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Capítulo XXVIII

EXISTENCIA DE MARÍA DESPUÉS DE LA ASCENSIÓN DE JESÚS. -EN EL CENÁCULO. -VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO. -MARÍA COMO INSPIRADORA DE LOS EVANGELISTAS.



     La ascensión del Señor se había verificado; Dios-Hombre había dejado el mundo, al que descendió para derramar su sangre por la redención humana; la obra, la palabra de Dios estaba cumplida y dejaba en la tierra su doctrina, la Verdad encarnada en la ley del amor, de la caridad y de la esperanza en su santa palabra, en la promesa sagrada de su ley, que había de ser la de nuestra salvación.

     Los Apóstoles le han visto ascender a los espacios, desaparecer su hermosa figura en los espléndidos cielos vestidos de gala, con sus más hermosas tintas y espléndidas, blancas, puras, rosadas nubes, que han sido el escabel en que se han apoyado sus pies al remontarse al Padre, y los discípulos, atónitos, hundidas sus frentes en el suelo por el respeto y veneración, le han visto subir al incomensurable espacio, lleno de majestad y gloria.

     Solos quedan en el mundo, solos, pero fortalecidos con su espíritu, con su doctrina, y dispuestos a difundirla por la tierra, para ser los nuncios de la buena nueva, como lo fueron los ángeles en la noche de su nacimiento. Dispuestos para proclamar Gloria a Dios en las alturas y paz entre los hombres de buena voluntad, vuelven a la casa del Cenáculo para esperar la promesa de su Maestro de agraciarlos con el don del fuego del Santo Espíritu.

     Con el regreso de los Apóstoles desde el monte de los Olivos, corre unida la noticia de la estancia de María en el Cenáculo en unión de otras santas mujeres y aceptar como punto de fe la estancia de la Señora en Jerusalem, en el Cenáculo y con los Apóstoles.

     La Escritura nos presenta a María orando en aquel lugar con los Apóstoles y las citadas santas mujeres.

     �Volvieron a Jerusalem desde el monte llamado Olivete, que dista de aquella ciudad los mil pasos que se pueden andar el sábado. Y habiendo entrado en el Cenáculo, subieron al paraje donde solían estar Pedro y Juan, Diego y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Jacobo de Alfeo, Simón el celador y Judas de Diego. Todos estaban allí perseverantes de consuno en la oración, juntamente con las santas mujeres, y María, la Madre de Jesús y sus parientes�. (Cap. I de los Hechos de los Apóstoles, por San Lucas.)

     Allí reunidos esperaban la promesa de Jesús, la venida del Paraclyto, o Consolador que les había ofrecido enviarles, y cumplían el mandato de no separarse de allí, sino esperar fortalecidos por la oración, la venida del Espíritu Santo que sobre ellos había de descender.

     Allí estaba, allí quedó María acompañada de las devotas mujeres, de los Apóstoles y en especial de Juan su hijo, según la voluntad de Cristo en la Cruz, y allí llena de fe, inflamada con el santo amor en la promesa de su Hijo, esperaba María la venida prometida del Espíritu de Dios que les ofrecían antes de su gloriosa Ascensión.

      María, como Madre del Maestro, como Señora modelo de amor y de dolor, gozaba cual no podía menos serlo, del respeto, consideración, amor y veneración de los Apóstoles, y así vemos que la pintura, el arte, ha traducido siempre este respeto y consideración a la Señora, colocándola en los cuadros y pinturas presidiendo a los Apóstoles en el Cenáculo, sobre todo en la representación de la venida del Espíritu Santo sobre el colegio apostólico de los discípulos de su Hijo. Y no sólo la pintura, sino la palabra, los discursos nos han trasmitido esta creencia y muy lógica presunción, como el corazón, el respeto y el amor que María inspiraría entre aquéllos, como nos lo hace presumir y acertar. �Quién sino la Madre de Jesús, la que le llevó en su seno, la que sufrió, como no es posible imaginar en la pasión de su Hijo, la que llena de dolor le acompañó en todos sus dolorosos trances, cuando todos, todos, incluso sus discípulos, le habían abandonado, y es más, hasta negado? A María, a Ella más que a nadie le correspondía tal preeminencia, a nadie más que Ella le incumbía ser la que quedaba en el lugar honroso y necesario de su Hijo después de ascender a los altos cielos.

     Aun cuando el Evangelio no nos lo dijera, como nos lo dice, pudiéramos muy bien conjeturar que María estaría con los Apóstoles en el momento de la venida del Espíritu Santo; pero vale más que el Evangelio nos lo diga, que conste como consta por medio de las sagradas letras, de un modo y manera indudable. De esto de la presencia de María Santísima, deducimos su ulterior presencia al lado de los Apóstoles, su asistencia especial en medio de la Iglesia naciente y la asistencia especial de un Apóstol, el predilecto de Jesús, el joven Juan su pariente, para el cuidado especial de su Santa Tía convertida en Madre.

     �La tradición supone a San Juan desempeñando este santo ministerio y dándole diariamente la comunión eucarística, único consuelo de su alma amante y pura. Si las almas santas que diariamente se acercan a la Sagrada Mesa no pueden pasar un día sin el Pan de Vida y padecen mortales ansias cuando se les priva de él, �qué sucedería a María, a la Santa Madre del Salvador? �Ha tenido ninguna de ellas a Jesús el cariño santo, puro y ardiente de María? �Ha tenido ninguna de ellas la pureza y las virtudes de la Virgen sin mancilla? Pues �cómo podría Ésta dejar de recibir diariamente el cuerpo y sangre de su Hijo, renovando en sí el suceso más grande de su vida y el acontecimiento más glorioso e importante para el género humano, el de la Encarnación?�

     Después de citadas las palabras de San Lucas, últimas que la revelación nos da acerca de María, vuelve a quedar Ésta envuelta en la profunda y sabia obscuridad de su vida, pero no tanto, oculta, privada o escondida en bendición que en ella fundaba su anhelo y su delicia: la santa obscuridad en el Templo, en Nazareth, en Egipto, en el taller de su Esposo, obscuridad santa a que han aspirado y aspiran siempre las almas puras y modestas, que cual la de María viven sumergidas en las luces celestiales de la gracia y del divino amor, alejadas de los placeres y consuelos de la tierra que les da hastío.

     Ascetismo es éste que no es egoísta ni indolente, hace sentir el bien que lo hace, y como la violeta, planta humilde, modesta y escondida, pero que aun cuando no se la ve, en cambio penetra en nuestros sentidos su dulce embriagador perfume, al visitar al Rey de los Reyes en el aposento místico de la Virgen.

     María, la Inmaculada Madre del Cordero, es la Evangelista de los Evangelistas, pues Ella fue la inspiradora de muchos de los misterios de aquéllos; si no �de dónde sabe San Juan algunos de los más altos misterios que en lo relativo a Jesús, narra, comenta e historia el gran teólogo de la Iglesia, el filosófico Juan? �De dónde sabe Lucas, sino de María, su historiador, cuanto nos narra y cuenta de Ella, y sobre todo los tiernísimos pormenores acerca del gran misterio de los misterios, la Encarnación? María era la única que podía saberlos, contarlos y relatarlos, y que de hecho debió manifestarlos, sin perjuicio de la reconocida e innegable inspiración del Espíritu Santo.

     Y véase si no en un sencillo y lacónico juicio y examen de los Evangelistas, su espíritu y carácter en cada uno de los cuatro que reconoce y admite la Iglesia. San Mateo nos cuenta lo que ha visto como testigo presencial, como uno de los escogidos. San Marcos es un compendiador de San Mateo y relata otras cosas como testigo presencial, y que el primero no nos dice. Pero San Lucas es el verdadero historiador de María, él nos narra con especialidad cuanto se refiere a María, a la pura Virgen Madre, en los hechos y actos de su vida. �De dónde podía saber el Evangelista lo que había sucedido en el acto de la Encarnación del Verbo, y el diálogo entre María y el Ángel, si Aquélla no lo hubiera referido al Evangelista en honor de Aquél? Razón inmensa, frase grande y verdadera es la de nuestro gran padre de la Iglesia y compatriota San Ildefonso, al llamar a María �La Evangelista de Dios�, bajo cuya dirección fue educado el infante Dios. (Sermón de la Asunción.)

     Y tengamos en cuenta que la inspiración divina y la superior enseñanza de la revelación directa del Espíritu Santo excluye los medios humanos y la tradición, aun cuando sea la de la Virgen.

     �Esto, dice Lafuente, no es cierto; no está en la economía divina, que si obra hacia el fin con energía, lo dispone todo suavemente, y aun al obrar a lo divino no excluye el medio humano. Por boca de Isaías habla a lo cortesano y erudito, por boca de Baruch habla a lo pastor y rudo, y con todo en uno y otro caso es el Espíritu Santo el que había a la manera que el viento que sale por las trompas de un órgano, suena agudo o grave, según el cañón por donde sale, siendo igual en uno que en el otro. Los mismos Apóstoles, y sobre todo San Pedro y San Juan, testifican siempre lo que han visto. Os anunciamos la palabra de vida que hemos visto por nuestros ojos y tocado con nuestras manos. �Qué extraño es si el mismo Jesucristo les había dicho que habían de ser testigos suyos en lo que habían visto?

     �Pero San Lucas no habla como testigo presencial, sino de referencia y de escrupulosa investigación humana. Expresa que cuando él escribía habían escrito ya otros muchos, pero con todo, añade: -Me ha parecido a mí también escribírtelo por su orden, o bien, Teófilo, tal como pasaron desde el principio hasta el fin, después de haberme informado escrupulosamente.

     ��Quién le había contado a San Lucas ni le podía contar el misterioso acontecimiento de la Anunciación? Y los Apóstoles mismos, incluso San Juan, �qué sabían acerca de los primeros treinta años de la vida de Jesús? Ellos podían hablar de los tres años últimos de la vida del Salvador, pero nada de aquellos que sólo eran conocidos de María, pues San José había muerto�.

     Y es en verdad muy razonable y claro lo que indica, apunta y señala el católico historiador, y Augusto Nicolás dice a este propósito:

     �Claramente se ve que es la Santísima Virgen María, Madre de Jesús, a la que el historiador sagrado nos muestra en el Cenáculo, en unión con los Apóstoles perseverando en la oración, mención tanto más expresiva cuanto que el que lo dice es San Lucas, el cual quiere expresar de ese modo que ese testimonio procede de María, de la cual nos dice en su Evangelio hablando de la niñez de Jesús, que conservaba en su corazón todas las cosas relativas a Éste. San Anselmo no duda de ello, llegando a decir: 'Aunque descendió el Espíritu Santo sobre los Apóstoles, muchos grandes misterios se les revelaron por medio de María'.

     �Dios, que según hemos dicho, aprovecha para sus altos fines cuanto bueno existe en los medios humanos, que empleaba el testimonio de los Apóstoles después de haberlo depurado de su nativa rudeza, no hubiera suprimido seguramente el testimonio de la más santa de las criaturas, la mejor informada y la más fiel�.

     Tales son el parecer de estos ilustres expositores acerca de María en cuanto a inspiradora de los grandes misterios, y por último citaremos al Abad Ruperto, que dice: �Tu voz �oh María! fue para los Apóstoles la voz del Espíritu Santo, pues que de tu segura religiosa boca escucharon todo lo que era necesario suplir o atestiguar en confirmación de aquellos sentidos de cada uno que del Espíritu Santo mismo habían aprendido�. (In Cantic.)

     La tantas veces citada Sor María de Ágreda, hablando e historiando acerca de este punto de la vida de María, añade: �En compañía de la Reina del Cielo perseveraban alegres los doce Apóstoles con los demás discípulos y fieles aguardando en el Cenáculo la promesa del Salvador confirmada por la Madre, de que les enviaría de las alturas al Espíritu consolador, que les enseñaría y administraría todas las cosas que en su doctrina habían oído. Estaban todos unánimes y tan conformes en la caridad, que en todos aquellos días ninguno tuvo pensamiento, afecto ni ademán contrario de los otros.

     �María Santísima, con la plenitud de la sabiduría y gracia, conoció el tiempo y la hora determinada por la divina voluntad para enviar al Espíritu Santo sobre el colegio apostólico�.

