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ArribaAbajo La novela norteamericana de postguerra

Gorham Munson


Gorham Munson es uno de los jóvenes críticos norteamericanos más conocidos, independientes y de mayor espíritu polémico. Autor de los siguientes libros: Waldo Frank, (Estudio); Robert Frost, (Estudio sobre la Sensibilidad y el Sentido Común); Destinos; Estilo y Forma en la Prosa Norteamericana; El Dilema de los Libertados.

Durante la controversia reciente en Estados Unidos entre los neo-humanistas (discípulos de Irving Babbitt y Paule Elmer More) y los antihumanistas (principalmente discípulos de John Dewey), Munson se atrajo la indignación de ambos campos, declarando que estaban igualmente equivocados.

El presente estudio, escrito especialmente para SUR, es un panorama sucinto que puntualiza agudamente la ubicación exacta de los nuevos valores en la actual generación de novelistas yanquis.



Sumergido en la corriente de las novelas norteamericanas de hoy, le es imposible al lector ofrecer más que impresiones rápidas acerca de la naturaleza de esa corriente, juicios a vuelo de pájaro, propios del crítico de diarios. Necesita ganar la ribera y subir a alguna eminencia contigua, de donde pueda contemplar las fuentes, el rumbo y los grandes afluentes del río en que estaba sumergido. Desde allí puede verse con claridad que a partir de la guerra de 1914 a 1918 la novela norteamericana ha sufrido principalmente el influjo de cuatro escritores: Theodore Dreiser fue en un tiempo reporter periodístico y el elemento reporway. Se advertirá que estos escritores divídense en dos generaciones, pues Dreiser y Lewis pertenecen a una generación madura, aquella que triunfaba hacia 1920, y Fitzgerald y Hemingway acaudillan la generación más joven, la que derramó su sangre   —108→   en las trincheras y regresó a la patria, moza en edad, pero descreída y amargamente desilusionada.

Si queremos trazar un boceto amplio de la novela norte americana, puede que sea útil un breve estudio de esos cuatro escritores y una comparación mutua.

Dreiser es un naturalista. Su temperamento es sombrío y reposado y se ha forjado una filosofía de determinismo concordante; pero la compasión atempera su determinismo y no constituye prueba contra sus estallidos de indignación moral. Dreiser fue en un tiempo reporter periodístico y el elemento reporteril hace bulto en sus novelas. Informa acerca de la vida norteamericana, sus costumbres, sus aspectos político y comercial, sus facetas sombrías. Me parece que su vigor estriba en su documentación del panorama social y su endeblez en su estilo basto y en su ineptitud para pintar caracteres individuales. Es capaz de crear tipos de gentes -como el materialista implacable, el débil sensualista-, pero el carácter en conjunto está más allá de sus fuerzas.

Dreiser, pues, es un narrador de hechos en escala bastante amplia, constituyendo sus novelas una especie de periodismo novelesco, como se convendrá fácilmente en llamarlas, recordando la Comedia Humana de Balzac, que fue, según nos informa el propio Dreiser, la inspiración de su juventud. Él representa la fuerte propensión, que mueve a muchos norteamericanos, a raíz de la guerra, a mirar nuestra realidad social, no al través de lentes inglesas ni de halagüeñas gafas de color de rosa, sino francamente y en toda su crudeza.

Esta gente acogió con simpatía a Sinclair Lewis. A diferencia de Dreiser, Lewis es un realista, pero un realista manqué. Quiero decir que lo maniata un error en lo tocante a su vocación verdadera, que es la de un caricaturista y un satírico. Pertenece a la estirpe de Dickens, pero se ha fatigado en sus esfuerzos por enrolarse entre los flaubertianos y en fotografiar con una cámara antiburguesa. Es en Babbitt, y no en pobres imitaciones de Madame Bovary, como Main Street o Arrowsmith, donde podemos discernir las dotes verdaderas de Lewis. Consisten en la facultad de exagerar o, prefiero decirlo así, en perfeccionar un tipo grotesco formado por la naturaleza. George F. Babbitt sobrepasa a los Babbitts embrionarios de la naturaleza, así como Malvolio sobrepuja a todas las aproximaciones naturales a su tipo. Constituye hazaña notable el despachar en un libro al tragicómico Babbitt para que recorra de arriba abajo nuestro país en compartimientos de fumar de pullmans; pero Lewis confía demasiado en su poder creador. Esto suena a reproche curioso; pero es que el poder creador ha de completarse con datos y pensamiento. Lewis es solamente un observador de segunda fila de la vida norteamericana, menos acabado en mi opinión que Dreiser, y lo que le pediríamos no es observación meticulosa sino expresión de su concepto acerca de la vida. Es un caso raro, en cuanto que es un satírico, apenas con elevación en su punto de vista y ni siquiera con definición alguna. Sabe lo que no le agrada: se advierte una nota de cólera en sus escritos. Pero, ¿cuál es la vida perfecta que le sirve de patrón para medir la realidad norteamericana? Lo vislumbramos vagamente: parece que solamente la de los placeres de la bebida, de la conversación, del arte, de los modales. Y esto no basta para la sátira vigorosa. Detrás de los libros de Lewis se encuentra un «filósofo» de calaña muy inferior, H. L. Mencken. ¡Ojalá fuese   —110→   Voltaire! O que Lewis acostumbrase a gritar con frenesí admirativa, en la forma en que Jonathan Swift se daba rienda suelta.

