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Lección 72.ª

Obligaciones y esponsales, etcétera


P.- ¿Qué deben saber los que se casan?

R.- Las obligaciones del cristiano, y del estado que abrazan.

Todo cristiano debe saber sus deberes, pero a los que van a casarse les fuerza un título más, porque si no, ¿cómo podrían enseñar a sus hijos la Doctrina? Por eso examinan de ella los párrocos a los esposos; pero además han de enterarse de las obligaciones del nuevo estado. Con lo dicho sobre el matrimonio, y lo que al fin del cuarto Mandamiento se puso, apenas resta cosa que sea conveniente añadir aquí.

Peca mortalmente quien, pasado el primer bimestre, y no mediando causa grande y justa, no accede a la petición de su consorte en el uso del matrimonio; y quien, por cualquier motivo que sea, trata de impedir positivamente la prole. ¡A cuántos quita Dios por ese pecado, los hijos que les había otorgado, o los hace de otro modo infelices! El que alimenta a las avecillas, no dejará morir de hambre a los hijos, si los padres cumplen con sus obligaciones y ponen la confianza en el cielo.

Del Sacramento del Matrimonio son ministros los   -376-   mismos contrayentes al manifestar su consentimiento ante el párroco y testigos, según se dijo; por lo cual, desde ese punto quedan verdaderamente casados, aun antes de la Misa y velaciones, que no deben, sin embargo, dejarse por descuido. En ellas usa la Santa Madre Iglesia oraciones y ceremonias que rebosan piedad, y recuerdan a los esposos la santidad del Sacramento que los liga y los deberes que impone172.

P.- Los padres, cuando el hijo o hija les piden consejo y bendición, ¿cómo han de portarse?

R.- Mirando antes por el alma y contentamiento de ellos, que por el propio gusto o intereses, evitándoles la ocasión de pecar, y enterando al párroco.

En el cuarto Mandamiento se dijo que generalmente los hijos no han de tratar de matrimonio sin el consentimiento de sus padres o de los que hacen sus veces, aunque esto no sea necesario para que valga el matrimonio. Aun antes de dar la palabra de futuro conviene que los consulten. Esta palabra son los esponsales, que, como vimos, teniendo los requisitos necesarios para la validez, producen grave obligación de estar a la palabra dada, e impiden otro matrimonio.

Y aquí es lugar oportuno de enseñar a padres e hijos doctrina de tan diario uso. Los esponsales son una promesa de casarse, deliberada, mutua, manifestada exteriormente, entre personas que puedan a su tiempo contraer matrimonio.

En España se requiere que consten en escritura pública. Ese contrato no da más derecho a cada esposo o novio, que el de exigir el cumplimiento de lo ofrecido, mientras no se disuelva el contrato por una de las causas siguientes: 1.ª Por mutuo consentimiento en disolverlo. 2.ª Por algún impedimento dirimente que   -377-   sobrevenga, con que queda libre el que no tuvo culpa en ello. 3.ª Por elegir uno de los novios estado más perfecto. 4.ª Por grave crimen de uno de ellos, u otra notable mudanza.

Lo que aquí el Catecismo avisa a los padres es de suma trascendencia, como que de cumplirlo a no cumplirlo, depende, no sólo el que sus hijos no ofendan a Dios en relaciones peligrosas y largas, sino el que entren con buen pie en el estado de vida.

En Granada llamaron a toda prisa al confesor de una joven que se moría; pero por más que corrió, la halló muerta; y aquí fue el desconsuelo de la madre. Consuélese V., le dijo el padre, era muy piadosa; el otro día recibió los Santos Sacramentos. ¡Ay!, dijo la madre, anoche estuvo hablando con el novio, y yo aunque los veía, no oí lo que hablaban. En esto llega el joven, llorando a gritos y diciendo: ¡Ay de mí!, que por mi culpa se ha condenado, pues la hice hablar cosas torpes.

¿Cuántos ejemplos semejantes suceden cada día por imprudencia, desidia o maldad de los padres? Pecan los que próximos al matrimonio se toman libertades pecaminosas o peligrosas.

El enterar al párroco con tiempo, a más de ser preciso para que examine si hay impedimento y vea lo que conviene hacer, y si no le hay para tomar los dichos y leer las proclamas, puede traer otras ventajas, según las circunstancias.

Peca mortalmente cualquiera que, leídas las proclamas y sabiendo algún impedimento, no lo avisa al párroco. ¡De cuántos datos no es causa ese silencio y mal entendida caridad!

P.- ¿Qué se practica cuando se va a recibir el Sacramento del Matrimonio?

R.- Una buena confesión y comunión, la cual está mandada en muchas diócesis.

P.- ¿Qué significa el Matrimonio cristiano?

R.- Significa la unión de Cristo con su Iglesia.

  -378-  

Como hay que casarse en gracia de Dios, y el tomar nuevo estado es un paso de los más importantes de la vida, como que influye en la suerte temporal y eterna, los que quieren atraer de lleno las bendiciones del cielo, en vez de entregarse por ese tiempo a devaneos locos, se recogen a más oración, a repasar el Catecismo, a leer la vida de algún santo; y se disponen para una confesión general, si antes no la han hecho, y aunque no tengan de ello un deber. Tres días, dijo el ángel a Tobías, que se diese a orar, y esto después de ya casado con su esposa, antes de llegarse a ella. Y entonces el matrimonio, aunque de carácter religioso, no era Sacramento, ni significaba prácticamente lo que ahora.

¡Admirables consejos los de Dios! El matrimonio, contrato de suyo natural, tan humillante por el desorden de la concupiscencia a que nos redujo la caída de Adán, y que en la Iglesia cristiana constituye el estado más imperfecto, ha sido precisamente sublimado a la mayor altura, como que de él dice san Pablo, «este Sacramento es grande»; pero, ¿por qué? No por lo que en sí es ese lazo, sino por el divino que significa. La unión cristiana de los consortes significa a figura nada menos que la unión del mismo Cristo con la Iglesia su Esposa.

Y esa inefable e indisoluble unión que Jesu-Cristo tiene con la naturaleza humana en su divina Persona, y con todo el cuerpo moral de la Iglesia, de quien es cabeza en el cielo, en cuyo seno habita en el Sagrario y a cuyos hijos se junta corporalmente en la Comunión y espiritualmente por la gracia y Espíritu suyo que les infunde, ha querido que esté representada por la unión de las almas y hasta de los cuerpos, en el matrimonio cristiano, el cual por eso es Sacramento y absolutamente indisoluble, cuando, consumándose, se perfecciona la mística significación. Por eso da gracia para llevar con suavidad tan duro yugo, la aumenta a quien, estando en gracia de Dios,   -379-   engendra, cría y educa cristianamente sus hijos, consuela poblando tierra y cielo de santos, y dando méritos y premio eterno a los buenos casados y gloria por su medio a Nuestro Señor Dios y Salvador.

¡Qué poco piensan en tan altos misterios la mayor parte de los casádos!




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Lección 73.ª

Dispensas, concubinato


P.- ¿Por qué cuestan dinero las dispensas?

R.- Por los gastos que ocasionan, y para dificultar tales matrimonios que traen muchos daños.

No debiera oírse esa pregunta entre católicos, pero por desgracia, la hacen no pocos que por lo menos llevan aquel nombre. ¿Qué buen hijo pregunta a su madre en qué gasta el dinero que él gana y le entrega? Ni a un príncipe que lo sea de veras, hacen sus fieles súbditos tal pregunta.

Los impedimentos que la Iglesia ha puesto, puede dispensarlos. Los ha puesto porque no convienen esos matrimonios o a la Religión o a las costumbres, y aun tal vez a las condiciones físicas de la prole, que muchas veces sale imbécil, muda o raquítica. Cuando dispensa es por evitar mayores males o porque en ciertos casos no se teme daño, o se compensa con bienes especiales; esa dispensa es una prudente y misericordiosa condescendencia de madre bondadosa.

El dinero es en parte una paga de justicia, como a cualquier gobierno se tributa lo que emplee en la procomún, y ¡ojalá todos dieran tan buena cuenta como la Iglesia de lo que recaudan! Para los informes, trámites y expendición de esas dispensas hay personas en cada diócesis que en ello trabajan y de ello viven. En Roma existen tres tribunales, que entre otros cargos   -380-   tienen el de las dispensas matrimoniales; la Dataría, de las públicas; la Penitenciaria, de las secretas; y el Santo Oficio, de las de crimen.

Ahora bien, a los que sólo viven de su industria o trabajo, se les dispensa sin exigirles nada; a los que su fortuna no pasa de 5.000 pesetas, se pide una pequeña cantidad; a los ricos más, en parte para dificultar esa clase de enlaces, y en parte como limosna, con cuyo mérito compensen los males que esas dispensas traen, y expíen el pecado que muchas veces las motiva. Por eso se pide más cuanto más difícil quiere mostrarse la Iglesia en la dispensa del impedimento; como que de algunos nunca dispensa, y de otros sólo por gravísima causa.

El que repare uno por uno los catorce impedimentos arriba dichos, verá que la Iglesia a nadie estorba el matrimonio, sino a quien no puede contraerlo sin ofensa de Dios, o por ser incapaz, o por haberse voluntariamente imposibilitado, v. gr., ordenándose in sacris; y que si impide el casarse con personas con quienes la moral o la Religión reclama separación respetuosa, no impide el casarse con otras.

El casarse o no casarse es un negocio personal y de conciencia, en que estriba por lo común la felicidad en esta vida y en la otra.

