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Capítulo XXXI

MARÍA VENERADA DESDE EL NACIMIENTO DEL CRISTIANISMO. -LAS CATACUMBAS. -TEMPLOS A MARÍA EN ORIENTE. -CULTO DE MARÍA EN LA IGLESIA VISIGODA. -IMÁGENES DE MARÍA DESDE EL SIGLO VII. -NO SE LLEVABAN IMÁGENES EN LAS PROCESIONES.



     Culto, devoción y amor a María, pueden decirse que nacieron simultáneos con la adoración al Crucificado, extendida por el mundo su redentora doctrina. Desde los primeros tiempos del Cristianismo, María ha sido adorada y venerada como 'llena de gracia entre todas las mujeres', amparo y consuelo celestial de nuestra alma al invocar su dulce y santo nombre. La devoción a María, el culto a su pureza, el amor de todos los corazones, ha sido tan grande como antiquísimo, pudiendo casi decirse que nació con el arcángel Gabriel, que fue quien primero tributó culto al saludarla con la frase de 'llena de gracia tú que la has hallado ante los ojos del Señor', reduciendo este culto a lo práctico, real y admirable como descendido del cielo.

     Que es antiquísimo su culto, lo demuestran la historia y la tradición, entre ellas la veneranda del Carmelo, por la que vemos tributarse culto a María durante su santa vida.

     Si la historia necesitara confirmación, la hallaríamos en las mismas leyendas y en los hechos de su misma vida. La semilla arrojada en el seno de fecunda tierra fructifica, y así el culto a María fructificó oportunamente, resultando el culto de María que ha ido aumentando con el transcurso de los tiempos y de los siglos y haciendo de la idea y nombre de María la base de un culto universal a la pura Señora y Madre.

     La tradición nos señala la capilla levantada sobre el sepulcro de María a poco de la resurrección de la misma, en donde los discípulos y fieles iban a orar y tributar culto, por cuya causa algunos de ellos sufrieron el martirio, cual si el culto de María y la doctrina de Jesús hubiesen de inaugurarse y cimentarse sobre la sangre de los mártires.

     De los sepulcros, de la puerta por donde se entra a la nueva vida, a la eternidad, nació aquél, y en el silencio y la obscuridad de aquéllos germinó, como en las Catacumbas, el culto y veneración, de donde Jesús y María salieron triunfantes para ascender al solio imperial con la protección de Constantino y su virtuosa y santa madre Elena. Allí, como hemos dicho, se encuentra la imagen al culto de aquellos primeros cristianos, representando la protección y amparo de los creyentes presentada con los brazos extendidos y levantados en actitud de orar, y como derramando por sus manos las gracias que los pecadores le piden en tierno ruego y súplica.

     En otras la hallamos representada entre los apóstoles Pedro y Pablo, o también en una arboleda con dos palomas aleteando cerca de su cabeza, y en el cementerio o catacumba de Santa Inés vemos una de las más hermosas representaciones de María sobre un ara o sepulcro, siendo de admirar su hermosura, expresión de dulzura y cariño en aquella encantadora representación pictórica de la Madre del Salvador del mundo. Pero lo más sorprendente, la representación más hermosa de María es, según los arqueólogos cristianos, la de que hemos hablado y la verdad en el traje, la dulce actitud en que se muestra, aquellas manos extendidas y aquella boca entreabierta por la oración, son indudablemente la representación más antigua y el retrato más coetáneo de María Santísima, y al mismo tiempo señala la antigüedad del culto y veneración tributada a María desde los primeros siglos del Cristianismo.

     La misma liturgia, tanto ortodoxa como heterodoxa, testifica la prueba de la antigüedad del culto a la pura Señora como expresión de la veneración profesada a María: la liturgia de los Nestorianos dice: �Madre de Jesucristo, rogad por mí al Hijo único que nació de Vos, para que me perdone mis pecados y reciba de mis manos pecadoras el sacrificio que mi flaqueza ofrece sobre este altar, por vuestra intercesión a favor mío, Madre santa�.

     Estas palabras en una herejía que negaba a María la Maternidad divina, prueban cuán encarnada estaría en las costumbres y en el alma de los cristianos la devoción y veneración a María.

     Después del Concilio de Éfeso y la condenación de los Nestorianos, el emperador Constantino consagró la nueva capital a la Reina del cielo, a María Santísima, y Teodosio el Grande hizo construir una iglesia sobre el sepulcro de la Virgen. Pulcheria, la hija de Teodosio, hizo construir tres iglesias bajo la advocación de María en el mismo Constantinopla; y si Oriente reclama el honor de haber instituido las primeras fiestas a la Virgen, los emperadores de Constantinopla pueden gloriarse de haber cubierto los campos de Palestina de monumentos religiosos en honor de María, y las costas del mar Caspio abundan en santuarios no menos espléndidos en honor de Aquélla.

     Y con esto llegamos a la milagrosa traslación de la casa de María desde Nazareth, poco después de la pérdida de Tolemaida por los cristianos terminando la gran epopeya de las Cruzadas. De esta traslación milagrosa de la casa de María nos ocuparemos en el capítulo siguiente extensa y detenidamente de tan notable y milagroso hecho.

     Pasaremos ahora a ocuparnos del culto de María durante la época visigoda y de sus imágenes, cuyo punto dejamos iniciado en el capítulo anterior, para llegar al misterio de la Inmaculada Concepción.

     Hemos dicho que las representaciones de Jesús y de María en las Catacumbas, son las pinturas murales y no hemos hallado ni se encuentran de dicha época representaciones esculturales. Hemos indicado también que estas pinturas son ideológicas, que llevan de una manera envuelta o simbólica la idea cristiana que querían representar para evitar profanaciones por parte de los paganos caso de penetrar en aquellos santuarios. Las persecuciones los obligaban a proceder con gran cautela, y de aquí el que procuraran darles un aspecto de representación pagana para ponerlas a cubierto de cualesquiera profanación que pudiera herir sus sentimientos, en el encono con que eran castigados cuantos profesaban la religión del Nazareno, que consideraban como revolucionaria contra el orden establecido y considerándolos casi como reos de Estado.

     Nada diremos de las imágenes de talla de que ya nos hemos ocupado, pero sí diremos que resulta anacrónico el que se quiera remontar a los tiempos apostólicos el culto a las imágenes de talla, y tanto más anacrónico el suponerlos de aquella época los vestidos con telas ricas, costumbre casi muy moderna, pues data sólo de la Edad Media en España: uso introducido con el fin de ocultar las imperfecciones y fealdades de una escultura tan tosca como grosera por la inexperiencia de los artistas. En vano era que el pintor quisiese dar rico estofado a las imágenes con brillantes colores y abundante dorado, no desvirtuábase con aquellos ricos adornos. No hay más que examinar esculturas pertenecientes a aquella época, para convencerse de la inexperiencia de aquellos pobres artistas; las cabezas, son unas esferas propiamente en las que se colocan los ojos, las manos desproporcionadas, más parecen paletas, y en la cabeza un pesado bonete sustituye a la corona que no sabían labrar. Por esto más adelante vinieron los trajes de tela a cubrir aquellas imperfecciones y disimular lo tosco de la labor artística, con gran perjuicio del arte por otro concepto.

     Así es que las imágenes de aquellos tiempos que el arte se hallaba muy en mantillas a consecuencia de las pérdidas y trastornos la invasión, casi más que a la época visigoda pueden atribuirse a mozárabe y cuando más al siglo X.

     El culto de María, como hemos dicho, es antiquísimo en la Iglesia goda española, pues ya San Isidoro llega a decir que María es jefe de las doncellas cristianas, como Cristo de los varones cristianos que logran salvar su virginidad. La Iglesia visigoda celebra principalmente la fiesta de la Anunciación y Asunción de María, como se ve de los oficios góticos, a los cuales añadió después la de la Natividad. Las iglesias consagradas al culto de María, aun durante la dominación arriana, debieron ser muchas, pues lo eran varias catedrales. Véase si no, en Mérida, que además de la Basílica de Santa Eulalia en siglo VI existían, según Lafuente, dos iglesias dedicadas al culto de María Santísima, denominada la una la Santa Jerusalem, y la otra, distante de aquélla, Santa Quintiliana.

     Convertido Recaredo al Catolicismo, verifícase la consagración de la Catedral de Toledo en 13 de abril de 387, bajo la advocación de Santa María, como lo señala la columna que se conserva en el patio y que dice: �En nombre de Dios fue consagrada la iglesia Santa María�, con lo cual se la distingue de otra que se titulaba la Real por ser de la Ciudad regia o Corte, a la que acudían los mismos reyes a pesar de tener su capilla pretorial en palacio bajo la advocación de San Pedro.

     Lafuente, en su historia de la Virgen, dice: �El descubrimiento reciente de una pequeña parte del tesoro escondido en Guarrazar al tiempo de la invasión musulmana en Toledo, nos da noticias de otras iglesias dedicadas a la Virgen María en aquella ciudad, y que obligó al arcediano Gudila a firmar en el Concilio XI de Toledo, como de la iglesia de Santa María de la Sede Real, para distinguirla de otras. Entre las cruces, coronas y demás ex-votos que se han logrado salvar y conservar, hay una ofrenda o presentalla, que consiste en una cruz sencilla de oro, en la cual se lee la inscripción In nomine Domini offeret Sonnica Sanctae Mariae in Sarbaces. Por esta inscripción se viene en conocimiento de que además de la Catedral e Iglesia Real de Santa María, consagrada en tiempo de Recaredo, había otra en el paraje llamado Sarbaces, que algunos han creído estuviese debajo del alcázar (cuasi sub-arca), o por lo menos que hubiera altar y efigie de ella en algún templo de aquel nombre�.

     Queda ahora el punto de si los católicos acostumbraban ya a poner imágenes en los altares en el siglo VII. �Serían de la Virgen estas efigies? Hay que tener en cuenta lo que la tradición nos relata respecto de considerar como del tiempo de los visigodos esas imágenes rudas de talla y sentadas, que contemplaron en algunos templos. Así parece acreditarlo la tradición, sin que haya pruebas en contrario. Las escasas noticias que acerca de este punto nos han conservado los escritores de aquella época, hacen creer e inducen casi a asegurar, que si en el siglo VII se ponían imágenes en los altares, lo eran con gran cautela y parsimonia. En ellos estaba, sí, la Cruz, pero én ésta apenas se ponía la figura corporal de Cristo, poníanse las reliquias de los mártires, pero no se halla vestigio de que se pusieran sus imágenes, aun cuando se pintaban en los muros de las iglesias para enseñanza y devoción.

     Además de lo dicho, los visigodos en las procesiones llevaban la Cruz, pero sin imagen, y en ellas llevaban procesionalmente también el Evangelio con gran aparato de luces y de incienso. Lo mismo hacían con las reliquias de los mártires, y un canon de aquel tiempo prohíbe que los obispos se hagan llevar en sillas por los diáconos a pretexto de llevar al cuello colgadas reliquias de los citados mártires; pero no hallamos que en ellas se llevasen efigies del Salvador, y compréndese fácilmente que no llevándolas de Cristo nuestro Redentor, no llevarían de su Madre.

     Los descubrimientos hechos en las recientes excavaciones en Toledo, Mérida, Córdoba y Valeria, nos han puesto de manifiesto los restos de antiguas basílicas y en ellos hemos encontrado lápidas, columnas e inscripciones y objetos de devoción por representaciones simbólicas, y si bien se han hallado el crismón, el pavón, la paloma con el ramo de oliva y otras, nada se ha puesto al descubierto de imágenes ni de representaciones de Jesús ni de María, y esto confirma lo dicho por S. Braulio (Epístola XIV del tomo XXX de la España Sagrada) al hablar del Sábado Santo al descorrerse los velos, habla del adorno de los altares, pero nada dice respecto de imágenes. Pero, la comunicación con los cristianos de Constantinopla era frecuente, y éstos acostumbraron desde muy antiguo a poner las imágenes; no es aventurado suponer que desde el siglo VI introdujeran los visigodos esta costumbre y que la persecución de los iconoclastas, lejos de extinguir esta devoción de las representaciones corpóreas, lo que hizo fue afirmarla más y más, afianzarla sin que esta persecución, favoreciera sus propósitos.

. . . . .

     �Cuándo se introdujo en España la moda de vestir completamente las imágenes?

