Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —70→  

ArribaAbajo- VIII -

La vuelta al hogar


Hacía una hora que estaba atravesando las calles sin reconocerlas. Todas sus antiguas casas habían desaparecido, y en su lugar se alzaban otras de un nuevo orden de arquitectura.

El imborrable recuerdo de su tipografía pudo solo guiarme en el interior de la ciudad, y orientándose de este modo, llegué a la plaza de la Merced, y me encontré delante de la vetusta morada de mis abuelos, habitada ahora sólo por mis dos tías, solteronas casi tan viejas como ella.

Con el corazón palpitante de una alegría dolorosa, atravesé aquel umbral que diez años antes pasara para alejarme, llena el alma de rosadas ilusiones, de dorados ensueños que el viento de la vida había disipado...

Una luz moribunda alumbraba el antiguo salón cuyo mobiliario se componía de grandes sillones de cuero adornados con clavos de metal; seis espejos de cornucopia, y en el fondo un estrado cubierto de una mullida alfombra y media docena de sillitas pequeñas colocadas en forma de diván.

Al centro del estrado, sentadas sobre cojines de damasco carmesí alrededor de una mesita baja,   —71→   apetitosamente servida, mis tías se preparaban a cenar.

Una bujía puesta en una palmatoria de plata y colocada entre las dos señoras, formaba en torno de ellas una zona luminosa, dejando en tinieblas el resto del salón.

Mis tías, cuya vista y oído se habían debilitado mucho, no me vieron ni sintieron mis pasos, sino al momento en que llegaba desalada a echarme en sus brazos, exclamando:

-¡Tías! ¡tías mías! -asustándolas de suerte, que me rechazaron con un grito de espanto.

Luego, reponiéndose, y como avergonzada:

-¡Oh, señorita! -exclamó mi tía Úrsula, disimulando apenas su disgusto- ¡nos ha hecho usted un miedo horrible!... Pero... siéntese usted, siéntese... ¿En qué podemos servirla?

-¡Cómo! -díjelas, con las lágrimas en los ojos, resentida y apesarada por aquella acogida tan fría- Tías mías, ¿no me reconocen ustedes ya? ¿no reconocen a Laura?

-¡Laura! -exclamaron a la vez las dos señoras, en el colmo de una profunda admiración.

-¡Bah! -añadió mi tía Ascensión-. Sin duda quiere usted burlarse de nosotras...

-¡Pero, en nombre del cielo! ¿no me parezco ya a esa Laura que partió hace diez años de esta   —72→   casa un día nueve de enero, llorada por sus tías, para ir a reunirse con su madre en Lima?

-¡Ah! si se trata de una semejanza ya eso es otra cosa -repuso la misma tía Úrsula; porque la otra estaba contemplándome silenciosa, y con un airecillo entre burlón y desdeñoso, como pasmada de mi audacia.

-Pero en fin -añadió la otra-, usted es forastera, y acaba de llegar, a juzgar por el traje que lleva. Siéntese usted, hija mía... aquí, a mi lado, en el cojín.

¿Viene usted del Perú? ¿ha conocido allá a Laura? ¡Háblenos usted de aquella querida niña del alma!

La obstinación de mis tías en desconocerme, me apesadumbró mucho más de lo que se hubiera podido pensar. ¿Tanto me había desfigurado la enfermedad que ya nada quedaba de mí misma? ¡Oh! ¡cuán fea me había puesto que mis tías, aun habituadas a sus rostros devastados por la edad me miraban con tan despreciativa conmiseración!

Absorbida por estas amargas reflexiones, no sé qué respondí a mi tía, y me senté a su lado muda, abatida, inmóvil.

Aprovechando de mi abstracción, «¡Ay! ¡niña!», dijo mi tía Úrsula al oído a su hermana. Solo que, como estaba sorda, hablaba en voz alta creyendo hacerlo en secreto:

-¡Ay! ¡lo que es el amor propio!   —73→   Mira a esta flacucha que quiere hacerse pasar por aquella perla de belleza y de frescura. ¡Me gusta su desvergüenza!

-Calla, Ursulita -replicó la tía Ascensión-, que en materia de vanidad, nadie te igualó jamás. Recuerda, aunque esto está ya a mil leguas de distancia, que tú también te creías parecida a la hermosa Carmen Puch, y la parodiabas en todo, hasta en aquel gracioso momito que hacía contrayendo los labios, que sea dicho de paso, si en ella estaba bien, porque su boca aunque bella era grande, y podía manejarla, a ti, con la tuya pequeña y fruncida te daba el aire de una perlática. ¡Ay! ¡Ursulita! ¡Ursulita! veo con pena que la envidia no envejece.

-Eso no puedes decirlo por mí, que siempre me hice justicia.

-¡Hum! porque no podías hacer otra cosa.

-¿Lo crees? ¡dilo!

-Yo sí.

-Pues yo te digo que si lo hubiera querido, cuando estuviste tan enfarolada por el doctor Concuera...

Mamá Anselma, una negra, antigua criada de mi abuela, entró en ese momento trayendo la cena, y puso fin a la disputa de las señoras, sobre su antigua belleza.

  —74→  

Persuadidas de haber hablado en voz baja, se volvieron hacia mí y me invitaron a ponerme con ellas a la mesa, sonriendo la una a la otra como si nada hubiese pasado de desagradable entre ambas.

Mama Anselma fijó en mí una larga mirada; pero no pudo reconocer a la niña que en otro tiempo llevaba siempre en sus brazos.

Sin embargo, cuando resignándome a pasar todavía por una extraña, di las gracias a mis tías por su invitación, mamá Anselma hizo un ademán de sorpresa, y acercándose a mi tía Úrsula, gritole al oído.

-Señora, si tiene la misma voz de la niña Laura.

-¿Quién? ¡mujer!

-Esta señorita.

-¡Dale!... ¡Y van dos!

Mamá Anselma había destapado los platos y servídome la cena, compuesta de jigote, un trozo de carne asada y aquel nacional y delicioso api mezclado con crema de leche cocida.

Mientras cenábamos, un mulatillo listo y avispado entró saltando detrás de mamá Anselma.

Era Andrés, su nieto, que diez años antes había yo dejado en la cuna.

El chico me dio una ojeada indiferente, y sentándose en el suelo, sacó del bosillo una trompa, y sujetándola entre los dientes, púsose a tocar   —75→   con la lengua aires que yo había tocado también en ella, cuando en otro tiempo habitaba aquella casa con mi abuela.

Los perfumes y la música son el miraje del recuerdo. A la voz doliente de esa trompa, al aroma familiar de aquellos manjares, el pasado entero, con las rientes escenas de la infancia, con los primeros ensueños de la juventud, surgió en mi mente, vivo, palpitante, poblado de imágenes queridas.

Volví a verme en aquel mismo salón, sobre aquel mismo estrado, sentada en esos cojines, apoyada la cabeza en el regazo de mi abuela, dormitando al arrullo de sus canciones, o bien revoloteando alegre entre esas dos tías que ahora no podían reconocerme; y los sonidos melodiosos de la trompa me parecían ecos de voces amadas que me llamaban desde las nebulosas lontananzas de la eternidad...

-Señora, si esa niña se ha quedado dormida -oí que decía mamá Anselma-. Vea su merced que ha soltado el cubierto y ha dejado caer los brazos.

-¡Calla! ¡dices verdad, mujer!

-¿No sería mejor, señora, prepararle la cama? Estará cansada; y más bien le hará dormir que cenar.

-Tienes razón. Pero, ¿dónde la acomodaremos?

-Aunque me pesa que alguien duerma ahí,   —76→   pero como no hay otro a propósito, en el cuarto de Laura.

Absorta en mis pensamientos, había escuchado este diálogo sin comprenderlo. Mi nombre pronunciado por mi tía Ascensión, me despertó del profundo enajenamiento en que yacía.

-¡Tías mías! -exclamé- ¡querida mamá Anselma! ¿es posible que os obstinéis todavía en desconocerme? Soy Laura, Laura misma, que atacada de una enfermedad mortal, ha perdido la frescura y la belleza que echáis de menos en ella. ¡Miradme bien, miradme!

Y arrojando el sombrero y el bornoz, les mostré mi rostro, mi talle, mis cabellos.

Las tres ancianas arrojaron un grito de gozo y de dolor y me enlazaron con sus brazos, riendo y llorando; haciéndome mil preguntas sin aguardar la respuesta.

Aquella escena en el estado de debilidad en que me encontraba, me hizo daño, y me desmayé.

Cuando volví en mí halleme en mi cuarto, acostada en mi propia cama, rodeada de mis tías y de mamá Anselma, que arrodillada a mi lado, me frotaba los pies con un cepillo...

Se habría dicho que el tiempo había retrocedido el espacio de diez años: de tal modo nada había   —77→   cambiando en aquel pequeño recinto desde la víspera del día que lo dejé para marchar al Perú.

Con gran trabajo logré escapar de la camiseta, las medias de lana y las frotaciones de sebo con ceniza que mis tías querían imponerme; primero, absorbiéndolas en el relato de mi fuga de Lima con todos los incidentes de mi viaje hasta la hora en que llegué cerca de ellas, y concluí por fingirme dormida.

Mis tres queridas viejas me abrigaron; arreglaron los cobertores en torno a mi cuello, y cerrando las cortinas, retiráronse sin hacer ruido.

Al encontrarme sola entreabrí las cortinas y di una mirada en torno.

Mi cuarto se hallaba tal como lo dejé hacía diez años. Allí estaba la cómoda en que guardaba mi ropa; más allá el tocador con su espejito ovalado, donde ensayé la primera coquetería; donde coloqué en mi profusa cabellera de quince años la primera flor de juventud. Al centro el sillón y la canasta de labor parecían esperar la hora del trabajo; aquí mi cama, en la que sólo habían cambiado la colcha; pero en cuyas cortinas azules estaban en su mismo sitio las imágenes de santos que yo tenía prendidas con alfileres. Sólo un cuadro de la Inmaculada, que adornaba el fondo había sido reemplazado por otro de la Mater Dolorosa, a cuyos pies estaban clavadas   —78→   dos candelejas con velas de cera y el denario de mi abuela.

Mis ojos, errando, arrasados de lágrimas sobre todos esos accesorios de aquella edad dorada de la vida, encontraron un objeto a cuya vista salté de la cama con la loca alegría de una niña.

Aquel objeto era la casa de mis muñecas. Corrí a ella; y sin curarme del mal estado de mi salud, senteme en el suelo y pasé revista a la fantástica familia.

Allí estaban todas esas creaciones maravillosas de mi mente infantil: Estela, Clarisa, Emilia, Lavinia, Arebela; engalanadas con los suntuosos arreos que mi amor les prodigaba. Sólo que aquellas bellísimas señoras se hallaban lastimosamente atrasadas en la moda. Sus galas olían a moho y el orín del pasado había empañado su brillo.

El alba me sorprendió sin haber cerrado los ojos y mamá Anselma se santiguó, cuando entrando en el cuarto con el mate sacramental de la mañana me encontró en camisa, sentada delante de la casa de las muñecas.

-¡Criatura de Dios! -exclamó- ¿qué haces ahí?

-Estoy visitando a estas pobres chicas que tú me dejabas en un lamentable abandono. Yo esperaba de ti otra cosa; creía que siquiera habías de mudarles ropa.

  —79→  

-¡Ay! ¡hija! si sólo de ver tu cuarto se me partía el corazón. Desde que te fuiste, las señoras han querido que aquí se rece el rosario, y yo, forzada así a entrar, cerraba los ojos para no ver tu cama, ni tu cómoda, ni tu sillón. ¿Cómo habría de tener valor para contemplar tus muñecas? ¡Mucho he llorado, niña mía!... ¡mucho he llorado por ti!... Últimamente me dijeron que te habías casado con un príncipe. Entonces me dije: «¡Ya no la veré más!», y cuando me mandaste aquellos pendientes de oro con perlas, me parecieron florones de tu corona; y pensaba que hallándote ya en tanta opulencia en aquellas hermosas ciudades, olvidarías del todo a Salta y a tu pobre mamá Anselma... Pero, niña mía, ¿por qué estás llorando?

-Nada, nada, querida mía; tonterías y nada más -díjela riendo para ahogar mi llanto-. Pero, dime, ¿qué peroles son esos que suenan a lo lejos?

-¡Cómo! ¿no reconoces ya las campanas del colegio donde te educaste? Están llamando el tercer repique de la misa de ocho y media.

-¡Es verdad! Hoy es domingo, y ésta es la segunda misa. Quiero asistir a ella. Anselma, ve a buscarme una alfombra: la de felpa verde que usaba mi abuela; porque mis pobres rodillas están muy descarnadas para resistir la luenga misa de aquel bendito capellán.

