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«La higiene es una religión humana…»: regeneración, salud e higiene en España en el siglo XIX

Solange Hibbs-Lissorgues

Para José Bolado, esclarecido explorador y divulgador de la obra de Rosario de Acuña (1850-1923)


Hemos querido abordar el tema de nuestra contribución con esta cita de Rosario de Acuña «La higiene es una religión humana...» (Acuña, «La higiene es una religión humana», 745) para acercarnos a unos textos que constituyen, a nuestro juicio, una aportación fundamental y quizá poco conocida de una humanista e intelectual progresista al tema de la higiene y en la España de finales del XIX e inicios del XX.

En su Conferencia «La higiene en la familia obrera», dada en el Centro Obrero de Santander el 23 de abril de 1902, se encuentran los principios higienistas que la autora desarrolló a lo largo de su vida y que puso ella misma en práctica: principios inspirados en la profunda creencia de que la naturaleza era fuente de vida y «regeneradora de equilibrios del cuerpo y del ánimo» (Bolado, «Introducción», 119). Su constante preocupación por la armonía y el perfeccionamiento humano, por la regeneración social se expresa mediante la afirmación vibrante de su fe en «el sacerdocio de la ciencia» y supone una total adhesión, podríamos decir incluso mística, a los principios que la sustentan. Una vibrante defensa de la «augusta ciencia» y de la filosofía de la naturaleza que no sufre ni compromisos, ni temores como lo sugieren expresiones impregnadas de resonancias religiosas: la «sublime misión de la higiene», los «preceptos sublimes de la ciencia higiénica», la «trinidad higiénica», la higiene privada como «dogma que toda familia debe tener a la cabecera del lecho» (Acuña, «La higiene», 752-754-756; y «Conversaciones», 1465).

En su biografía sobre Rosario de Acuña, José Bolado ha señalado que no era la primera vez que se ocupaba de este asunto muy presente en sus preocupaciones sociales pues esta orientación se había iniciado a finales de los años ochenta al hilo de otro discurso leído en el Ateneo-Casino Obrero de Gijón en el que «tocaba diversos aspectos de la salud en la familia obrera, con el problema del alcoholismo como centro motivador» (252). Entre los muchos textos en los que comparte su alegato higienista, se encuentran los que Rosario de Acuña dedica más especialmente a las enfermedades como la tuberculosis o la escrófula, la epilepsis y las enfermedades mentales y los artículos publicados en la década de los años 80 y en las primeras décadas del siglo XX. La mayoría de los textos se reparten en varias secuencias temáticas como «En el campo» (1881-1884), «Las especialidades en avicultura» y «Avicultura popular» (1901), «La tuberculosis del pueblo montañés» (1901) y «Conversaciones femeninas» (1902). Todas estas contribuciones ilustran el compromiso de una mujer cuya observación de los males endémicos de la España de su tiempo desemboca en la denuncia del abandono sanitario de los pueblos, del fanatismo religioso y de las supersticiones, verdadera rémora para el progreso y la ciencia. También estigmatiza la centralización política de un sistema que se apoya en las élites e ignora el estado de postergación social y económica de las clases populares1.

Si el complejo entramado socio-político y cultural de su época, así como la asimilación de corrientes higienistas europeas y de novedades científicas constituyen el telón de fondo imprescindible para el acercamiento a los textos de Acuña, otra clave de lectura son sus propias coordenadas biográficas.

Una misión en adecuación con la experiencia del dolor y de la regeneración

Profundamente comprometida con los debates del momento sobre salud pública e higiene, Rosario de Acuña siempre parte de la observación del entorno, de los conocimientos que estimulan su reflexión y su escritura, de su experiencia... Al hilo de varios textos en los que se analiza la situación física y moral de las clases trabajadoras y proletarias, surgen retazos de sus vivencias y aprendizajes personales. Animada por el prurito de la sinceridad y el afán didáctico, evoca en varias ocasiones su propia enfermedad y la «odisea dolorosa» que sufrió durante largos años2. Los dolores a los que alude son los que provocaron una temprana enfermedad crónica de la rusta, una conjuntivitis escrofulosa con episodios de ceguera:

«Desde mis cuatro años empezaron a poblarse mis ojos de úlceras perforantes de la córnea. El cauterio local, los revulsivos, las fuentes cáusticas..., todo el arsenal endemoniado de la alopatía sanguinaria y cruel empezó a ejercitarse sobre mis ojos y sobre mi cuerpo. Y, si las quemaduras con nitrato de plata roían los cristales de mis pupilas y las cantáridas en la nuca y detrás de las orejas llegaban a veces a descubrir el hueso, era sólo para darme algunas semanas de respiro. Un constipado, un granito de arena, un exceso de golosina infantil, volvían a intronizar el proceso ulceroso, y mis ojos tornaban a la ceguera, y el quejido del atenazante dolor helaba la risa en mis labios de niña [...]».

(Acuña, «Conversaciones... Los enfermos», 1487)



En la evocación de las adversas circunstancias de su enfermedad y achaques, alternan momentos de emotividad, privacidad y distanciamiento reflexivo. Las huellas de la experiencia íntima siempre se escudriñan desde una postura ética y crítica. Después de haber recorrido los diferentes momentos de su deterioro físico debido a la conjuntivitis de su infancia, a las fiebres palúdicas en la edad madura y al catarro pulmonar en la última etapa de su vida enaltece algunos de los principios que se convertirán en dogma: el retorno a la naturaleza como ley de vida y fundamento de la higiene.

Largas y poéticas descripciones de la fusión regeneradora con la naturaleza evocan el proceso de mejoramiento físico y el fortalecimiento de una conciencia vital:

«¡Ah! En medio de aquel agotamiento de todas mis energías vitales, entre las nieblas de la muerte que cercaban mi inteligencia, surgía como luz diáfana sin entoldar por ningún crespón la esperanza honda y ardiente de correr a los campos, a las montañas, a las costas [...] El heroico esfuerzo de mi voluntad, secundado por cuanto la ciencia y el cariño hacían por mi salud, pudo al fin tenerme en pie; y así que de pie me tuve, sin oír a nadie, como somnámbula que acude a la cita sugestionadora, firme, terca, arrolladora de toda otra voluntad que no fuera mi deseo de marchar a los campos, acribillándome yo misma a inyecciones de quinina para concluir mi reclusión, corrí a Galicia, a las ásperas escolleras que se extienden desde el cabo Silleiro a La Guardia, donde viene a estrellarse la corriente del golfo mexicano, saturada de yodo y del sodio del mar del sargazo».

(Acuña, «Conversaciones... Los enfermos», 1492-93)



Las excursiones por el monte, sus exhaustivos recorridos por tierras españolas, así como la difícil conquista de una luz que tan cruelmente le hizo falta en los tiernos años de la infancia se experimentan como una profunda empatía, como una total entrega a las fuerzas vivificadoras de la naturaleza y se funden en la substancia perenne e íntima de su vida y de sus luchas.

Su pasión por la naturaleza evocada a lo largo de su obra, se reivindica no solo como una opción personal saludable sino también como una posible vía de regeneración social (Bolado, 41)3.

Para Rosario de Acuña el desprecio de las leyes naturales que entrañan el equilibrio entre las partes de la inteligencia intuitiva del mundo y del acercamiento al ritmo orgánico del planeta representa un obstáculo para la regeneración y el itinerario físico e intelectivo del ser humano. En su visión organicista convergen la germinación de la materia, la mutua fertilización entre el hombre y una naturaleza «finita en sus transformaciones y eterna en sus fines» (Hibbs, «La naturaleza», 195).

La vida en la ciudad es una aberración con respecto a la evolución natural del ser humano que no es más que uno de los eslabones de la prolífica cadena de la evolución de la naturaleza y de «sus energías fecundas» (Acuña, «Conversaciones femeninas», 1507»). Una evolución que argumentaba desde un punto de vista biológico y filosófico y que justificaba la inmersión en el campo: «Levantemos en los campos la morada racional de nuestra especie» (Acuña, «Conversaciones femeninas», 1507»).