     Al hablar de las antiguas imágenes aparecidas milagrosamente, suelen autores tan nombrados como Camós, Villafañé y Facci hablar de los costosos trajes y valiosas preseas con que son vestidas y adornadas las imágenes, y se ocupan de ellas cual si estas telas y alhajas fueran antiguas y coetáneas de las imágenes de María tan veneradas como estimadas. El último de los citados autores, clama contra el reconocimiento de la escultura cual si esto fuera un atentado contra el pudor de las imágenes. �Qué puede haber de ofensivo, preguntamos nosotros, en que la escultura sea admirada y venerada tal cual el artista la hizo y con el respeto que guiaría su cincel al esculpir la imagen? �Además, estas imágenes no estuvieron muchos siglos expuestas a la veneración sin aquellos aditamentos? �No es peor, dice Lafuente, andar manoseándolas y poniéndolas trapos y alfileres y acomodándolas a la moda imperante? Recuérdanos esto el hecho de haber visto en las solemnidades de Semana Santa en una población importante, a una preciosa imagen de María dolorosa, vestida con un rico traje de seda, de la moda, en corte y hechura, del año 1872, con cuerpo cerrado y adornos de azabache, gran cola cortesana, puesta de guantes negros y llevando en sus manos rico rosario de ámbar y devocionario encuadernado en nácar; �cabe aberración más estupenda, lo mismo que cubrir su hermosa cabeza, obra de uno de nuestros más eximios escultores, con mantilla de rica blonda, prendida en el pecho con un corazón de Jesús de brillantes?

     ��Cuántos y cuántos abusos, añade Lafuente, irreverencias y gastos enormes y locos dispendios ha traído el abuso de vestir las efigies destinadas al culto y principalmente las de los Santos! Con razón y gran talento prohibió San Francisco de Sales a sus religiosos de la Visitación tener en sus iglesias ni en sus conventos efigies de Jesús, de la Virgen y de los Ángeles y Santos vestidas: conocía bien los abusos e inconvenientes de esta moda y sobre todo entre mujeres, y estaba por lo serio y más reverente de la antigua disciplina�.

     Así se explica escritor tan católico y eminente, cual todos le reputan y consideran, y según su sentir y opinión, la moda de vestir, con telas a las imágenes, no se introdujo hasta el siglo XV, época de gran decadencia y corrupción, y por esto bien puede denominarse moda el vestir completamente, pues el colocar y adornarlas con alhajas, es mucho más antiguo.

     Como ya hemos indicado y la crítica histórico-arqueológica lo demuestra, durante los siete primeros siglos de la Iglesia, apenas se usó poner imágenes o efigies de Dios, de la Virgen ni de los santos en los altares, pero esto sin negar que hubiera algunas en algún altar. Sabemos también que en las iglesias catedrales no se ponía retablo sobre la sagrada mesa, y que en éstos hasta el siglo XII no se introdujo el ponerlos, pero separados de la mesa del altar; que éstos eran sencillos, poco elevados y en forma de dípticos, es decir, en forma de almario con dos hojas que se abrían y cerraban, siendo también de muy poca elevación. En el siglo XIII es cuando comienza la construcción de esos grandiosos y hermosos retablos en forma de artesón, de los que nos restan algún hermoso ejemplar en la catedral vieja de Salamanca, Zaragoza y Calatayud, siendo de notar que los más antiguos son los de Santo Domingo de Silos y San Miguel In Excelsis, que pueden remontarse al siglo décimo y que la arqueología cristiana no admite como cierto las efigies de los siglos primeros de la Iglesia.

     En ningún documento antiguo se hace mención ni se da noticia de imagen alguna vestida, ni en los inventarios de las iglesias de aquellos tiempos, donde constan los ornamentos, cálices, vasos sagrados, etc., se hace mención de vestiduras de Jesús, la Virgen y los santos. Los trajes ricos y valiosos se remontan, cuando más, al siglo XV, y todavía son muy raros y dudosos los de esta época, sin que pueda alegarse que el tiempo los ha destruido; pues objetos tan frágiles y deleznables más antiguos se han conservado y conservan.

     Hay otra razón también de mucho peso y es que las efigies de las Vírgenes que se suponen aparecidas hasta el siglo XIV, son todas como de talla, siendo muy raras las que desde dicha época han aparecido con vestiduras.

     Las efigies más antiguas, y como tales reconocidas hoy por la arqueología cristiana, de María, son de los siglos X al XI, y éstas presentan a la Virgen sentada, teniendo al Niño Jesús en pie sobre las rodillas, y éste en acción de bendecir, alzando los dos dedos su diestra y plegados los otros tres sobre la palma: es decir, bendiciendo a la antigua manera latina.

     Siguen a éstas luego las imágenes también sentadas, pero con el Niño en pie sobre la rodilla izquierda, y más tarde en pie sobre ambas rodillas, descansando sobre el brazo izquierdo o en el regazo, con el pajarito entre sus manos y enseñándole la Virgen el globo la simbólica manzana.

     Pero a partir del siglo XII, ya aparece la Virgen algunas veces en pie: el adelanto artístico y más diestros los escultores, comienzan a tallar en mármol y dominar el alabastro, y nacen las imágenes de mayor tamaño y belleza, pero por regla general conservan los vestigios y cánones del arte de los tres siglos anteriores: en este siglo de adelantamiento de las artes, los artistas ya rompen los antiguos moldes; pero no se hallará una imagen vestida. con telas, ni aun casi adornada con joyas postizas, que el artista no pensó ni creyó prudente el poner.

     De la materia de estas esculturas, ya en mármol, ya en alabastro, ya en madera, nacieron las denominaciones de Santa María Blanca, Santa María la Antigua y otras que coinciden con la época de la introducción de los retablos de las catedrales, y por entonces más bien aún en el siglo XIV, principian a fundirse imágenes de María en plata y también a cubrirlas con chapas de este metal y pedrería, como se chapeó la de Roncesvalles, o se las platea como la mayor de Sigüenza.

     Pero como hemos dicho, al cubrirse los altares de rica pedrería y metales en el siglo XV, es cuando comienza la costumbre de vestir a las imágenes de María, sin que dejen de existir causas a que obedeció esta moda como llevamos dicho, y estas conviene apuntarlas.

     Las justas medidas adoptadas por prelados haciendo restaurar algunas antiguas imágenes, nada recomendables por su hermosura, fue causa originaria de la introducción de esta moda. Otras imágenes se habían apolillado por lo malo de la madera en que estaban talladas y se sustituyó el cuerpo con otro nuevo mejor tallado, con amplios ropajes mejor esculpidos, dejando la sequedad y lo escueto del estilo gótico, pero conservando rostro y manos de las primitivas y colocando al Niño Dios en posición más graciosa y natural. Otras veces para encubrir lo disforme del tallado se apeló a cubrir la imagen con amplio manto, y a este vino a añadirse la túnica, la toca, y otros aditamentos femeninos sin guardar época y vistiéndolas a la moda del día en que se hacían aquellas reformas.

     Esta idea de vestir las imágenes de María en ricas telas trajo en cambio un gran perjuicio para la escultura, cual fue la invención de las imágenes de devanadera, bastidor, tumbilla o alcuza, que todos estos nombres reciben estos armazones, a los que se ponen manos y cabeza, y se cubre con telas más o menos costosas simulando un cuerpo sin líneas, llenándolas hasta con el miriñaque que les da el aspecto de embudo, campana o alcuza, de donde les viene el nombre, que aun cuando no muy respetuoso, es exacto en cuanto a su propiedad.

     Reasumiendo lo apuntado acerca de este punto, diremos con Lafuente, que las imágenes de María no fueron conocidas en los siglos primeros de la Iglesia y que hasta el siglo XV nada hay que nos lo compruebe, ni los casos aislados que puedan presentarse sirven de regla para la determinación antes indicada. Que hoy, gracias a un sentimiento artístico más depurado, va desapareciendo el mal gusto de las imágenes de devanadora y los trajes ostentosos de carácter oriental, dando, con el respeto debido al así decirlo, a las imágenes de María un aspecto de maniquís de ricos trajes y escaparate de ostentosa platería, con un aspecto de sultana engalanada, cuando no sucede que nada diga al alma ni al corazón aquella riqueza indigesta y de tan depurado como anacrónico mal gusto.

     Hoy, como decimos, no tenemos más que ver, aun sin examen del mérito de las obras, los escaparates de las tiendas de objetos de devoción religiosa, y no veremos ya aquellas imágenes enriquecidas con trajes de terciopelos, sederías y bordados pañuelos con ricos rosarios, y sortijas, alfileres y prendidos, que eran el encanto y devoción de las gentes ignorantes, que no creían ni consideraban a la imagen de María como la Madre de Dios y nuestro amparo y celestial consuelo, si no la veían llena de topacios, diamantes, sederías, cordones y bordados de oro y plata. Afortunadamente hoy, como hemos dicho, el buen gusto y el concepto estético en la imagen por la inspiración artística se va sobreponiendo, y la dulce impresión que en el corazón produce el nombre y la inspirada imagen de la Madre del Salvador, se va elevando, y el artista cristiano halla, como ha encontrado siempre en la religión, fuente inspiradora de grandes concepciones, con solo la contemplación y elevación de la majestad de la idea en el fecundo campo del arte.

     La historia eclesiástica y artística nos señala de una manera evidente y clara los pasos de aquél desde los primeros tiempos de la Iglesia, desde que María, Jesús y los sublimes misterios de nuestra religión, fueron fuente inspiradora de los nobles impulsos del alma. Seguir los pasos de aquel arte desde el fondo de las Catacumbas, conocer aquellos rudos pero ingenuos dibujos, aspiraciones noble del alma, a querer hacer con la imaginación y con la mano lo que ésta no podía corresponder ni acordar con aquélla por ignorancia del bujo; llegar luego a esas rudas pero ingenuas esculturas, en que si falta belleza y encanto, en cambio resplandecen la bondad y la buena fe de aquellos pobres artistas, para llegar luego a tiempos más modernos y encontrar imágenes tan bellas de María, como el dominio del cincel y la inspiración de consuno ejecutan, son todo elementos tan nobles, tan grandiosos, tan elocuentes del sentimiento religioso, que no deben desaparecer, sino conservarse en los museos arqueológicos de las Diócesis, para enseñanza de la historia del arte, para elocuente demostración del espíritu que inspiraba a aquellos pobres artistas y servir de comprobación aquella inocencia, pureza e ingenuidad como de parangón con el mal gusto y corrupción artística introducida en el siglo XV, convirtiendo a las imágenes de la Pura Señora en maniquís que vestir con arreglo a la moda imperante, cuando no con anacronismos tan ridículos y extemporáneos como el que citamos haber visto y encontrar convertida a María Santísima en su doloroso trance de la Soledad en una señora que asiste de gala a una función religiosa por los años de 1872.

     Afortunadamente, como decimos, esto va desapareciendo gracias a dos concausas, el conocimiento de la ciencia arqueológica, del arte y de su historia, que son hoy del dominio de nuestro celoso y estudioso clero, y al superior conocimiento artístico en la masa general de las gentes como base de una educación e ilustración más esmerada, a las publicaciones ilustradas de carácter católico y al mayor sentimiento religioso de la mayor parte de nuestros artistas, que buscan la verdadera fuente de inspiración en los sentimientos de lo verdaderamente bello, es decir, en la fuente de verdad, de bondad y de belleza en que tanto abunda y es su base nuestra santa religión católica.

     Por eso lo hemos dicho y lo repetimos, en medio de la corrupción general y del descreimiento, en medio de esa lucha entablada entre el agonizante protestantismo y la desesperada masonería que se revuelve entre las ansias de la muerte, escupiendo todavía asquerosa baba sobre lo más santo y respetable, el sentimiento católico se sobrepone, avanza, y si numerosas y respetables por ser de personas de ciencia, nobleza y posición, son las conversiones al Catolicismo, �cuán exiguas serán e insignificantes las que se verifiquen a aquellas sectas! Ante la sequedad del protestantismo, ante las ideas de la Masonería, ante la frialdad de los racionalistas y materialistas, está el calor, la vida, la luz y la verdad de la luz del Crucificado, que cual la del sol apaga, desvanece y borra las sombras que la débil luz de la razón cálculo y de la mentira, quieran imponerse ante aquélla.

     Ni el protestantismo ni la filosofía racionalista, han producido arte, ni sus genios han llegado a los Murillo, Juanes, ni aun a los Rafaeles, �por qué? porque les faltaba la idea religiosa, les faltaba la fe que animó los pinceles y los cinceles de aquellos que eran movidos por la poderosa palanca de �toda fuente de belleza es Dios�, fuente inspiradora de la bondad y grandeza, de la más santa y pura de las religiones, como obra de Dios Hijo y Mártir de la redención del hombre a quien con su sangre libertó de la esclavitud del demonio.



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Capítulo XXXII

RELACIÓN DE ALGUNAS IMÁGENES DE MARÍA APARECIDAS A PASTORES EN ESPAÑA DESDE EL SIGLO X AL XV.

     Son tan numerosas, tan inmenso el caudal de apariciones de María Santísima a gente campesina, a pastores de todas las comarcas de la Península, que sería tarea imposible y penosa, a más de fatigosa, el relatarlas todas, el dar cuenta de ellas, cuando virtualmente coinciden todas en sus circunstancias y detalles, sin más que accidentales diferencias.

     Pero no por ser muy semejantes en sus detalles, hemos de dejar de referir los más notables por sus circunstancias y porque estos casos avivan la fe, harto amortiguada por las enseñanzas perniciosas del racionalismo, que por tanto tiempo se han apoderado de nuestra juventud.