F. Scott Fitzgerald pertenece a una escuela enteramente distinta. Surgió a la celebridad con su primera novela, This Side of Paradise, en 1920, inaugurando lo que se ha llamado vulgar mente «la edad del jazz». Escribió luego una novela mejor, sobre todo en su última parte, The Beautiful and Damned, y en 1925 nos dio su «obrita maestra» The Great Gatsby. Fitzgerald es novelista, pero de clase muy especial. Escribe novelas siniestras, y las escribe con intensidad, con talento, con habilidad. Más sensitivo, más colorista que Lewis o Dreiser, misántropo y no obstante juvenilmente entusiasta, demoníaco en su criterio sobre la vida, y sin embargo clarividente de la siniestra contracorriente del tiempo, Fitzgerald me parece el de más brillantes promesas entre nuestros novelistas jóvenes. Estuvo a punto de cristalizar el temperamento de la juventud norteamericana de postguerra, así como Aldous Huxley cristaliza efectivamente el de la juventud inglesa. Su talento no es tan cultivado como el del escritor inglés, pero tiene más vigor emocional, el raro privilegio de ponerse a tono cuando escribe. Hay más arte en The Great Gatsby que en la colección entera de los libros de Dreiser y mucho menor enmarañamiento de su propósito con impedimentos antiestéticos, que el que exhibe Lewis. Enardecidos por el ejemplo de este novelista, los jóvenes escritores norteamericanos hubieran podido emanciparse de los cánones de la novela realista y naturalista (cánones que, en realidad, estultifican el arte) y el curso de nuestra novela de postguerra se hubiera apartado de la vía documental para encaminarse a la poética (llamo así a aquella que encierra un elemento de representación, algo   —111→   de enigmático en su significado y es afín en su espíritu al poema trágico).

Pero no debía suceder así. Fitzgerald no ha publicado más novelas desde 1925 y a su hora ha sucedido la de Ernest Hemingway, que empezó con la sensacional aparición de The Sun Also Rises en 1926. Hemingway nos retrotrae al naturalismo, a la narración de los hechos. Coincide con Dreiser en buscar lo concreto y lo real, en presentar directamente el hecho; pero en vez de inspirarnos la compasión dreiseriana nos hace adoptar una actitud impasible frente al hecho descarnado, mirarlo aceradamente en los ojos. Esto significa afirmar valores físicos y desconfiar de todos los demás: escribir en estilo de conversación y apelar a rodeos tratándose de crisis emocionales: perpetuar la psicología del soldado norteamericano con licencia en París. Vigor y limitación son las características que encontramos en Hemingway, y la segunda, de que no puede acusarse a Fitzgerald, ahoga actualmente las potencialidades de muchos escritores jóvenes, a quienes atrae el vigor de Hemingway.

