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Últimos coletazos de barbarie: representaciones del campo y la ciudad en los «Cuentos de la Pampa» (1903) de Manuel Ugarte

Margarita Merbilhaá






Introducción

Este trabajo se propone analizar el modo en que en los Cuentos de la Pampa (1903)1 de Manuel Ugarte2 se configuran representaciones de la modernidad urbana y de su impacto sobre las zonas del territorio nacional alejadas de las ciudades. El campo, espacio en que este escritor sitúa dichas cuestiones, se imagina como lugar de tensión con la ciudad. Hacia la época en que se publicaron estos textos, en dicha relación estaba implicado, como se sabe, el problema de la identidad nacional, en tanto ésta remitía a una interrogación sobre las formas de organización nacional y más en particular sobre la reforma institucional del país, luego de haberse alcanzado cierto grado de modernización económica, urbana y edilicia, ante todo en la ciudad de Buenos Aires. Dicha cuestión sin duda incidió en la indagación literaria de Manuel Ugarte, sobre todo si tenemos en cuenta que la publicación de Cuentos de la Pampa constituyó una nueva orientación en su escritura. En efecto, si había ingresado al campo literario publicando poemas, mientras frecuentaba en el Buenos Aires de entre siglos los cafés y cenáculos nucleados en torno a Rubén Darío, sus libros siguientes ensayaron la crónica y la prosa novelesca, pero se mantuvieron, en lo retórico, dentro del decadentismo y el modernismo3. En cambio, los relatos ambientados en la pampa implicaron un intento de Ugarte por acercar más su práctica literaria a recientes adhesiones políticas y estéticas: el socialismo por un lado y, por el otro, el interés por Zola, Anatole France, los jóvenes integrantes del grupo naturiste -St. Georges de Bouhélier, entre otros- a quienes frecuenta cuando se instala en París, y por último, Blasco Ibáñez y el realismo español.

Esta nueva toma de partido se hará explícita en 1905, con la publicación de El arte y la democracia (Prosa de lucha) y se prolongará en compilaciones posteriores de artículos sobre crítica literaria y política4. Aún no llevaba publicados libros sobre sociología o política, en cuya temática incursionará con Enfermedades Sociales en 1906. A comienzos de siglo, entonces, Manuel Ugarte comienza a preguntarse acerca de la particularidad de la cultura hispanoamericana, desde una perspectiva que puede definirse como universalista, y por eso despiertan su interés las zonas no urbanas del territorio argentino, lo que implica una renovación, un verdadero ejercicio de imaginación y de búsqueda retórica y léxica diferente para una subjetividad cosmopolita como la suya.

Las narraciones que analizaré dejan ver que a la voluntad cientificista de comprensión sistematizadora de los aspectos propios de la Argentina (inscripta en el paradigma positivista aún hegemónico en las ciencias sociales), se suma la búsqueda de aquellos elementos considerados retardatarios respecto de una evolución ideal de la nación. En particular, estos cuentos se inscriben en los debates en torno a la «cuestión indios», que por momentos se toca con la «cuestión social», una de las preocupaciones de los intelectuales y de la elite dirigente entre la última década del siglo XIX y los primeros años del XX5. El análisis de estos relatos es revelador de algunos aspectos del imaginario del «'900» y los textos pueden leerse a la vez como un fragmento de ideología y como espacio en el que se formulan respuestas a los efectos de los procesos de modernización cultural, económica y urbana iniciados hacia 1870.

La «cuestión social» funciona entonces como horizonte a partir del cual se construyen las representaciones de la ciudad y el campo como condensadores de modernidad y criollismo, civilización y barbarie. Esto será evaluado aquí a la luz de los temas y perspectivas de la historia cultural en torno a las formas en que se representó y configuró la experiencia urbana moderna.

En primer lugar me detendré en los interrogantes que aparecen en los cuentos de Ugarte en torno a la experiencia implicada por la modernización que, como veremos, se presenta en tanto fenómeno exclusivamente urbano, y se basa en una homología entre ciudad y tiempo presente por un lado, y campo y pasado, por el otro. Teniendo en cuenta esta problemática, analizaré el discurso sobre la modernización a lo largo del libro de Ugarte.

En un segundo momento, abordaré entonces los valores asignados al campo, a través de diversos mecanismos ficcionales y retóricos como la figuración de sujetos en tránsito que buscan refugio en la ciudad, o la representación del universo indígena, la matriz positivista y darwiniana en la perspectiva del narrador. Para esto he seleccionado cuatro relatos que permiten indagar estas configuraciones: «El malón» y «La lechuza», con los que el libro se abre y cierra respectivamente, «Rosita Gutiérrez» y por último, «El curandero». Cabe constatar que, por un lado, en la mayoría de los relatos aparecen personajes de origen indígena, sin duda una introducción poco frecuente para la época. Por otro lado, ellos constituyen el núcleo conflictivo o el factor de conmoción en la pampa. No sólo por las representaciones «primitivistas» sino también porque esos sujetos son representados dualmente: ya desdoblados en sus prácticas culturales, ya como subjetividades en quienes la transición toma cuerpo. Veremos allí cómo el narrador presenta a los indios según su grado de incorporación al mundo cristiano. Esto llevará a analizar en los cuatro relatos seleccionados, el tratamiento que realiza la ficción sobre la «cuestión indios», como se la denomina en documentos militares de la campaña del desierto.

Como el título permite imaginarlo, los Cuentos de la Pampa6 se proponen indagar en el mundo rural argentino. Suponen la idea de que ese mundo constituye el elemento más extraño y más resistente a los modos de vida y a las representaciones simbólicas modernos, fundamentalmente urbanos. En efecto, configuran representaciones de la modernidad en uno de sus aspectos específicos, esto es la confrontación o el contraste con los modos de vida de una región en que la naturaleza parece presentarse sin transformaciones. De modo general, dichas representaciones conciben el campo como elemento involutivo, en el que el progreso aún no ha podido imponerse, pero que no permanece aislado de las ciudades. Por eso, todas las ficciones encierran (huella remotamente romántica) un «drama» o un conflicto. Paradójicamente, iremos viendo que en la tensión entre las fuerzas involutivas del campo y el progreso material exitoso de las ciudades, parece residir el elemento autóctono, la clave que permite interpretar la cultura americana, según Ugarte.




Configuraciones de la transición

Así, los cuentos conforman fronteras donde tienen origen las ficciones y casi ninguno sitúa la acción tierra adentro de una manera absoluta. La existencia de tales límites está sobreentendida: en la primera edición de los relatos, puede constatarse que no sólo transcurren en zonas de frontera reales, algo no explícito que el narrador presupone, sino que lo fronterizo, la no acomodación definitiva a formas de organización urbana, están en el origen de los conflictos o nudos dramáticos que aparecen. De allí la recurrencia de sintagmas como la «aldea lejana», la «lejana población».

Acaso por efecto del extraordinario dinamismo que caracterizó la época de modernización, el mundo rural que también había sufrido cambios, lejos de aparecer como un espacio inamovible, quieto y como el lugar del arraigo por antonomasia, está marcado, en las tramas mismas de estas ficciones, por movimientos, traslados, cruces de fronteras, amenazas desestabilizadoras de tribus nómades, sujetos que se fugan de allí escapando a la ley penal, a las costumbres, o que conmueven el orden patriarcal. Teniendo en cuenta que los cambios más visibles se habían producido ante todo a nivel urbano, puede decirse que mediante esos episodios y escenas, los relatos que nos ocupan trasladan al campo la experiencia conflictiva de la modernización y paralelamente, en una relación complementaria, las ciudades son presentadas como el lugar ordenado, asentado, en el que la era de progreso ha conseguido imponerse. Se imagina su grado de modernidad como cosa alcanzada, según un mecanismo que se ve acentuado por la retrospección de los narradores, o por la comparación implícita entre el presente y el pasado. La transición también puede leerse en un eje temporal, a través del mecanismo de comparación implícita entre pasado y presente. Puede tomarse, a modo de ejemplo, la siguiente observación hecha por el narrador en uno de los relatos:

Lejos de nosotros la fantasía de afirmar que Buenos Aires era hace veinte años una aldea. La gran ciudad futura brillaba ya en sus múltiples manifestaciones. Pero no cabe negar que por aquel tiempo subsistían ciertas modalidades de la colonización. Sobre todo en lo que se refiere a la religión7.