     �Porque sean parecidos muchísimos el número de ellos, se han de negar todos? �Dejó de resucitar Jesucristo a Lázaro porque antes había resucitado al hijo de la viuda de Naim?

     Además, aun en nuestros días, en medio de esta época burlona y que aún conserva en su corazón algo de la insana crítica y diabólica intención de las doctrinas del feroz Voltaire, �no se han realizado apariciones, comprobadas por la crítica más exigente, por la más fría razón? �Quién niega hoy la aparición de María en Lourdes ni en los Alpes a sencillos pastores?

     En nuestra patria, sangriento teatro de heroicas luchas entre el Cristianismo y los sectarios de Mahoma, �.cuántas apariciones de imágenes de María escondidas en las fugas de los cristianos ante las persecuciones de los islamitas? Y en estos notables hechos, �cuántos sacrificios, martirios y crueldades por parte de los enemigos del doctrina de Jesús? �Cuánta sangre derramada en aras de Jesús y de María en campos, ciudades y monasterios, fuertes murallas y torres aisladas como centinelas contra los enemigos perseguidores? Los monjes de Cardeña son degollados en un rincón del claustro por los musulmanes; el caso del convento de la Madre dolorosa, de ser la priora la que desfigura el rostro de sus monjas para evitar ser llevadas al serrallo sus hijas en religión, se repite más de una vez; y si en medio de tantas persecuciones, de infamias y profanaciones se ocultaban las imágenes, �qué extraño es el suponer que estas apariciones tuvieran luego lugar por la intervención providencial? �Acaso, dice Fray Luis de Granada en un inspirado arranque, acaso porque haga un milagro queda encogido el brazo para hacer otro igual?

     �Qué de extraño es el que fueran, hayan sido y sean pastores los que hallen y hayan hallado imágenes de María y a ellos se haya aparecido? �No fueron pastores los primeros que adoraron a Jesús en brazos de su santa Madre?

     �Ángeles, dice Lafuente, son los primeros que vienen a darles la buena nueva y vienen destellando vivos resplandores y pueblan los aires sus célicas melodías. �Por qué, pues, extrañar las apariciones de los ángeles a los pastores en España desde el siglo X en a adelante; los celestiales fulgores, las angélicas melodías que vienen también a poblar de virtudes y devoción nuestras montañas y nuestros valles? �Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!... Los ecos de Belén llegan a Montserrat y al Pirineo en el siglo noveno, como la hendidura insondable que todavía se ve en el Santo Sepulcro, y se abrió en el Calvario al morir Jesús, vino a aserrar la montaña de Estorcil.

      �Por razones geográficas, las apariciones de María van siguiendo gradualmente los pasos sangrientos de la Reconquista, siendo las más antiguas las de Roncesvalles, en Monserrat y en Usua y en otros puntos del Norte. Llega el siglo XII, comienzan las apariciones a ser célebres en Castilla la Nueva y en Aragón, y asegurada la reconquista de Extremadura y Murcia, por las armas de San Fernando en Andalucía, y comienzan las apariciones en los puntos de Extremadura y meridionales de Castilla en el siglo XIII, que es la época principal del ciclo de los pastores�.



     Ya lo hemos dicho y lo repetimos; el siglo XIII es el siglo en que llega a su apogeo el culto de María, y es la época de la reforma y del embellecimiento de las imágenes. En Castilla, por regla general, las imágenes son de madera y muy raras las de piedra: en cambio, en Aragón, en donde abundan las canteras de alabastro, son muchas las efigies de esta materia, aun entre las que se dicen aparecidas, y que indudablemente son muy antiguas.

     Viniendo ya a hablar y relatar, como nos hemos propuesto, las apariciones de las imágenes de María, además de las citadas y conocidas de Montserrat y Roncesvalles, debemos citar la del Viñedo, en Castilsabás, cerca de Huesca, aparecida a un pastorcillo llamado Matías de Guevara, por los años 1180.

     La de los Llanos, en Alcarria, cerca del pueblo de Hontova, por el año 1100.

     La del Pueyo, aparecida al pastor San Balandrán, cerca de Barbastro, en el año 1100.

     La de las Ermitas, que se apareció a unos vaqueros en Galicia, en el siglo XII, sin fecha cierta.

     La de la Sierra en Villarroya, no lejos de Calatayud, aparecida a un vaquero poco después de la reconquista; lo propio que las imágenes de Jaraba y Cigüela, que se aparecieron en dos cuevas en aquel terreno a varios pastores durante el tiempo de la reconquista de la tierra.

     La de Aya, en el Moncayo, cerca de Zaragoza, aparecida a otro pastor por la misma época que las anteriores. A esta sigue la de Foncalda, la de Lagunas, junto a Carimeña, la de los Pueyos, cerca de Alcañiz.

     La de Montserrat, junto a Fornoles. La de Dos Aguas, junto a Nonaspe; la del Pueyo, junto a Villamayor; la de Monlora, no lejos de Luna; la de la Fuente, junto a Peñarroya; la de Bonastre, junto a Quinto; la de la Peña, junto a Verge, y la de los Arcos en Albacete.

     Del mismo siglo XII y en Aragón, se cuentan la de la Estrella en Moreruela; la del Molino, junto a Santa Eulalia; la del Espino en Alcalá de la Selva, en la provincia de Teruel, y más conocida con el nombre de la Vega; la del Tremedal en Orihuela, cerca de Albarracín, y la famosa de Sixona, cuya aparición, tan poética como hermosa leyenda, se coloca por el año 1182.

     Además de las citadas tenemos otras seis imágenes de María pertenecientes a los dichos años y que se aparecieron en Aragón a varias pastoras: son estas la del Romeral junto al Puy de Cinca, que parece ser la más antigua; la de Gracia en Juaneda; la del Prado en Vivel de la Sierra, inmediato a Calatayud; la de la Aliaga en Cortes, y la del Campo en Villafranca de Daroca. Todavía se citan como del siglo XII la del Cid en la Iglesuela, la del Campo en Camarillas y la de la Zarza en Aliaga, y del mismo siglo se supone la de la Hoz, en las inmediaciones de Molina.

     Pero entra el siglo XIII y disminuyen las apariciones de imágenes en Aragón y comienzan en cambio en Castilla, siendo las más notables la de la Alconada en 1219 y la de Valverde en 1242; por estos años se refiere la del Olivar, cerca de Estercuel en Aragón en 1250 y la de Magallón, huida de dicho pueblo por causa de un feroz sacrilegio y aparecida en Leciñena en 1263. Como hemos dicho, en Castilla siguen la del Risco en Ávila en 1350, la de Guadalupe en 1326, la de la Oliva en 1330, la de Henar en 1380, la de Texada en 1395, la de Nieva en 1399, y cierran este siglo la de Aránzazu en 1469, la de Villaviciosa (Córdoba), que también se la supone aparecida en fines del siglo XV.

     Como notable y perteneciente al siglo XVI (1504) tenemos la de la Sierra de Herrera, aparecida a un carbonero junto a Daroca, según Ustarroz, aun cuando puede asegurarse que su fecha es más antigua.

     Muchas más apariciones de imágenes podríamos citar, pero sólo lo hacemos de aquellas cuya aparición viene comprobada de una manera clara, evidente y cierta por la Iglesia y la sana critica histórica, y para terminar haremos el examen artístico y representativo de todas estas imágenes y por él comprenderemos su antigüedad y la manera representativa de María y Jesús en las distintas épocas, conforme hemos apuntado anteriormente.

     La citada de Ibdes, aparecida al pastor Daniel, que alcanzó el prenotado de santo y con este nombre se conoce la imagen de María, la Virgen de San Daniel, sólo tiene 27 centímetros de altura, y el Niño unido al pecho de la Señora.

     La del Prado, en Vivel de la Sierra, tiene próximamente la misma altura, está sentada y el Niño sobre las rodillas.

     La del Viñedo, que se la supone una antigüedad del año 1086, está sentada igualmente y el Niño en la rodilla izquierda y ya en actitud de bendecir.

     Entre las muchas citadas por el P. Facci, casi todas ellas están sentadas y tienen al Niño Jesús sobre ambas rodillas y algunas en el brazo izquierdo. Entre otras que le tienen sobre ambas rodillas y mirando al frente, podemos citar:

     La de Guayente, en el valle de Benasque, aparecida en el siglo XI a un caballero de la casa de Azcon.

     La de Arcos, junto a Albalate; esta tiene al Niño con la manzana simbólica.

     La del Horcajo, junto a Villarroya; esta es de tamaño natural y lleva el Jesús la consabida manzana.

     La del Pueyo (Villamayor), el Niño está en actitud de bendecir.

     Debemos citar como rareza la de las Fuentes, junto a Sariñena, la cual está sentada, teniendo el Niño sobre el brazo derecho en actitud de bendecir; pero como esta imagen tuvo la desgracia de sufrir la moda de las vestiduras, no podemos formar un concepto artístico de su antigüedad, pues los devotos al vestir muchas de las imágenes citadas han colocado el Niño a su capricho.

     Relataremos ahora las que se conocen sentadas con el Niño a la izquierda, y todas ellas pertenecientes a Aragón.

     La de Concillo, en Murillo, hallada bajo una campana.

     La de la Peña, en Calatayud.

     La de Dulcis, en Alquezar, ciento doce centímetros de alta.

     La del Remedio, junto a Lierta, esta lleva toca blanca.

     La del Olivar, junto a Arasque, el Niño en actitud de bendecir.

     La de la Fuente, en Peñarroya, el Niño como la anterior.

     La de las Lagunas en Cariñena.

     La de los Pueyos en Alcañiz, un metro de altura y el Niño con globo en la mano.

     La de la Zarza en Aliaga: en actitud de bendecir el Niño.

     La del Carrascal en Planas: el Niño con el pajarito alegórico del alma.

     La de la Misericordia, de Borja: el Niño reclinado sobre el pecho de la Virgen.

     Dada la antigüedad supuesta, es posible que algunas, según las reglas antiguas, tuviesen el Niño sobre las rodillas, según la antigua iconografía; pero como en casi todas ellas se dio en la manía de vestirlas con telas, es posible que aquellas gentes colocaran el Niño Dios a su capricho y tanto más si les estorbaba para las vestiduras y telas con que ocultaban los tesoros artísticos de aquellas imágenes.

     Como dijimos, en las de Aragón figuran en alabastro muchas de ellas y podemos citar la de Piedra en el hermoso monasterio tan conocido de los artistas y admiradores de las bellezas de esta pobre nación.

     La de Hinoges, colocada sobre un pilar de unos treinta y cinco centímetros; ésta lleva el Niño sobre el brazo derecho.

     La de la Xarea, junto a Sessa, de tres cuartas de alta y presenta a Jesús con el pajarito y el manto de María con perfiles dorados flores de lis.

     La de Nonaspe, aparecida a un pastor igual que la de Villavieja junto a Teruel, y la que se supone venida de Francia.

     La de Rodanas, junto a Epila, también con flores de lis en el manto y de unos setenta centímetros de altura: ambas están de pie.

     Muchas más, como hemos dicho, podríamos citar, pero como nuestro objeto no es hacer un estudio iconográfico de las imágenes, pues esto nos llevaría muy lejos de nuestro propósito y necesitaríamos formar un diccionario después de lo mucho que escribió y publicó el P. Facci, nos contentamos con citar las principales y aquellas que puedan dar un conocimiento de la historia de las imágenes de María desde los primeros tiempos del Cristianismo hasta nuestros días, en que el arte ha comenzado una nueva época de regeneración, como puede comprenderse por las hermosas y poéticas imágenes de María en sus representaciones tan hermosas como sentidas e inspiradoras de la Salette y de Lourdes, y con ello corregirse el espíritu de clasicismo o paganismo que el siglo XV había introducido en nuestras costumbres, en el arte y sobre todo en las imágenes.

     Fue notable, como ya hemos dicho más anteriormente, el siglo XV por la corrupción de la disciplina eclesiástica, como demuestra D. Vicente Lafuente en su Historia eclesiástica de España, por el rebajamiento social de los caracteres y una especie de retroceso moral en todos órdenes. De aquel espíritu puro en sus inspiraciones del arte del período ojival, de aquel arte místico y lleno de unción, que movió los pinceles, los cinceles y la paleta en pintura, escultura y arquitectura, de las obras de aquellos beatíficos pintores, como Fra Angélico y Juan de Juanes, que confesaban y comulgaban antes de poner los pinceles sobre el lienzo en, que se había de pintar, y procurar elevando el espíritu reproducir la belleza pura y angélica de María, vino a caerse en el extremo contrario, es decir, en un paganismo catolizado, si así podemos denominarlo, que produjo una materialización del espíritu cristiano que llevó a una especie de voluptuosidad a las representaciones religiosas tan llenas de unción y de espíritu católico.

