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Dulce María Loynaz

La hora brillante

1

uan Ramón de la Portilla Negrín

A la hora violeta, cuando los ojos
y la espalda se alzan del escritorio cuando la maquinaria humana espera...

T. S. Eliot
(The Waste Land )

Me queda todo lo que fue aquella vida,
que en parte fue la mía, la sensación de
un perfume que poco a poco se evapora,
un perfume cuyo nombre ya se hace
difícil recordar.

Dulce María Loynaz

Y sin embargo, hemos sentido cómo ese perfume se patentiza en la escritura, con trazos de una sabiduría que sólo la perspectiva de los años puede otorgar. Y, también como el buen vino, adquiriendo una calidad más elevada desde la hora violeta, desde un crepúsculo propicio a la meditación, a las imágenes. Y con las imágenes, los hechos, trasunto poético que logra erguirse por sobre lo cotidiano y dar testimonio, fe de una vida, o mejor, de unos momentos, que ya la autora se encargó de nombrar «Estampas polícromas», siquiera para un fragmento de unas muy sui generis memorias, pero que igual tienden hacia la hora puntual del recuento. Gozemos con esos tiempos de la candileja y la fotografía; antes de ser objetivos y generalizar, detallemos el fino lamé y la pedrería, el brocado eufemístico de una pamela de alón altivo, el seco estallido del mármol de Carrara que, recién estrenado, ya demanda una buena pátina.

Esta es la hora brillante. ¿Será necesario cualificarla anecdóticamente, con la consecutividad de los capítulos de una novela, aunque, desde la más cercana a nosotros hora violeta, Ella insista en relatarla con tonos pasteles unas veces, tintándola de rosa otras? No lo creo, si se mira con ese prisma lírico, que signa para el libro una poiesis ínsita, por lo que sugiero mantener en este análisis, como gran friso, el hecho de que cuanto se escarbe, técnicamente hablando, propenda a la tradición ya apuntada. Si Dulce María Loynaz quiso siempre para sus textos poéticos una claridad meridiana como vía del entendimiento y del acceso al público, en su prosa logró algo un tanto diferente. Digo «logró», no buscó o pretendió, pues no me parece del todo justo desvincular demasiado su producción narrativa de sus ambiciones en verso. Desde la óptica de Fe de vida2, no debe dejarse de reconocer el sutil nivel de «acompañamiento» que portan textos como Jardín o Un Verano en Tenerife junto a Poemas sin nombre y Últimos días de una casa. Mas tampoco hay que seguir muy al pie de la letra un razonamiento tan escasamente mensurable, si se obvia, por supuesto, la autocalificación de Jardín como novela lírica; esa obra, que alguna crítica ha estudiado como gran poema, tiene a su vez una narratividad intrínseca tan explosiva que puede pendulear del surrealismo al gótico, sin ser en definitiva patrimonio de lo uno ni de lo otro.

