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[Alianza con los xiximes] La alianza celebrada en los yaquis nos acuerda otra no menos importante que se celebró a fines de este mismo año con los xiximes. Esta nación carnicera, y quizá la más brutal de la América, había algún tiempo antes, a diligencias del padre Alonso Ruiz, celebrado paces con los cristianos acaxees, de que hicimos mención, por los años de 1607. No se habían aun cumplido tres años cuando volvieron a las hostilidades. Los acaxees padecían por la cristiandad y por la alianza con los españoles, a cuya destrucción los animaban y procuraban traer los xiximes. El gobernador de Guadiana don Francisco Ordoño tuvo orden del marqués de Salinas de pasar en persona a sujetar aquella nación. Partió en efecto a principios de octubre a la frente de doscientos soldados españoles y mil y ciento de los indios, llevando consigo a los padres Alonso Gómez y Francisco Vera. Estaban los xiximes, dice el padre Alonso Gómez, partidos en dos puestos de Xocotilma y Huapixupe. No quiso el general dividir su campo, sino que marchase entero a Xocotilma donde estaba la mayor fuerza del enemigo. Salieron al campo algunos xiximes a verse con el gobernador, el cual, recibiéndolos cariñosamente, les mandó avisasen a los suyos que le esperasen juntos en Xocotilma sin temor alguno, pues que no pretendía hacerles mal. Entramos en Xocotilma el día 18 y al siguiente se presentaron como ciento cincuenta indios bravos puestos en fila en punto de guerra, unos con lanzas y adargas, otros con arcos y flechas, otros con sus macanas, hachuelas y cuchillos, con el cabello largo y bien trenzado con cinta de varios colores y algunos embijados. Nuestros soldados se pusieron también armados en orden militar y tono de batalla. El general dijo a los indios que era aquella muy poca gente, y que sabía había más en el pueblo, que pasados dos días se juntasen todos y les hablaría lo que le había movido a venir. En efecto, de allí a dos días, que fue el de las once mil Vírgenes, vinieron como doscientos hombres de guerra y muchos niños y mujeres. El gobernador les hizo sentar y que los acordonasen los soldados españoles e indios amigos: después les dijo como venía de paz para su bien y provecho, que solo quería castigar a tres o cuatro de ellos y los demás se irían libres a sus casas. Mandó luego amarrar a un indio apóstata, deudor de muchas muertes, lo cual se hizo con paz. Éste manifestó a otro de sus   —39→   compañeros; pero queriendo prenderlos, un indio viejo gritó que primero se dejasen matar. Levantáronse todos y pretendían romper el cordel de los nuestros que los cercaba, con algunos cuchillos y hachuelas que traían ocultas, porque de las que traían manifiestas los había antes desarmado el capitán de San Hipólito. Finalmente, los soldados hubieron de acometer a los más atrevidos, que eran unos once, a los cuales después de catequizados y bautizados se dio sentencia de muerte. Castigados éstos se presentó un cacique xixime muy aborrecido de los suyos por haberse ido a poblar entre los acaxees con veinte pares de sus gentes para instruirse en los misterios de la fe. Pidió el bautismo, y hallándose capaz, fue bautizado, siendo su padrino el mismo gobernador en bautismo y matrimonio, llamándose Francisco, y su mujer doña María. El gobernador los regaló mucho, y luego mandó promulgar un bando, por el cual daba por libres de todos los delitos pasados a todos los que con el dicho cacique quisiesen bajar de sus picachos y vivir de paz. Partimos luego a Guapixupe, y habiendo el gobernador enviado por delante algunos mensajeros, fueron mal recibidos y flechados de los xiximes. A pocos pasos encontramos un espectáculo bien triste, que fue una grande olla y algunas otras menores de carne humana. El corazón habían puesto en un asadorcillo, y los ojos sobre unas hojas de maíz. Aquí mandó el gobernador a requerir con otro de los presos a un reyezuelo hechicero, y que como dios era muy venerado. Halláronla en consejo con los ancianos de su nación, los que dejó al momento, y vino a presentarse al gobernador, diciendo que él y diez y siete pueblos vasallos suyos habían vivido siempre de paz, y no habían jamás faltado a la palabra que dieron a los españoles; que el haberse ahora inquietado y huido sus gentes, era de temor por lo que les habían venido a decir de Xocotilma. Luego mostró un peñol vecino a que se habían refugiado los suyos, los cuales bajaron luego, aunque no todos juntos, y pidieron al gobernador sitio donde poblar, y padres que los doctrinasen.

[Sucesos de Xocotilma] Concluida tan felizmente una expedición tan arriesgada, los de Xocotilma, cuyo pueblo se había enteramente arrasado y entregado a las llamas, remitieron veinte de los suyos a suplicar al gobernador perdonase a los demás de su nación que habían quedado presos, y ofreciendo poblar donde a su señoría pareciese mejor. Intercedieron para este mismo efecto los padres, y el gobernador les dio entera libertad. Suplicó después al padre provincial encomendase la instrucción y doctrina   —40→   de aquellas gentes a los padres Hernando de Santarén y Alonso Gómez, a cuya diligencia, a la mitad del año siguiente, más de siete mil almas que antes como otras tantas fieras habitaban en los peñoles, quebradas y cuevas de los montes, se habían ya reducido a poblaciones regulares, y bautizádose más de trescientos. Fue muy singular entre otros el bautismo de un anciano de más de sesenta años y famoso hechicero. Tocado de Dios por una grave enfermedad halló en el fervoroso celo del padre Santarén la medicina de cuerpo y alma. Entregó muchos ídolos a las llamas en la plaza pública del pueblo, y recibido el bautismo ayudó mucho a la conversión de los suyos. En sus enfermedades y trabajos puesto de rodillas ante alguna devota imagen de nuestro Redentor, se le oyó decir más de una vez con admirable sinceridad: Dios, ya yo te he hecho mi Señor, ya te he hecho mi padre, dame vida y salud, y que no muera yo, que solo te quiero a ti. Habiendo caído poco después de su bautismo en un caudaloso río, dijo después al padre: Dios me ayudó porque soy su hijo, me libró y me sacó por un brazo. Tanta era la prisa que se daban nuestros operarios en la conquista de esta nación, y tan continuos y graves sus trabajos, que el padre Rodrigo de Cabredo, visitador que ha sido de esta provincia, escribe así a nuestro padre general: «Cuando leo las cartas de los padres de esta misión, me parece que veo en ellas una perfecta imitación de lo que el Apóstol escribía a los corintios según la hambre, desnudez, calores, fríos, enfermedades, persecuciones, soledades, desamparos y otras mil incomodidades que padecen y llevan con extraordinario gusto y consuelo por la mayor gloria de Dios y bien de aquellas almas que la obediencia les ha encomendado, etc.».

[Sucesos de México] Tales eran las gloriosas ocupaciones de nuestros misioneros, y aunque con menos dificultad y trabajo no era menor el fruto que a manos llenas se cogía en las ciudades. El concurso a los sermones, la frecuencia a los sacramentos, el fervor en las congregaciones y demás ejercicios de piedad, tuvieron por este tiempo un singular aumento. Al celo de los predicadores contribuyó de su parte el cielo con dos extraordinarios sucesos. El primero, fueron algunos días de temblores continuos y los más violentos que hasta entonces se habían experimentado en estos reinos. Acobardados los ánimos con este terrible azote, sobrevino poco tiempo después el eclipse de que hasta hoy dura la fama y el horror. Sucedió el día 11 de junio, consagrado al apóstol San Bernabé, de las dos a las cuatro de la tarde. A las tres, que estaba en su   —41→   mayor aumento, se obscureció enteramente el sol, y por algún breve rato se vieron las estrellas, y fue necesario encender luces en las piezas de algunas casas. Las pinturas horribles que algunos astrónomos habían hecho de este fenómeno desde algunos meses antes, habían preocupado los corazones que creían ver ya aquellas señales precursoras del último juicio. Trazas maravillosas de que dejando obrar la naturaleza según las leyes establecidas por su infinita sabiduría, se sirve tal vez la divina bondad para la salud de sus almas escogidas. Entre estas podemos contar muchas que se acogieron al seguro puerto de varias religiones. Dos por caminos muy singulares no podemos omitir. Había dado su nombre a la congregación de la Anunciata un joven de muy diferente carácter de los demás que servían a la Reina de la pureza en aquella piadosa sociedad. Se había dado por espacio de siete continuas torpezas, cuando se sintió llamado del Señor a cierta religión. Luchó muchos días y muchas noches con este pensamiento sin podarlo apartar de sí. Para sosegar aquellos remordimientos y recobrar aquella falsa paz, de que se jactan siempre, y de que nunca gozan los impíos, determinó, bien contra su gusto ir a hablar al prelado de aquella religión, con el único consuelo de que no habrían de admitirlo, a lo menos tan prontamente. Pero ¿cuál fue su confusión y su sorpresa cuando vio que el superior de aquel orden al instante le admitió sin más examen, mandándole que a la noche volviese a vestirse el santo hábito y comenzar su noviciado? Salió de allí afligidísimo dudando si aquel pensamiento sería de buen o mal espíritu. Llegó en estas congojas a su casa, y arrojándose ante la imagen de un crucifijo: Señor, le decía, con lágrimas, bien sé que sois amoroso Padre de pecadores; pero yo me hallo tan indigno de profesarme siervo vuestro en medio de tantas torpezas, que no me puedo persuadir a que sea esta vuestra voluntad, y que pueda yo cumplir con obligaciones tan estrechas. Dadme a conocer vuestro beneplácito, y aquí me tenéis pronto a cumplirlo. Así dijo, y alzando los ojos llorosos a la santa imagen, vio que estando pendiente de un clavo, por tres veces se apartó notablemente de la pared, con tanto horror de aquel joven, que cayó luego en tierra desmayado. Volviendo en sí partió a nuestro colegio a hacer una confesión general y luego al convento, en que después recibió muchas otras pruebas de que Dios le quería para el estado de perfección. En la misma ciudad cayó tan gravemente enferma una doncella, hija de un médico, que su mismo padre no le daba ya sino tres   —42→   horas de vida. Tenía ya perdida la habla y levantado el pecho. Entretanto entró un padre del colegio trayéndole una firma de nuestro padre San Ignacio, y mientras le decía la recomendación del alma se la puso sobre el pecho. Llegó a estremecerse en este intervalo, y creyendo todos que había expirado, quedó por algún rato como en un dulce sueño, del cual volvió poco después libre de calentura, y pronunciando afectuosamente el nombre de San Ignacio. Hizo voto de dejar el mundo, y entrarse religiosa y lo cumplió, habiendo antes ofrecido un voto de cera al altar de nuestro santo padre.