La apología de una existencia en contacto permanente con el entorno natural y las fuerzas vivas de la tierra se convirtió en uno de los principios inspiradores de su filosofía y ley de vida personal.

A modo de confesión y con efusión lírica, Rosario de Acuña comparte con sus lectores su sentimiento de total identificación con una naturaleza que la acompañó toda su vida:

«[...] hoy que los años comienzan a inclinar hacia tierra mis cansados músculos, no busco ni pretendo más que acabar mis días oyendo, en las ásperas soledades de los acantilados cántabros, la sonata majestuosa o idílica del Océano. Y hoy al recorrer con el pensamiento los lejanos pasados, al recontar todos los dolores y todas las alegrías de la vida, confieso, con toda la sinceridad del que nada espera ni nada teme, que le debo a la contemplación de la naturaleza, a la compenetración de sus preceptos y de sus hermosuras, las únicas y positivas felicidades por las cuales el alma se ha encontrado de haber nacido».

(Acuña, «Avicultura femenina», 1383-4)



Rosario de Acuña enaltece con frecuencia su apego a los pueblos en los que vivió, sumergida en el campo: la finca familiar de Pinto en los alrededores de Madrid, durante sus primeros años de mujer casada. Evoca la elección, al final de su vida, del pueblo de Cueto en la cantábrica Montaña, lo que sería su última morada, una casita en un acantilado cerca de Gijón: «Luego se dice que, a instancias de algunos amigos de la junta directiva del Ateneo Obrero de Gijón, se traslada a esta ciudad y construye una casa sobre un acantilado, en un lugar solitario, El Cervigón, pero con vistas plenas sobre el mar y sobre los valles de la ciudad» (Bolado, 265).

Es este contacto indefectible con la naturaleza el que constituye la principal fuente de conocimiento para una mujer autodidacta, abierta a las ciencias naturales y predispuesta a captar las ideas y corrientes higienistas de su época.

Una naturaleza infinita en sus transformaciones y eterna en sus fines

Educada en un entorno liberal e ilustrado, aprovechó el magisterio de su abuelo Juan Villanueva Juanés, conocido médico y naturalista que estudió en Alemania y fue uno de los primeros introductores de Darwin en España. Las enseñanzas de su padre de espíritu tolerante y liberal favorecieron su curiosidad por las ciencias naturales. José María López Piñero ha destacado el prestigio de la medicina germánica como en general de su ciencia y de su cultura y cómo los médicos españoles, que pudieron estudiar en el extranjero gracias a viajes de estudio en Alemania y Francia, introdujeron en España, como lo hizo Juan Villanueva Juanés, las ideas ilustradas y las nuevas teorías científicas (López Piñero 671).

Como ha mencionado José Bolado en su detallada biografía de Rosario de Acuña, los relatos de esta autora de matiz autobiográfico son valiosos testimonios. Reflejan las fuentes de sus conocimientos y la relevancia del magisterio de su entorno familiar: «Confieso humildemente que siempre fue el placer de mí vida el estudio de cuanto se relaciona más o menos con las ciencias naturales y he procurado, con toda mi voluntad, cultivar mi inteligencia por cuantos medios estuvieron a mi alcance; y acaso en esto entre también la ley de herencia pues nieta de un famosísimo médico y naturalista, el doctor Villanueva [...] a su lado, inspirada como digo, por la ley de herencia, adquirí conocimientos fisiológicos y naturalistas en edad en que apenas la mujer tiene otra pasión que las muñecas» (Bolado, 41).

Rosario de Acuña había recogido esta herencia familiar y desarrolló una notable labor de difusión de muchas de las ideas nuevas que brotaban en campo científico y filosófico de una Europa en plena expansión (Hibbs, «El pensamiento», 148).

Una de sus muchas iniciativas personales en el ámbito de la ciencia fue precisamente la organización en 1882, con su marido Rafael de Laiglesia, de un premio dotado de mil pesetas para el mejor trabajo sobre medicina legal presentado por doctores o licenciados. Esta iniciativa, desgraciadamente poco documentada por el momento, ha sido mencionada por José Bolado que recalca muy oportunamente la cercanía de una mujer pionera con los círculos intelectuales progresistas y científicos de finales del siglo XIX (Bolado, 98-99).

E1 interés de Rosario de Acuña por la medicina se manifiesta en las frecuentes referencias a los médicos a los que conocía y a los gajes de un oficio enfrentado a veces con insuperables dificultades en la España de su época. Las alusiones a conocidos profesionales como el doctor Enrique Gutiérrez se acompañan de reflexiones desilusionadas sobre las numerosas trabas administrativas y materiales que provocan, en muchos casos, el abandono del oficio: «Que mi respetuoso saludo vaya, desde estas páginas, a la morada del noble médico don Enrique Gutiérrez, que no encontrándose, acaso, con fuerzas para la lucha tenaz y dura que se impone a su profesión, en todos los concejos de la patria, renunció a una carrera dignamente ganada [...]» (Acuña, «Conversaciones femeninas. XVI. Industrias rurales», 1553).

En varias ocasiones denuncia la precariedad de las condiciones laborales de los médicos rurales que no pueden cumplir con sus obligaciones debido a la escasez de medios y que tienen que luchar contra la falta de reconocimiento por parte de un Estado excesivamente centralizado, contra la ignorancia y la superstición. Esta situación de postergación sanitaria refleja el peso abrumador del fanatismo religioso alimentado por una institución eclesiástica hostil a la ciencia racionalista. Al evocar el cuadro de enfermedades que afectan las poblaciones rurales, estigmatiza «las idolátricas supersticiones del sensual catolicismo» como en el caso de las comarcas de Arteijo y de Pastoriza en Galicia, en las que los habitantes «viven sumidos en la ignorancia más completa de los fundamentales preceptos de la salud» y donde casos de demencia y de epilepsis se curan a base de exorcismos. Estos cuadros aterradores captados por la mirada sociológica y compasiva de su autora, constituyen una indignada denuncia de la situación del total abandono sanitario de algunas regiones españolas:

«¿O es acaso que, a pesar de esta centralización absorbente, estéril y viciosa, que domina en todas las provincias de España, las autoridades de La Coruña no tienen poder sobre las aldeas? ¿Y en éstas no hay médicos? ¿Qué hacen éstos que, al ver a los habitantes de sus distritos empeñados en ejecutar este drama espantoso, no rompen en mil pedazos sus nombramientos, prefiriendo morir de hambre con su honra científica inmaculada antes que hacerse cómplices de estos lentos y crueles asesinatos, donde no solamente perece el individuo y la especie, sino que sucumbe algo que es más alto ¡la razón de nuestra humana naturaleza que se hunde oscurecida por estas costumbres horribles!».

(Acuña, «Los endemoniados», 1173-1174)



José Bolado ha señalado sus vinculaciones con la ciencia médica y las frecuentes referencias a médicos a los que conoció: «A la vida», poema dedicado a don Andrés del Busto y López, con motivo de su curación y el homenaje «A la memoria de mi inolvidable amigo el doctor Delgado y Jugo»: «Delgado ha muerto dejando arraigada en nuestra patria la semilla de un arte elevado por él hasta lo sublime: de un arte, acaso, el más difícil escollo de la ciencia médica, que con g tantos escollos cuenta» (Acuña, «A la memoria de mi inolvidable amigo el doctor Delgado y Jugo», 649-650).