Habría que tener en cuenta la crónica y aún el ensayo publicado por Dulce María Loynaz, para no pecar de exclusiones, pero es suficiente el hecho de que al deslindar en etapas históricas esta producción narrativa, podemos tomar como jalones o puntos de máximo fermento prosístico la novela Jardín, el libro de viajes Un verano en Tenerife y, por fin, Fe de vida, texto precursor, en muchos sentidos, de esa modalidad que es hoy tan usual en nuestros predios novelescos: la ficcionalización de la vida (o de parte de ella) de determinados escritores. La lista podría ser extensa, baste citar las Antimemorias de Bryce Echenique, Donde van a morir los elefantes de José Donoso o El pez en el agua de Mario Vargas Llosa. Fe de vida aparece como antecedente, pero sólo en un sentido escriturario, pues acontece con ese volumen lo que con otros de la producción narrativa de Loynaz (Ej. Jardín), que son demorados muchos años en espera de la publicación. Es ésta una característica que aleja a ese corpus narrativo del grupo de libros de poemas. Y habría que agregar también el reducido universo psicológico en que abunda la tríada en prosa, en lo relativo a personajes que no sólo son casi siempre los mismos, sino que a ratos logran trasvasar de un libro a otro. No constituye la excepción la Bárbara de Jardín, si se toma en cuenta la alta autorreferencialidad de este pequeño canon, desde el que la propia Dulce María llegó a decir que Fe de vida vendría a ser algo así como la antítesis de su novela lírica y estaba poniendo un énfasis mayor en lo estilístico, en la condición poética de Jardín, mas algo de su peculiar personalidad, de su propia psicología y experiencia vital se filtró en la Bárbara de los retratos y las cartas, en el texto como un todo. Recientemente, el ensayista Alberto Garrandés publicó una suerte de anatomía sobre Jardín, un libro titulado Silencio y Destino, en el que al indudable ambiente gótico que se respira en la obra se ayuntan algunas características de Bárbara, la heroína, que podemos parear a determinados rasgos vivenciales de la Loynaz; pero son escasos estos datos, ciertamente; sin embargo, muchos años antes, en 1937, para ser exactos, Juan Ramón Jiménez describe a nuestra poetisa en una especie de delirio barroco influido por el entorno, qué duda cabe, y valora aquella gentil forma femenina que viene a su encuentro «entre gótica y sobrerrealista». Pero esas reflexiones debemos hacerlas siempre desde la condición arquetípica de Bárbara, desde su ancestral curiosidad. Y volviendo a Fe de vida, únicamente sopesemos otra cuestión extratextual, esta vez de orden práctico, que tratándose de libros es el orden editorial.

Fe de vida se publicó por primera vez en l994 por Ediciones Hermanos Loynaz, con la colaboración de las casas editoras Letras Cubanas y Abril. En 1995, al celebrarse en Pinar del Río, en diciembre de ese año, el II Encuentro Iberoamericano sobre la figura y la obra de Dulce María Loynaz, Letras Cubanas lo hizo imprimir en México, dentro del programa Un libro para Cuba. En 1997, nadie sabe con motivo de qué y sin que mediase autorización alguna, la Coordinadora de Difusión Cultural de la UNAM y Ediciones Mar y Tierra, que habían tenido participación en el ya citado programa del libro para la isla, rediseñaron la edición de 1995 y lo colocaron en el mercado en México y La Habana. Son, hasta el momento, las entregas a imprenta de la obra, lo que instaura una significativa diferencia con Jardín y Un verano..., avalados por la crítica especializada del momento y ampliamente promocionados al ser lanzados en los años cincuenta en España por la prestigiosa casa Aguilar. Si tomamos por cierto el dato que aparece en el colofón del libro relanzado por los mexicanos en 1997, que asegura la tirada de dicha edición no excede los 500 ejemplares, podemos considerar este, hasta el momento, último esfuerzo promocional con Fe de vida como escueto, nada comparable a la época gloriosa que en los cincuenta vivieron en la península las entregas I y II de la tríada en prosa. Resulta, sin embargo, que otra publicación vino a cubrir de cierto modo esa especie de vacío de conocimiento sobre la obra, y lo hizo no sólo en lo relacionado con la promoción hacia el área Iberoamericana sino que fungió decididamente como complemento del texto. Hablo del epistolario Cartas que no se extraviaron, editado conjuntamente por la Fundación Jorge Guillén de Valladolid y el Centro Hermanos Loynaz. Cualquier valoración crítica que apunte a Fe de vida deberá involucrar también al epistolario en que se evidencian los complejos entramados cuasi ontológicos verificados al conjuro de una amistad intelectual, la relación que durante dos décadas mantuvieron por correspondencia la poetisa y Aldo Martínez Malo, suceso propicio para que se produjese, citando al bardo inglés, la comunión de la espalda con el escritorio, a la hora violeta.