     Compárense, como hemos dicho antes, los ángeles de Fra Angélico y de Juanes, tan llenos de santa unción, de espíritu tan elevado y religioso, con los ángeles de Miguel Ángel, desnudos, llenos de fuerza muscular y más digna representación de Apolos y de Cupidos que de representaciones celestiales: desnudos miembros, arrebatados y escasos ropajes, actitudes verdaderamente humanas, sustituyen a las blancas y rozagantes túnicas de aquellos diáconos angélicos, verdaderos ministros de Dios.

     Al mismo tiempo, los templos comienzan igualmente a materializarse, si así podemos llamar al gusto imperante de las reglas de los arquitectos romanos, y el afán de imitar, de hacer escorialillos, copiando a Herrera en su famoso monasterio, hace de los templos de Jesucristo templos que están pidiendo a voces las estatuas de Júpiter o de Minerva, y en los que la Cruz se despega y parece querer retirarse de aquellas frías construcciones de matemática combinación. Al cristiano y severo, espiritual e inspirador estilo ojival, con sus ligeros haces de columnas que suben al techo entrecruzándose en hermosas palmas, como se anudan y entrelazan en místico conjunto las oraciones de los fieles que entrevén la luz de la eternidad en el encendido foco de mil colores, entre la nube de incienso irisado por las pintadas vidrieras, que simulan con aquel ritmo de colores la majestad del trono de Dios; a aquel arte románico de los primeros tiempos, a aquellas inspiradoras iglesias de Santa María de Naranco, de Santa Cristina de Lena y San Miguel de Lino, sustituyen la arquitectura clásica, fría, matemática y calculadora que había a la razón, pero nada dice al espíritu. Esta influencia, como se comprende, había de llegar a las imágenes, había de dejar sentir su influencia fría, racionalista, si así podemos llamarla, y cambiar por completo cuanta inspiración santa y dulce había dejado traducida en sus obras el arte cristiano de la Edad Media en sus pinturas y obras. Compárese la catedral vieja de Salamanca, la de León y otras, la de la Cartuja de Miraflores y Veruela con la del Escorial, y dígasenos dónde se eleva más el espíritu, dónde se comprende y conoce mejor a Dios con su santa doctrina de amor y de paz, si en los primeros o en el segundo término de nuestra comparación.

     Así, pues, aquel espíritu realista llega a la pintura, y a aquellas místicas Vírgenes, a aquellos Niños Jesús, suceden representaciones tan humanas como los modelos de que se valen los pintores para dar sus Marías, como la de la Silla de Rafael, que es la verdadera representación de una vulgar mujer con un niño en sus brazos. �Es esto negar el valor de aquella pintura, su mérito ni estimación artística? No, nada de eso, pero sí en aquel famoso cuadro veremos más la presentación, el retrato de la famosa Fornarina, que la imagen de la Madre de Dios ni de su Hijo. Faltaba la unción religiosa; la falta de fe hace obras acabadas pictóricamente, pero no tocadas ni dibujadas con espíritu cristiano, ni unción ni fe religiosa; hablarán aquellas obras al arte, pero nunca al sentimiento cristiano ni religioso que pretenden representar.

     En esta época introdúcese también la costumbre de pintar al Niño Jesús desnudo, en actitudes nada honestas, y que más pronto representan chiquillos pícaros, que la bondad e inocencia del Salvador.

     Este espíritu innovador hizo que con poco miramiento y menos conocimiento, se acometieran restauraciones de imágenes que quedaron desfiguradas en su prístino estilo, pero conservando en la memoria su antigüedad, quedó aquélla desvirtuada por inconscientes restauraciones, que han sido causa luego de negaciones de su antigüedad por el modernizamiento que se les había dado.

     �Y, por tales tengo, dice Lafuente, el destrozo hecho en las efigies aparecidas para ponerles coronas y otros adornos que las han mutilado bárbaramente, destruyendo las cabezas con escoplos y martillos para colocarles esas pesadas coronas con los armatostes de rayos y estrellas que las desfiguran, hasta el punto de no verse apenas el rostro aplastado por la pesada balumba que lo domina. �Cuánto más sencilla y bella era la modesta diadema que les daba el inspirado y piadoso artista en carácter con el ropaje, con el tiempo, con la actitud, con el gusto de la época en que se hacían!�

     Y a este propósito relataremos lo ocurrido con la imagen de la Almudena en Madrid, en tiempo de Felipe IV, en 1652.

     Mandó entonces el monarca fuese cepillada la espalda; �con qué objeto, con qué propósito? Pues con el sencillo e inconcebible de corregir la obra del artista, algo más entendido que el monarca austriaco que tal desatino y profanación mandó ejecutar. Su talle, pliegues del manto y demás, estorbaban para la colocación del manto de trapos de que tan ridículamente va cubierta la hermosa talla, y como quiera que la obra del artista incomodaba para aquel aditamento, resultando jorobada la imagen al ponerle aquella cobertera, se mandó por el católico monarca acepillar (�!) las espaldas de la imagen, dejándolas lisas. �Qué alto concepto del arte tendrían monarca y cortesanos de aquel tiempo! Lafuente, en una nota, añade: �Fácilmente puede conjeturarse que el destrozo se hizo para que los pliegues de la escultura no estorbasen la colocación de los mantos de la Virgen, que en otro caso aparecería deforme y jorobada al sacarla en procesión. Por eso fue sacrificada la talla a los trapos con que tan ridículamente está vestida�.

     Con profanaciones tales se han desfigurado millares de imágenes, que con semejantes crímenes artístico-religiosos, han quedado de tal suerte, que no son ni románicas, ni bizantinas, ni góticas, ni del Renacimiento, quedando verdaderos jeroglíficos artísticos que nada pueden resolver, y hablan tan sólo de la impericia, ignorancia y estultez de sus profanadores.

     De otras muchas crueldades antiartísticas pudiéramos ocuparnos, pero como nuestro objeto sólo es citar el mal gusto que dominó, llevando hasta la profanación el estúpido deseo de modernizar y vestir con trapos y costosos morriones a imágenes bellísimas artística y arqueológicamente consideradas, si de todas de cuantas tenemos noticia y hemos comprobado sobre las imágenes fuéramos a relatar �qué triste padrón de vergüenza para sus autores y consentidores podríamos formar!; pero terminaremos este capítulo con las palabras que a Don Vicente Lafuente le sugieren estas profanaciones, transformaciones y hasta disfraces, y permítasenos la frase, aun cuando pudiera aparecer irreverente, que nunca lo sería tanto como los actos que a título de devoción y entusiasmo se perpetraron.

     �Consecuencias fueron estas alteraciones de la manía de vestir las efigies de talla, destrozándolas sacrílegamente y enmendando la plana a los ángeles y a San Lucas, pues como quedaba cubierto el Niño Jesús, le arrancaban y ponían el mismo modificado u otro nuevo; y de paso se entretenían las beatas en colocar al Niño en posturas nuevas y desusadas, jugando aquellas viejas supersticiosas con las efigies de la Virgen como las niñas con sus muñecas�.

     Y con las palabras del ilustre escritor católico, terminamos este capítulo en que tanto podría decirse acerca del mal gusto de aquellas épocas, y la restauración que hoy está verificándose en el buen gusto, gracias a la ilustración siempre creciente de nuestro clero, y al amor y conocimiento del arte y de la ciencia arqueológica en la masa general de la sociedad, el mal se ha corregido y se va estimando, considerando y apreciando en cuanto valen y representan monumentos, altares e imágenes, que en no lejanos tiempos eran denominadas antiguallas, vendidas en precios denigrantes para ir a enriquecer museos extranjeros que se han aumentado con nuestra ignorancia y las rapiñas de la desamortización, verdadero país de promisión para miles de pelafustanes, que se enriquecieron con aquellas dilapidaciones y saqueos, tan vergonzosos para un país que se llamaba culto porque desayunaba con el himno de Riego.



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Capítulo XXXIII

LA SANTA CASA DE MARÍA SANTÍSIMA DE LORETO. -SU HISTORIA, TRADICIONES, MILAGROSA TRASLACIÓN. -SU CULTO. -ESTADO ACTUAL DEL VENERADO SANTUARIO.



     No hemos de repetir hoy cuanto dijimos de la casa de María en Nazareth cuando acerca de la vida de la Santísima Señora decíamos, ni de su descubrimiento por Santa Elena, ni del templo sobre los cimientos de aquélla construido por la Santa Emperatriz, ni su destrucción ni ruinas; afortunadamente hoy desaparecidas merced a la piedad cristiana de monarcas tan respetables como queridos por su conterraneidad. Pero sí cumpliremos lo que entonces indicamos, de consagrar un capítulo a la casa de María trasladada milagrosamente a varios puntos, y por último a Loreto, en donde se venera y contempla, llenando el alma de cristiano consuelo, las pobres paredes de la morada del Santo Matrimonio y que albergó bajo su santo techo al Redentor del mundo. A esa modesta casita, a ese augusto templo de la gran Señora nuestra Madre vamos a conducir al lector para que con nosotros contemple las maravillas de la fe, representadas en la milagrosa traslación de la casa de los modestos obreros de Nazareth.

     El famoso ciclo de las Cruzadas terminaba, y por voluntad divina el fruto de las conquistas de los cristianos en Tierra Santa, había venido perdiéndose. Unos tras otros los Santos Lugares arrancados al poder musulmán, habían ido cayendo nuevamente bajo el imperio de la media luna y la pérdida de Tolemaida, último baluarte de los cristianos, fue el último episodio de aquella famosa campana, que si desgraciada en sus éxitos, tan favorable fue para la comunicación de unos pueblos con otros y tantos beneficios produjo para la civilización.

     Caído había apenas algún tiempo Tolemaida en manos de los bárbaros escuadrones de los islamitas y los feroces soldados de Bibavs-Bondajar saqueado a Nazareth y destruido la basílica que servía como de rico dosel a la casa del Santo Matrimonio y de Jesús, cuando las piedras del grandioso templo construido por Santa Elena apenas se habían enfriado del calor del incendio, un hecho milagroso puso de manifiesto la intervención divina en los actos de la humanidad y su poder inmenso, que demostró que si se habían perdido por entonces los lugares, sitios y ciudades, montes y valles que pisaron Jesús, María y su bienaventurado Esposo, María no olvidaba ni abandonaba a sus fieles hijos, a los cristianos tan amantes de su nombre y de sus grandezas, demostrándolo por medio de un acto, de un hecho milagroso que puso de manifiesto su amor y el deseo de vivir aquello que tocó, entre cristianos, abandonando el lugar en que su humilde casa había permanecido por algunos siglos.

     El amor de María para con los que siguen las doctrinas de su Hijo, el afecto y cariño para los que aman y veneran el nombre y virtudes de aquella pura y santa Madre, se puso de manifiesto por medio de un acto tan ostensible como el que es objeto de este capítulo que escribimos, narramos y relatamos con el amor y cariño que profesamos a la excelsa Señora, nuestro amparo y consuelo, como que tuvo lugar en medio del asombro de los pobres campesinos en el día 10 de mayo de 1295.

     En las costas de Dalmacia, en el mar Adriático, existía una ciudad de pequeña importancia llamada Raunnoza, no lejos de Fiune, en un sitio inculto, lleno de pastos y maleza, en un lugar en donde el día antes pastaban los ganados, y en donde ni el más pequeño resto de construcción había existido, el día antes, cuando los primeros rayos del sol bañaron la tierra llena de perfumes y con el encanto que la presta una mañana de mayo, los asombrados pastores y campesinos contemplaron en aquel lugar un vicio, un antiguo edificio de pequeñas dimensiones, barnizado con la patina que prestan los años, con el color y sello de antigüedad propio de las piedras y que el hombre no puede ni podrá jamás imitar para falsificar sus propósitos.

     Aquel edificio sobre una colina cuajada de arboleda y harto conocida de pastores y campesinos, llamóles la atención, tanto más, cuanto que en la tarde anterior nada existía, ningún rastro ni señal de edificio conocían por aquellos alrededores, y menos que presentara aquella desconocida construcción, ni con el sello de antigüedad que presentaban sus desnudos muros.

     Objeto de curiosidad y asombro lo fue desde los primeros momentos, y con temor y respeto aquellos pobres pastores y campesinos se acercaron al misterioso edificio, y con temor penetraron en su única estancia. �Qué vieron? Lo que aún hoy ve el cristiano que lleno de fe, de amor y veneración encuentra, halla y contempla para goce de su alma, consuelo de su corazón y esperanza de aquélla al elevarla a los pies del trono de la gran Madre de los católicos, al solio de María, siempre pura e inmaculada. Una pequeña estancia, en cuyas paredes se veían pintadas y con sello de innegable antigüedad, a María y santos que formaban su acompañamiento. En el testero principal un altar de piedra con la patina del tiempo y de no muy fina labor, rematado por una cruz de corte oriental, una imagen de Jesús pintada en tela y adosada al nicho del altar; un modesto hogar con unos candeleros de estilo oriental en su forma y labor, un pobre armario que contenía algunos objetos de sencilla vajilla de barro; el techo de madera pintado en viejo y descolorido azul con estrellas de oro: esto es cuanto vieron aquellas pobres gentes a la luz espléndida del sol naciente que penetraba, llenando el ambiente de dorado tamo. Examinaron exteriormente aquel edificio de extraña construcción en el país, y con asombro vieron que aquellas paredes formadas de extraña, delgada y rojiza piedra, desconocida en Dalmacia, carecía de cimientos, y sus paredes en algunos puntos estaban sin tocar en el suelo desigual de la colina, quedando como en el aire, y por debajo de aquéllas se veía la yerba todavía fresca y sin pisar, como había quedado la noche anterior. Pasmados y atónitos ante lo que veían, ante aquel edificio que mudos de asombro contemplaban, quedaron largo espacio de tiempo, decidiéndose, por fin, a dar cuenta del misterioso hallazgo y raro edificio con apariencias de templo. �Qué podría ser la prodigiosa aparición de aquel modesto edificio, que no podía haber sido construido en una noche ni transportado por fuerzas humanas sin derrumbarse, ni cómo se sostenían parte de sus paredes sin base, quedando como colgadas de sus mismos materiales?