(Ugarte 1933: 152)                


Es evidente que la concepción deseada de la vida urbana que se desprende de este comentario, que el narrador incluye al comienzo, supone la necesidad de un vínculo natural entre las costumbres y los modos de organización política de las modernas naciones emancipadas. Además, encierra la creencia de que muchas de las primeras tardan más en abandonarse. La perspectiva adoptada siempre pone de manifiesto la breve distancia temporal que existe respecto del presente de la enunciación. También puede verse, otra vez al comienzo, en el cuento «La lechuza», que encierra además un tópico propio de la época, el rechazo espiritualista del materialismo y de la plutocracia, junto con una celebración del progreso urbano:

[...] la familia de Jiménez tenía alto prestigio entre las que vivían en los alrededores de la por aquel tiempo insignificante ciudad de Bahía Blanca. La «estancia» de los Jiménez era una de las más hermosas de la región; su casa, la mejor construida, y su carruaje, el mejor puesto. Porque ya empezaba a reinar en América ese afán de lujo que tantos males causó más tarde. Las familias acaudaladas, que en los comienzos habían hecho una vida modesta y laboriosa, se tornaban, desde hacía algún tiempo, disipadoras y amigas de todo esplendor, ganadas como estaban por las costumbres modernas que los viajeros traían de Europa, y especialmente de Francia. Para hacer buena figura era necesario tener trajes confeccionados en el extranjero, muebles de lujo y librea. Todo esto, exagerado y lleno de relumbrón, como convenía al carácter de aquellas gentes primitivas, para las cuales lo que tenía más valor era lo que brillaba más. [...] Los Jiménez entraron también en la nueva corriente [...] Es verdad que los rendimientos de la hacienda, cada día más próspera, les permitían tales larguezas.


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El uso de deícticos temporales que marcan una distancia entre presente de la enunciación y pasado reciente, reaparece cada vez que se menciona a las ciudades modernizadas, lo que pone en primer plano el carácter reciente que esa evolución tiene en América, entre fines del siglo XIX y los primeros años del siglo XX. Están presentes los tópicos posteriores a la crisis del noventa que imprimen un tono de censura moralizante respecto de la sofisticación del modo de vida acarreado por la modernización, que se señala, naturalmente, como síntoma de la vida que en las ciudades llevan los sectores dominantes:

Decíamos pues que Buenos Aires era en 1893 una hermosa ciudad de seiscientos mil habitantes que, aunque moderna y adelantada, conservaba algunos usos y tradiciones de pueblo chico. La improvisación había sido tan rápida, que los mismos que la determinaron se veían en la imposibilidad de seguirla. De aquí una contradicción pasajera entre el progreso material y las costumbres, y de aquí un estado encantador donde se conciliaba el bienestar de una ciudad nueva con los resabios de la simplicidad del coloniaje.


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Si por un momento, el fragmento puede resultar nostálgico respecto del pasado, ese sentimiento se desvanece pues el propio narrador lo menciona para abandonarlo, censurando con apoyo de la razón, lo que no debe ser más que una impresión pasajera tan abruptamente abandonada como ha sido vertiginosa la evolución de las ciudades americanas. Este mecanismo retrospectivo se une a otro, el de un discurso generalizador tendiente a sintetizar el aire de época del presente. Así, con frecuencia, el autor recurre al panorama o descripción general de las costumbres, que por un lado, responde a la retórica naturalista en la descripción detallada y las reflexiones de corte sociológico, y por el otro, pone de manifiesto esa mezcla de rechazo espiritualista del materialismo y de celebración del progreso. Al mismo tiempo, encontramos, esta vez de manera explícita, la idea de que las transformaciones alcanzaron un grado tan elevado que las costumbres no consiguieron acercarse al mismo ritmo, dejando cierta asimetría o incongruencia entre ambos órdenes.

En el plano retórico, puede decirse que si el discurso naturalista caracteriza a los cuentos en la voluntad cientificista de la ficción así como en el registro etnográfico detallado, veremos que éstos introducen a la vez elementos decadentistas provenientes de las adhesiones juveniles del autor, a través de ciertas introspecciones sentimentales de los personajes y en el uso de metáforas psicologistas. Sin embargo, el principio constructivo que rige todos los cuentos obedece a un impulso realista de representación de los conflictos de la época.




Ficciones pampeanas con indios

El marco desde el que se evalúa el presente está impregnado de una matriz cientificista, en sintonía con un realismo de la lengua literaria, el que se mezcla con una instancia evaluativa, moralizante respecto de lo que podían considerarse defectos en la implementación del proyecto de modernización liberal en la Argentina. En un movimiento prismático, es en el campo donde Ugarte rastrea la modernización defectuosa. Sorprendentemente, no encuentra sólo las causas en la tradicional identificación del campo con la barbarie. Algunas están relacionadas con fuerzas naturales, producto de la matriz positivista con que el autor observa los fenómenos sociales. Otros factores apuntan, como iremos viendo, a atribuir responsabilidades a los sectores dominantes, principalmente a aquellos ligados al roquismo. Sin duda, estas interpretaciones presentes en los cuentos, se relacionan también con la adhesión socialista de Ugarte y con las relaciones familiares que lo conectaban con los círculos políticos dominantes10.

Las representaciones del campo en conflicto de resistencia con la ciudad que, se sabe, es una de las ficciones fundacionales de la literatura argentina, están presentes en los cuentos. Inevitablemente, entonces, se encuentra el motivo del malón para dar cuenta de la realidad de la pampa. Refiriéndose a Sarmiento y a Echeverría, Graciela Montaldo lo explica en los siguientes términos, que bien pueden aplicarse, con algunas modificaciones que se irán señalando, a los Cuentos de la Pampa de Manuel Ugarte:

La naturaleza y los indígenas no son, para este romanticismo, lo exótico y pintoresco, sino -quizás- lo más real de la patria, la acechanza de una fuerza que puede devorar a todos y, en especial, al sujeto letrado que se propone revelar la verdad de la nación. La literatura ocupa el discurso que el caudillo eclipsó con su alianza. Barbarie social y caos natural se dan la mano en el discurso que trata de la organización del país. Por esta deliberación paisajística del romanticismo, naturaleza y cultura (que en el discurso intelectual están tan separados) se hallan indisolublemente ligadas en la literatura creando los primeros grandes mitos argentinos.


(Montaldo 1999: 51)                


En el relato titulado «El malón»11 la aparición de esta práctica responde a una retórica romántica evocando por sus imágenes la descripción de Echeverría12. Se lo define como desmanes que eran muy comunes «antes de que el ejército regular consiguiese imponer a los indios el acatamiento de las leyes de República»13. El narrador señala que se produce «aún en regiones que por hallarse más cerca de los centros civilizados parecían deber estar a cubierto de [los mismos]» (Ugarte 1933: 76). Configuran la dinámica del malón las imágenes de «empuje», «impetuosidad», «huracán semejante al de la Pampa», «torbellino», «hecatombes», «perturbación que conm[ueve]», las que se presentan contrapuestas a la «monotonía laboriosa», la «triste solemnidad de las Pampas», al «aislamiento y a la tristeza» de las costumbres en que viven, se dice, los colonos asentados en las pequeñas poblaciones.