[Milagros de San Ignacio en Guadiana y fundación de la congregación] La repentina salud conseguida por medio de nuestro glorioso padre San Ignacio que acabamos de referir, nos acuerda otro prodigio de los muchos con que ya por este tiempo se había hecho célebre la imagen del santo que se venera en el colegio de Guadiana, y lo refiere así el padre Francisco Contreras, superior de aquella casa. Leonor Martínez, mujer del capitán Juan Zudia Pacheco, se hallaba con tan recios dolores de parto que se desconfiaba de su vida. Aplicáronsele sin efecto varias reliquias, pero enviándole la milagrosa imagen, que aquí tenemos, cesaron luego los dolores, y al siguiente día parió con felicidad. Sobrevínole después una maligna calentura, que yendo siempre en continuo aumento dentro de muy pocas horas se vio desahuciada de los médicos. Enviome a llamar a la media noche, miércoles 25 de mayo. Hallela con un sudor frío, los ojos cuasi quebrados, el pecho ronco y elevado. La confesé con grande dificultad porque las ansias eran de muerte, y apenas me parecía que pudiese amanecer. Amaneció y diéronle el Viático, y dentro de media hora la Extrema Unción. Los médicos se despidieron y cesaron las medicinas como ya muerta. Quedaron los padres del colegio asistiéndola. Uno de ellos pidió a los circunstantes que puestos de rodillas orasen a nuestro Señor le diese salud por los merecimientos de San Ignacio, cuya imagen tenía a su lado la enferma, y a quien en medio de sus ansias miraba o volvía la cara muchas veces. Apenas se hincaron a hacer esta oración, cuando se privó totalmente, perdió la habla, crecieron las fatigas y agonizó por más de dos horas. Comenzaron los padres a decir la recomendación del alma: teníanle al lado la candela y comenzó a boquear y estirarse el cuerpo, creyendo todos los presentes que había expirado según todas las señas. En este mismo punto, cuando ya toda la familia y presentes la lloraban por muerta, volvió en sí, se sentó sola en la cama, y mirando a todos con una boca de risa: yo estoy   —43→   buena, les decía, Dios me ha sanado por la intercesión de San Ignacio, déjenme levantar. Divulgose luego la fama de este prodigio, acudió cuasi todo el pueblo a verla y a ser testigo de un milagro tan grande, como ellos decían, y depusieron después en toda forma. Hasta aquí el padre Francisco de Contreras. La devoción que por estas maravillas ha conservado siempre esta ciudad a nuestro santo patriarca, ha fomentado también en ella una estimación y aprecio de los ministerios de la Compañía, que la hace muy digna de nuestro agradecimiento. Con ocasión de haber ido el año antecedente a la visita el padre Martín Peláez llevado del amor que tenía a aquella residencia, de que había sido el primer fundador, le procuró el sólido bien de la congregación de la Anunciata, dejando orden para que luego se estableciese, como en efecto se ejecutó a principios del año de 611. Es muy expresiva y piadosa la carta del gobernador y capitán general sobre este asunto, para que podamos omitirla. «Entre los grandes beneficios (dice) que todo el reino y esta república recibe de la Compañía de Jesús, uno, y a mi ver de los más principales, es el haber dejado ordenado V. R. cuando vino a la visita de esta casa, que en ella se estableciese la congregación de nuestra Señora, lo cual puso en ejecución el padre Francisco de Contreras luego que llegó, con mucho gusto y cuidado. Y así, el día de la Anunciación se propuso al pueblo, y el día 3 de pascua nos juntamos en la iglesia, y gustando el padre rector Francisco de Contreras que yo asistiera como protector, lo acepté con mucha voluntad de servir a la Virgen en cuanto pudiese. Nombramos los oficiales que en semejantes congregaciones suele haber. Por prefecto a mi teniente el Dr. Martín de Egurrola, y en los demás oficios a los alcaldes ordinarios, oficiales reales y demás gente honrada de esta república, y protesto a V. R. que habiendo entendido el intento de la congregación y los medios y fines de ella, se ha recibido con general aplauso de todos, y que es sin duda uno de los más eficaces medios que usa la Compañía para alcanzar el fin que pretende de la salud de las almas. Yo, en nombre de todos, beso a V. R. las manos por este singular bien que nos dejó, y le suplico escriba al M. R. padre general noticiándole el asiento de esta congregación, y pidiéndole se sirva mandarla agregar a la primera de aquella corte con el título de la Anunciata, y que así mismo su paternidad reverendísima se sirva enviarnos las letras apostólicas y demás recaudos con la mayor brevedad posible, para gozar las gracias e indulgencias. Dios nuestro Señor guarde a V. S. muchos   —44→   años para que recibamos semejantes mercedes. Guadiana 12 de abril de 1511. Soy de vuestra paternidad.- Francisco de Ord[o]ñola».

La solicitud del padre provincial Martín Peláez no se había ceñido solamente al bien de la capital de Nueva-Vizcaya. [Segunda entrada a los taraumares] Había dividido también las misiones y dejado a los superiores de ellas muy cuerdos reglamentos: por su orden los padres Juan del Valle y Bernardo de Cisneros, entraron desde el pueblo de Papázquiaro por tierras de los xiximes, y anunciaron el reino de Dios a las rancherías y pueblos de Oanzame, Hucoritame, Orizame, Humaze y otros muchos. El padre Juan Fonte, misionero también de Tepehuanes y residente en el pueblo de Zape, tuvo orden de hacer segunda entrada a los taraumares. Visitó muchas quebradas y cuevas, persuadiéndoles que saliesen a poblar en sitios más cómodos, y tuvo el consuelo de que más de tres mil de aquellos bárbaros, dóciles a su voz, le prometiesen salir a poblar el valle de San Pablo como en efecto lo ejecutaron, y veremos después. Entre los antiguos cristianos tepehuanes se veían grandes ejemplos de fidelidad. Acompañaban en grande número los misioneros en sus penosísimos caminos. Y diciéndoles el padre en ocasión que pasaba a un pueblo cercano que con un muchacho le bastaba; esto lo hacemos, respondió un cacique, para que los españoles y los demás indios vean cuánto estimamos tu persona, y cuán contentos vivimos contigo habiendo un español por no sé qué motivo permitido que saliese otro de su casa en ocasión de estar muy enfermo, los indios de Papázquiaro lo acogieron, limpiaron, y acomodáronle una choza y una cama. No tenían de qué hacerle colchón, y pidieron al padre Juan del Valle les diese alguno o lana de que formarlo. El apostólico varón aun para sí no lo tenía, y hubieron de recoger entre las indias alguna lana para dar al enfermo español algún alivio. Continuaron así por algún tiempo en su cuidado y asistencia con asombro y confusión de los españoles, hasta que pasó a mejor vida. Los más pequeños defectos en la asistencia de la doctrina y semejantes piadosos ejercicios, venían a avisarlos a su ministro, y viendo en cierta ocasión a unos soldados con poca decencia en la iglesia, vino un indio catecúmeno a decir al padre: éstos no son cristianos, no tienen respeto a la casa de Dios, pues vienen a comer y hablar en el templo. Estas pequeñas acciones de virtud en los neófitos, son como aquellos primeros ensayos de la luz natural en los niños, que llenan de consuelo a sus padres, y les hacen concebir una idea grande de sus talentos en una edad madura.

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[Sucesos de Sinaloa] No eran tan nuevos en la fe los zuaques, sinaloas y tetuecos, y así se veían en ellos más adultas las virtudes cristianas. Se avergonzarán de andar desnudos. Habían formado de adobe iglesias bastantemente capaces, a que venían de largas distancias, con una devoción que la infundían a los cristianos antiguos. Es verdad que en las dos últimas de las dichas naciones había aun bastantes gentiles, y aun entre los neófitos algunos vestigios de las antiguas supersticiones. Con ocasión de haberse convertido un famoso hechicero, quiso el padre Pedro Méndez informarse de él, de los ardides con que los engañaba el demonio para desengañarlos con la luz de la santa doctrina. Éste y otros descubrieron al misionero cómo el demonio se les aparecía en varias figuras y nombres, que correspondían bien a la antigua idolatría de los griegos y romanos. A uno de sus dioses llamaban Ouraba, que quiere decir fortaleza. Era como Marte, dios de la guerra. Ofrecíanle arcos, flechas y todo género de armas para el feliz éxito de sus batallas. A otro llamaban Sehuatoba, que quiere decir deleite, a quien ofrecían plumas, mantas, cuentecillas de vidrio y adornos mujeriles. Al dios de las aguas llamaban Bamusehua. El más venerado de todos era Cocohuame, que significa muerte. Acaso en estos mismo días que daba el sacerdote algunos ratos a estas averiguaciones, faltó uno de los instrumentos de carpintería muy necesario a la fábrica de la iglesia. Oyó decir que el ladrón lo habría enterrado, y que un viejo que pocos meses antes se había bautizado, sabría sin duda dónde estaba. Mandó luego a llamar al buen viejo, y preguntándole por el instrumento, bien ignorante del motivo que habían tenido los indios para decirlo, el anciano haciéndose cruces, respondió: «No, mi padre, ya yo no sé de esas cosas desde que me hice cristiano». Esta respuesta picó la curiosidad del misionero, y deseoso de informarse, le preguntó si antes las sabía, y por qué medios. «Eso, respondió, te habrán dicho estos mis hijos, porque antes cuanto se perdía, venían a consultarme, y yo les decía dónde estaba después de haber hablado con Huyatova, que se me aparecía en figura de un niño muy hermoso, y me decía dónde estaba cada cosa. Después que me bauticé, se me ha aparecido algunas veces muy enojado, y me ha dicho que no entre en la Iglesia, ni me persigne, ni dé crédito a lo que tú me has enseñado. Yo me he librado de él con venir siempre como ves a la Iglesia, y oír misa para que no me engañe». Quedó el padre admirado de esta relación, confirmada con el testimonio de todo el pueblo,   —46→   de que era el oráculo. Animó al indio a proseguir en sus buenos propósitos, y tomó ocasión para hacer una exhortación muy fervorosa a la multitud. No es de omitir la significación de la palabra huitova, que según interpretan los peritos de aquel idioma, quiere decir, meridiano o cosa del mediodía.