     Ninguno de los inventores podía explicarse a quién ni para qué había sido llevado aquel pequeño templo a la desierta colina, cuando llenos de asombro, vieron llegar al cura del lugar Alejandro de Giorgio, quien enfermo de una hidropesía, no salía de la rectoral postrado en cama hacía tres años. Aquel hecho llenóles todavía de mayor asombro, y llegándose a sus feligreses, lleno de santa alegría les manifestó que aquella noche se le había aparecido la Virgen Santísima, de quien era muy devoto, y en su amparo y protección tenía puesta toda su confianza, manifestándole que la casa que encontraría en desierta colina era la de Nazareth, donde tuvo lugar el misterio de la Encarnación del Divino Verbo. Comunicóse la noticia al gobernador de Dalmacia, Nicolás Frangipani, quien corrió al punto de la invención de la Santa Casa, con objeto de cerciorarse del milagroso traslado, y a vista de aquélla y enterado del relato del párroco, designó, a más del párroco a otros tres sujetos de virtuosos antecedentes y honradez probada, para que marchando a Palestina y en ella a Nazareth, averiguasen con cautela y escrupulosidad: 1.�- Si la santa casa de María había desaparecido y cómo. 2.�- Si subsistían, caso de haber desaparecido aquélla, los cimientos sobre que asentaba. 3.�- Si las dimensiones de aquélla y grueso de las paredes coincidían con aquéllos. 4.�- Si era de la misma naturaleza el cemento y la piedra que formaban las paredes. Y 5.-� Si era idéntico el modo, manera y ejecución de aquella construcción.

     El resultado de la comisión dada a los expedicionarios, fue confirmativo de cuanto se deseaba conocer, y de cuya dichosa posesión era del pueblo de Tersato. Llevados del entusiasmo y devoción, muchos emprendieron el viaje a Nazareth, comprobando por sí cuánto deseaban conocer y aumentando de esta suerte la confirmación de lo deseado, y así consta en los documentos del archivo de los PP. Franciscanos de Tersato y como pueden verse en el Triumphus Coronatae Regina Tersatensis del P. Pasconi, y en la Disertación Apologética de la Santa Casa de Nazareth, de Monsig.r Jorge Marotti.

     La devoción aumenta, llegan peregrinos de todas partes de Europa, y el gobernador concibe el pensamiento de construir un templo que encierre y guarde bajo sus bóvedas el santuario de la Encarnación del Verbo, morada de María; pero pasan tres años y siete meses cuando la devoción iba en aumento y era más y más conocida la milagrosa aparición, cuando de improviso desaparece el santuario de la fe en María y aparece la colina desierta, cubierta de verdes yerbas, y cual si sobre aquélla nunca se hubiera asentado construcción alguna. Mudos de asombro y de espanto quedaron los vecinos del lugar de Tersato, al notar la desaparición de la casa en que tenían puestas sus esperanzas, su anhelo y alegría.

     Pero, �qué había sido de la feliz morada de la Sacra Familia? �Había vuelto a Nazareth una vez realizado ostensiblemente el milagro? No, no transcurren muchos meses sin que se sepa que la Santa Casa tan sólo había sido cambiada de lugar, y atravesando con ella los ángeles el mar Adriático, la habían depositado en Italia, a cuatro millas del lugar de Recanati, en un hermoso bosque de laureles, de donde tomó después la casa de María el nombre de Santa Casa de Loreto. �Qué había motivado aquella traslación, qué designios llevara la Providencia al hacer este nuevo y milagroso traslado? Los altos juicios del Señor son los que lo saben, sin que la pobre inteligencia humana pueda comprenderlos ni menos penetrarlos.

     El desconsuelo de los infelices habitantes de Tersato fue grande y nada ha podido consolarles de la pérdida de la Santa Casa, experimentada en 10 de diciembre de 1294. Todavía hoy hemos visto numerosas peregrinaciones de Dálmatas, de Tersato, que de rodillas en el templo de la Santa Casa y en la puerta del santuario, lloran y se lamentan de la pérdida gritando: �Vuelve, vuelve a nosotros, �oh Madre! Vuelve a Tersato�.

     El gobernador Frangipani, para perpetuar la memoria de la milagrosa aparición y desaparición de la Santa Casa, mandó construir sobre el sitio que aquella había ocupado, un templo de la misma forma y tamaño que aquélla con esta inscripción: Hic est locus in qua olim fuit Sanctisima Domus Beatae Virginis de Laureto quae in Recéneti partibus colitur; es decir: Este es el lugar donde estuvo en otro tiempo la santísima casa de la bienaventurada Virgen de Loreto, que se venera en el país de Recanati. Además se colocó en el camino de Tersato otra inscripción en lengua italiana para recordar al viajero los dos hechos que llenaron de alegría y de pesar, con las dos fechas que decía: La santa casa de la bienaventurada Virgen vino a Tersato en 10 de mayo de 1291 y partió en 10 de diciembre de 1294.

     Tornemos de nuevo a Italia, a Recanati, vemos que la Santa Casa aumentó en devoción entre los habitantes de la comarca, pero lo agreste del sitio, lo peligroso del camino, dio pie para congregarse en sus cercanías gavillas de bandidos que, asaltando a los peregrinos, consiguieron alejarlos de las visitas, quedando solitaria y escasamente visitada la Santa Casa. No fue tampoco larga la estancia de la milagrosa casa en aquel punto, y el cielo permitió una tercera traslación a sitio no muy distante de aquél, pero en el que tampoco permaneció mucho tiempo hasta desaparecer, pues las cuestiones que se suscitaron entre dos hermanos, dueños del terreno, que llegaron casi al extremo de un fratricidio, hizo, sin duda, que aquella profanación de la gloria de ser dueños del terreno en que descansaba, no se enclavaba la Santa Casa, nuevamente los ángeles la transportaron por cuarta vez a un nuevo punto, al en definitiva en que hoy asienta por largos siglos y es venerada por los fieles hijos de María.

     No dista un kilómetro el lugar en que hoy asienta la Santa Casa, del tercer lugar de su descanso en tierra latina. Esta última traslación fue revelada por María a San Nicolás de Tolentino, honra de la Orden Agustina, y los dos lugares anteriores en donde asentó la Santa Casa, guardan construcciones que recuerdan aquellas estancias. La nueva aparición de la Santa Casa determinó una nueva comprobación para asegurarse una vez más de su autenticidad, y las nuevas investigaciones no hicieron sino confirmar una vez más y de una manera positiva la identidad, exactitud y conjunto de cuanto anteriormente se ha hecho. Estas pruebas, estas comprobaciones, ejecutadas de orden del Pontífice Bonifacio VIII, que en 1294 ocupaba la silla pontifical, y los planos y medidas, forma y naturaleza de los materiales, dieron la prueba más concluyente de la seguridad de ser la misma e indudable morada de María Santísima, y no cupo duda de que Loreto fue la afortunada población que goza de tan grande y celeste predilección.

     Desde entonces la santa morada de María y de Jesús, ha sido visitada por miles de soberanos, pontífices y varones ilustres en ciencia y santidad, y en la inscripción que vemos en la puerta del monumento que encierra la Santa Casa y que luego describiremos, se leen las palabras del Pontífice Clemente VIII, que en su sentir y el de otros muchos Pontífices, se fundó la Sagrada Congregación de Ritos para suplicar a la Santa Sede la aprobación sobre el rezo de la traslación de la Santa Casa, según el testimonio de Benedicto XIV. Véanse las palabras del sabio Pontífice, a propósito de la lección histórica de dicho sagrado oficio:

     �Las palabras de esta lección nos enseñan con toda claridad el fundamento en que se apoyó la Congregación de Ritos y su prudencia al suplicar al Soberano Pontífice la aprobación del rezo. La razón principal fue la autoridad de los decretos pontificios, donde se afirma que la casa de Loreto, en la que María nació, fue saludada por el Ángel y concibió del Espíritu Santo al Salvador del mundo; lo que resulta, sin duda alguna, de las letras apostólicas de Paulo II dadas en 1471, de julio II en 1509, de León X en 1519, de Paulo III en 1535, y de la Constitución de Sixto IV. En lo que concierne a la veneración solemne del universo y al poder continuo de los milagros, cosas tan notorias que no necesitan prueba de ningún género�.

     Por último, el elocuente testimonio del inmortal Pontífice Pío IX, el Pontífice de María, de la Inmaculada, en sus letras apostólicas Inter omnia dadas en 26 de agosto de 1852, con motivo de las indulgencias que concedió a todas las iglesias agregadas a la Santa Casa de Loreto. �Aquí es, dice Pío IX, donde se venera la Casa de Nazareth, tan amada de Dios, edificada en otro tiempo en Galilea, después arrancada de sus cimientos y llevada por divino ministerio por gran espacio de tierra y mar, primero a Dalmacia, luego a Italia, Casa en la cual la Santísima Virgen, predestinada desde la eternidad y absolutamente preservada de la primitiva mancha, fue concebida, nació, se educó y fue saludada por el Mensajero celestial como llena de gracia y bendita entre todas las mujeres�.

     Tal ha sido la historia de las traslaciones de la Santa Casa, tales han sido las confirmaciones apostólicas de los VV. Pontífices y réstanos ya tan sólo, después de haber historiado las maravillosas y milagrosas traslaciones, describir el edificio santo, reconocerle a la luz de la fe y de la ciencia para hallar con ambos elementos la comprobación más firme, evidente y positiva de hecho tan grandioso, de acto del poder divino tan inmenso como el amor de María a los pobres mortales que invocan su santo nombre, su piedad e intercesora misericordia en nuestras penas y desdichas.

     Penetraremos en el interior de la Santa Casa, como llenos de fe, consuelo y alegría, bajamos en Nazareth a la cripta de la Encarnación; contemplaremos aquellas mudas paredes, testigos de tantas grandezas y virtudes, y examinaremos científicamente aquella construcción, que compararemos con los materiales de Nazareth, y gozaremos con el dulce encanto de tales misterios, admirando el inmenso poder de Dios Nuestro Señor.

     Para ello no haremos sino copiar las páginas de nuestro diario de peregrino católico y artístico por Italia, daremos a luz esas páginas de nuestras impresiones personales, y al hacerlo recordaremos hechos placenteros que ya pasaron, pero que frescos, puros, se conservan con el dulce recuerdo con que hiere nuestra vista la rosada luz de una hermosa puesta del sol. Transcribiremos aquellas páginas, dando gracias a María Santísima que ha permitido que aquellas letras vengan a ver la luz pública después de veinte años que duermen entre papeles que nunca han de ser del dominio público, en estas pobres páginas consagradas a relatar la vida de María Santísima, que tal merced me ha concedido, y han de ser las más queridas y amadas páginas de, cuantos libros llevo escritos.

Loreto 18 de mayo de 1879.

     Desde larga distancia, a los pocos kilómetros que desde Ancona llevamos recorridos, nuestra vista no ha dejado de ver en el horizonte el alto campanile de la Basílica, de la Santa Casa, que desde muchas leguas se distingue como faro que guía los pasos del peregrino, como dedo que señala al cielo y que se levanta en medio de aquella hermosa vegetación tan lujuriante como la de la campiña de Valencia nuestra querida patria. Sólo con aquélla son comparables los campos que venimos atravesando, aun cuando su cultivo no es tan esmerado, tan pulcro como el de los campos valencianos.

     Un cielo puro, transparente, al que esmaltaban algunas blancas nubecillas por la parte del norte, tiene éste un parecido tan grande con el de nuestra tierra, que nos creíamos trasportados al feraz valle de Liria con sus montañas que le limitan azules y suavemente recortadas con siluetas de agradables líneas. Contemplando aquel hermoso panorama fuimos acercándonos a Loreto, bajamos en la estación y ascendiendo la suave colina en que asienta la afortunada ciudad. Al silencio de los campos, al canto de los pájaros y al rumor de corrientes aguas, sucede el ruido de las calles y la animación que producen los numerosos peregrinos que recorren la ciudad y especialmente llenan la rectangular plaza de la Madona en que asienta la Basílica santa.