Así, la pampa se presenta como una quietud súbitamente interrumpida y destruida, mientras que las ciudades representan el lugar de lo dinámico, del movimiento en armonía, orientado hacia un porvenir claro. Por eso, el sacudimiento no está centrado en la posición de la cautiva, una parisina trasladada a la pampa, sino en el conflicto del joven indio Sitlán que constituye una subjetividad en transición, en tanto ya no está enteramente ligado a los valores de la generación de su padre cacique, aunque tampoco encuentre posibilidad de una asimilación con el mundo cristiano. La ficción construye su núcleo conflictivo en esa zona de indefinición de la «conciencia» indígena, la que está reforzada por la construcción de un drama amoroso, bajo la retórica melodramática de la historia de un amor no correspondido. Dicho núcleo está identificado como experiencia real por su carácter presente, de allí las repeticiones del deíctico «ahora» y otros recursos que contraponen presente y pasado, en el monólogo de Sitlán:

Pero ahora que me siento atraído hacia ti, ahora que veo que brotan en mi corazón no sé qué cosas nuevas, quisiera borrar ese pasado y recomenzar la vida. Yo soy el hombre rudo y primitivo que guarda en los campos inexplorados, junto a la naturaleza virgen, el último secreto de lo que fue... Tú eres de otra esencia. Pero te adoro y te deseo, quizá por eso mismo, porque me traes aromas de otra región... Si quieres, serás la reina de nuestra tribu nómada.


(Ugarte 1933: 89)                


La ficción construye una trama en base a un camino de ida y de vuelta, reforzándose de este modo la tensión entre pasado y presente, en tanto la cautiva regresa a la frontera (que el indio decide marcar, en un gesto algo inverosímil, con un punto donde René deberá depositar una flor como señal de regreso hacia él). Además, el indio permanece junto a su tribu nómada, y no existe la posibilidad de que él pase a otro modo de vida. Sin embargo, no se trata simplemente de dos modelos en pugna; la narración construye en la voz de Sitlán un discurso de la resignación, señalándose el carácter inexorable que ha adquirido el modo de vida sedentario, propio de las ciudades. Dicho sujeto reconoce explícitamente que pertenece al pasado. Es una rémora en extinción. A través de este mecanismo, el peligro de volver a un modo de vida pre-moderno se presenta como inconcebible. Esto se refuerza por la repetición de sintagmas tales como «la raza en derrota», los «antiguos reyes de la región», «clamor de venganza contenida». Puede leerse una suerte de batalla simbólica, condensada en la confrontación entre el hombre y la mujer, a través de la cual la joven René, «comprendi[endo] el partido que podía sacar de la pasión de Sitlán», presiona al hijo del Cacique Largacurá («Si quieres que te conteste llévame adonde están mis padres [...] Mientras me sigas separando de ellos serás mi enemigo»). Ante esto, Sitlán, con una «palidez de ajusticiado», cae «en un abatimiento singular». La batalla parece librarse entre culturas, que la ficción reúne en un mismo espacio para destacar su divergencia temporal insoslayable: el mundo primitivo parece estar destinado a la derrota, del mismo modo irremediable en que, en clave de conflicto amoroso, se enfrentan dos estadios de civilización. El relato propone una inversión del tópico, y la mujer pasa a ser quien cautiva y somete al indio.

Las razones de esto, según el imaginario de la época, pueden encontrarse en la siguiente caracterización hecha por el narrador, mientras se libra la batalla:

Aquella niña de diez y ocho años tenía una serenidad, una audacia y una persistencia en las ideas que sólo podía explicarse por la vida libre que había llevado durante los últimos tiempos y por los atavismos imborrables de una raza de luchadores.


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Entonces, el medio y la raza -en ese orden, como se lee en lo que resalto- determinan a los sujetos en las situaciones más adversas, y sobre todo, en los momentos de alteración radical. Esto lleva a reflexionar sobre otras dos cuestiones que aparecen en el cuento. Se trata, por un lado, de las imágenes del campo que se van construyendo, y por el otro, de la interpretación que se hace de la conquista del desierto, marcada por la idea de un avance inexorable, una evolución orientada a un progreso civilizatorio según el modelo occidental. En el relato, puede verse que el narrador vive esta idea como conflictiva, en tanto no reviste del todo al otro indígena del carácter marcial y criminalizador, propios del discurso oficial de la época como el de Alsina y luego el de Roca15. Así se entiende que, después de la introducción explicativa y general respecto del fenómeno del malón, la narración presente una suerte de contraste entre el cacique Largacurá y el Conde de Renaudy. De este modo, la oposición entre las razas y la descripción del medio abren el relato para introducir imágenes de dos culturas y luego, dos visiones de la vida en el campo. En efecto, el narrador presenta por un lado al cacique como un caudillo virulento nunca capturado por las expediciones militares, cuya tribu «acampaba unas veces en las grietas de los cerros, otras en los grandes matorrales inexplorados», siempre a salvo del ejército gracias a la protección de la llanura:

[...] Como si la tierra amiga, como si la tierra madre, se abriese bajo sus plantas para salvarlo del invasor. [...] Y las coléricas expediciones se veían burladas por la fría habilidad y el conocimiento del terreno de que daban prueba los indios.


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Por otro lado, el padre de la joven, Conde de Renaudy, es un noble francés arruinado por el juego, instalado transitoriamente en la pampa para recuperar su fortuna gracias a unas plantaciones, y que añora profundamente la vida mundana de París. El narrador no lo presenta como víctima indefensa sino que lo contrapone a Largacurá, en particular en el saber bélico: mientras el indio es quien mejor conoce la geografía y topografía del lugar, y organiza su estrategia en base a la inflexibilidad y la rapidez, el francés aplica sus estudios realizados en la prestigiosa escuela militar de Saint-Cyr y se pone temerariamente a la cabeza de un pequeño ejército de ocho peones y cuatro colonos, con una estrategia defensiva que resultará ineficaz pero no menos digna. Entonces, su saber bélico no sirve para enfrentar a un enemigo «superior en armas y número», se dice, y con quien no comparte cánones ni convenciones. La narración vuelve a menudo sobre la afinidad entre los nativos y su medio natural, al punto de que se los caracteriza con semejantes rasgos de salvajismo, misterio o imprevisiblidad16. Paralelamente, la naturaleza aparece como la dueña indiscutible de la región, en lo que resuena la retórica romántica, hugoliana en particular:

La Pampa extendía sus llanos inmensos bajo el cielo, acribillado de estrellas... No se oía más rumor que el que producían los cascos de los caballos sobre la tierra reseca. Y la noche y la soledad, dueñas del horizonte, dueñas del mundo y del espacio, envolvían a la caravana como en una atmósfera de misterio.


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Como se ve, los jinetes producen un ruido al cabalgar, que se mimetiza con los demás elementos naturales. En este sentido, el espacio -la naturaleza anterior a la presencia humana- cumple en la acción el rol de la mayor resistencia al cambio que como vimos, resulta inevitable porque según la concepción decimonónica, responde a las propias leyes de la Historia, de la evolución de la humanidad. Así se entiende que la naturaleza esté representada, en éste y otros cuentos, en tanto monotonía y continuidad, mientras que las alteraciones surjan principalmente de factores ajenos al orden de la región.