     La promesa hecha por Jesús a los Apóstoles tenía que cumplirse y cumplirse plenamente; el Espíritu Santo vino sobre ellos y sobre María cuando se cumplían los días de Pentecostés. En dicho día hallándose reunidos en oración en el lugar santo del Cenáculo los Apóstoles con María, oyóse el estruendo de un viento cual el huracán que conmueve la casa hasta los cimientos, acompañado de un rumor como de lejano y terrible trueno.

     En aquella mañana, María había prevenido a los Apóstoles y a los demás discípulos, así como también a las santas mujeres que la acompañaban, sumando un total de ciento veinte personas, para que se entregasen a la oración y esperasen con fervor, porque muy pronto serían visitados, como lo había prometido su Divino Hijo, por el Santo Espíritu. Y estando como decimos reunidos en el Cenáculo y a la hora de tercia, escuchóse el rumor del citado viento, llenóse la casa de resplandor insólito que no era la luz del relámpago, sino tan intensa como aquélla, pero dulce, sin cegar ni deslumbrar como la citada y que llenaba todo el Cenáculo. El rumor, como de lejano trueno seguía sonando, y entonces, aquel resplandor se torna en blancas, puras y hermosas llamas de clara y refulgente luz que aparecen visibles, brillantes y determinadas sobre las cabezas de todos los reunidos, llenando aquella luz del Santo Espíritu a todos y a cada uno de ellos de las divinas influencias y dones soberanos, causando a un mismo tiempo muy diferentes y contrarios efectos en el Cenáculo y en todo Jerusalem, según la diversidad de afectos.

     El espíritu de Dios había venido sobre ellos, y Jerusalem entera sintió los efectos de aquella venida sobre la ciudad, a la que conmovió con aquel huracán que de los cielos bajó sobre los Apóstoles y María, llenándolos de la gracia y de la fe en la predicación de la doctrina de Jesús; tanto, que según dice Casabó, pidieron permiso a la Señora para salir a predicar, a difundir la doctrina de su Maestro, ya que las calles de Jerusalem estaban llenas de extrañas gentes que habían acudido a ella con motivo de las fiestas.

     �Los que hasta entonces habían estado encogidos y retirados salieron con tan impensado esfuerzo, que siendo sus palabras rayo de luz y fuego, dice Casabó, que penetraban los oyentes, quedaron todos atónitos. Fueron casi tres mil los que aquel día admitieron la doctrina de Jesucristo�, y a los que predicaron en las lenguas de sus países con la misma facilidad que si hablaran en el hebreo, la lengua que les era común; por eso aquellas palabras de Jesús:

     �Y será predicado el Evangelio del reino por todo el mundo, en testimonio a todas las gentes�.

     �Bienaventurados los oídos bastante puros para escucharlo y los de corazón recto para seguirlo�.

  María no ignoraba, ni cómo, llena del Espíritu Santo cual estaba, de cuanto pasaba en el ínterin los Apóstoles estaban fuera. Postrada, oraba pidiendo con lágrimas en sus hermosos ojos elevados al cielo, por la conversión de todos los que se redujesen a la fe y doctrina de Jesús. Cuando regresaron con aquellas primicias de la predicación, fueron recibidos con increíble alegría, amor y cariño fraternal.

     Los convertidos que Pedro presentó a la Madre del Salvador, llenos de fe y amor en la pura Madre de Jesús, la veneraban y procuraban obsequiarla, a más de su cariño con presentes que hacía distribuir entre los pobres, no tomando nada para sí, en medio de su gran humildad y pobreza, siendo el ejemplo vivo de la doctrina de paz y caridad de su Hijo, y permaneciendo en la casa de Jerusalem en la compañía de aquellos benditos dueños de la casa del Cenáculo, y en la de los Apóstoles, hasta su dispersión por el mundo, cuando Dios estimó prudente su marcha para la predicación entre los pueblos bárbaros, es decir, extraños, en el sentido en que los romanos tomaban la palabra bárbaro por la de extranjero.

     Veintitrés años vivió María sobre la tierra después de la muerte y pasión de su Hijo, y durante ellos alcanzó a ver cumplidas algunas de las profecías y el principio de las guerras que asolaron a la Palestina y el comienzo del castigo providencial de la ciudad deicida y aquella gente que había de llevar por los siglos de los siglos la condenación y el estigma de raza maldita castigada por la inexorable mano de Dios en principios de la justicia. La ruina de Jerusalem, el castigo del pueblo judío, habían sido profetizados por Jesús a sus discípulos, bañando sus ojos las lágrimas amargas de la compasión, y a sus hijos, a sus amados discípulos, advertido con tiempo que huyesen, como así lo hicieron en cumplimiento del mandato de su amado Maestro,

     Esta fue la causa de su separación, de su dispersión por la tierra para predicar el Evangelio por el mundo, librándoles el Señor de la ruina de su patria y los horrores y destrucción del asedio y toma de Jerusalem, de la ciudad maldita que había de pasar por los más espantosos horrores, las más terribles contingencias, como cumplimiento de la profecía de la palabra de Dios.



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Capítulo XXIX

ÚLTIMOS AÑOS DE LA VIDA DE MARÍA. -SU VIDA EN ÉFESO. -SU REGRESO A JERUSALEM. -OPINIONES Y RELATOS DE SU VIAJE A ÉFESO SEGÚN LOS HISTORIADORES. -SU MUERTE RELATADA POR LOS VARONES APOSTÓLICOS Y ESCRITORES DE NUESTROS TIEMPOS.



     No resulta de una manera evidente y clara la residencia de la Virgen Santísima durante los veintitrés años que sobrevivió a la Ascensión gloriosa de su amantísimo Hijo, nuestro muy amado Señor Jesucristo. La tradición es la que nos señala esta residencia de María en Éfeso, y a ello nada hay que objetar que pueda contradecir esta opinión histórico-tradicional. Que regresó a Jerusalem, en donde murió, es un hecho comprobado, claro y evidente, reconocido, acatado y venerado, testimoniado además de los relatos sagrados por los hechos materiales del sepulcro de la Virgen, la casa en que habitó y demás accidentales que determinan el hecho en su concepto histórico y en el de la creencia religiosa fundada en las virtudes y excelencias de la Purísima Señora.

     Por tanto, aceptamos la traslación de María Santísima con San Juan a Éfeso, su estancia en aquella ciudad y su vida tranquila y retirada, sin que acontecimiento alguno de aquélla trascendiera al mundo de la historia o de la tradición, y su regreso a Jerusalem cuando la edad ya avanzada de María la aproximaba, humanamente hablando, al sepulcro, avecinándose con la muerte. Como ni el Evangelio nos habla ya de María, y sólo por relación de eminentes Padres de la Iglesia y escritores católicos se relacionan los hechos y la muerte de la Pura Virgen María, a ellos, como égida segura, como faro de sagrada y mística luz, nos acogemos y a sus opiniones nos inclinamos como hijas de una fe acendrada y de un conocimiento e interpretación de los hechos superior a nuestras fuerzas y muy en armonía en nuestro sentir con aquéllos, por su fundamento y su piedad.

     El P. Rivadeneyra se expresa en este punto de una manera clara, como convincente lo es su sabio razonamiento:

     �También estuvo un poco de tiempo la Santísima Virgen en la ciudad de Éfeso, en la provincia de Asia, juntamente con San Juan Evangelista, como se saca del Concilio Efesino en una epístola escrita al clero de Constantinopla, derramando en todas partes su resplandores, y dando salud espiritual y vida a todos aquellos con quienes trataba.

     �Habiendo pues pasado con este temor de vida muchos años, y guardándola Dios para consuelo y bien de toda la Iglesia; siendo ya de anciana edad, viendo extendida por el mundo la fe y el nombre de su Hijo, encendida de amor y derretida de deseos de verle, le suplicó afectuosamente que la librase de las miserias de esta vida y la llevase a gozar de su bienaventurada presencia. Oyó los piadosos ruegos el Hijo de la Madre, a quien siempre oye, y envióle un ángel con la alegre nueva de su muerte, la cual Ella recibió con gran júbilo de su espíritu y descubrió a su querido hijo Juan Evangelista�.

     Tal es la manera como el docto Padre Rivadeneyra expresa y señala su parecer respecto de los últimos años de la existencia terrenal de nuestra Santa Madre la Virgen María. Como de paso, cual hemos visto, había de el poco de tiempo que María vivió en Éfeso con San Juan Evangelista.

     Sor María de Ágreda se expresa acerca de este punto con la elocuencia y hermoso estilo que le son propios, y con la claridad de inteligencia y alto sentido filosófico que se manifiesta en su hermosa obra acerca de María Santísima:

     �Llegó María a la edad de sesenta y siete años sin haber interrumpido la carrera ni detenido el vuelo, ni mitigado el incendio de su amor y merecimientos, desde el primer instante de su Inmaculada Concepción; pero habiendo crecido todo esto en todos los momentos de su vida, los inefables dones, beneficios y favores del Señor, la tenían toda deificada y espiritualizada; los afectos, los ardores y deseos de su corazón no la dejaban descansar fuera del centro de su amor; las prisiones de la carne le eran violentas, y la misma tierra, indignada por los pecados de los mortales de tener en sí al tesoro de los cielos, no podía ya conservarle más sin restituirle a su verdadero dueño�.

     Como se ve, la virtuosa escritora nada nos dice ni apunta acerca del traslado de María desde Jerusalem a Éfeso, y ni aun nos dice que por ningún motivo saliera de la ciudad deicida, y sí que en ella residía y en ella murió como más adelante lo expresa y narra con un colorido y encanto del glorioso tránsito de María, que resulta un tan hermoso como sentido idilio en vez de una elegía. En cambio, Casabó, admite el viaje a Éfeso, que relata con riqueza de detalles, y aun algún tanto de carácter dramático.

     �Interin San Juan prevenía la jornada y la embarcación para Éfeso, continuaba la Virgen como siempre en pedir con gran fervor por la defensa y aumento de la Santa Iglesia. Pasados cuatro días, que era el quinto de enero del año cuarenta, avisóla San Juan que era hora de partir, porque había embarcación y estaba dispuesto todo para el viaje. Sin réplica ni dilación se puso de rodillas la gran Maestra de la obediencia, y pidió licencia al Señor para salir del Cenáculo y de Jerusalem. En seguida se fue a despedir del dueño de la casa y de sus moradores, que estaban inconsolables por la pérdida que iban a experimentar, y así, todos querían seguirla y acompañarla. Agradecida la gran Señora, templó su dolor con la promesa de su vuelta. Previa licencia que pidió a San Juan, visitó los Lugares Santos, y en compañía del Apóstol hizo aquellas sagradas estaciones con mucha devoción, lágrimas y reverencia. Pidió después la bendición a San Juan, puesta de rodillas, para caminar como lo hacía antes con su Hijo. Muchos de los fieles de Jerusalem le ofrecieron dinero, joyas y carruajes hasta el mar y lo necesario para el viaje, pero con su prudencia, satisfizo a todos sin admitir cosa alguna. Para las jornadas hasta el mar sirvióla un jumentillo en que hizo el camino como reina de los pobres.

     �Llegados al puerto, embarcáronse en un buque con otros pasajeros. Vivían en Éfeso algunos fieles, aunque pocos, procedentes de Jerusalem y Palestina, y al saber la llegada de la Virgen, acudieron a visitarla y a ofrecerla sus posadas y haciendas; pero Ella eligió para su morada la casa de unas mujeres recogidas, retiradas y no ricas, que vivían solas sin compañía de varones. En esta posada vivió mientras estuvo en Éfeso.

     �En Éfeso recibió la Virgen la visita de Santiago, quien embarcado en las costas de Cataluña se dirigió a Italia, y de allí pasa cuenta a María de su predicación en España, y postrado en tierra demostróle su agradecimiento por haberle visitado personalmente en Zaragoza.

     �Quedó en Éfeso la Virgen, después de despedido Santiago, atenta a todo lo que sucedía a éste y a los demás Apóstoles, sin perderlos de su vista interior, y sin cesar en las peticiones y oraciones por ellos y por todos los fieles de la Iglesia.