Por eso la Iglesia lamenta que el poder civil ponga trabas por miras terrenas a los matrimonios, y sacrifique a ellas la moralidad, la conciencia, el derecho individual, la libertad de los súbditos. Los paganos, dice León XIII, impedían el matrimonio a los esclavos, y el poder civil lo impide hoy a los soldados173; y la condición en que con el sistema liberal se hallan las naciones, con monstruosos ejércitos siempre en pie de guerra, la clase obrera, sin gremios ni amparo, abandonada a su individual miseria; y la impureza rebosando sin dique en la prensa, los espectáculos y   -381-   las plazas; al paso que provoca a la disolución y la deja impune, dificulta u obliga a retrasar el matrimonio a la clase más numerosa y más expuesta, que son los pobres, sobre todo las mujeres. Los pecados y los daños de todo género que de esto nacen, son infinitos, y en remediar ese mal habían de ocuparse los políticos, y no en zaherir y cohibir a Nuestra Santa Madre la Iglesia174.

P.- ¿Qué enseña la Iglesia acerca de los católicos que viven como casados, sin que el párroco asistiera a su enlace?

R.- Que no están casados, sino amancebados y en pecado mortal, tratándose de España, Francia y otros países donde la Iglesia exige la presencia del párroco.

P.- ¿Qué han de hacer los que así se juntaron, o con otro impedimento sin la dispensa necesaria?

R.- Acudir cuanto antes al párroco o al confesor, y practicar lo que les diga.

M.- Advertir a los mayores el modo de acertar en la elección de estado, y cómo lo han de tomar.

Ya se dijo que la clandestinidad hace nulo el matrimonio; la presencia del magistrado civil no sirve sino para efectos civiles, pero no quita ni pone en el matrimonio, que no es contrato civil sino natural, y entre cristianos además uno de los siete Sacramentos instituidos por Cristo.

El papa León XIII enseña que ni por esponsales vale eso que llamaron matrimonio civil.

Todos los que se han casado con algún impedimento han de acudir al párroco o a otro sacerdote docto, y esto cuanto antes, por varios motivos. 1.º Porque, aunque si el impedimento fue meramente prohibitivo,   -382-   el matrimonio vale, pero urge el consultar lo que en adelante ha de hacerse, porque, v. gr., el voto de castidad obliga, en lo posible, hasta que se obtenga dispensa. 2.º Porque si el impedimento es dirimente, urge más el pedir dispensa, si es posible, y saber la conducta que según las circunstancias haya obligación de seguir.

Por ésas y por otras dificultades que en tal caso se presentan, urge la consulta, y también para confesar el pecado, si le hubo, porque se obró de mala fe; como que si apostataron para que los casaran civilmente, tienen que abjurar la herejía ante el juez eclesiástico y volverse al seno de la Iglesia católica175.

Últimamente, habla el Catecismo del modo de elegir y tomar estado; pero como en estas explicaciones se trata ese punto con ocasión del cuarto Mandamiento, de los consejos evangélicos y del Sacramento del Orden y aun en éste del Matrimonio se han hecho varias reflexiones, sólo tenemos que aludir las siguientes, para que el interesado las piense y practique: 1.ª Antes que te cases mira lo que haces. Míralo contigo pensándolo, con Dios orando, y con tus padres o el confesor consultando. Mira que lo único necesario es salvarse. Mira si para servir bien a Dios te conviene casarte, y si no, no te cases. 2.ª Mira si te conviene para servir a Dios la tal persona, y si no, renuncia a ella.

Una vez puesto a salvo el servir a Dios, piensa en otros fines secundarios, que contribuyan a esperar feliz matrimonio, para lo cual más sirven las cualidades personales del esposo o esposa, que las riquezas, y más las dotes del alma que las del cuerpo y linaje.

El Sr. Mazo reprende con razón los excesos y escándalos que suelen verse en las bodas, y recomienda que se hagan de mañana, después de confesarse, y   -383-   que ya casados asistan a la Misa y comulguen siquiera los esposos, y si es posible se velen. Quien se haya penetrado por una parte de cuán santo es el Sacramento del Matrimonio, y cuán necesitado de gracias del cielo, y por otra de que el estado conyugal es el ínfimo entre los cristianos, estará muy lejos de las locuras a que las personas irreflexivas se entregan. Que se solemnice, no siendo tiempo feriado, con moderada fiesta y regocijo, es razonable, porque un buen matrimonio es beneficio de Dios a la familia; pero tomarlo como ocasión de pecados con bailoteos y otros desmanes, no sirve sino para alejar de la nueva familia las bendiciones del cielo y dejar tristes las almas, consoladas antes con los Santos Sacramentos.

Para que nadie se fíe de oír a los impíos, leer sus escritos, y mucho menos de contraer enlace con esa clase de personas, quiero poner aquí lo que sucedió, no a un ignorante e inexperto, sino a uno de esos, pocos a Dios gracias, ministros del Señor, que en estos tiempos han vuelto las espaldas a Jesu-Cristo. Llamábase Tapia. Encontrole el Sr. Provisor, que a su autoridad juntaba sin duda el título de compañero, y le dijo: ¿Con que vas a oír a Salmerón? Mira que la herejía se pega. -Voy por curiosidad, respondió. Otra vez se encontraron, y Tapia pasó de largo. A la tercera ya iba de paisano; era un apóstata. Pero le llegó en Madrid la última hora, y desde la calle se oían los gritos con que pedía confesión. Inútilmente, porque estorbaron la entrada del sacerdote los sectarios.





  -384-  
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Complemento


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Lección 74.ª

De los enemigos del alma


P.- ¿Cuáles son los enemigos del alma?

R.- Mundo, demonio y carne.

P.- ¿Pueden forzar el alma a que peque?

R.- No, padre, sino inclinarla con tentaciones.

P.- ¿Y por qué permite Dios las tentaciones?

R.- Para nuestro ejercicio y mayor corona.

P.- ¿Qué es el mundo?

R.- El mundo como enemigo del alma, son los malos y perversos.

P.- ¿Cómo nos tienta?

R.- Con máximas y usos contrarios a la Doctrina cristiana.

P.- ¿Qué remedio?

R.- La ley de Dios y los usos de los santos.

P.- ¿Quiénes son los demonios?

R.- Ángeles malos y rebeldes a Dios, condenados al infierno.

P.- Satanás o Lucifer, ¿quién es?

R.- El peor y más soberbio de los demonios.

P.- El demonio, ¿cómo nos tienta?

R.- Poniéndonos allá dentro malos pensamientos, y tropiezos por fuera.

P.- ¿Qué remedio para los malos pensamientos?

R.- Los buenos, la Cruz y el agua bendita.

P.- Contra las malas ocasiones, ¿qué remedio?

R.- El mejor de todos es huirlas.

P.- ¿Y cuando esto no se puede?

R.- Prevenirlas con oración, modestia y recato.

P.- ¿A qué enemigo llamamos la carne?

  -385-  

R.- A nuestro propio cuerpo, que se rebela contra el alma.

P.- ¿Cómo nos tienta?

R.- Con inclinaciones y pasiones malas.

P.- ¿Qué son esas pasiones?

R.- Ímpetus o perturbaciones interiores que comúnmente ciegan.

P.- ¿Qué remedio contra ellas?

R.- Refrenarlas, acudiendo a Dios y castigando el cuerpo.

Descúbranse a un prudente confesor las tentaciones y ocasiones que nos molestan.

Sin repetir lo dicho al explicar el Padre nuestro y los Mandamientos, resta aquí añadir algo acerca de las pasiones. Residen en nuestro apetito sensitivo: seis en su parte concupiscible, y son: amor y odio, deseo y fuga, gozo y tristeza: cinco, en su parte irascible, a saber: esperanza y desesperación, audacia y temor, y la ira. El amor de la voluntad no es pasión, pero lo es el amor sensitivo, y lo mismo se diga del odio y otros afectos. Las pasiones las da el Criador, y por tanto no son malas, antes sirven poderosamente a la virtud; así los santos aman a Dios no sólo con amor de preferencia y puramente racional, sino con todo el ímpetu de la pasión, y juntan la audacia a la fortaleza, en sufrir y acometer cosas arduas del divino servicio. El tener vulgarmente por malas las pasiones nace, de que, por efecto del pecado, las sentimos rebelarse contra la razón, y del general abuso que de ellas se hace.

El cristiano prudente examina la tendencia de las suyas, porque en unos levanta la cabeza, v. gr., la audacia, en otros el temor; y como de la pasión que en cada cual domina, nacen para él los mayores peligros de pecar, es de suma importancia el conocerla y combatirla. Sobre todo el amor, fuente de las otras, lo hemos de dirigir con esfuerzo a Dios y a la virtud, apartándolo de todo lo malo o peligroso. Para no errar el golpe es bueno consultar a un prudente director espiritual, descubriéndole no sólo nuestros pecados,   -386-   sino nuestras inclinaciones, y las ocasiones de pecar que nos rodean.

Sobre los vicios capitales

P.- Decid ¿cuáles son los pecados o vicios capitales?

R.- Los vicios capitales son siete: el primero, soberbia; el segundo, avaricia; el tercero, lujuria; el cuarto, ira desordenada; el quinto, gula; el sexto, envidia; el séptimo, pereza.

P.- ¿Por qué los llamáis capitales?

R.- Porque son cabezas o raíces de otros vicios.

P. -¿Cuándo sus actos son pecado mortal?

R.- Cuando con ellos se quebranta algún Mandamiento de Dios o de la Iglesia en materia grave.

P.- ¿Qué es soberbia?

R.- Apetito desordenado de ser preferido a otro.

P.- ¿Qué es avaricia?

R.- Apetito desordenado de hacienda.

P.- ¿Y lujuria?

R.- Apetito desordenado de sucios y carnales deleites.

P.- ¿Qué es ira desordenada?

R.- Apetito de venganza injusta, o en el motivo o en el modo.

P.- ¿Qué es gula?

R.- Apetito desordenado de comer y beber.

P.- ¿Y envidia?

R.- Pesar del bien ajeno.

P.- ¿Y pereza o acidia?

R.- Caimiento de ánimo en el bien obrar.

P.- ¿Es pecado sentir esos malos apetitos?