Ligado a esta concepción, otro tópico frecuente respecto de la naturaleza, también presente en este relato, es el relativo a la vida en contacto con el mundo natural, entendida como fuente de libertad, plenitud, vitalidad y ausencia de convenciones. Cuando se describen las transformaciones que vive la hija del colono -futura cautiva- puede pensarse que se reproduce cierta concepción romántica según la cual la vida en la ciudad implica debilidad física y moral a la vez que brinda a las mujeres un sistema rígido de prohibiciones y obligaciones17. ¿Cómo puede explicarse este detalle -el excursus respecto de la aparente aceptación por parte de la joven, de la vida en contacto con la naturaleza- que de algún modo resulta un excedente, algo innecesario para la trama en sí? La respuesta puede encontrarse en la matriz ideológica y retórica mencionada más arriba, que describí como positivista-naturalista, la que reaparece además sobre el final del relato. En efecto, cuando el narrador intenta explicar la conducta tan temeraria y resistente de la joven René, en el fragmento antes citado («Aquella niña de diez y ocho años tenía...», Ugarte 1933: 9), una vez más, medio y raza son los factores que determinan una existencia. Sin embargo, en este caso, se los presenta como positivos a la vez que, curiosamente, no redundan en un resultado favorable, y no precisamente debido a la experiencia del cautiverio (puesto que la cautiva no perece en él sino que sobrevive al mismo gracias a sus virtudes). De algún modo, el narrador no logra concebir una salida favorable a su evolución vital, desde que los sujetos se encuentran sometidos a una naturaleza «virgen» (término repetido con insistencia cuando se alude a la vida previa al cautiverio), esto es, carente de elementos civilizados y están apremiados por elementos regresivos desde el punto de vista de la organización social -el modo de vida indígena es concebido como primitivo-. En el discurso del narrador, el modelo explicativo basado en el evolucionismo de las especies en el medio, parece estar condicionado necesariamente por factores de progreso que se viven como imprescindibles si se piensa en la supervivencia de la especie humana. Además, cualquier accidente que interviene sobre la evolución de estos sujetos, toda sustracción de un individuo respecto de su medio de origen, se representa como causa que puede resultar fatal: en este caso, la vida en simbiosis con la naturaleza de una joven parisina puede tener consecuencias aniquiladoras. En el desenlace, además, volvemos a la figura del tránsito, en tanto la cautiva regresa de la frontera pero atraviesa otra, la del juicio, o la razón, que son consecuencia de la catástrofe que sobreviene cuando prácticas de organización y de vida anteriores, regresivas, irrumpen sobre el proceso de la civilización. En efecto, la locura sobreviene por el dolor de la joven ante el asesinato de sus padres, esto es, cuando el malón destruye su núcleo familiar. Este cuento y otros (como iré analizando), ponen en escena el arcaísmo del mundo rural, un conjunto de prácticas que se imagina en enfrentamiento por su esencia misma, al mundo del progreso.




De la «cuestión indios» a la «cuestión social»

La representación de prácticas y modos de organización sociales premodernos como elementos regresivos se relaciona con un malestar real entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, y se corresponde con una etapa más ofensiva por parte del estado nacional respecto de su relación con los indios. Ciertas investigaciones recientes de la antropología18 han confirmado que durante el período colonial y hasta mediados del siglo XIX, la relación con las poblaciones originarias se caracterizó antes por la negociación y el intercambio que por una ofensiva aniquiladora. En cambio, después de 1885, al concluir la campaña roquista, se abandonan esas estrategias (los pactos son vistos como agraviantes, como surge del fragmento citado en nota 16) para dar lugar a una acción de policía del desierto, que trajo como consecuencia una generalización de estrategias como los malones, por parte de las poblaciones indígenas. Según Walter Delrío, que analiza las campañas del desierto como parte del proceso de construcción y consolidación de los estados-nación,

Desde el punto de vista estatal la «cuestión indígena» era básicamente entendida como un problema de tierras y grupos humanos organizados en tribus. Al mismo tiempo que el estado construía su territorio se planteaban proyectos de disolución del orden tribal y la utilización productiva de los indígenas fuera de dicho orden. En este contexto de acciones militares se impuso un discurso que homogeneizaba y «salvajizaba» a los pueblos originarios más allá de las historias particulares de cada uno de ellos. Si bien se mantuvieron voces discordantes, se constituye como hegemónica la idea de la misión civilizadora como valor universal, a partir de la cual bastaba la condición de preexistencia de dichos pueblos para su categorización en términos de inferioridad racial, cultural y social.


(Delrío 2002: 216)                


Teniendo en cuenta ese contexto político, puede decirse que en «El malón», aparece cierta indecidibilidad en la enunciación, entre el sentimiento de imposición inevitable de modos modernos de organización comunitaria (acatar las «Leyes de la República») y una justificación algo legitimante de la estrategia de resistencia defensiva de los indios que se lee en la voz, introducida en discurso directo por el narrador, del indio Sitlán, raptor de la joven René e hijo de un cacique que había sido fusilado por los soldados de la República: no se criminaliza su accionar, contrariamente al discurso político-militar hegemónico, como puede constatarse en el siguiente pasaje:

Entre tu raza y la mía, dijo el cacique, como si hablara más que para René, para su propia conciencia, hay grandes rencores acumulados. Ellos nos persiguen y nos expulsan de nuestro territorio; nosotros desbaratamos sus ciudades en formación. No somos ni más ni menos injustos, ni más ni menos sanguinarios. Pero ahora que me siento atraído hacia tí [sic] [...] quisiera borrar ese pasado y recomenzar la vida. Yo soy el hombre rudo y primitivo que guarda en los campos inexplorados, junto a la naturaleza virgen, el último secreto de lo que fue... Tú eres de otra esencia. Pero te adoro.


(Ugarte 1933: 89)19                


Por un lado, vemos aquí que el modelo social tiene en la ciudad su símbolo más representativo, en la medida en que allí reside una diferencia radical respecto del modo de vida nómade de las poblaciones originarias, desde la empresa colonizadora, al menos en el Río de La Plata, tal como ha analizado, por ejemplo, Ángel Rama (1995). Por otro lado, la indecidibilidad antes mencionada toma la forma de una construcción melodramática del amor no correspondido que experimenta el joven Sitlán (por ejemplo, el detalle que simula el monólogo interior, en la observación respecto de que el indio parece hablar para sí).

Antes de abordar otros dispositivos retóricos y constructivos, quisiera señalar aquí también la presencia de esta suerte de estructura del sentir, en términos williamsianos, del tránsito y la transición. La misma se caracteriza por una tensión entre descripciones de una pampa salvaje aunque sometida a una voluntad político-militar de asentar (ordenar el espacio, construir poblaciones sedentarias, fijar fronteras) propia de la campaña del desierto20, y las construcciones narrativas en movimiento abrupto, en tránsito, que revelan un imaginario representado, en las ficciones, por las alusiones a los cambios urbanos, a la anexión de barrios a la Capital, por descripciones biologicistas de la ciudad como hormigueo, ebullición, o por alteraciones de las costumbres aldeanas por parte de las jóvenes generaciones (que huyen del seno familiar).

Eso ocurre en el cuento «La lechuza»21, que cruza de una manera llamativa una ficcionalización de la «cuestión indios» y la representación de la ciudad como refugio de sujetos en fuga respecto de la rigidez de las costumbres rurales. Ya señalé al comienzo de este artículo que el cuento incluye una perspectiva crítica respecto de ciertos males de la vida moderna. Este relato propone otra indagación del universo indígena, que esta vez se centra en la dimensión mágica22 aplicada a lo real, propia de esta cultura.