Entremos entonces en Fe de vida como atractiva proposición narratológica, estableciendo en primer lugar su simetría, presupuesto que demarca una ruta en la que hallamos, de la misma forma que en Un verano..., una dupla de personajes protagónicos, con un decorado bien conocido de fondo: la familia Loynaz, entreverada a otros seres encargados de otorgar colorido y pintoresquismo a la trama. De la tríada narrativa, es éste el libro menos lírico, en el que la intención metafórica es menos patente, pero no puede uno sustraerse a la idea de que ambas partes de las memorias constituyen hemistiquios magnificados, pantagruélicos, pues en esencia, en fondo, que no en forma, estamos en presencia de un gran romance, una historia de amor rosa, sólo que posmoderna. Reparen en el hecho de que la muerte de Pablo se describe casi elípticamente hacia el cierre de la Primera Parte, al centrar la atención en la decrepitud y el deceso de un anciano amigo del cronista y, luego del Intermezzo, la narración acusa un in crescendo rematado por el matrimonio, verdadero final del libro, típica renuncia del héroe al mundo de la batalla, que en este caso no es el de cruentos combates contra dragones o legiones enemigas, aunque algo de tales empeños haya debido afrontar el campeón canario en su dilatada estadía, ya para ese instante, en la tierra de su prometida. No hay que olvidar la aguda ironía de esta autora, reseñada desde tempranas épocas por sus contemporáneos intelectuales, que, como vemos aquí, llegó a extremos de increíble sutileza y refinamiento. En la Segunda Parte, Dulce María Loynaz fabrica un paralelo tropológico, según pautas de su historia, en el que sitúa a los dos personajes masculinos bajo la égida simbólica de las orquídeas y los anones. Me sentí tentado a parafrasear una cita de Fe de vida y colocar como título de este trabajo el demasiado sarduyano de «Zarabanda de las orquídeas y los anones», tal es de marcado el contrapunto entre ambas figuras y al mismo tiempo la suerte de coincidencias con que sólo en la literatura pueden proveerse a los de signo contrario, para otorgar mayor verosimilitud al argumento. Quien primero detectó tal cosa fue Aldo Martínez Malo y así se lo participó a Dulce María Loynaz, a lo que ella concedió el crédito, como respondiera al amigo en misiva del 8 de marzo de l980:

De su carta sólo comentaré una aguda observación que hace Ud., aguda y extraña al mismo tiempo; me refiero al paralelismo que cree vislumbrar entre dos personalidades que al parecer nada tienen que ver entre sí.

Conjuguemos entonces los dos elementos a que viene apuntando el análisis: la simetría del texto como un todo y la ficción rosa ad hoc que lo recorre. No está de más conceder un breve paréntesis para insistir en la cualidad novelesca de Fe de vida, aún cuando se revelen claves que la acerquen a la forma literaria conocida como romance, pues sabido es el alto grado de solapamiento que existe entre ambos géneros, llegando a coexistir en una amistosa vecindad el uno y el otro, en innumerables obras. Fe de vida utiliza varias características del romance, pero con una intención finalmente paródica, como veremos. Siguiendo a Frye (Anatomía de la crítica), el elemento esencial de la trama, en el romance, es la aventura, lo que significa, por naturaleza, secuencia y progresión. En Fe de vida, lo hallamos exactamente en la II parte, luego del Intermezzo dubitativo, ese momento de máxima reflexión que vuelve a instaurar el presente real que poéticamente hemos calificado ya como hora violeta. La autora cierra el intermezzo con la declaración de que seguirá escribiendo, «dando la vuelta en sentido contrario -un poco fatigosamente- a la rueda del tiempo». Un elemento que reafirma las salidas de la narración mayoritaria evocativa hacia el presente real es la adjetivación que se autoinflige la escritora, con el objetivo de enfatizar su ancianidad, y así topamos con expresiones que aluden no sólo a determinadas características de la vejez, al desgaste de lo físico (cansancio de la vista, agotamiento muscular, necesidad de reposo) sino también a la depauperación de su circunstancia actual, el entorno hoy casi ruinoso de la mansión, la escasez de personal doméstico y aún la falta primaria de papel y lápiz. Pero de todo eso da cuenta mucho mejor el epistolario, así que continuemos la línea de pensamiento que sitúa nuestro texto en los predios del romance, y hagámoslo partiendo ahora de la Época Azul con que da inicio la II Parte, instante en que la metafórica rueda del tiempo ha girado 180 grados, para ubicar la acción en las primeras décadas del siglo. A partir de aquí, todo será consecutividad y el argumento se desplegará de manera lineal, observándose con nitidez las tres etapas clásicas del romance: el agon o conflicto, el pathos y la anagnórisis, aunque en este caso no se trate de un descubrimiento como tal del héroe sino más bien de un reconocimiento o aceptación del mismo, tal como se relata en el capítulo titulado El minuto decisivo, último del libro:

Esa misma noche llamé a Pablo y le dije que tenía urgente necesidad de verlo.

-¿Pero dónde a esta hora?

No tenía idea de la hora, pero debería de ser muy tarde. En mi casa se le seguía ignorando, y no podía presentarse en ella...

Como complemento de las tres etapas canónicas, también están presentes, ya desde la Primera Parte, lo que en el romance se asocia con aventuras menores preliminares, que persiguen la exaltación del héroe. Una relación pormenorizada de tales sucesos haría muy extenso este trabajo, baste citar los episodios que vinculan a Pablo con la revista Selecta, publicación que al sufrir un fuerte colapso económico, lo dejó prácticamente arruinado, o la ocasión en que un viejo caudillo de las guerras de independencia, en ese entonces Presidente de la República, pretendió casarlo con una amiga muy querida, para de esta forma dispensar sin recatos a la dama los favores que, al estar ella en libertad, podían granjearle ciertas reconvenciones sociales.

Es también típico en el romance, junto a las aventuras menores preliminares, la etapa asociada a los peligros de un extenso periplo. Para consumar su anhelado matrimonio, Pablo no sólo tiene que emprender una extensa travesía oceánica desde las islas Canarias sino que, ya en Cuba, deberá acometer numerosos recorridos para encontrarse, en sucesivos momentos del argumento, con su amada. Por si fuera poco, el capítulo donde se definen las acciones a favor del matrimonio de la poetisa con Pablo, se titula precisamente El viaje y es, por elipsis, el episodio de mayores ambiciones espaciales del libro; recordemos la insistencia con que Dulce María y Carlos Manuel pugnan porque se concrete la excursión al África que han proyectado, como al desgaire, una tarde en que contemplan la bahía de Río de Janeiro y el hermano propone, con toda naturalidad, que vuelen enseguida a Dakar, desde donde pueden ir luego hasta el Congo Belga, según él, sitio aún más interesante. Esta arista cosmopolita convierte al texto en precursor de algunas temáticas que hoy ensayan los novísimos narradores cubanos, si bien todavía tímidamente. En el capítulo ya citado, reparemos en unas breves palabras que acentúan la cualidad definitoria de ese episodio traslaticio, tal como acontece en el romance:

No lo sabía aún, quizás lo presentía oscuramente, pero aquel viaje habría de decidir ya toda mi vida.

Había apuntado antes el cierre del libro por la vía matrimonial, razón por la que sólo al terminar la Primera Parte es que se indica la ancianidad y futuro deceso de Pablo. Pero en el romance lo conclusivo está asociado no sólo a la probable, aunque útil, muerte del héroe, sino también a la victoria. Entre los extremos argumentales ya hemos visto el desarrollo de una búsqueda que supone contradicción para los personajes principales: el héroe y su enemigo o antagonista. Y aunque este libro se narra desde una perspectiva bien alejada de los hechos, con la consiguiente atenuación pasional, no podemos dejar de percibir el enfrentamiento Enrique de Quesada-Pablo Álvarez de Cañas. Sería interesante ahondar en la peculiaridad de Enrique de Quesada como ese antagonista ritual que Frazer ayunta a lo demoníaco, siguiendo la pauta de algunas descripciones, que vinculan a este personaje con los atributos físicos de una pseudodivinidad, como cuando en un pasaje del capítulo El retorno una improbable lágrima, que ya casi se desprendía de sus párpados, se evaporó al contacto con sus mejillas al rojo vivo, pero ello implicaría extendernos en demasía por los caminos de lo mitológico, herramienta sin dudas útil para penetrar críticamente buena parte de la obra de Loynaz.