     El aspecto de las calles que hemos recorrido es alegre, risueño, llenas de luz y de tibio ambiente; nadie diría que estamos en mayo; más parece una mañana de junio, el calor comienza a sentirse y eso que son las nueve de la mañana. Agobiados por la sed, entramos en un café situado frente a la Basílica y debajo de los pórticos de la plaza refrescamos nuestras secas gargantas. Acordamos aposentarnos en el hotel de José Papi, que es dueño del hotel y del café, instalámonos en un cuarto del piso segundo, y dejando nuestros sacos de mano y carteras, salimos encaminando nuestros pasos a la Santa Casa, primera visita que debíamos hacer, primera y sagrada deuda del corazón que teníamos que pagar, contraída con María nuestra santa y cariñosa Madre.

     Atravesamos la plaza, en medio de la cual se levanta una fuente hermosa y de verdadero carácter monumental. La plaza, verdaderamente más que plaza, es el patio de una porción de edificios todos de carácter religioso, cual el palacio Apostólico, residencia del Obispo y de los prebendados; el Colegio de los PP. de la Compañía de Jesús, nuestros ilustres paisanos, los venerables hijos de Loyola; el convento de los Capuchinos, el de los Menores Observantes y el de los Conventuales que, según nos dice Guido, nuestro joven guía, son los penitenciarios de la basílica, y entre ellos los hay de distintas naciones para oír las confesiones en las distintas lenguas de los miles de peregrinos.

     Llegamos al frente del templo; al pie de la escalinata se levanta la hermosa estatua de bronce del Pontífice Sixto V. La fachada es hermosa, por más que el estilo imperante en Italia no sea el que mejor llene ni representa las aspiraciones del alma cristiana.

     En el atrio, antes de entrar en el sagrado recinto del templo, me detuve unos minutos procurando recoger mi espíritu, despojarle de terrenas impresiones, elevándole a la contemplación la santa visita que iba a realizar. Costumbre y práctica es esta en mí que de antiguo vengo observando y que he realizado en Montserrat, en el Pilar, en San Pedro, en las Catacumbas, y de la que no pienso despojarme, conservándola, si se quiere, como un saboreo anticipado de las dulces impresiones que siempre he recibido en los santos templos.

     Franqueamos la entrada y penetramos bajo las majestuosas bóvedas del templo: en el centro del crucero, cobijada por aquéllas, que la encierran como bajo un fanal, a imitación de la iglesia del Santo Sepulcro, levántanse las paredes y cubiertas de la Santa Casa de María, de José, de la Sagrada Familia. A ella encaminamos nuestros pasos sin mirar el templo que la cubre, la primera impresión de nuestra alma queríamos que fuese la Santa Casa, la morada de María, y así atravesamos la iglesia sin verla ni contemplar ninguna de las riquezas artísticas que encierra.

     Llegamos a ella, penetramos por una de sus puertas laterales y nos encontramos en el sagrado y consagrado recinto. En el momento en que entrábamos, el sacerdote que estaba celebrando elevaba la Santa Hostia, y nuestra entrada en aquella inmensa morada fue de rodillas, fue cayendo gratamente humillados ante la Majestad Divina que en aquel momento se nos mostraba con toda su pura y santa majestad. De rodillas contemplamos y recordamos las descripciones que conocíamos y habíamos leído del interior de la Casa, y con respetuosa mirada y sin la curiosidad de los despreocupados turistas, reconocimos la pobre casita que albergó a la Santa Familia. Oramos como católicos, rogamos por nuestras familias, oímos otra misa que sucedió inmediatamente al celebrante que terminaba, y supe que éstas terminan a la una, pero que hay día en que la afluencia de sacerdotes que desean celebrar es tal, que se prolongan hasta las cinco y las seis de la tarde, pero a condición de que no haya interrupción entre una y otra.

     Lleno de numerosos peregrinos se hallaba el pequeño recinto de la Casa; allí entre aquel número de seres humanos, se hallaba casi representada la humanidad, y aun cuando algo profano el examen en medio de tan grande y sublime milagro, no pude menos de exclamar interiormente �oh María!, ve aquí a las distintas razas, naciones, países y pueblos que sin conocerse, todos hermanos vienen a glorificarte, a declararte pura y sin mancha, Madre de los pobres humanos que aquí acudimos y nos consideramos tus hijos, tus protegidos y sin conocernos nos llamamos hermanos en la santa religión de amor y caridad de tu excelso Hijo, y anudados nuestros corazones en lazo de amor por tu afecto y protección a los pecadores, �oh María, ruega por nosotros y acoge nuestra plegaria!

     Y en efecto, al lado mío una señora oraba en inglés, un belemita con su hermoso traje, cruzadas las manos, pedía a la Reina de los cielos, detrás de mí escuchaba el nombre de María pronunciado en francés y un caballero alto y fornido que se apoyaba en una gruesa muleta que suplía la falta de su pierna izquierda, suspiraba y le oía algunas palabras que decía a una niña arrodillada a su lado en un idioma que debía ser alemán por lo gutural de la pronunciación. En el lado opuesto al en que me hallaba, un traje argelino que vestía un joven de agradable presencia, me indicaba otra raza, lo mismo el negro y reluciente cutis de una joven que acompañaba a una señora de blancos cabellos y de una hermosa y tranquila ancianidad.

     �He ahí el mundo, idiomas, pueblos y razas que se odiaban políticamente por obra de los hombres, unidos, confundidos y hermanados por ley de amor en adoración y afecto de María: ante su altar, ante su nombre, todos hermanos; fuera de este recinto, odios, enconos, iras y sangre, borrando en ambiciones y odios la obra de Jesús, su ley de caridad.

     Largo rato permanecimos todavía en el venerando templo, y al salir de él, al penetrar en las bóvedas del templo, oímos hablar en catalán a dos señoras que con nosotros salían de la Santa Capilla: al escuchar los acentos de la dulce lengua de nuestra patria, de nuestra región, intensa alegría, placer inmenso llenó nuestra alma, y en la misma dulce y amorosa lengua de nuestra tierra les contestamos, con manifiesta alegría de aquéllas, que dijeron al contestarnos que se creían en España, en nuestra católica región de las barras y del murciélago. �En qué parte del mundo dejará de hablarse nuestra dulce lengua? decía la más joven (hija, según supimos después, de la otra dama, distinguidas ambas por sus modales y amena conversación). Y es verdad: �en qué país del mundo la lengua de Ausiás March y de Lulio, de Roig y San Vicente Ferrer dejará de escucharse allí donde haya españoles? �Es español al que encontráis en Chile, en Singapore, en Melbourne o en Suecia? Tened la seguridad de que será catalán, mallorquín o valenciano; es decir, que pertenecerá a una de esas tres hermanas para quienes el mundo no tiene fronteras, y cuya ley es la del trabajo y que viajan, trabajan y cantan en aquella dulce e incomparable lengua, tan dulce y armoniosa como la de la tierra en que nos hallamos, tan parecida a la de nuestra patria tan querida de María, y cuyos tres Estados tienen la gloria de ostentar tres advocaciones de María tan gloriosas como el Pilar, Montserrat y los Desamparados.

     Así hablando y recordando a esas hermosas Barcelona, Valencia, Zaragoza y Palma, encaminamos nuestros pasos al hotel, démosle este nombre, teniendo el placer de que aquellas simpáticas madre e hija se aposentaran en el piso principal de la misma fonda. Reunímonos en el comedor para almorzar, y después de la grata impresión y del dulce placer de haber visitado la Casa de María, se unió el de hallarnos en tierra extraña, aunque no tanto para nosotros, como para otros españoles, pues largos años imperamos y vivimos los catalanes y valencianos en esta Italia en franco amor y compañía mientras nuestra vida corrió independiente, pero cuya amistad, cariño y afecto de raza perdimos y con ella la posesión, cuando unidos con Castilla dejóse por ley política la ley comercial, de unión y de lengua que nos había unido hasta entonces. Y es la verdad, decíamos mientras los platos circulaban por la mesa: Cataluña no ensanchó sus dominios por ley política; las armas, que siembran odio, fueron desconocidas en nuestra región; nuestras expansiones fueron comerciales, cambio de riqueza, cambio de productos, respeto a las leyes y costumbres, asimilación por el comercio, nada de imposiciones, nada de fuerza; de aquí la hermandad entre Sicilia, Nápoles y otros de nuestros dominios, si así queremos llamarlo, nada de colonias ni conquistas, provincias hermanas, unidas por la santa ley del trabajo y del comercio.

     Y de esta suerte, recordando pasadas glorias de nuestra lemosina tierra, recordando que el idioma y el nombre de los Estados aragoneses, grandes y majestuosos en su cristiana federación, tanto hicieron y han hecho por el engrandecimiento y riqueza de España, se pasó el almuerzo y esperamos el momento en que terminaran las celebraciones para poder ver y examinar las riquezas y tesoros de fe que encierra la Santa Casa de Loreto. Las damas catalanas que venían a cumplir una promesa hecha a la Virgen María en su Santa Casa, llevaban recomendación para el penitenciario español, �catalán también, el P. Juan Bautista Cortés! quien nos enseñaría cuanto encierra la Santa Casa. Por nuestra parte llevábamos también recomendación para el penitenciario francés y determinamos visitar juntos los cuatro la Basílica, quedando en hacer luego una visita al penitenciario P. Ludovico y utilizar los servicios de nuestro paisano, lo cual nos proporcionaría un rato más de utilizar nuestro idioma.

     Terminado el almuerzo y cerca de las cuatro de la tarde, encaminamos nuestros pasos a la Basílica por debajo de los arcos y pórticos de la plaza, pues el calor era intenso y el sol reverberaba sobre el empedrado deslumbrando con su fuerte reflejo. El P. Cortés nos recibió con esa amabilidad y franqueza característica de nuestra tierra, saludándonos con nuestra hermosa lengua. Pasamos a la sacristía y allí comenzamos por visitar el tesoro de la Santa Casa. Todos cuantos objetos encierra, son posteriores a la época de Napoleón I; pues este tuvo el capricho de incautarse de todas aquellas riquezas, no sólo metálicas, sino también artísticas, habiendo sido saqueada la Santa Casa por las tropas de la civilización, el cuadro venerando aparecido con la Santa Casa del templo pasó al gabinete de Medallas del Museo imperial, y colocada encima de una momia; �sería para burla entre aquellas masónicas turbas?

     Hacer la relación y descripción de cuantas alhajas por su valor material como artístico, sería pesada e incompleta tarea que nada diría sino ocupar páginas y páginas; pero �qué joya más estimable y más rica que el amor profundo e intensísimo de la humanidad entera a María y su Santa Casa? Ante semejante grandeza, la plata, el oro, la pedrería, son miseria mineral ante el valor inmenso del cariño y amor de la humanidad creyente, �qué mayor y más inapreciable joya para María, todo amor y misericordia? Pero en medio de tan hermoso número de joyería existe una alhaja, una perla, lágrima de amor y reconocimiento de unos pobres pescadores, y cuya conmovedora historia no queremos dejar de consignar. Esta por la maravillosa que se custodia dentro de un dije de oro, tiene la historia siguiente: Unos pobres pescadores de perlas en el mar Rojo, hacía tiempo que los infelices luchaban con los peligros de las olas y de los monstruos marinos sin resultado alguno, ofrecieron entonces llenos de esa fe sencilla y hermosa, que la primera que pescasen lo ofrecerían a Nuestra Señora de Loreto. No pasaron muchos días sin que los piadosos pescadores no consiguieran el fruto apetecido, y cayó en sus manos la perla hermosa que contemplamos; pero el fruto de la fe, no tardó en desaparecer, fruto también de la rapiña y del robo; pero recobrada después de muchas investigaciones por Pío VII, fue colocada de nuevo en el tesoro en donde la admiramos, en la hermosura del ejemplar, tanto más cuanto la contemplábamos como hermosa ofrenda de la fe.

     No menos estimable y de hermoso concepto de estimación es el cáliz ofrecido por el Pontífice Pío VII al recobrar su libertad después del cautiverio napoleónico; es una hermosa ofrenda, en cuyo pie se lee la siguiente traducida inscripción: �Pío VII, Pontífice Máximo, habiendo recobrado la libertad en la fiesta de la bienaventurada Virgen María, saludada por el Ángel, dadas gracias a Dios en la Basílica Lauretana, dedicó este monumento, ofreció esta prenda de su ánimo devoto y agradecido�.