  —80→  

Anselma fue a buscar lo que le pedía, y yo, mirándome en mi ovalado espejito, me peiné y vestí con el esmero de quien desea agradar. Quería presentarme a mis antiguas compañeras en aquel colegio donde tantas lágrimas derramara echando a sonreírme los primeros ensueños de la juventud; esa encantada edad de las perfumadas guirnaldas, de los blancos cendales y las rosadas ilusiones. ¡Cuán diferente me encontraba, mirándome a la luz de aquellos recuerdos. Alumbrábame entonces el radiante sol de la esperanza; hoy... ¡hoy las sombras del desengaño oscurecían mi frente!

-¡Jesús! ¡que elegante está mi niña! -exclamó Anselma, que venía trayendo en una mano la alfombra, en la otra el libro de misa-. ¡Qué lujo! Vas a deslumbrar a más de cuatro presumidas... Pero, ¡ay! ¿Qué se hizo el tiempo en que con tu vestido de gaza y un botón de rosa en los cabellos estabas tan linda?

-Ese tiempo, mamá Anselma, se fue para no volver. Olvida a la Laura de entonces y acompaña a la de ahora al templo para pedir a Dios la salud, fuente de toda belleza.

-Y la recobrarás, niña mía. Sin contar con nuestros cuidados, te bastaría solamente respirar el aire de esta tierra bendita de Dios. Dime, criatura   —81→   ¿has visto algún país tan hermoso como el nuestro?

-El mundo es ancho, mamá Anselma, y encierra comarcas encantadoras; pero la patria es un imán de atracción irresistible; y la savia de la tierra natal, el más poderoso agente de vida.

¡Qué día tan bello! ¡qué aire tan puro! ¡qué trasparencia en el azul del cielo! -decía yo, aspirando con ansia la brisa de la mañana, mientras que, seguida de Anselmo atravesaba las calles de la ciudad.

-¡Ah!... ¿de dónde vienen estas ráfagas de perfume que embalsaman el ambiente? Se diría la triple mezcla del clavel, el jazmín y la violeta.

-De los balcones, niña mía. Las jóvenes han dado en la manía de convertirlos en jardines. Mira esas macetas de jazmín del Cabo, que dejan caer sus ramilletes casi al alcance de la mano. ¡Como ahora las niñas están enteramente dadas al lenguaje de las flores!... Qué, hija, si todo el día es una conversación de ventanas a veredas; y no se oye sino: amor ardiente, indiferencia, simpatía, traición, olvido, cita, espera, y otras palabras que yo no había oído en mi vida y que me parecen cosa de brujería.

-Calla, mamá Anselma, que, con algunas variantes, tú las dirías también, hace diez lustros... Pero... ¿no es éste el sitio que ocupaba   —82→   la vetusta casa donde estuvo mi escuela?... Sí, lo reconozco... entre Sanmillán y Ojeda. ¡Ah! ¿qué desalmado echó abajo sus derruidas paredes para reemplazarlas con esta casa, que, aunque muy bella, no vale el tesoro de recuerdos que aquellas encerraban?

-Cierto que encontró uno magnífico el gallego Hernando al desbaratarlas; pero no fue de recuerdos sino de oro y valiosas joyas, en un ángulo del salón donde se hacían las clases, en el sitio mismo que ocupaba la maestra, cuando tejiendo sus blondas vigilaba a las niñas.

-¡Horrible sarcasmo de la suerte! -exclamé, en tanto que mi pobre maestra, forzada al trabajo por la dura ley de la miseria, se entregaba a la tarea ingrata de la enseñanza, y a la más ingrata aún de las labores de mano, que dan pan a sus hijos, el ciego destino escondía bajo sus pies un tesoro para entregarlo a la codicia de un avaro sin hijos, sin familia, y peor que esto, sin entrañas.

Y la historia de aquella desventurada señora despojada y proscrita de su patria por la injusticia de una política brutal, vino a mi mente, con todas sus dolientes peripecias: la muerte de su esposo, su aislamiento y orfandad en la tierra extranjera. Vila sentada en el rincón oscuro de aquel salón destartalado, vestida de luto y los ojos bajos sobre   —83→   su labor, siempre meditabunda, y derramando a veces lágrimas silenciosas que rociaban las flores de su bordado.

-Pero, niña mía, ¿piensas quedarte ahí toda la mañana delante la casa de ese maldito usurero que la compró por nada, y con el oro que encontró la ha puesto así? Mira que ya ha dejado la misa y nos costará sabe Dios qué entrar a la iglesia, que estará atestada de gente.

Y me echó delante de ella con la autoridad que usaba conmigo cuando yo tenía cinco años, y me llevaba a paseo.

Al entrar en la plaza de armas, dejome pasmada la trasformación que se había operado en ella. Rodeábanle dos hileras de álamos alternados con frondosos sauces que formaban una calle sombrosa, fresca, tapizada de césped y flanqueada de asientos rústicos. El resto de la plaza era un vasto jardín con bosquecillos de rosas, y enramadas donde serpeaban entrelazados, el jazmín, la clemátida y la madreselva. Al centro elevábase un bellísimo obelisco cerrado por una verja de hierro, donde se retorcían los robustos pámpanos de una vid.

-¿Dónde vas, niña mía? Sigue por la izquierda. ¿Has olvidado ya el camino del colegio?

-No, pero quiero dar una vuelta en torno a esta hermosa alameda que me está convidando con todos   —84→   los aromas de que estoy privada, hace tanto tiempo.

-¡Criatura! ¿y la misa? Cuando lleguemos, habrá ya pasado.

-Siempre llegaremos a tiempo. ¿Acaso no conozco yo las costumbres de aquella casa? La madre sacristana llama a misa para despertar al capellán que se suelda con las sábanas.

-Eso era en tiempo de Marina, que era un pelmazo; pero este otro es una pólvora, que se reviste en dos patadas y se arranca la sobrepelliz de un jalón.

Mientras Anselma hablaba, caminaba yo con delicia sobre la menuda grama salpicada de anémonas rojas que tapizaba el suelo.

Una multitud de jóvenes madrugadoras, venidas como yo a respirar el aire embalsamado de la mañana, ocupaban los bancos, o bien, polqueaban, deslizándose rápidas sobre el césped, estrechamente abrazadas, sonriendo con el confinado abandono de esa hora matinal en que los hombres duermen y el mundo parece únicamente habitado por mujeres.

Entre ellas reconocí a muchas de mis antiguas compañeras. Habíanse formado y embellecido todas a punto de avergonzarme a la idea de presentarles mi demacrada persona. Así, recogí sobre mi rostro los pliegues del velo, y pasé delante de ellas fingiendo la indiferencia de una extraña.

  —85→  

Mas parece que mis arreos fueron muy de su gusto; pues me miraron con una mezcla de curiosidad y complacencia que no tenía derecho a esperar mi marchita belleza.

Al salir de la calle Angosta, divisé la fachada del colegio con su pobre campanario rematado por una cruz de hierro pintada de negro... Qué dulces y dolorosas emociones sentí a la vista de esa casa, donde se deslizaron los años de mi infancia entre penosos estudios y alegres juegos. Entonces deseaba crecer, dejar de ser niña y volverme una joven. Ahora deseaba que aquellos días volvieran para no pasar jamás.

Como Anselma lo había previsto, la misa estaba comenzada y el reducido templo lleno de gente.

Pero yo había aprendido en Lima la manera de abrirme paso entre la multitud y con pasmo de Anselma, nos encontramos ambas al pie del presbiterio, a tiempo que el capellán decía el Sanctus.

Un mundo de recuerdos invadió mi mente, cuando arrodillada y las manos juntas, levanté los ojos sobre aquel altar cubierto de flores, cuyo aroma me traía en ondas embalsamadas las rientes imágenes del pasado; de aquel tiempo en que vestida de blancos cendales y la frente coronada de rosas,   —86→   llevaba el solo, a causa de mi excelente contralto, en los cánticos sagrados.

Y de ilusión en ilusión, y de recuerdo en recuerdo, caí en un desvarío profundo que arrebató mi alma hacia las encontradas regiones del pasado.

El largo espacio que de él me separaba se borró enteramente; volví a ser la devota niña de aquel hermoso tiempo de piedad, de esperanza y de fe. Un santo entusiasmo se apoderó de mi alma; cuando, al instante de la elevación, las notas del piano preludiaron un acompañamiento, sin conciencia de lo que hacía, arrastrada por una fuerza irresistible, entoné el himno de adoración con una voz poderosa, llena de unción, que resonó en las bóvedas y en el corazón de los oyentes.

Un murmullo semejante al de las hojas de los árboles agitadas por el viento recorrió el templo, y cuando el coro entonó la segunda estrofa, escuché mi nombre mezclado a las sagradas palabras. Y abismada en una deliciosa admiración, abandoneme al encanto de aquellas melodías que transportaron mi alma a espacios infinitos...

¡Me había desmayado!

Cuando volví en mí encontreme en el perfumado claustro del colegio, bajo los naranjos en flor, brazos de mis antiguas compañeras, que me prodigaban cuidados y caricias. En torno a ellas,   —87→   turbulentas y curiosas, agrupábanse sus chicas...

¿Recuerdas esa piadosa costumbre del colegio?

-¡Ah! nunca olvidaré la dulce solicitud de mi grande, la angelical Anastasia F. Éramos ocho sus chicas; y otras tantas las de la bella y perversa Patricia T., su mortal enemiga...

-Háblame, por Dios, de esa historia, que a lo que parece, hizo época en el colegio.

-Fue una enemistad implacable de parte de la una; una bondad y paciencia incansables de parte de la otra. ¿Por qué la aborrecía? Anastasia no era ni bella ni rica para excitar la envidia en aquel corazón depravado. Mas, lo que Patricia no podía perdonarla era el respeto, la admiración, el amor que inspiraba.

En efecto, la una era el ídolo de la casa, la otra su terror.

Anastasia era el recurso en todas las necesidades, el alivio de todos los dolores, no sólo para sus chicas sino para todas las niñas del colegio. Llamábanla Consolatrix aflictorum; porque siempre tenía en los labios una palabra de consuelo, de promesa o de esperanza. No era devota, pero era una santa. Reía de los ayunos, de las disciplinas y de las largas plegarias; pero su alma, toda fe y amor, vivía en una perpetua aspiración hacia Dios.

¡Querida Anastasia! Paréceme verla todavía con   —88→   sus largos cabellos rubios, su rostro dulce y pálido y aquella sonrisa bondadosa y triste que adormía sus ojos azules, dándoles una expresión angelical.

Patricia era una beldad soberbia en toda la esplendente acepción de la palabra. Imposible sería imaginar ojos tan bellos como los suyos, ni cabellos rizados tan undosos y brillantes, ni cuerpo tan esbelto, ni voz tan suave y vibrante, ni lisonja tan irresistible como la que se deslizaba de su rosada boca.

Pero aquella hechicera figura encerraba un alma de demonio llena de odio y de crueldad: ¡Ay! ¡de aquellos a quienes ella aborrecía! y ¡ay! ¡también de los que amaba! Unos y otros eran sus víctimas.

-En mi tiempo existían todavía en el salón de dibujo dos retratos de ellas hechos por tu hermana. La una vestía las galas del mundo; la otra el hábito de religiosa. Aunque hacía largo tiempo que ellas no lo habitaban ya, en el colegio su memoria estaba aún viva; y en las veladas de las noches de luna bajo los naranjos del patio, las monjas cuchicheaban no sé que misteriosa conseja respecto a esas dos jóvenes pensionistas, que excitaba grandemente mi curiosidad, a causa del sigilo mismo con que de ello hablaban.

Un día fui a preguntarlo a Sebastiana, aquella chola jorobada, antigua cocinera del colegio.

  —89→  

-Nada te importa eso, niña -me respondió atizando su fuego-. Ve a estudiar tu lección y pide a Dios que te libre de tener una enemiga.

Estas palabras no eran a propósito para desvanecer mi curiosidad; pero, por más que pregunté, insinué y me di a escuchar las pláticas de las grandes y de las monjas, nunca pude recoger más que frases sueltas, como -odio, venganza, abandono, castigo del cielo, y otras así, incoherentes... ¿Qué fue ello?

-¡Ah! ¡una historia! un drama que comenzó en los apacibles claustros del colegio y acabó con un desenlace trágico entre las tempestades de la vida mundana.

Anastasia no quería creer en el odio que Patricia la había jurado. Reía de las hostilidades de su enemiga, no con desdén, sino con dulzura; y las llamaba: las locuras de Patricia. Reñía a sus chicas y únicamente en esas ocasiones con severidad, cuando más prácticas que ella en los senderos del mal, vengábamos los ultrajes sangrientos que la infería su antagonista, a quien, por acaso providencial, tenía siempre ocasión de devolverle en bien todo el mal que ella le deseaba.