La presencia de lo indígena se representa, tanto a nivel ficcional como en el discurso del narrador, en conflicto respecto del modo de vida dominante basado en el modelo de civilización occidental y urbano. Pero tal como sucedía en otros relatos, a esto se suma un segundo conflicto (sentimental y que confronta a dos generaciones) que pone en escena el carácter transicional que cobra el modo de vida pampeano imaginado, respecto de una orientación «necesaria», percibida como indefectible, hacia los procesos de modernización cuyas consecuencias las narraciones perciben no sólo a nivel material sino a nivel cultural y moral (de allí la atención puesta en las costumbres y su modificación). Sin duda, esta construcción en torno a un núcleo de conflicto refleja la matriz discursiva evolucionista de la época, y hasta cierto darwinismo social, como veremos luego.

Al igual que en otros relatos, el título tiene como referente a estos sujetos, aunque la india apodada Lechuza no sea la protagonista del relato. En efecto, su aparición en la historia se sitúa sobre el final, produciéndose un efecto acechante y sorpresivo que está dado por un procedimiento de dilación que se establece entre la evocación del personaje en el título y su aparición en el desenlace de la trama, cuando irrumpe su voz. Allí la visión sobrenatural que ésta encarna pasa a ocupar el primer plano del relato. El comienzo del cuento, en cambio, está marcado por una presentación a cargo del narrador, cuya retórica generalizadora presenta a la familia Jiménez y evalúa mediante una perspectiva sintética las costumbres modernas, para sugerir que han sido incorporadas de un modo abrupto y excesivo. La alusión a la lechuza recién aparece en el relato con el primer signo de conmoción del orden social, dado por la fuga del hijo de Jiménez con la criada alemana, y su desobediencia a la ley paterna que lo había enviado a casa de unos familiares al descubrir la relación:

Desde la fuga de Raúl la propiedad parecía estar bajo la influencia de los espíritus malos. Esta era, por lo menos, la opinión de La Lechuza, una india más que centenaria que había asistido a las guerras de independencia y que los Jiménez habían encontrado en aquel campo cuando lo adquirieron. La lechuza vivía en una pequeña choza, perdida entre el maizal, y divertía en sus buenos ratos a los peones con historias fantásticas e inverosímiles, donde se mezclaban los recuerdos y la superstición. Pero esta vez sus afirmaciones comenzaban a inquietar...

-Está hechizada la hacienda [...] Si Dios no nos ayuda nos vamos a morir todos aquí de repente.


(23)                


La india, como se ve, es parte de la tierra y proviene del pasado, dos atributos que confirman el modo en que la representación del campo está asociada a formas de organización social arcaicas y superadas en el presente en que se sitúa la acción. Ella es la única que ha conseguido mantenerse al margen del proceso civilizatorio, rasgo que se desprende de la alusión a su modo de vida. En cuanto a los peones, «predispuestos a creer en todo lo maravilloso», éstos prestan oídos a la descripción detallada de los signos del hechizo, conducta que da lugar una explicación científica por parte del narrador23. Cuando especifica los efectos del presagio en estas «mentes primitivas», el narrador no olvida mencionar que uno es mestizo, el otro indio, etc. Así, el cuento pone en escena la visión mágica atribuida a la cultura indígena, desde una perspectiva mediada por el positivismo. Sin embargo, la ficción construye un punto de encuentro llamativo: asocia el surgimiento de la visión mágica, representado en términos de un despertar, a un momento de desequilibrio interno al mundo civilizado (el conflicto dado por el desencuentro generacional entre valores desprejuiciados y libres de los jóvenes y el conservadurismo y tiranía del padre, que desencadenan el asesinato del peón).

De alguna manera, si el peligro de regresar a visiones del mundo más «primitivas» está al acecho, la causa de una involución, o al menos el elemento susceptible de activarlo, no reside allí sino en desencuentros originados en los sectores civilizados de las sociedades en proceso de modernización: así se entiende la insistencia en la descripción de Jiménez como sujeto perteneciente a la clase dominante que se resiste a una evolución de las costumbres y del modo de relación feudal que mantiene con las clases desposeídas. Esto deja entrever el modelo de progreso en el pensamiento de Ugarte, basado en un socialismo con rasgos de reformismo social, en tanto la conducta del propietario rural es valorada negativamente mediante la mirada distanciada del narrador y por asignarle el primer asesinato como acto inicial de aniquilación.

Los diversos signos sobrenaturales dan lugar a una «leyenda pavorosa» según la cual el hechizo había nacido por culpa del amo, al haber desheredado a su hijo. A estas dos voces se suma la introducción de la voz de Jiménez, mediada por la del narrador que califica su mirada:

Su ignorancia relativa le hacía mirar con mayor desdén la ignorancia de aquellas gentes. Una vez [...] se desató en injurias. ¿Qué sabían aquellos brutos de las cosas de la vida? Vivían como las bestias, sujetos a miedos irrazonados. Que no empezaran a molestarle, porque sabría castigar.


(24)                


No cabe duda de que se señala como culpable de la situación conflictiva de la acción, a Jiménez y no a los hijos ni a la «servidumbre» (la mucama alemana y el peón indio). Por el contrario, estos últimos son presentados como sujetos que sobresalen del resto de los miembros de su clase, por virtudes como la inteligencia, la buena disposición, la belleza y los modales, lo que explica para el narrador su asignación a tareas privilegiadas, más en contacto con los amos24. Ambos son jóvenes, lo que permite entrever que allí es donde Ugarte deposita sus esperanzas: en sujetos más libres de ataduras morales por su corta edad, pero con rasgos más «aptos», que se «hacen notar». Cierto darwinismo social está presente aquí, dado por la detección de individuos que sobresalen del grupo, más aptos para desenvolverse en el mundo complejo o sofisticado que supone la vida de sus superiores, más allá de su origen de clase. Esto se continúa en la figura de los hijos de Jiménez que «se reían de aquellas máximas añejas y desmentían la ceremoniosa gravedad del padre». El relato pone en un plano continuidad a los cuatro jóvenes. Explica entonces el narrador:

Quizá fue esa educación [dada por el padre], quizá los misteriosos impulsos que el destino pone dentro de nosotros; pero es lo cierto que Julia y Raúl estaban destinados a frustrar las esperanzas de su padre. Se sentían molestados por el ambiente en que se desarrollaban. Raúl hubiera querido partir inmediatamente hacia Buenos Aires, no para estudiar, como era el proyecto de Jiménez, sino para hacer vida libre y accidentada en la capital populosa.


(13)                


Esta intervención revela varias cuestiones. En primer lugar, la doble justificación, por cierto contradictoria, de la ruptura de los hijos respecto de las expectativas de su progenitor. La primera introduce un aspecto del ambiente, el exceso de autoritarismo y la rigidez de las convenciones. La segunda razón remite a un elemento de tipo espiritualista, propio del imaginario finisecular y que también se puede leer en la alusión al malestar de estos jóvenes, ahogados por el ambiente. En segundo lugar, Buenos Aires aparece como el lugar en el que estos jóvenes podrán liberarse del universo arcaico y conservador pero sobre todo, como el ambiente que permite a los jóvenes soñar un porvenir, puesto que constituye un lugar de proyección futura más acorde con su sensibilidad. Como si allí pudiera alcanzarse una afinidad entre la interioridad y el medio. No es el caso del padre que ve en la ciudad un medio para cultivar el privilegio de clase que suponen los estudios, que constituían también un modo más o menos nuevo de conservación o incremento de capital.