R.- No, que el pecado está en quererlos y no refrenarlos. Contra estos siete vicios hay siete virtudes:

Contra soberbia, humildad.

Contra avaricia, largueza.

Contra lujuria, castidad.

Contra ira, paciencia.

Contra gula, templanza.

Contra envidia, caridad.

Contra pereza, diligencia.

  -387-  

Las pasiones, si no se doman y dirigen al bien, arrastran al pecado, cuya frecuentación produce el vicio. El saber cuáles son los capitales, o capitanes, como los llama el V. P. Lapuente, importa para huir de ellos con particular diligencia; y al que se halla enredado en alguno, para que examine la pasión que a él le ha conducido, y ponga remedio en la raíz, señoreando la tal pasión y teniéndola a raya. Explicado un vicio, explicaremos la virtud con que lo hemos de combatir.

Soberbia y humildad

El soberbio se estima falsamente en más de lo que es, y ansía sobreponerse a otros. Se atribuye a sí solo el bien que de Dios, o también de los hombres, ha recibido, y desea señalarse con desprecio de los demás. De ahí el apetito desordenado de honores y dignidades, de alabanzas y aplausos; y a veces la hipocresía, terquedad y rebeldía, que arrastra, si no se ataja, a la revolución, al cisma, a la herejía y total apostasía, prefiriendo el propio dictamen y querer al de la autoridad, al de la Iglesia, al del mismo Dios, con quien el soberbio pretende igualarse o a quien formalmente desprecia. Éste fue el pecado de Lucifer, a quien, como nota León XIII, imitan hoy los racionalistas en la filosofía, y los liberales en la política176.

El humilde, por el contrario, se tiene por lo que verdaderamente es, y obra conforme a ese conocimiento. Reconoce que cuanto bueno tenemos es don de Dios, que lo propio nuestro es la nada, maldad y flaqueza, que sin la ayuda de Dios cometeríamos los mayores crímenes, que Dios abate al que confía en sus propias fuerzas y ensalza al que sólo confía en la gracia divina. Por eso a Dios da la gloria y alabanza, y para sí prefiere los desprecios; de nada bueno se reputa capaz   -388-   por sí mismo, pero estribando en Dios, lleva a cabo obras sobrehumanas y divinas.

El mundo, ciego por la soberbia, no entiende esta doctrina; pero ella es de Dios, y las vidas de Jesu-Cristo, de la Virgen y de los santos la confirman.

Avaricia y largueza

El avaro es duro con el prójimo, miserable consigo, vive en continua zozobra, y se mancha frecuentemente con fraudes y otras injusticias, devorado por la sed de más y más oro, que es su ídolo, a quien sacrifica tiempo, desvelos, bienestar de la familia, la fama, la salud y el alma.

Por el contrario, la largueza o liberalidad reparte generosamente en obras de Religión, de misericordia o de bien público, cuanto puede sin incurrir en la prodigalidad, que descuida la hacienda y la derrocha faltando a los deberes.

Lujuria y castidad

El deshonesto, dice el Apóstol, peca contra el propio cuerpo, que Dios nos da, para que domándolo lo hagamos instrumento de actos virtuosos; profana el templo vivo del Espíritu Santo, que somos nosotros mismos; envilece su alma abajando la razón y voluntad a una vida bestial; de ahí que ese vicio enerva la voluntad y la hace débil e inconstante; amortigua la inteligencia, y la hace inconsiderada y ciega; gasta y aniquila el cuerpo, al paso que la carne es su ídolo; hace aborrecibles los gustos del espíritu, y arrastra a menudo a la desesperación y al odio de Dios.

La castidad, por el contrario, inclina a la pureza, y es de tres clases: virginal, conyugal y vidual. La primera consiste en la abstención de todo deleite sensual; la segunda es propia de los que en el estado del matrimonio se abstienen de todo placer ilícito; y la tercera, de los que han sido casados, y no quieren volver a   -389-   contraer matrimonio, permaneciendo en perfecta continencia.

El divino Maestro nos enseña que lo más perfecto es conservarse virgen toda la vida, porque así el hombre está más dispuesto para darse a solo Dios, y se asemeja a los santos y ángeles del cielo y al mismo Dios, siguiendo el ejemplo de Cristo, de su Madre, de san José, san Juan Bautista, san Juan Evangelista y de innumerables coros de vírgenes de uno y otro sexo, que son gloria de la Iglesia católica, y a quienes Dios Nuestro Señor suele comunicarse más familiarmente.

Con todo, se contentó con aconsejar la virginidad perpetua a los que se sienten fuertes para guardarla, y con prohibir todo deleite sensual que no sea por vía de matrimonio. También aconseja a los casados que, si ambos quieren, guarden continencia, y a los viudos que permanezcan en su estado.

Ira desordenada y paciencia

La ira, según antes dijimos, es una pasión, y puede, como las otras, ser instrumento de la virtud, como cuando Cristo Nuestro Señor se airaba contra los escribas y fariseos, y arrojó a latigazos los profanadores del templo.

Sólo es viciosa cuando es desordenada, y entonces suele prorrumpir en furia, contumelias, maldiciones y blasfemias, y es causa de riñas, duelos y homicidios; se ensaña y deleita en castigar más de lo justo hombres y animales.

La ira, si no es viciosa, no se opone a la mansedumbre y paciencia, pues estas virtudes no quitan toda clase de ira; sino que refrenan la mala y ponen límite justo a la buena, llegando hasta hacer que suframos los trabajos, no sólo con resignación, sino hasta con alegría. Los mundanos de este siglo yerran doblemente, cuando por un lado reprueban la justa ira de los católicos contra el mal, y al superior que castiga   -390-   a los malos; y ellos por otro se enfurecen contra todo lo bueno y persiguen a todos los buenos.

Gula y templanza

La gula se manifiesta principalmente en el exceso de los manjares y bebidas, y en el ansia de regalar con ellos el gusto; llámase embriaguez, cuando la bebida priva del uso de la razón, lo cual, hecho por deleite, es pecado mortal. La gula envilece a la persona, enerva los sentidos, daña a la salud, embota la inteligencia, y produce una alegría necia, chocarrera y torpe, con otros crímenes. La templanza y sobriedad son higiénicas, y sirven para tener a raya las pasiones, y expedita y clara la inteligencia.

Envidia y caridad

La envidia, vicio rastrero y vil, se anida en el corazón soberbio, y engendra los juicios temerarios, la murmuración, los chismes y hasta el odio, con todas sus consecuencias. Otros vicios producen algún bien, siquiera sea falso o torpe; el envidioso se ceba, como los demonios, en destruir el bien. Por soberbia y envidia se rebeló Lucifer contra el Criador; por envidia hizo caer a nuestros primeros padres, e introdujo en el mundo la muerte con todas las desdichas; por envidia asesinó Caín a su hermano Abel, y la envidia está todos los días metiendo cizaña en las familias y en los pueblos, siendo el envidioso reo ante Dios y ante los hombres de incalculables daños. Muy bien suelen comparar al envidioso al perro del hortelano, que ni él come las berzas, ni deja que otros las coman.

La caridad, por el contrario, como hija del cielo, se goza con el bien y prosperidad de todos, y siente sus males como propios. La ciencia y virtudes ajenas despiertan en el buen cristiano una santa emulación, pero no la ruin envidia.

Avergüéncese de sí mismo quien fomente inclinación tan baja, pida a Jesu-Cristo la caridad y ejercítela   -391-   con todos los hombres. No es envidia apenarse de la pujanza de los malos por los daños que ocasiona, porque aquélla es un mal hasta para ellos mismos.

Pereza y diligencia

Otro vicio ignominioso es la pereza, que priva de los frutos que el obrar bien trae en esta vida y en la eterna. Perezosos no son únicamente los dormilones, sino también aquellos para quienes la vida es un pasatiempo, que en vez de darse a la práctica de la religión, a cumplir con sus deberes, a hacerse útiles a todos, ni acuden a la Iglesia, ni miran por su familia, ni se les da nada por las necesidades del prójimo, siendo su ocupación más inocente el no hacer nada; el juego, el café, el tocador, el teatro, el baile, las novelas y parlería perpetua, he ahí su ocupación más continua, y la que más les preocupa; son los zánganos de la colmena social.

Por lo demás, el sentir esos malos instintos y dificultad para las cosas de Dios, no es el pecado, sino fruto del pecado que vició nuestra naturaleza; el pecado está, como advierte el Catecismo, en dejarse llevar de la mala inclinación, en vez de obrar contra ella, valiéndonos de la virtud opuesta, y conseguir así un triunfo que Dios Nuestro Señor premia colmadamente.




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Lección 75.ª

Sobre las virtudes teologales


P.- Además de las siete virtudes dichas, ¿qué otras hay?

R.- Tres teologales y cuatro cardinales.

P.- Decid las teologales.

R.- Son tres. Fe, Esperanza y Caridad.

P.- ¿Qué cosa es virtud?

R.- Una cualidad permanente que inclina a bien obrar.

  -392-  

P.- ¿Por qué esas tres se llaman teologales o divinas?

R.- Porque su objeto es Dios, y de Dios sólo las podemos haber.

Teologal es lo mismo que divina, y las tres que llevan ese nombre son las más excelentes de todas, y nunca las podríamos tener, si Dios graciosamente no las infundiera. Las demás pueden ser adquiridas por nuestras fuerzas naturales, o como inherentes a la complexión individual; y también infusas por Dios, sobrenaturales y gratuitas, dadas, no por nuestros méritos, sino por los de Cristo, que se nos aplican por los Santos Sacramentos.