Sus viajes y recorridos a lo largo y ancho de tierras españolas, a veces por rincones recónditos, se convirtieron en una exploración antropológica que nos ha facilitado valiosos testimonios acerca de la situación humana y sanitaria. Estos textos reflejan el profundo conocimiento que tenía esta mujer ilustrada acerca de teorías científicas relativas a la evolución, la herencia y lo que podría llamarse la «proto-ecología»4. Una visión indudablemente influida por las lecturas de las obras de Darwin, Haeckel y Spencer y que se plasmó, en su vertiente más «ecológica», en su capacidad de análisis del entorno natural. Sus reflexiones se fundamentan en postulados epistemológicos que están siendo debatidos en su época y en un contexto que partía «de la creencia generalizada, proveniente de las tradiciones empírica y racional ilustradas de que la ciencia encama la clave del progreso» (Cuñat Romero, 229).

Las filiaciones de su pensamiento humanista y progresista con las ideas de pensadores y científicos europeos y, en particular con las del denominado grupo de los «idéologues» franceses cuya aportación vino de la mano de higienistas como Felipe Monlau (1808-1871), son explícitas. Un elemento fundamental de estas teorías «consistía en la consideración de la medicina como esa "ciencia del hombre", como el único vehículo hacia la comprensión total no sólo de los individuos sino también de las sociedades y de su funcionamiento» (Cuñat Romero, 78).

Su filosofía de la naturaleza, sus convicciones acerca de una ciencia positiva beben en las fuentes de intelectuales krausistas y científicos progresistas como Augustín González de Linares (1845-1904) al que tributa un homenaje emocionado el día de su fallecimiento5.

Este apasionado filósofo de la naturaleza, como se llamaba a sí mismo, había participado en la recepción crítica de las ideas evolucionistas de la España de la Restauración, interesándose por la obra de Darwin y Haeckel. Nos parece oportuno destacar la repercusión de los postulados defendidos por este naturalista krausista sobre el pensamiento de Rosario de Acuña que compartía su visión de la naturaleza como un todo organizado, caracterizado por su actividad, evolución y dinamismo. La adhesión de Augusto González al darwinismo fue matizada y crítica como bien lo han demostrado varios estudiosos sobre la recepción de las teorías transformistas en España. Si bien «se situó inequivocadamente del lado de las nuevas ideas transformistas», que propugnaban la evolución general de los seres vivos a lo largo del tiempo, a partir de formas anteriores que, a lo largo del proceso, alcanzarían un grado específico de diferenciación, criticó el mecanicismo de Darwin y la supremacía del medio sobre la herencia (Blanco Nieto). Es de suponer que Rosario de Acuña, para quien Darwin, «con su apasionamiento en el sistema», le parecía «frío, calculador, sublime en la investigación», compartía estas reticencias (Acuña, «En el campo», 779).

La presencia de las obras de Darwin (1809-1882) en la biblioteca de Rosario de Acuña así como sus referencias a las teorías evolucionistas no son ninguna casualidad ya que la idea de evolución había ido emergiendo a lo largo del siglo «abriéndose caminos en todos los órdenes de la vida y en la mayoría de los campos de pensamiento tanto en el conocimiento de la naturaleza como en la comprensión de los fenómenos sociales» (Blanco Nieto)6.

Merece destacarse la extraordinaria capacidad de Rosario de Acuña para anudar «todos los hilos de una reflexión compleja y sintética que integra sus conocimientos sobre la medicina, la fisiología, las ciencias naturales» (Hibbs, «Rosario de Acuña», 204). En otras contribuciones, hemos comentado cómo su fe en la perfectibilidad humana y en «la marcha evolutiva del progreso humano» constituyen el fundamento de su ideal regeneracionista (Hibbs, «El pensamiento», 150). Para esta mujer filósofa y humanista, «el principio de la existencia reside en la evolución: un movimiento que partiendo de desarmonías, aspiras a nuevas armonías y fusiones» (Hibbs, «El pensamiento», 150). La dialéctica del movimiento y del tránsito se oponen a la inmovilidad de los dogmas, de las certidumbres y el ciclo vital está abierto a infinitas virtualidades. Su aspiración a la superación de sí misma, basada «en la autoridad de la experiencia y de la observación» la llevó a implicarse personalmente en varias empresas de centros rurales. Es de notar que las misiones que se asigna siempre recogen sus propias experiencias.

Pensar, sentir, conocer, «penetrarse de la ciencia de la tierra, de las estaciones, de los vientos, de las semillas, del frío, del calor, de la luz, de la sombra, del movimiento, de la vida, del reposo...» (Acuña, «La educación», 666) es la filosofía que Rosario de Acuña pone en práctica con su finca agrícola dedicada a la avicultura en tierras santanderinas. Esta industria, que propicia la observación y el conocimiento de las leyes más esenciales de la evolución de las especies, es uno de los ámbitos de las ciencias naturales en el que se pueden «estudiar los resortes de la vitalidad [...], la ley del medio y de la selección» (Acuña, «Las especialidades», 1302-1305). A partir de los años 1901 y 1902, cuando su reflexión sobre la preservación de la naturaleza, la salud, la higiene y su conciencia medioambiental han alcanzado su plena madurez, la mayoría de sus artículos reflejan el afán de extender una cultura popular basada en los preceptos de una vida sana y la auto-subsistencia. Sus reflexiones apuntan hacia un proyecto amplio de reforma social, de herencia ilustrada que propugna para el campo la organización de un orden social que gravite en torno a familias autosuficientes y autogobernadas sin prejuicio del sistema económico. En este esquema, las mujeres resultan un elemento central. La agricultura y la avicultura que conllevan una fuerte compenetración con el entorno natural son la base de la regeneración tanto personal como colectiva que preconiza Rosario de Acuña. Sus contribuciones al hilo de los artículos publicados en la prensa y en los folletos que recogen sus conferencias contienen elementos relevantes con respecto a su cultura científica.

Verdadera pionera como mujer en el conocimiento y la práctica profesional de la avicultura, ámbito en el que quiere aplicar la ley del medio y de la selección, Rosario de Acuña se benefició de un reconocimiento inédito ganando el segundo premio de la Exposición Internacional de Avicultura en 1901. La publicación de la serie de artículos sobre el tema y recogidos en un folleto que salió a la luz en 1902, ilustra la voluntad de «propagar y extender entre la gran masa del pueblo toda clase de cultura y conocimientos» y la puesta en práctica reflexiva de ideas, intuiciones y convicciones basadas en la ciencia (Acuña, «Avicultura popular II», 1320). La necesidad de «manosear la ciencia avícola» está inspirada en el afán de mejorar las razas de aves para el desarrollo de una industria rural propicia al trabajo autónomo y favorecedora del mejoramiento de la salud tanto humana como animal. La constatación de la miseria humana y animal, de la postergación de los campos y de las deplorables condiciones higiénicas aflora a lo largo de las páginas que su autora dedica a la salud y a las interacciones complejas entre el ser humano y su entorno: «Al cruzar por nuestros campos y montañas, al pernoctar en nuestras aldeas y cortijadas, poco trabajo le cuesta al observador hacerse cargo de que la miseria que generalmente reina en nuestros hogares populares no se detiene sólo en el aldeano, su familia y sus enseres, sino que, extendida como mancha negra e infecta, acomete y repudre a sus animales domésticos» (Acuña, «Avicultura popular I», 1314).

En la línea de higienistas y sociólogos de la naturaleza como Juan Giné y Partagás (1836-1903), y quizá más especialmente de Pedro Felipe Monlau, Rosario de Acuña aboga por la creación de centros rurales o núcleos «de acción eminentemente popular» en los que, gracias al manejo de principios vitales de la higiene y de conocimientos agrícolas básicos, se pueden producir, repartir y extender «productos aclimatados, cruzados, seleccionados por la propia mano del dueño» (Acuña, «Avicultura popular II», 1320). Esta «ruralización» de pequeñas industrias cumple una función social e higiénica ya que las ciudades y los centros industriales son focos de enfermedades y de contagio. En su reiterada crítica de la vida en los centros urbanos, hace hincapié en el deterioro de la vivienda, de las infraestructuras e incluso en lo que podría llamarse hoy la contaminación del aire, factores agravantes para la salud y que afectan más particularmente a las clases trabajadoras.

