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Inventando realidades [Prólogo a «Puertos abiertos. Antología del cuento centroamericano»]

Sergio Ramírez





A finales de la década de los sesenta del siglo pasado, me entregué a la tarea de reunir los textos para una antología del cuento centroamericano, que la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA), fundada apenas en 1968, publicó en 1973. En aquel tiempo, que un escritor de Honduras fuera leído en Guatemala, o que uno de El Salvador fuera leído en Nicaragua, representaba toda una proeza, además de que los libros, valientes y humildes, se imprimían casi siempre por cuenta propia, y se quedaban, también casi siempre, con el país por cárcel. Eran ediciones domésticas, de las que muy pronto se perdía el rastro, y cuyas tiradas no iban por lo general más allá de los 500 ejemplares, aún cuando hubieran sido publicadas por editoriales de patrocinio oficial o por editoriales universitarias, a las que costaba mucho colocar sus novedades en los estantes de las librerías locales, y así perecían en el encierro de las bodegas.

El trabajo de reunir mi antología se volvió una empresa casi arqueológica que tomó cinco años, porque había que rastrear los libros de cuentos en estantes de bibliotecas donde nadie iba, en librerías de segunda mano, pedirlos a los familiares de los autores difuntos, o buscarlos en viejas revistas provincianas. Pero la literatura estaba allí, y era necesario encontrarla. A veces era necesario leer dos o tres libros de un autor de principios del siglo para hallarse con la grata sorpresa de que había escrito un cuento de un par de páginas que valía la pena rescatar. Una antología así, sin antecedentes, desempolvaba piezas que se veían libradas del olvido.

Y en todo ese afán juvenil, porque empecé aquella excavación en busca de tesoros escondidos a mis veinte y tantos años, había también la búsqueda de mi propia identidad como escritor centroamericano en ciernes, hallar a mis pares muertos y a mis pares olvidados, perdidos en el aislamiento de sus propios países. Porque a pesar de todas las adversidades, y las señales que me querían advertir que Centroamérica no era sino una quimera de la historia, yo creía en esa identidad, con la que me revestí para siempre, y que la realidad parecía negarme.

Porque esos pequeños países que parecían distantes entre sí a pesar de su vecindad geográfica, contando por aparte a Panamá tenían un pasado común que se remontaba a los tiempos precolombinos; siguió siendo común a lo largo de la colonia, y aún lo fue para el tiempo de la independencia de 1821, antes de la catástrofe de la enconada separación que terminó con el proyecto de la República Federal Centroamericana encabezado por el general Francisco Morazán. Quedaron desde entonces sueltos, pobres, y desvalidos, divididos por prejuicios mezquinos, y aún en la segunda mitad del siglo veinte enfrentados en conflictos bélicos inútiles, como la célebre guerra del futbol entre Honduras y El Salvador en 1969, que lejos de la banalidad tuvo raíces más profundas, y que de paso desmoronó el proyecto de integración económica iniciado en 1960.

Aunque se trataba de un espejo roto era un espejo común, y yo podía ver en él los fragmentos de mi propio rostro. Diverso, pero común. Un sistema de vasos comunicantes en el que cada parcela guardaba su propio peso específico, desde la sociedad de rasgos feudales de Guatemala con una de las mayores poblaciones indígenas del continente, marginal y sometida, a la más moderna sociedad caficultora costarricense, que se ponía a sí misma acentos más europeos, pero todas bajo el denominador de una cultura rural de carácter patriarcal en la que señoreaban las oligarquías.

De modo que los narradores centroamericanos iban entrando en mis ficheros, y sus cuentos fotocopiados de la manera rudimentaria que las técnicas de la época permitían, esas fotocopias en papel fotográfico que el ácido tornaban muy pronto amarillas, se iban apilando en las carpetas hasta que resultó el milagro de las 1200 páginas que tiene la antología, publicada en dos volúmenes. Un retrato literario de cuerpo entero.

Se trataba de una antología fundamentalmente del siglo veinte, pues antes apenas hay visos de una narración de rasgos costumbristas, que va a dar a la novela de folletín, y de la que son ejemplo dos guatemaltecos, Antonio José de Irisarri (1786-1868), y José Milla (1822-1882). Los primeros cuentos aparecerán con el modernismo, encabezado por Rubén Darío (1867-1916), que si bien es un fenómeno de amplio rango renovador que despunta en el siglo diecinueve, no sólo en las letras centroamericanas, sino en la lengua española misma los dos lados del atlántico, se siguió manifestando con vigor en el siguiente. Una antología de autores vivos y muertos, que incluía 63 nombres, y hoy, 38 años después de su publicación, no sobrevive sino un puñado, pues los más jóvenes habían nacido a comienzos de la década de los cuarenta.