Acercábase la fiesta de la Asunción, brillante solemnidad celebrada con banquetes, refrescos, procesiones, premios y un panegírico en honor de   —90→   la Santa Patrona del colegio, pronunciando por una de sus párvulas, de lo alto de la cátedra y ante un inmenso auditorio.

Las grandes codiciaban para sus chicas aquella ocasión de lucir sus dotes intelectuales; y había candidaturas oficiales y populares; meetings y acalorados debates.

Pero allí se empleaba un procedimiento digno de ser estudiado por nuestros congresos constitucionales y muy superior a la teórica prueba de los programas. Las chicas aprendían de memoria el panegírico y lo recitaban ante un comité municipal, que acordaba sus votos a aquella que más gracia ostentaba en la declamación.

La bella Dolores del Sagrado Corazón, vicerrectora del colegio, y cuya favorita era Patricia, se declaró por una de las chicas de ésta: ensayola para ello y la presentó al comité, que presidía como directora de estudios, si no recomendándola, insinuándose al menos de un modo explícito en favor suyo.

-¡Ah! -exclamó, Laura, interrumpiéndome- ¿recuerdas a esa altiva beldad? En mi tiempo era ya rectora y la llamábamos «Rosas segundo» por su magistral despotismo. Qué inmenso rol habría representado en el mundo esa mujer que reunía en sí todos los encantos que pueden fascinar   —91→   la mente y cautivar el corazón; una belleza seductora; una gracia irresistible; y bajo la sombra de su velo, mezclada a desdeñoso orgullo, la más refinada coquetería. ¿Oíste jamás una voz tan hechicera como la suya? Cuando se elevaba en los cánticos sagrados enlazada con los melodiosos acordes del órgano, había en su acento una expresión tal de voluptuosidad y de terrestre pasión que me hacía apartar los ojos de la imagen de Jesús para buscar en los oscuros ángulos del templo el ser humano a quien se dirigía.

Nada tan decisivo como su tiránica voluntad, que se imponía como una ley del destino.

Antes de oírtelo decía, sé ya que en la ocasión de que hablas, triunfó en su propósito.

-No. Como pocas veces sucede en el mundo, triunfó la justicia.

Anastasia no tenía protectores ni los buscaba. Ensayó concienzudamente a sus chicas, sin preferencia por ninguna; pero había entre ellas una morenilla de diez años tan linda, graciosa y despabilada, que en el ensayo general se llevó todos los votos a pesar del influjo y de la presencia misma de la orgullosa vicerrectora.

Nunca olvidaré la mirada fulminante con que sus magníficos ojos envolvieron a la pobre Anastasia y a su victoriosa chica; ni la amarga sonrisa que   —92→   les dirigió Patricia, ni el pícaro momito de ingenioso desdén con que los infantiles labios de la niña acogieron aquella doble amenaza.

Anastasia tenía bajos sus modestos párpados, y no vio esos relámpagos de la tempestad que se cernía sobre su cabeza.

Esta escena tuvo lugar la víspera de la fiesta.

Radiante de gozo por el triunfo de su chica, Anastasia se entregó a la tarea, grata para ella, de engalanarnos. ¡Cuántas papillotas hizo aquella noche! Estábamos ya dormidas y ella tenía todavía nuestras cabezas entre sus manos.

Al día siguiente, millares de rizos, negros y blondos flotaban bajo nuestros velos, que Anastasia arregló con gusto exquisito, prendiendo sobre ellos graciosas coronas de rosas blancas.

La fiesta fue celebrada aquel año con inusitado esplendor. El templo y el prado que le sirve de atrio estaban sembrados de flores; doscientas niñas vestidas con el blanco uniforme de gala, adornada de ramilletes y de vaporosas nubes de tul, alzábase una cátedra. Sobre sus diez gradas habían extendido un tapiz de felpa carmesí del más solemne efecto; pero que no intimidó a la linda oradora, que subió con paso firme y sereno ademán; dirigió un tierno saludo a la Virgen, y volviéndose al numeroso   —93→   auditorio que llenaba el prado, pronunció el panegírico, dando a su voz inflexiones tan armoniosas y a su fisonomía tal encanto, que arrebató de entusiasmo a sus oyentes.

Extasiada al escucharla, Anastasia estaba, si no bella, encantadora, bajo el blanco velo que tan bien se hermanaba con su tez de nieve, sus grandes ojos azules, y los dorados bucles que ornaban su frente purísima y serena.

Arrodillada al pie del trono de María, llevando un pebetero de aromas en la mano, y absorta en piadosa meditación, contemplaba maquinalmente las ondas de humo que saturaban el aire con el místico perfume del incienso...

De repente sus ojos encontraron una mirada que hizo descender su alma de las alturas donde se cernía con Dios...

Patricia, que estaba cerca y la espiaba, interceptó aquella mirada...

Anastasia salió del templo pensativa y triste.

Patricia con aire de triunfo, y en los labios una cruel sonrisa.

Desde aquel día, Anastasia, tan contraída al estudio, pasaba largas horas con el libro abierto sobre sus rodillas, inmóvil y la mirada fija, al parecer en la contemplación de un objeto invisible. Hondos suspiros se escapaban de su pecho; y con frecuencia   —94→   la veíamos elevar los ojos -para mirar al cielo- decía ella; pero en efecto, para hacer retroceder lágrimas, que se agolpaban en ellos.

A la pálida indulgencia con que recibía las ofensas de su enemiga sucedió una resignación triste y silenciosa. No la miraba ya con serenidad: mirábala con terror.

Nosotros observábamos este cambio con dolorosa admiración; y nos preguntábamos, qué podía arrancar esa alma a su beatífica tranquilidad.

Un día Patricia dejó el colegio. Sus chicas fueron encargadas a otra grande, que ocupó también su puesto en el dormitorio, el comedor y el templo.

Esta ausencia que libertaba a Anastasia de una mortal enemiga, pareció aumentar, sin embargo, la tristeza que se había apoderado de su alma. En las horas de recreo, en vez de rodearse de sus chicas cual antes acostumbraba para repartirnos dulces, o contarnos cuentos, alejábanos de su lado, y sola, silenciosa y sombría, paseábase a lentos pasos en los sitios más retirados del jardín; o bien sentada al pie de un árbol, quedábase inmóvil, oculto el rostro entre las manos, hasta que la campana de clases la llamaba.

Un día que, reunidas en torno suyo, dábamos a nuestra lección el último repaso, que ella corregía con esmero, así en el acento como en la dicción,   —95→   trajéronla un ramillete magnífico, formado con flores características y atado con un lazo blanco de moaré, del que pendía una ancha tarjeta con dos nombres en relieve. Nosotras no leímos los nombres; pero sí el significado del ramillete, cuyas flores decían:

-Odio satisfecho; Deliciosa venganza; Amor desdeñado; Deseos cumplidos.

Anastasia tomó en sus manos el ramillete y contempló largo tiempo, inmóvil y pálida, los nombres y las flores que contenía. Cerró nuestros libros, nos abrazó a todas, condújonos a clase y desapareció.

Cuando, acabadas las clases, entramos a la iglesia para la plegaria que precedía a la cena, vimos el misterioso ramillete a los pies de la Virgen; y como nos encontrásemos solas y preguntáramos por Anastasia, se nos dijo que estaba en retiro para tomar al día siguiente el velo de novicia.

Como a las chicas de Patricia, diéronnos también otra grande, que nos pareció una madrastra y a quien como a tal tratamos, llorando amargamente, cuando a lo lejos divisábamos bajo su blanco velo, el dulce rostro de Anastasia que nos enviaba una sonrisa triste.

Poco después, la bella voz de Anastasia no resonó ya entre los sagrados coros; y su reclinatorio quedó vacío al fondo de la nave. Estaba enferma y no   —96→   podía dejar el cuarto. Los médicos declararon que se hallaba atacada de una enfermedad pulmonar, y la ordenaron ir a respirar el aire de los campos.

Vecina al pintoresco pueblo de Cerrillos, poseía el colegio una pequeña heredad, solitaria y agreste, cuya entrada se abría sobre una cañada desierta y daba paso a un edificio situado entre un jardín y un huerto que se extendía hasta las primeras casas del pueblo.

Allí fue a encerrarse Anastasia con su mortal dolencia y el oculto pesar que parecía roer su alma.

Corrían entonces los días de la primavera, la más bella época del año en aquel hermoso país, que se cubre de flores desde la cima de los bosques hasta la menuda yerba de los campos.

Pero ni la embalsamada fronda de las selvas, ni el alegre canto de las aves, ni el murmurio de las fuentes, ni el verdor florido de los prados, ni las lontananzas azuladas del horizonte, nada era fuerte a distraer la misteriosa tristeza que se había apoderado del alma de Anastasia y minaba sordamente su existencia.

Huía de toda compañía, de todo ruido; ocultábase de todas las miradas; y sólo al caer la tarde se le veía pasear lentamente, a lo lejos, entre las arboledas desiertas, pálida y silenciosa como una sombra.

Los días de carnaval llegaron, y con ellos un   —97→   mundo de alegres huéspedes al lindo pueblo de Cerrillos. Los anchos corredores de sus casas se convirtieron en salones de baile; y sus huertas, que separadas sólo por setas de rosales forman una vasta fronda, resonaron con músicas y cánticos.

Anastasia, cuya tristeza creció con la alegría que zumbaba en torno suyo, retrájose aún más en su aislamiento, y no osó ya poner el pie fuera del recinto de la casa, sino a la hora de las sombras, cuando el juego y el sarao convidaban a los presentes con los ardientes placeres de la cuadrilla y del monte.

Entonces, despreciando los consejos de los médicos que le prohibían los paseos nocturnos, envolvíase en su velo y vagaba en las tinieblas de la desierta campiña hasta que el aura húmeda del alba mojaba sus cabellos y helaba su cuerpo.

Una noche que había llevado sus pasos hacia el lado del pueblo, Anastasia, fatigada en el cuerpo y en el espíritu, sentose en un paraje ameno, plantado de moreras y de floridos arbustos.

Profundo silencio reinaba en torno, interrumpido sólo por el arrullo de las tórtolas animadas en la fronda y por los lejanos rumores de la fiesta que el viento traía en perezosas bocanadas al oído de la religiosa como ecos de otro mundo, de un mundo   —98→   perdido para ella, pero hacia el cual volaba siempre su alma en alas del recuerdo.

El murmullo de dos voces que hablando quedo se acercaban, arrancó de súbito a Anastasia de su profunda abstracción.

La anchurosa falda de raso de una mujer que pasó a su lado sin percibirla, rozó el blanco hábito de la novicia.

Anastasia se estremeció: un sudor frío bañó sus sienes.

Aquella mujer era Patricia.

Apoyábase en el brazo de un hombre y la mirada de sus ojos, tan irónica y altiva, fijábase en él, sumisa y apasionada.

Anastasia levantó con timidez la suya para mirar a aquel hombre; y por vez primera en su vida, una sonrisa amarga contrajo sus dulces labios.

Pero esta sonrisa se cambió en una sorda exclamación de espanto cuando detrás de un árbol surgió de repente ante la enamorada pareja un hombre ceñudo, sombrío, terrible, armado de dos pistolas, que arrojando una a los pies del compañero de Patricia:

-Defiéndete, infame -le dijo-. Tengo el derecho de matar como a un ladrón al que bajo la fe de la amistad me ha robado la honra; pero quiero concederte el combate. Arma tu brazo y muestra al menos que no eres cobarde al frente de   —99→   un enemigo, como lo has sido ante las leyes del honor.

A esta sangrienta provocación, el desafiado rugió de cólera y se precipitó sobre la pistola.

Patricia se arrojó entre ambos contendientes.

-Mátame a mí -exclamó volviéndose al otro-. Yo la amo; y si alguno de nosotros debe morir, ¡ese soy yo!

Pero el inexorable adversario la apartó con un ademán de desprecio y preparando el arma, mudo y severo, esperó.

Patricia cayó postrada en tierra, exclamando:

-¡Luis! ¡no te dejes matar!

Sonó una doble detonación y uno de aquellos hombres cayó bañado en su sangre.

Patricia exhaló un grito y se desmayó.

El vencedor tomó en sus brazos a Patricia desmayada y se alejó.

Anastasia, vuelta en sí del terror que la había tenido inmóvil entre la sombra, arrojose sobre el cuerpo inerte del herido. Con una mano restañó la sangre que salía a borbotones de su pecho; con la otra arrancó un tallo de yerba mojado de rocío, y humedeció su frente.

El moribundo abrió los ojos, y su mirada encontró, inclinado sobre él, el rostro pálido de Anastasia.

  —100→  

-¡Ángel del cielo! -exclamó- ¿vienes a tomar mi alma como aquel día... entre nubes de incienso... al pie del altar?... ¡Ah!... Un demonio la extravió de su beatífico vuelo hacia ti...

Su mano, ya fría, buscó la mano que cerraba su herida y la llevó a sus labios que, en vez de un beso, dejaron en ella un suspiro.