Muchas consideraciones sobre la selección y el mejoramiento de las razas avícolas llegan a constituir un tratado práctico puesto al alcance de los hogares campesinos y más especialmente, al alcance de las mujeres. Rosario de Acuña recurre a las teorías evolucionistas y de transformación de las especies siempre inspirada por la meta del progreso y del perfeccionamiento social. El desarrollo de las pequeñas industrias rurales, tan esenciales para el mejoramiento de las condiciones de vida en el campo y para la preservación de los equilibrios naturales, supone una extensa y generosa labor de vulgarización: «¡Extendamos, extendamos en bendito amor al trabajo avícola entre nuestra masa popular! Dotémosla de elementos para que produzca lo suficiente, siquiera en algunos ramos de la agricultura, al abastecimiento de los mercados patrios; armémonos de paciencia y valor [...] para llevar al hogar del pueblo rural un destello siquiera de aquellos conocimientos que engrandecen los pueblos de otras naciones» (Acuña, «Avicultura popular II», 1320-21).

Para ella no cabe duda que gracias a un proceso de sucesivas transformaciones y mejoramiento de las características de determinadas especies, se puede llegar a un grado de diferenciación específica y alcanzar las variaciones más beneficiosas para la adaptación al medio:

«¿Se trata de formar un buen corral de ponedoras? Pues a buscar reproductores de raza conocida por esta aptitud y en seguida ejercitar la observación y a aplicar las leyes del medio y de la selección: observar con qué piensos ponen más las aves, de todas ellas, elegir en una y otra generación, las más ponedoras y las que ofrezcan en su organismo los rasgos típicos de la raza progenitora; entrecruzar estos individuos, desechando los flojos en postura y precocidad, y si el cruce consanguíneo resulta, cruzar y cruzar sobre la misma familia [...] Así se llega a formar las castas ponedoras por excelencia [...]».

(Acuña, «Las especialidades en avicultura III», 1305-1306)



El universo es un equilibrio de todos sus componentes que interactúan permanentemente; un equilibrio que supone también el constante acomodamiento al entorno natural y la selección de caracteres óptimos. La «marcha evolutiva de la especie humana» implica la lucha por la supervivencia (Hibbs, «El pensamiento utópico», 149). Si la adaptación al medio y la evolución de los seres vivos conllevan cierta selección natural, no se trata para Rosario de Acuña de un mero proceso biológico. La noción de «cuerpo social», de «cuerpo de la nación» que menciona explícitamente se sustenta en la convicción humanista de que tanto los individuos como las sociedades pueden regenerarse «mediante el perfecto equilibrio en la organización física» y la ascendente «actividad moral de la conciencia»:

«El hombre y la mujer buenos; he ahí el ideal de toda la filosofía humana, el ideal de todo régimen social, de todo propósito científico, de toda voluntad racional [...]. ¡Cuán fácil y hacedero sería el estado social, hoy tenido por utópico, si cada individuo estuviera regido por las leyes de la sanidad física y psíquica!, ¡qué pronto, faltas de base, se disiparían en un nirvana absoluto, leyes, códigos, autoridades, privilegios, tiranías, dominios, injusticias y dolores, si se llegase a formar una inmensa mayoría de individualidades, cuya bondad, trascendiendo a toda relación social, familiar y humana, hiciese de la salud, de la verdad, de la razón, los únicos nortes de la existencia».

(Acuña, «Conversaciones femeninas XII», 1474-75)



En su defensa de una civilización «alejada de las falsas preseas» y sustentada por la «piedra angular de la ciencia, la higiene y el estudio de la naturaleza», Rosario de Acuña recoge el legado de los higienistas del siglo XIX. Sus aportaciones pioneras en materia de epidemiología, de salud privada y pública son el resultado a la vez de su experiencia cotidiana, de sus constantes lecturas y de su contacto con los intelectuales y científicos humanistas y progresistas de su época.

La higiene en el siglo XIX: una doctrina de base científica

Si es cierto que el higienismo se desarrolló a lo largo del siglo XIX a partir de los presupuestos de base ilustrada, su consolidación conceptual definitiva como doctrina de base científica se verificó «durante la compleja transición histórica entre los años finales de la Ilustración y los primeros albores del movimiento en España en el siglo XIX romántico» (Alcaide Rodríguez, «La introducción»). Varios estudiosos han mostrado cómo, en tanto que disciplina científica, la higiene se encuentra en el centro de todos los cambios característicos del siglo en Europa: complejos cambios demográficos y sociopolíticos, cambios en las ciudades como consecuencia del éxodo rural, cambios en el ámbito de la asistencia sanitaria (Cuñat Romero, 1). El higienismo como doctrina y en sus aplicaciones prácticas estaba compuesta por una gran heterogeneidad de materias como lo refleja la definición de Monlau en su lección inaugural del curso de Estudios superiores de higiene pública y epidemiología del 8 de octubre de 1868: «La Higiene (bien lo sabéis) no es ni la Física, ni la Química, ni la Historia, ni la Fisiología, ni la Patología, ni la Moral, ni la Economía política, ni la Administración pero es todo esto, y algo más que esto, porque es la resultante de todas estas ciencias aplicadas a la conservación y al mejoramiento de los individuos y de los pueblos» (Cit. en Cuñat Romero, 179).

Estas palabras de uno de los más conspicuos representantes del higienismo en la España de la segunda década del siglo XIX revelan la filiación explícita de la doctrina higienista con los presupuestos del ideal ilustrado: progreso y perfeccionamiento del género humano cuya meta es la felicidad. También son una buena muestra de este «despliegue discursivo higiénico-moral» que higienistas como Monlau se esforzaron por hacer llegar a otros espacios privados, como los hogares y las familias. Como señala Marta Cuñat Romero, la higiene como disciplina en pleno desarrollo y en busca de un espacio propio «fue cobrando cada vez más una significación propia en torno a dos caras de una misma moneda: la higiene pública y la higiene privada» (Cuñat Romero, 10).

En este cruce entre esferas privada y pública convergen higiene y moral ya que el interés por la salud del cuerpo revela una evidente preocupación por la salud mental de los individuos y de la nación. Esta «ciencia del hombre» que vinculaba el intelecto y el pensamiento a lo fisiológico, propició una medicalización de la moral cuya consecuencia más inmediata fue una mayor atención no solo a los individuos sino también a las sociedades y a su funcionamiento (Cuñat Romero, 77). Historiadores como Rafael Alcaide Rodríguez y Marta Cuñat han destacado la relevancia de la historia de la higiene y de la salud pública dentro del proceso de fortalecimiento del Estado moderno y en la progresiva conquista de derechos por parte de las clases trabajadoras que emergen con la industrialización: derechos políticos y sanitarios que acompañaron las distintas iniciativas en materia de salud pública. Si la problemática del proletariado industrial empieza a estar presente en las últimas décadas del siglo XVIII, las transformaciones que se producen en el campo científico a lo largo del XIX, concretamente en la medicina, supusieron una mayor atención médica a las clases sociales desfavorecidas (Alcaide Rodríguez, «La introducción y el desarrollo del higienismo»). Para los más relevantes higienistas del siglo como Pedro Felipe Monlau y Francisco Méndez Álvaro (1806-1883), influidos por el magisterio de Mateo Seoane Sobrae (1791-1870), la higiene como ciencia profiláctica tenía que ser capaz de obrar directa o indirectamente sobre las condiciones de vida insalubres y la miseria sanitaria.