[Rebelión de los tehuecos] No todos los nuevos cristianos lo eran tan de corazón como este buen viejo, y así halló el padre Pedro Méndez que muchos de su partido adoraban aun algunos idolillos. Supo dónde estaban y yendo con algunos soldados, los quebró y los enterró ocultamente. Este santo celo estuvo para costar la vida al apostólico varón. Los idólatras sintieron agriamente este golpe. Los hechiceros animaban con sediciosas arengas a los que hallaban menos arraigados en la fe, y entre una gran parte trataron de dar la muerte al padre y retirarse a los bosques. No pudo quedar tan oculto el proyecto que unos indios fieles no lo comunicasen al misionero. Tenían ya los mal contentos tomadas todas las avenidas del pueblo, y no podía escapárseles la presa. Un gran número de indios fieles tuvo valor de acompañarle en la iglesia, donde el padre quiso ir a pasar la noche y prepararse a morir. Sabiéndose al día siguiente en la villa el grande riesgo en que estaba el padre Méndez, y que aun después de diversos avisos no podía resolverse a dejar aquel su amado partido, los superiores, atendiendo a sus muchos años y quebrantada salud, le hubieron de mandar que se retirase al partido de Ocoroni, que él había engendrado en Jesucristo, y cuyos moradores, que le amaban tiernísimamente, lo recibieron con tanto gozo, que se decían mutuamente unos a otros, y aun a los españoles que encontraban: ya vino nuestro padre, el que nos bautizó y nos abrió las puertas del cielo. En medio de esta común alegría, solo el padre estaba acongojado, pareciéndole que por sus culpas lo privaba Dios de la ocasión de derramar su sangre por Jesucristo. Algún tanto le mitigó esta pena la promesa que le hizo el padre visitador de las misiones, de que volvería a trabajar en la conversión de los gentiles, si venía, como lo esperaba, licencia del virrey para la doctrina e instrucción de los mayos. La carta que con esta ocasión escribió al padre Martín Pérez, no puede leerse sin lágrimas y sin quedar penetrado de los mismos sentimientos de humildad y de celo que animaban a este fervorosísimo anciano. «Aunque el padre visitador (dice) me ha dado buenas esperanzas de que en abriéndose puerta para la conversión de los gentiles del río Mayo, seré yo el primero que allá vaya, con todo tengo muy grande   —47→   empacho y vergüenza de haber salido (aunque por la obediencia) de entre los tehuecos, por parecerme que he vuelto las espaldas al padecer y perdido las ocasiones que allí tenía de sufrir y merecer, que es lo que el hombre vino a buscar de España a estas partes. Solo me consuela ser esto voluntad de nuestro Señor, y entender que V. R. volverá por mi vocación y me dará la mano, y me levantará, no a cosas de honra, ni de regalo, sino a otras mayores ocasiones de padecer por quien por mí padeció tanto, y por aquel a quien yo tanto he ofendido, que es lo que siempre he deseado, después que trabajo en estas incultas selvas de la gentilidad; pues no es razón que contradicciones, persecuciones, ni peligros, nos hagan volver las espaldas afrentosamente, maxime a mí que tan poco importo, habiendo de entrar en estos mismos trabajos y peligros, otros que por sus grandes talentos importan tanto a la Compañía». En lugar del padre Pedro Méndez entró a la misión de los tehuecos el padre Laurencio Adame, que poco después se vio también en los mismos peligros, como veremos adelante.

[1612] Al padre Pedro Méndez, a los principios del año siguiente, pareció necesario traerlo a México. Se puede dudar si este grande hombre habría servido más útilmente a Dios en las misiones, de lo que sirvió en la casa profesa a los extraños y a los nuestros, con los ejemplos de sus religiosas virtudes. Era de una grande edificación ver a un hombre de sesenta años, después de diez y ocho de misiones, tan arreglado y exacto en las distribuciones más mínimas de una casa observantísima, de una pobreza extremada, de un trabajo tan constante, como si acabara de salir de los estudios. Sus conversaciones encendían a todos en el deseo de la salvación de las almas, y puede decirse con verdad que formó otros tantos misioneros cuantos eran los sujetos que trataba, y que no le oían suspirar, sino por los desiertos de Sinaloa, vueltos siempre los ojos hacia aquel país, que había regado con sus sudores, y en que deseaba acabar sus días en servicio de aquellas almas desamparadas a que bien presto lo veremos volver.

[Muerte del padre Gabriel de Logroño y frutos de la Anunciata] Ilustraba por este mismo tiempo el colegio máximo de San Pedro y San Pablo con admirables virtudes el padre Gabriel de Logroño, que con universal sentimiento de toda la provincia, pasó a gozar de la bienaventuranza, de que poco antes había tenido una visión maravillosa, el 18 de octubre de este mismo año. Desechadas las grandes esperanzas que le daban sus ilustres cunas, obedeció a la voz de Dios que le llamó a la Compañía, manifestándosela aun antes de venir a México   —48→   sus primeros fundadores. En ella fue siempre un perfecto ejemplar de observancia religiosa. Favoreciole el cielo con singulares ilustraciones en la oración, a que daba todo el tiempo que le dejaba libre el confesonario. Dejó llena aquella casa, y lo está aun hoy toda la provincia del suave olor de sus virtudes. A vista de tales modelos, no es mucho que los congregantes, aun niños de nuestros estudios, se aplicasen con tanto esmero a los ejercicios de la más sublime perfección. De la congregación de estudios mayores salieron veintisiete para diversas religiones, y cuasi otros tantos de estudios menores. El fervor y devoción en las ocupaciones piadosas de sus asistencias era tal, que habiéndose hallado en cierta ocasión a ellas dos personas que con no poco escándalo fomentaban muy antiguos rencores, tocadas de aquel devoto espectáculo, se fueron juntamente al padre prefecto, y con toda la solemnidad de escribano y testigos, otorgaron escritura de amistad con juramento de no quebrantarla jamás. Entre todos fue muy notable la piadosa astucia con que triunfó del mundo un colegial de San Ildefonso. Estaba éste, como los más forasteros que estudian en los convictorios, encomendado por su padre, a un caballero muy rico de esta ciudad. No pudo éste saber los designios de su cliente sin un grave cuidado de que no llevasen, mal sus padres aquella resolución y le culpasen de algún descuido. Para quedar a cubierto de toda sospecha, determinó sacarlo del seminario y remitirlo a su patria. ¿Y será razón, replicó el joven, que salga yo del colegio, sin despedirme de mis compañeros y sin agradecer a los padres lo que han trabajado en mi educación? Claro está que no, respondió el caballero: yo pasaré contigo en persona a practicar ese oficio de urbanidad. Partieron juntos en efecto al seminario, y conduciéndolo el joven al aposento del padre rector, él se apartó con pretexto de ir a recoger sus alhajas, y fue para ir a postrarse a los pies del padre provincial, Rodrigo de Cabredo, protestando no levantarse hasta ser admitido en la Compañía, donde vivió muchos años, dando cada día mayores pruebas de la sinceridad de su vocación, con grande consuelo de sus padres, que no tuvieron de su entrada la menor pesadumbre.

[Prodigio de San Luis Gonzaga] Y ya que hemos hecho mención del seminario de San Ildefonso, no podemos omitir un caso singularísimo y que podrá fomentar mucho la devoción de su noble juventud para con el angélico joven San Luis Gonzaga. Sucedió con don Pedro Camacho, colegial del mismo colegio, que lo refiere con estas formales palabras. «Estando en Atlisco,   —49→   mi patria, salí a una dehesa a pasear en una tarde muy serena, y en que no parecía posible sucediera a tan gran bonanza la menor borrasca del mundo. Pero no fue así, porque divertidos en el paseo, nos cogió la noche y con ella la mayor tempestad, y aguacero más fuerte que había visto en mi vida. Habiendo pasado, no sin dificultad, algunos arroyos que con las avenidas entonces eran ríos, faltaba el último ya cerca de donde íbamos. No me atrevía a pasar por la mucha agua y desgracias que habían sucedido en aquel paraje. Pero porfiándome los muchos que iban conmigo, me animé a pasar en la cabalgadura de uno de mis compañeros. A poca distancia de la orilla, perdió pie la mula, y sin embargo, me tuve hasta la mitad del río. Allí caí y me arrebató la corriente en un instante a más de treinta pasos. Al caer, invoqué a San Luis Gonzaga, a quien tuve siempre por patrón desde que [...] su vida y milagros en el colegio. Los compañeros no podrán verme por la grande oscuridad de la noche. Yo, con la mucha agua que me cubría todo sin alcanzar pie, no pude dar voces, ni oí las suyas, aunque según supo después, me dieron muchas. Una sola voz oí, ni muy gruesa, ni muy delgada, sino intermedia y suave, con que me decían que me tuviera que había donde. Con esto, sentí al mismo tiempo que de en medio de las corrientes furiosas (que allí eran mayores por estar el río acanalado, y allí una toma de molino, que todo hacía más cierta mi desgracia) me rempujaban a un peñasco, en que metiendo las manos, hallé de que asirme. Grité a mis compañeros, y estuve colgado dos o tres cuartos de hora sin cansancio alguno, mientras fue uno a su casa a traer cordeles, con que me sacaron de tan manifiesto peligro; lo cual reconozco deber al Señor y a su Madre santísima por intercesión del beato Luis Gonzaga. El peñasco de que me así estaba tan levantado, que yendo a otro día por la mañana los que aquella noche habían sido testigos, hallaron que un hombre a caballo desde el cauce del río, no alcanzaba a él, y estaba tan lustroso y liso que no tenía agujero alguno de donde asirse. Todos manifiestos indicios de la merced que por medio de este bendito santo me hizo nuestro Señor. Fue este caso a diez y seis de octubre de 1612, siendo testigos Antonio Hernández de Sosa, Francisco García Vidal, Esteban de Soto y Felipe de Torres; y yo por ser verdad lo firmo con juramento.- Pedro Camacho».

[Suceso espantoso] Es de muy diversa naturaleza, pero no contribuirá menos a la pública edificación un suceso espantoso que refiere la anua del seminario   —50→   de San Gregorio. Estaba un indio muy afligido, parte por haberse huido su mujer, y parte por su mala conciencia, cuando oyó por contingencia a un padre de aquel colegio que predicaba los jueves en el mercado. Las palabras del predicador le atravesaron el corazón y lo arrojaron en una tan profunda melancolía, que no podía disimular a los de su casa. El domingo siguiente quiso ver si hallaba consuelo oyendo a un padre de San Francisco que predicaba en Santiago Tlaltelolco. Llegó a tiempo que ponderaba el orador el desastroso éxito de uno que había callado en la confusión algunas de sus culpas. Salió de aquí extremamente acongojado, y no queriendo resolverse a acertar con la única fuente de la tranquilidad y paz de su espíritu, determinó salir huyendo de la ciudad, como si en cualquiera país y ocupaciones no hubiera de oír las voces de Dios, que no llevara consigo al torcedor de su mala conciencia. Salió en efecto a las tres de la mañana y caminaba lleno de confusión por la calzada de San Antonio, cuando vio de lejos un bulto que llegándose a él; ven acá, miserable, le dijo, ¿dónde vas? ¿piensas huir de lo que te atormenta, aunque vayas a los fines de la tierra? El indio, atemorizado, respondió: ¿Quién eres tú que sabes mis tristezas? Descubriose aquel bulto, y no vio sino un armazón de huesos secos que le dijo estas palabras: Da gracias al Señor que te ha sufrido tanto tiempo. Bien sabes que ha muchos años que no te confiesas, y que desde tu niñez has callado tal y tal culpa. Si no te enmiendas, breve vendrá sobre ti la ira de Dios. A estas voces cayó el indio en tierra y estuvo fuera de sí un largo rato: volvió erizados los cabellos, un sudor frío le corría por todo el cuerpo, y temblaba todo de pies a cabeza. Sosiégate, infeliz, le dijo el esqueleto, que soy venido para tu bien. Dios te llevó el jueves al mercado y el domingo a Santiago. Ve al jacal de San Gregorio y confiésate con uno de aquellos padres. ¿Cómo haré eso, replicó el indio un poco más recobrado, que nunca he tratado a esos padres, y dicen que riñen mucho, ni tengo siquiera un ramillete que llevarles? No es así, hijo mío, replicó la visión. Los padres siempre acogen bien a todo género de personas cuando van verdaderamente contritas, ni es menester que les lleves alguna cosa, pues ellos lo han dejado todo por Dios y no buscan más que las almas. Ve con seguridad, enmiéndate singularmente de tal y tal pecado, y no digas eso que piensas de tus parientes. De tu mujer no tengas pena: está en la calle de Tacuba en casa de N. De aquí a tres días, a tal hora, la encontrarás en la calle de Santo Domingo. Le hablarás y no hará caso   —51→   de ti; pero después te llamará y se avendrá a hacer vida contigo, aunque ella es tal, que durará poco en tu compañía. Dijo, y el indio partió luego a San Gregorio, y dio cuenta de todo a aquel mismo sujeto a quien había oído predicar. Dudoso éste de la verdad, dijo al indio que para que él le oyese no era menester tantas mentiras, que el decirlas era una culpa gravísima, porque no pretendía engañar a un hombre sino a Jesucristo, cuyas veces hacía el sacerdote. Así dijo el prudente confesor; pero la exactitud, la compunción y lágrimas con que se confesó el buen indio y con que prosiguió por tres días su confesión general, viendo cumplido en ese término cuanto le había profetizado aquel horrible espectáculo, le dejó firmemente persuadido, y mucho más el ver que a pocos días la mujer que hacía ya vida con su marido, segunda vez desapareció, y él, sin ninguna inquietud de las que había antecedentemente experimentado, se dedicó al servicio de una ermita, donde proseguía haciendo una vida ejemplarísima.