Era el último.

La luz del día encontró a Anastasia de rodillas al lado de un cadáver...

Patricia desapareció sin que las investigaciones que se hicieron para descubrir su huella tuvieran otro resultado que datos inciertos. Hubo uno vago, pero terrible.

Una silla de posta había sido asaltada por los indios en las solitarias etapas de la Pampa. En ella iban un hombre y una mujer. Los salvajes mataron a aquel y se llevaron a ésta.

El postillón, que había logrado escaparse, nada sabía de los viajeros que llevaba, sino que las mujer, joven y bella, respondía al nombre de Patricia.

Poco después del drama que tuvo lugar en Cerrillos, la iglesia del colegio, enlutada, aunque sembrando de flores su pavimento, resonaba con los fúnebres versículos de Exequias.

Al centro de la nave, entre cuatro cirios, había   —101→   un ataúd cubierto con un velo blanco sobre el que se ostentaban una palma y una corona de rosas.

Anastasia había dejado a sus compañeros para ir a morar entre los ángeles...

¡Ahora, perdón, hermosa desmayada! Atraída por el recuerdo hacia los encantados mirajes del pasado, olvidé que te dejaba en una situación asaz comprometida, entre los cuidados de las grandes y los alfileres de las chicas, que desearían saber a qué atenerse de la verdad de tu accidente.

-Recuerda que ya volví en mí, cuando partiste a la región de los recuerdos.

Encontreme, como ya he dicho, rodeada de mis antiguas compañeras, trasformadas, casi todas, en bellísimas jóvenes, unas de ojos negros y largas cabelleras; otras de azuladas pupilas y de rizos blondos.

Forzoso me es confesar, si he de ser sincera, que me sentí humillada ante aquellas beldades frescas y risueñas, cuyas rosadas bocas besaban mi enflaquecida mejilla.

Por ellas, por esa innata propensión del corazón humano a desear aquello que nos falta, envidiaron mi palidez y la lánguida expresión de mi semblante que decían daba un nuevo encanto a mi fisonomía.

El día se pasó para mí como un soplo, recorriendo los claustros, los salones, el vergel, escuchando a   —102→   mis compañeros presentes, demandando el destino de las ausentes; refiriéndoles, para satisfacer su curiosidad aquello que de mi historia podía decir sin contristar su ánimo; pero sobre todo, hablando del pasado, de esa región luminosa, poblada de celestes visiones.

Evocado así, en su propio escenario, aquel tiempo desvanecido, alzábase, al calor prestigioso de la memoria, vivo, palpitante; y sin conciencia de ello, reíamos y saltábamos, cantando los alegres aires de la infancia, enteramente olvidadas del espacio que de ella nos separaba.

La voz de Anselma, que me recordaba la hora, disipó aquellos dorados nimbos, volviéndonos, a la realidad.

No quiero darte envidia, detallando la historia de esos encantados días arrebatados a la muerte y transcurridos bajo el bello cielo de la patria, acariciada por las calurosas afecciones de la amistad y de su familia. Mi vida era una continuada fiesta.

Hoy era un banquete; mañana una cabalgata en torno a las pintorescas chacarillas que rodean la ciudad; ora un baile campestre bajo las frondas de las huertas, ora una romería al poético santuario del Sumalao.

Un día proyectamos una ascensión al San Bernardo. El programa era: merendar en su cima,   —103→   bailar allí una cuadrilla y contemplar la puesta del sol.

En efecto, al caer la tarde, más de veinte jóvenes, llevando en el brazo canastillos de provisiones, escalábamos aquel bellísimo cerro cubierto de árboles y de olorosas yerbas. Nuestra algazara podía oírse a lo lejos. Todas hablábamos y reíamos a un tiempo. Aquí, un grito de gozo a la vista de una flor; allí, otro de terror a la aparición de un zorro; más allá, una exclamación de entusiasmo ante el inmenso horizonte.

Para dar más expansión a nuestra alegría, habíamos excluido a los hombres, cuya presencia nos habría sido inoportuna en aquel paseo, que era más bien una reminiscencia de la niñez; del tiempo en que íbamos con las nodrizas a merendar empanadas en las orillas del Husi.

-Yo -decía una- he ocultado nuestra excursión a papá, que la hubiera encontrado temeraria.

-No así el mío, que la ha aplaudido con entusiasmo -replicaba otra.

-¿Y tus hermanos, Carolina? Por cierto, que la habrán desaprobado.

-En lo absoluto, alma mía; y me prohibieron venir, a menos que, el gracioso comité organizador del programa los llamara a ellos para servirnos de escolta.

  —104→  

-¡Qué insolente pretensión! ¡Como si nosotras no bastáramos a nuestra propia defensa!

Y aquella que así hablaba, abriendo su canastillo, exhibió con denuedo la tercera pieza de su cubierta.

Las otras la imitaron; y veinte cuchillos de punta redonda salieron a recluir, empuñados por las manos más bellas del mundo.

Una carcajada general sazonó aquella escena.

Charlando y riendo así, llegamos, como al tercio de nuestra ascensión, a una plataforma tapizada de grama, donde brotaba un manantial entre matas floridas de amancaes.

Seducidas por la belleza del sitio, resolvimos desviarnos del programa y sentar allí nuestros reales.

Mientras que algunas tocaban alegres danzas en el organito que debía servirnos de orquesta y otras arreglaban en servilletas sobre la yerba los primeros de la merienda, habíame yo sentado en una piedra, y contemplaba con delicia el magnífico panorama que se extendía a mis pies.

Al frente, redondeábanse en suaves ondulaciones las verdes colinas de Castañares, cubiertas de pintados rebaños; a mi derecha el Campo de la Cruz atraía la mirada con su manto de verdura y sus gloriosas memorias; a mi izquierda entre el follaje de los huertos, el río, que teñido con los rayos del sol   —105→   poniente, semejaba una cinta de fuego; y al centro, en medio al encantado paisaje que le servía de marco, la ciudad, con sus torres, sus blancas azoteas y sus rojos tejados, se agrupaba, como un tablero de ajedrez, al pie del San Bernardo. Desde el paraje elevado en que me hallaba, casi a vuelo de ave, veíase distintamente el interior de las casas y el movimiento de sus moradores. Sus edificios monumentales se destacaban fantásticos sobre un océano de vegetación.

La Viña, entre los vergeles de la Banda; la catedral, con sus cipreses piramidales; la plaza, con su obelisco y sus románticos jardines; el convento suntuoso de Propaganda; y más cerca, casi bajo mis ojos, donde antes era la Congregación de Belermitanos, el monasterio de las Bernardas.

A su vista, la imagen de Carmela me apareció de repente y un amargo remordimiento oprimió mi corazón.

Entregada a la egoísta alegoría del regreso a la patria, me paseaba con mis amigas de infancia, olvidando a aquella que me había confiado las penas de un amor infortunado; y que encerrada en esos muros, extranjera y sola, carecía de una compañera en cuyo seno pudiera llorarlo.

Mis ojos, arrasados de lágrimas, buscaban entre   —106→   las sombrías arcadas del claustro, la gentil figura de la monja.

-¡Qué! -exclamó, corriendo hacia mí, una de nuestras jóvenes- ¿se viene aquí a contemplar musarañas o a danzar y merendar?

Y procuraba arrastrarme consigo al torbellino de una lancera, que en ese momento ejecutaba el vals; un vals desenfrenado, en que los pies volaban con los acordes precipitados del organillo.

Pero yo estaba muy dolorosamente conmovida para mezclarme al gozo turbulento de las otras. Pretexté cansancio; y la bailarina, notando mi tristeza, dejome y se fue en busca de otra pareja.

Quedeme sola, sentada sobre el rápido declive de la montaña, al abrigo de un matorral que me ocultaba a la vista de mis compañeras.

Y pensaba en Carmela, en el bello cubano y en sus misteriosos amores al través de las soledades del desierto; y me preguntaba cuál sería el destino de ese sentimiento divinizado por el dolor, y encadenado a un imposible...

Un grito inmenso de terror me arrancó a mi profunda abstracción.

Volvime para mirar hacia donde estaban mis amigas, creyendo que fuera alguna nueva locura; pero el espectáculo que encontraron mis ojos, me dejó helada de espanto.

  —107→  

El órgano se había escapado de las manos que lo tocaban; y el personal de la cuadrilla reunido en un grupo compacto y petrificado, tenía fijos los ojos en una docena de horribles salteadores de miradas torvas, largas e incultas barbas, desgreñados cabellos, sombreros cónicos que cubiertos con el chiripá rojo de los montoneros, y los pies calzados con tamangos de potro, armados de rifles, revolvers y puñales, las cercaban, estrechando cada vez más un círculo en torno de ellas.

¡Cosa extraña! En aquellos rostros patibularios, los ojos eran idénticos; ¡horribles ojos! De párpados llagados y sangrientos que dilatados como los labios de una úlcera daban a sus miradas una expresión indecible de ferocidad.

-¡Hola! ¡hola! -exclamó el capataz de la banda, un hombrón descomunal de erizada cabellera.

-¡Bienvenidas las bellas chicas, con su música y su riquísima merienda! ¡Qué me ahorquen si esto no se llama miel sobre buñuelos! Bailaremos y merendaremos juntitos; y luego, en santa unión y compañía iremos a reposar en nuestra caverna. ¡Ya veréis!

-¡Misericordia! -exclamaron mis pobres compañeras, pálidas de terror, cayendo a los pies del bandido.

-¡Por el amor de Dios! -decía una.

-¡Tenga usted piedad de nosotros! -clamaba otra.

  —108→  

Y simultáneamente: «¡He aquí mi dinero!» «¡He aquí mis joyas!» «¡He aquí mi chal de cachemir!» «Tómelo usted todo, pero déjenos partir».

-¡Partir! ¡qué locura! ¡Ah! ¡no sabéis cuán bella es la vida a salto de mata! Venid a probarla, con vuestro dinero, y vuestras joyas, y vuestros cachemires, que no nos vendrán mal en el triste estado en que yace nuestra bolsa.

-¡Ah!, si queréis oro, enviad un mensajero pidiendo a nuestros padres el precio de nuestro rescate; ellos darán cuanto exijáis; pero ¡en nombre del cielo! ¡no nos llevéis de aquí!

-¡Bah! ¿nos creéis, acaso, ladrones italianos? No, señoritas: somos bandidos argentinos, demasiado galantes para recibir dinero por precio de la beldad. ¡Vender lo inapreciable!... Pero, estamos perdiendo el tiempo en preludios. ¡Al avío! Hemos interrumpido vuestra danza, y es necesario volver a comenzar. ¡Ha de la orquesta!

Pero la pobre organista más muerta que viva no se encontraba en estado de ejercer sus funciones.

-¿La artista nos rehúsa su ayuda? Pues que por eso no falte. ¡Traga diablos! ¡Hazte cargo de esa chirimía y espétanos una habanera, que no haya más que pedir!

-No será sino el Huracán -dijo el que respondía al terrible apodo. Y apoderándose del organillo, tocó   —109→   un verdadero huracán, un vals de una velocidad vertiginosa, que los otros acogieron con hurras de gozo; y arrebatando a mis aterradas compañeras entre sus brazos, comenzaron una danza de demonios.

Hasta entonces, el miedo me había tenido inmóvil acurrucada entre el matorral y la piedra que me sirvió de asiento, conteniendo la respiración por temor de ser descubierta, por más que deseara escaparme, descolgándome, como una galga por la rápida pendiente para ir a la ciudad en busca de auxilio para mis desventuradas amigas.

Cuando los bandidos, arrastrándolas consigo, comenzaron su espantosa ronda, pareciome la ocasión propicia; pero el terror había de tal manera relajado mis articulaciones, que me fue imposible alzarme del suelo, ni hacer el menor movimiento.

Quedeme, pues, agazapada bajo el matorral, fija la fascinada vista en la danza infernal de aquellos hombres, que pasaban y repasaban delante de mí, en rápidas vueltas, llevando entre sus brazos semimuertas y desmelenadas a esas hermosas jóvenes, poco antes tan alegres y valientes.

-¡Por los dientes de Barrabás! ¡a la mesa! ¡y basta de piruetas! -exclamó de repente Traga Diablos, arrojando lejos de sí el organillo.

Detenidos a la mitad de un compás, los bandidos tomaron del brazo a sus parajes y se dirigieron al   —110→   sitio donde sobre blancas servilletas se ostentaban los apetitosos prodigios de la merienda.

-¡Alto ahí! ¡por vida de Belcebú! -gritó el capataz-. ¿Os atreveréis a sentaros al lado de señoras tan elegantes y primorosas en esta desastrada facha? ¡Vamos! ¡aquí todo bicho!... ¡Ahora, una mano de tocador!... ¡A la una! ¡a las dos! ¡a las tres!