Las naturales adquiridas son efecto de muchos actos buenos de una misma especie, como el hábito malo o vicio lo es de muchos actos malos; y tanto ese hábito bueno como el malo dan facilidad en sus propios actos, y dificultad para los opuestos. Como no se adquieren con un solo acto, tampoco se pierden generalmente sino con varios; y así se explica que un vicioso, aunque con una buena confesión reciba la gracia y las virtudes infusas, no por eso deje de sentir dificultad en los actos virtuosos contrarios al vicio que le dominaba; se le ha quitado el pecado, pero no la propensión a él; posee la gracia de Dios, pero es preciso que, con ella y la virtud infusa, venza aquella gran propensión al mal, y a fuerza de actos virtuosos destruya la facilidad para aquel mal y adquiera la facilidad en el bien, asegurando así la santa perseverancia. No es lo mismo ser uno muy inclinado, v. gr., a la deshonestidad, y ser débil y fácil en darle a ella; pues aquella inclinación puede provenir o del natural o de sugestión diabólica, y hallarse en persona que nunca haya pecado en esa materia. Vengan de donde vengan, es preciso luchar con denuedo contra las malas propensiones.

P.- ¿Qué es Fe católica?

R.- Una luz y conocimiento sobrenatural con que, sin ver, creemos lo que Dios y la Iglesia romana nos propone.

  -393-  

P.- Además de lo dicho al explicar el Credo, ¿cómo se conoce que la Iglesia católica es Maestra divina?

P.- Por el modo divino con que se estableció en el mundo, y se conserva.

P.- ¿Cómo se estableció?

R.- Predicando doce hombres, despreciables según el mundo, misterios sublimísimos, moral santísima, y muriendo en testimonio del Evangelio.

P.- ¿No se propagó con milagros?

R.- Sí, pero eso mismo prueba ser de Dios la doctrina.

P.- ¿Y si alguien negara esos milagros?

R.- A eso respondió hace catorce siglos san Agustín: que el propagarse una tal doctrina sin milagros hubiera sido mayor milagro.

P.- ¿Y qué más se responde?

R.- Que negar esos milagros es negar toda la Historia.

P.- ¿Y si dijera que son imposibles los milagros?

R.- Le respondería como a quien, no queriendo abrir los ojos, se obstinara en que es imposible la luz que todos vemos.

P.- ¿Quiénes se establecen matando o corrompiendo a los que no los siguen?

R.- Los herejes, mahometanos y revolucionarios.

P.- Pues en algunas partes, ¿no se propagó con armas la Fe?

R.- No, padre; las armas no eran para hacer cristianos, sino para conquistar tierras y defender a los cristianos.

P.- ¿Cómo se conserva la Iglesia?

R.- Con la misma doctrina y el mismo Jefe para los católicos de todo el mundo, presenciando siempre la caída de sus enemigos.

P.- ¿No dicen que la Iglesia romana ha cambiado de doctrina?

R.- La Historia muestra ser falso, y que los que la cambian son los que eso dicen.

Bien está, y quien desee verlo por sí mismo, estudie Historia en vez de leer novelas177.

  -394-  

P.- Y el progreso, ¿no exige que la Iglesia cambie?

R.- No es progreso destruir la obra de Dios, sino el apreciarla más, y sacar de ella más provecho.

P.- Quién promueve ese verdadero progreso? R.- La Iglesia romana y todos los verdaderamente sabios.

Todas estas preguntas y respuestas son, no sólo útiles, sino necesarias en nuestros días; pero nos parecen tan claras, sobre todo si se recuerda lo ya dicho, que apenas creemos preciso el explicarlas. Por otra parte, están al alcance de quienquiera los libros donde se tratan extensamente: v. gr., las Respuestas populares por el P. Franco, Los Opúsculos del Sr. Sardá, con otros que en parte se citaron al explicar el Credo.

Hagamos, sin embargo, alguna breve reflexión. El motivo por que creemos las cosas de la fe, es la palabra del mismo Dios que las revela; y el medio por el cual sabemos esa revelación es el testimonio de la Iglesia católica romana. En el artículo: Creo la Santa Iglesia Católica, pusimos las notas o credenciales que nos ofrece la Iglesia para convencernos, de que Jesu-Cristo la ha constituido en Maestra infalible de la fe y costumbres, dándole autoridad suprema en cuanto concierne a la Religión directa o indirectamente. En este lugar añade el Catecismo dos razones de esto mismo, y son el modo sobrehumano y divino con que la Iglesia se propagó y con que se conserva.

La propagaron los Apóstoles, judíos sin prestigio, sin ciencia humana, sin riquezas ni armas, predicando la necesidad de creer los misterios de la Santísima Trinidad, Encarnación y Redención; que Jesu-Cristo crucificado es Dios, y que resucitó y subió al cielo; que está realmente en el Santísimo Sacramento y vendrá a juzgar a todos los hombres y darles cielo o infierno; condenando los que las naciones adoraban por dioses y además todos los vicios; exigiendo la práctica de todas las virtudes para no condenarse; aconsejando obras de perfección sobrehumana como la virginidad perpetua, el dar todos sus bienes a los pobres, la penitencia   -395-   más austera. Estas cosas persuadían con el ejemplo, practicando ellos lo que mandaban y aconsejaban en nombre de Cristo; no persiguiendo ni matando a los contrarios, sino sufriendo con paciencia, y dejándose matar en testimonio de la verdad que predicaban. A poco tiempo el mundo era cristiano, destruyó los ídolos, adoró la Cruz, creyó los misterios de nuestra santa Fe, y cambió de costumbres. ¿Quién sino el Todopoderoso puede hacer obra semejante? Si se hubiera hecho sin milagros, todavía sería más asombrosa; se hizo con milagros, y esto mismo prueba ser de Dios. Negar los milagros es negar lo que se ve; y negar que Dios puede hacerlos o dar esa facultad a quien le place, es negar a Dios; porque ¿qué Dios sería el que no pudiese, cuando bien le parezca, suspender, y aun alterar y destruir leyes que Él mismo ha dado, cuando en su mano está acabar con el mundo entero, que crió porque quiso? Los incrédulos nos dicen que no creamos en los misterios de nuestra santa Fe porque no los vemos, y por otra parte niegan los milagros que todos estamos viendo; más aún, niegan los milagros de los santos en prueba de nuestra Religión, y quieren que admitamos las supercherías de los espiritistas. ¿Qué contradicción más manifiesta? ¿Qué obstinación más diabólica?

Es verdad que esos hombres, por arte del demonio, que sabe y puede más que nosotros, obran a veces maravillas que semejan a los milagros; pero cualquiera persona prudente conoce que aquello no viene de Dios, sino de su enemigo, que trata con esos prodigios de apartarnos de Dios, de la doctrina de los santos y práctica de las virtudes cristianas, e inducirnos a la soberbia y otros vicios.

Ni es menos divina la conservación de la Iglesia católica. ¿Qué sociedad cuenta como ella diez y nueve siglos? Los imperios y dinastías se han derrumbado en su presencia; muchas veces se han conjurado para destruirla y han quitado la vida a muchos Papas; pero   -396-   a un Papa se sucede otro y otro, igualmente venerado de los católicos de todo el mundo, como Vicario de Cristo. Esto es harto claro de suyo para detenernos en más consideraciones.

P.- ¿Qué es Esperanza?

R.- Una virtud sobrenatural, con que esperamos de Dios la bienaventuranza y los medios para ella.

P.- ¿Pueden esperar no condenarse los que no quieren ser buenos católicos?

R.- No; que a quien se ayuda, Dios le ayuda.

P.- ¿No es Dios infinitamente bueno?

R.- También infinitamente sabio y justo.

P.- ¿Qué queréis decir con eso?

R.- Que Dios nos da medios para salvarnos, pero exige que hagamos lo que debemos, y castiga a quien no lo hace.

P.- Explicádmelo con un símil.

R.- Dios envía soles y lluvias, y hace fecunda la tierra; pero no hay cosecha, sino hambre, sin el cultivo del labrador.

P.- ¿Y no bastarían algunos años de castigo?

R.- No; puesto que Dios quiere que el premio o el castigo de la otra vida no se acaben.

P.- ¿No es esto incomprensible?

R.- Más incomprensible es que el hombre no someta su juicio a lo que Dios dispone.

Los santos doctores entendían mejor quién es Dios, qué es el pecado mortal y lo que valen los méritos de Cristo, por eso les parecía más incomprensible lo que Jesu-Cristo hace por salvarnos, que no la eternidad de las penas para quien se obstina en no obedecer a Dios y a su Iglesia. Si habiendo infierno se teme y sirve tan poco a Dios, ¿qué sería si no lo hubiera?

P.- Pero Jesu-Cristo, ¿no nos libró de todos los males?

R.- En la otra vida libra de todo mal a quien ha querido ganar el cielo; pero en ésta nos manda imitar su paciencia, sacando mayor bien de los trabajos.

Habla aquí el Catecismo, no de cualquiera esperanza,   -397-   sino de la virtud teologal, cuyo motivo es el poder de Dios y su fidelidad para cumplir cuanto promete, y cuyo objeto son esas mismas promesas divinas, que se reducen a los premios de nuestras buenas obras hechas con la gracia del Redentor, y a los medios con que podamos ejecutarlas.

La gloria, o sea la vista y posesión de Dios, se obtiene por la gracia; ésta, que se nos da graciosamente en el Bautismo, se aumenta y conserva con las obras propias de un buen hijo de la Santa Iglesia. A los que mueren en gracia, ha prometido Dios el cielo, y a los que mueren sin esa gracia, o sea en pecado mortal, el infierno. Y como tan infaliblemente se cumplirá lo uno como lo otro, el que no quiere ser buen católico, no puede esperar el cielo, antes es de fe que, si muere en ese estado, irá al infierno. Ni esto nos debe admirar; lo admirable es que Dios, en vez de enviarnos a todos al infierno por nuestros pecados, se haya hecho hombre, y muerto en una Cruz por salvarnos, y haya fundado la Santa Iglesia con tantos medios que nos facilitan la salvación; y el que aguarde años y años a tantos pecadores, agotando, por decirlo así, los tesoros de su gracia para que quieran ser buenos y salvarse. Esa falsa esperanza y verdadera ilusión de pretender salvarse sin hacer lo que manda Dios y su Iglesia, viene del demonio que desea perdernos.