     �Así que San Juan estuvo en Éfeso con la Virgen Santísima, comenzó a predicar en la ciudad, bautizando a los que convertía...�

     Relata después, que en virtud de una carta de San Pedro pidiendo su vuelta a Jerusalem, determinó a María Santísima a tornar a la ciudad natal, y añade:

     �Salió San Juan a buscar embarcación para Palestina y prevenir lo necesario para disponer con brevedad la partida. Ínterin llamó la Virgen a las mujeres que tenía en Éfeso por conocidas discípulas, para despedirse de ellas y dejarlas informadas de lo que debían hacer para conservar la fe. Eran éstas en número de setenta y tres, vírgenes muchas de ellas, especialmente nueve, que por disposición divina se libraron de la muerte cuando la ruina del templo de Diana...

     �Dos años y medio permaneció la Virgen en Éfeso. Llegado el día de partir, pidió la bendición a San Juan antes de embarcarse. El viaje fue muy tempestuoso, pero la que es Estrella del Mar cuidó de llevar la nave a puerto, desembarcando a los quince días de navegación...�

     Tal es la manera, como hemos dicho, sumamente poética y llena de detalles minuciosos, nos cuenta el citado historiador de Vida de María, este episodio de la vida de la Señora en su viaje y estancia en Éfeso. Narración hermosa, llena de encantos y poesía, pero que no vemos relatada con tal riqueza de color y accidentes como la cuenta y reseña el ilustre y notable historiador Sr. Casabó.

     Con poético estilo que le es propio, con frase verdaderamente meridional, llena de fuego y encanto, dominando el estro artístico en toda su obra, muchas veces no del todo ajustado a la índole de tan serio asunto y siguiendo más en algunos puntos el tono de poeta que de historiador, el tantas veces citado Orsini en su conocida obra de la Vida de María, dice:

     �La Santa Virgen permaneció en Jerusalem hasta tanto que la terrible persecución que estalló contra los cristianos en el año cuarenta y cuatro de Jesucristo, la obligó a salir de allí con los Apóstoles. Su hijo adoptivo la condujo entonces a Éfeso, a donde Magdalena quiso seguirla. Esos nobles corazones se habían enlazado al pie de la Cruz con cadenas de diamante que sólo la muerte pudo romper y que se han vuelto a anudar en el cielo�.

     Ninguna noticia nos ha quedado de la permanencia de María en Éfeso, y esta falta se explica fácilmente por las circunstancias de aquella época. Después de la resurrección del Salvador, los Apóstoles, únicamente ocupados en la propagación de la fe, pusieron en la clase de cosas secundarias todo lo que no entraba de un modo directo y notorio en un interés que absorbía lo demás...

     �Que la Madre de Jesús haya seguido la suerte de los Apóstoles, es fácil concebirlo. Habiendo pasado los últimos años de su vida lejos de Jerusalem en un país extranjero, en que su permanencia no se señaló con ningún hecho notable, no ofrece otra cosa que una superficie plana que no ha dejado vestigio durable en la memoria fugitiva de los hombres; sin embargo, el estado floreciente de la Iglesia en Éfeso, y los elogios que San Pablo tributa a su piedad, indican bastantemente los cuidados saludables de la Virgen...

     �Durante su permanencia en Éfeso fue cuando María perdió la fiel compañera, que a imitación de Ruth había abandonado su país y su pueblo para seguirla más allá de los mares; Magdalena murió, y María la lloró como Jesús había llorado a Lázaro.

     �Llegando a Jerusalem, retiróse la Virgen a la montaña de Sión, a una corta distancia del palacio arruinado de los príncipes de su linaje, y en la casa que había sido santificada por el descenso del Espíritu Santo. San Juan la dejó para ir a participar a Santiago, primer obispo de Jerusalem, y a los fieles que componían su iglesia, ya numerosa, que la Madre de Jesús volvía entre ellos para morir�.

     Como se ve y vamos relacionando estos autores entre sí, Orsini es más parco en detalles que Casabó, aun cuando ambos se dejan dominar demasiado, en nuestra opinión, por elemento poético; pero éstos, con María de Ágreda, aceptan y relatan el viaje y estancia de María en Éfeso.

     No obstante lo antes escrito, repetimos que la opinión en este punto de otros no menos respetables y críticos historiadores, es la de no aceptar tan sólo como tradición la estancia de la Virgen María en Éfeso, y nosotros, sin negar la autenticidad de la tradición, ni afirmarla, pues que sólo en la fe, en la creencia se funda y en nada, empero, contradice ni dificulta el concepto general evangélico acerca de María, las hemos consignado para conocimiento y para ilustración de los últimos años de la vida de la Señora, transcurridos en medio de una tan hermosa como plácida obscuridad, hija de su modestia y del modelo de virtudes, como lo era la pura Madre de Dios.

     Réstanos ahora ocuparnos llenos de fe y amor en Nuestra Santa Madre, de su muerte, de su glorioso tránsito de este mundo, del que tanto deseaba salir María para gozar de la presencia de su muy amado Hijo, y relatar este último y grandioso hecho de la vida terrenal del Espejo de las Virtudes, de la Reina de los cielos, nuestra amante abogada, como Consuelo de los Afligidos y Madre de los Desamparados.

     Para ello consignaremos de la misma manera el relato que de su gloriosa muerte hacen los citados historiadores, para referirla luego con nuestra pobre pluma este relato, esta narración, que en el fuego del amor a su santo Nombre, pretendemos hacer, como oración entusiasta y llena de esperanza en sus misericordias, y que elevamos a su trono para que sea acepta como acto de amor y veneración a nuestra Madre amparadora en las desgracias, y Consuelo inmenso en nuestras desgracias.

     El acto grandioso del tránsito de María, es un hecho en el que la pluma, impulsada por el amor y la veneración de los que lo han descrito, ha hecho por la misma grandiosidad, tierna y amorosa del acto, que sea pintada, narrada, con un colorido de luz, un ambiente de plácida coloración que suena con la misma dulzura que la música de un arpa, como el canto de los Ángeles bendiciendo a su Reina y Señora: hecho es que no hay escritor, que al relatarlo, no se vea en su descripción movido su pecho, elevado su espíritu por ese lazo de amor y de cariño que nos une con María, la santa Madre del Cordero, la protectora y amparadora de los desterrados hijos del pecado en este mundo, que Ella llena con su mirada y su amor.

     La noticia de su muerte comunicada a San Juan, dice el P. Rivadeneyra relatándola:

     �Él lo dijo a los fieles que estaban en Jerusalem, y luego se derramó por los otros cristianos que estaban en toda aquella comarca, y vinieron muchos a Jerusalem y se juntaron en el monte de Sión, en la casa donde Cristo cenó con sus discípulos e instituyó aquella mesa real de su Sagrado Cuerpo para sustento de toda su Iglesia, y el Espíritu Santo había venido en lenguas de fuego. Trajeron los fieles muchas velas, ungüentos y especies aromáticas, como tenían de costumbre, y muchos himnos compuestos para cantar en su glorioso tránsito; y para mayor gozo de la Virgen y consuelo de los Apóstoles, de varias partes y provincias del mundo, en que andaban predicando, todos los que vivían entonces fueron traídos milagrosamente a su presencia; halláronse también otros varones apostólicos, Hieroteo, Timoteo y Dionisio Areopagita y otros muchos, que con grande instancia habían pedido al Señor que les hiciese dignos de ver aquel dichoso espectáculo. Cuando la Virgen purísima vio aquella santa y bienaventurada compañía, se gozó con un gozo inefable e hizo gracia a su bendito Hijo por aquel incomparable beneficio que le había hecho, y con rostro grave y sereno les dijo: que los espíritus celestiales habían mucho deseado su partida de esta tierra y que Ella también lo había suplicado a Dios, y Él se lo había otorgado, y que así presto se cumpliría. Recostóse en una humilde cama, y mirando a todos, que ya tenían candelas encendidas en las manos, con un aspecto más divino que humano, les mandó que se acercasen para darles su bendición...

     �En diciendo esto se reclinó en la cama y se compuso decentemente y levantando las manos en alto, llena de increíble gozo por ver a su Hijo que la llamaba y convidaba a la eterna felicidad, le dijo: 'Cúmplase en Mí tu palabra', y con esto y como quien se echa a dormir, sin dolor alguno ni pesadumbre, dio su alma a aquel Señor, a quien Ella había dado su carne, la noche del día antes del quince de agosto, cincuenta y siete años después que parió a Cristo y a los veintitrés de su pasión, siendo de edad de setenta y dos años menos veinticuatro días, según la más probable y verdadera opinión, porque algunos no le dan sino cincuenta y nueve, otros sesenta y dos a sesenta y tres y otros menos. Pero supuesta la verdad tan testificada de tantos y tan graves autores, que los sagrados Apóstoles se hallaron a la muerte de la Virgen Santísima, y que San Dionisio Areopagita, como él dice, estuvo presente a ella, necesariamente habemos de dar más larga edad; pues él no se convirtió a Cristo hasta que San Pablo vino a Atenas, que fue el año del Señor de cincuenta y dos, y a los sesenta y siete de la Virgen�.

     De esta manera tan reverente, solemne y tierna al mismo tiempo nos relata el sabio padre Rivadeneyra el glorioso tránsito de la santa y purísima Señora. La venerable Sor María de Ágreda, puede decirse que concuerda con la relación del sabio jesuita.

     �Acercábase ya el día determinado por la Divina Voluntad en que la verdadera y viva Arca del Testamento, había de ser colocada en el Templo de la celestial Jerusalem con mayor gloria y júbilo que su figura fue colocada por Salomón en el santuario debajo de las alas de los querubines. Y tres días antes del tránsito felicísimo de la Gran Señora se hallaron congregados los Apóstoles y discípulos en Jerusalem y casa del Cenáculo.

     �Fueron todos con San Pedro al oratorio de la Reina y halláronla de rodillas sobre una tarimilla que tenía para reclinarse cuando descansaba un poco.

     �Al entonar los Ángeles música, se reclinó María en su tarima o lecho, quedándole la túnica como unida al sagrado Cuerpo, puestas las manos juntas y toda enardecida en la llama de su divino amor. Y cuando los Ángeles llegaron a cantar aquellos versos del capítulo segundo de los Cantares: Surge, propera, amica mea, etc., que quiere decir: Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven, que ya pasó el invierno, etc.; en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo en la Cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Cerró los virginales ojos y espiró.

     �Sucedió este glorioso tránsito el viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo, el día 13 de agosto, en que murió, hasta el 8 de septiembre, que nació y cumpliera los setenta años. Después de la muerte de Cristo, sobrevivió la Madre en el mundo veintiún años, cuatro meses y diez y nueve días y de su virgíneo parto era el año cincuenta y cinco�.

     Casabó sigue literalmente a Sor Ágreda, no añadiendo a nuevo y copiando lo que acerca del glorioso tránsito de María dice aquella sagrada escritora y Orsini, nos relata esta conmovedora escena con la viveza de la descripción y la mágica de su estilo en los siguientes párrafos:

     �Era el día y había llegado la hora. Los santos de Jerusalem vieron otra vez a la hija de David siempre pobre, siempre humilde, siempre hermosa, porque se hubiera dicho que esta santa y admirable criatura se libraba de la acción destructora del tiempo, y que predestinada desde su nacimiento a una completa y gloriosa inmortalidad, nada en Ella debía perecer. Grave, pues, pero no enferma, María recibió a los Apóstoles y discípulos recostada en un pequeño lecho de pobre apariencia, acomodado a su traje de mujer de pueblo que nunca había dejado. Brillaba en su aspecto, lleno de nobleza y de modestia, alguna cosa tan majestuosa y patética, que toda la asamblea se deshizo en lágrimas. Sólo María permaneció en calma en este vasto y elevado salón, en que se habían agolpado una multitud de antiguos discípulos y de nuevos cristianos igualmente deseosos de contemplarla.