En un contexto político en el que, desde las Cortes de Cádiz, se había ido afianzado el liberalismo, la especialización y la organización de la higiene como especialidad científica no pueden disociarse de las especiales circunstancias políticas de España. A partir de la década de 1840, y con la estabilización en el gobierno de la hegemonía moderada, la legislación sobre cuestiones de salud pública se benefició de cierta continuidad. En su esclarecedor trabajo sobre el papel de relevantes higienistas españoles como Monlau, Marta Cuñar ha mostrado cómo la estabilidad que proporcionaron los moderados en el poder a partir de la segunda mitad de la centuria permitió la emergencia y el fortalecimiento de instituciones que habían de consolidar el Estado liberal. A lo largo de este proceso fue cuando se creó una administración sanitaria embrionaria. La constitución de la Dirección General de Beneficiencia en 1847, fecha a partir de la cual el Estado fue recuperando cada vez más competencias en materia de salud, así como la creación del Consejo de Sanidad del Reino en 1847, y la primera Ley de sanidad española aprobada el 28 de noviembre de 1855 por las Cortes Constituyentes durante el Bienio liberal (1854-1856) son algunos de los hitos más relevantes de este proceso. En aquel período también se organizan las primeras Conferencias sanitarias internacionales (Cuñar Romero 176). Quizá el momento más fecundo para el desarrollo de la corriente higienista fue la década de 1880 durante la que se fundó la Sociedad Española de Higiene que propició el debate en torno a la situación sanitaria del país. Durante este período, la generación de médicos que protagonizó el desarrollo del sistema sanitario liberal y que pertenecían a la llamada «generación intermedia» estaba compuesta por científicos e intelectuales que, a su vuelta del exilio, habían propiciado la progresiva recuperación y la introducción de las corrientes europeas en el país7. Grandes figuras del proyecto médico-social como Mateo Seoane Sobrae y sus discípulos, Pedro Felipe Monlau y Francisco Méndez, desempeñaron un destacado papel de vulgarización de las novedades científicas8.

Llegados a este punto, quisiéramos destacar la probable filiación del pensamiento higienista de Rosario de Acuña con las reflexiones y aportaciones de las figuras más relevantes del higienismo como Pedro Felipe Monlau, Francisco Méndez Álvaro, Rafael Rodríguez Méndez y Juan Giné y Partagás con los que comparte las preocupaciones por la sanidad pública y una postura de compromiso social. No es nuestro propósito profundizar en la obra de estos higienistas pero nos parece oportuno recordar a grandes rasgos algunos de los aspectos más sobresalientes de su obra y de su actuación ya que existe una clara convergencia en sus aportaciones teóricas y prácticas y que todos esgrimen una misma voluntad de participar en la organización de un tejido institucional propiamente higienista.

Merece especial mención el afán de difusión de conocimientos en materia de salud pública y de higiene privada de muchos de estos representantes del ámbito científico. Quizá una de las personalidades más influyentes en este sentido haya sido Pedro Felipe Monlau, figura polifacética y mediador cultural cuyo afán de popularizar los conocimientos en materia de higiene se plasmó en El monitor de la salud de las familias y de la salubridad de los pueblos. Revista de higiene pública y privada, una publicación que fundó y dirigió de 1858 a 1864. Dicha revista, que iba dirigida a un lectorado muy amplio y que fue «la primera publicación específica de higiene del período además de una herramienta de divulgación de la higiene decisiva», se centraba en temas como la situación de los médicos rurales, las epidemias e infecciones, el alcoholismo, la insalubridad de las viviendas obreras derivada de la industrialización, la situación y la curación de los dementes (Cuñat, 196). Proponía un extenso abanico de consejos higiénicos de diversa índole en materia de higiene privada. Los conocidos tratados de Monlau, Elementos de higiene privada (1846) y Elementos de higiene pública (1847), fueron recomendados como libros de textos para las asignaturas de higiene en las facultades de medicina y tuvieron un notorio éxito editorial. Dentro de este esfuerzo de vulgarización se sitúan otros órganos de difusión y expresión de la progresiva institucionalización de la higiene como El siglo médico fundado en 1854 por Francisco Méndez Álvaro así como las numerosas ediciones de obras como el Tratado de Higiene rural de Juan Giné y Partagás9.

Gran lectora y abierta a las novedades científicas de su época, Rosario de Acuña aborda la higiene en amplia sintonía con muchas de las temáticas de interés social presentes en la obra de estos higienistas: la marginación y el pauperismo, el éxodo rural y el estado de abandono sanitario de las poblaciones en el campo, las prejudiciables repercusiones de la industrialización que entraña fuertes desigualdades en materia de salud y de higiene.

Captación naturalista de las miserias sociales

La abundante producción ensayística de Rosario de Acuña revela la continuidad y la coherencia de un compromiso humano y social: un compromiso que la propia autora define como una labor regeneradora del ser humano. Con el sintomático título de «Vivir para los demás» publicado en 1885 en Las Dominicales del Libre Pensamiento, hace un vibrante alegato contra los egoísmos y los dogmatismos, la falta de solidaridad y de fraternidad que constituyen un freno para la regeneración física y social: «[...] alejemos el pensamiento de todo peligro propio y acudamos al peligro ajeno» (Acuña, «Vivir para los demás», 1033). Este peligro es «el espectro del cólera» que tantas veces ha asolado España desde principios del siglo y cuya última epidemia irrumpió en 1865. El morbífico veneno del cólera descrito con tintes naturalistas y alegorizado «con sus palideces de cera y sus ojos vidriosos» adquiere un valor metafórico: el miasma destructor no es más que la otra cara de una ciencia impotente que se burla «del análisis» y de la experimentación, de las limitaciones de una sociedad y de un sistema político incapaces de oponer la fuerza de la compasión y de la solidaridad a los embates de un mal que suelta «un rastro de luto y de lágrimas sobre las ciudades, los pueblos y los campos» (Acuña, «Vivir para los demás», 1032). El texto resuena como una urgente advertencia frente «al espanto que causan esas epidemias que no se detienen ante los valladares» del humano poder. El cólera no es un castigo divino que debe aceptarse con la fatalidad impuesta por las supersticiones o el miedo: «Fuera dudas y subterfugios: hay que mirarlo cara a cara, tal como apareció en los años 1865 y 1866 [...]» (Acuña, «Vivir para los demás», 1031). En esta lucha contra la enfermedad y las angustias del dolor, son las mujeres a las que incumbe un papel especial. Por ser perpetuadoras de la vida y por tener «asignado el sitio de más riesgo en la naturaleza» les corresponde «la aceptación verdadera del dolor y de la muerte» (Acuña, «Vivir para los demás», 1031). Debido a su situación de marginación social tienen una inmensa responsabilidad y una irreversible oportunidad: emprender el camino de la libertad y del progreso y avanzar en plena conciencia en consonancia con las leyes de la Naturaleza10.

El asiduo y humano interés de Rosario de Acuña por las condiciones de vida arcaicas de los pueblos y del campo aflora en muchas de las páginas en las que, con mirada sociológica e incluso científica, diseca los males que aquejan los cuerpos y las almas. En la década de 1880, período en el que se publican muchos de sus textos en el semanario librepensador Las Dominicales del Libre Pensamiento, el compromiso de Rosario de Acuña encaja políticamente en el marco formal del librepensamiento y del anticlericalismo. Otros hitos relevantes de su existencia como mujer y escritora son su afiliación a la masonería y su cercanía a los ámbitos republicanos y obreros. Al hilo de sus colaboraciones en Las Dominicales..., emprende una labor propagandística en sintonía con sus convicciones humanistas y progresistas. La degeneración, el pauperismo, el abandono sanitario son algunas de las plagas que denuncia con especial vigor. La miseria y las roñas sociales resultan de la ignorancia y de la superstición, del deterioro cívico y moral. Los blancos de sus afiladas críticas son la Iglesia y el clericalismo retrógrado, el atraso tanto científico como social de España, la falta de sensibilidad social de gobiernos que se sustentan en la densa enredadera de la burguesía y de la nobleza11.