[Ministerios de la Puebla] Con la misma confianza que llegaban al seminario de San Gregorio los naturales de México y sus merindades, ocurrían también los de Puebla y su obispado al colegio del Espíritu Santo. Para conocer el fruto que lograba el celo de nuestros obreros en las cárceles, en los hospitales y en los obrajes, sería menester variar en cada año los muchos casos que refieren las anuas, y que siendo generalmente de un mismo carácter, causarían quizá fastidio aun a los lectores más piadosos. En este género de ministerios se ve cada día, aun al presente, y se verá siempre que la palabra de Dios desnuda y sencillamente propuesta, es semilla y es espada de una infinita fecundidad y fuerza por sí misma, aun prescindiendo de la destreza de la mano que la siembra y del brazo que la maneja. La Compañía, encargada por los soberanos pontífices y por los más poderosos príncipes de empleos lustrosísimos, ha experimentado siempre más sólido consuelo, mayor tranquilidad y mayor fruto en la explicación de la doctrina cristiana por las calles y plazas, en la instrucción de los rudos e ignorantes, y en las visitas de cárceles y hospitales tan encomendadas por su santísimo legislador. Estas ocupaciones que en todas las partes del mundo hacen, digamoslo así, el carácter de los jesuitas, florecían singularmente y florecen hasta ahora en el colegio de la Puebla. La ciudad y los innumerables pueblos de su resorte, son un campo fecundísimo que ofrecen siempre mucha mies a los segadores evangélicos. El partido de Zacapoaxtla que debió a la Compañía cuasi los principios de la fe, necesitaba por   —52→   este tiempo más que nunca de su cultivo. Un cacique revoltoso a la frente de algunos otros sus semejantes, había infamado ante el ilustrísimo señor don Ildefonso de la Mota, ya entonces dignísimo obispo de Puebla, a su beneficiado, de las más atroces calumnias que le fue muy fácil disipar. Los acusadores, temiendo el resentimiento de su cura, habían huido a los montes vecinos donde muchos años antes los habían sacado nuestros misioneros. A la fuga y falta de sujeción siguió bien presto una torpísima disolución, y a esta una abominable idolatría. Había ya más de dos altos que así vivían, a pesar de todas las diligencias del celoso pastor, que por todos caminos había procurado el remedio. Pidió a los superiores le enviasen dos padres misioneros. Comenzaron éstos a predicar en el pueblo, y llegó luego a los fugitivos la fama que habían llegado a la cabecera los jesuitas. El amor que siempre habían los de aquel país profesado a la Compañía, movió al autor de aquellos desórdenes a venirse a ver con uno de los misioneros una de aquellas noches. Fácilmente le persuadió el prudente y celoso ministro a que se confesase, lo que comenzando desde aquella misma noche continuó por otras tres, volviéndose de día al abrigo de los bosques. Acabada su confesión, quedó convencido de que era necesario retractase públicamente de cuantos testimonios había levantado a su pastor y padre. Todo lo prometió el verdadero penitente, y el primer día de fiesta, estando en la iglesia todo el partido, entró con el padre. Hincáronse los dos de rodillas, y en presencia del beneficiado y de todo el pueblo que se deshacía en devotas lágrimas, dictando el misionero y repitiendo el cacique, se desdijo, se acusó y pidió perdón de la injuria que había hecho a su ministro. Fuéronse luego a arrojar a sus pies, y él bañado en lágrimas de gozo abrazó primero al indio y luego al padre, prorrumpiendo en alabanzas suyas y de la Compañía, que repitió después con afectuosísimas gracias en carta al señor obispo, al padre provincial y al rector del colegio. Los demás indios con la misma facilidad que habían seguido al cacique en su rebelión, lo siguieron en la penitencia, y dentro de pocos días reducidas a su aprisco aquellas ovejas descarriadas, y restituida al pueblo la tranquilidad, dieron la vuelta a su colegio.

[Visita del señor don fray Juan del Valle] El ilustrísimo señor don Ildefonso de la Mota recibió a los padres con las mayores demostraciones de benevolencia, y no contento con ellas fue luego en persona al colegio a dar al padre rector y a toda la Compañía las gracias por una obra tan del servicio y gloria del Señor y utilidad de su rebaño. Semejante dignación tuvo por este mismo tiempo el   —53→   ilustrísimo reverendísimo señor don fray Juan del Valle, obispo de Guadalajara, del Orden de San Benito. Este celosísimo pastor, a imitación del señor don Alonso de la Mota que le había precedido en aquella mitra, emprendió la visita de su dilatadísima diócesis. Llevó consigo al padre Juan Gallegos. Pasó hasta Sinaloa, y hablando delante de todos los españoles e indios en el templo, protestó que había venido hasta allí más para ver por sus ojos los grandes trabajos de la Compañía, y consolar su espíritu con la comunicación y trato de hombres tan santos, que por juzgar hubiese cosa alguna digna de remedio; estando, dijo, como estoy persuadido y segurísimo, que donde ellos gobiernan todo estará con sumo concierto y religión. Aun dio más peso y más autoridad a sus palabras en carta que después de su visita escribió al padre provincial, y dice así: «He visto a casi todos los padres de estas misiones de Topía y Sinaloa, de que vengo consoladísimo y muy edificado, porque he visto les debe mucho la Iglesia y su Majestad y la Compañía, por el provecho tan notable que en estas partes hacen, y por lo mucho que padecen entre estos bárbaros que tienen a su cargo, y así donde quiera que yo me hallare, he de ser pregonero de éstas y de otras cosas buenas que en ellos he visto y tocado con mis manos, que por la brevedad no digo ahora. Será nuestro Señor servido que algún día las podamos tratar a boca. Y en cuanto pudiere tengo de ser gran protector de estas misiones, y de los padres que en ellas andan, etc.».

[Sucesos de los tepehuanes] Tal era la idea que de nuestros operarios se había formado este celosísimo pastor. Ni era solo el amor que había profesado siempre a la Compañía el que le hacía discurrir tan ventajosamente de los misioneros jesuitas. El padre Hernando Santarén, que con el padre Alonso Gómez partía, como dijimos, el cuidado de la nueva cristiandad de los xiximes, escribiendo al padre provincial dice así: «Fuí a S. Bartolomé, uno de los pueblos nuevos, y hallé que el cacique tenía también dispuesta su gente, que el día de S. Lucas bauticé cincuenta adultos. Entregan sus ídolos al fuego, y se dejan cortar el cabello con una facilidad, que es para alabar a Dios, y mucho más la emulación de los que quedan por bautizar, y la ansia de saber la doctrina que desde que sale el sol hasta que se pone no cesan de rezar y de aprender las oraciones y catecismo, ni los que lo saben y están bautizados de enseñarlo. Gloria sea a Dios que tan bien endulza el camino más áspero que hay para estos pueblos con tan buena cosecha como se coge y espera coger mejor para noviembre, de que daré cuenta a V. R.,   —54→   etc.». Entre los tepehuanes no había contribuido poco a su instrucción la compañía de muchos indios mexicanos que trabajaban en las minas de los reales vecinos. Éstos formaron una cofradía de la Concepción de nuestra Señora. La puntual asistencia y devoción en los ejercicios de esta hermandad, que el señor obispo se sirvió de confirmar y enriquecer con indulgencias, fue un grande medio para hacer formar a los neófitos una alta idea de nuestra religión, y animarlos a hacer lo que veían practicar a los mexicanos. Añadíase el ejemplo de los muchos vizcaínos y españoles del real de Guanaceví. Éstos, con ocasión de la beatificación de nuestro padre San Ignacio, habían hecho fiestas nada inferiores a las de cualquiera otra ciudad de la América. Fabricaron después una capilla y un retablo, con frontales, ornamentos, lámparas y demás alhajas necesarias de mucho precio. Esta magnificencia y devoción picó la curiosidad, y sirvió mucho a la instrucción de los nuevos cristianos. Los de Indeé, que con su fuga tenían en un grande susto a los españoles de aquel real, se restituyeron con suma facilidad a diligencias de los padres, que tuvieron valor de irlos a buscar sin alguna escolta hasta sus mismos picachos. Del valle de San Pablo recién descubierto, se veían bajar de ciento en ciento a poblar en sitios cómodos para su instrucción, y eran aun muchos más los que de las serranías de Ocotlán habían venido al partido de San Ignacio y pueblos del Zape. En ninguna otra de las naciones de la América se hacía admirar más el poder de la gracia de Jesucristo y la suave fortaleza del yugo evangélico. Acostumbrados a vivir en el pillaje, sin casas, sin hogar, sin sementeras, y a la continua carnicería de los acaxees, de Carantapa y de la cordillera de Baimoa, parece que con alojarse en el pueblo dejaban con las quebradas y las breñas toda la fiereza e inhumanidad que les inspiraban los montes.

[Anécdota para la historia de la emigración de los antiguos pobladores mexicanos] No podemos dejar de notar aquí lo que hemos ya insinuado en otra parte del viaje de los antiguos mexicanos, que parece haber sido por este país de tepehuanes. Fuera de los nombres de Ocotlán, Atotonilco y otros muchos que son antiquísimos en aquel país, y en la raíz y terminación enteramente mexicanos, lo convencen los indicios de que hemos hablado ya en el año de 1604, a que añadiremos ahora las palabras del padre Diego Larios, misionero de aquel partido, que dice así: «Cavando delante de la iglesia que ahora se fabrica, se hallaban a cada paso muchas ollas bien tapadas con cenizas y huesos humanos, piedras de varios colores con que se embijan metales y otras cosas, y   —55→   lo que les causaba más admiración eran las estatuas y figuras que descubrían de varios animales. A mí me la causó con ver una que parecía vivamente un religioso con su hábito, cerquillo y corona muy al propio. Y lo que he podido entender de indios muy viejos, es que pararon aquí los antiguos mexicanos que salieron del Norte a poblar ese reino de México, y no debieron de ser pocos, pues una media legua está llena de éstos como sepulcros y ruinas de edificios y templos. Dios sea bendito, concluye el piadoso misionero, que el lugar donde fue antiguamente tan ofendido con sacrificios e idolatrías, ahora es honrado de estos bárbaros, y le levantan iglesias donde sea adorado, etc.».