A estas palabras, viose caer en tierra una lluvia de barbas, de narices, de parches y lobanillos. Los bandidos pasaron la mano sobre sus párpados sanguinolentos, que perdieron instantáneamente su repugnante aspecto, cubriéndose de largas pestañas, a cuya sombra, las jóvenes vieron atónitas, ojos bellos y benévolos, que las contemplaran con amor.

-¡Alfredo!

-¡Eduardo!

-¡Carlos!

-¡Enrique!

-¡Mis hermanos!

-¡Papá! -exclamaron simultáneamente mis compañeras, arrojándose en los brazos de esos hombres que un momento antes les inspiraban tanto terror.

-¡Oh! ¡Alfredo! y dice usted que me ama, y quiere ser mi esposo... ¡y me expone a morir de espanto!

-¡Ah! nunca se lo perdonaré a usted, Eduardo.

  —11→  

-¡Ni yo a usted, Carlos!

-Enrique desea enviudar; y como sabe que soy nerviosa, quiso darme este susto mortal.

-¡Y tú también, papá! En verdad que algunos padres tienen una sangre fría que...

-¡Perdón, querida Anita! Quise sólo probar tu arrojo -respondió el capataz, convertido ahora en un venerable anciano-, pero ¡ay! ¡hija mía, me he convencido de que en punto a valentía, eres una miseria!

-Nosotros -dijo Alfredo-, que no concebimos dicha posible sin ustedes, deseamos vengarnos un poco del desdén con que habíamos sido excluidos de tan agradable excursión.

-Es que nosotras queríamos jugar como niñas.

-Nosotros habríamos también jugado como niños, cazando torcazas, persiguiendo mariposas, asaltando nidos y lechiguanas.

-Pues, ¡pelillos a la mar! que el sol se pone y la merienda nos espera.

-Pero, ¿cómo hicieron ustedes, por Dios, para tornar sus ojos tan horribles?

-Recuerdos del colegio: nos pusimos los párpados al revés.

-¿Qué es de Laura?

-¿Habrá huido o se ha ocultado tras de alguna mata?

  —112→  

-Vamos a buscarla. ¡Pobrecita! Lo cierto es que ha habido motivo de sobra para morirse de espanto.

El temor de ser sorprendida en el ridículo estado a que el terror me había reducido; hízome sacudir mi postración, y ponerme en pie más que deprisa.

-¡Miedo! -exclamé, saliendo de mi escondite- ¡bah! Túvelo sólo, queridas mías, de ver morir a ustedes de susto en los brazos de sus bailarines... Pero no se habla más de ello -añadí, temiendo que notaran mi palidez-, pido perdón para estos señores; y como decía, no ha mucho Traga Diablos, basta de piruetas y vamos a la mesa.

Sentámonos sobre la fresca yerba; y los bandidos poco antes tan espantosos, tornáronse unos comensales amabilísimos; dijeron tales chistes, inventaron tales locuras, que nos hicieron olvidar el horrible susto que nos dieran.

Era ya noche cuando llegamos a la falta del cerro. De allí a las primeras casas de la ciudad se extiende en suaves ondulaciones, una pradera cubierta de yerba y de plantas balsámicas, que exhalaban bajo nuestros pasos un perfume delicioso.

A la derecha, bajo el ramaje de un sauce, divisábamos el Yocci de temerosa memoria; a la izquierda los muros del monasterio de las Bernardas,   —113→   destacaban su negra silueta en el azul estrellado de la noche.

Al acercarnos a la muda facha de un hombre que se hallaba allí inmóvil, apoyado en una columna, éste se alejó con aire meditabundo.

A pesar de la oscuridad que ocultaban sus facciones, creí reconocer en aquel hombre a Enrique Ariel.

Y pensé otra vez en Carmela, y otra vez vituperé mi olvido egoísta y culpable.

Pero cuando al siguiente día fui al monasterio y me anuncié a ella, en vez de verla llegar recibí una carta suya.

«Doloroso es -decía- negarme el consuelo de abrazarte. ¡Habríame hecho tanto bien!

Pero tus palabras, tus miradas, el acento de tu voz serían otras tantas reminiscencias del pasado, ráfagas de un recuerdo que es preciso desterrar del corazón, mirajes de esos días del desierto que han dejado en mi existencia un surco de fuego.

¡Adiós! Vuelve a los esplendores de la vida, y no quieras acercar su luz a las tinieblas del sepulcro».

Esta carta me entristeció profundamente.

Había guardado la esperanza de que Carmela cediera a la voz del amor, y sobreponiéndose a fanáticas preocupaciones, recobrara su libertad.   —114→   ¡Es tan fácil relajar un voto arrancado por el terror!

Pero Carmela no se sacrificaba a la religión: sacrificábase al punto de honor.

Alejeme llorando de aquella tumba de vivos, donde tantos corazones jóvenes víctimas de falsas ilusiones, van a sepultar en la aurora de la vida, el amor y la felicidad.

Mis amigas, que me vieron pensativa y triste, proyectaron un paseo a las colinas encantadas de Baquero, en cuyas quiebras maduran los purpúreos racimos de la zarzamora, delicia de las salteñas.

¡Tú conoces esos parajes, cuyo suelo tapizan las más bellas flores, donde abre, entre los rosales, su gracioso parasol la refrescante quirusilla, que tanto brillo da a los dientes de las jóvenes que la trituran con voluptuoso deleite!

Sólo quien ha visitado esos lugares, puede formarse una idea de su pintoresca belleza, y de la infantil alegría que se apodera del alma al recorrerla.

Pasamos allí dos días vestidas de pastoras, coronadas de lirios, calzadas con el coturno de las hijas de Arcadia, comiendo al borde gramoso de los manantiales la tierna cuajada, el mantecoso quesillo con la dulce lechiguana.

En la mañana del tercer día regresamos, trayendo con nosotras gigantescos ramilletes de fresas que   —115→   en la noche pusimos en lotería, para socorrer a una pobre viuda paralítica que nos había cedido su cabaña...

-¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó de pronto Laura, dirigiendo una mirada a la ventana por la que penetraba un blanco rayo de luz- ¡cuánto he charlado! ¡Si ya es de día!

-¡Bah! ¿qué importa?

-Para mí, que duermo hasta las doce, nada; ¡mas para ti, desventurada, que te levantas a las seis!

-Me levantaré a las siete.

-¡Una hora de sueño!... ¡En fin, algo es!

Y poniendo la cabeza bajo la almohada, quedose dormida.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-¡Ah! -dije a Laura, cuando el silencio de las altas horas de la noche nos hubo reunido-, todo el día he pensado con envidia en esa ojeada al hermoso panorama de la patria. ¡Dichoso quien puede ir a buscar, en los grandes dolores del alma, aquel oasis bendito!

-Sin embargo -replicó ella- a medida que el tiempo transcurría, las gozosas impresiones del regreso a la patria se desvanecían; y las sombras de una tristeza insuperable comenzaban a oscurecer   —116→   mi alma. Los recuerdos de la infancia, que fueron siempre mi refugio contra el dolor, evocados allí, en su propio escenario, destrozaban mi corazón con una pena imponderable. ¡Qué diferencia de aquel tiempo a éste! Cobijábame entonces el ala protectora de dos seres tutelares: mi padre y mi abuela, aquellas dos veces madre que vivía de mi vida. Ahora... ahora ellos dormían en la tumba; y yo allí, en la casa paterna, al lado de mi cuna, encontrábame sola; sola, porque el amor de mis tías, viejas solteronas, resentíase asaz de egoísmo y decrepitud. Aquellos corazones desecados por el aislamiento del alma, lejos de reverdecer al contacto de mi joven existencia, habrían querido encerrarla en el radio estrecho de la suya, pálida y destruida. Pesábanles las horas que pasaba con mis compañeros, bailando o paseando; y exigían de mí que consagrara mis veladas a escucharlas hablar de Chiclana, de Belgrano y Pueyrredón, héroes legendarios ciertamente, pero que maldita gracia me hacían en la actual situación de mi ánimo.

Quedábame el cariño incansable de Anselma; pero la pobre vieja vivía en el pasado; y sus recuerdos, empapados en la amargura de las comparaciones aumentaban mis penas.

¿Qué diré? Los goces mismos que en los primeros días de mi llegada saboreaba con embriaguez,   —117→   comenzaron a parecerme tristes. Buscaba en ellos la radiante alegría de otro tiempo, sin pensar que la había dejado, como el toisón de los rebaños, en las zarzas del camino.

Por vez primera en mi vida, vi venir el tedio, esa extraña dolencia, mezcla confusa de tristeza, enfado y desaliento; de hastío de sí propio y de los otros, dolencia mortal para las almas entusiastas. Mi salud comenzó a sentir la influencia de aquel estado moral y decaía visiblemente.

Seducida por los encantos de la patria, había olvidado las nómades prescripciones del joven tísico; pero la tos vino luego a recordármelas con su fúnebre tañido.

Como en Lima, huyamos -díjeme-, busquemos otros aires, y sobre todo, horizontes desconocidos, que no despierten ningún recuerdo.

Pero ¡ay! al visitar mi bolsillo, encontrelo vacío: el contenido de la famosa alcancía había desaparecido.

Era que, en medio a las alegrías del regreso, me eché a gastar como una princesa rusa; y con gran disgusto de Anselma, y a pesar de sus sermones, mi exiguo tesoro había ido a parar en manos de las antiguas criadas de casa, de las pobres de mi abuela, y de los vendedores de patai, de quirucillas y lachihuanas.

¿Qué hacer? -me preguntaba yo, sin poder   —118→   solucionar esta difícil cuestión. Y cada día sentíame más abatida y enferma; y lo peor era que mis amigas rehusaban creerlo, y me arrastraban consigo a bailes, banquetes y largas veladas que agravaban mi mal, sin que me fuera posible sustraerme a aquellas exigencias, desprovista, como estaba de ese móvil indispensable de locomoción: el dinero.

En uno de mis más angustiosos días, cuando sentía ya llegar la fiebre, y que el ahogo oprimía mi pecho, preséntaseme de repente dos hombres montados en magníficos caballos, trayendo otros iguales del diestro.

Una carta que me entregaron me instruyó de que eran enviados por un hermano que yo no conocí, y que me invitaba a que fuera a pasar algún tiempo en la hacienda donde vivía retirado con su esposa y sus hijos.

¡Vi el cielo abierto! no sólo por la dicha de abrazar a aquel hermano querido; sino por el deseo de morar en una soledad agreste, extraviándome en los bosques, aspirando la atmósfera de los inmensos espacios.

Y luego, esos parajes que iba a visitar éranme enteramente desconocidos; mi existencia allí sería del todo nueva, y sin relación alguna con la anterior.

Aquella solución de continuidad entre el presente   —119→   y el pasado, placía al estado de mi alma: parecíame un abismo que iba a separarme de mis penas.

Di a mis conductores la lista de los objetos necesarios para el viaje; y ellos lo arreglaron todo en menos de doce horas.

Debíamos marchar al amanecer del siguiente día; y yo aguardaba esa hora para instruir a mis tías de mi resolución. Anselma lo sabía; pero convencida de que aquel viaje era necesario a mi salud, y no pudiendo seguirme, no tan sólo por sus años, sino por la falta que haría a mis tías, reducíase a llorar en silencio. El alma de la pobre negra era toda abnegación.

Preocupada con la idea del dolor que mi ausencia iba a derramar en aquella casa donde poco antes trajera la alegría, dormime esa noche con un sueño triste y poblado de pesadillas. Escuchabas gritos, llantos, rumores de armas y de instrumentos bélicos que me despertaron.

Salté de la cama y corrí a abrir una ventana para disipar mis terrores. Pero el espectáculo que se ofreció a mi primera mirada, me hizo creer que mi sueño continuaba todavía.

Laura se interrumpió de pronto; y dirigiendo una mirada al espacio tenebroso que se extendía bajo las enramadas del jardín al otro lado de la ventana:

-¡Ah! -exclamó- la noche está muy oscura para   —120→   atravesar el lago de sangre en que flotará mi narración. ¡Tengo miedo!

Y cerrando las cortinas, agazapose entre las sábanas y guardó silencio.

-Permíteme que te aplique la frase del supuesto bandido de tu historia -dije a Laura, cuando las altas horas de la noche siguiente nos hubieron reunido-: ¡En materia de valiente eres una miseria! ¿Te arredra la oscuridad?

Pues he ahí nuestra lámpara con su pantalla color de rosa para nacarar tu relato. ¿Qué más quieres? ¿Que cierre esta ventana de donde se divisan las profundidades sombrosas del platanal?

¡Ya está! Prosigue, pues, la historia. La primera mirada que dirigiste a las calles de nuestra ciudad te hizo creer que tu pesadilla continuaba.