     Como estábamos inmediatos a la terraza del convento, desde allí contemplamos la ciudad, que es más pequeña de lo que realmente nos había parecido: la plaza y la calle mayor, es donde se aposenta el escaso comercio de la ciudad; nada de particular ofrece el resto, pero en cambio el paisaje que desde allí se contempla es hermosísimo, y al tender la vista por aquel encantador paisaje, el recuerdo de la batalla de Castelfidardo se presentaba ante nuestra vista, envuelto entre el humo de la fusilería el heroico ejército pontificio. El terreno de aquel combate fue el mismo que hoy ocupa la estación del ferrocarril: no lejos de nosotros y sobre una colina se ve el pueblecillo de Castelfidardo, que dio nombre a esta desgraciada acción para las armas del catolicismo; no lejos tampoco, se contempla a Recanati. Contemplando aquel cuadro encantador, aquel panorama tan lleno de luz y belleza, creíamos encontrarnos viendo desde el compás del monasterio de Torrente el panorama de nuestra huerta baja. Dejamos la terraza y descendimos al templo: acompañados del P. Cortés entramos de nuevo en la Capilla, en la Santa Casa, para conocerla, verla, tocarla y estudiar aquel venerable monumento de la fe católica.

     Con qué fe, con qué veneración y temor cariñoso comenzamos nuestra peregrinación religiosa y artística en aquel reducido espacio de terreno en que se realizó el más grande de los misterios. Un perímetro de nueve metros y medio de largo por cuatro cuarenta de ancho es la superficie de la santa morada, cuatro metros y veintinueve centímetros es la altura de los muros, y su grueso es de cuarenta centímetros. Examinando la formación de aquellas paredes, vemos que las componen piedras llanas, de color rojizo, que las ha hecho confundir a algunos con ladrillos estrechamente unidos por ligera capa de argamasa. La Guía de Baadeker dice que las paredes son de ladrillo, y con intención más malévola lo afirma Du Pays: (Memoire sur le construction et geographique de l'Italie, citada por Gaume, les trois Romes, tomo III). Pero de este error tan a la ligera propagado, nos saca Sausire, escritor protestante, quien con mayor crítica e independencia secta, examina la Santa Casa y nos dice:

     �Examiné los materiales de la. Santa Casa, que son piedras labradas a manera de grandes ladrillos, colocadas unas encima de otras y tan perfectamente unidas, que sólo dejan entre sí pequeños intersticios. Han tomado el color del ladrillo, de suerte que a simple vista se las cree de barro cocido, pero examinándolas con atención se ve que son piedra arenisca de finísimo y muy compacto grano�. El examen detenido que hicimos nos confirmó la verdad del autor citado, y tanto por el interior de la Casa como por el exterior, a través de los muros, que aun cuando revestidos de mármoles por el exterior, queda entre aquellos y el revestimiento lujoso un espacio de medio metro que aísla la Casa como dentro de un estuche.

     También nos cercioramos de que la Casa carece de cimientos, descansa sobre la tierra, no toda igual, hasta el punto de que hay pedazos del muro por debajo de los cuales se pasa libremente un varilla en varias direcciones. Subsisten los cimientos en Nazareth, donde los hemos visto, y de este aislamiento dicen que hay puntos que coinciden exactamente sus oquedades con aquellos muros. Así subsiste casi en vilo sobre la tierra este venerando monumento hace seis siglos, con admiración y respeto de católicos, protestantes y racionalistas: nosotros pasamos por debajo del muro aislado de la tierra una hoja de cartón de las tapas de nuestra cartera y en un espacio de unos tres metros corrió libremente sin tropezar con la tierra ni con el aquel. Los racionalistas admiran este misterioso estado de construcción, y el P. Cortés nos dijo, que la admiración y la evidencia del milagro se puso de manifiesto en el año 1751 con motivo de la renovación del pavimento del templo: entonces, en presencia del obispo de Loreto y gran número de personas, se comenzó a levantar las losas del pavimento y viose con admiración el leve descanso de aquellas paredes sobre la movediza tierra, tan blanda y suave, que hubo quien con las manos abrió agujeros en ella por los que pasaron el brazo hasta el lado, opuesto, quedando en el aire las paredes en grandes trechos. Lo mismo y con más evidencia se comprobó en el día siguiente, cuando en trechos mayores se hizo el levantamiento de las losas en los lados del Norte y Sur de la santa capilla.

     Realizado este examen, el primer objeto que buscan nuestros ojos en el santo recinto, es la siempre querida y amada imagen de María, que con su divino Hijo en brazos ocupa el nicho del altar, que se halla en la parte oriental: Esta efigie de María es antiquísima y la tradición la atribuye al pincel de San Lucas. Está pintada sobre tabla de cedro y nada hemos de decir acerca de su antigüedad, cuando la crítica histórico-arqueológica ha pronunciado su fallo sobre multitud de imágenes atribuidas al Santo Evangelista, que sabemos no fue tal pintor. Que es muy antigua lo demuestra su manera de estar ejecutada, su colorido, hoy casi perdido, y el estilo oriental de su riquísima exornación de oro y pedrería, que casi la ocultan a la vista.

     Esta imagen, esta antigua pintura, entró de nuevo en el templo on Pío VII, cuando éste obtuvo su libertad del tirano del siglo, y allí en su altar permanece venerada y reverenciada por medio millón de peregrinos que la visitan anualmente.

     El altar, que también fue trasladado con la casa, está separado del muro, es de piedra y de sencilla pero ingenua labor, que demuestra su antigüedad: la tradición consigna que sobre su mesa celebró el príncipe de los Apóstoles San Pedro el sacrificio incruento, por cuya razón el P. Cortés nos dijo denominarse altar de San Pedro: la piedra en que se halla labrado es de la misma clase que la de la Santa Casa. Detrás del altar y entre éste y el muro, queda un pequeño espacio que denominamos camarín, y los italianos le dan el del santo camino, como si quisieran decir la chimenea, puesto que realmente es la chimenea de la Santa Casa.

     �Qué dulce recuerdo de los tranquilos placeres del hogar trae a la memoria aquel santo camino! �Cuánto no hiere nuestro corazón y llena los sentimientos de amor y de afecto el recuerdo del fuego que en las noches de invierno ardería debajo de aquél, cuando los fuertes vientos tan comunes y persistentes en Nazareth pasarían silbando con tristes aullidos, que tal vez harían abrir los ojos al dormido Niño, despertando con aquellas voces quejumbrosas o aullidos feroces cuales los que había de escuchar años después en su doloroso paso por la vía de la amargura, lanzados por el populacho feroz a quien venía a salvar de la esclavitud del demonio!

     Con dulce y arrebatador placer contemplábamos aquel santo camino, por el que había escapado el humo del pobre hogar de Jesús y de sus santos padres, ante aquel camino que había escuchado las dulces pláticas del santo matrimonio y calentado sus paredes no sólo con el fuego y el calor de los troncos del hogar, sino con el ardiente fuego del amor y de la caridad que tanto calienta y embellece el de los hogares cristianos.

     En dicho camarín, en el santo camarín, guardase y venérase un antiquísimo plato de barro denominado la Santa scudella; besámosle con respeto, con amor y veneración, con el respeto que inspira siempre un objeto que ha visto pasar generaciones, y con el entusiasmo y cariño con que besamos aquellos objetos que pertenecieron a nuestros padres; así, así besamos una y cien veces la Santa scudella, que perteneció, usó y tocó con sus puras y santas manos María, Jesús y José en los diversos momentos y actos de su vida. Esta santa reliquia, este barro afortunado que tal dicha obtuvo y privilegio goza, está guarnecido con bordes de oro, con hermosos bajos relieves. Y...�por qué no decirlo? hubiéramos querido mejor hallar la Scudella en su mismo estado de uso en que la tuvo la Santa Señora, cuando este plato formaba parte de la pobre y modesta vajilla de la casa del carpintero José. Será tal vez un resabio romántico, pero en nuestro concepto, y perdónesenos si con ello pudiéramos herir el sentimiento de piedad que no queremos ofender, sino respetar, en nuestra opinión, los adornos de oro, los relieves que casi con aquellas planchas de oro que le encubren, le quitan su hermosura principal, su encanto y veneración, y el oro y las riquezas parecen querer con su brillo ofuscar y llamar la atención sobre la exornación más que sobre el objeto adornado. Para nosotros la respetabilidad y el aprecio es el mismo, pero nos parecería más respetable, más hermoso y cristianamente inspirador en su sencillez, pobreza y humildad, en su estado de uso, que cubierto con caja de ricos metales: aquel barro, aquella tosca vajilla en su prístino estado, ejerce una fuerza superior de atracción, de veneración y respeto, mayor cien millones de veces que el verle revestido, ocultado a la vista por el rico y valioso estuche de oro y hermosa labor en que se envuelve. Se me dirá, eso es un refinamiento del sentimiento estético-católico, y que pueden sentir algunos pechos; pero para el vulgo, ignorante y fantaseador, aquella santa reliquia tiene más estimación cuanto más brille y más oro se le diga que tiene aquel adorno; entonces le estima en más, le besa con mayor entusiasmo, pues el sentimiento de lo respetable, adorable, estriba más que en el concepto del sentir, que en el de la riqueza y valor que representan, y nada más digo ni diré sobre este punto y otros similares.

     Encima de la alacena que encierra esta inapreciable joya, de esta hermosa reliquia que las manos de María tocaron y quizá llegó a sus labios para besarlos en alguna ocasión, se conserva el velo y vestido que cubre la imagen de María en el día tristísimo de Viernes Santo. Del techo penden dos pequeñas campanitas, que con la Santa Casa fueron trasportadas, y dos pedazos del antiguo techo pintado de azul con estrellas de oro, obra de la emperatriz Elena, que sabemos fue la constructora del templo que encerró la Santa Casa y la hizo adornar con pinturas, y altar que hoy vemos y contemplamos como recuerdo permanente de la piedad y de las obras de tan ilustre humanamente considerada emperatriz y santa bajo la alta consideración de la Iglesia.

     Salimos del camarín y en el muro del oeste de la casa y a metro y medio del pavimento actual vimos una ventana rectangular de metro y medio de altura por unos ochenta centímetros, resguardada por una hermosa verja de bronce de muy hermosa labor. Llámase la ventana de la Anunciación por cuanto que una piadosa tradición y creencia se dice que por ella vio entrar María al ángel Paraninfo de su dicha. Sobre la ventana y en cruz oriental, se contempla un antiguo crucifijo pintado sobre lienzo adherido a la citada cruz: el pueblo la atribuye a San Lucas, como otras muchas pinturas, pero sabemos que las representaciones corporales de Jesús y María no se realizaron sino algunos siglos después de la venida de Jesús al mundo.

     Las pinturas que adornan las paredes, son antiquísimas en el sentido general de la frase, y ya dijimos algo de su representación cuando hablamos del templo y casa de María en el capítulo de Nazareth. El valor histórico-arqueológico de estas pinturas no puede apreciarse bien, sino haciendo un detenido estudio de ellas en su ejecución y representación: son un documento histórico de irrecusable valor y comprobación, y por tanto, merecen llamar la atención de quien mira algo más que la superficie o epidermis de las cosas. Estas pinturas (de las que ya nos ocupamos), son anteriores a la milagrosa traslación y son un elocuente testimonio de la autenticidad de unas y de la otra.

     (Ya hemos dicho en el capítulo correspondiente la representación de aquellas pinturas, pero al llegar a este punto transcribimos íntegro lo que en nuestro diario consignamos acerca de ellas: hablamos allá de ellas y aquí consignamos su impresión y estilo que no pudimos apreciar en Nazareth cuando de ellas hablamos al describir, el santo templo.)

     Curiosas e interesantes son estas pinturas, no sólo como documento interesante para la historia del hecho, sino para la historia del arte, de la indumentaria y de la Santa Casa. Representa una de ellas a la Virgen sentada con su divino Hijo de pie sobre las rodillas, y al lado izquierdo San Luis el rey de Francia, con manto de púrpura, una cadena y grillos en una mano, como signo y expresión de su cautiverio de los árabes en su campaña de las Cruzadas, y una caña en la derecha como cetro, cetro como el que pusieron en manos del Salvador, cetro de humildad que San Luis quiso ostentar al ofrecerse libre a María Santísima, cuando a su Santa Casa de Nazareth acudió para dar gracias a su bondad y misericordia por su libertad.

     En el testero de enfrente vese otra en la que el Rey de Francia, y sus cortesanos compañeros en la Cruzada le rodean y consultan. Ambas pinturas, como ya hemos dicho, son interesantísimas no sólo por su antigüedad y manera de ejecutar, sino por el gran conocimiento que nos suministran en el terreno histórico y arqueológico. El colorido, el dibujo, la perspectiva y sobre todo la representación de María y de su Hijo son elementos interesantísimos para el estudio de la época del arte y comprobación de la milagrosa traslación de la Santa Casa en que existían estas inapreciables pinturas murales.

     La pila del agua bendita es también de una gran antigüedad y fue trasportada con la Santa Casa desde Galilea. En el muro de la parte norte, vense dos puertas, la de la parte occidental hace juego con la del muro del sur, la otra está cerrada de orden de Clemente VII y conserva el primitivo dintel de madera que tantas veces pisarían Jesús, María y José. Hasta el siglo XVI no tuvo otra puerta la Santa Casa, pero el número de peregrinos cada día mayor, hizo necesaria la apertura de otras tres que regularan el orden en tan copioso concurso.