[De los tehuecos] Los tehuecos, que engañados de sus hechiceros, habían huido a los montes e intentado dar la muerte al padre Pedro Méndez, no se portaron más piadosamente con su sucesor el padre Lorenzo Adame. Estando en Macori vinieron en fatiga algunos indios de Asiaca a avisarle cómo los bandidos habían entrado a aquel pueblo y quemado la iglesia. Envió prontamente aviso al padre Andrés Pérez, ministro de los zuaques, para que le enviara otros dos soldados, y creyéndose con cuatro suficientemente escoltado, se determinó a recorrer los pueblos y ver si podía prevenir que los demás no hiciesen fuga. Después de varias tentativas inútiles hubo de retirarse a la villa. Los pueblos de Macori, Sibirijoa y algunos otros aumentaron bien presto el número de los alzados y todos determinaron acogerse a las sierras de los tepegues. Mientras que los tehuecos volvían a sumergirse lastimosamente en las tinieblas de su infidelidad, el padre Cristóbal de Villalta, ministro de los Sinaloas, preparaba entrada a los huites, nación guerrera e inhumana como a siete leguas más al Norte, según escribió el mismo misionero. Por medio, dice, de un muchacho que cogieron mis indios voy aprendiendo la lengua de los huites, como si dijéramos flecheros, con deseo de ir a su tierra a llevarles la luz del Evangelio, y conociendo mis indios este deseo, aunque de muy atrás son enemigos capitales de los huites, con todo, fueron a hacer paces con ellos llevándoles algunos donecillos de los que ellos tienen, y fueron muy bien recibidos. Yo pienso escribirles y enviarles algunas cosillas de las que ellos estiman, y con esto tengo por cierto que saldrán a verme, que con estos dijes y cosillas suele nuestro Señor traer a sí estos indios como niños, etc. En todo el discurso del año se habían hecho en sola la provincia de Sinaloa mil ochocientos treinta y un bautismos.

[Trabajos de los misioneros de Parras] Apenas se habían bautizado cincuenta adultos y pocos más párvulos   —56→   en la misión de Parras, pero no era menos por eso la aplicación de los operarios, ni debe serlo la memoria debida a sus gloriosísimos trabajos. Este año, dice en una suya el padre Arista, desde principios de julio hasta fines de setiembre han sido tan grandes y tan poderosas las avenidas del río de las Nasas, que de treinta años a esta parte no se acuerdan los nacidos haber visto en esta tierra cosa semejante. En el pueblo de San Gerónimo abrió nueve gargantas, dejó la madre por donde antes corría, y vino a dar al sitio donde poco antes se había mudado el pueblo, llegándose muy pocas lanzas de nuestra casa, hasta que haciendo punta por otro lado perdió la fuerza que allí llevaba y dio lugar a algunos reparos. En el de San Ignacio subió tanto, que a la primera avenida le quitó a la iglesia algunos estribos, y a la tercera la derribó por tierra y con ella la casa y vivienda de los padres, y otras muchas vecinas, aunque hubo lugar de sacar las imágenes y alhajas de la iglesia y casa, y con los vallados que se hicieron al derredor del pueblo se divirtió la agua por otra parte. Luego se procuró aderezar otra iglesia, y los nuestros viven en algunos cobertizos de paja con harta incomodidad. En el pueblo de San Pedro abrió el río una grande boca con que inundó al principio algo del pueblo y se llevó algunas casas; después se recogió a una gran canal que fue haciendo junto a nuestra casa, llevándose los corrales de ella y bordes de las paredes, que no le faltó más que media vara para entrar dentro de la casa. La agua que se había derramado por los campos, o porque hacía coz en algún alto, o porque se encontró con la corriente de otro canal, revolvió sobre el pueblo con tanto ímpetu y con tanta grima de los indios, que luego se pusieron en huida, diciendo que en otra ocasión semejante se habían ahogado muchos de sus antepasados. Los caciques avisaron a los nuestros del peligro, diciéndoles que no aguardasen más, y luego corrieron a las alturas. Por mucha prisa que se dieron los padres, hubo de cogerles la noche obscura y tempestuosa con agua y truenos. Guiolos un muchacho por unos espesos jarales y esteros que estaban ya tan llenos de agua, que a un indio que se envió a buscar a sus compañeros le daba por la cintura. Éstos llevaron a los padres del otro lado del estero a un mesquital donde estuvieron dos días hasta saber, como allá Noé, si jam cessassent aquae. Buscaron entre tanto un puesto más seguro donde estuvieron trece días, y tan incómodo, que apenas pudo acomodarse una enramada para guarecerse de la agua. Bajó, en fin, la inundación, y dio lugar a que se pudiese ir   —57→   algunos trechos a pie con la agua a la rodilla, y donde estaba más hondo sobre unos rollos de espadañas gruesas que llaman los indios noboyas. Llegando al pueblo hallaron que la Virgen Santísima a quien los padres habían encomendado la iglesia la había guardado, y que el río por la parte que se le arrimó aunque había corrido por allí algunos días con fuerza, no había hecho más daño del que habían dejado. Midiose lo que había quedado de margen y no eran dos pies cabales de tierra arenisca, que fue cosa de grande admiración, y que se tuvo por milagro, etc.

[Consecuencias de la inundación] La inundación y extraordinarias lluvias el año antecedente, fue seguida de tanta escasez y sequedad en el de 1613, que hubo bastante razón de temer no se secase enteramente el río, como según confesaban los indios les había sucedido muchas veces en tiempo de su gentilidad, y nunca después de su bautismo. Estas sequedades eran ordinariamente acompañadas de guerras sangrientas que hacían unas a otras las naciones por ocupar los esteros y charcos más hondos donde quedaba algún pescado de que alimentarse, cuya falta suplían con las carnes de sus enemigos. En el tiempo de que hablamos, aunque estuvo algunos meses cortado el río, gozaban hermanablemente todos de la corta comodidad que les ofrecían los charcos. El temor era que el mucho peje que moría en las ollas más profundas no inficionase las aguas y muriese el que quedaba. Verosímilmente hubiera sobrevenido esta calamidad con la hambre y la epidemia, y sus tristes consecuencias, si no hubiera querido el Señor lloviese tanto desde el fin de setiembre que el río recobró su corriente y aseguró el sustento de aquellas gentes miserables, que apenas tenían otro que el pescado y las raíces que veían nacer espontáneamente en los derramaderos de los ríos, y en orden a esto no puede dejarse de admirar el erecto singular de la Divina providencia, que supo convertir en grande provecho de aquella tierra lo que se temía fuese su total destrucción. Tanto los padres misioneros como los otros españoles se habían fatigado muchos años en buscar de aquel río alguna toma para aprovechar las bellísimas campiñas que atraviesa y que por las pocas lluvias del país se perdían lastimosamente. Lo que a costa de mucho dinero y fatiga apenas habría conseguido la industria de los hombres, Dios lo hizo en pocas horas en la inundación del año antecedente. La avenida abrió un canal capacísimo, y tan grande, que con la poca creciente del siguiente año salió por allí la agua, y explayándose mansamente, fecundizó los campos   —58→   vecinos que se comenzaron luego a sembrar con inexplicable alegría de aquellas pobres gentes, y con no poca utilidad y aumento del cristianismo. Las sementeras del pueblo de San Pedro animaron a sembrar a algunos de los vecinos tepehuanes, y trajeron a aquellas tierras más de doscientas familias de conchos, mejuos y otras naciones, a quienes por este medio se comunicó luego el pasto espiritual, de que tanto más necesitaban.

[Ministerios entre los taraumares] Los conchos de que acabamos de hablar, es nación bastantemente entre numerosa que se extiende hasta las orillas del río grande del Norte. Por la parte del septentrión confina con los laguneros, y al mediodía tiene algunos pueblos de los tepehuanes y valle de Santa Bárbara, por donde había comenzado a rayarles la luz del Evangelio a diligencias del apostólico padre Juan Fonte, que trabajaba con suceso en aquel país, aunque no sin continuos sustos de parte de algunos inquietos, especialmente entre los taraumares que habían bajado al valle de San Pablo. Un cacique tepehuan de grande reputación entre los suyos por su valor y nobleza, había comenzado a esparcir rumores sediciosos contra el misionero y los nuevos cristianos conchos. La providencia del Señor disipó muy breve aquellos malignos consejos. Sobrevino al indio Turumanda (que éste era su nombre) una flucción a la garganta y al pecho que le cerró enteramente el camino de la voz, y aun de la respiración que apenas alcanzaba con fatiga. Era esto a tiempo que él acababa de cerrar los oídos a las proposiciones de paz que por medio de algunos indios amigos suyos le representaba el padre Fonte. El azote del Señor lo hizo dócil, y luego enfermo como estaba partió a verse con el misionero, aceptó la paz que el gobernador mandaba ofrecerle, y prometió hacer entrar en ella a los taraumares que no esperaban sino la señal que él les diese para ponerse en campaña, y acabar con los conchos y demás cristianos de aquellas cercanías. En este medio tiempo se vio muy bien la seguridad que trae consigo la buena conciencia y la santa intrepidez de los hombres apostólicos. Llegó uno de los padres a la estancia de un buen español en ocasión que le tenía muy inquieto la vecindad de unos indios que después de varias muertes se habían declarado públicos salteadores de aquellos campos. Oyendo el padre de aquel hombre la justa causa de sus temores, sin deliberar un punto, pasó un cuarto de legua más adelante al lugar mismo donde estaban los indios. Les habló al principio con dulzura, y luego con grande libertad y osadía les reprendió sus delitos y la inquietud en que tenían   —59→   toda la tierra. Inquirió de cada uno el pueblo a que pertenecía: mandoles dejar los arcos y aljabas, a que obedecieron con maravillosa docilidad. Entonces el padre con grande afabilidad y blandura, ¿no sería mejor, les dijo, que en lugar de traer asustados los vecinos, ayudarais a un pobre hombre a levantar su sementera, que por falta de compañeros se le pierde en el campo? A estas palabras corrieron todos con grandísima algazara, y capitaneándolos el padre fueron a la sementera del buen español, e hicieron lo que les había insinuado el padre, con tanta prontitud y alegría, que el hombre, fuera de sí, después de haberles agradecido su trabajo con algunas cosillas de las que ellos aprecian, quedó dando al Señor las gracias de la autoridad que sobre aquellas fieras concedía a sus ministros.