Fue una muestra abundante, pero en los autores escogidos, cualquiera que fuera la tendencia a que pertenecieran, yo buscaba la calidad, y la originalidad, y una de mis dichas mayores fue encontrar que esa calidad y originalidad se daba con creces en una región del mundo aislada y olvidada, y que era, por tanto, un verdadero territorio literario, aunque la gran mayoría de los autores incluidos no tuvieran renombre internacional, salvo el caso de Rubén Darío, bautizado para la posteridad como el Príncipe de las Letras Castellanas, y el de Miguel Ángel Asturias (1899-1974), que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1965, cuando se echaron a volar las campanas de todos los templos de Guatemala.

Otros guatemaltecos reconocidos eran Luis Cardoza y Aragón (1901-1992), Augusto Monterroso (1921-2003), que vivían en el exilio en México; y se conocía a José María López Baldizón (1929-1974), ganador del premio Casa de las Américas de La Habana en cuento en 1960, con el libro La vida rota, publicado ese mismo año, cuando ese premio era la marca más alta en la literatura en lengua española. López Baldizón sería asesinado luego por las fuerzas represivas en su país, como tantos otros escritores e intelectuales guatemaltecos.

También había traspasado las fronteras el salvadoreño Salvador Salazar Arrué (Salarrué) (1899-1975), fundador de toda una escuela del cuento vernáculo en Centroamérica, con una cauda de seguidores e imitadores; lo mismo que los nicaragüenses Ernesto Cardenal (1925), que entonces abría brecha en la poesía en todo el continente, y había escrito un único cuento, El sueco, infaltable en cualquier antología; y Lizandro Chávez Alfaro (1929-2006), ganador también del Premio Casa de las Américas en cuento en 1963, con su libro Los monos de San Telmo.

Una de las cosas que descubrí en esa dilatada exploración, es que la narrativa centroamericana de aquellas primeras seis décadas del siglo veinte no podía ordenarse por tendencias o escuelas que se sucedieran a otras de acuerdo a un orden cronológico, y que entre los narradores difícilmente había identidades generacionales, salvo en el caso de los modernistas, o de los vanguardistas nicaragüenses de comienzos de los años treinta, aunque eran sobre todo poetas; o entre los escritores de la generación de la revolución democrática de los años cuarenta en Guatemala, que siguió a la larga dictadura del general Jorge Ubico, y que al ser derrocado el gobierno del coronel Jacobo Árbenz en 1953, fueron todos al exilio, Cardoza y Aragón y Monterroso entre ellos.

El modernismo, en contra ahora de toda modernidad, persistía en muchas formas del lenguaje, con sus símbolos y decorados decimonónicos. El realismo costumbrista no terminaba de agotarse aún pasada la primera mitad del siglo veinte, bajo el reinado de Salarrué, con toda su carga de lenguaje vernáculo, y de paisajismo folclórico. La sociedad seguía siendo en muchos sentidos rural, pero la temática campesina seguía atenida a un enfoque arcaico, que se volvía en muchos sentidos romántico, vista de lejos, un territorio idealizado que separaba de manera tajante a la literatura de la realidad, que se volvía más compleja, y que sólo podía ser abordada desde una perspectiva nueva, en la forma y en el lenguaje.

Mientras tanto sobrevivía también la narración de denuncia social, heredera del naturalismo, y de la que no podía hallarse mejor ejemplo que la trilogía del banano de Miguel Ángel Asturias, un ciclo formado por las novelas Viento fuerte (1950), El Papa verde (1954), y Los ojos de los enterrados (1960), además del libro de relatos Week-end en Guatemala (1956), referidos al derrocamiento del gobierno de Árbenz. Y al lado, con la misma persistencia, la ya muy vieja narrativa en la que el hombre letrado se enfrenta a la naturaleza salvaje, al estilo de La vorágine (1924) de José Eustacio Rivera (1889-1928), y de Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos (1884-1969), que seguían siendo modelos perdurables, y a la vez, represas que detenían el cambio de enfoques, lenguajes y estilos.