     En una pequeña alacena adosada al muro, se dice guardaba María la biblia, y los Apóstoles después las especies sacramentales: hoy se guardan en ella otras no menos estimables reliquias, cual son dos tazas de barro, guarnecidas también de filetes de cobre, pues las de oro que las resguardaban, desaparecieron entre las manos de Napoleón I.

     Estudiada, contemplada y venerada la santa mansión tan milagrosamente transportada, hicimos nuevamente oración y prometimos nueva visita a tan venerando templo, saliendo de él para contemplar y admirar la basílica que encierra en su crucero tan estimable joya de fe cristiana, monumento tan respetable, venerado y adorado por la cristiandad entera.

     Con pena, con dolor salimos de tan hermoso y poético santuario, en el que arden de continuo las lámparas de plata que la fe regaló y la caridad y amor de los cristianos mantiene encendidas, como encendido está en el corazón de todos los católicos el fuego ardiente de la fe, la luz clara y penetrante del amor de María, cuyo culto, amor y entusiasmo aumenta cada día, como lo demuestran las numerosas peregrinaciones y el culto de Nuestra Señora de Lourdes, que visitaremos si la misericordia de la Madre de Dios lo permite algún día.

     Salimos de la pobre casita de Nazareth y exteriormente nada la representa; se la ha revestido, aun cuando separado de sus muros, por otro de ricos mármoles, en el que el arte brilla con todo su esplendor merced a los cinceles de Sansovino, Baccio, Bandinelli, Cicli, Jerónimo Lombardo y Della Porta; todos a porfía esmeraron sus obras, todos ellos elevaron su espíritu en el amor a María, y sus obras han resultado verdaderamente bellas y acabadas con hermosa perfección. �Pero llenan el ánimo, el alma, de grata impresión? No; en nuestro concepto repetimos lo que hemos dicho: aquel rico número de hermosas obras, aquellos incomparables mármoles son ricos, espléndidos; pero aunque hieren las fibras más sensibles del sentimiento estético, aun cuando el arte se manifiesta con toda la soberana potencia de la fuerza creadora en aquel conjunto de belleza artística, para nuestra alma, para nuestro sentir, hubiera sido más bello, más ingenuo y más sublime, dejar los muros de la casa visibles, visibles en su antigüedad, en su obscuro manchado del tiempo. Aquellas paredes desnudas de adornos, patinadas por los años, selladas con la acción del tiempo, que en ellas ha impreso su pesada huella y colorido de los siglos, para nosotros, para nuestro corazón, hubiera sido tanto más sublime, más grande, por cuanto que aquella desnudez, aquella pobreza, eran la más grande, la más sublime riqueza artística que pudiera presentar, inspirando el alma en la contemplación de las obras de Dios, manifestada en el humilde aspecto de la morada a la que Dios se dignó descender en busca de la más pura de las vírgenes para tomar carne en su seno virginal.

     Aquellos muros de pobre piedra, aquella obscura patinación de las paredes causada por los siglos, aquel modesto cubo de humana construcción, tiene y tendría para nosotros más encanto, más belleza, más religiosa poesía que los mármoles y preciosas escultores encubren y privan de la vista de los artistas y poetas cristianos.

     El rico joyel de la basílica que encierra bajo su cúpula la modesta casita de Nazaret, es espléndido, rico estuche que encierra la preciosa joya de la morada de la Sagrada Familia, toda aquella riqueza que la cubre y oculta a las miradas de los católicos fervientes, repartida entre los muros de nuevo templo sería la más rica y valiosa prueba del amor, de la ofrenda, del arte a tan inestimable monumento, que íntegro, incólume y sólo besado por ósculo de amor y de veneración le encerrara, siendo el encanto y admiración de los que si se quiere podremos llamar poetas, artistas y cristianos.

     De la misma manera que no aprobamos, entiéndase bien, en el sentido estético-religioso, las transformaciones y desfiguraciones hechas en el Calvario, quitándole en nuestro concepto la grandiosa majestad de su carácter histórico, dejando aquel trono del sacrificio del Hombre-Dios en toda su tétrica y fúnebre grandeza bajo la luz del sol, bajo el manto de las nubes que le envolvieron en el tremendo momento de la conmoción universal, de la misma manera hubiéramos querido ver a la Santa Casa, más grande, más sublime en su propia humildad y pobreza, que revestida con los mármoles y obras de arte, que queriendo embellecerla la han desfigurado y privado de la contemplación de los mortales en su prístina sencillez y poético encanto del idilio de Nazareth.

     Tómense en tal sentido nuestras palabras: no censuramos ni nuestra pobre ilustración llega a censurar las obras y los pensamientos de los sabios Pontífices, pero sí son palabras nacidas de un corazón creyente, amante de María, y de un sentimiento estético que podrá ser equivocado, pero nunca censurador de la obra de personas eminentes en ciencia y santidad. La Iglesia ha sido y es la protectora, la fomentadora de las bellas artes, y a su iniciativa y protección debemos esas obras, que son la admiración de las almas artistas y de aquellos cuyos corazones vibran a impulsos de los sentimientos de belleza, tan protegidos y fomentados desde los primeros siglos por la Iglesia católica, en cuyo seno y a cuyo calor y amparo vivieron y trabajaron esos admirados artistas, que llevaron en su mente el fuego creador del arte como holocausto en aras de la Divinidad y en cuyo honor trabajaron.

     Y esto dicho, admiremos algunas de las joyas, preciosas manifestaciones del arte, que el templo encierra y revisten los muros encubren la Santa Casa: llama desde luego la atención el bajo relieve de la Natividad de María, obra de Sansovino y sus discípulos; imposible es hallar mayor perfección, mayor riqueza de detalles, ejecución y dibujo, que en aquel hermoso conjunto en que se personifican las virtudes de María. De las estatuas de los profetas que adornan los nichos, nada diremos sino que nos quedamos contemplándolas en delicioso éxtasis y esperando que aquellas bocas hablasen, que oyésemos el eco y metal de su profética voz. Las puertas de bronce con bajo relieves que nada pudieran ruborizarse al lado de los de el baptisterio de Piza son tan hermosas, como ricas en ejecución y dibujo.

     Pero quedábanos por admirar lo que me atrevo a llamar la obra maestra de Sansovino en el muro de poniente. La Anunciación de María, hecho esculpido, pintado y tallado en inmenso número de obras, muchas de las cuales hemos visto y admirado, pero realmente puede decirse que esta representación gráfica de la Anunciación, no la habíamos visto ni comprendido hasta el momento en que mudos de admiración, pasmados de entusiasmo quedamos ante bajo relieve semejante. Allí Sansovino debió estar inspirado por María y movida su mano por el arcángel Gabriel, pues es imposible representar con tal exactitud, tanta verdad, el misterioso acto de la visita del Arcángel y del misterio realizado por la presencia del Espíritu Santo.

     �Describirlo, pintarlo, explicarlo? imposible: aquello se comprende, se siente, conmueve nuestro pecho, pero no puede describirse. Es necesario permanecer largo espacio de tiempo cual nosotros hicimos: visitarle tres veces durante nuestra estancia de horas en Loreto para comprender y admirar la poderosa y bella inspiración de Sansovino al realizar aquella obra incomparable. De esta obra dice Vasari, después de haber estudiado figura por figura, detalle por detalle este retablo, ensalzando la figura de María y del Arcángel, dice que contemplándola esperaba oír de aquella boca el Ave Maria gratia. Y en verdad de verdad que el santuario de María, la casa de la Santa Virgen no pudo tener ofrenda más hermosa, más grande, más digna de sus virtudes que el templo construido, como riquísimo guarda-joyas, que el levantado por Bramante, ni glorificación representativa más sublimemente inspirada que la de Sansovino queriendo reproducir humanamente el grandioso misterio de la venida del Arcángel y la Encarnación del Hijo de Dios en el incomparable seno de pureza de María, tan bellamente representada en la obra de Sansovino.

     Es necesario examinar en detalle aquella hermosa cabeza de María, tan celestialmente bella como feliz, representación de la belleza humanamente cándida y amorosa. Es necesario contemplar aquella hermosa y púdica posición de la figura de María, aquel dulce plegado de paños, aquella tranquila mirada y aquellas hermosas manos que han de sostener entre ellas al Hijo de Dios, para quedar extasiados ante belleza tan sobrenatural, ante inspiración tan grande que realizó tal maravilla artística. La figura del eterno Dios, los ángeles que revolotean y creemos en nuestra ilusión ver mover sus alas, y sobre todo, aquella incomparable figura del Arcángel, modelo finísima y bella representación masculina, es un ejemplar tan hermoso, bello e incomparable de ejecución, que no hemos hallado en basílica otra obra que le iguale en irremplazable belleza y encanto de pensamiento y ejecución admirable.

     En el muro oriental existe entre las hermosas figuras de Moisés y de Balaam, entre las sibilas de Samos y del Ponto, el altar en que se representa la traslación de la Santa Casa, obra de Nicolás Tribolo, con todas las circunstancias contenidas en la inscripción latina que Clemente VII mandó esculpir al pie del altar y que traducimos para inteligencia de todos:

     �Peregrino cristiano que llegaste aquí por oferta de piedad, delante tienes la Casa Lauretana, venerable en todo el mundo por los divinos misterios y por la gloria de los milagros. Aquí nació María Santísima (téngase en cuenta lo que dijimos en el capitulo correspondiente sobre el lugar del nacimiento de María), Madre de Dios: aquí fue saludada por el Ángel, aquí el Verbo Eterno de Dios se hizo carne. Trasportáronla los ángeles desde Palestina a Tersato en Dalmacia, el año de nuestra salud 1291, siendo Sumo Pontífice Nicolás IV; tres años después, al principio del pontificado de Bonifacio VIII, trasladada al Piceno cerca de la ciudad de Recanati, fue también por ministerio de ángeles, colocada en un bosque de la colina, donde habiendo cambiado tres veces de sitio en el espacio de un año, se fijó por último aquí. Desde aquel punto y hora, tanto por la novedad de tan extraño suceso, que llenó de admiración a los pueblos vecinos, como por los repetidos milagros que le divulgaron por todas partes, en todas las naciones se tuvo en gran veneración esta Santísima Casa, cuyos muros, no sostenidos por cimientos de ninguna especie, permanecen. en pie después de tantos siglos. El Papa Clemente VII revistióla por todos lados con un ornamento de mármol en el año del Señor 1525, y Clemente VIII, Pontífice Máximo, quiso que se escribiese en esta piedra el año 1595 la historia compendiada de la maravillosa traslación, a lo cual tuvo cuidado de dar cumplimiento Antonio María Gallo, cardenal presbítero de la Santa Iglesia Romana, obispo de Orimo y protector de la Santa Casa. Tú peregrino adora aquí con devoto afecto a la Reina de los ángeles y Madre de gracias, para que por sus méritos y por las oraciones de su Hijo dulcísimo, autor de la vida, alcance el perdón de tus pecados, la salud corporal y las perdurables alegrías�.

     Ya anochecía cuando salimos del santo templo; tres horas de examen de tantas maravillas de la fe; tres horas de conversación en nuestro dulce idioma, nos hizo olvidar que estábamos en tierra extraña, que pisábamos tierra extranjera, y que aquel sol, aquella hermosa desaparición de la luz cuando en nuestra patria aún le verían una hora, era el mismo sol que con sus rayos, sobre aquel trono de oro, verían esconderse en Valencia tras los montes de la sierra de Chiva, con una puesta sólo comparable a las del golfo de Nápoles, y en que todas las tintas de la gama, del azul y oro, del rojo y del amarillo, se combinan en un conjunto tan hermoso y artístico, como sólo la mano de Dios puede componer en la inmensa paleta del firmamento, y de aquellos hermosos conjuntos de luz entre el follaje de la Rambla, con el concierto de pájaros y ruido de vida en el tráfago de la actividad, en la rica Barcelona.

     La plaza de la Madona estaba llena de gente que paseaba y se dirigía a los comercios; acompañados de las dichas señoras, paseamos por la plaza, seguimos la calle mayor contemplando los comercios, y recordando de paso los de la calle de Fernando, de la Rambla, y la de la de San Vicente y Zaragoza en Valencia, tan espléndidos cuales ningunos otros de España. Conversando y comprando algunos objetos piadosos para tocarlos mañana con las escudillas de la Santa Familia, llegó la hora de comer y regresamos al hotel.

     Después de comer tomamos el fresco en los balcones, y poco antes de las once terminaba estas líneas, página imperecedera del día de hoy y de sus gratísimas y santas impresiones. Mañana oiremos nuevamente misa en la santa morada, y después de almorzar nos despediremos del P. Cortés y del penitenciario francés y por la tarde tomaremos el tren que ha de conducirnos a Roma de nuevo, deteniénennos en Ancona. El más profundo silencio reina en la ciudad, y el desierto café del hotel, parece dormitar también esperando a algún trasnochador parroquiano. Mañana nos despediremos de nuestras paisanas, y nos separaremos tal vez para no encontrarnos ya más en la peregrinación de este mundo...

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