     �Era ya de noche y unas lámparas con varios mecheros suspendidas del techo con cadenillas de bronce arrojaban aquí y allí manojos de rayos de color rojizo sobre la reunión silenciosa, que parecía recibir con ellos un nuevo grado de solemnidad. Los Apóstoles, vivamente conmovidos, estaban de pie en torno del lecho fúnebre. San Pedro, que tanto había amado al Hijo de Dios durante su vida, contemplaba a la Virgen con un sentimiento de dolor, y su mirada eficaz parecía decir al obispo de Jerusalem: �Cuánto se asemeja a Jesucristo! En efecto, la semejanza era admirable; y la actitud inclinada de María, que recordaba la del Salvador durante la cena, acababa de completarla. Santiago, que había recibido de los mismos judíos el renombre de justo, y que sabía dominar sus emociones, devoraba las lágrimas que se amasaban lentamente al borde de sus párpados. El Príncipe de los Apóstoles, hombre de franqueza y de primer movimiento, hallábase profundamente conmovido y no lo cubría: San Juan tenía envuelto el rostro con un lienzo de su manto griego, pero sus sollozos lo descubrían. No había en toda la asamblea un corazón que no estuviese partido de dolor, ni ojo del que no manasen lágrimas. Después de haberse recogido un momento, María fijó sus miradas sobre esos fieles servidores que estaban todos unidos en el amor de Jesucristo, y que debían probarlo de allí a algún tiempo en medio de los tormentos; empezó a hablarles, y su voz llena de melodía, tomó una expresión tan tierna, tan hondamente afectuosa, y a la vez tan consoladora, que todos los dolores se calmaron por algún tiempo. Ella les dijo que la afección filial que le demostraban le hacía solamente echar de menos la vida, que había deseado con ardor ese día, que iba a reunirse a su Hijo por toda la eternidad, y que bendecía a Dios de haber abreviado el tiempo de su triste peregrinación. Después de haberles prometido que les sería siempre favorable, que no olvidaría jamás en medio de los goces celestiales, que Ella había sido Hija de los hombres, les mostró la tierra vista desde las alturas del cielo; y se elevó gradualmente a consideraciones tan elevadas y a reflexiones tan sublimes, que cada uno olvidaba en medio de su asombro que el cisne cantaba para morir. Pero aproximábase la hora fatal: María extendió sus manos protectoras sobre los hijos que iban a quedar huérfanos, y alzando sus bellos ojos hacia los astros que brillaban en el firmamento, con una majestad serena, vio el cielo abierto y al Hijo del Hombre que bajaba sobre una nube luminosa para recibirla en los confines de la eternidad. A esa vista un color sonrosado se apareció por su semblante, sus ojos pintaron todo lo que el amor maternal, el júbilo, llevado hasta el arrobamiento y la adoración infinita pueden exprimir, y su alma, dejando sin esfuerzo su cubierta mortal, cayó dulcemente en el seno de Dios�.

     Tal es la manera dulce, poética y sentida con que pintan y narran la muerte de María los ya citados escritores, y a estos relatos hemos de consignar, como fuente de sagrada tradición que admite la Iglesia en sus rezos, la narración que del glorioso tránsito de María Santísima nos ha hecho San Juan Damasceno en su sermón de Dormitione Deiparae:

     �Por una antigua tradición, dice, ha llegado hasta nosotros la noticia de que al tiempo de su glorioso tránsito todos los santos Apóstoles que andaban por el mundo trabajando para la salvación de las almas, se reunieron al punto, llevados milagrosamente a Jerusalem. Estando pues, allí, gozaron de una visión angélica, oyeron un celestial concierto, y de este modo entregada en manos de Dios su ánima santa, henchida de soberana gloria. Su cuerpo, que había recibido a Dios de una manera inefable, fue enterrado en un nicho allí en Gethsemaní, mezclándose en el entierro los himnos de los Apóstoles con las armonías de celestes coros. Durante tres días se oyeron allí cantos angélicos que cesaron al cabo del tercero día. Llegando entonces el Apóstol Santo Tomás, único que faltaba, y deseando adorar aquel Cuerpo que había tenido a Dios encarnado, abrieron el túmulo, mas ya no encontraron allí el sagrado Cuerpo, sino solamente aquellos objetos con que había sido sepultada, los cuales despedían suavísima, fragancia: en vista de esto volvieron a cerrar el modesto túmulo. Asombrados en presencia de este misterioso milagro, no pudieron menos de pensar en Aquel a quien plugo encarnarse en las entrañas de la Virgen María para hacerse hombre y nacer como tal, siendo Dios, el Verbo y Señor de la gloria, y que preservó incólume su virginidad a pesar del parto: quiso también honrar su Cuerpo inmaculado en seguida de su muerte, conservándolo sin corrupción alguna y concediéndole el que fuese trasladado al cielo antes de la general resurrección del género humano.

     �Cuando esto aconteció estaban con los Apóstoles el muy santo varón Timoteo, primer obispo de Éfeso y San Dionisio Areopagita, según atestigua él mismo, en lo que escribió acerca del bienaventurado Hierateo, que también se hallaba allí, diciendo: -Entre los mismos santos prelados, inspirados por Dios, se convino en celebrar con himnos como cada cual pudiese, la infinita bondad del poder divino, acerca del sagrado Cuerpo de la Virgen, cuando nos reunimos con muchos de nuestros santos hermanos, como ya te acordarás, para ver aquel Cuerpo de donde la vida tuvo principio, y que engendró al mismo Dios; estando también allí Santiago, pariente del Señor, y Pedro, autoridad suprema y la más antigua entre los teólogos�.

     Esta es la tradición de la Iglesia sobre el tránsito y Asunción de la Virgen Santísima a los cielos desde los primeros tiempos del Cristianismo, según refiere un padre tan discreto y tan eminente como el Damasceno, y la ha aceptado la Iglesia consignándola en su rezo, diga lo que quiera la crítica contra ello.

     San Juan Damasceno vivía en el siglo VIII, y aun cuando hay mucha distancia desde este siglo al primero en que murió la Santísima Virgen, y de aquí al 754 o 757 en que murió aquel santo padre, su autoridad es muy grande para afianzar una tradición que duraba y sosteníase en su tiempo; no obstante es un poco débil: para afianzar la exactitud histórica, dice Lafuente.

     No faltan críticos que apoyándose, no sabemos en qué fundamentos, no se avienen a que la Santísima Virgen muriese en Jerusalem sino en Éfeso, y el hecho o razón en que se apoyan es de que habiendo de ser aquélla arrasada y abrasada por los romanos, diez años después, no quería María morir en la ciudad en que fue muerto su Hijo.

     Y como en estos asuntos de crítica y de crítica histórico-religiosa lo mejor es no negar ni aceptar de ligero juicios y opiniones, copiaremos lo que acerca de este punto dice un piadoso y eruditísimo Padre de la Compañía de Jesús, el P. Centucci en la �Vida de Santa Pulquería�.

     �Para mejor inteligencia de este punto, dice, conviene aquí lo que Nicéforo refiere en otro lugar, y es, que deseando la Santa (Pulquería), obtener el cuerpo de la Madre de Dios(2) para enriquecer con él su iglesia, y pidiendo con instancia esta gracia a Juvenal, Patriarca de Jerusalem, el cual después del Concilio se había quedado en la corte, con motivo de una sedición, le respondió el patriarca que el sepulcro de la Virgen estaba efectivamente en Jerusalem, pero que según una tradición, no menos antigua que verdadera, habiendo abierto los Apóstoles el sepulcro de la Virgen, tres días después de su muerte, para mostrar el Cuerpo a Santo Tomás que no había asistido como ellos a la muerte y sepultura de la misma, no hallaron en él otra cosa más que las fajas y los lienzos sepulcrales, quedando todos persuadidos de que el sagrado Cuerpo de la Virgen había sido llevado al cielo juntamente con el ánima por el especial favor de su divino Hijo. Oyendo esto, añade Nicéforo, ya que no podía obtener otra cosa, pidió que le diesen a lo menos el sepulcro con los lienzos que en él habían quedado, en lo cual le complació Juvenal, enviándole después de su regreso a Jerusalem todo cuanto deseaba,

     �Esta relación (dice el sabio padre jesuita Centucci), tiene tantas dificultades en todos sus pormenores que, exceptuando la Asunción de la Santísima Virgen, muchos escritores modernos no ven en ella más que una voz popular, transformada en punto histórico sin pruebas suficientes, o una invención, sea de Juvenal, sea de cualquier otro de devoción poco discreta e infundada. No es este lugar de examinarla críticamente; pero limitándonos únicamente a lo que pertenece a nuestra Santa, si la Asunción de la Santísima Virgen era, según dice Juvenal, una tradición antiquísima y por consiguiente notoria, �cómo podía ignorarla Pulquería, mujer no menos docta que piadosa, hasta el punto de pedir con instancia el Sagrado Cuerpo? �Y cómo podía obtener el sepulcro, cuando de los escritores vecinos a aquellos tiempos se colige la incertidumbre que entonces había y aún dura al presente, del lugar donde vivía la Virgen y de la ciudad donde murió, si fue en Jerusalem o en Éfeso? Pero cualquiera que fuese este sepulcro, que entre los judíos solía abrirse en la pena viva, ya fuese caja fúnebre, si es que tal cosa existía en el pueblo hebreo, o féretro para transportar los cadáveres, que por lo mismo no suele encerrarse en la tumba, como aquí debiera suponerse, cualquiera, repito, que fuese este pretendido sepulcro, es lo cierto que la santa no pudo colocarle en su templo, porque Juvenal volvió a Jerusalem en julio, o poco antes de que Pulquería pasara a mejor vida, o más probablemente en agosto, cuando ya había muerto, como lo confiesa el mismo Nicéforo, poco concorde consigo mismo, cuando sin hacer mención de la Santa dice que fueron llevadas a Constantinopla aquellas reliquias en tiempo de Marciano, que sobrevivió a su esposa.

     �Si en tal incertidumbre pudiesen dar alguna luz las conjeturas, yo creería (dice el P. Centucci) que hay en ello alguna equivocación originada de lo que sucedió, según dicen, en tiempo de León. Pretenden algunos que, habiéndose hallado en poder de una piadosa mujer de Palestina ciertos vestidos que había usado la Virgen, fueron colocados por aquel Emperador en la iglesia de Blancherna, con la misma caja en que antes se conservaban. No hay cosa más fácil que, por haber venido de Jerusalem, creyese el vulgo que fuese aquélla la caja sepulcral y los vestidos los mismos que quedaron en el sepulcro después de la Asunción de la Santísima Virgen, y tomando los historiadores sucesivos como un hecho positivo lo que no era más que una voz popular, se llegase a formar una relación, no menos extravagante por el anacronismo, que por las circunstancias con las cuales quisieron adornarla y hacerla más admirable�.

     De este modo es como se expresa el P. Centucci respecto de estas tradiciones.

     Por su parte los escritores, agustinianos principalmente, que se ocupan de la fiesta de la Correa que ceñía la Virgen María, suponen que entre los lienzos y demás objetos de su mortaja que en el sepulcro quedaron, estaba la correa con que la Virgen María ceñía su túnica a la cintura, y otros añaden que esto fue lo que regaló Juvenal a Santa Pulquería. Pero hay que tener presente que el mismo Nicéforo no había de correa, ni aun siquiera de ceñidor, ni cíngulo, sino de fajas para amortajar (sepulcrales fascius) o sean las largas tiras de lienzo con que los judíos, como los egipcios, envolvían y ceñían los cadáveres, y así nos lo describe el Evangelio cuando nos habla de la resurrección de Lázaro.

     Nosotros nada decimos acerca de este punto, pero tenemos, y en ella nos apoyamos, una autoridad muy respetable, cual es la del español Fray Antonio del Castillo, o sea el autor del libro �El Devoto Peregrino�, tan conocido por los amantes de la historia y las personas piadosas, cuando nos habla del sepulcro de la Virgen como existente en Jerusalem La hermosura y sencillez del estilo de este viajero y buen fraile español, que allá estuvo y celebró más de doscientas misas en la iglesia del sepulcro de María, son la prueba más fehaciente, en nuestro entender, acerca de aquella, respetada y admitida por la Iglesia, piadosa tradición.

     Dice el P. Antonio del Castillo: �Entramos en el huerto de Gethsemaní, y luego fuimos al sepulcro de la Virgen Santísima. Es una iglesia grande y hermosa, de maravillosa fábrica y arquitectura; la mayor parte de esta iglesia está debajo de tierra, de modo que tanta máquina como tiene, no se viene a descubrir por arriba mas que fábrica cuadrada por de fuera, y toda ella no parece sino una casa muy pequeña.