P.- ¿Qué, es caridad?

R.- Una virtud sobrenatural, con que amamos a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo, por Dios, como a nosotros mismos.

P.- ¿Quiénes son nuestros prójimos?

R.- Todos los hombres, aunque sean nuestros enemigos.

Con la caridad amamos a Dios más que a todas las cosas, más que a todos los hombres y que a nosotros mismos, porque es infinitamente más digno de amor que todas las criaturas juntas. El objeto propio del amor es el bien, y todo lo bueno que hay en el mundo   -398-   es nada en comparación de la bondad de Dios Nuestro Señor. Las perfecciones que vemos en las criaturas en la tierra, en los cielos, el saber, virtud, hermosura, nos debieran servir para considerar cuánto más perfecto, excelso, sabio, santo y hermoso es el Señor que las crió, y su benignidad y misericordia resplandecen en la obra de la Redención. Ya que ese Señor es, no sólo infinito en la grandeza, sino en la bondad con que quiere y exige que le amemos ¡cómo no le hemos de amar sobre todas las cosas! ¡Vilísima oferta es nuestro corazón, pero no podemos hacerle otra mejor, y el Señor es tan bueno que con eso se da por satisfecho! ¡No hay momento en que no estemos recibiendo nuevas pruebas de la bondad de aquel Señor que nos da la vida, la salud y cuanto de bueno tenemos! Ni la pobreza, enfermedades y demás contratiempos han de entibiar nuestro amor, como no se entibia el de un buen hijo a su padre, porque éste no le dé cuanto quiere, y le castigue para su bien. Tanto más que por esos mismos trabajos bien sufridos, nos recompensa el Padre celestial con el cielo.

En último término, a Dios sólo amamos con la caridad, porque la caridad mueve a que amemos a todos sólo por Dios, por ser criaturas de Dios, semejanzas de Dios, y porque Dios manda que le amemos.

Así, con la misma caridad amamos a Dios y a los hombres, a Dios por sí mismo, a los hombres por Dios; a Dios sobre todas las cosas, a los hombres después de Dios y en lo que no nos impida el amor de Dios. Todo amor que a la caridad se oponga, es malo.

En la caridad se ha de guardar este orden: que, después de Dios, cada cual quiera: 1.º, para sí mismo los bienes del alma; 2.º, esos mismos bienes para el prójimo; 3.º, para sí la vida, salud y demás bienes de la persona; 4.º, eso mismo para el prójimo; 5.º, para sí, y después para el prójimo, la fama, honor y hacienda. De modo, que tratándose de bienes de la misma especie y siendo igual la necesidad, antes soy yo que el prójimo,   -399-   y en este sentido es verdad aquel dicho, la caridad bien ordenada empieza por sí mismo; pero no lo es en el sentido que le dan los egoístas, cuando prefieren su voluntad a la divina, los bienes corporales y terrenos a los del alma; y cuando, por el propio regalo o vanidad, no socorren la necesidad del prójimo.

Esto reprenden los santos con el nombre de amor propio, se entiende desordenado, v. gr., si por el honor o hacienda, injurio al prójimo o falto de otro modo a lo que manda Dios.

La caridad no ha de reducirse al afecto y palabras, sino que ha de probarse en las obras; respecto de Dios cumpliendo los Mandamientos, y respecto del prójimo, además, con las obras de misericordia. Y como algunas no es posible ejercitarlas con todos, el orden pide que se prefiera a los que tienen mejor título, o por más virtuosos, o por más conjuntos en sangre u otra honesta relación, o por su mayor necesidad.

Es justo preferir los amigos a los enemigos, pero es más heroico, y en casos más meritorio, hacer bien al enemigo; tanto más, que Nuestro Señor Jesu-Cristo nos encarga amar a todos, no sólo con amor semejante al buen amor de nosotros mismos, sino al que Él mismo nos tuvo rogando y dando la vida por los mismos que se la quitaban, y diciéndonos que también nosotros volvamos bien por mal.




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Lección 76.ª

Sobre las virtudes cardinales


P.- Decid las virtudes cardinales.

R.- Las virtudes cardinales son cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

P.- ¿Por qué se llaman cardinales estas virtudes?

R.- Porque son muy principales y raíces de otras.

P.- ¿Quién es prudente?

  -400-  

R.- Quien guarda el justo medio entre extremos viciosos.

P.- ¿Es prudente quien obra un mal menor por evitar un mal mayor?

R.- No, padre; prudente es, no quien lo obra, sino quien en ese caso, lo tolera.

P.- ¿Y quien pretende agradar a Dios y al mundo?

R.- Tampoco; porque pretende un imposible, y ofende a Dios.

P.- ¿Quién es justo?

R.- Quien da a cada cual lo suyo.

P.- ¿Y esforzado?

R.- Quien modera los miedos y osadía en la ejecución del bien.

P.- ¿Es esforzado quien no teme a Dios?

R.- No, sino impío y temerario.

P.- ¿Y es cobarde?

R.- Sí, porque teme el qué dirán.

P.- ¿Y el que se suicida es valiente?

R.- El suicida es temerario, porque se arroja en el infierno; y es cobarde, porque se rinde a las miserias de esta vida.

P.- ¿Quién es templado?

R.- Quien refrena la gula y los apetitos sensuales.

Estas virtudes y sus anejas, se llaman virtudes morales, porque ajustan las costumbres y nos hacen morales, remediando la ignorancia de nuestro entendimiento, la malicia de la voluntad, la debilidad del apetito irascible y el desenfreno del concupiscible.

La prudencia consulta, juzga y manda, con solicitud y diligencia. Le sirven estas ocho cosas: la memoria para utilizar la experiencia; la inteligencia para conocer el estado de las cosas y los medios más aptos; la docilidad para buscar luz en los libros y en el consejo de otros; la rectitud de juicio, que discierne la conveniencia y oportunidad de los medios; la providencia, que prevé las consecuencias; la circunspección, que considera todas las circunstancias; y la cautela, que obvia las dificultades.

La prudencia, según su objeto, es personal o individual,   -401-   política, militar, y económica o doméstica. Siendo virtud, siempre se propone un fin honesto; y así son opuestos a ella los siguientes pecados: la precipitación en ejecutar; la inconsideración en no premeditar; la inconstancia, mudando parecer por motivos frívolos; la negligencia o tardanza en la obra; la prudencia de la carne, buscando medios para un mal fin; la astucia con engaños o fraudes; la codicia o ansia de bienes terrenos; y la inquietud o congoja por el éxito, fiándose poco de la Providencia divina.

La prudencia de la carne lleva a la perdición, y aun en esta vida suele hallar castigo. Pilatos y Caifás en la causa del Salvador, son ejemplo de esa falsa prudencia, imitada hoy por los que se precian de católicos y son liberales. Éstos también pretenden agradar a dos señores tan opuestos como son Cristo y su enemigo, lo cual intentan asimismo las personas que, por una parte o a ciertas horas, tratan de cumplir los deberes religiosos, y por otra viven a lo mundano en modas y reuniones escandalosas.

La justicia suele dividirse, en conmutativa, que está explicada en el séptimo Mandamiento, y en distributiva y legal, que pertenecen al cuarto; porque aquélla inclina al superior a distribuir las cargas y los cargos, los premios y castigos sin acepción de personas u otro motivo desordenado; y ésta inclina al súbdito a la observancia de las leyes. A la justicia se agregan estas otras virtudes: Religión y penitencia; la piedad, observancia y gratitud; la verdad, vindicta, afabilidad, amistad y liberalidad; mas como de casi todas se ha tratado en otros lugares, sólo resta notar tres cosas: 1.ª, que la vindicta, o castigo de las injurias, toca a la autoridad y no al particular que las recibe; 2.ª, que a la afabilidad se oponen la adulación, la terquedad y el altercado, y 3.ª, que tanto la afabilidad como la amistad, han de fundarse no en un amor o inclinación sensible, sino en la caridad cristiana. Un amigo verdadero, esto es, sincero, virtuoso, constante, desinteresado   -402-   y prudente, ha de conservarse, como rico tesoro que Dios da, cuidando no nos lo arrebate la envidia o la murmuración.

La fortaleza es propia de todo buen cristiano, y no consiste en las fuerzas físicas ni en un arrojo temerario, ni en la pertinaz obstinación; sino en el valor del ánimo que vence, en el bien obrar, tanto la timidez como la temeridad, sufriendo o acometiendo, cuando la virtud lo pide, las cosas más difíciles hasta perder la propia vida. Nadie más valiente que el buen cristiano, el cual, siguiendo la doctrina de su Maestro, no teme más que a Dios, y por consiguiente el pecado. No se expone irracionalmente a los peligros, porque esto es pecado; pero si el deber lo exige, los arrostra alegremente, como los mártires, que sufrieron los más atroces suplicios hasta dar la vida por no negar la Fe o no cometer cualquier otro pecado; o como el soldado que, movido no de ambición o interés personal, si no por defender la Religión, a su rey o a su patria, pelea hasta vencer o morir.

Esa fortaleza la da Dios, y por eso carece de ella el que confía en sí, y a cualquier revés de fortuna, o por los dolores de una enfermedad aguda, o al verse calumniado o al asaltarle una tentación, desfallece y se desespera, siendo aún más cobarde el que por temor al qué dirán, a una burla, a una sonrisa, no acomete la práctica de la virtud, o la abandona. A la fortaleza se agregan la magnanimidad, magnificencia, paciencia y perseverancia.