[Prodigio de San Ignacio y piedad del rey don Felipe III] Los antiguos cristianos de Papázquiaro, del Zape y Santa Cruz, florecían cada día más en cultivo político y cristiandad. La devoción a la Virgen Santísima y a los santos, era la primera leche con que se procuraban formar. No dejó Dios de manifestar aquí también cuanto se complacía en su siervo San Ignacio. Una niña, jugando en presencia de algunos indios con un real de a cuarto, por esconderlo de otro de su edad se lo echó en la boca, de donde con facilidad se le fue a las fauces. Dentro de pocos instantes estuvo ya para entregar a Dios el alma, morado e hinchado todo el rostro. La madre, que estaba presente sin saber qué era lo que ahogaba a su hija, hizo alguna diligencia por libertarla pero inútilmente. En estas circunstancias, vuelta a una imagen del santo con todas aquellas veras que le sugería su aflicción, padre Ignacio, le dijo, dadme a mi hija que se me muere. Al mismo instante la niña moribunda, sin alguna congoja o violencia, depuso con sosiego en el suelo la moneda ensangrentada, y quedó perfectamente sana. Por este mismo tiempo la piedad del señor don Felipe III, rey de España, informado de los grandes progresos que hacía la fe en las regiones más remotas de la América, y queriendo fomentar en todo su reino la devoción para con el Augustísimo Sacramento, a que creyó siempre vinculada la felicidad de su gobierno, como la de su austriaco nombre, había mandado a todas las misiones dorados y muy curiosos sagrarios, en que pudiese colocarse con la debida decencia el adorable cuerpo del Señor. El día de Corpus de 613 se estrenó esta pieza en Papázquiaro, depositándose en ella el Santísimo con inmenso júbilo y admiración de los tepehuanes, a quienes en público sermón y en las explicaciones de doctrinas y privados coloquios, se había procurado   —60→   instruir suficientemente de aquel sacrosanto misterio.

[Entrada a los tepahues] No se pasaba con tanta tranquilidad un Sinaloa y en Topía. En la una, la guerra, en la otra, la epidemia, habían ofrecido bastante materia a los importantes trabajos de los misioneros. El capitán Diego Martínez de Hurdaide, desde principios del año, resolvió entrar a las sierras de los tepahues, y castigar la rebelión de los tehuecos. El padre Andrés Pérez de Rivas, que le acompañó en esta arriesgada expedición, la refiere difusamente en su historia, y con más brevedad en carta escrita al padre Martín Pérez, superior de la misión, que dice así: «En ésta daré cuenta el V. R. de nuestra jornada a Tepahue, de que tanto dependía el bien de esta provincia. Luego que se juntaron los soldados cristianos en Toro, que es el último pueblo de convertidos, camino de Tepahue, todos los españoles y muchos de los indios, se confesaron, con plática que para ello les hice. A dos jornadas cortas, encontraron nuestros indios con cinco espías tehuecos, de los cuales se prendieron dos. Prosiguiendo nuestra jornada se nos juntaron los tecayaguis, que caen a las vertientes del río, y también llaman Cues, los conicaris, que aunque parece que vinieron de traición, descubierta ésta por el capitán, se dieron por amigos, los mayos que salieron una jornada de su tierra a juntársenos, los yaquinis, que salieron más de dos jornadas, los chinipas, los nebomes y los nures; de suerte que sin los que salimos, se juntaron de estas siete naciones, más de dos mil indios. Los tehuecos, viendo tanta gente y al capitán resuelto a castigarlos, aunque se detuviera dos o tres meses, para lo cual llevaba de prevención más de cuatrocientas reses, comenzaron a temer, y algunos más cuerdos pensaron en rendirse. Lo hicieron algunas cuadrillas, a quienes el capitán, después de un ligero castigo les dio bastimentos para que llegasen a sus casas. Llegando a Tepahue, campamos en un pueblo desamparado a orillas del río, y desde aquí se envió un requerimiento a los tehuecos y a sus fautores los tepahues, y con éste, un papel para un topile tehueco, que merecía este tratamiento por lo bien que había ayudado a los españoles en otras ocasiones. Con esto, bajaron más de cuatrocientas personas. El cacique, aunque tenía cédula de perdón, no quiso ponerse ante el capitán sin echarse primero a mis pies. Yo lo aseguré y lo conduje al capitán, que lo recibió con mucho agrado, e intercedí por muchos otros para que no se les diera aun aquel ligero castigo, para que ellos vean que somos padres y no jueces.

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Mucho consuelo nos dio ver reducidos a los más de los cristianos; pero faltaban los caciques principales, y de los más culpados de los tepahues vinieron algunos, a quienes el capitán regaló con ropa; pero luego se huyeron. El camino lo hallamos sembrado de púas emponzoñadas de tanta actividad, que un yaqui que se clavó murió en veinticuatro horas. Me llamaron, y preguntándole qué hacía: «aquí (dijo) me estoy acordando de Dios, y teniéndome por miserable, porque tú no quieres bautizarme. Yo había querido dilatarlo porque se instruyese mejor; pero viendo que iba muy aprisa, le bauticé y luego murió. Eran estas puas poco más largas y más gruesas que un alfiler. No hicieron mucho daño, porque los amigos que usaban zapatos y alpargatas, se echaron a recoger y se aseguraron los caminos. Estando cerca del lugar donde estaban los alzados, salió un cacique con otros como cuarenta indios, con un terciado en la mano que había quitado a un español con intento de acometer al capitán, si le quisiesen prender; pero nada logró y quedó en collera. Los demás huyeron con el resto de los otros alzados por una quebrada que corre entre unos montes altísimos, por la cual sale de la sierra el río de Mayo. Aquí dio mucho cuidado el pasar por allí. Lo encomendamos mucho a Dios y el día de la Anunciación se dijo misa, que oyeron todos por el buen suceso, y ofrecieron los soldados a la Virgen santísima hacerle una fiesta en la villa y comulgar todos. Y es así que si Dios no hubiera cegado a los indios, con piedras desde lo alto de los montes, no hubiera salido uno con vida, porque la senda era tan estrecha, que era preciso ir de uno en uno. A la entrada, para atemorizar a los enemigos, se ahorcaron cinco, todos gracias a Dios bautizados y bien instruidos. Caminamos después tres días, aunque jornadas cortas por la fragosidad de la sierra, y llegando a lo último de ella, los enemigos que nos esperaban, acometieron a nuestra vanguardia, aunque eran ellos mucho menos. Hubo algunos heridos, pero comenzando los soldados a disparar sus arcabuces, los alzados se pusieron en huida. Los indios amigos, como prácticos en correr por aquellas sierras, mataron a algunos y trajeron prisioneros a muchos, y entre ellos a los cabezas del alzamiento. A los demás se envió requerimiento de paz, y aunque por entonces no tuvo efecto, lo tuvo poco después, porque los tehuecos, asentadas por el capitán a su vuelta las cosas, fueron volviendo a sus pueblos, y los tepahues vinieron a darse de paz, prometiendo guardarla siempre, y pidiendo padres que los bautizasen. Duró esta jornada mes y medio, sin más pérdida   —62→   de nuestra parte, que la de un yaqui, de que arriba se dijo, etc.».

[Alzamiento de los chicoratos y sucesos del padre Juan Calvo] Compuestas con tanta facilidad las cosas de los tehuecos, no faltaron por otra parte justos motivos de temor. Con ocasión de un fuego se encendieron de tal suerte los ánimos, que llegaron a tomar los arcos y las flechas en el pueblo de San Ignacio. La presencia de los padres Juan Calvo y Pedro de Velasco, sosegó por entonces el tumulto. Pero como había entre los dos partidos antigua enemistad, no pudo apagarse enteramente el deseo de la venganza en los cahuametos, que considerándose con los vecinos gentiles, resolvieron de acabar con los chicoratos, y consiguientemente con los padres. El odio contra la nación, degeneró bien presto en odio contra la religión, que les prohibía la venganza. El padre Pedro de Velasco, ignorante de sus malvados designios, pasó a visitar los enfermos del pueblo de San Ignacio. Los mal contentos se presentaron todos en la iglesia por no causar sospecha; pero al salir el padre del pueblo, halló muertos dos indios chicoratos, y averiguando los autores, vino en conocimiento de las dañadas intenciones de aquella gente ingrata. Los padres, acompañados de seis soldados, recorrieron los pueblos, procurando sofocar los principios de aquellos movimientos. Pareció haber surtido efecto esta diligencia, aunque bien presto tuvieron bastante fundamento para desengañarse. En una enramada que estaba a la puerta de un aposento, dice en carta propia el padre Juan Calvo, estaba yo una noche poco después de la oración, rezando mi rosario, cuando de repente, sin haber precedido cosa alguna, me sobrevino un temor grande que me hizo temblar todo el cuerpo, y me obligó a entrarme en el aposento, y apenas me hube puesto de rodillas para acabarlo de rezar, cuando tiraron un flechazo a un muchacho mío, que salió por agua al mismo puesto donde yo había estado, librándome el Señor, a lo que puedo entender, por la intercesión de su Santísima Madre. Hemos puesto este suceso con las mismas palabras del padre Juan Calvo en su carta, porque el padre Andrés Pérez en su historia y manuscrito, y el padre Faria, lo refieren del padre Pedro de Velasco, sin duda por equívoco, siendo los dos ministros de un mismo partido. Estando ya cercana la Pascua, los padres hubieron de ir a la villa de San Felipe y Santiago, donde tenían sus anuales juntas. Entre tanto, los forajidos se dejaron caer sobre los pueblos de San Ignacio y Cahuameto, quemaron las iglesias y algunas casas, no sin resistencia de sus mismos amigos y parientes cristianos, que habían quedado en los pueblos, y que hubieron   —63→   de acogerse a lo más alto de los montes para defender sus vidas y las alhajas e imágenes sagradas, que habían tenido cuidado de preservar del fuego y de la profanación de aquellos impíos.

[Muerte del padre Juan Bautista de Velasco] A los principios de estas inquietudes había también padecido la provincia de Sinaloa un golpe muy sensible en la muerte del padre Juan Bautista de Velasco, que por espacio de veinte años, sin mudar de sitio había cultivado con invencible paciencia las naciones del río de Mocorito, primero de Sinaloa. Poseía con perfección las dos principales lenguas del país, en que fue después maestro, a cuyo ejemplo se formaron cuantos varones apostólicos trabajaron después en aquel vastísimo campo. La pobre ropa de cama que llevó de México, le sirvió en su última enfermedad, en que dejó admirables ejemplos de todas las virtudes, que tanto había ejercitado en su vida religiosa. Pocos días antes de morir, dijo a un padre en una espiritual conversación, que no se acordaba haber mentido advertidamente desde que tenía uso de razón. Poco después, administrándole el sacramento de la extremaunción, rodeado de todos los padres misioneros, al llegar a aquellas palabras: Quid deliquisti per ardorem libidinis. Gracias a Dios, dijo, levantando al cielo los ojos, que en esa materia, desde que nací no he cometido cosa grave. Sin embargo de tan grande pureza de conciencia, quiso Dios probarle con algunos temores, en fuerza de los cuales preguntó una ocasión a los que le asistían: Y si me muero de esta enfermedad, ¿me salvaré? Respondiéronle lo que su buena vida prometía en esta parte, y disipándose repentinamente aquellas dudas y congojas, dijo con un semblante apacible y risueño: Pues si esto es así, muramos contentos, y vamos a ver a Dios. Con esta firme confianza partió de esta vida el día 29 de julio de 1613.