Los desastres físicos y mentales causados por la superstición son motivo de varias descripciones aterradoras como la que nos proporciona al referirse al caso de los endemoniados de recónditos pueblos de Galicia. En «Los endemoniados de Arteijo y el santuario de Pastoriza», texto publicado en 1887 en Las Dominicales..., los endemoniados que describe no son más que enfermos en estado gravísimo, algunos de ellos afectados por enfermedades mentales. La marginación social y el alejamiento geográfico de estos pueblos, la falta de asistencia sanitaria y el peso abrumador de las supersticiones mantenidas por la Iglesia, son algunas de las causas que provocan este decaimiento físico y moral. Siempre desde el mismo compromiso humanista que cohesiona su obra, Rosario de Acuña quiere compartir la indignación y el desprecio que le inspiran estos cuadros de la miseria ajena: «Cien leguas, cien idiomas, cientos de imaginaciones, multiplicadas por miles de talentos, serían pocos para servir a esta bravura de mi espíritu que se revuelve como rastro de fuego sobre todas las fibras de mi ser, sacudiéndolo con ecos ensordecedores que vocean: "¡Justicia!, ¡Humanidad!, ¡Razón!"» («Los endemoniados», 1163).

El relato se ofrece a los lectores a modo de tragedia y de sainete en el que se imbrican descripciones naturalistas del entorno y de los habitantes y una fuerte tensión emotiva. Desde las primeras líneas se presenta una visión panorámica y detallista de la putrefacción física y moral: «Es el padecimiento larvado de la pobreza sucia, acusando al olfato su presencia, y su cortejo de enfermedades infecciosas y de organismos deformes» («Los endemoniados», 1164).

El contraste entre el escenario grandioso y el abandono de los habitantes acentúa la dimensión trágica, y la presencia en segundo plano de una capilla lóbrega anuncia el sainete:

«El escenario es grandioso: cerrado, por una parte, con las colinas revestidas del suave verdor de los campos gallegos y, por otra, con la llanura azul del Atlántico. El primer término es una capilla de piedra, húmeda, lóbrega, sin más entrada que una puerta baja y estrecha; al exterior, en un rincón con forma de alberca, se hacina un montón de huesos y calaveras revueltas, confundidas y con esa mueca que ofrecen los desnudos cráneos humanos vueltos hacia los cielos, como si les mandasen con su risa sin ecos la protesta muda de las demencias que miran a su alrededor».

(«Los endemoniados», 1165)



Vivaces imágenes sensoriales bosquejan el desgarro psíquico, el desconyuntamiento corpóreo de los epilépticos y enfermos mentales que aúllan sobre las gradas del altar mayor en espera del exorcismo: «Es el epiléptico de convulsiones cotidianas que camina ya sobre la huesa, con la torcedura de la boca expresando la noche de su razón y la insensibilidad de sus músculos. Su piel está seca, resquebrajada, como, si todos los jugos de su organismo, huidos sobre las contracciones del espasmo, lo hubieran dejado momificado antes de ser muerto. Tiembla y mira de cuando en cuando con espanto de imbécil aquella muchedumbre [...]» (Acuña, «Los endemoniados», 1167).

En medio de la muchedumbre frenética que administra el brebaje del exorcismo, un vaso de agua bendita tomado de la pila de la entrada del templo, Rosario de Acuña como testigo de las aterradoras escenas opone la racionalidad de la ciencia a los desvaríos de la superstición: «Durante toda esta tragedia, mi mano logró estrechar la suya sin que a causa de la confusión se observase; su pulso, el temple de su piel, el estado de ésta al tacto, acusaron los tres periodos convulsivos de la epilepsia: era un enfermo» («Los endemoniados», 1168).

El estado de postración de los enfermos mentales es una de las tremendas consecuencias del abandono sanitario denunciado por la autora. En Arteijo donde reinan «el fanatismo bestial, la ignorancia impía, la ferocidad sangrienta», no llegan los médicos, ni existen las más mínimas condiciones higiénicas: el pueblo está aquejado por épocas de sequía, por pestilencias que emanan de un alcantarillado defectuoso y antihigiénico.

Los símiles referentes al deterioro físico de los enfermos y a la degeneración del cuerpo social de una nación responsable del atraso en materia de salud constituyen un denso légamo fermentado con intensidad: los pobres enfermos se revuelcan en dolorosas convulsiones» y viven sumidos en la ignorancia más completa de los preceptos de la salud, en la indiferencia de las leyes, de los poderes constituidos, ignorados por «los rebuscadores de fortuna [...] que se empeñan en sustituir con sus personas el programa de los principios democráticos», olvidados por «los conceptos agotados, las conciencias vacilantes, las inteligencias cansadas» («Los endemoniados», 1177-78). La exhortación final no deja lugar a dudas: solo la ciencia médica y la higiene pueden servir de sustento a la autoridad moral y social de los gobiernos.

Las mismas constataciones y reflexiones acerca de la lamentable situación de la salud pública desatendida por los poderes públicos son las que nos brinda Rosario de Acuña durante su estancia en la santanderina región de La Montaña. En los años en los que vive en el pueblo de Cueto, mantiene relaciones con los científicos Augustín González Linares y Enrique de Madrazo e inicia una serie de colaboraciones bajo el epígrafe «La tuberculosis del pueblo montañés» con el diario El Cantábrico. Los cinco artículos en los que comparte las observaciones y reflexiones que emergen a lo largo de sus peregrinaciones por «montes, peñascos, selváticas cañadas, desfiladeros, cuencas, vegas y mesetas», constituyen otro testimonio estremecedor sobre la alarmante situación sanitaria de los pueblos montañeses (Acuña, «La tuberculosis V», 1333). Para Rosario de Acuña que afirma con la acostumbrada humildad de que se trata de cumplir con una misión inspirada por «el derecho del sentimiento» y la compasión, la experiencia de la miseria y del dolor ajeno debe llamar la atención del público y contribuir a la lucha contra las enfermedades. La voluntad que la mueve «de ayudar en algo a la extirpación del funesto enemigo» es la que justifica el «cuadro fastidioso y horrendo que ofrece en esta privilegiada tierra la obra cruel y devastadora de la tuberculosis» (Acuña, «La tuberculosis I», 1333).

Desaparecidas las epidemias coléricas durante un largo período, la tuberculosis pulmonar así como las enfermedades infecciosas agudas experimentaron un fuerte aumento en los años ochenta (López Piñero, 674-75). Desde una perspectiva epidemiológica, Rosario de Acuña llama la atención sobre la importancia y la vigencia de la tuberculosis:

«Y aquella patología especial de los países sanos que no contaba en su estadística más que un número escaso de enfermedades, casi todas agudas, casi todas a modo de tormenta pasajera que fecunda más que destroza, hoy ha cambiado radicalmente (bien lo deben saber los profesionales encargados de la salud del pueblo); hoy ha cambiado por una terrible invasión de enfermedades infecciosas y crónicas, de la cual no sana nunca el montañés, por las cuales van cayendo, ¡cayendo!, como gigante herido de muerte por legión de pigmeos».

(Acuña, «La tuberculosis III», 1350)12



Muchas de las observaciones que hace revelan su perfecto conocimiento de los avances de la ciencia de su época como los avances en la ciencia estadística de particular relevancia para los higienistas. También merece destacarse su conciencia de que la tuberculosis significaba una enfermedad social cuyas causas identificaba con notable clarividencia: el pauperismo como fenómeno que afectaba al conjunto de las zonas rurales apartadas, la desnutrición y el hambre, la falta de educación y la ignorancia en materia de preceptos higiénicos: «A poco que se ahonde en la vida y costumbres de este pueblo, veremos surgir, junto a cada llar de la montaña, el prototipo fisiológico del hambriento de vida, del ser cuyos tejidos insuficientemente nutridos albergan en sus células el plasma predispuesto a todas las infecciones» (Acuña, «La tuberculosis I», 1334).