Actualmente parece que la boga de Hemingway está empezando a declinar y que un astro nuevo surge de la generación más joven de novelistas norteamericanos. Trátase de William Faulkner. Observaba ágilmente Arnold Bennett que Faulkner «escribe como un ángel», hipérbole aceptable como correspondiente al entusiasmo que suele despertar su curioso estilo declamatorio. Se advierte lo que debe a Sherwood Anderson, a Waldo Frank y a James Joyce; pero no importa. Ha enriquecido sus dotes de prosador, es un estilista por derecho propio, muy superior a Hemingway y que sobrepuja a Fitzgerald en punto a vigor y ambiente. En su estilo reside su fuerza, pero no es tan   —112→   feliz en la forma y se deja atraer por temas lóbregos, por melodramas, por horrores, por caracteres patológicos. Sanctuary es un libro que sobresalta; pero sólo a la segunda lectura se ve cuán pesada, cuán innecesariamente y en demasía apela Faulkner a lo excepcional. Es un Gran Guiñol naturalista, lo cual hace que se dude de lo perdurable de su fama. Si dura algunos años, ello será un nuevo comentario mordaz acerca del gusto y el criterio de nuestro tiempo, pues si bien es cierto que el gran arte trata lo excepcional, éste es de dos clases: sobrehumano y subhumano. Los misterios de Eleusis glorificaban lo primero: eliminaban de su participación precisamente a las gentes a quienes retrata siempre Faulkner; a saber, criminales, bárbaros y personas cuya vida consiste en una serie de calamidades y catástrofes. En la novela contemporánea el tipo verdaderamente heroico no ha de buscarse, sino ser familiar nuestro, gente común, y luego vendrá, si es posible sugerir un cambio a Faulkner, el desfile de cretinos, idiotas, toxicómanos, pervertidores, linchadores y demás ejemplares horripilantes, en calidad de dramatis personae principales y en mayoría. Pero esto no es sino una perspectiva, y más vale que suspendamos por el momento nuestro juicio sobre este escritor.

Volviendo a las figuras descollantes en la novela, es claro que no sólo a su capacidad deben su principalía y su condición de novelistas infecciosos. Cada uno resulta un articulador de impulsos, sentimientos, opiniones, que comparten un gran número de sus compatriotas y que muchos de sus colegas están ávidos de vocear. Es decir, que cada uno se ha dirigido a un vasto público y ha tenido multitud de imitadores. Hágase un balance de las obras de Hemingway, Fitzgerald, Lewis y Dreiser y se habrá   —113→   hecho el de casi toda la novela norteamericana de postguerra. Haré algunas observaciones generales que tal vez parezcan triviales hasta que se advierta que su generalidad no es pobre en significado, sino antes bien, susceptible de mucha amplificación. Nuestra novela de postguerra está, para emplear una expresión de E. M. Forster, «empapada en humanidad». Esto es verdad de la novela en general: es una forma secular desarrollada en espíritu secular. La esfera en que se ha confinado ha sido la de los asuntos y las relaciones interhumanas. La novela religiosa, esto es, la novela de los intereses cósmicos del hombre y de sus relaciones con un creador y un sostenedor del universo, apenas existe y apenas hay indicios de las posibilidades de novela semejante. Por espacio de siglos la religión ha venido declinando o quizá sea más exacto decir que se ha convertido en pseudorreligión, la cual a su vez ha decaído. Lo interesante es que simultáneamente la mitología, que es la esencia misma del arte, ha quebrado: la raíz del arte que florece en el mito se ha marchitado y el artista extrae ahora su sustento solamente del suelo.

Nuestra novela de la postguerra se aproxima al periodismo. Obsérvese cuán estrechamente se apega Dreiser a «lo sucedido» y con qué frecuencia escribe Lewis periodísticamente y cómo se provee Hemingway de los valores inconscientes del lector de diarios. Sólo Fitzgerald mantiene sus escritos en un plano superior al de los hechos. Se propende al naturalismo, al arte concebido como un proceso descriptivo, cosa en que consiste el naturalismo y que da por resultado el echar enteramente por tierra el arte. Nuestros novelistas de postguerra se concentran en el periodismo novelesco, y nosotros debemos, aun reconociendo que ese periodismo se justifica, confesar también que es la más baja y más   —114→   fácil forma de la novela. Se diferencia del arte clásico en que mientras éste encerraba un elemento de representación, el naturalismo aspira a ser por completo representativo, y en tanto que el arte clásico colinda con el misterio, la tesis o el problema del naturalista es siempre perfectamente inteligible, nítida, anti misteriosa. Aún hoy pocos críticos comprenden que el naturalismo es una violación del alma misma del arte, que representa una lastimosa mengua de la imaginación.

Diría, también, mirando a nuestros representantes y echando un vistazo a Europa, que no tenemos verdaderos maestros en la novela, porque de seguro que ninguno de los nuestros compite con Proust, Joyce o Mann, y diría además que hay indicios de que la novela norteamericana actual es mediocre. ¿No llegamos a esta conclusión al compararla con la novela actual de Inglaterra o Francia?