     �Bájase a esta iglesia por cincuenta escalones muy anchos espaciosos; son todos de jaspe blanco. A poco más de la escalera, como se va bajando a la mano izquierda, está el sepulcro de San José, esposo de la Virgen, en una capilla muy pequeña, y en la misma capilla está también el sepulcro de Simeón el justo, el que tuvo al Niño Jesús en sus brazos, cuando le presentó la Virgen en el templo. A la mano derecha en frente de esta capilla hay otra en la cual están los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen.

     �En bajando a la iglesia, en medio de ella está el sepulcro de la Virgen Santísima. Está todo hecho de una piedra y cubierto de mármol fino muy blanco. Aquí decimos misa los sacerdotes latinos solamente. (Esto fue en su tiempo, pues hoy se han apoderado los cismáticos, consiguiendo con sus rapiñas despojar a los latinos.)

     �En saliendo de este santísimo sepulcro, como treinta pasos, se entra en la cueva en donde Cristo oró y sudó sangre la noche de su Pasión�.

     Como se ve por lo expresado por Castillo, es muy difícil aceptar las tradiciones griegas acerca de la muerte de la Santísima Virgen en Éfeso, y al efecto examinaremos lo que los principales viajeros católicos dicen y opinan acerca de la veracidad y fundamento de la muerte de María en Jerusalem como la acepta, y reza la Iglesia católica, cuya decisión y autoridad es concluyente y sin disputa.

     Pues que la Iglesia de Jerusalem conserva la tradición citada y la memoria del sitio y sepulcro de María, que la Iglesia acepta, admite y reza en su oficio el relato de San Juan Damasceno; lo más seguro es aceptar lo que la Iglesia acepta, cree y estima, confirmándose con ello y con lo que la piedad ha ido trasmitiendo desde Jerusalem hace diez y nueve siglos, tradición, creencia y fe, que como hemos dicho consignan y creen, estiman y aprecian, cuantos escritores católicos han tratado de este punto, y cuyos escritos y palabras copiaremos para afirmación mayor de esta sagrada tradición.

     Casabó se expresa en estos términos al tratar del entierro de Santa Virgen, aceptando su muerte en Jerusalem.

     �Los Apóstoles, a quienes principalmente tocaba este cuidado, trataron luego de que se le diese sepultura, señalándole en el valle de Josafat un sepulcro nuevo que allí estaba prevenido misteriosamente por la providencia de su Hijo.

     �Levantaron los Apóstoles el Sagrado Cuerpo, llevándole ellos sobre sus hombros, y con ordenada procesión partieron del Cenáculo para salir de la ciudad al valle de Josafat...�

     Orsini dice:

     �Terminados los preparativos del duelo, colocóse a la Madre de Dios en un lecho portátil lleno de substancias aromáticas; cubriósela con un velo suntuoso, y los Apóstoles reclamaron el honor de llevarla sobre sus hombros hasta el huerto de Gethsemaní...

     �Llegado al lugar de la sepultura paróse el lúgubre acompañamiento.

     �Un Apóstol que volvía de un país lejano, y que no se había hallado presente a la muerte de la Virgen, llegó en este intermedio a Gethsemaní; era Tomás, aquel que había puesto su mano en las llagas de su Maestro resucitado. Corría para echar una última mirada sobre los fríos despojos de la mujer privilegiada que había llevado en sus castas entrañas al Dueño Soberano de la naturaleza. Vencidos por sus instancias y sus lágrimas, quitaron los Apóstoles el trozo de piedra que cerraba la entrada del sepulcro, pero no encontraron más que las flores apenas marchitas, sobre las cuales había descansado el cuerpo de María, y su blanco sudario de precioso lino de Egipto, que exhalaba un olor celestial...�

     Barcia, en su libro Palestina, dice en su visita a la iglesia del sepulcro de María lo siguiente, sin determinar una opinión concreta:

     �La autenticidad del sepulcro de la Virgen es discutible. La opinión que afirma haber muerto María en Jerusalem y haber sido enterrada allí, data de los primeros siglos, pues que en el IV se aisló el sepulcro de la roca, dejándolo en la forma que hoy tiene; pero en la misma época se afirmaba por otros haber muerto en Éfeso y existir allí su verdadero sepulcro. Así lo declaró el tercer Concilio general que se celebró en esta ciudad, el año 341�.

     Ibo Alfaro, en su obra Jerusalem, dice respecto del sepulcro de la Virgen Santísima:

     �Esta Basílica, cuya fachada la adornan multitud de columnas y archivoltas ojivales, encierra en su seno los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana, el de San José y sobre todo en el lugar preferente el en que descansó tres días el Cuerpo de María. Una ancha escalera de cuarenta y ocho peldaños (el P. Livinio en su guía tantas veces citada, dice cuarenta y cuatro), conduce al fondo de la capilla, que forma una cruz latina y que es espaciosa, pues mide próximamente unos treinta metros de largo por ocho de ancho. En el séptimo escalón se encuentra a la derecha una abertura en el muro y se sospecha sea esto el sepulcro de Melisenda, esposa de Fulco, rey de Jerusalem en tiempo de las Cruzadas. Quince peldaños más abajo, o sea veintidós, a contar desde la puerta de entrada, se abren dos grutas a derecha e izquierda de la escalera, frente la una de la otra; estas dos grutas, que los frailes nombran capillas, contienen la de la izquierda los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana y el de la derecha el de San José. Cuando ya se ha llegado al fondo de aquel templo, donde arden multitud de lámparas, y donde se respira una plácida calma que templa el corazón cansado de las agitaciones del mundo, se encuentra a la derecha una pequeña capilla cuadrangular, cuyas paredes de roca viva ocultan flotantes tapices de seda; en aquella misteriosa capilla se alza adherida al muro una banqueta de piedra revestida de planchas de mármol, un altar hueco del que penden veintiséis lámparas se levanta sobre aquel banco de piedra y junto a aquel banco de piedra se arrodilla el viajero, que impelido por el fervor religioso llega de lejanos países, porque aquel banco de piedra es el sepulcro de María. Allí reposó tres días la Madre de Cristo, la mujer más santa y más pura de la tierra, la flor de Jericó, la estrella de los mares, el refugio de los pecadores, el consuelo de los afligidos. Yo he visto la casa en que nació, allí junto al templo de Jehová, yo he visto el lugar en que su alma fue ahogada por la más honda pena, allá... en la cima del Calvario, yo he visto el lugar en que después de muerta permaneció su cadáver algún tiempo, allá pasado el torrente Cedrón, en el valle de Josefat, al comenzar el monte Olivete...; y hoy en que aún enfermo, consigno en estas páginas mis recuerdos e impresiones de aquellos Santos Lugares, experimenta mi alma una tierna y suavísima afección.

     �En el fondo de la basílica, no lejos del sepulcro de María, se ve un altar perteneciente a los armenios no unidos; cerca de éste otro perteneciente a los griegos no católicos, y cerca de los dos un pequeño ábside donde oran los musulmanes, que también los musulmanes de Oriente veneran a Cristo, a quien llaman el espíritu de Dios; y a la Virgen, a quien proclaman la más grande y mejor de las mujeres...

     Don José María Fernández y D. José Freire y Banero, hacen acerca del sepulcro de la Virgen, parecida descripción a la anterior, y respecto al lugar del tránsito de María y a la consiguiente autenticidad de estos santuarios, dicen lo siguiente:

     �Respecto a la muerte de la Santísima Virgen, no está enteramente evidenciado que haya sucedido en Jerusalem, aunque es la opinión más probable, casi segura. No faltan, sin embargo, quienes creen que el tránsito dichosísimo acaeció en la ciudad de Éfeso. Fúndanse en el pasaje de la carta dirigida por los PP. del Concilio Efesino al clero y pueblo de Constantinopla (431): 'Nestorio fue condenado en Éfeso, donde Juan el Teólogo y la Santa Virgen María, Madre de Dios...' No acaba la oración, que algunos completan diciendo: 'descansan o murieron'; pero la generalidad de los críticos opinan que el pasaje completo debía decir así: 'Nestorio fue condenado en Éfeso, donde el teólogo Juan y la Santa Virgen María, Madre de Dios, vivían, o tienen iglesia, o son honrados con culto particular'.

     �Otra razón alegan los que sostienen que la Virgen Santísima murió en Éfeso, es a saber: que aquella iglesia le estaba dedicada, según consta en las actas de dicho Concilio. La fuerza de este argumento estriba en que, a decir de los que le emplean, no se erigía iglesia alguna a un santo, sino cuando se poseían reliquias, o en el sitio en que había sufrido el martirio. Pero además de que no era esta práctica invariable, pues consta que las reliquias de los santos solían distribuirse entre diferentes pueblos que las solicitaban por su especial devoción, y que se erigían altares e iglesias a un mismo santo en varias ciudades a la vez, sábese positivamente que apenas Constantino dio la paz a la Iglesia, fueron consagrados muchos templos con la advocación de la Madre de Dios.

     �Por otra parte, nadie ha pretendido jamás que la iglesia de Éfeso, ni ninguna otra, poseyese las reliquias de la Santísima Virgen María, lo cual valdría tanto como negar su asunción gloriosa a los cielos.

     �Hay un argumento negativo de mucho peso, en nuestra opinión, contra los que afirman que Nuestra Señora murió en Éfeso. Al enumerar Polícrates en su carta al Papa Víctor los privilegios de la iglesia Efesina, no hace mención de este suceso, que de haber acaecido allí, habría contado como el primero y más glorioso.

     �Muchas más razones militan en favor de Jerusalem Prescindiendo de la tradición inmemorial, sabemos que desde los primeros días del Cristianismo se levantaron templos en honor de la Virgen Santísima, en este lugar y el de su sepulcro. Juvenal, obispo de Jerusalem, que asistió al citado Concilio de Éfeso, en carta dirigida a la emperatriz Santa Pulquería y al emperador Marciano, les dice, contestando a los piadosos esposos, que le pedían reliquias de la Virgen, que en el Gethsemaní se enseñaba el sepulcro vacío bienaventurada Señora. San Arcadio, San Wilibaldo y otros peregrinos del siglo VII y VIII, visitaron en el monte Sión el lugar en que murió la Virgen, y en el valle de Josafat su sepulcro benditísimo.

     �La tradición griega está en un todo conforme con la latina; son muy notables y explícitas las palabras de Andrés, arzobispo de Creta, que vivía en los citados siglos VII y VIII.

     �Dice aquel prelado en su sermón sobre el tránsito de la Virgen Santísima, 'que la bienaventurada Señora había vivido en el monten Sión, en el mismo sitio en que se enseñaba su casa, convertida en iglesia, en la cual se veían los vestigios de sus rodillas en el lugar donde hacía oración; que allí también murió, rodeada de los Apóstoles, de los setenta discípulos y de gran número de santos, quienes transportaron al valle de Gethsemaní su cuerpo, que no conoció corrupción; que resucitó y subió al cielo, y finalmente, que el sepulcro de María es honrado por el concurso de fieles, que con este objeto van a Jerusalem de todos los pueblos de la tierra'; y San Juan Damasceno, que nació en el siglo VII y murió a mediados del siglo VIII, en el convento de San Sabas, cerca de Jerusalem, dice en otro sermón sobre el mismo asunto, 'que la Madre de Cristo murió en el monte Sión, y fue sepultada en el valle de Gethsemaní por los Apóstoles; que también se hallaban presentes a su muerte gloriosa los Ángeles, los patriarcas y profetas; que su cuerpo resucitó glorioso y fue transportado al cielo; que los mismos Ángeles reverencian el sepulcro vacío; que los fieles acuden allí de todas partes en gran número, le visitan con devoción y riegan con sus lágrimas, y finalmente, que Dios obra en él muchos milagros'. San Germán, arzobispo de Constantinopla, contemporáneo de San Juan Damasceno dice que la Virgen Santísima sufrió la ley común de la muerte, que su cuerpo no experimentó corrupción, sino que fue llevado al cielo por ministerio de Ángeles...