Rosario de Acuña recoge, desde un punto de vista antropológico, la asociación por parte de los higienistas de su época entre salud y entorno, un enfoque contrario a la visión del cuerpo humano disociado del entorno. Es de notar la influencia de la tradición hipocrática para la que las condiciones ambientales constituyen un factor decisivo y justifican que se tengan en cuenta factores geográficos, económicos y sociológicos. Con minuciosa perseverancia, Rosario de Acuña describe las características físicas y sociales de las regiones afectadas por distintas patologías y analiza, con especial clarividencia sus causas: unas causas muchas veces debidas a la incuria humana más que a un entorno natural desfavorable como en el caso de la Montaña. A su juicio no cabe duda de que «existen núcleos generadores de esta depauperación orgánica completamente locales» (Acuña, «La tuberculosis II», 1338). Sus observaciones no difieren de las conclusiones a las que habían llegado higienistas y médicos como Monlau al abordar la cuestión de la transmisión de enfermedades. La comprensión de los mecanismos infecciosos se beneficiaban de los avances de la microbiología y de la teoría miasmática según las cuales había que buscar las causas de las epidemias en el entorno local y no en un germen importado. Para Rosario de Acuña «este más formidable enemigo de toda la sociedad» (Acuña, «La tuberculosis II», 1350) y la proliferación de microbios morbosos solo pueden achacarse a la total falta de higiene de los hogares montañeses, verdaderos «antros de tuberculosis» (Acuña, «La tuberculosis IV», 1355).

La mayoría de los hogares ignoran los preceptos esenciales de la sanidad: no disponen de agua potable ya que las fuentes, hechas en un socavón del cerro «están rodeadas de fangales, donde patea a su gusto el ganado [...], estanquillos de agua abiertos a todas las infecciones»; hay estercoleros en las mismas puertas de las viviendas, charcas de aguas estancadas en medio de las aldeas. La falta de aire y de luz en las habitaciones y la promiscuidad con los animales y el tufo y el estiércol del establo favorecen la propagación de la infección en hogares donde «se masca el miasma, la nube y vibriones de toda infección» (Acuña, «La tuberculosis II», 1343). A causa de la fermentación de las barreduras, de los desperdicios y de los detritus que forman un montón de abono, se produce una descomposición de la materia orgánica que, como lo predicaban algunos higienistas, estaba en el origen etiológico de las enfermedades. En el centro de preocupación de esta corriente higienista había la mejora del entorno y la purificación del aire, un aspecto de la teoría miasmática que se había convertido en una referencia ineludible para Rosario de Acuña: «[...] estos hogares montañeses tienen miedo a la luz, miedo al aire; aunque en ellos haya ventanas (siempre son chicas), rara vez se abren; las ropas del lecho al sol en las primeras horas de la mañana, el ventanaje abierto de par en par, esto ¡nunca!» (Acuña, «La tuberculosis II», 1343).

Mediante figuraciones plásticas de índole naturalista, describe los estragos fisiológicos provocados por la tuberculosis y, en una larga descripción en la que el ritmo devastador del tubérculo infeccioso se insinúa con anáforas, Rosario de Acuña enfatiza la urgencia de la situación sanitaria:

«[...] el tubérculo, ese nódulo que invade, corroe y transforma en detritus el órgano donde se afirma, se extiende en legión invasora lo mismo en los meninges cerebrales que en los ganglios mesentéricos que en los lóbulos pulmonares Allí está, vertiendo la supuración corrosiva generadora en el torrente circulatorio, llevando a todos los senos donde se producen las fuerzas vitales el aliento fétido de sus productos morbosos que las agotan y petrifican. Allí está el tubérculo limando energías asimiladoras, royendo vigores intelectuales, restando elementos de poder y de Resistencia para desenvolver las actividades humanas. Allí está el tubérculo sembrando en las generaciones que nacen la miseria fisiológica, o sea el destino de ser vencido en la lucha por la existencia».

(Acuña, «La tuberculosis I», 1335)



La desigualdad humana ante la enfermedad y la muerte es otra observación que se deriva de lo que entonces se consideraba como enfermedad social y problema colectivo. Las condiciones a veces infrahumanas de los habitantes de zonas rurales como las que Rosario de Acuña observa en La Montaña pero también en Asturias y Galicia, el pauperismo, la adicción al alcohol y la promiscuidad «preparan para el sufrimiento a una serie entera de generaciones» (Acuña, «La tuberculosis II», 1340)13.

Una situación debida a la criminal indiferencia de los poderes públicos y políticos, muchas veces corruptos, y en los que se ceba el flagelo crítico de la autora. A pesar de una visión a veces profundamente negativa de su entorno alimentando «en su ánimo el temor a una progresiva degeneración nacional, a un deterioro cívico y moral», Rosario de Acuña denuncia la responsabilidad de las autoridades que han desatendido la salud pública (Hernández Sandoica, 11). Porque no es solo una «cuestión de caridad o de sentimiento» sino también una cuestión social, política para la que se deben movilizar todos los medios sanitarios y profilácticos: "¿Hay algún remedio? Sólo el profiláctico"» (Acuña, «La tuberculosis III», 1351).

La estricta observancia de los preceptos de higiene por los que aboga se inspiran en algunos de los textos más relevantes de higienistas como Monlau14. La responsabilidad de los Estados sobre la capacidad de contagio de sus ciudadanos afecta tanto a la higiene privada como a la pública. Si algunas de estas medidas son impuestas y dependen del poder central, otras dependen de la educación sanitaria elemental que tanta falta hace en España:

«Todo esto y cien casos similares, ¿No será posible que los remedie el cacicato? Con el prestigio de su poder que cite el amo de cada localidad junta de vecinos y haciéndolos sentir el peso de su autoridad, con las leyes de sanidad en la mano y en la otra el látigo de su influencia caciquil, dicte un breve decreto de limpieza y saneamiento, con pocos artículos, pero radicales. Esto respecto a la higiene privada del hogar; respecto a la pública, fuentes, lavaderos, cementerios, etcétera, aún puede hacerlo más fácilmente, pues casi todo depende del poder central. Item más: que ordene el reparto de cartillas higiénicas [...], cartillas que sólo ofrezcan dos o tres asuntos de higiene esencial, particularísima al individuo y al hogar [...] que las aprenda de memoria, como romance de ciego, la familia campesina».

(Acuña, «La tuberculosis IV», 1357)



El desarrollo de la higiene también tiene que apoyarse en dos figuras demasiado infravaloradas e incluso despreciadas en la sociedad finisecular: las del maestro y del médico, «dos faros encendidos por el progreso en todos los pueblos de la patria» y cuyos dictámenes deben considerarse como «verdaderos evangelios para el bienestar individual y colectivo» (Acuña, «La tuberculosis IV», 1358).