-Apenas alumbradas por el primer destello del alba -continuó Laura-, estaban llenas de gente y cortadas por fuertes barricadas. Guarnecíanlas ciudadanos armados de rifles, carabinas, fusiles, escopetas, trabucos y de cuanta arma de fuego ha producido la mecánica.

Aquellos hombres, casi todos jóvenes, elegantes, primorosos, habituados a las pacíficas transacciones del comercio y a la dulce sociedad de los salones, estaban desconocidos, transfigurados. El arma al brazo, la voz breve, el ceño adusto, parecían antiguos   —121→   soldados, avezados al duro oficio de la guerra.

Recordé entonces que desde muchos días antes pesaba sobre nosotros una terrible amenaza.

Un bandido feroz, uno de esos monstruos que produce con frecuencia la falda oriental de los Andes, había enarbolado la bandera fatídica de la Mazhorca, y a la cabeza de un ejército formado de la hez de los criminales, se dirigía a las provincias del Norte, dejando en pos de sí el pillaje, el incendio y el asesinato.

Ya habrás adivinado que hablo de Varela.

Su solo nombre llenaba de indignación a los hombres y de espanto a las mujeres; porque sabido era que aquel malvado arrastraba consigo, extenuadas, moribundas de fatiga, de miedo y de vergüenza, una falange de hermosas vírgenes, arrebatadas de sus hogares, de entre los brazos de sus madres, y hasta del recinto sagrado del claustro.

Las fuerzas de línea que guarnecían la ciudad habían salido a su encuentro; mas él lo eludió tomando la vía de las alturas; y una vez libre su camino, descendió con la rapidez de un torrente, atravesó el valle a favor de la noche, y cayó de súbito sobre la ciudad indefensa.

Pero sus hijos, más que pueblo alguno, poseen la ciencia de la guerra. Arrullados con la historia   —122→   de los gloriosos hechos de sus padres en la grandiosa epopeya de la independencia, son soldados desde la cuna; y el más acicalado dandy puede dirigir un ataque o sostener una defensa con la estrategia de un veterano.

Así, desde el negociante hasta el dependiente de mostrador, desde el abogado hasta el amanuense, los profesores y los alumnos, los amos y los criados, todos, a la aparición repentina del enemigo, alzáronse como un solo hombre, y armándose de la manera que les fue posible, corrieron a defender sus hogares.

Era verdaderamente admirable la energía, el denuedo con que aquellos hombres en el corto número de noventa, repartidos en ocho débiles barricadas, rechazaban las cargas de esos vándalos de horrible aspecto que cabalgando en poderosos caballos avezados al combate, armados de rifles de largo alcance, se precipitaban en masa contra aquellas improvisadas fortificaciones, acribillándolas con un nutrido fuego.

Ellos los dejaban acercar hasta que los cascos de sus corceles tocaran el borde del foso. Entonces de cada barricada partían nueve alas certeras que derribaban otros tantos jinetes.

Los invasores, detenidos por aquel débil obstáculo rugían de rabia; pero veíanse forzados a retroceder,   —123→   porque de lo alto de las azoteas, manos invisibles arrojaban sobre ellos una lluvia de piedras que sembró las calles de cadáveres.

Antes que el combate se empeñara, habíame yo refugiado en el convento de la Bernardas. Quise reunirme a Carmela; pero la portera me dijo que la comunidad se hallaba en el templo ante el Santuario descubierto, cantando el miserere.

El claustro estaba lleno de señoras que como yo, se habían aislado allí y separadas en grupos, postradas en tierra, oraban, trémulas de espanto.

En cuanto a mí, demasiado turbado estaba mi espíritu para poder elevarse a Dios. Inquieta por la suerte del combate, arrepentíame ya de haberme encerrado en aquel recinto amurallado sin vista exterior, cuando pensé en la torre del convento, observatorio magnífico donde podía mirar sin riesgo de ser vista.

Un momento después, encontrábame sentada en un andamio de su último piso, junto al nido de una lechuza, que al verme se voló dando siniestros graznidos.

Horrible fue el espectáculo que se ofreció a mis ojos desde aquella altura que dominaba todas las barricadas.

Sus defensores, después de seis horas de heroica resistencia, reducidos al tercio de su número,   —124→   agotadas sus municiones, no se desanimaron por eso: quemando su último cartucho, empuñaron sus fusiles por el cañón, y esperaron a pie firme.

Pero los asaltantes, alentados por el silencio de las barricadas, cayeron en masa sobre ellas, las forzaron, sacrificando a los bravos que las guardaban y se derramaron en la ciudad como fieras hambrientas matando, robando, destruyendo.

Cuántas escenas de horror contemplé desde el escondite aéreo en que me hallaba agazapada y temblando de miedo, porque veía acercarse a aquellos bárbaros lanza en ristre y los fusiles humeantes, vociferando, no con acento humano, sino con feroces aullidos.

De repente, el grito de «¡Al convento!» resonó entre ellos; y como una bandada de aves de rapiña sobre su presa, arrojáronse sobre el santo asilo de las vírgenes cuyos cantos llegaban a su oído repetidos por las bóvedas sagradas.

Helada de terror, volví los ojos con angustia hacia la puerta del convento.

De pie en el umbral, y armados de revolvers, dos hombres la guardaban.

La posición vertical en que me hallaba respecto a ellos, no me permitía ver el rostro de aquellos hombres; pero sí la varonil apostura de ambos, y su actitud enérgica y resuelta. Apoyada una mano en   —125→   el postigo y tendiendo con la otra hacia los agresores el cañón mortífero de su arma, parecían, más que seres humanos, evocaciones fantásticas de una leyenda osiánica.

Sin embargo, los bandidos, fiados en su número, y animados por toda suerte de codicias, ensangrentadas, horribles, blandiendo sus lanzas, echaron pie a tierra y se abalanzaron a la puerta con feroz algazara.

Pero doce balas certeras derribaron en un momento a otros tantos de aquellos malvados.

A pesar de su arrojo, la horda salvaje retrocedió. No atreviéndose a acercarse, ni aun al alcance de sus lanzas, a los denodados defensores del convento, echaron mano a los rifles e hicieron sobre ellos una descarga.

Uno de aquellos héroes quedó en pie, el otro cayó exclamando:

-¡Sálvela usted, coronel!... ¡o mátela, sino puede salvarla!...

Al eco de aquella voz mi corazón se estremeció: había reconocido a Enrique Ariel.

El sobreviviente se arrojó delante de su exánime compañero, abarcando con los brazos extendidos el ámbito de la puerta, ceñudo, terrible, impreso en su semblante una resolución desesperada.

Pero en ese momento, gritos prolongados de   —126→   terror resonaron por todas partes, repitiendo el nombre de Novaro.

El grupo de asesinos, poseído de un repentino miedo, volvió cara, y se dijo a una precipitada fuga.

Apresureme a bajar para ir en auxilio del que yacía en la puerta, inmóvil, y al parecer sin vida.

En el claustro encontré dos religiosas.

-¡Laura! -exclamó una de ellas, levantando su velo.

Era Carmela.

-¿Adónde vas? -preguntele estrechándola en mis brazos, profundamente inquieta por la dirección que llevaba.

-La superiora nos envía en socorro del héroe que en defensa nuestra ha caído bajo las balas de los profanadores del santuario -contestó ella siguiendo deprisa su camino.

-¡Oh! ¡Dios! -exclamó procurando detenerla- ¿sabes tú quién es?

Carmela palideció; fijó en mí una mirada suprema y exhalando un grito, escapose de mis manos, y se lanzó a la puerta.

Cuando su compañera y yo llegamos a ella, Carmela, arrodillada, sostenía en sus brazos el cuerpo inerte del bello cubano, cuyo pálido rostro estaba reclinado en su seno.

  —127→  

En ese momento, el doctor Mendieta llegaba conducido por el coronel.

-¡Hele ahí, doctor! -díjole éste-. ¿Hay alguna esperanza?

El médico se inclinó sobre el cuerpo de Ariel, y puso la mano en su cuello.

-Vive todavía; pero...

Y el facultativo movió la cabeza con desaliento.

-¡Doctor! -murmuró Carmela-, mi vida por la suya.

Estas palabras despertaron un eco en el corazón del moribundo, que abrió los ojos, fijándolos en Carmela con una expresión inefable de amor.

-¡Ángel del cielo! -exclamó- ¡si no es un sueño esta hora venturosa que realiza todos mis votos, bendita sea!... ¡Así quería vivir!... ¡así... deseaba morir!

Su mano desfallecida buscó la mano de Carmela; llevola sobre el corazón, y expiró.

En el momento que Ariel daba ese adiós a la vida, las puertas del templo se abrieron, y la abadesa seguida de su comunidad se adelantó hacia nosotros.

Esta mujer, cuyas canas y hundidos ojos mostraban que había vivido y sufrido, adivinó con   —128→   una mirada el drama que yo sola conocía; y las palabras que los otros creyeron un delirio de la agonía, tuvieron para ella su verdadero sentido. Grave y triste arrodillose al lado del cadáver, hizo sobre él el signo de la cruz, y volviéndose hacia el doctor y el coronel:

-Los restos del héroe que ha muerto en defensa nuestra -les dijo- nos pertenecen y deben reposar entre nosotras.

Un rayo de gozo brilló en la pálida frente de Carmela, que juntando las manos, elevó al cielo sus ojos con expresión de gratitud.

A una seña de la abadesa, las filas se abrieron, dando paso a cuatro religiosas que conducían un féretro.

Carmela, con el valor estoico de una mártir, colocó sobre su último lecho el cuerpo inanimado de su amante; bajó su velo, cruzó los brazos, e inclinada la cabeza, fue a tomar su puesto en la fúnebre procesión que desapareció entre las sombras del templo, cuyas puertas se cerraron, quedando solos ante el umbral ensangrentado, el coronel, el doctor y yo, como sonámbulos bajo la influencia de una pesadilla.

Así acabó la amorosa odisea del desierto de Atacama, contemplada por mí, unas veces con piedad, otras con envidia.

  —129→  

¡Pobre Carmela! Ese dolor inmenso, el más terrible que puede sentir el alma humana, era la única felicidad posible para su amor sin esperanza. La vida ponía una barrera insuperable entre ella y su amante: la muerte se lo daba.

Una oleada de gente que salía del convento invadió el atrio, separándome del doctor y del coronel.

Eran las familias refugiadas en el convento, que a la noticia de la repentina fuga del enemigo, corrían en busca de sus padres, hijos y esposos muertos quizá en el combate.

Impelida por la multitud, bajé aquella calle regada de sangre y sembrada de cadáveres.

El aire estaba poblado de gemidos. Aquí, una madre encontraba el cuerpo mutilado de su hijo; allí, una esposa caía sobre los restos ensangrentados de su marido; más allá, un anciano, acribillado de heridas, expiraba en los brazos de la hija que quisiera defender.

¡Y también, cuántas exclamaciones de gozo!

Se llamaban, se encontraban, se reconocían y se abrazaban.

-¡Vives!

-¡Te has salvado!

-¡Vuelvo a verte! ¡qué dicha!... ¿Estás herido?... ¡No! ¡Gracias, Dios mío!

  —130→  

Y sobre los escombros de los mobiliarios destruidos, llevaban en triunfo a esos seres amados al seno de sus hogares.

Cuando llegué a casa, encontré a mamá Anselma llorando, sentada en el umbral de la puerta. La pobre vieja creíame degollada por los anchos cuchillos que había visto relucir en manos de aquellos bandidos.

Mis tías, levantadas desde el alba, como acostumbraban hacerlo siempre, lavadas, peinadas y vestidas, platicaban tranquilas en el estrado, muy ajenas a lo que pasaba; pues Anselma, en su afectuosa solicitud, nada les había dicho de ello; y como eran sordas no oyeron las detonaciones del combate; y en tanto que en torno suyo corrían torrentes de sangre, las buenas señoras reían y hablaban de sus mocedades, admirándose solamente de la extraña preocupación de Anselma, que entraba y salía, sin acordarse de servirlas el almuerzo.

Pero cuando yo les referí los horrores de aquella mañana; el pillaje, el asesinato y las violencias de que la ciudad fuera teatro durante dos horas, pensaron morirse de terror, y acusaron a Anselma de haberlas expuesto con su silencio, a ser la presa de aquellos bárbaros.

-¿Para qué había de alarmar a sus mercedes? -decía cándidamente Anselma- ¿qué podía sucedernos?   —131→   Los años son nuestros mejores guardianes en casos semejantes.

Afortunadamente, mis tías no podían oír esta herejía, que jamás habrían perdonado a la pobre Anselma; pues en su calidad de solteronas no querían ser viejas.

En tanto, y mientras las tropas auxiliares perseguían a los invasores, que huían despavoridos, la devastada ciudad se entregaba al duelo por sus hijos muertos en defensa suya.