Las representaciones divergentes de la ciudad también confrontan a las generaciones, configuración ficcional a través de la cual puede leerse el modo en que Manuel Ugarte experimenta e imagina el impacto de los procesos de modernización en la Argentina. Así es como, entonces, puede entenderse la extensión que ocupan las cuatro primeras páginas del cuento, que el narrador dedica a introducir con tono generalizador el modo de vida de un propietario rural para quien «los rendimientos de la hacienda, cada día más próspera, permitían librarse a las larguezas» de una «vida nueva de despilfarro». Toda la narración tiende a establecer un contraste entre el hecho de que este ganadero bonaerense esté inmerso activamente en el progreso económico y encuentre altos beneficios en ello, y el hecho de que la vida más «moderna» adoptada en lo material no redunde en una flexibilización o modernización de su universo de valores y creencias, lo que puede verse en el modo en que Ugarte se detiene en el rechazo de la vida porteña por parte de Jiménez, y en la evaluación distanciada, por cierto infrecuente a comienzos del siglo XX, que acompaña su descripción:

Los criadores ganaban lo que querían y uno de los más poderosos era Jiménez, que empleaba doscientos peones y que, en sus vastas tierras cercadas, según la costumbre del país, con alambre, amontonaba fabulosas cantidades de caballos, vacas, carneros, que se multiplicaban sin cesar y constituían una riqueza incalculable. Jiménez, que había confiado la administración de la hacienda a un capataz de confianza y sólo ejercía una vigilancia superior, era un hombre un tanto rudo, más bien hosco que tímido, que se encontraba muy a gusto en el campo. Bahía Blanca, donde todos le conocían y le miraban con respeto, bastaba para sus necesidades sociales. A Buenos Aires iba pocas veces, por dos razones: porque el viaje era largo y penoso y porque le intimidaba la vida de la que ya empezaba a ser una gran ciudad. Jiménez era, en apariencia, afable y compasivo con sus inferiores; pero en el fondo tenía ese arcaico orgullo y esa idea exagerada de la superioridad del rico sobre el pobre que en América es un mal atávico difícil de remediar. Sin embargo, pasaba por ser un buen amo y, satisfecho de su suerte, seguía su vida sin tropiezo.


(11)                


Si comparamos el campo que aquí se describe con representaciones presentes en los demás cuentos, vemos que éste se corresponde más a la realidad rural de comienzos del siglo XX, a tal punto de que en él se registran aspectos ligados al sistema de producción agrícola-ganadero en auge, descriptos con gran énfasis: el proceso acelerado e hiperbólico de acumulación de ganancias, la variedad y cantidad del ganado, o el alambrado25. La narración sugiere que según la perspectiva del estanciero, éste prefiere prescindir de la gran ciudad por el conservadurismo de sus creencias. La ciudad es fuente de peligro o de desestabilización. Paradójicamente, las transformaciones materiales que provienen del campo son inmensas pero tolerables, para el estanciero, mientras que éste se imagina capaz de mantenerse al margen de otras transformaciones en el orden moral o cultural. Si atendemos a los sucesos del cuento, puede decirse que éste funciona como refutación de la creencia de Jiménez, pues se pone en escena el carácter retardatario, tercamente regresivo de la clase oligárquica en su sistema de valores. De alguna manera, el cuento despliega una ilusión liberal que entra en choque con los sectores más tradicionales de la clase dominante de la sociedad argentina.

Así se entiende el panorama general de la sociedad -situado en una perspectiva que abarca a toda América- con que el narrador abre el relato. En él aparecen los tópicos posteriores a la crisis del '90, en particular, como ha analizado Oscar Terán a propósito del joven Ingenieros, el antimaterialismo y cierta fuga hacia el moralismo (Terán 1986: 52-03). En el panorama inicial, el narrador tiende a mencionar, desde una perspectiva moralizadora, los efectos superficiales y derivas consumistas del progreso, lo cual contrasta con la suerte de esta familia que el cuento sugiere no ha conseguido una evolución moral hacia un modo de vida moderno más libre respecto de las convenciones sociales y de la rigidez en las diferencias de clase:

La «estancia» de los Jiménez era una de las más hermosas de la región; su casa, la mejor construida y su carruaje, el mejor puesto. Porque ya empezaba a reinar en América ese afán de lujo que tantos males causó más tarde. Las familias acaudaladas, que en los comienzos habían hecho una vida modesta y laboriosa se tronaban, desde hacía algún tiempo, disipadoras y amigas de todo esplendor, ganadas como estaban por las costumbres modernas que los viajeros traían [...] de Francia [...]. Los Jiménez entraron también en la nueva corriente.


(9-10)                


Se impugna así el parasitismo burgués presente en el afán materialista de las familias acaudaladas del país. Si tenemos en cuenta el recaudo del estanciero en otras cuestiones que trascienden lo material, no podemos sino leer el desarrollo de la historia como una advertencia: las costumbres evolucionan, la complejización del modo de vida y el aumento de las riquezas de un estanciero no pueden mantenerse al margen de evoluciones mentales que redunden en una ruptura de rigideces jerárquicas y en un debilitamiento de las desigualdades. Aquello que el discurso del narrador identifica como «la vida»26. Cuando esto no se produce, debido a la necedad de Jiménez (con sus «ideas muy arraigadas sobre las diferencias sociales» y diciendo que las «jerarquías son necesarias»: 12), los efectos son devastadores, y la «cuestión indios», con marcas claras ya de «cuestión social» (una peonada que se amotina) se imagina como inevitable. El cuento afirma ficcionalmente que es en esos momentos cuando los indios, sometidos ya al modo de vida «cristiano»-occidental y devenidos en fuerza de trabajo del capitalismo agrario, regresan a sus identidades originarias y destruyen un orden social fracturado por el proceso de cambio que lo atraviesa.

Tal vez este relato sea más moderno que otros, en tanto el conflicto se construye no tanto a causa de fuerzas telúricas presentes en la raza cuya representante es la Lechuza y otros indios convertidos en peones (aunque algo de esto aparezca), sino debido a la presencia de elementos conservadores en la propia civilización residual y simbolizados en la ideología pre-moderna de Jiménez. Así debe entenderse la frase pronunciada sobre el final que atribuye el asesinato de Jiménez, en una mezcla de interpretaciones sobrenaturales y políticas, a «la maldición del país». En otras palabras, se sugiere que la barbarie retornará si la clase dominante no abandona prácticas autoritarias, ni flexibiliza su moral clasista. La ficción lo afirma mediante la descripción del ataque al casco lujoso de la estancia por la horda de aquellos «hombres primitivos que sintieron en sus espaldas como un zigzag de barbarie», llenos de «odio» ante la muerte del que estimaban y consideraban como «un caudillo», términos de otra época que remiten al modo en que la tradición liberal representaba a las multitudes rurales27.

Dos conflictos y dos finales se construyen en este cuento: en efecto, éste no concluye con la fuga del primogénito ni con el asesinato del peón, sino que a ello se suma una desobediencia colectiva, la insurrección originada por el abuso de autoridad del amo que mata injustamente al peón.




Habitantes marginales de la ciudad pampeana: indios asimilados, indios rebeldes

Otro cruce que la ficción construye entre, como dije anteriormente, la «cuestión indios» y subjetividades situadas en la transición entre la pampa y la gran ciudad, en este caso por haber escapado del hogar, aparece en «Rosita Gutiérrez»28.

Aparece nuevamente en el cuento la estructuración inspirada en la narrativa naturalista, en tanto el relato se abre con un comentario general acerca de las costumbres amorosas de los jóvenes, desde un presente que establece una distancia breve respecto del momento en que transcurren los hechos narrados. Este mecanismo encierra un gesto optimista pues tiende a descartar toda simultaneidad de los sucesos con el presente. El narrador precisa que la casa de la familia Gutiérrez se encuentra en las afueras de la ciudad, y pasa a describir su interior con los detalles convencionales (recorriendo los zaguanes, el patio, las habitaciones alrededor del mismo, describiendo las ventanas enrejadas).