Hasta este punto, el libro acusa un marcado paralelo con las formas más actuales y estilizadas del romance. Pero he aquí que, ya en el desenlace, se produce un vuelco espectacular en lo que a términos rituales atañe, pues, todavía con Frye y auxiliándonos de Jung, accedemos finalmente a la tesis de que el romance de la búsqueda es la victoria de la fecundidad sobre la tierra baldía; sobre lo estéril, por extensión. En Fe de vida ocurre exactamente lo contrario; se trata no sólo de una disensión formal o estética sino histórica, por lo que insisto en la condición paródica del texto, en su ánimo de dinamitar estructuras clásicas, en su absoluta libertad, en su espíritu posmoderno. Vale la pena escuchar este pasaje transgresor:

Y vi entonces que en el momento en que era yo la que necesitaba ser defendida y defendida hasta con garras si era preciso, si era el propósito, se me ponía a un lado tranquilamente, temporalmente o como fuera, es decir, se me posponía a una criatura a la que faltaban ocho meses para venir al mundo, si es que venía, por alguien que no era alguien todavía, sino «algo», algo fofo, blanduzco, sanguinolento... Yo era apartada por un óvulo, aun menos que un embrión. En eso culminaban todas mis luchas, todo mi debatir desesperado, mi tropezar de sombra en sombra... Parecía hasta ridículo.

Pero no quisiera que este análisis del texto como romance atípico desviara la atención de otras muchas y singulares características presentes en la obra. Cierto que topamos a ratos con escenas ríspidas, de una fuerza que proviene muchas veces del desengaño y hasta de la indiferencia, y que me luce cualquier lector que busque la sinceridad de quien escribe, ha de agradecer. En cualquier caso, son momentos fugaces, que el interés que despierta la historia consigue sortear. En tal sentido, no creo que este libro esté totalmente exento de la poesía consustancial a otras páginas en prosa de Dulce María Loynaz, aunque ella misma haya declarado en el Intermezzo: «He prescindido en fin de toda poesía que no fuera -cuando la tuvieron- la de los hechos mismos». No deja de ser curioso que un texto tan desprovisto de descripciones (o al menos de las descripciones casi voluptuosas de otros libros salidos de la misma pluma) logre verdaderos momentos de exaltación metafórica, como cuando remite a la casa de Jardín, la morada de Bárbara, que ya conocemos como era, y desde este presente deplora todo su deterioro, su ruina actual desde que alguien empotró entre la casa y el beril un estadio, que adjetiva horrendo. Parece que el remate de la sentencia es definitivo, pero he aquí que todavía se extiende en una poética, pero precisa, descripción de jardines, arboledas, toldos, fuentes, canteros, especies florales y accesorios para el esparcimiento, que una labor futura de rescate de ese inmueble tendrá necesariamente que considerar, no ya como mera anécdota, si no como documento fiel, guía autorizada. Algo parecido sucede con las descripciones del Vedado primigenio, con la osadía sutil de remedar aún los olores de la barriada «¡Cómo olvidar aquel trasunto de mármoles y jardines, de árboles umbrosos y verjas de hierro calado en filigranas! Y aquel olor a albahaca y a romero que era su olor y nunca más he vuelto a percibir».

También en el Intermezzo, como condición de una poética romántica, hallamos la angustia de la página en blanco, como un muro, como una luz que la ciega:

Entre el muro y mis ojos -que poco a poco se nublan- está el tiempo, que es todo lo que puedo contemplar. Y lo contemplo avaramente, con la avidez angustiosa de quien contempla un tesoro próximo a consumirse.