Las preocupaciones sociales que se habían manifestado en Rosario de Acuña desde finales de los años ochenta, la acercaron al Ateneo Casino obrero de Gijón y propiciaron más colaboraciones en periódicos y semanarios dedicados a la defensa de las clases trabajadoras y obreras como La Acción Fabril dirigido a las mujeres proletarias de la industria textil (Bolado, 148). Una de las cuestiones a las que tenía que enfrentarse la higiene pública era precisamente las condiciones del proletariado industrial. El éxodo rural, el hacinamiento en los centros urbanos e industriales y las deficientes condiciones de vida y de vivienda eran cuestiones que Rosario de Acuña no podía desatender. En 1902, con motivo de una conferencia que imparte en el centro Obrero de Gijón, repasa la situación física y moral de las familias trabajadoras «agobiadas por la suciedad, las enfermedades la explotación, las supersticiones...» (Bolado, 252). En varios textos suyos, la autora ya había estigmatizado un contexto productivista propiciador de la concentración en las urbes y de la explotación de una mano de obra desamparada: la de mujeres y niños. La contratación masiva de mano de obra femenina y de niños es el resultado desalentador de la sangría de los campos, de «esta inmensa corriente de inteligencia que emigra de los campos» dejándolos huérfanos y «contribuyendo a la vida enervadora y corrupta de las ciudades» (Acuña, «Conversaciones femeninas. I. Absentismo», 1398-1399). Los destinatarios de la conferencia en el Ateneo Casino Obrero son las clases trabajadoras y más precisamente las obreras por ser las que más sufren de la explotación y de las lacras de la promiscuidad urbana y del agotamiento: las tabernas y el alcoholismo de los obreros, el trabajo extenuante realizado por las mujeres en la fábrica y en los talleres. En consonancia con su ideal emancipador y su fe en el progreso y en la fraternidad, se siente plenamente comprometida con la causa de la clase obrera. La educación, motor del perfeccionamiento humano, es la preocupación que guía a Rosario de Acuña que reivindica con fervor su papel de intermediaria para traer «desde las alturas de la ciencia a las honduras de la ignorancia lo poco que sé» (Acuña, «La Higiene», 749). Al dirigirse a las mujeres «madres», que pueden «hacerse cargo de las ciencias positivas y tomar a su cargo la higiene de la familia», reafirma el papel de la mujer educadora que fue siempre central en su pensamiento como lo subraya oportunamente Elena Sandoica: «Su idea de la maternidad iría evolucionando con el tiempo, pero el papel de la mujer madre y educadora fue siempre central en su pensamiento, y aparecerá también en sus textos sobre la higiene como agente de la salud individual y colectiva. Otra forma de concebir el nexo entre lo personal y lo público como forma de progreso, de avance en el destino de la humanidad» (Hernández Sandoica, 32).

Los temas desarrollados no son novedosos, pero llaman la atención por el tono sumamente didáctico de la conferenciante y por los profundos conocimientos que tiene sobre higiene y salud pública. El didactismo a veces moralizante de Rosario de Acuña se expresa mediante el abundante despliegue de imágenes visuales y de experimentos sinestéticos que reflejan la composición de los elementos naturales esenciales para la vida: el aire, el agua y la luz, «las tres personas de la trinidad higiénica» (Acuña, «La higiene», 756). Se entrelazan admoniciones y recomendaciones para mejorar las condiciones higiénicas de la vida privada y explicaciones más técnicas con respecto a los posibles agentes de contaminación. Un lenguaje adecuado a la dimensión sociológica del tema alterna con descripciones líricas e incluso poéticas: Y si la luz entibia, purifica y robustece las energías musculares y el aire alimenta, nutre y fecunda los vigores sanguíneos, el agua, ese blando y suave tapiz que extendió la Naturaleza sobre una parte de nuestro planeta, endulza y regulariza la actividad de nuestras vísceras [...]»« (Acuña, «La higiene», 763).

El recorrido por las sendas de la higiene retoma elementos de la doctrina privada construida sobre el esquema de la tradición galénica. Una tradición que establecía en el estudio de la fisiología una distinción entre los componentes del cuerpo humano o res naturales como los órganos y los humores y los res non naturales como el aire, la comida y la bebida, el descanso, incluso los movimientos del alma... Esta visión conlleva los habituales preceptos higiénicos basados en la templanza y la moderación. La cuidadosa elección de alimentos naturales, así como la práctica del ejercicio físico durante excursiones en el monte componen la «cartilla» higiénica propuesta por Rosario de Acuña que no escatima sus condenas del alcohol y de las diversiones en tabernas y «en las sofocaciones de la gula y de la lujuria» (Acuña, «La higiene», 771). Advertimos en estas palabras cierta convergencia entre higiene y moral presente en muchos textos de higienistas como Monlau, Giné y Partagás. Una moral que, en el caso de la autora de la conferencia, responde a una misma finalidad: el perfeccionamiento del ser humano en armonía con los equilibrios vitales de la naturaleza. El fortalecimiento de la inteligencia racional, meta insoslayable para Rosario de Acuña, supone la conducta de su vida y la integridad física y mental: «Y la lucha humana no está basada en esta o en la otra fórmula social, ni en este o el otro método de conducir a los hombres; la lucha humana tiene su fundamento inconmovible entre la salud y la insania. Asegurad vuestra salud y aseguraréis el triunfo de vuestros ideales» (Acuña, «La higiene», 772).

Este texto ejemplar por la coherencia del pensamiento, refleja la fuerza del compromiso humanista de Rosario de Acuña, su empática comprensión del entorno y de los seres humanos. Un compromiso apasionado que se expresa mediante un lenguaje religioso, propio del humanismo y de la búsqueda espiritual que nos recuerda su proximidad con el krausismo15.

Conclusión «Alma sana en cuerpo sano»

Con esta contribución hemos querido dejar constancia de la modernidad del pensamiento y de la obra de una mujer que fue, en muchos aspectos, pionera e incluso visionaria. Para Rosario de Acuña los preceptos de la higiene vinculan todos los órdenes de la vida de los individuos y no pueden disociarse de su fe en el progreso y el perfeccionamiento del ser humano. Nos parece oportuno concluir con sus propias palabras que resumen su ideal de bondad y de belleza: un alma sana en un cuerpo sano. Un ideal que defendió a lo largo de su vida y que se plasmó en una obra adecuada con la propia experiencia. Una obra en la que asumió plenamente los riesgos de su autoanimación como mujer progresista y librepensadora, y atravesada por emociones y convicciones éticas y sociales.

Obras citadas

  • ACOT, Pascal: «Darwin et l'écologie», Revue d'Histoire des Sciences, Tome 36, N.° 1, 1983, pp. 33-48.
  • ACUÑA, Rosario de: Obras reunidas. I. Artículos (1881-1884), José Bolado (ed.), Oviedo, KRK Ediciones, 2007.
  • ——: «En el campo. VIII. El trabajo (El estudio)», Obras reunidas I, Artículos (1881-1884), José Bolado (ed.), 2007, pp. 775-786.
  • ——: «La educación agrícola de la mujer», Obras reunidas I, Artículos (1881-1884), José Bolado (ed.), 2007, pp. 657-683.
  • ——: «Las especialidades en avicultura III», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), José Bolado (ed.), 2007 pp. 1303-1309.
  • ——: «Conversaciones femeninas. XI. Pseudosabiduría», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1465-1470.
  • ——: «Avicultura popular I», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1311-1335.
  • ——: «Avicultura popular II», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1317-1321.
  • ——: «A las mujeres del siglo XIX», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1225-1240.
  • ——: «Los endemoniados de Arteijo y el santuario de Pastoriza», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1161-1188.
  • ——: «La tuberculosis del pueblo montañés I», Obras reunidas II, Artículos (1885- 1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1331-1335.
  • ——: «Conversaciones femeninas. I. Absentismo», Obras reunidas II, Artículos (1885- 1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1397-140l.
  • ——: «Conversaciones femeninas XII. Buenos y sabios», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1471-1490.
  • ——: «Conversaciones femeninas. XIV. Los enfermos», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1485-1490.
  • ——: «Avicultura femenina», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1373-1386.
  • ——: «Los endemoniados de Arteijo y el santuario de Pastoriza», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1161-1188.
  • ——: «Vivir para los demás», Obras reunidas II, Artículos (1885-1923), ed. José Bolado, 2007, pp. 1031-1035.
  • ——: «Discurso de doña Rosario de Acuña leído en el Ateneo-Casino Obrero de Gijón en la noche del 15 de septiembre de 1888», Obras reunidas III, ed. José Bolado, 2008, pp. 535-553.
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  • ——: Obras reunidas IV, Cuentos, cartas y teatro, José Bolado (ed.), KRK Ediciones, 2009.
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