     �Las iglesias de Oriente están conformes con la latina y la griega, en colocar en Jerusalem la muerte y sepultura de la Santísima Virgen María. Y al decir iglesias, no intentamos excluir a las herejes. Los nestorianos, que aunque niegan la divina maternidad de la Virgen Santísima, profesan a la Señora gran veneración; tanto, que algunos autores aseguran que ofrecen en su honor un pan, que dan en forma de comunión, pretendiendo que es el cuerpo de la Santa Virgen; creen que la Madre de Cristo fue transportada desde Jerusalem al Paraíso en cuerpo y alma. Abeyesu, escritor sirio, consigna la común creencia de los nestorianos a este propósito: 'Después de la muerte del Salvador, dice, San Juan Evangelista se hizo cargo de la Santísima Virgen, sirviéndola como a Madre suya. Muerta a la edad de sesenta y un años, su cuerpo fue transportado por ministerio de Ángeles al Paraíso terrenal. Todos los Apóstoles se habían reunido en Jerusalem, antes del tránsito glorioso de la Señora'.

     �Consignemos, por último, el testimonio de un escritor árabe, Abu-Batrik, según el cual, Teodosio el Grande edificó en Gethsemaní, en el sepulcro de la Virgen, una iglesia que Cosroes destruyó en la toma de Jerusalem�.

     Y por último, como confirmación de cuanto llevamos dicho de los anteriores católicos viajeros y peregrinos, veamos lo que acerca del lugar de la muerte de María Santísima y de su sepulcro dice don Narciso Pérez Royo, en su interesante Viaje a Egipto y Palestina, en el tomo 32, página 39. Después de describir la iglesia de la Asunción, dice:

     �He dicho que la autenticidad del sepulcro de la Virgen descansa sólo en la tradición. Es ésta tan antigua y constante; reviste tan marcado carácter de verosimilitud; hállase sancionada por el sentimiento unánime de tan opuestas razas y creencias, que avasalla la mente, disipa la duda y conmueve el corazón. En el retiro silencioso y plácido de este Santuario venerable, cuya indecisa luz parece agigantar las sombras de sus ámbitos, respira el alma indefinible paz, y henchida de místico entusiasmo, cree, medita, ora, elévase enajenada al estrellado trono de la Madre purísima del Verbo, mientras besan los labios y las lágrimas riegan la consagrada tumba, probable último punto de la tierra que santificó su presencia maternal�.

     Como vemos, tales son las opiniones de los citados escritores, admitiendo todos la antiquísima tradición consagrada, aceptada y exaltada por la Iglesia, no faltando para ser dogma de fe mas que la declaración de quien puede hacerlo por su indiscutible autoridad en la materia.

     María terminó su existencia terrenal cuando la voluntad de Dios su Hijo plugo a sus inescrutables juicios. Dejó la existencia terrenal y al Empíreo fue ascendida por la Trinidad Santísima, dejándonos a los hijos de Eva en este destierro, bajo su dulce amparo, siendo nuestra esperanza, nuestro consuelo y puerto en nuestras desgracias, que nos acoge siempre benévola cuando la fe y las lágrimas de nuestro corazón herido brotan de nuestros ojos, siendo el consuelo de los afligidos, la eterna salud de los enfermos que a Ella imploran, Reina y Señora de nuestros corazones y auxilio del alma cristiana en los naufragios de la vida y esperanza nuestra a la que encaminamos nuestras oraciones y ponemos por intercesora de su divino Hijo.

     Pero si ascendió a los cielos, dejó para nuestro consuelo el perfume de su pura existencia, que seguirá reinando y embriagando de dulce amor y ardiente caridad a nuestras almas, en las que reina y reinará como eterna verdad, confesada por el amor de su Hijo, que la puso por Madre e intercesora entre los hijos de Adán, lavados de la culpa por su santísima sangre. Y María seguirá reinando en nuestras almas, y con el dulce nombre de Madre la invocaremos como Madre de nuestras almas, y como Madre la han invocado e invocan nuestras madres en sus momentos de dolor, de pena, de angustia y llanto, así como en lo terreno en nuestra niñez la invocamos y también en la juventud, cuando hieren nuestros corazones los primeros dolores y desengaños de la vida.

     Ascendió a los cielos después de su glorioso tránsito, y allí, gozando de la presencia de su Santísimo Hijo, goza del premio de su pureza inmaculada, la que fue arca santa que encerró el cuerpo de Dios al descender a la tierra, siendo hermoso tabernáculo que gozó del privilegio incomparable de dar la existencia humana al Hijo de Dios.

     � María, nuestro amparo y Madre! acoge nuestro trabajo, llevado a cabo lleno de fe y esperanza en tu santa misericordia y que en tu honor y gloria te ofrecemos como ofrenda pobre, mezquina y. pequeña de nuestro amor, y que a tus pies deponemos. Acoge nuestra ofrenda, hija del corazón, y ruega por nosotros a tu Santísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, nuestro Redentor y Salvador del pecado.



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Capítulo XXX

LA REPRESENTACIÓN DE MARÍA SEGÚN LAS ARTES PLÁSTICAS. -LOS RETRATOS DE MARÍA ATRIBUIDOS A SAN LUCAS SON APÓCRIFOS. -SAN LUCAS NO FUE PINTOR. -NO POSEEMOS UN RETRATO INDUBITABLE DE MARÍA. -SUS IMÁGENES DESDE LOS ANTIGUOS TIEMPOS. -EDAD DE MARÍA CON QUE DEBE SER REPRESENTADA EN DISTINTOS PASAJES DE SU VIDA. -REPRESENTACIÓN PICTÓRICA DE LA ASUNCIÓN DE LA MADRE DE DIOS.



     La pintura y la escultura no dejaron desde los antiguos tiempos de poner a contribución sus elementos para representar, de la manera más hermosa en lo humano, la irreproducible belleza de la Madre del Salvador. Así es que desde los más antiguos tiempos, tal vez desde los primeros siglos del cristianismo, María ha sido representada ya por la pintura primero, y por la escultura después, viniendo desde la corte bizantina hacia Occidente.

     Interesante es la iconografía de la pura Virgen en las distintas representaciones de su Presentación en el Templo, en los Desposorios, la Anunciación, la Natividad, Adoración de los pastores y reyes; en la Presentación del Niño-Dios al templo, o sea en la Purificación; en la calle de la Amargura, en el Calvario, en el entierro de Cristo y en la más dolorosa representación de su vida, la Soledad, y por último, en los dos más grandes y apoteóticos actos de su vida, la Inmaculada y en su Asunción a los cielos. Representaciones todas en las que el pincel cristiano, el buril y el grabado han procurado llevar a sus obras toda la inspiración más alta, más pura, noble e ideal que ha sido posible a la mente y al concepto humano en la representación de tanta y tan hermosa y pura grandeza de la Madre de Dios.

     Así, pues, de consuno, las artes inspiradas en la fe y en el amor a María, esforzáronse desde los primitivos tiempos del cristianismo, en hallar, buscar y representar de la manera más ideal a la Virgen pura y sin mancilla, ya en su Inmaculada representación, ya como Madre del Salvador en los distintos estados de su vida.

     Pero lo que el arte ha hecho y la tradición ha conservado aun desde los tiempos más antiguos del cristianismo, no ha sido lo suficiente para conservarnos un retrato verdadero auténtico del rostro de María, de suerte, que las imágenes atribuidas a San Lucas no han hallado base sólida en que asentarse, y sólo han tenido por fundamento una piedad y devoción que no ha podido dar una base sólida, firme en que pudiera cimentarse aquella creencia.

     Ya desde el siglo V por lo menos se veneraba en Constantinopla una imagen de María que se decía pintada por San Lucas, la cual se veneraba en la iglesia de los Odegos (los guías); esta iglesia fue restaurada por Santa Pulcheria, la que puso en aquélla una efigie de María que le regaló la emperatriz Eudoxia y era atribuida al Santo Evangelista Lucas. Pero a esto hay que hacer una observación, y era que según San Jerónimo, el Evangelista no era pintor, sino médico, opinión que hoy se puede decir que es la que siguen todos los críticos piadosos. Pero como para formar un juicio critico imparcial y seguro se necesitan bases sólidas, los pintores cristianos que han examinado estas pinturas, han encontrado en ellas estilo y procedimientos pictóricos que no son de la época del Evangelista, sino de épocas muy posteriores.

     Hoy día los críticos, por tanto, no admiten ya como de San Lucas estas pinturas, ni que fuera pintor, y por lo tanto, que no son de su mano las imágenes veneradas como a tales. Hay que tener en cuenta que del simbolismo de la palabra se tomó como hecho real lo que propiamente fue un estilo figurado. Por lo mucho que San Lucas habló, pintó con la palabra y describió en su Evangelio a la Santísima Virgen, más que ninguno de los otros Evangelistas, los primeros cristianos le denominaron el pintor de la Virgen, y vino por el sentido figurado a tomarse como real y material lo de pintor de la Virgen, pasando al vulgo y entrando en sus dominios la idea de ser San Lucas pintor real y verdaderamente.

     La tradición dice que tres fueron las principales imágenes de Virgen que pintó San Lucas, y a éstas hay que añadir otras muchas; en Roma, por de pronto, sin salir de ella, se citan ya tres, que son:

     La de Santa María la mayor en la capilla de Paulo V.

     La del Álamo (del Populo) en la vía Flaminia. Téngase en cuenta que el pópulo procede del latín populus que significa álamo y que en uno se apareció esta imagen que en castellano debiera llamarse del Álamo, y representación de ésta hay en muchas iglesias de España, denominándose también con el nombre del pópulo, que traductores ignorantes traducen por del pueblo.

     Esta pintura que hemos citado es bizantina pura en su dibujo y estofado y muy parecida a la del Socorro que se venera en la iglesia de los PP. Redentoristas de San Alfonso Ligorio.

     Otra de las tres es la de Aracoeli, que supone la tradición que es la que se trajo de Antioquía y regaló a Santa Pulcheria la Emperatriz Eudoxia.

     Ninguna de las tres se parece a la otra, ni están dibujadas por una misma mano, siendo distinto, dibujo, estilo, colorido y procedimiento.

     A fines del siglo XIV el monarca francés Carlos VI dijo que había adquirido la efigie de la Virgen pintada por San Lucas y que había pertenecido a Santa Pulcheria y de ella envió copias a varios monarcas, entre ellos D. Martín de Aragón.

     Además de las citadas imágenes se atribuyen también a San Lucas, otra que se conserva en el cerro de la Guardia junto a Bolonia en un convento de dominicas dedicado a San Lucas, otra en Santa María la mayor en Nápoles, además una en la Anunziata en Trapana, y por último en un pueblo de Baviera otra que se dice traída de Creta.

     Tenemos por tanto un total de nueve imágenes retratos de María atribuidas a San Lucas y todas ellas distintas, viniendo todavía a aumentar esta confusión de imágenes de María, otra de San Lucas como pintor, la de hacerlo también escultor y atribuyéndole las esculturas de las Vírgenes de la Almudena y de Atocha que se veneran en Madrid.

     Después de estas obras atribuidas al Evangelista, vienen luego un número considerable de representaciones de María atribuidas por la piedad a obra y manufactura de los ángeles, tanto en pintura como en escultura y de las cuales numerosos ejemplares tenemos de aparición y ejecución milagrosa.

     Que María fue representada por el arte desde los primeros tiempos del cristianismo, es un hecho indudable, como lo comprueban numerosísimos ejemplares de imágenes de la Madre de Dios, desde los frescos de las Catacumbas, las esculturas y pinturas bizantinas, ojivales, y de las diversas escuelas en tiempos posteriores, representaciones de la pura Virgen que llevan impreso en si el sello característico de épocas y escuelas y aun de los etnográficos de raza según los pueblos en donde era representada, y puede citarse como la escultura más antigua de María el bajo relieve que la representa con el niño en los brazos, hallado en las ruinas de Cartago poco ha, y parece obra del siglo IV. La Virgen del Coral de Sevilla y la del Puig en Navarra, todas ellas de la época visigoda.

     Ya dijimos algo acerca del color de María, hermosura y disposiciones exteriores: suponen algunos que su belleza era sorprendente tomando al pie de la letra el Libro de los Cantares, pero téngase en cuenta que la belleza corporal nada significa ante los ojos de Dios. María fue sencilla y amante del retiro y del recato y estas bellezas son de más estimación y aprecio que la natural del cuerpo.