Un inmenso lamento se alzaba por todas partes, mezclado al lúgubre tañido de las campanas. Grupos de mujeres llorosas, desmelenadas, recorrían las calles, invocando nombres queridos, con todos los gritos del dolor; y durante cuatro días, los templos, convertidos en capillas ardientes, resonaron con los fúnebres cantos de Job y Exequías.

Hube de retardar mi partida para acompañar a mis amigas en aquellas dolorosas ceremonias; pero una vez cumplido este deber, dime prisa a dejar la ciudad, cuya tristeza pesaba sobre mi corazón de un modo imponderable.

Mis conductores, contentos de llevar a sus hogares toda una ilíada de sangrientos relatos, presentáronse una mañana jinetes en magníficos caballos chapeados de plata.

Eran dos mocetones fronterizos de arrogante   —132→   apostura; y el pintoresco chiripá que vestían les daba un aspecto oriental, de tal manera esplendoroso, que me avergoncé de entregar mi pobre equipaje a tan lujosos personajes.

Pero ellos, con esa sencillez, mezcla de benevolencia y dignidad característica en los gauchos, lo arreglaron todo en un instante. Ensillaron un lindo caballito negro que me había enviado mi hermano; trenzáronle la crin, no sin dirigirle picantes felicitaciones, y con el sombrero en la mano presentáronme el estribo.

Mis tías dormían todavía. Dejeles una carta de adiós; y abrazando a Anselma, que lloraba amargamente, por más que la prometiera regresar luego, puse el pie en la mano que uno de mis conductores me ofreció con graciosa galantería; monté, y partí entre aquellos dos primorosos escuderos.

Al dejar a Salta, llevaba en el corazón un recuerdo tierno y doloroso: ¡Carmela! Aunque ella rehusara verme, apesarábame la idea de alejarme sin dejarle un adiós.

Así reflexionando, guiaba maquinalmente en dirección al monasterio.

Mis compañeros notaron sin duda este desvío del camino que llevábamos; pero callaron por discreción, y me siguieron en silencio.

  —133→  

Eché pie a tierra, y rogándoles que me aguardaran a la puerta, allegueme al torno, pregunté por sor Carmela, y le escribí dos líneas de afectuosa despedida.

Cuál fue mi gozo cuando me dijeron que iba a recibirme en el locutorio. Esperaba hacía algunos momentos cuando la vi venir a mí, levantando el velo y caminando con lentos pasos.

¡Cuánto había cambiado! Carmela no era ya una mujer: su voluptuosa hermosura terrestre habíase trasformado en la belleza ideal e impalpable de los ángeles, y las tempestades de su alma en esa mística serenidad, primer albor de la bienaventuranza.

-Háblame de él -me dijo-, no temas que su recuerdo turbe la paz de mi espíritu. El mundo me ha dado cuanto podía yo pedirle: las cenizas de mi esposo. Prosternada al lado de esas sagradas reliquias, espero tranquila la hora bendita en que mi alma vaya a unirse con la suya en la mansión del amor eterno.

Hablando así, elevados al cielo sus bellos ojos y las manos de diáfana blancura, Carmela semejaba a un ángel, pronto a remontar el vuelo hacia su celeste patria.

Largo rato platicamos, inclinada la una hacia la otra, al través de la doble reja que dividía el   —134→   locutorio en dos zonas, una luminosa, otra sombría.

Parecíamos dos almas comunicándose entre la vida y la eternidad.

Mis conductores esperaban.

-¡Adiós! -me dijo Carmela, dejando caer sobre su rostro el velo para ocultar una lágrima- ¡adiós, querida Laura! Probable es que no volvamos a vernos más en este mundo; pero acuérdate que Ariel y yo te esperamos en el cielo...

Y nos separamos.

Laura se interrumpió de repente. El ahogo, resto de su cruel enfermedad, anudó la voz en su garganta, y le ocasionó un síncope que duró algunos minutos.

Prodigole socorros, y logré reanimarla.

-Pero, hija mía -la dije-, esto es horrible, y preciso es llamar al doctor P.

-¿Quieres que vuelva a caer en ese pozo de arsénico?

-¡Ha sanado a tantos con ese remedio!

-El mío es el del Judío Errante, ¡Anda! ¡anda!

-¡Partir! ¿No te cansa ese eterno viajar?

-Es necesario; pues que sólo así puedo vivir.

-Pero, desdichada, ¿y nuestras conferencias?

-Las escribiré en todas las etapas de mi camino, y te llegarán por entregas, como las novelas que vende Miló de la Roca.

  —135→  

-¡Bah! duerme, que mañana pensarás de otro modo.

Sin embargo, Laura tenía tal horror a su dolencia, que al siguiente día, arrancábase llorando de mis brazos y se embarcó para Chile. Pero fiel a su promesa, a la vuelta de vapor, recibí la continuación de su relato, escrito en la forma ofrecida por ella.

-Encuéntrome -decía- bajo las verdes arboledas de la Serena, en este bello Chile de azulado cielo y pintorescos paisajes.

Desde el sitio donde te escribo descúbrense perspectivas encantadoras, de aquellas que según Alejandro Dumas hacen palidecer la inspiración. Así, no busques flores en mi relato, y acógelo como va.


ArribaAbajo- I -

Un drama y un idilio


Carmela y yo nos separamos.

Ella absorta en celestes esperanzas, abismada yo en terrestres dolores.

Mis compañeros viéndome profundamente conmovida, guardaron largo tiempo silencio, respetando el mío; deferencia inapreciable en los hombres de su raza; porque el gaucho tiene   —136→   constante necesidad de expansión; y cuando no habla, canta.

Así pasamos delante del cementerio, donde en aquel momento estaban sepultando a los que en el combate murieron; y atravesamos el Portezuelo, especie de abra entre las vertientes del San Bernardo, desde donde se divisa la ciudad, y se la pierde de vista al dejarla.

Allí quedaba Salta con mis alegrías del presente y los recuerdos del pasado. Detrás de esa abra, alzábase un horizonte desconocido: ¿Qué había más allá de sus azules lontananzas?...

El ruido seco de un eslabón, chocando contra el pedernal, me despertó de la abstracción en que yacía.

Uno de mis compañeros hacía fuego y encendía su cigarro. El otro lo imitó.

-¡Oh! ¡señores! -exclamé- perdón por la enfadosa compañía que vengo haciendo a ustedes, pues ¿no estoy embargada en lúgubres meditaciones en vez de extasiarme ante este hermoso paisaje, animado por la dorada luz de esta bella alborada? Pero toda falta tiene enmienda; y para rescatar la mía, voy a obsequiar a ustedes un trozo de música que será de su agrado.

Y preocupada todavía por la memoria del infortunado amante de Carmela, canté «¡O bell’alma ennmorata!», dando el pesar a mi voz un acento   —137→   lastimero que arrancó lágrimas a los ojos de mis acompañantes.

-¡Ah! ¡qué lástima -exclamó uno de ellos- cantar tan bien y en lengua!

-Un gemido puede expresar todo linaje de penas.

-Sí, pero yo deseara saber si esa pena es del linaje de la mía.

-Pues bien, he aquí cómo un gran poeta argentino confía la suya a las ondas del Plata.

Y canté «Una lágrima de amor».

Ellos también cantaron, ambos con magnífica voz, el uno «La Calandria», el otro, la doliente endecha de Güemes, «¿Dónde estás astro del cielo?».

Nuestros cantos, mezclándose al coro melodioso de las aves, al susurro de la fronda, a las ondas de perfume que la brisa de los floridos campos, formaban un concierto de delicias que arrobó mis sentidos y elevó mi alma a Dios. Arrebatada de un santo entusiasmo, y bañados en lágrimas los ojos, entoné el himno de los tres profetas:

-«¡Inmenso universo, obra del Señor.

¡Alabad al Señor!».

Mis compañeros se descubrieron, y con la cabeza inclinada, cruzados los brazos sobre el pecho, escucharon con silencioso recogimiento.

  —138→  

Esos hijos de la naturaleza llevan el sentimiento religioso profundamente grabado en su alma.

Cantando, meditando y departiendo así, habíamos dejado atrás Langunilla, Cobos, con sus huertos de naranjos y sus bosques de Yuchanes, y llegamos al lugar donde se bifurca el camino carretero, formando los ramales del Pasaje y de las Cuestas, que debíamos nosotros seguir.

Era tarde; el sol habíase ocultado y nos detuvimos en el Puesto de Rioblanco.

El puestero nos recibió muy afable y me ofreció su rancho. Habitábanlo él, su mujer y tres niños. Uno de ellos tenía los cabellos blondos, azules los ojos y era bello como un serafín.

-¡Qué lindos niños! -dije a la puestera-. ¿Son de usted, amiga mía?

-Estos dos, sí, señora.

-¿Y este rubito? -insistí, acariciando los dorados cabellos de la preciosa cabecita.

-¡Ay! señora, el rubio es una historia tristísima -y volviéndose a los niños-: vaya, guaguas -les dijo-, a recoger leña, hijos, y encender el fuego, que voy a hacer la merienda.

Los niños corrieron hacia los tuscales vecinos.

-Y bien -dije a la puestera-, ¿qué hay respecto a ese angelito?

  —139→  

-¡Ah! señora, poco sé del pobrecito, pero todo ello es muy lastimoso.

Hace tres años, cuando estábamos recién establecidos en este puesto, un día que estaba yo haciendo la comida en ese fogón que usted ve bajo el algarrobo, vi llegar un hombre flaco y pálido en un caballo despeado. Traía en sus brazos a un niño flaco y pálido como él, pero lindo como un Jesús. Era el rubio, que entonces tendría dos años.

El hombre me pidió permiso para descansar un rato, y se sentó con el niño al lado del fuego. Entonces advertí que estaban muy fatigados y hambrientos porque ambos tenían los labios secos, y al niño se le iban los ojos dentro de mis ollas con un aire tan triste que me partió el corazón.

Apresúreme a darles de comer y el pobre chiquito, con el último bocado se me quedó dormido en los brazos.

El hombre estaba inquieto y casi no comió.

Como la diferencia del color estaba diciendo que el niño no era su hijo, preguntele por qué incidente se encontraba en poder suyo.

-¡El destino, señora! -respondió- cosas del destino. Volviendo de un viaje que hice a San Luis, al entrar en la frontera de Córdoba, pasé por un lugar que acababan de asaltar los indios. Las casas   —140→   estaban ardiendo, los cadáveres sembrados por todas partes.

Iba ya a alejarme de aquellos horrores, cuando el fondo de una zanja que salté para evitar el calor de las llamas, vi acurrucado al pobre niño, que comenzó a llorar asustado.

Alcelo en mis brazos, lo besé, y envolviéndolo en el poncho, lleveme conmigo este compañero que Dios me enviaba, «Lo criaremos mi hermana y yo», dije, y me dirigí al pago donde vivíamos solos después de la muerte de nuestros padres.

Y anduve tres días durmiendo y sesteando en las estancias para conseguir leche con que alimentar a la pobre criatura, que todavía no podía comer.

Llegaba ya a mi casa que divisaba en la falda de una loma, a distancia de dos leguas, cuando sentí detrás tropel de caballos y un ¡alto! imperioso que me mandaba detener.

Era un oficial seguido de ocho soldados, que dándome alcance, ordenome echar pie a tierra y entregarle mi caballo, porque el suyo estaba cansado.

Por supuesto que yo había de negarme a obedecer. Entonces se abalanzó a mí para cogerme por el cuello, y mandó a sus soldados que se apoderarán del caballo, mi pobre gateo que yo crié desde potrillo.

  —141→  

Como el niño llorara de miedo, el oficial le dio un bofetón que yo contesté con una puñalada; y clavando las espuelas a mi caballo salté sobre los soldados y logré escaparme de sus manos, a pesar de las descargas con que me persiguieron.

El fugitivo calló; aguzó el oído, dio una mirada recelosa hacia el lado del camino y prosiguió. Desde entonces, que ya va un mes, ando errante, sin poder trabajar ni volver a mi pago; porque el oficial había muerto en el sitio donde cayó; y como parece que era un jefe de gran valer, tras de mí vinieron requisitorias a los comandantes de partido para que me aprehendieran. He atravesado Santiago y Tucumán, flanqueando los caminos por la ceja de los bosques, temiendo que me reconocieran por la filiación, y me tomaran.

Y contemplando al niño dormido sobre mis rodillas:

-¡Pobrecito! -exclamó- ¡qué vida de infierno trae conmigo, durmiendo en el duro suelo, alimentándose de algarrobas y bebiendo el agua cenagosa de los charcos! De mí poco me importa; pero sí de él, que es inocente, y recién ha venido a este mundo.

Déjemelo usted -la dije-, lo criaré con mis hijos, que partirán con él mis cuidados y mi amor.

-¡Dios se lo pague, señora! -exclamó el fugitivo-.   —142→   Yo iba a pedirle ese favor... porque todavía no lo sabe usted todo...