La templanza incluye vergüenza, que es temor laudable de incurrir en cosa reprobable o deshonrosa; y honestidad, que rechaza, como por instinto, todo lo torpe e indecente; también incluye la abstinencia, la sobriedad y la castidad; y se le agregan la continencia, que pone freno a la concupiscible; la mansedumbre, que lo pone a la irascible, y la modestia, que modera otras pasiones menos impetuosas; y así, según sus especies, con la humildad combate la vanidad; con   -403-   la estudiosidad o laboriosidad, la desidia en aprender, y la vana o dañosa curiosidad; con la compostura exterior la inurbanidad y afectación; con la conveniencia en el adorno, el lujo y desaliño viciosos; y por fin, destierra la locuacidad, chocarrería, el juego intemperante y también la molesta dureza, con la eutropelia o jovialidad virtuosa.

P.- ¿Cuál de las virtudes es la mayor?

R.- La caridad, que da vida a todas, y sin la cual ninguna basta para el cielo.

P.- Según eso, ¿quién es más santo?

R.- Quien tiene más caridad.

P.- ¿Quién tiene más caridad?

R.- Quien por agradar a Dios guarda mejor los Mandamientos, y también los consejos que dicen bien con su estado.

P.- ¿Es preciso, para ir al cielo, practicar todas esas virtudes?

R.- Cuanto sea preciso para no faltar, en materia grave, a los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, y a los deberes particulares de cada uno.

Las virtudes teologales, como tienen por objeto a Dios, son las más excelentes, y entre ellas la mayor es la caridad, porque nos une a Dios por mutuo amor; y así da vida sobrenatural al alma y a las demás virtudes, tanto a la fe y esperanza, como a las morales infusas. De modo que un sujeto, que, por estar en pecado mortal, no tiene la caridad y gracia de Dios, puede conservar la fe y la esperanza; si bien estas virtudes en él están muertas, y sus actos no bastan para merecer gracia ni gloria.

Las virtudes morales infusas son más excelentes y de otra especie que las naturales. Así, v. gr., la templanza natural sólo quita lo vicioso, pero la sobrenatural añade el castigar el cuerpo. Además, el que tiene más caridad que otro, posee también en mayor grado las demás virtudes infusas, y aunque por falta de ocasión no se actúe en algunas, las tiene todas a disposición de la caridad, que por eso se denomina   -404-   reina de las virtudes, que hace acuda una en ayuda de otra; por ejemplo, a la fortaleza suaviza las dificultades la templanza, y a ésta sostiene en los casos arduos la fortaleza.

No sucede esto con las virtudes naturales; y así verbi gracia, un militar que no esté en gracia de Dios, podrá ser naturalmente esforzado, y al mismo tiempo injusto, imprudente o lujurioso. Por esto ninguna de esas virtudes, puramente naturales, es perfecta, ni hace completamente bueno al que la posee; pero el que está en gracia de Dios, por más que tal vez carezca de ciencia y de prudencia en lo que ésta tiene de intelectual, sin embargo, queriéndose valer de las virtudes que le adornan, no incurrirá en vicio, ni faltará a la prudencia en lo que ésta tiene de virtud moral; ese varón justo podrá no acertar en conocer los medios mejores y por esa parte ser inepto para un cargo espinoso, pero nunca se propondrá un fin malo ni elegirá medio alguno inmoral.

El amor estimula a dar al amado, y la caridad a dar gusto a Dios, por donde, si es perfecta, mueve, no sólo a guardar completamente sus Mandamientos y los de su Iglesia, sino a abrazar el estado de vida a que Dios llama, a llenar los deberes de ese estado, y seguir los consejos del Evangelio que con ese estado sean compatibles. De modo que quien todo esto haga con más deseo de agradar a Dios y con más perfección, ése será el más santo, y por lo mismo el más humilde, no buscando en nada su gloria, sino la de Dios Nuestro Señor.

Por aquí se ve cuán justa y razonable es la doctrina cristiana, cuánto hemos de trabajar por practicarla, y cómo con esa práctica llegaremos a ser, a imitación de los santos, hombres verdaderamente celestiales.



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Lección 77.ª

Sobre la libertad, fraternidad e igualdad


P.- Decidme: ¿son contrarias a las virtudes cristianas la libertad, fraternidad e igualdad?

R.- Sí, padre; en el mal sentido que dan a esas voces los enemigos de la Iglesia.

P.- ¿Cuál es la libertad racional y cristiana?

R.- La que quita trabas en servir a Dios y caminar al cielo.

P.- ¿Quién nos trajo del cielo esa libertad?

R.- Jesu-Cristo Nuestro Señor.

P.- ¿Cuál es la libertad irracional e impía?

R.- La que nos alza contra Dios, su Iglesia y cualquier verdadero superior nuestro, esclavizándonos al mundo, demonio y carne...

P.- ¿Puede una criatura ser absolutamente libre?

R.- Eso es de solo Dios.

P.- ¿A quién está sujeto el diablo?

R.- A Dios, que lo castiga en el infierno.

P.- ¿A quién imitan los que vociferan libertad?

R.- A Lucifer, el primero que levantó esa bandera; y también los compara Dios en su Escritura a las bestias salvajes.

P.- ¿Y a quién más se parecen?

R.- A un niño prófugo, que cae en las garras de una fiera; o a un barco sin piloto que se estrella contra las rocas.

Esas tres palabras son el mote que ostenta en su bandera la revolución del siglo actual y las sectas que la promueven; palabras de suyo buenas y cristianas, como que Jesu-Cristo trajo al mundo lo bueno que ellas significan, y que, por efecto del pecado, casi había desaparecido de la tierra. Libre es quien por su voluntad puede elegir una cosa u otra, de modo que si alguien le fuerza, no es libre; sin embargo, a quien sólo se fuerza exteriormente, se le quita la libertad de poner la obra exterior, pero no la elección libre, que   -406-   es interior. La ley obliga pero no fuerza, o, lo que es lo mismo, quita la libertad moral, pero no la física.

Podemos, pero no debemos, obrar contra la ley, o en otros términos, no podemos sin faltar a nuestro deber y cometer un pecado.

La libertad es una perfección, y como Dios es el único ser infinitamente perfecto, sólo Dios la posee en toda su perfección, y puede elegir y hacer cuanto quiere; es perfección espiritual, y por esto no la ha dado el Criador sino a los ángeles, que son espíritus, y a los hombres que tienen alma espiritual. Mas como la criatura depende del Criador, así también nuestra libertad ha de someterse a su ley, de modo que si bien podemos elegir lo malo, no debemos elegirlo, y el quererlo u obrarlo es malo e irracional. Por donde lo que nos dificulta lo malo o nos facilita lo bueno, perfecciona nuestra libertad; y al revés, la envilece lo que nos facilita lo malo y nos dificulta lo bueno. El pecado y sus efectos nos hicieron imposible el ser buenos; pero Jesu-Cristo Nuestro Señor, librándonos del pecado y dándonos su gracia, nos hizo posible y fácil la virtud; nos dejó en su Iglesia armas con que vencer al mundo, demonio y carne que nos llevan al mal; y de este modo es nuestro verdadero Libertador.

Esto supuesto, los sectarios, al grito de libertad, pretenden facilitar lo malo y dificultar lo bueno; son, por lo tanto, destructores de la buena y racional libertad, y proclamadores de la mala; tiran a destruir la obra de Cristo.

Lucifer y los suyos gritaron libertad; y en vez de que, sirviendo libremente a Dios, hubieran reinado con libertad en el cielo, son ahora esclavos de Dios que los atormenta en el infierno, paradero que aguarda a cuantos les imitan. Expliquemos las comparaciones que trae el Catecismo. Una bestia está más suelta sin freno, sin montura, sin amo; pero sin estas trabas es salvaje, inútil y expuesta a que la devore una fiera; un niño está más suelto hurtándose a la vigilancia y   -407-   cuidado de sus padres, pero ¿cuál será su paradero? Y lo mismo un barco sin velas, sin timón, sin piloto; pues así el hombre sin temor a la ley, sin sumisión a sus mayores, sin la dirección de la Iglesia, será un librepensador, un libre-obrador, pero también será un loco, un criminal, un desdichado en esta vida y en la otra. El grito sectario de libertad equivale a gritar: yo soy Dios; mas ese grito no cambia la realidad de las cosas, y ese hombre, en vez de ser Dios, se convierte en un verdadero demonio; esclavo de sus propios vicios, del jefe y acuerdos de la secta; sujeto, mal que le pese, a los castigos de Dios, a la muerte y al infierno.

¿Qué sería de una familia en que cada cual gritase libertad, qué de un ejército, de una fábrica, de una escuela? ¿Qué de un pueblo o una nación? Libre racionalmente es un padre a quien no le estorban en el buen gobierno de su casa, y libres los hijos a quienes nadie estorba la obediencia a sus padres, y, en general, libre el hombre a quien nadie impide la práctica de sus deberes. A esa libertad hemos de aspirar en la tierra, para, usando bien de ella, conseguir en premio la perfecta del cielo.

P.- Explicadme la voz fraternidad...

R.- Quiere decir hermandad, y tiene también bueno y mal sentido.

P.- ¿Cuál es el bueno?

R.- Que todos somos criados por Dios, hijos de Adán y Eva, adoptados por Cristo y su Madre, y además, como católicos, somos hijos de la Santa Iglesia.

P.- ¿Qué virtud se funda en esa buena hermandad?

R.- La caridad con el prójimo.

P.- Y la fraternidad de los impíos, ¿en qué se funda?

R.- Se funda exclusivamente en el hombre, que por eso llaman a su amor filantropía.

P.- ¿Y es bueno ese amor?

R.- Egoísta, y para en carnal.

P.- ¿A quién reconocen por padre o por madre esos filántropos?

  -408-  

R.- Jesu-Cristo dijo que sus enemigos tienen por padre al diablo, y que son de la sinagoga de Satanás.

M.- Esto no quiere decir que sean criaturas del diablo, sino que ellos, rebelándose contra Dios que los crió, bajan la cerviz al yugo del diablo, y así unos le adoran y dan culto con el nombre de Satanás, y otros con el de Lucifer, lo cual es horroroso pecado.