     Respecto de la hermosura de María, Santa Teresa de Jesús nos ha dejado datos interesantísimos de la Madre de Dios, en su relato de la Visión que tuvo de la Señora un día de la Asunción en el convento de Santo Tomás de Avila respecto de su aspecto exterior.

     �Era grandísima, dice la santa, la hermosura que vi en Nuestra Señora, aunque por figuras no determinó ninguna particular, sino toda junta la hechura del rostro, vestida de blanco con grandísimo resplandor, no que deslumbra, sino suave. Al glorioso San José no vi tan claro, aunque vi que estaba allí, como las visiones que dicho, que no se ven, parecióme Nuestra Señora muy niña�.

     Los protestantes pretenden que debe pintársela anciana, lo cual es una novedad tan ridícula como muchas de sus extravagancias. Para fundamentar esta pretensión necesítase conocer la época de los acontecimientos con relación a la edad de María. Los principales acontecimientos de la vida de la Señora tuvieron lugar en el período de los veinte años, casi una niña como hemos visto: sus desposorios, la Encarnación, la visita a Santa Isabel, el Nacimiento de Jesús, la huida a Egipto, son hechos que ocurren en los tiernos años de María; así pues, �cuándo la hemos de representar como anciana, cual aquellos pretenden? Es muy cierto que representarla, como han hecho algunos pintores, al pie del Calvario casi una joven, si no niña, es un error lo sería tanto como el pintarla anciana; entonces tenía más de cincuenta años, y bajo esta consideración de edad hay que representarla; pero de los cincuenta años, a la ancianidad, todavía restan algunos que atravesar, para la pretensión de esta manera con que se la quiere corporizar por aquéllos; pero sí debe pintársela niña y de grandísima hermosura, como dice Santa Teresa, cuando el cristiano y pintor religioso quiera representarla en los hechos principales de su vida que hemos señalado e historiado anteriormente.

     Como hemos dicho anteriormente y ahora repetimos, no poseemos una imagen indudable como representación pictórica del rostro de María; cuantas imágenes hemos citado como obra de San Lucas, que sabemos que ni era pintor, ni escultor, como se ha pretendido, son apócrifas, y hasta la fecha las más antiguas representaciones de María son las encontradas en las pinturas de las Catacumbas, imágenes simbólicas que indudablemente ningún parecido tendrían con el rostro de María, aun cuando la fe y amor que guiaba el pincel de aquellos primeros artistas era mucho mayor, mucho más poderosa que los recursos artísticos y conocimientos del arte que guiaba aquellas manos, movidas por el amor, la fe y devoción en la Madre del Dios de las bondades, del Jesús definidor de una doctrina de paz y de esperanza entre aquellos pobres esclavos que servían a los señores del mundo.

     Las pinturas de las Catacumbas, como hemos dicho, nos suministran datos muy interesantes respecto de las primeras representaciones iconográficas de las personas, cosas e ideas de la perseguida religión de Jesucristo, y a esos restos venerandos y sagrados hemos de recurrir para obtener un completo juicio de las artes pictóricas y de las representaciones de Jesús, de María y del Eterno Padre. Allí, y en los inapreciables trabajos de Rossi, hemos de buscar y hallar las ideas y conceptos que sirvieron a los artistas bizantinos en sus pinturas e imágenes, las más antiguas representaciones de María por medio de la escultura y de la pintura.

     No hace muchos meses que en los trabajos que se están realizando en las Catacumbas o cementerios, se ha encontrado una pintura que hasta hoy, si descubrimientos posteriores no la hacen pasar a otro lugar, representando a María, es la más antigua; no hemos podido obtener una reproducción de aquella pintura trazada en la bóveda de un arcosolium, y por tanto no podemos decir más sino que la Virgen está representada sin el Niño Dios, como otras muchas de remota antigüedad; que la indumentaria tiene más carácter romano que judío y los colores son el blanco y el rojo con la túnica azul, conservando el recuerdo de la antigua y aún hoy usada capa de las nazarenas.

     Como prueba y datos concluyentes del culto de las imágenes, tenemos algunos que podremos citar como corroboración de nuestro aserto, y como hecho consignado perteneciente al siglo IV. San Basilio el Grande nos había de una imagen de la Virgen ante la cual se complacía en hacer oración, y a este dato es al que se refiere San Juan Damasceno cuando en su �de imagin. orat. I.� que la institución de las imágenes fue antigua y no moderna, conocida y usada entre los santos e ilustres Padres, he aquí la prueba... También podremos hacer mención de lo que San Gregorio Magno advirtió a Januario para que retirase de una Sinagoga, en la que con culto y veneración se custodiaba una imagen de la Virgen y una cruz. Anastasio el Bibliotecario, que vivió en el siglo IX, nos hace referencia de una conferencia de San Máximo con Teodosio, obispo de Cesárea, en la que dice que los Padres que a ella asistieron, saludaron con genuflexiones las imágenes del Salvador y de la Virgen María.

     Vemos, por tanto, que la representación de María por medio las imágenes es muy antigua y venerada en representaciones plásticas, según consignación de los citados cristianos escritores. En las antiguas representaciones de los personajes más culminantes de nuestra religión, resultan algo de sabor pagano en las que de el Buen Pastor, Jesús dominando con el arpa a las fieras, etc., se conservan, se comprende la idea estaba representada por el simbolismo, pues de esta suerte no se hacían sospechosas a los paganos y se evitaban las consiguientes profanaciones, pinturas todas ellas que se remontan al siglo de Augusto y época de Adriano.

     Cuando el cristianismo triunfante en los tiempos de Constantino sale de las Catacumbas y se esparce sobre Roma y el imperio, se apodera el arte de las paredes de las basílicas decorándolas con las pinturas sagradas, enriqueciendo los muros exornados entonces con el lujo con que los romanos habían embellecido los muros de sus casas con las obras del arte pictórico. Las imágenes de Jesucristo y de María y de los Apóstoles, sufrieron una determinación bajo la influencia del arte antiguo.

     No obstante, la representación artística no pudo precisar por entonces, dado lo primitivo del arte, representaciones en acción, porque estos asuntos como hijos de un arte más perfecto no se trataron hasta el siglo VII, época en que el arte antiguo se había perdido ya completamente, y como no se habían hallado tradiciones en estos puntos ni fórmulas antiguas que corregir, de aquí que el arte se produzca como hijo de la fe y de los Evangelios, hablando a todos por la acción pictórica un lenguaje a todos comprensible. Las pinturas que hallamos en las Catacumbas, como la representación del martirio de la virgen Salomé, puede asegurarse con Rossi, que son de época muy posterior.

     La irrupción de los pueblos bárbaros hizo que, huyendo los cristianos de aquéllos, se refugiaran en Bizancio o Constantinópolis, y allí, aquel arte rudo, embrionario, comienza a desarrollarse, y entonces aparecen obras plásticas de un gran sentimiento, de una gran inspiración notable por la misma efusión religiosa que las inspiraba, y cuyas obras hoy admiramos y contemplamos con un tranquilo placer, con un dulce encanto, semejante al que nos produce la contemplación de aquellas ingenuas y sencillas obras.

     Las persecuciones de los iconoclastas son un elemento de progreso en las mismas artes, la persecución aquilata el sentimiento, llena las imaginaciones de pensamiento e inspiración artística, y produce el resultado contrario de lo que se propusieron los perseguidores de las imágenes. Entonces los refugiados en Bizancio, los artistas y creyentes huyen de aquélla, de tales nuevos enemigos, y refúgianse en Italia, enemiga declarada de los propósitos e ideas de aquel emperador, y entonces Italia se convierte en una patria para el arte, que halla en esta tierra un terreno abonado para el desarrollo de aquél y adelantamiento y perfección en las artes plásticas, por las especiales condiciones de los italianos para el cultivo y adelanto de aquéllas, siendo el factor más importante para aquel desarrollo, progreso y adelanto, la decidida protección, apoyo valiosísimo del Pontificado, que ha sido siempre el Mecenas más poderoso para el adelanto y protección de las bellas artes.

     Bien es cierto que el arte bizantino influyó con sus reglas y prescripciones de una manera poderosa, señalando con sus reglas y preceptos a las que debían acomodarse las representaciones, llegando la Iglesia a fijar los tipos de las imágenes, tal vez como causa de las alteraciones que introducían los iconoclastas, y así vino a sujetarse aquel arte a condiciones de carácter, indumentaria y orfebrería que tan abundante se muestra en las imágenes de aquella escuela o estilo; prescripciones tan fielmente observadas y cumplidas que ha llegado hasta nuestros días con la escuela y obras del artista ruso Souzdal, representante de la tradición bizantina.

     La transición a Italia se dejó sentir por modificaciones que sin alterar el canon a que se sujetaba y venía determinada la pintura, no obstante, ambas escuelas se diferencian señalando las dos escuelas contemporáneas y coetáneas de la bizantina y la bizantino-italiana, naciendo una nueva escuela, puede decirse, en Pisa y en Siena con obras tan aceptadas, consideradas como los Cristos Pisanos y las Madonas Sienesas, escuelas que nacen a la par y tienen, puede decirse, su concentración en las escuelas Florentinas. Siena hállase en esta época en su esplendor (siglo XIII), y el mosaico constituye una de sus primeras glorias artísticas, como lo comprueba el incomparable mosaico del pavimento de su catedral, que no pudimos ver sin admiración, ni contemplar sin encanto en sus hermosas y correctas composiciones.

     En Cimabué, con su hermosa pintura de la Virgen que conserva en Santa María Novella, se ve y contempla el genio y pensamiento de la escuela Sienesa, y en ella admiramos perfectamente combinados todo el rigor preceptivo de que hemos hablado, junto con la dulzura, majestad y elevación de la escuela tan característica circunstancia, sin duda, a la que debió este cuadro su gran celebridad y la devoción y entusiasmo con que se contempla, admira y venera. Este pintor puede decirse que, es el último representante de la escuela bizantina, siguiéndole Giotto, que no llegó a dar a sus imágenes de María el tipo tradicional conservado por la escuela bizantina, no supo dar esa vida espiritual alejada de la materia, que señalaron las escuelas anteriores, y aunque no vulgares y hermosas aquellas cabezas de la Madre de Dios, sin embargo se presentaron con demasiado realismo, denotan más a la mujer madre que a la pura doncella Madre de Dios Hombre.

     Fra Angélico es el reverso, y sus Madonas son modelo de una inspiración tan espiritual, tan alejada de la materia, que bien podemos decir que en ellas es tan inmaterial la obra como la pronunciación de nombre tan dulce de María. En sus imágenes de la Madre de Dios, en sus ángeles, constituyen escuela; respírase tanto misticismo, tranquilidad y reposo, que vese en ellas un bizantinismo tan correcto y tan espiritual, que pudiéramos considerarlas como el sumum del arte nacido en las riberas del Bósforo.

     El estilo ojival no pudo menos de influir también de una manera poderosa en la pintura y en el arte, reproduciendo, si bien con más corrección que el bizantinismo, la imágenes de María, ganan éstas mucho más en expresión y algún mayor movimiento y elegancia medio de la plácida beatitud que respiran en todas estas representaciones. De aquí esa impresión tan agradable, tan hermosa e inspiradora que nos producen la contemplación de las imágenes que de aquella época conservamos cuando las comparamos con las de aquella época del barroquismo, tan poco inspiradoras por su representación, como repulsivas por sus antiestéticas formas en que las ropas sustituyen a los elegantes plegados, mantos y túnicas majestuosas, sustituidas por trajes de tela de formas, colores, cortes y colocaciones tan inverosímiles como de mal gusto.

     La comparación entre ambas escuelas determina el gusto, la elegancia y la majestad en esas hermosas esculturas de la época ojival, y el mal gusto, la falta del sentimiento de belleza que nos acusan esas representaciones de María, ataviadas con pesados hábitos de terciopelo cuajados de bordados inverisímiles y de pedrería, con un aspecto de lujo oriental que contrasta de una manera notable con la humildad y pureza de Aquélla.