Se trataba de una especie de convivencia pacífica de formas tradicionales de escribir, y describir, pertenecientes a diferentes épocas, y en esa maraña anacrónica, en la que no faltaban ejemplos singulares de verdadera realización artística, la modernidad pugnaba por abrirse paso con nuevos signos de escritura. Por tanto, una antología así era al mismo tiempo una historia de la narrativa centroamericana contemporánea, que era a la vez extemporánea, y anárquica.

Pero la escritura de ruptura, que pretendía abrir paso a la modernidad, y que no hallaría su cauce sino a partir de los finales de los años cincuenta con el libro de cuentos de Augusto Monterroso Obras completas (y otros cuentos) (1959), publicado en México, tuvo antecesores notables, sobre todo en la costarricense Yolanda Oreamuno (1916-1956).

Fue ella quien puso sobre el tapete el debate sobre lo nuevo y lo caduco, y así en 1943 escribió: « » literariamente confieso que estoy HARTA, así con mayúsculas, de folklore. Desde este rincón de América puedo decir que conozco bastante bien la vida agraria y costumbrista de casi todos los países vecinos y en cambio sé poco de sus demás problemas. Los trucos colorísticos de esta clase de arte están agotados, el estremecimiento estético que antes producía ya no se produce, la escena se produce con embrutecedora sincronización, y la emoción humana ante el cansamiento inevitable de lo visto y vuelto a ver. Es necesario que terminemos con esa calamidad. La consagración barata del escritor folklorista, el abuso, la torpeza, la parcialidad y la mirada orientadora de un solo sentido, que equivalen a ceguera artística».

Décadas atrás, en la misma Costa Rica había llegado a darse una polémica en los periódicos, entre los defensores de la literatura cosmopolita, de lenguaje culto, y los defensores de la literatura vernácula, de lenguaje criollo, toda una falsa contradicción, porque unos defendían una narración que para ser de verdad cosmopolita tenía que alejarse de los escenarios locales, y buscar los europeos; y los otros se apegaban al infaltable paisaje vernáculo, y al habla no menos vernácula, mientras tanto la literatura, como expresión individual, no estaba en ninguna de las dos partes. Pero éste no era entonces un asunto sólo centroamericano, y el debate se repetía en muchos otros lugares de América Latina.

Yolanda misma fue un excelente ejemplo de esta lucha por acabar con el anacronismo de la literatura vernácula, tanto en su única novela La ruta de su evasión, que ganó el Premio Centroamericano en Guatemala en 1948, donde fue editada en 1949, como en sus cuentos dispersos, publicados solamente después de su muerte; y además de que entra de una vez en los escenarios urbanos, puede ver a la sociedad rural, y patriarcal, con una mirada diferente, desde la introspección que ha aprendido en sus lecturas de Marcel Proust, de Virginia Woolf, de Thomas Mann, autores entonces apenas conocidos en Centroamérica.

Parece que estuviera sola, clamando en el páramo, pero hay otros escritores que desde antes, desde la época fundacional del modernismo, se adelantaron a ser modernos, valga la redundancia, el propio Darío, para empezar, un cuentista innovador y prolífico, de muy variados registros, y el guatemalteco Rafael Arévalo Martínez (1884-1975), el mejor de sus herederos en prosa, autor de la colección de cuentos El hombre que parecía un caballo (1920), un libro muy adelantado a su época en cuanto a su temática, sobre todo el cuento que da nombre a la colección, publicado originalmente en 1915, y que viene a ser un retrato cubista del controvertido escritor colombiano Porfirio Barba Jacob (1883-1942), contemporáneo suyo.

Arévalo Martínez, que viene del modernismo, se emparenta ya tempranamente con la vanguardia, que luego tuvo su mejor expresión en Nicaragua, donde el grupo de poetas veinteañeros que encabeza José Coronel Urtecho (1906-1994), y que aparece en 1931 con su primer manifiesto, rompe lanzas en contra de Darío, la inevitable rebelión de los hijos contra el padre, y propone una literatura desnuda de retórica cuyos vínculos van a dar a la poesía contemporánea de Estados Unidos, T. S. Elliot, Ezra Pound, William Carlos William, Vachel Lindsay, gracias a la influencia del propio Coronel, que había vivido en California, y los traduce.