Cuando pasa a la caracterización de los personajes que conforman el triángulo familiar, el primer comentario del narrador responde a la retórica del eufemismo. Es éste un rasgo altamente revelador de su perspectiva ideológica, en tanto pone de manifiesto el impacto que sobre el imaginario de la clase criolla tradicional tuvieron los cambios dados por la emergencia de nuevos sujetos antes ignorados, en este caso, aquellos de origen indígena que habían adoptado formas de vida sedentarias y cristianas. En efecto, en lugar de aludir abiertamente al carácter de recién llegada de la familia Gutiérrez a una clase superior en términos de capital económico, el narrador la define como desconocida, lo cual revela su condición de advenediza ante los habitantes del Tandil (el padre de Rosita, se dice, «había ganado algún dinero regenteando una estancia», ocupaba los primeros cuartos de su casa colonial y alquilaba los de atrás). Examinemos el comentario:

Los Gutiérrez venían de quién sabe dónde y nadie sabía decir en el pueblo cuál era el origen de su familia, ni de dónde habían sacado el apellido. Pero don Pedro Gutiérrez, que era un indiazo gordo, cachazudo y bonachón, no había tardado en granjearse las simpatías de los vecinos. Su cara redonda y cobriza, sus ojos vivos, sus cabellos duros y cortados al ras, su vestimenta cuidada, su actitud prudente y su risa abierta, le daban ese aspecto campechano y enérgico que tanto agrada en aquellas regiones. Su mujer era, en cambio, poco simpática y las gentes del Tandil estaban de acuerdo para murmurar contra ella. Le reprochaban su gesto adusto, su actitud desconfiada, la brevedad de sus respuestas y la hosquedad con que evitaba hacer intimidad con las vecinas. Algunos le atribuían un carácter envidioso y reconcentrado; otros, una maldad contenida que acabaría por estallar.


(125-26)29                


Ahora bien, hay que tener en cuenta que esta observación aparece sólo después de que la descripción con tono generalizador ha representado a la familia como si se tratara de cualquier familia criolla, a pesar de que su bienestar sea reciente. De este modo, puede inferirse que en la visión del narrador, el bienestar económico puede confundir respecto de la posición social, pero no la connotación del apellido ni la ausencia de un pasado (éste no existe en la medida en que todos lo desconocen). Esto también se desprende de los epítetos atribuidos al padre, en el fragmento transcripto: señalan el origen racial, y remiten a las representaciones del indígena en términos de infantilismo o ingenuidad, a la vez que el adjetivo «cachazudo» delata dos «vicios» atribuidos a la raza y a las clases subalternas: el alcoholismo y la flema. Con todo, la caracterización no resulta negativa como puede verse en el hecho de que el personaje reciba el apelativo de 'don', lo que revela su pertenencia a la clase acomodada.

La contraposición con su esposa introduce un primer conflicto, dado por dos tipos de relación entre los criollos y aquellos indios que han abandonado su modo de vida nómada. Mientras don Pedro Gutiérrez se ha sometido a la forma de vida impuesta a los indígenas, su esposa, que no es designada por su nombre ni por un apelativo sino como «india semisalvaje», es vista como una extraña por las «gentes del Tandil», un colectivo cuya focalización complejiza los niveles narrativos, agregándose a la del narrador (que funciona como focalizador externo a la fábula). Se construye así una oposición entre, por un lado, el indio asimilado, y por el otro la india rebelde. Nuevamente, el narrador nos sitúa en la etapa posterior al avance «civilizatorio» sobre las tierras de los indígenas y lee, a través de un conflicto ficcionalizado en el propio núcleo familiar, la modernización inacabada y los elementos involutivos que ponen resistencia a un progreso concebido como inexorable30. Ahora bien, resulta interesante tener en cuenta que si bien la descripción de la «india semisalvaje» revela la estigmatización propia de la clase dominante respecto de los dominados, la perspectiva del narrador no reproduce del todo la criminalización de los indios rebeldes en tanto introduce una argumentación justificatoria de la «timidez» de la india, explicándola por «lo que ella creía los desdenes de sus convecinos». Asimismo, aparece una toma de distancia que asoma por momentos, respecto de ciertas prácticas conservadoras de las instituciones militar y eclesiástica (como se lee en el fragmento que transcribo a continuación y en otros ya citados). El segundo conflicto que, como se verá, mantiene con el primero una relación de causa-efecto, se centra en la hija y la opone a su madre, para dar lugar al desenlace trágico. Rosita es una joven acriollada cuyo carácter el narrador explica por su origen:

[...] había heredado, naturalmente, mucho del carácter de su madre. No porque quisiera volver a la tribu, que harto coqueta y orgullosa se mostraba para renunciar a aquel comienzo de civilización, sino porque en su carácter violento y apasionado había grandes baches que la educación no había podido llenar. Y por ellos se escapaba no sé qué vahos de insurrección y de independencia que desentonaba en aquel medio donde todo estaba reglamentado por el militar y por el cura.


(126-27)31                


Se señala de su pretendiente el origen social, su contacto con las instituciones de poder en la zona, y su linaje, que proviene de los «primeros civilizadores, [siendo] un hijo de la conquista». En el relato, sin embargo, ocupa el rol del villano que hace «dar el mal paso a la indiecita». Una vez más, tanto la perspectiva del narrador respecto de esto, como el desenlace imaginado, revelan la indecidibilidad que caracteriza a la narración, respecto del proceso de sometimiento de las poblaciones indígenas, y respecto de las nuevas formas de vida urbana surgidas de la modernización de la sociedad de la época. El narrador no parece compartir los valores de la sociedad del Tandil a la que llega a calificar de «semicivilizada». Como se ve, el medio resulta difícil de modificar, y también la raza evoluciona con dificultad.

En otras palabras, la barbarie aparece determinada por el avance civilizatorio, mientras que los desfases de la civilización en tránsito, como el consumismo acarreado por la diversificación de los sectores productivos, el autoritarismo de las instituciones de gobierno, el conservadurismo de la moral encierran en sí factores que debilitan el progreso. Estos focos internos de contaminación ponen de manifiesto, una vez más, la evaluación crítica respecto de los efectos no previstos del proyecto liberal de modernización.

La oposición entre indios asimilados y marginales reaparece en «El curandero»32, pero esta vez la conducta del indio rebelde que se convierte en criminal, se explica ficcionalmente por su simbiosis con el medio33, por la unidad que constituye con la naturaleza pampeana. En efecto, no sólo muere el «indio bueno» a manos del indio calladamente rebelde sino que éste último se salva del tiro que dispara la mujer de la víctima porque logra escapar por la pampa, amparado por la noche y la extensión34. De este modo, queda demostrado que aún falta un tramo para alcanzar el progreso cabal de la joven nación argentina, que sin embargo está orientada indefectiblemente hacia una evolución superadora. Una vez más, el conflicto aparece configurado en la imagen del tránsito, en tanto en el desenlace, el fugitivo se desplaza por una naturaleza que lo encubre, cifrándose de este modo el carácter problemático de un sujeto sometido aunque no asimilado (ninguno de los dos indios pertenece a una tribu rebelde ni a la población de Tapalqué; sin embargo, su vida nómada ha quedado atrás, en tanto viven sedentariamente en las afueras de esta población cristiana, aunque compartan en silencio rasgos identitarios con su etnia).

Ugarte lee en ese devenir modernizador inconcluso una clave de la cultura latinoamericana. Eso revela además que no es en la naturaleza salvaje en sí donde el escritor se detiene sino en sus entrecruzamientos con la sociedad urbana, un mecanismo constructivo que puede inscribirse en una de las operaciones con las que Ángel Rama define la intervención de los intelectuales de la ciudad letrada durante la modernización, a saber la «extinción de la naturaleza y de las culturas rurales» a través de la integración del territorio nacional bajo la norma urbana capitalina35. Por eso, no encontramos ningún relevamiento sobre el habla de los indios, a excepción del léxico (tarea más cercana a la filología de inspiración romántica que al relevamiento etnográfico de un Zola respecto del francés hablado y popular), ni ninguna incursión en el género gauchesco, en tanto Ugarte parece estructurar su abordaje de la pampa según un patrón evolucionista que lo lleva a detenerse en aspectos generales como el medio y la raza, adoptando un discurso con vocación cientificista.