     De esta oscilación entre las tendencias idealistas y las materialistas fue necesario un equilibrio especial que diera al misticismo cristiano lo que le correspondía, sin quitar al arte sus legítimas y propias aspiraciones de realizar la belleza por medio de las obras. Y esto vino a verificarse durante los pontificados de Sixto IV al de julio II, en cuyas épocas, ambas tendencias tuvieron su legítima representación en los trabajos de Miguel Ángel y Rafael Sarti. La tendencia al paganismo se muestra aún y de aquí la representación de una belleza pagana en muchos casos y un espíritu que desvirtúa las composiciones, como puede verse en los ángeles de Fra Angélico y de Ribera; misticismo y naturalismo que contrasta notablemente con la idea de la pintura cristiana.

     En los tiempos actuales se ha modificado algún tanto el sentimiento estético de las representaciones de María, sustituyendo con un arte quizá también algo amanerado por la afeminación de las escuelas francesas las representaciones barrocas de María en forma de embudos con mantos y ropajes tan antiartísticos como feos, con detalles del mal gusto característico de la casa de Austria durante su triste imperio tan fatal para nuestra patria.

     Neque novimusfaciem Virginis Mariae, exclama San Agustín; desde la época en que floreció este Santo Padre de la Iglesia, fines del siglo IV y principios del V, no se tenía, como hemos dicho, noción ni conocimiento de un retrato auténtico de María. Como hemos dicho, la persecución de los iconoclastas dispersó de Constantinopla a multitud de artistas que huyeron a Italia llevando representaciones de María que se reprodujeron como el tipo tradicional hasta el siglo XII, atribuyéndolas como hemos indicado a San Lucas como pintor, confundiéndole con un Lucas pintor que vivió en Italia por el siglo XI.

     El tipo adoptado por los bizantinos fue el de la matrona romana, aunque algún tanto espiritualizado de la material belleza de aquellas ostentosas y carnudas mujeres, y de aquí que en la basílica de Santa Sofía se ha podido ver el tipo admitido por los bizantinos en aquella época, lo cual viene a confirmar la opinión de un tipo mixto admitido a la sazón por los mismos en la representación de María.

     Esta opinión ha sido confirmada por los trabajos de Rossi, habiéndose visto aseverado este parecer por las representaciones de la Virgen María en la adoración de los Magos, que se conservan en las Catacumbas de Domitilla y San Calixto, las que según la crítica histórico-pictórica se hacen datar del siglo II de la Iglesia. Después del célebre Concilio de Éfeso (431) con mayor razón adoptó la representación de María como Madre de Dios con el Niño Jesús en brazos, separadamente de la adoración de los Magos, en los demás conceptos de su representación, reconociendo a María como Madre de Dios, contra la herejía de Nestorio.

     Mas a pesar de lo dicho, no debe creerse que antes del citado Concilio no hubiese sido representada María como Madre de Dios y con el Niño Jesús, porque hay ejemplos que prueban lo contrario. Al siglo II hace también subir el P. Marchi la representación María con el Niño Dios en la falda, los brazos abiertos como en invocación, con túnica amarilla, manto azul y velo blanco; y en cripta de Santa Magdalena existe, aun cuando sin interés estético, bajo relieve en actitud orante y otras pinturas entre los apóstoles San Pedro y San Pablo confirma lo dicho.

     En estas pinturas María aparece representada como joven y al concordante con la edad que debía tener dada la niñez del Hijo de Dios.

     La representación de María como Mater Dolorosa, es el tipo anexo a la representación de los primeros crucifijos y al pie de la cruz, siendo sus representaciones primeras del siglo VI, aun cuando no coincidiendo la representación con la edad que debía tener María cuando se realizó el sacrificio del Calvario.

     Pero a partir del tipo bizantino, se presenta bien distinto del que ofrece la imagen citada de Santa Sofía y aunque más determinado no por esto deja de llenar en el fondo del cuadro la simbólica inscripción del M P - O O Y. En cambio la iconografía griega varió mucho la representación de la Virgen, aun cuando la latina tampoco ha quedado atrás en este punto, y así, desde la representación de María en las catacumbas, hasta la Virgen de Rafael y las representaciones de Overbck, siempre la inocencia y pureza de María ha brillado en todas las representaciones de la Señora, llenando las aspiraciones cristianas de amor y ternura de madre con el amor divino, y las pura y sentidas concepciones estéticas del arte cristiano.

     Ya al ocuparnos de la edad de María indicamos algo cuando hablamos de los distintos acontecimientos de su santa vida, pero al hacerlo así llevábamos la idea de extendernos acerca de este punto que en tan poco han estimado los pintores, incurriendo por tanto en anacronismos tan notables como les ha sucedido en cuanto a la parte de indumentaria o sea el traje de la Virgen.

     La edad en que debe representársela debe ser la propia a los distintos estados de su vida, de aquí que únicamente Joanes en su incomparable Concepción y Murillo en su hermosa e inspirada composición de la pureza de María, han sido los que han estado acertados en la representación de la edad de la pura Señora. La han representado como una niña en la entrada de la pubertad y se comprende que así sea la pura Concepción de María; se refiere a un estado de pureza incomparable, a una inocencia celestial, y ninguna edad la más propia que la de la entrada en la edad adulta, en la que siendo esposa y madre, había de ser virgen antes y después del parto. Así es que tanto Joanes como Murillo la han representado en el misterio de la Inmaculada Concepción como una niña con los atractivos de la segunda edad y la pureza positiva de la niñez, pureza e inocencia que nunca la abandonó por la gracia del Padre que la había destinado a ser el arca santa que encerrara el cuerpo del Unigénito en su misteriosa Encarnación obrada por el Espíritu Santo.

     Pero no cabe igualmente representarla en tal juventud cuando la hallamos como madre en la adoración de los Pastores y los Magos, ni de la misma edad y aspecto juvenil al regreso de Egipto y cuando recorre el templo y Jerusalem en busca del perdido niño, del Hijo de Dios confiado a su cuidado. No, entonces ha de existir la diferencia de edad, el lapso de siete años, de siete años de penalidades y sufrimientos en el destierro, y con penosos viajes de ida a Egipto y de regreso, cuando el Ángel les ordenó la vuelta a Nazareth, en donde había de comenzar la predicación del Hijo de Dios, ni cuando queramos representarla corriendo despavorida en busca de Jesús, hombre de mayor edad, cuando quisieron sus paisanos despeñarle del tajo del precipicio. Entonces ya es María la mujer próxima a entrar en la vejez, pues el tiempo no pasó en vano sobre aquella naturaleza llena de gracia, pero humana en cuanto a la existencia, y llena, por tanto, de penalidades y sufrimientos que envejecen y van agotando los encantos de la vida en las naturalezas sujetas a las leyes ordinarias de la vida.

     De aquí, pues, que no anduvieron desacertados los bizantinos al representarla con el Niño Dios en sus brazos, como una matrona del tipo romano llena de los encantos que proporciona la naturaleza al penetrar en el ocaso de la vida. No era ya la niña concebida sin pecado original, no era la madre que por su edad llegaba a los cincuenta y más años al partir con su hijo para Jerusalem a terminar su vida de predicación y enseñanza en el patíbulo de la cruz, cumplidos los treinta y tres años de su existencia, debiendo suponérsele entonces a María, en sus dolorosas representaciones, de una edad que no bajaría de los cincuenta y tres años.

     Considérese además el clima de Palestina, en el que el crecimiento es rápido, la mujer lo es a los doce años, y compréndase que cuando la naturaleza tiene crecimientos tan rápidos, con la misma prontitud se envejece, y no debe, por tanto, representarse a María en la calle de la Amargura, ni en el Calvario al pie de la Cruz, como una mujer de veinticinco a treinta años, llena de juventud y de humana hermosura, sino como una mujer de cincuenta y cuatro años, en cuya cabeza los sufrimientos y dolores habían hecho asomar ya más de un hilo de plata que surcaron aquella hermosa cabeza. Aquí en estos dolorosos trances para la pura Madre, no debe el pintor recordar a la pura Concepción, sino reproducir en su mente la belleza de la mujer que ya ha cumplido los cincuenta años de existencia y es madre, llena de dolores por el sufrimiento alimentados y que laceran el corazón más empedernido y menos sensible, al dolor de una madre virgen y de un hijo de edad viril que muere ajusticiado por el populacho en medio de sufrimientos que el alma no concibe, la inteligencia no comprende, ni el pecho humano entiende sin que las lágrimas asomen a los ojos como manifestación externa del dolor y pena que embarga nuestro ánimo ante espectáculo tan cruento y sufrimientos tan atroces. Por tanto, el aspecto de María al pie de la Cruz ha de representar a la mujer madre, a la madre de un hijo de treinta y tres años, apenada por el dolor, y cuyos cabellos comenzarían a blanquear, como externa manifestación de tantos y penosos sufrimientos.

     Ahora bien; �qué representación había que dar a María en cuanto a la edad respecto del acto de su Asunción a los cielos? Téngase en cuenta lo que hemos dicho respecto a los años que sobrevivió a su Hijo Jesús, y añadiendo estos años a los que contaba cuando la muerte de Jesús, su representación en el acto de la muerte ha de ser de una edad mayor a la con que debe representársela en la cumbre del Calvario, y por tanto es ya una anciana la que deja el mundo terrenal para volar al cielo su alma pura y sin mancha, que va a recibir de manos del Altísimo la coronación de la gracia.

     Pero, si pretendemos representarla en el glorioso acto de su Asunción a los cielos, no ya la anciana de cuerpo es quien asciende llena de gloria al Empíreo, no, es ya la pura joven del acto de su Inmaculada Concepción, es el alma pura y virginal que entre nubes de luz y rodeada de los espíritus celestiales sube a los pies del trono de la Suprema Majestad a recibir la corona de la gloria por sus virtudes y gracia con que fue adornada por el Creador desde el instante de su pura Concepción. De aquí, pues, que Juanes ha acertado en la representación mística del acto de la Asunción de María, elevada por los Ángeles, rodeada de luz y llena de santa y pura unción sube a los cielos, con modesta mirada que no atreve a levantarse al cielo en que ha de ser coronada como Reina y Señora. Así, bajo el aspecto juvenil, la juventud de su alma pura la vemos representada en este acto en el famoso y sentido mosaico de la Basílica de San Clemente, y en ella se advierten los trazos de un rasgo juvenil y de una hermosura tan inocente como angelical.

     Comparando estos cuadros con la Concepción de Murillo, no la tan reproducida por la oleografía y el grabado, se ven los accidentes de una belleza incomparable, junto con un realismo tan hermoso como cristiano. Villareal, en su Historia del arte, dice con referencia a Murillo: �Los antiguos críticos han querido desvirtuar las desigualdades que se advierten en las obras de Murillo, pretendiendo señalar tres estilos o maneras, frío, cálido y vaporoso, incluyendo en el primero sus cuadros realistas y en el segundo sus cuadros religiosos, menos las Anunciaciones y las Asumpciones que pertenecen según el tercero. Esto es un error; Murillo, que es realista, de los que no perdonan rasgo cuando tratan de representar la verdad, es idealista hasta el éxtasis, y por un raro prodigio del genio, sabe unir cualidades tan apartadas, como puede observarse en el famoso de Santa Isabel�.

     Por esta razón hemos apuntado que Murillo y Juanes son quienes más y mejor han acertado a representar la belleza de María en los dos hermosos actos de su vida, la Concepción y la Asunción a los cielos, perfectamente representada en toda su celestial belleza y pureza inmaculada, transcribiendo el pensamiento en su elevación por el concepto estético de la pintura de acto tan grandioso como lleno de belleza inspiradora en el sentimiento católico.

     Hoy, como hemos dicho, la pintura más ilustrada, llena las aspiraciones del sentido crítico-histórico, que encuentra en estas obras llenada la aspiración del sentimiento religioso con la satisfacción de los altos vuelos del arte en sus genuinas aspiraciones. Véase, si no, la hermosa cabeza de María debida al pincel de Saxoferrato que se conserva en la Basílica valenciana, y en ella hallaremos confirmado cuanto llevamos dicho respecto del ideal del arte, viéndose unidas la parte indumentaria muy completa y verdadera, junto con una hermosura y corrección de líneas que aleja de la mente la belleza humana, para elevar el espíritu a la contemplación de la superior belleza descendida de las regiones celestiales.

     Y con esto terminamos este punto, materia tan llena de en y en cuyo estudio tanto se eleva la mente a la contemplación de belleza dimanada de la suprema idealidad del concepto estético nace y fomenta el dulce nombre de María.

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