El mundo pagano había olvidado la hermandad o fraternidad de todos los hombres. El griego y el romano despreciaban por bárbaros a los extranjeros, al esclavo no lo miraban como a hombre, poco menos a la mujer y al niño, las obras de misericordia eran punto menos que desconocidas. Jesu-Cristo fue quien predicó al mundo la verdadera hermandad de todos los hombres; que el rey y el vasallo, el negro y el blanco, el rico y el pobre, el libre y el siervo, el varón y la mujer, el niño y el anciano, todos somos hermanos por los títulos que aquí indica el Catecismo, no sólo como hijos de los mismos primeros padres, sino como cristianos que vivimos de una misma vida sobrenatural, que es la gracia y caridad divina; que alimentamos el alma con un mismo manjar, que es el cuerpo y sangre del Señor; que nos sentamos a recibirle a una misma mesa, que esperamos nuestra parte en la misma herencia, que es el cielo; y que mutuamente, sin excluir a los enemigos, debemos socorrernos, sin que por amarnos como hermanos hayamos todos de ocupar un mismo rango en la sociedad, ni destruirse la diversidad y jerarquía de las clases, ya que la sociedad no es una masa informe, sino un cuerpo organizado, donde unos son cabeza, otros ojos, pies, manos.

Es cierto que muchos cristianos no tratan al prójimo como a hermano, pero el remedio ha de ponerse en la práctica de nuestra santa Religión, y no en esa fraternidad revolucionaria e impía. Porque la fraternidad de los sectarios es amor del hombre por el hombre, prescindiendo de Dios y de su santa ley, fijándose   -409-   en las cualidades de cada individuo, y más en las del cuerpo, y en las externas de honor, riquezas y atractivos; todo lo cual es terreno, caduco, deleznable y carnal, que en la condición actual de nuestra naturaleza arrastra a mil desórdenes. En las palabras es amor de todo hombre, pero en realidad es odio a todo el que no es sectario, a quien llaman profano, y más si es católico práctico y resuelto; protección a los sectarios, aunque sean enemigos de la patria, y guerra a los compatricios si no son sectarios.

El diablo es padre de todos los enemigos de Cristo, porque todos siguen las falsas máximas del diablo; pero además, en este siglo muchos masones y espiritistas tienen por Dios al diablo con los nombres de Satanás y de Lucifer. Este hecho no se prueba por las mentiras que desde el 1892 se han escrito acerca del culto luciferino, sino que consta hace muchos años más por documentos fehacientes de la misma secta178.

Tengo a la vista una carta, fecha en Buenos Aires el 1.º de octubre de 1897, de persona muy grave; refiere el diabólico espectáculo que los garibaldinos y sectarios ofrecieron al público aterrado, llevando en andas por las calles de aquella ciudad la estatua del mismo Satanás, vestido de mandil y demás insignias, con una bandera roja en que un león pisoteaba el Decálogo y el Crucifijo. En otra, que llamaron manifestación anticlerical, dieron vivas al infierno y mueras al cielo, y firmaron la renuncia al cielo y al Espíritu Santo. Ésos son los italianísimos sectarios en Buenos Aires, repitiendo lo que en la misma Roma hicieron, pocos años hace.

P.- ¿Y la palabra igualdad?

R.- También es ambigua.

P.- ¿En qué somos iguales?

R.- En lo que nos hace hermanos.

  -410-  

P.- ¿Y en qué desiguales?

R.- En casi todo lo demás: edad, fuerzas, talentos, bienes, virtud, habilidades, etc.

P.- ¿Somos iguales en derechos?

R.- Si radican en lo que somos iguales, sí; pero en los otros, no.

P.- ¿Lo somos en el derecho al mando, a las riquezas, enseñanza, privilegios y títulos?

R.- No, por cierto; porque esos derechos, en concreto, radican en lo que somos desiguales.

P.- ¿Cómo así?

R.- Quien es padre o sacerdote; quien hereda hacienda o un trono, es elegido o promovido a un cargo, o se merece premio, etc.; cosas que a otros no competen.

P.- ¿Quieren igualdad los que más la cacarean?

R.- No, padre, sino la propia exaltación.

P.- ¿Cómo decís eso?

R.- Porque lo veo, y ellos no pueden disimularlo.

P.- Explicádmelo un poco.

R.- Ahí están los grados masónicos, sus títulos altisonantes, el juramento y ciego vasallaje que la secta exige, y la dominación universal a que aspira.

Basta fijarse en lo que dice aquí el Catecismo para entender cuán burdo es el axioma sectario: todos somos iguales, porque todos somos hombres; es como si al entrar en un bosque, dijera uno: todos estos árboles son iguales, porque todos son árboles; o como si destruyendo el bosque, y plantando en él un vivero, pretendiese, años adelante, hallar iguales todos aquellos árboles. Todavía campea más el desatino tratándose de los hombres. Éstos, a lo más, podrían, en un momento dado, igualarse en riquezas; pero ¿cómo repartirse por igual el talento, la habilidad, las fuerzas, la salud, los años, la familia, la suerte, las virtudes, los vicios, cosas todas que aumentan o disminuyen la riqueza? Dios Nuestro Señor ha embellecido la naturaleza con una variedad armónica, hermosísima y utilísima, que en la sociedad sirve de estímulo a la   -411-   actividad individual, al ejercicio de las obras de misericordia y de otras virtudes.

P.- ¿Qué frutos da la libertad buena y cristiana?

R.- Vivir en santa paz los buenos, sin temor de los malos.

P.- Y la libertad mala, ¿qué trae consigo?

R.- La opresión de los buenos bajo la tiranía de los malos.

P.- ¿Qué frutos dan la hermandad e igualdad cristianas?

R.- Los de la caridad, con que el mayor ama en Cristo al menor y se sacrifica por él; el menor ama también en Cristo al mayor, al paso que por Cristo se le somete; y todos aman por Cristo a todos, y vuelven bien por mal.

Es imposible de todo punto que haya libertad para los buenos y los malos. Si se deja impunes a los ladrones, no habrá propietario seguro, ni vida segura si a los asesinos, ni fama segura si a los calumniadores; y quien no está seguro no es libre, sino que está oprimido. Pues así está la Iglesia de Dios, sus ministros, sus templos, sus imágenes, su culto, su doctrina y todos los católicos, cuando gozan de libertad los blasfemos, los herejes, los impíos, los escandalosos. Sólo quien quiera la opresión y esclavitud de la Iglesia y de todo lo bueno, como la quieren los sectarios, puede querer la libertad para lo malo, y no hacer todo lo posible para que desaparezca cuanto antes.

Cuán diversos son los frutos de la libertad y fraternidad sectarias de los de la libertad y caridad católicas, está al alcance de todos; mas para que resalte más esa diversidad, háganse las siguientes reflexiones.

La fraternidad sectaria promueve el vicio, dorándolo con los nombres de amor libre, emancipación de la mujer o de la carne, matrimonio civil, divorcio libre y otros; la caridad católica se emplea en establecer la virtud y reparar los estragos del vicio, enseñando la moral santa de Cristo, ennobleciendo la familia con el matrimonio, abriendo a la mujer asilos donde conserve o recobre su honestidad, y se haga   -412-   agradable a Dios y útil a la sociedad, dotando doncellas pobres y con mil otras industrias.

La fraternidad sectaria asedia la casa del moribundo, para que no conozca su estado y peligro; para que, aunque lo desee, no halle remedio para su alma, ni cumpla con sus deberes, ni tenga el esfuerzo y alivio que da la Religión con la confesión de los pecados, la paciencia en los dolores y la esperanza del cielo, sino que muera como un bruto o como un demonio.

La caridad católica no se queda a la puerta, sino se introduce a asistir personalmente al enfermo, a socorrerle en lo corporal y espiritual, a proporcionarle todos los medios con que se resigne en sus males, se ponga en paz con Dios, llene todas sus obligaciones, y muera santamente alentado con la confianza en la misericordia y méritos de Jesu-Cristo y protección de María Santísima.

La fraternidad sectaria socorre únicamente en lo material a los suyos o a los que quiere suyos, con el objeto de hacer poderosa la secta y llegar a dominar en el mundo, y por ese fin activa su pérfida propaganda.

La caridad católica mira ante todo al bien del alma, que vale más que el cuerpo; no excluye de su misericordia ni aun a los sectarios y enemigos; no intenta el propio interés, sino el bien ajeno y que todos sirvan a Dios y se salven; y con ese fin sacrifican su hacienda, su bienestar y hasta su vida millares y millares de sacerdotes y de religiosos de ambos sexos, no sólo en su patria y en países cultos, sino en las más remotas y salvajes tierras del mundo.

La fraternidad sectaria hace extraordinariamente opulentos a los que más la ponderan; la caridad católica hace voluntariamente pobres a innumerables ricos que dan su hacienda a los pobres o a la Iglesia de Cristo.

La fraternidad sectaria ejercita su filantrópica beneficencia   -413-   alegrándose locamente en espectáculos dispendiosos para enviar las sobras del festín a algunos miserables. La caridad católica llora con los que lloran; visita personalmente al enfermo y desvalido, y le consuela y socorre, no sólo de lo superfluo, sino de lo que pudiera gastar en su regalo, y a veces quitándose el pan de su propia boca.

Por fin, la fraternidad sectaria socorre con algo de lo mucho más que en las revoluciones de estos tiempos ha robado a la Iglesia, al clero, a las órdenes religiosas, obras pías, propios y otras fundaciones; no menos que con legalizar la usura, viciar la pública administración y con impuestos arbitrarios.

