata de sus propuestas; en cierto modo, su sentido de la perfectibilidad humana y el progreso integral de las sociedades viene resultando marginal a las estructuras de poder dominantes58.

Rosario de Acuña construye un discurso abierto promoviendo un diálogo interpersonal. Ella puede percibir el mundo desde el género femenino al que pertenece y entender el masculino entrando de lleno en la «especie humana», sus aportaciones tal como las formula adquieren cierto carácter de universalidad.

Es posible encontrar dentro de la Masonería española del último tercio del siglo XIX un discurso favorable a la instrucción femenina en función del papel como esposa y madre. La intención estaba bien delimitada y no se ocultó: desvincular a las mujeres del confesor. Esposas y madres más instruidas dentro del espacio privado contribuirían al avance de la revolución liberal. Esta finalidad justificó en muchos casos la incorporación de algunas mujeres a las logias cuyo acceso era controvertido y desde luego favoreció la expansión de la instrucción laica. Mercedes de Vargas encaja con precisión en estos parámetros. El prototipo de masona y de mujer que ella defiende apunta hacia los valores femeninos y la minoría de edad que necesita la instrucción y protección del elemento masculino. Rosario de Acuña sugiere, sin embargo, un perfil de masona y de mujer vinculado a la perfectibilidad como ser humano equiparando a hombres y mujeres ante unos mismos valores referenciales, asumiendo la lucha y armonía de contrarios.

Los registros de la sensibilidad y de la afectividad suenan de manera muy distinta en Rosario de Acuña y en Mercedes de Vargas así como sus maneras de plantear el discurso científico; además en la primera se percibe cierta dimensión de espiritualidad que no parece desarrollada en la segunda. Mi opinión es que era muy difícil la amistad entre ellas e imposible el trabajo conjunto. Y no necesariamente por el hecho de ser mujeres reunían las mejores condiciones para entenderse; es más yo veo a Rosario de Acuña entablando mejores armonías intelectuales y anímicas con ciertos hombres que con la mayoría de las mujeres de su tiempo. La voluntad de Mercedes de Vargas por aproximarse a Rosario de Acuña por agradarla intelectual y afectivamente ha quedado expresa documentalmente en La Humanidad; actitud que no parece fuese correspondida. Mi explicación sería que Rosario de Acuña cuyo compromiso social estaba más diversificado y su intuición tengo por más ágil captó desde el primer momento que -como con su propia madre- llevaban caminos diferentes.

¿Qué rasgo tienen en común ambas? Para mí la fuerza moral, uno de los valores propugnados por la Masonería y un buen referente para la elevación de cualquier ser humano.



 
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