[Peste en Topía] De la epidemia y trabajos de los operarios de la Compañía en la provincia de Topía y San Andrés, ofrece a nuestros lectores la más viva y agradable imagen una carta del padre Hernando de Santarén, que dice así: «Se ha acabado este año un arte de lengua acaxee, y un vocabulario tan copioso, que con él podrá cualquier padre por sí aprender la lengua, como lo experimenta ahora el padre Andrés González. El trabajo que en esto ha tenido su autor el padre Pedro Gravina, ha sido grande, y tanto, que a mí me causaba admiración que tuviese tanta paciencia para sacar un vocablo propio de la boca de esta bárbara gente, que a veces era menester medio día para ello. Sería de mucho alivio para el continuo trabajo la ayuda y buen ánimo con que ha   —64→   venido el padre Pedro Mejía, que es muy a propósito para el puesto. De mí digo que aunque me siento ya viejo y cansado, no ha de quedar por mí el procurar el bien de estas misiones, ni pedir salir de ellas, no cerrando por eso la puerta a la obediencia para disponer de mi persona, como de un cuerpo muerto; pues harto mal sería si después de diez y nueve años de misión, trabajos y malas venturas, no hubiéramos sacado siquiera la indiferencia que nuestro bienaventurado padre nos pide. Y ya que no con tantos quilates, a lo menos, ecce ego, si adhuc populo necessarius, non recuso laborem fiat voluntas Domini. No han experimentado los de allá el jugo y contento que Dios comunica a los de acá. Más da nuestro Señor en un desamparo de éstos, en un desavío de hallarse en un monte a pie, en una tempestad de nieve, que nos coge en una noche oscura, al sereno y agua, sin tienda ni abrigo, que en muchas horas de oración y de encerramiento. Esto, y el parecerme que el pedir salir de aquí, es volver a Dios las espaldas, y dejar a Jesucristo solo con la cruz a cuestas, y que allá en mi recogimiento me lo ha de dar en cara su divina Majestad, me mueve a no pedir salir de aquí. Y cuando en esto me hallare la muerte, me tendré por dichoso, y entenderé que el morir armado en la batalla, y solo en medio de estos bárbaros, me será de tanto mérito, como rodeado de mis padres y hermanos, y en este desamparo me prometo el amparo de Dios nuestro Señor, por quien se hace. Ésta escribo cansado de sangrar con mis propias manos, por lo mucho que en estos pueblos ha picado el cocolixtli, sin haber otro que les acuda sino solo yo, que en tres días no me he sentado sino a comer, sangrando y bautizando más de setenta personas3. Dios les dé salud a estos pobres, y el cielo a los muchos que han muerto, a V. R. muchos obreros, y a mí su espíritu fervoroso para obedecer como hijo verdadero de la Compañía, etc.».

[Misión a Ostitipac] A los nunca interrumpidos afanes de los ministros de gentiles, añadiremos los copiosos frutos con que bendijo el Señor los trabajos de uno de los sujetos del colegio de Guadalajara. Salió la cuaresma a la minas Ostoticpac, como a cincuenta leguas poco menos de aquella capital. A persuasiones del celoso misionero, se levantaron iglesias en los reales de la Resurrección y San Sebastián, en que hasta entonces no había sino unas malas chozas. A un minero muy acongojado por   —65→   haberle faltado al mejor tiempo los trabajadores, corrigió suavemente al padre, diciéndole que aquel era sin duda castigo del cielo, porque consentía entre los sirvientes escándalos y graves ofensas del Señor, sin cuidar del bien de aquellas almas, por cuyo medio Dios le daba los bienes temporales. Le aconsejó que hiciese en su casa una capilla decente, que tuviese cuidado de que oyesen misa sus indios, de que se juntasen de noche a rezar el rosario y oír la explicación de la doctrina. El hombre reconocido formó luego al punto una capilla, mientras se edificaba otra más decente de piedra, de que mandó prontamente abrir los cimientos. El padre las primeras noches se tomó el trabajo de juntar la gente; pero no pudiendo perseverar allí largo tiempo, el buen minero buscó persona de satisfacción, a quien encomendó para siempre aquel oficio, dándole su casa y cien pesos anuales, fuera del sustento, con lo cual, que bien presto se divulgó por los reales vecinos, se movieron a venir, atraídos del buen tratamiento muchos indios, y logró por muchos años una constante prosperidad. A este modo consiguió otras gloriosas victorias, ya en la extirpación del juego y de los tratos inicuos, ya en las restituciones cuantiosas, ya en la composición de antiguas discordias y semejantes vicios comunes en personas que no cuidan sino de ganancias temporales. Mostrar quiso sin duda el Señor cuánto le ofende esta infame pasión con un caso admirable y de mucha instrucción, que vamos a referir con las mismas palabras con que lo escribió el padre Gaspar de Carvajal, rector de Guadalajara. «Había en aquellas minas un cacique viejo y buen cristiano, llamado don Felipe, que luego que allí llegó el padre, se había confesado generalmente. Era gran minero, y el que había descubierto las más de las que allí tenían los españoles. Estando, pues, allí el padre a principios de mayo, vino a mostrarle a don Felipe, otro indio extranjero unas piedras que rendían a cuarenta marcos por quintal, ensayadas por fuego. Fue don Felipe con el otro indio a ver la mina, y hallando ser verdad la manifestó. Con esta ocasión se levantaron entre los vecinos grandes alborotos y discordias. Por bien de paz se determinó que no fuese español alguno, sino de cada cuadrilla dos indios. [Caso muy notable] Confesó y comulgó don Felipe, y al quinto día de camino subiendo una serranía, de donde se divisaba el lugar de la mina, y faltando poco para llegar, hizo alto, y dijo a sus compañeros: "Hijos míos, en aquel cerrito que divisáis, está la mina en tal y tal parte. Id vosotros, si pudiereis, que Dios no quiere que pase de aquí, sino que aquí me muera: ayudadme   —66→   a encomendar a Dios", y sacando una pequeña imagen de nuestra Señora, que llevaba siempre consigo, pronunció los Dulcísimos Nombres de Jesús y María, y dentro de poco expiró. Sus compañeros atemorizados, no quisieron proseguir y volvieron con el cuerpo al real de los Reyes, donde se dio sepultura con sentimiento común por su cristiandad y por su experiencia en el conocimiento de los metales. Por muchos días no se volvió a pensar en la mina, hasta que a un indio de los que habían ido, persuadió su amo que volviese al descubrimiento, salió con otros por los mismos pasos que la primera vez, y llegando al lugar donde el otro falleció, sintió en sí ansias mortales y que a toda prisa se le acababa la vida, y espantado con la memoria de lo que le había acontecido a don Felipe, y con lo que en sí experimentaba, se hincó de rodillas e hizo voto de volverse desde allí sin intentar más en adelante semejante viaje, y luego recobrándose algo, se volvió como pudo a su casa, malo y achacoso. Fuéronle a ver juntos con el padre a quien había llamado para confesarse, los principales mineros, deseosos de saber el caso, y díjoles en su lengua estas razones: "Mirad, señores: Dios tiene muchos hijos y a todos tiene que dar. Unas cosas guarda para unos, y otras para otros. A vuestros abuelos dio las minas de Tinamactle; a vuestros padres las de Huaxacatlan y Chimaltitlan; a vosotros estas de Ostoticpac. Contentaos con ellas, y dadle gracias que quizás tiene guardadas para vuestros hijos o nietos estas otras, a que yo iba, y no quiere que ahora se descubran". Así habló aquel indio, y apretándole la enfermedad, lo confesó el padre y murió poco después».

[Octava congregación provincial] A fines del año, el día 2 de noviembre, se celebró en México la octava congregación provincial. Fue elegido secretario el padre Agustín Cano, primer procurador, el padre Nicolás de Arnaya, rector del colegio de la Puebla: segundo, el padre Francisco de Vera, rector que era segunda vez del colegio de Oaxaca. La congregación juzgó se debía pedir a nuestro padre general erigiese en colegio las dos residencias de Guatemala y Sinaloa, y concediese asimismo licencia para fundación de un colegio en Mérida de Yucatán, que instantemente lo pretendía, y de que trataremos a su tiempo.

[Muerte del padre Pedro de Morales] De este mismo colegio llevó el Señor para sí algunos meses después al padre doctor Pedro de Morales. Había ejercitado con muchos créditos a la abogacía y obtenido algunos lustrosos empleos en la ciudad de Granada, cuando le llamó el Señor a la Compañía, a cuya voz   —67→   renunciando las grandes esperanzas que le ofrecía el mundo, obedeció prontamente. En Nueva-España tuvo siempre las primeras estimaciones que le granjeó su mucha virtud, sazonada de un aire festivo siempre y dulce, que le hacía el asilo de los pobres. Con su presencia se restableció el colegio de la Puebla, que el padre visitador Juan de la Plaza pretendía ya cerrar. El ascendiente que el padre tenía sobre los corazones fue tal, que saliendo en persona a pedir limosna por la ciudad, juntó en un solo día más de ocho mil pesos; y que dieron esta suma sin fastidio se probó muy bien, porque saliendo pocos días después a recoger el dote con billete suyo una pobre doncella, volvió a su casa con más de tres mil pesos. En los muchos años que gobernó aquel y otros colegios, mostró siempre un grande celo por el buen nombre de la Compañía, mucha suavidad, mucha entereza, un raro expediente en los negocios más oscuros, y una constancia de ánimo en las cosas adversas, a que se atribuyó entonces la prosperidad y repentinos aumentos del colegio de Puebla. Murió en México el 6 de setiembre de 1614.

[Muerte del padre Juan de Trejo] Siguiole a los tres meses el padre Juan de Trejo que en pocos años de edad, que apenas llegaban a veintiocho, dejó heroicos ejemplos de todas las virtudes. Desde niño se consagró enteramente a los obsequios de la Santísima Virgen, y conociendo que no podía hacerle otro más agradable que conservarse en la pureza de alma y cuerpo, cuidó de ella no solo en sí, llevando la virginidad hasta el sepulcro, sino en todos los demás. Su celo por esta amable virtud llegó a tanto, que sabiendo que un hombre vivía en mala amistad con una mujer de aquella vecindad, y la hora de la noche en que solía venir a la casa, se estuvo constantemente esperándolo por muchos días, y cuando vio que por ser aun niño no se hacía caso de sus voces, se valió de las piedras que ocultamente le tiraba desde una azotea hasta que desterró de su calle aquel escándalo. Estando en tercera probación fue señalado a la misión de los xiximes, de que hablando con los padres en robusta salud: A mí (dijo) me espera la misión del cielo que ésta la tiene Dios destinada a otro más fervoroso. Sin embargo, había ya dispuesto su tren para partir a Topía, que era como se halló escrito de su mano, dos mudas de ropa, frazada, manteo, breviario, diurno y algún libro espiritual. Entró en ejercicios para emprender su viaje, y a los tres días llegó la noticia de estar en la última agonía el padre Horacio Carocci, insigne operario de indios en el colegio de Topotzotlán. El padre Trejo, que le estimaba   —68→   y conocía la gran falta que había de hacer a los pobres, dijo misa por su salud ofreciendo en manos de la Virgen Santísima su vida por la del padre Horacio. Pareció haber aceptado el Señor su sacrificio, pues aquel mismo día, habiendo salido de su retiro a instancias de un indio tocado de mal contagioso que le llamaba a confesarse, volvió a casa herido de un mortal accidente. Sanó el padre Carocci contra la común expectación, y murió el padre Trejo, dos veces víctima de su ardiente caridad, el día 3 de diciembre.