De entre todos ellos, es Coronel, el propio capitán del grupo, quien desde la poesía, su principal oficio, entra con más frecuencia en el campo de la prosa, con relatos largos, que él mismo llama noveletas, y cuentos, junto a Manolo Cuadra (1907-1957) y Joaquín Pasos (1914-1947), quienes ejercen, además, el periodismo. Otro vanguardista notable en prosa es Rogelio Sinán (1902-1994) en Panamá, como lo es el ya citado Cardoza y Aragón, el más cosmopolita de todos, vinculado a las vanguardias europeas, como escritor y como crítico de pintura, amigo de Federico García Lorca y de Pablo Picasso.

Otros narradores de vocación moderna, ya lejos para siempre del territorio vernáculo, son Mario Monteforte Toledo (1911-2003), también guatemalteco, contemporáneo de Yolanda Oreamuno, y seguirá en la década de los cincuenta el propio Monterroso ya citado; más tarde los nicaragüenses Chávez Alfaro, también ya citado, y Mario Cajina-Vega (1929-1995); los salvadoreños Álvaro Menen Desleal (1931-2000) y Manlio Argueta (1935); los hondureños Eduardo Bähr (1940) y Julio Escoto (1944); y el costarricense Alfonso Chase (1944).

Son los escritores que desde siempre entendieron la literatura no como un producto regional, o de color local, ligado a una tradición cerrada en compartimentos, sino como el mejor de los fenómenos creativos del lenguaje, y quienes al fin y al cabo crean el puente con las siguientes generaciones de escritores que surgirán en la segunda mitad del siglo y trascenderán al siguiente. Estas nuevas generaciones son las que están presentes en esta antología, cuyo primer criterio ha sido el de escoger solamente autores vivos, lo que necesariamente la inclina hacia los escritores más jóvenes, como debe ser.

Hay un cambio generacional de consecuencias profundas, y el viejo reclamo de Yolanda Oreamuno ha quedado resuelto, porque la literatura que iba a dar, por un lado, al realismo costumbrista, y por el otro, al realismo socialista, o a la contradicción entre hombre y naturaleza, ya no existe más. No hay anacronismos. Las búsquedas son ahora múltiples, como el lector podrá advertir, y la escritura salta por encima de las casillas tradicionales. Por tanto, los temas son cada vez más diversos, se atienen menos a esquemas preestablecidos, y no se ven forzados por los alineamientos.

De quienes aparecieron en la antología de 1973, quedan en ésta sólo unos pocos: Eduardo Bahr y Julio Escoto, de Honduras; Ernesto Cardenal, Fernando Silva (1927) y Sergio Ramírez (1942), de Nicaragua; Samuel Rovinski (1932), de Costa Rica; y Pedro Rivera (1939), de Panamá.

Ésta es, por tanto, una antología del siglo veintiuno, y nos permite ver al cuento centroamericano lejos ya de sus viejas fronteras. En cada uno de los autores elegidos, una selección necesariamente rigurosa, hemos buscado, antes de nada, la excelencia de la individualidad creadora que se basa en los recursos del lenguaje y la imaginación; es decir, como en toda buena antología, la calidad de la expresión literaria. Y a través de la manifestación de todas estas individualidades, un conjunto en el que necesariamente dominan los escritores nacidos a partir de los años sesenta, podemos advertir los sustratos que nos ayudan a identificar la realidad social contemporánea de Centroamérica en su compleja diversidad.

Los narradores de esta antología nos cuentan historias de seres imaginarios, pero que provienen del mundo real, y pertenecen a una atmósfera donde las vidas privadas son constantemente intervenidas por la vida pública. Es decir, las historias corren siempre en el cauce de la Historia. Porque la literatura no deja de ser nunca una emanación imaginativa de la realidad, que se presenta siempre como un escenario donde las variaciones son dinámicas y ocurren no pocas veces de manera sorpresiva.

¿Pero cuánto ha cambiado la sociedad centroamericana en medio siglo? ¿Y qué es Centroamérica en los inicios del siglo veintiuno? Yo diría que, como siempre lo fue a lo largo del siglo veinte, esta sociedad no es sino una superposición de estratos geológicos, sólo que ahora se agregan nuevos estratos a los anteriores. Nuevas capas de realidad se forman sobre las antiguas, pero todas conviven al mismo tiempo, en una especie de anacronismo simultáneo con ciertos rasgos de modernidad que provienen casi todos del fenómeno de la globalización. Por encima de las arboledas que bordean los caminos rurales por donde transitan las viejas carretas tiradas por bueyes, se alzan las antenas de las redes de los teléfonos celulares.