El cuento también se abre con una introducción descriptiva respecto del ambiente, donde se insiste en la ubicación periférica de los personajes indios respecto de los centros urbanos, en el entorno natural que rodea al personaje de Benito Marcas, el curandero, y finalmente, en la vivienda (el mate, las gallinas, un caballo). A esta le sigue una descripción -de tono naturalista- de los rasgos físicos de las «familias de harapientos» y de sus hábitos y caracteres36. Antes de que comience la fábula, que el texto delimita tipográficamente con un apartado y una línea, el narrador construye un verdadero contrapunto entre las ideas de los dos indios que luego se enfrentarán, describiendo su grado de asimilación, y el modo en que evalúan el accionar de los malones. Cabe notar otro elemento propio de la retórica naturalista, en la visibilidad que adquiere la intención científica, podría decirse, inherente al narrador:

Los ojos de Juan Pedruzco resplandecían de gozo. Benito Marcas veía el malón (1) con enfado y explicaba en su jerga semiespañola que aquellas luchas eran criminales y que valía más tener juicio.


(143)                


Esta introducción que anticipa el conflicto central, se cierra con una referencia a las prácticas laborales de cada uno de ellos y en particular al saber en botánica del curandero, cuyos «cocimientos» «los campesinos preferían [...] a las drogas de la farmacia porque imaginaban en aquell[o]s no sé qué extrañas virtudes de brujería». En este comentario, la mirada científica del narrador se revela en la interpretación diferenciada respecto de la de los indígenas, acerca de los poderes sanadores de las plantas, pero valorizante y restitutiva del elemento positivo de dicho saber, que desplaza los aspectos mágicos de las costumbres médicas en cuestión.

La tensión es llevada hasta el paroxismo, a medida que avanza la acción que va confrontando cada vez más a los personajes, cuya experiencia de vida y prácticas cotidianas, sin embargo, no están opuestas de un modo absoluto. En efecto, la narración presenta colectivamente a los indios (se habla de «los hombres», «las mujeres», «los niños»), viviendo en sitios similares, vistiendo ropas semejantes, o dedicándose a sus oficios, pero siempre dentro de la frontera. Ya han abandonado las formas de vida originarias de la tribu37. El conflicto no se origina entonces entre nómades y sedentarios sino en el plano de sus ideas y sentimientos respecto del modelo de civilización occidental y moderna, aunque los dos personajes se encuentren en situaciones concretas comparables. Cuando se particulariza la perspectiva sobre estos indios «vencidos», los rasgos de Benito Marcas y de Juan Pedruzco serán contrapuestos:

[B. Marcas] no tenía como su vecino Juan Pedruzco, esa irritabilidad que, a pesar de todas las tiranías, subsiste aún en algunos, como una reminiscencia de la bestia libre. El carácter de Juan Pedruzco era desconfiado y quisquilloso; el de Benito Marcas era franco y afable. Este se había dejado ganar por la civilización, resignado a su papel de vencido; aquél conservaba sus cóleras.


(142)                


Así, el indio resignado es el que tiene modales acordes con las reglas de civilidad y por eso se rige por la razón, mientras que su semejante y rival es víctima de sus pasiones (cólera, celos, deseo de venganza). De alguna manera, éstas rebajan su humanidad, como si a mayor grado de civilización correspondiera una mayor capacidad de juicio y control de las pasiones, del mismo modo que en ciertas representaciones del desarrollo de la civilización, los centros urbanos se presentan avanzando sobre la naturaleza salvaje del campo.

El cuento pone en escena una cuestión que ya antes había aparecido. Esta puede describirse en términos de una reflexión sobre la especificidad cultural argentina, entendida a partir de un sentimiento conflictivo o encontrado entre, por un lado elementos de barbarie romantizados, presentes en el campo (como la representación de fuerzas telúricas inherentes y arraigadas al medio -natural, rural-), que se viven como algo raigal, imborrable, inadaptado; y, por otro lado, una certeza de que la humanidad avanza hacia la luz, en un movimiento inexorable que resultará triunfante. Los primeros funcionan como fuerza involutiva, y se configuran en imágenes o situaciones en las que la raza indígena no logra neutralizarse. Están presentes por ejemplo en Juan Pedruzco, en Rosita Gutiérrez, en Sitlán, en la Lechuza y aparecen sin embargo transformados por los cambios externos, lo que revela el segundo término de la tensión, que está marcado por una presencia de elementos civilizadores en proceso de imposición: por eso las ciudades son en varios cuentos el destino y refugio para los sujetos en fuga, pero también el ámbito en que circulan los productos superficiales de la era capitalista industrial, a los que están asociados prácticas como el consumismo y la moda.




Fábulas de identidad en la larga duración

Para un Ugarte positivista y socialista a la vez, que hacia 1903 comienza a aspirar a un lugar de intelectual politizado, tanto de ensayista como de escritor y militante, el problema de cómo entender la cultura latinoamericana significaba ubicar el continente en el devenir universal de las naciones. Las representaciones de la pampa que he ido analizando remiten a estereotipos que circulaban en América y en Europa, en particular el aspecto salvaje e indómito del campo que no permite una vía libre al avance de las ciudades y se completan con un análisis economicista y evolucionista. En efecto, el autor concibe el desfase entre los habitantes originarios del campo y los de la ciudad proyectando sobre él, coordenadas de sucesión temporal. Ubica entonces en el campo un modelo anterior y su consiguiente cultura, mientras que en la ciudad se ha impuesto la era capitalista como modelo de organización económico y social. Este carácter feudal del campo premoderno, o este cruce entre campo y ciudad y entre dos etapas sucesivas de producción, pero también dos culturas, pueden leerse en dos aspectos, dispersos en los cuentos. En primer lugar, lo vemos en las representaciones modernas de Buenos Aires que he ido analizando. En segundo lugar, se registra una isotopía de la estructura feudal a lo largo de los relatos, que identifica las formas de organización social indígenas con dicho régimen. Encontramos por ejemplo que los caciques son designados como los «antiguos reyes de la pampa» o de «la región». Sitlán, que lleva «los atavismos imborrables de una raza de luchadores», ofrece a René convertirla en «reina de [su] tribu». En otro cuento, se dice de un indio capataz de mayordomo que es «nieto de los caciques de la dinastía charrúa» («Costura», 122).

Estas ficciones de identidad que Manuel Ugarte escribe a comienzos del siglo XX, por un lado, tocan los problemas más candentes que preocupaban a los intelectuales argentinos, los que al término de la primera década de dicho siglo confluirán en diversos intentos por definir la identidad nacional, lo que se inscribía más o menos directamente con festejos oficiales del centenario de la Revolución de Mayo. Por otro lado, permiten ver el modo en que la imaginación literaria resolvía los desencuentros entre la utopía liberal republicana y las consecuencias devastadoras que podía traer la modernidad sobre la cultura. En ese marco, la ciudad se representa con tópicos celebratorios y condenatorios a la vez, y eso modifica las representaciones de su victimización o debilidad frente a una supuesta voracidad del campo. De alguna manera, estos relatos sugieren que, para un intelectual de transición como es Ugarte, la barbarie no sólo puede persistir sino ser engendrada por toda civilización moderna.






Obras citadas

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