[Misiones en Michoacán] Este grande operario que el Señor acababa de sacar de la provincia lo suplía su Majestad por otra parte añadiendo nuevo fervor a muchos otros que llevaban copiosísimos frutos. En Tepotzotlán el mencionado padre Horacio Carocci, en San Gregorio de México el padre Juan de Tovar, en Pátzcuaro el padre Juan Ferro, eran otros tantos incansables misioneros que en todas ocasiones ganaban a Dios muchas almas singularmente entre los indios, a cuya salud e instrucción habían consagrado sus talentos. El padre Juan Ferro parecía haber recibido del cielo el don de lenguas, según la facilidad y prontitud con que las aprendía, y la elocuencia y perfección de ellas que en él admiraban los mismos indios. Al grande fruto que se cogió este año en el obispado de Michoacán, ayudó mucho la grande estimación que hacía de nuestros ministerios el ilustrísimo reverendísimo señor don fray Baltazar de Covarrubias, religioso agustino. Este prelado, en una pastoral que dirigió a todos los beneficiados de su diócesis, les había encarecidamente encomendado llevasen a sus respectivos partidos misioneros jesuitas. Fuera del antiguo afecto que este príncipe había tenido siempre a la Compañía, le movió a esta demostración lo que poco antes había experimentado en la visita, y fue que llegando a un partido distante de la capital halló aquellos pueblos extremamente dados a la embriaguez, mucho más de lo que había visto y oído en otras partes. En medio de esta general corrupción halló un lugar de la misma jurisdicción en que aquel vicio era por el contrario absolutamente ignorado. Dando al Señor muchas gracias y animando a los caciques del pueblo a perseverar en tan buenos propósitos, no pudo menos que preguntar los medios con que se habían preservado de un contagio que hacía tanto estrago en todo lo restante de aquel partido. Los naturales me respondieron (escribe el ilustrísimo al padre provincial) que ellos eran como los demás; pero que había poco más de veinte años que había predicado en aquel pueblo el bendito padre Gonzalo de Tapia con tanto espíritu contra aquel vicio,   —69→   que desde entonces lo habían dejado, y se hallaban muy bien sin beber cosa que les turbase el juicio. Con esta experiencia y la carta del celoso pastor, los beneficiados a porfía pretendían de todas partes operarios jesuitas. Partieron entre sí cuasi todo el obispado los fervorosos padres Ambrosio del Río, Francisco Ramírez, y Juan Ferro, todos antiguos misioneros y muy ejercitados en este género de espirituales conquistas. El padre Juan Ferro tuvo a su cargo la parte más trabajosa. Corrió todo lo que llaman tierra caliente a la costa del mar del Sur por los partidos de Cinagua, Zacatula, Petatlán y Tecpa hasta Acapulco donde predicó con gran provecho de los españoles que por entonces allí esperaban el barco de Filipinas. El licenciado Pedro Recendi dio con expresiones de mucho agradecimiento cuenta al padre provincial de los gloriosos trabajos de este grande hombre. De Zacatecas se hizo también misión a las haciendas de minas del real de Pánuco y de los Ramos. En esta segunda fue tan sensible la conmoción y el fruto, que el vicario de aquel partido con el alcalde mayor y vecinos, trataron muy seriamente de que fundase allí la Compañía. En nombre de todos partió el vicario a Zacatecas, donde actualmente se hallaba en la visita el padre provincial Rodrigo Cabredo. Ofreció sitio cómodo y algunas limosnas que se habían ya juntado para ese intento. El padre provincial no pudo por entonces condescender; pero mostrando la debida gratitud, prometió que se tendría cuidado de que pasasen a aquel real por la cuaresma algunos padres, como se ejecutó en muchos años siguientes. De San Luis de la Paz, a petición de los vicarios de San Luis Potosí y de San Miguel el Grande, dos poblaciones muy considerables, pasaron algunos padres la cuaresma con utilidad igual al piadoso celo de aquellos pastores.

Entre tanto conseguida del excelentísimo señor don Diego Fernández de Mendoza, marqués de Guadalcázar, la licencia para el asiento y doctrina de los indios del río Mayo, se procedió a la ejecución de esta grande empresa con mucho consuelo de la cristiandad de Sinaloa. Destinaron los superiores al padre Pedro Méndez, que después de diez y ocho años de misiones había vuelto a México y suspiraba constantemente por los desiertos de Sinaloa. Partió el padre en compañía del capitán Hurdaide. La relación de los principios de esta florida cristiandad, la tomaremos de las mismas cartas del capitán y del misionero, que insertamos aquí en todo su tenor. La carta de don Diego Martínez de Hurdaide dice así: «Por ser tiempo de grande hambre cuando vino a la reducción de Mayo, y haber   —70→   gastado todo lo que tenía, y tener a mi cargo tanta gente e indios amigos, me fue fuerza enviar a buscar maíz a las sierras de Nebome y de Nure. Habiéndose los arrieros alejado sin mi orden cincuenta y cinco leguas, me vino nueva que estaban cercados de enemigos, y aunque acá estábamos más apretados del hambre, sin comer más que yerbas, me vi obligado a ir a socorrerlos con veinte hombres. Entré en las tierras de los nebomes gentiles, gente amiga que ha más de cinco años dieron la obediencia, y me recibieron con grandes muestras de amor, con cruces puestas a trechos y enramadas, y algunas indias de edad con grandes ollas de agua, asperjándonos y diciendo: Tantos españoles vengáis a vivir en nuestras tierras como gotas de agua derramamos sobre vosotros; y habiendo hecho esta ceremonia conmigo, pasaron al lugar donde habíamos dormido e hicieron lo mismo... Proseguí adelante tres jornadas de poblaciones, y la última antes de llegar a ellos salieron al camino con un gran socorro de alimentos. Hallé puestas cruces, arcos y enramadas, acudiendo infinidad de indios comarcanos con sus hijos y mujeres a que les pusiese la mano en la cabeza, y decían: Ahora que me has tocado viviré muchos años por el gran deseo que tenía de verte. Están estas naciones pobladas en unos llanos grandes que se hacen enmedio del grueso de la tierra que corresponde a los ríos de Mayo e Hijaquimi, hacia el Norte. Es gente de natural muy blando y doméstico, y más dados a la labor y cultura de la tierra, que a guerras. Son grandes labradores, y siembran de riego con tan buen gobierno en las represas y acequias como los españoles. Tienen suma de gallinas de Castilla, sus poblaciones son más ordenadas y reducidas que las de las otras naciones de por acá. Sus edificios muy de asiento porque no son de leva como los de estos ríos de petates; pero éstos son de terrado de tierra a manera de adobes. Las indias en sus vestidos son muy honestas porque se cubren hasta los pies de pellejos de venado, tan bien aderezados y los estiman en tanto, que por ningún precio quisieron dar uno. Aquí vinieron a dar la obediencia dos caciques de la tierra de adentro. En ninguna parte hallé noticia de españoles, que les pregunté por saber de los del Nuevo-México, aunque me la dieron de las vacas de Cíbola y de otras grandes poblaciones. Experimenté su buen natural, docilidad y disposición para recibir el Evangelio, en especial en los nebomes, que con mucho sentimiento me dijeron: Primero nos acabaremos todos que nos vengan a bautizar los padres. Díjelos que por qué no habían hecho las instancias que los mayos, a que replicaron que estaban   —71→   persuadidos a que los padres tendrían cuidado de entrar sin ser llamados; y prometieron venir luego a pedirlo, que será un grande freno para tener a raya los yaquimis sus enemigos, y dándoles doctrina a los yaquimis, por la que tanto claman, se podrá hacer con más seguridad. También bajaron los nures, indios amigos que ha años que dieron la obediencia, y están muy bien barbechados para sembrar en ellos la divina palabra. V. S. pida a nuestro Señor ayude esta causa suya, y a nuestro padre provincial envíe obreros para esta grande mies, que promete frutos muy colmados. El Señor los lleve a sazón, y guarde a V. R. muchos años, etc.».

[Razón del padre Pedro Méndez] Hasta aquí el valeroso capitán, que a la fidelidad, a la actividad y a la prudencia en el gobierno de aquellos países, juntaba la sólida piedad y el celo de un ministro evangélico. El padre Pedro Méndez refiere así su primera entrada a los mayos. «Esme tan difícil escribir algo en esta nueva gente, que para hacerlo ha sido forzoso retirarme y encerrarme, porque en tomando la pluma me cercan que no hay modo de apartarlos; pero al fin diré algo de nuestra entrada, que a gloria de Dios fue próspera. Luego que se les dio aviso salió diez leguas el mayor cacique a dar razón de la gente que había podido juntar; más adelante salieron otros quince principales, y antes de llegar al primer pueblo de aquel río (que llamamos de la Santísima Trinidad) más de cuatrocientos con sus mujeres e hijos, con mucha plumería y muestras de regocijo. Había muchas cruces puestas por los caminos, que cierto nos sacaban lágrimas de devoción, levantaron arcos aunque no de tanta hermosura como los de México, pero que declaraban bien el triunfo, que Cristo rey de reyes, alcanzaba de sus enemigos, e hicieron sus enramadas para los bautismos. Fuimos en varios días hasta la mar, y en diez y ocho leguas fundamos siete pueblos en que se contaron más de nueve mil almas, fuera de otros muchos que la hambre tiene por esos montes, cuyos caciques vinieron al llamado del general, y prometieron de asentar su gente, que junta según piensan, pasarán de veinticuatro mil almas. En los primeros quince días he bautizado tres mil y cien párvulos, y quinientos adultos, fuera de viejos y enfermos in extremis, que serán como otros quinientos, que después de bautizados se han ido en breve a gozar de nuestro Señor. El sea bendito que tan breve concedió a éstos lo que yo ha tantos años deseo, y por mis pecados no alcanzo, etc.». En otra de pocos días después escribe así el mismo misionero. «No había sabido qué cosa son los mayos, hasta que de espacio   —72→   voy bautizando adultos, y ya en todo el río, gracias a Dios nuestro Señor, tengo casados in facie eclesiae ciento cincuenta pares, y entre ellos diez y siete principales y topiles, todos de los mejores cristianos que me parece he tenido en todas las misiones en que he estado. Asisten con gran devoción a las cosas de nuestro Señor; misa no la pierden por ningún caso, y en todo andan muy concertados y obedientes, que en el trueco que tienen ahora de cuando vivían en su libertad parece bien que ha venido nuestro Señor a sus almas».

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