Esta idea del tiempo como arenisca conjuga con el hálito descriptivo antes señalado, de tal suerte que el libro funge también como muestrario de los diversos proyectos narrativos que la autora postergó, como la biografía de Delmira Agustini o el libro sobre la historia del Vedado. He insistido en detalles de esta naturaleza, pues me parece que Fe de vida no es el libro esquemático per se, como correspondería a una novela tramada antes de aplicarse a su escritura, mucho mas estando la evidencia patente en el epistolario publicado por la Fundación Guillén y el Centro Hermanos Loynaz, de que el texto fue casi solicitado como pauta para una posible biografía de la poetisa, propuesta que ella misma revirtió adjudicándose el trabajo a la manera de una pelota que se devuelve a la cancha contraria, recompensando a su segundo esposo toda las horas brillantes que vivió en las décadas del 40 y el 50 en su compañía y apoyo. Era, por ende, necesaria, la defensa de la personalidad del cronista social que aparece al inicio, algo permisible desde el punto de vista del propio desarrollo narrativo de la obra si se mira como lo que es: una introducción. Pero ya que se ha presentado tema y personaje, la trama cobra vigor, llegando a un grado de movimiento, profundización en los caracteres y universalidad como sólo se encuentra en las grandes novelas. Un ejemplo de esa óptima cualidad funcional está en los avatares de Pablo por el proceloso mundo de la aristocracia habanera de la época, recorrido y accionar que gana de la autora todo tipo de justificaciones de índole moral, ético y hasta psicológico, de las que en un momento comenzamos a sentir ciertos recelos, pero he aquí que en uno de los más extensos pasajes laudatorios, la escritora coloca un agregado (pues finaliza el bloque) totalmente antitético, lo cual contrarresta toda la adjetivación anterior y al mismo tiempo permite que el personaje de Pablo adquiera un matiz que pueda conducirlo de una precaria provisionalidad a la articulación con otros resortes futuros de la historia:

-Haces el bien sin saber lo que haces, porque hasta en eso eres frívolo.
Vi su rostro enseriarse de repente, y sólo me contestó con estas palabras que no he olvidado nunca.
-¿Y tú crees que si no fuera frívolo hubiera podido vivir?

Es conveniente apuntar que el agregado al cierre de bloque o capítulo no siempre se patentiza; incluso, puede observarse de manera algo abrupta una conjunción de momentos que, al estar desvinculados en trama y alejados en tiempo, debieron colocarse en bloques independientes, evitando la impresión de asincronía que en esas ocasiones acusa el libro. Debe destacarse, sin embargo, la polivalencia de los protagonistas en lo relativo a la capacidad que portan para connotar y abrir la trama a otros espacios y situaciones. Un buen ejemplo reside en Pablo, personaje catalizador, a cuyo conjuro el libro se puebla de muchos otros seres que por su rapidez de movimiento dan la impresión de ser reciclados o certifugados al punto. Recuérdese la certeza del doctor Ernesto Sarrá de que «Cuando Pablito llegó a Cuba, yo fui a recibirlo al muelle...» cosa totalmente errónea, pero que el personaje sencillamente da por cierta, a lo que Pablo no contradice desde su actual posición ya encumbrada en la sociedad. El doctor Sarrá tiene una vaga idea de la ubicación anterior de Pablo en su vecindad, pero no sabe como situarla y Pablo por supuesto que no le aclara que en una época fue empleado en su farmacia. Desde la hora crepuscular de los recuerdos narrados, esta condición de mezcla de los tiempos remite a la existencia del presente de la escritura (años setenta) y a la posibilidad de un pasado y su imagen, lo que equivaldría a decir un pasado virtual patrimonio del sepia, que la autora asume como bullicio desde la tranquila hora violeta. Recordemos el muro esplendente y los ojos cansados, que un día quedarán en tinieblas, y el manchón donde pueden confluir las muchas estampas polícromas de la crónica de salón, los aguafuertes, las fotos de cumpleaños. Toda la evocación está recorrida por un tono coloquial, que llega desde el presente apoltronado (ese presente del anonimato y hasta el desenfado) y provee al texto de una condición dialógica generalizada, aunque sea escaso el uso de los guiones y las comillas. En este sentido, comulgan giros y expresiones cuyo objetivo final parece ser el de acercar el tono del libro al tono de la crónica. Creo que este es uno de los más altos logros de ese texto que no rehuye arcaismos, galicismos, anglicismos y aún frases completas de una retórica que alguien no avisado pudiera catalogar de fatua o banal. Ya sé que para la época de redacción de esas páginas, Dulce María Loynaz estaba de regreso de muchas cosas, y además escribía, como expresó, para nadie; o, en todo caso, para ella misma, razones que hacen todavía más atractiva esta arista de sus memorias, al modular metatextualmente el lenguaje mayoritario de sus páginas al lenguaje de un probable episodio firmado por Pablo; todo un esfuerzo posmoderno, diríamos hoy, recordando algunos de los procedimientos del postBoom o la novela española contemporánea. Es esta sosegada conversación desde el presente la que definitivamente proporciona los mejores trazos del personaje del cronista y de su entorno.