Los dictadores arquetípicos que reinaron hasta mitad del siglo veinte, y en ocasiones más allá, Estrada Cabrera que inspiró El señor Presidente (1946) de Asturias; Maximiliano Hernández Martínez, que ordenó la atroz masacre de miles de indígenas relatada en Cenizas de Izalco (1964), la novela de Claribel Alegría (1924). Y D. J. Flakoll; Anastasio Somoza, el fundador de la dinastía que está en mi novela Margarita, está linda la mar (1998), son ahora parte de un pasado que sin embargo no ha muerto para la literatura, que es siempre un asunto de recurrencias.

Pero entre las décadas de los sesenta y los ochenta, vinieron otras dictaduras, y golpes de estado uno tras otro, para el tiempo en que los ejércitos, con el respaldo de los Estados Unidos y de las oligarquías locales, toman el poder y cierran los espacios democráticos, mientras surgen las luchas guerrilleras inspiradas en el triunfo de la revolución cubana, y la represión despiadada en contra de la población indígena y campesina provoca nuevos genocidios en Honduras, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Miles de desaparecidos en nombre de la lucha contrainsurgente, cuyas tumbas anónimas empiezan a ser abiertas a finales del siglo, y se publican los informes de recuperación de la memoria histórica a cargo de comisiones de derechos humanos, que enlistan a las víctimas ya sus victimarios. El obispo monseñor Juan Gerardi, fue asesinado por sicarios a sueldo en 1998 al día siguiente que presentó su informe «Guatemala, nunca más».

Revoluciones populares que derrocaron dictaduras dinásticas, como la que triunfó en Nicaragua en 1979. Enfrentamientos de largos años entre los ejércitos y la guerrilla, que se convirtieron en verdades guerras civiles, y que desembocaron en la firma de acuerdos de paz, en 1992 en El Salvador y en 1996 en Guatemala, y que abrieron por primera vez, tras década de poder militar, el paso a gobiernos democráticos que aún no terminan de consolidarse.

Panamá recuperó la soberanía sobre el canal interocéanico mediante los tratados Torrijos-Carter, suscritos en 1977, y luego se produjo en 1989 la intervención militar de Estados Unidos que depuso al dictador Manuel Antonio Noriega. Los golpes del estado se volvieron asunto del pasado, salvo por brotes alarmantes, como el derrocamiento del presidente constitucional de Honduras Manuel Zelaya en 2009, que sacó al ejército nuevamente de sus cuarteles.

Existen hoy en día sistemas constitucionales más o menos confiables, y los ciudadanos ejercen el derecho a elegir a sus autoridades; hay alternancia de los partidos políticos en el poder, y los antiguos guerrilleros del FMLN han ganado por primera vez la presidencia en El Salvador desde la firma de los acuerdos de paz, con la victoria del periodista Mauricio Funes en las elecciones del 2009.

Pero por debajo de estos sistemas democráticos, el caudillismo tradicional sigue pugnando por imponerse sobre las instituciones, y derrotarlas, haciendo burla de las constituciones, o adulterándolas, como ocurre en Nicaragua, cuando el comandante Daniel Ortega, líder único del FSLN, quien regresó al poder tras ganar las elecciones en 2006, desprecia la disposición constitucional que prohíbe la reelección. Proyectos mesiánicos a perpetuidad, con caudillos insustituibles, eso lo copia y recrea también la literatura.

El caudillismo, el peor de nuestros males políticos, persiste en sobrevivir, como rémora del pasado, porque las sociedades rurales no han dejado de existir, y el caudillo no es más que un producto cultural de la sociedad rural. Y sea desde la derecha, o desde la izquierda, el caudillo centroamericano repite la figura paternalista, incubada en el siglo diecinueve, cuando el patrón de la hacienda ganadera era el líder de las montoneras y de los cuartelazos, se le debía obediencia como dueño de la tierra y como padre de familia de prole numerosa, legítima e ilegítima, porque también gozaba del derecho de pernada; sometía con muerte, cárcel y destierro a los descontentos y rebeldes, y bajo ese modelo, retocado por el paso del tiempo, es que sobrevive. Premia y castiga según su arbitrio, regala dádivas para ganar adeptos, de donde nace el populismo contemporáneo, y en lugar de transformar la sociedad, la mantiene congelada, porque los pobres son su mejor capital político, mientras sigan siendo pobres. El viejo caudillo, que ha traspasado la frontera del siglo veintiuno, y que por tanto, no muere tampoco como personaje de la literatura.