Dudo que se pueda ir más lejos en un análisis de nuestra novela, a base de los datos suministrados por Dreiser, Lewis, Fitzgerald y Hemingway. Hay más o menos otros quince novelistas dignos de seria consideración (cifra terriblemente pequeña, dicho sea de paso); pero todos juntos no modifican mucho el cuadro ya bosquejado de nuestra producción novelística. Tenemos unos cuantos satíricos y fantasistas, Robert Nathan, Donald Ogden Stewart, por ejemplo; pero todos reconocen nuestra endeblez en la sátira y la fantasía. Tenemos algunos novelistas psicólogos como Edith Wharton, de la escuela de Henry James, y Glenway Wescott, (uno de los varios «brotes de esperanza y promesas de mejores cosas por venir») y otros más de un grupo que llamo, siguiendo a Virginia Woolf, novelistas de caracteres y comediantes (como Willa Cather, Book Tarkington,   —115→   Isa Glenn y otros). También experimentadores y en elevada proporción (de que son ejemplos notables Dos Passos y Evelyn Scott). Me parece que oigo decir a algún lector, ¿por qué no se ponen pedestales a Hergesheimer, Cabell y Wilder? Porque, a mi ver, cada uno de estos escritores es, a su modo, un caso de faux bon. El propósito de este artículo me veda explayarme en una relación completa; pero una rápida ojeada aquí y allí confirma el cargo general de mediocridad imputado a nuestra novela. «La elocuencia -escribió Ben Jonson- es cosa grande y diversa». No puede decirse igual de la novela norteamericana de hoy.

Es deplorable que Waldo Frank no haya escrito más novelas con posterioridad a su Chalk Face, que publicó en 1924. Será discutible, pero a mi juicio es figura mucho más importante que el malogrado D. H. Lawrence. Incluye en su libro la rebelión de Lawrence, pero no se aprisionó al apartarse de valores moribundos. Esto, porque no abrazó la falacia de Lawrence de la unificación instintiva (no existe principio unificador en nuestro yo biológico), sino porque busca un principio integrante en nuestra psicología latente. Esta es la búsqueda religiosa, que viaja, no en la dirección de algún rumoreado «inconciente», sino hacia la supraconciencia celebrada por los sabios de la antigüedad. Frank reclama especialmente la atención del crítico en cuanto es el único entre nosotros que trata de escribir la novela profética. Salva el honor de nuestro gremio de novelistas al hacerlo, pues aunque sólo muy pocos son llamados a profetizar en la novela, no es grato para una literatura nacional no ofrecer candidato alguno en el género, y tanto más deshonroso para nosotros, que contamos a Herman Melville en nuestro campo de grandes artistas.

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Pero Frank, como dijimos, no ha publicado más novelas desde 1924. Mucho depende de lo que ha madurado en él durante el intervalo, pues no puede decirse que hasta ahora haya orillado los grandes obstáculos de su camino. ¿Es demasiado frío este boceto de nuestra novela de postguerra? Ha de tenerse en cuenta que nuestro defecto crítico actual es el elogio demasiado fácil, el entusiasmo del momento: un intento en sentido opuesto será perdonable, por cuanto tiende a restablecer el equilibrio. El novelista norteamericano no tiene ya espíritu colonial. Los lazos que lo ataban a la literatura inglesa se han ido aflojando, ventaja no exenta de inconvenientes. Queremos tratar nuestros temas propios, nuestro pueblo, verlo con ojos propios, lo cual está bien y es excelente; pero entre tanto vamos a la deriva, sin tradiciones para estabilizarnos, ni normas para orientarnos, ni modelos para estimularnos. Necesitamos ser norteamericanos, pero hemos de tener conciencia de que hay fases en el desarrollo de una literatura nacional y no apreciar con exceso la fase de novela naturalista por que atravesamos actualmente.

Una opinión desfavorable a nuestras obras -un descontento creador-, una voluntad intrépida orientada hacia futuras creaciones, serían señales de salud; pero no las veo en nosotros. La crítica duerme, y al hacerlo alienta la monotonía de la producción. Toca a la crítica, impotente de suyo para realizar actos de creación, indicar lo que los creadores no hacen y pedir mayores esfuerzos encaminados a la inasequible meta del arte. Y debe hacerlo, porque, después de todo, ¿qué es el crítico sino el lector anticipado, el mejor auditorio posible para el artista? Su mérito estriba en leer y juzgar, como el del artista en imaginar   —117→   y crear. Diré por último que padecen letargo nuestros críticos, nuestros mejores lectores, con respecto a la novela, sus principios, sus teorías, su historia y su porvenir, letargo también censurable por la responsabilidad que les toca en el progreso relativamente lento y la escasa ambición de los novelistas norteamericanos.