Pero hay más, pues volvemos a descubrir un asombroso final de bloque, en el que se ha estado enfatizando, ahora con mayor sutileza, en la psicología intelectual de Pablo, ayuntándola en el cierre de ese fragmento a una mención a su biblioteca juvenil. Asegura la autora que sólo después de la muerte de Pablo vino a conocer, a través de sus libros, «otra insospechada modalidad de su carácter y sus gustos». Y comienza el recorrido por las estanterías, para culminar con la certeza de algo que con justicia sí debimos sospechar: la mayoría de aquellos anaqueles estaban ocupados por novelitas de amor, novelas rosa.

Esta práctica despotencializadora alcanza por igual a Juan Ramón Jiménez que al pintor ruso Addia Yunkers, pues del primero deplora que haya confundido en una crónica una talla en madera policromada con un basto yeso y al segundo dedica versos que más que en el amor parecen estar centrados en el espíritu de la jitanjáfora a la poesía urbeína de sus juegos intelectuales: «en el último día de mayo, tus ojos me han dado frío». Remite tangencialmente al clima helado de Moscú o las soledades nevadas de la estepa, cuando el mayo habanero luce una recién estrenada primavera, tan tropical que bien puede confundirse con el verano. En Cartas que no se extraviaron se halla la antípoda de ese espíritu feérico, despreocupado, conque los hermanos y la propia Dulce María Loynaz acogieron las emigraciones eslavas de entreguerras. En la misiva del 31 de mayo de l980 encontramos como exordio los mismos versos que la autora dedicara a Yunkers, sólo que aquí ejerce no sólo el magisterio de la poesía sino el de la experiencia. Es esta una de las cartas que más luz arroja sobre Fe de vida, sobre el por qué de su incial destino enrumbado al anonimato. Es el testimonio que sobre la época de redacción de las memorias ofrece quien en el libro apenas si se permite aparecer en la escena de su presente; ese alguien, que allí apenas se corporiza en pluma y mano que la empuña, en la misiva se transmuta en conciencia no sólo crítica de su momento sino también admonitoria, al acuñar opiniones que de cierta forma fueron confirmadas por todos los estrépitos subsiguientes: llámense muro de Berlín, crisis de valores sociales, económicos, espirituales, fin de la Historia. Se trata de una carta nihilista, pero tremendamente lúcida:

¿Qué futuro tiene usted, amigo mío? Suponiendo que tiene alguno, pues todavía es joven, no creo que valga la pena esforzarse tanto para alcanzarlo.

Su futuro se lo podría decir yo como si tuviera delante una bola de cristal.

Pero además no habría prodigio en ello porque ese futuro no es sólo suyo, sino también el de todas las gentes de su generación y el de la generación siguiente y de la subsiguiente. Es un futuro prefabricado.

Se lo digo en el último día de mayo, cuando ya no hay ojos que me den frío; ni siquiera los de los rusos.