La caridad católica, no sólo respeta lo ajeno, sino que da de lo propio y justamente adquirido. En 1893 las conferencias de san Vicente de Paúl dieron a los pobres, además de la visita personal y limosnas del alma, 11.232.000 pesetas, y la obra de la Propagación de la Fe empleó en 1890 6.779.363 pesetas. La estadística de ésas y otras obras católicas están llenas de datos semejantes, que ignoran los que no leen sino periódicos sectarios.




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Lección 78.ª

Dones y frutos del Espíritu Santo


M.- Decid los dones del Espíritu Santo.

R.- Son siete: el primero, don de sabiduría; el segundo, don de entendimiento; el tercero, don de consejo; el cuarto, don de ciencia; el quinto, don de fortaleza; el sexto, don de piedad; el séptimo, don de temor de Dios.

P.- ¿Qué cosas son esos dones?

R.- Dádivas preciosas con que el Señor ilustra el alma del justo y le facilita los actos virtuosos.

P.- Y los frutos, ¿qué son?

  -414-  

R.- Producen gozo y paz espirituales, con otros celestiales efectos, que es más útil pedirlos con humildes súplicas, que contarlos y definirlos.

Estos dones los recibe de Dios Nuestro Señor todo el que está en su gracia, y que por lo mismo posee las virtudes infusas.

Éstas, a modo de remos, llevan con trabajo la nave de nuestra alma a través de las procelosas aguas de este mundo; mientras los dones del Espíritu Santo, cual velas hinchadas del viento, la hacen correr ligera hacia el puerto de la gloria, rompiendo a su paso y contrarrestando las furiosas olas de los siete vicios capitales. Para ese efecto, los cuatro primeros dones perfeccionan el entendimiento y sus virtudes, los tres últimos la voluntad con las suyas.

El don de sabiduría nos remonta a contemplar las verdades más altas de la religión, y da un sabor celestial en las obras virtuosas. El don de entendimiento ayuda a penetrar las verdades de la fe, a dirigirnos por ellas, y a conocer que las objeciones contra la Religión carecen de fuerza; el de consejo, a la prudencia para elegir según la virtud; el de ciencia, para tener en su justo precio las criaturas y no usar de ellas para el mal; el de fortaleza, a la virtud del mismo nombre; el de piedad, da un amor filial para con Dios y para con nuestros superiores, mientras que a éstos infunde entrañas de padres; y finalmente, el temor de Dios graba en el corazón profunda reverencia al Señor y refrena los deseos malos.

Provista y enriquecida el alma de la gracia, virtudes y dones del Espíritu Santo, produce, con su buena voluntad y el riego del favor divino, los frutos del Espíritu Santo, que son, como la fruta en el árbol, lo más suave, último y perfecto de las virtudes, a saber: Caridad, Paz, Longanimidad, Benignidad, Fe, Continencia, Gozo, Paciencia, Bondad, Mansedumbre, Modestia y Castidad.

De frutos tan apacibles admiramos pobladas las   -415-   vidas de los santos, que se nos ofrecen a la vista como plantas más del cielo que de la tierra; como que, llegados a su sazón, son transplantados por el Jardinero divino al paraíso de la gloria.




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Lección 79.ª

Sobre las Bienaventuranzas


Las Bienaventuranzas son ocho:

1.ª Bienaventurados los pobres de espíritu.

2.ª Bienaventurados los mansos.

3.ª Bienaventurados los que lloran.

4.ª Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia.

5.ª Bienaventurados los misericordiosos.

6.ª Bienaventurados los limpios de corazón.

7.ª Bienaventurados los pacíficos.

8.ª Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia.

P.- ¿Qué son estas ocho Bienaventuranzas?

R.- Las mejores obras de las virtudes y de los Dones del Espíritu Santo.

P.- ¿Quién las enseñó?

R.- El Maestro divino, y son opuestas a las que el mundo falaz tiene por dichas.

P.- ¿Quiénes son los pobres de espíritu?

R.- Los que no tienen afecto a la honra y riquezas, aun moderadas.

P.- ¿Y los mansos?

R.- Los que apenas sienten ira viciosa.

P.- ¿Y los que lloran?

R.- Los que dejan aun los placeres lícitos, y hacen penitencia.

P.- ¿Quiénes han hambre y sed de justicia?

R.- Los que buscan con ansia el deber en todo.

P.- Y los misericordiosos ¿quiénes son?

R.- Los muy piadosos aun con los extraños.

  -416-  

P.- ¿Y los limpios de corazón?

R.- Los que son del todo mortificados en sus pasiones, procurando evitar la menor culpa.

P.- ¿Y los pacíficos?

R.- Los obradores de paz en sí y en otros.

P.- ¿Quiénes padecen persecución por la justicia?

R.- Los constantes en su deber, aunque los persigan y los maten.

Lo más rico y sabroso de los frutos que producen en el alma las virtudes y los dones del Espíritu Santo, son las ocho bienaventuranzas, por las cuales empezó su divina predicación el Redentor y Maestro de los hombres Nuestro Señor Jesu-Cristo.

Como Dios no nos crió para el mundo, sino para el cielo, así sólo en el cielo hallaremos nuestra bienaventuranza perfecta, gozando el sumo bien para que fuimos criados; y en esta vida la mayor bienaventuranza posible consiste en la mayor esperanza de conseguir el cielo. Esta esperanza es tanto mayor, cuanto más santa es nuestra vida; y por eso el que con la gracia, virtudes y dones del Espíritu Santo cumple todos los Mandamientos y los deberes de su estado y oficio, y además llega a producir los doce frutos, y aun estos más excelentes que se llaman bienaventuranzas, en que se incluyen los consejos del Evangelio, ése logra en esta vida la buenaventuranza posible, y en la eterna la perfecta, con la vista del mismo Dios en un grado de particular excelencia.

Hay más: si no fuéramos pecadores, aunque no hallaríamos bienaventuranza completa sino en el cielo, con todo, la imperfecta de esta vida la hubiéramos conseguido por un camino más fácil, sin tener que guerrear contra desordenadas pasiones, ni hacer penitencia por nuestras culpas. Pero siendo, como somos, pecadores, no hay otro camino sino la penitencia y el vencimiento propio para poder servir a Dios.

Y cuanto más nos limpiemos del pecado y domemos los apetitos que a él inclinan, con tanta más facilidad   -417-   y gozo conseguiremos, ayudados de Dios, la santidad y la bienaventuranza. A esto nos anima el Maestro divino en su sermón de las Bienaventuranzas, después de haber Él mismo practicado por treinta años, del modo más perfecto, esa misma doctrina.

Los mundanos, como no piensan en otra vida, van por camino enteramente contrario, y se imaginan locamente que hallarán felicidad dejándose llevar de todos sus apetitos; pero ni la han hallado ni la hallarán, sino cada vez más desdichas, y por fin la desesperación, la muerte y el infierno. La única felicidad a que anhelan es la presente; ahora bien, todo lo que el mundo ofrece, como dice san Juan, se reduce a honores, riquezas y placeres. Eso desea para sí el mundano, eso busca por cualquier medio, y trata de aumentar más y más. Pero es un hecho contra el cual es impotente el mundo todo, que ni esos bienes sacian el corazón, porque no lo hizo Dios para ellos, ni están en manos de quien los quiere, porque tampoco quiso Dios que sean medios necesarios para el fin a que nos destinó. El ansia misma con que se pretenden y conservan esas cosas, los opositores que se atraviesan, la zozobra de poder perderlas, la enfermedad, el hastío acibaran todas esas dichas, y también los remordimientos, y por fin, acaba con todas de un sólo golpe la muerte.

Las tres primeras bienaventuranzas arrancan de cuajo el deseo de bienes terrenos; con que, si Dios los da, se gozan honesta y tranquilamente, y si los niega o quita, no se quieren; con la cuarta, se aviva el ansia de la virtud, bien que Dios da a cuantos lo buscan, el mayor de esta vida, y que nadie nos puede arrebatar; la quinta, consiste en hacer bien a todos, medio el mejor para ser amado y gozar satisfacción; la sexta, desarraiga lo que dentro de nosotros nos inquieta, a saber, el desorden de cualquier pasión y el remordimiento de la conciencia, hijo de la culpa; la séptima, nos convida a disfrutar la paz, fruto de las anteriores   -418-   y a conservarla en todos; y con la octava, no es capaz de quitarnos esa paz ninguna fuerza extraña, aunque llegue a despojarnos de la vida.

Dígase ahora si hay hombre más feliz en este mundo, sea rico o pobre, esté enfermo o sano, honrado o perseguido, que el hombre santo que posee esas ocho bienaventuranzas. Para el cristiano basta para creerlo la palabra de Cristo, y para creer que el mundo es necio en buscar otras.

P.- ¿Qué premio ofrece el Señor a cada bienaventuranza?

R.- El reino de los cielos con particular excelencia.

P.- ¿Es preciso para salvarse tener esas bienaventuranzas?

R.- No es preciso, en lo que a los Mandamientos añaden.

P.- ¿Por qué se llaman bienaventuranzas?

R.- Porque en ellas consiste la felicidad de esta vida y la esperanza de la otra.

P.- ¿No se logra eso mismo con guardar los Mandamientos?

R.- Sí, padre; pero se logra mejor, si se añaden las bienaventuranzas.

Ya dijimos que la perfecta bienaventuranza, premio de estos tan excelentes frutos, la da Dios en el cielo. Cuanto más uno se señala en actos tan preciosos, tantos más méritos atesora, y más gozará de Dios eternamente. Además, se le dará el premio accidental o especial: a más humillaciones llevadas por Cristo, más honra; a más pobreza, más bienes celestiales, y así en lo demás. Aun en esta vida regala Dios, como por gaje, bienes mayores que los que por su amor se dejan; pero como no siempre son de la misma clase, y no pocas veces se esconden a nuestros ojos, no hacemos mucho hincapié en indagar cuáles puedan ser los que el mismo Cristo indica en su Evangelio, y que hemos omitido aquí siguiendo a las Sinodales Toledanas.





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