Todo es por tanto fruto de la anormalidad, y el escritor no tiene otra manera de ver la vida pública más que a través de esa lente turbia y deformada, y tampoco puede escapar, como creador, del peso de esa anormalidad, porque ella modifica, o altera, sin remedio, la vida de las gentes que siguen viviendo como desde hace dos siglos bajo los arbitrios del poder, y al entrar en la narración, como personajes, arrastran el peso de esta anormalidad, a la que se suman otras que los nuevos tiempos traen consigo.

Modernidad a medias y sociedad rural a medias, alternabilidad civil en el gobierno, y caudillismo persistente, conquista del voto democrático, y fraudes electorales, crecimiento económico y abismos de miseria, fortunas obscenas y marginación, crecimiento de la población escolar, y pobreza del sistema educativo, multiplicación de los espacios urbanos, y población campesina atraída hacia esos mismos espacios urbanos, que parecen tantas veces campamentos rurales. Sociedad informática, y el maíz sembrado grano a grano en los campos con espeque, como en tiempos de los mayas.

Pero en esta modernidad revuelta, tan llena de fantasma del pasado, las contradicciones no parecen detenerse. La democracia ha traído como fruto pervertido la corrupción, y los negocios a la sombra del estado, el tráfico de influencias, el lavado de dinero y el enriquecimiento ilícito se han multiplicado, y los hilos de esta conspiración oscura parten no pocas veces de los propios palacios presidenciales. En tiempos recientes, al menos seis jefes de estado han sido juzgados en Centroamérica por actos de corrupción después del fin de sus mandatos, unos de ellos en ausencia, porque huyeron después de poner a buen recaudo en cuentas bancarias en el extranjero los millones de dólares que robaron, y otros extraditados, una peste contemporánea de la que no se ha salvado ni la tradicionalmente democrática Costa Rica.

La precaria gobernabilidad crea situaciones extravagantes, como en Guatemala, donde al menos cinco jefes de policía han sido destituidos en los últimos cuatro años por vinculaciones con las mafias delictivas y con los carteles del narcotráfico, y donde existe, quizás única en el mundo, una Comisión Nacional contra la Impunidad que depende no del gobierno, sino del secretario general de las Naciones Unidas, con un fiscal extranjero, a la cabeza de un equipo de juristas extranjeros, para llevar adelante la preparación de los casos de delitos que involucran a funcionarios públicos, y que deben ser presentados a los jueces. Una justicia con muletas, que de otra manera no funcionaría.

Jueces y policías corruptos, capos del narcotráfico que han sentado sus dominios en Centroamérica, puente natural del paso de la droga desde Sudamérica hacia México y los Estados Unidos, con todo el dinero del mundo para comprar voluntades y corromper. Pandillas juveniles, como las maras, convertidas en verdaderas bandas criminales que asesinan y extorsionan. Las legiones de centroamericanos sin fortuna que buscan la tierra prometida de Estados Unidos, y que una vez en territorio mexicano caen en manos de los Zetas, ya establecidos también en Guatemala, y que han organizado la industria nunca antes vista del secuestro de los emigrantes pobres para cobrar rescates a sus familias.

No es que la literatura tenga necesariamente que atenerse a las anormalidades de la vida social, determinada por la arbitrariedad del poder, toda clase de poder, el poder político, el de las mafias, el de las bandas juveniles, el de los carteles del narcotráfico; pero la escritura, que vive de singularidades, no puede desprenderse tan fácilmente de esas anormalidades que trastornan las vidas privadas. La literatura no existe sino en función de los seres humanos, y de sus existencias. Para la literatura lo que cuenta es la vida, y lo que cuenta son vidas. Y las vicisitudes de esas vidas de los pequeños seres, como los llamaba Chejov, tienen que ver con el destino, que a su vez surge de las sombras del poder.

Esta selección de cuentistas centroamericanos, un cuento por cabeza, dará al lector un panorama de la diversidad creativa de una región formada por seis pequeños países que a pesar de todo, siguen empeñados en borrar sus fronteras. La literatura es una buena manera de borrar esas fronteras, y buscar el cauce de la universalidad. Nuestros escritores, al mostrarnos como escribimos, también nos muestran lo que somos, y lo muestran al mundo.





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