Esta carta está muy en el espíritu del presente desde el que se cuenta Fe de vida: el espíritu del confinamiento, acaso de la desolación. No hay ojos que puedan ya darle ese frío; como en las Estampas, vuelve el manchón luminoso, sólo que no hay policromías, pues todo está dominado por el blanco, por la nieve. Apenas dos años antes se había colocado el punto final a Fe de vida, y como en la proyección cinematográfica que termina de golpe con el agotamiento de la bobina, brotaba un potente haz de luz dirigido hacia el futuro; el momento de publicación de estas memorias, quizás. En un sentido pictórico puede aducirse el carácter expresionista de algunos pasajes del libro, que clasificarían como generalizadores. Así, numerosos episodios se pueblan de relámpagos, fuegos fatuos, chispas, impresiones en todo caso, que de manera premonitoria tienden a acentuar el desgaste visual de quien cansina, fatigosamente, hace girar hacia atrás la rueda del tiempo.

Tal operación matiza o colorea, pulsa la condición evocativa de todo el montaje del relato según una imagen de daguerrotipo, según el relumbrón de la lámpara de magnesio o el encuadre perfecto de un teleobjetivo. La expresión visual, altisonante, de la crónica enjuiciada (no otro puede ser el calificativo) halla su paradójico similar en el presente desde el que se está narrando la historia, un presente que equivale al del epistolario. Nótese cómo lo que vendría a ser «la historia» (la ficción, el romance, la novela) aparece flanqueada por dos géneros considerados en cierto modo periféricos, narrativamente hablando. Esta idea se vincula con los conceptos de esencia y tangibilidad de la obra en sí. ¿Y cuál era el episodio mayoritario del presente en Fe de vida? El Intermezzo, la justa partición de las aguas, esa suerte de vara de Moisés que apuntala, que funge de columnata única, pero también indica, también define. Topamos pues con la Shakesperiana cuestión, trazada aquí de manera paródica. Recordemos que en otro momento del texto, la autora se ha equiparado a Ofelia:

                     Un Hamlet envejecido, quizás hubiera podido contar sus experiencias como si no fueran suyas, sino más bien las de un amigo que tuvo cerca, pero de todos modos, un amigo ya desaparecido.
          

La disyuntiva se pluraliza en virtud de las innumerables posibilidades que abre la encrucijada de lo que se relata. ¿En qué medida esto que me ha sucedido hace ya tantos años guarda una exacta similitud con lo que ahora queda escrito, con lo que seguiré escribiendo luego del fatigoso giro de la rueda del tiempo? Ya en los años veinte, con la sencillez que caracterizó siempre a su verso, escribía: «yo no soy yo; apenas la sombra de mí misma». Vean qué cercano, sin embargo, tal presupuesto a la singular tesis Hamletiana del Intermezzo y aún a este breve fragmento hacia el cierre del penúltimo capítulo:

                     El precio de la libertad tal vez sea la soledad del hongo, su inmunidad al medio ambiente, su estar sin ser. ¿Habría que no ser para ser libre?.
          

Como en la gran parodia del romance, esta ambición de intangibilidad comporta casi una impostura: se trata de contar evocando, de privilegiar la remembranza en detrimento de lo ficcional, mas he aquí que a diferencia de aquellos mármoles de Carrara de la hora brillante, en este presente (ahora el de la escritura, el presente real, pero también el de las ediciones y, por ende, el de los lectores) el texto todo puede exhibir la pátina de sucesivas capas de Historia y de Literatura, lo que le otorga un alto grado de funcionalidad y libertad, una libertad que pudiéramos catalogar de primaria, para no magnificar como enhiesta o señoril, patente, por ejemplo, en aquel pasaje ya próximo al desenlace, que se desarrolla en el Floridita, y en el que la poetisa y Pablo saborean un Alexander, nada menos. En ese pasaje, pero sobre todo en ese sitio glamoroso, Hemingway todavía no existe y el daiquirí, cuesta creerlo, parece que tampoco.



Referencias

Loynaz, Dulce María: Fe de vida, 2.ed., Ed. Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1995.

____________________: Cartas que no se extraviaron, Ed. Hermanos Loynaz, Fundación Jorge Guillén, Valladolid, España, 1997.

____________________: Melancolía de otoño, Ed. Hnos. Loynaz, Pinar del Río, Cuba, 1997.







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