-¿Pues qué hay aún?

-¡Ay! señora, cuando las desgracias vienen sobre un pobre, le toman amor, y ya no quieren dejarlo.

Ayer llegamos al Pasaje muriendo de sed, porque no habíamos probado agua desde el Rosario. Hice beber al niño, y cuando estaba apretando las cinchas para vadear el río, un hombre que bajó detrás de mí acompañado de cuatro peones, se me puso por delante y se quedó mirándome con tanta desvergüenza, que le pregunté si encontraba en mí algo de extraño.

-¡Y lo pregunta el ladronazo! -exclamó con una risa de desprecio- ¡lo pregunta el bribón, y acaba de tomar mi gateo de la madrina, casi a mis propios ojos! ¡Mira! Ya puedes soltar ese caballero y largarte con tu recado en la cabeza, que no quiero entregarte a la justicia.

-¿Quieres ser tú quién se largue? -grité encolerizado con aquel infame que, como el otro, quería también quitarme mi caballo, el único bien que poseo. Pero él, asiolo del freno y a mí de cabellos; y llamó a sus peones, que me rodearon empuñando sus cuchillos.

Cegome de tal manera la rabia al verme tan inicuamente atacado por aquel hombre, que lo desasí   —143→   de mí con una puñalada; y cogiendo en brazos al niño, y saltando a caballo, me arrojé al río y gané la opuesta orilla.

Uno de los peones acudió en auxilio del herido; los otros me persiguieron.

Logré penetrar en el bosque, me hice perder de vista, y he pasado la noche caminado; pero...

El fugitivo se interrumpió, tendió el oído en ademán de escuchar, y alzándose de repente, corrió a tomar su caballo, montó de un salto, echó a correr y desapareció a tiempo que tres jinetes, saliendo detrás aquel recodo del camino lo siguieron a toda brida, guiados por la polvareda que el caballo del pobre perseguido levantaba en su rápida carrera. Llevaban dos carabinas que, mientras corrían, iban preparando.

Quedeme helada de espanto, porque adiviné que aquellos hombres eran los compañeros del agresor que había asaltado al infeliz fugitivo en las orillas del Pasaje; y púseme a orar por él rogando a Dios no permitiera que lo alcanzasen.

Pero ¡ay! que como había dicho él hacía poco, cuando la desgracia viene sobre un hombre, no lo deja ya. Media hora después lo pasaron por allí, enfrente, muerto, tendido sobre aquel caballo, causa de su desventura, y que ahora iba bañado en la sangre de su dueño.

  —144→  

-¡Qué horror! -exclamé-. Pero querida mía ¿no dio usted parte a la autoridad de ese atroz homicidio?

-¡Ay, señora! ¿a quién? Para un pobre no hay justicia. Bien lo sabíamos mi marido y yo; y callamos porque lo único que hubiéramos obtenido había sido el odio de los mismos jueces, que se hubiesen puesto de parte del agresor.

Lloramos al infeliz que había venido a descansar un momento bajo nuestro techo, y a quien sus asesinos enterraron, como un perro entre las barrancas de Carnacera, sobre el camino carril. Para impedir que las bestias pisotearan la pobre sepultura, mi marido puso en ella una tala seca y una cruz. Usted la verá mañana, al pasar por ese paraje.

El rubito quedose con nosotros; y primero la compasión, después el cariño ha hecho de él, para mi marido y para mí un hijo; para mis niños un hermano. El pobrecito es tan bueno y amable que cada día lo queremos más. ¡Ah! si llegara a parecer su madre, no sé qué sería de mí. Desde luego, tendría que quedarse aquí, porque yo no podría separarme ya de mi rubio.

Departiendo así, sentadas bajo el algarrobo al lado del fuego, la puestera acabó de asar en una brocha de madera un trozo de vaca; vació en una fuente de palo santo el tradicional apí; molió en el mortero, rociándolos con crema de leche, algunos puñados de   —145→   mistol, y he ahí hecha la más exquisita cena que había gustado en mi vida, y que ella sirvió sobre un cuero de novillo extendido al lado de la lumbre. Enseguida fue a llamar a su marido y a mis conductores, que platicaban sentados al sol poniente; y acomodados, como pudimos, en torno de la improvisada mesa, hicimos una comida deliciosa; sazonada con la inocente alegría de los niños y los chistes espiritualísimos de los dos elegantes gauchos.

El huerfanito se hallaba entre la puestera y yo. Aunque la buena mujer lo miraba con la misma ternura que a sus hijos, había en la actitud del pobre niño cierto encogimiento, y en la mirada que alzaba hacia su bienhechora, una triste sonrisa.

La algarabía de los niños y el alegre canto de las charatas me despertaron al amanecer del siguiente día.

Mis compañeros tomaban mate sentados al lado de una gran fogata, en tanto que se asaba sobre las brasas el inmenso churrasco que había de servir para su almuerzo.

Nuestros caballos ensillados pero libres del freno, pastaban la grama salpicada de rocío, que crecía en torno de la casa.

La puestera coció una torta debajo del rescoldo; ordeñó a dos vacas, y me dio una taza de apoyo   —146→   con sopas, desayuno exquisito que no había probado yo hacía mucho tiempo.

Eran apenas las siete de la mañana, y ya aquella excelente madre de familia había barrido su casa, arreglado los cuartos, lavado y vestido a sus niños, molido el maíz, puesto las ollas al fuego, regado la sementera y sentádose al telar.

Nada tan plácido como la vida doméstica entre estos sencillos hijos de la naturaleza, para quienes la felicidad es tan fácil de conquistar.

¿Un mancebo y una muchacha se aman? Únense luego en matrimonio, sin preocuparse de si ella no tiene sino una muda de ropa y él su apero y su chiripá?

¿Qué importa? La joven novia lleva en dote manos diestras y un corazón animoso.

Danzando el postrer cielito de la boda y apurada la última copa de aloja, el novio deja la casa de sus suegros llevando a la desposada en la grupa de su caballo y va a buscar al abrigo de alguna colina y en la ceja de un bosque el sitio de su morada.

Los vecinos acuden. Las mujeres ayudan a la esposa a confeccionar la comida, los hombres al marido a cortar madera en la selva.

Unos plantan los horcones, otros pican paja; estos hacen barro; aquellos atan las vigas con lazos de cuero fresco que cubren con cañas y barro   —147→   preparado, echándole encima una capa de juncos.

Y he ahí la casa pronta para recibir a la nueva familia.

Los vecinos se retiran dejando prestado a él un par de bueyes, y una hacha; a ella dos ollas, dos platos y dos cucharas.

El marido corta tuscas en las cañadas inmediatas; las trae a la rastra y forma con ellas el cerco del rastrojo; ara la tierra y siembra maíz. Ella siembra en torno al cerco algodón, azafrán, zapallos, melones y sandías. Toma luego arcilla negra, la amasa y hace cántaros, ollas, artezas y platos. Sécalos al sol, los apila en pirámide cubriéndolos de combustibles, los quema; y he ahí la vajilla de la casa.

La sementera ha crecido; las flores se han convertido en choclos, maíz, zapallos, sandías y melones.

He ahí el alimento que consumen y venden para comprar tabaco, yerba, azúcar, velas, y el peine de un telar.

El algodón y el azafrán maduran; abre el uno sus blancas bellotas, el otro las suyas color de oro. La nueva madre de familia los cosecha. Su ligera rueca confecciona con el uno, desde el grueso pábilo hasta la finísima trama del cendal, que ella teje para sus vestidos de fiesta; de la estofa con que arregla   —148→   los de su marido, desde la bordada camisa hasta el elegante chiripá teñido color de rosa con las flores del azafrán.

Diciembre llega; y con el cálido sol de este mes la dulcísima algarroba, y el almibarado mistol, que la hija de los campos convierte en patay, pastas exquisitas, que quien las ha gustado, prefiérelas a toda la repostería de los confiteros europeos.

De todo esto vende lo que le sobra; con ese producto compra dos terneros guachos, y plantea con ellos la cría de ganado vacuno. Poco después, merced a las mismas economías, adquiere un par de corderitos; la base de una majada, con que más tarde llena sus zarzos de quesos y su rueca de blanca lana, a la que da luego por medio de tintes extraídos de las ricas maderas de nuestros bosques, los brillantes colores de la púrpura, azul y gualda que mezcla en la urdimbre de ponchos y cobertores.

Y cuando el trabajo de la jornada ha concluido, llegado la noche, y que la luna desliza sus rayos al través de la fronda de los algarrobos del patio, la hacendosa mujer tórnase una amartelada zagala y sentada en las sinuosas raíces del árbol protector, su esposo al lado y entre los brazos la guitarra, cántale tiernas endechas de amor.

-¡Qué feliz existencia! -pensaba yo, alejándome de aquella poética morada.

  —149→  

-Tal fuera mi suerte, si antes que despertara el corazón, no me hubiesen arrancado al suelo de la patria. Unida a uno de sus hijos con el triple vínculo de las ideas, las costumbres y el amor, mis días habrían corrido tranquilos como ese arroyelo que susurra entre la grama.

Y volviendo una mirada al tormentoso pasado, mi labio murmuraba la doliente exclamación de Atala «¡felices los que no vieron nunca el humo de las fiestas del extranjero!»...




ArribaAbajo- II -

El desheredado


Un jinete que sentó su caballo al lado mío desvió el curso de aquellas amargas reflexiones.

Era un hombre al parecer de treinta años, de estatura elevada y fuerte musculatura. El color bronceado de su rostro contrastaba de un modo extraño con sus ojos azules y el blondo ardiente de sus rizados cabellos.

Saludome con una triste sonrisa; y como en ese momento llegáramos al paraje en que la cruz y la rama de tala señalaban la tumba del fugitivo, detúveme para elevar por él a Dios una plegaria.

-¡Ah, señora! -exclamó el incógnito, viéndome   —150→   enjugar una lágrima-, dad algo de esa tierna sensibilidad para aquella otra sepultura sin cruz ni sufragio en la que yace olvidada una infeliz mujer víctima del amor maternal.

Y su mano tendida hacia el barranco de Carnaceras, me mostró un montículo de tierra en el fondo de la honda sima al lado del camino.

-¡Oh! ¡Dios! ¿Un asesinato?

-No: una desgracia... Además, ello ocurrió hace muchos años, y... lo que pasa se olvida.

Sonrió con amargo sarcasmo, y haciéndonos un saludo, desviose del camino y echó pie a tierra, quitó el freno a su caballo y se puso a hacerlo beber en un charco.

-Ese hombre va a bajar al zanjón -dijo uno de mis compañeros.

-¿En qué lo conoces? -preguntó el otro.

-¿No ves que lleva al agua el caballo a esta hora? Claro es que quiere engañarnos.

En ese momento encontrando la bifurcación del camino que se divide en los dos ramales de las Cuestas y del Pasaje, tomamos el primero y perdimos de vista al desconocido caminante.

La ruta que llevábamos, llamada de las Cuestas, extiéndese encajonada entre cerros de aspecto agreste y pintoresco. Raudales de límpida corriente descienden de sus laderas y riegan cañadas cubiertas   —151→   de arbustos floridos y olorosas plantas cuyo perfume subía hasta nosotros en tibias y embriagantes ráfagas. La más rica paleta no sería bastante para reproducir la esplendente variedad de colores que aquella vegetación ostentaba, desde el verde tierno de los sauces hasta el sombrío de los añosos algarrobos. Y en las sinuosidades de las peñas, en los huecos de los troncos y en las copas de los árboles, anidaba un mundo alado que poblaba el aire de cantos melodiosos.

Hacia la tarde llegamos a una estancia, fin de nuestra etapa, y donde habíamos de pasar la noche. Sorprendiome oír su nombre, Ebrón.

Era una propiedad de mi abuelo materno, y pertenecía ahora a uno de mis tíos, que hallándose ausente, representábalo su administrador, un nieto del antiguo capataz que la dirigía en tiempo de su primer dueño.

Al oír mi nombre, el joven administrador vino a mí, me saludó muy comedido, abrió la sala de recibo y me hizo servir en ella una excelente cena, a la que yo lo invité.

Cenamos alegremente, él, mis compañeros y yo, departiendo sobre la belleza de aquel lugar, la riqueza de sus platos, y la variedad de sus innumerables rebaños que hacía cincuenta años eran comprados con preferencia a los de las otras   —152→   estancias; y en cuyas ventas, decía el administrador, había el padre del actual propietario realizado inmensas sumas.

Sin embargo, cosa extraña -añadió- a su muerte, que fue súbita, no se encontró en sus arcas sino unas cuantas monedas de plata.

Supúsose que las grandes cantidades de oro en que se apresuraba a convertir el dinero que recibía, las habría él enterrado.

Y en esta esperanza sus hijos removieron los pavimentos, y buscaron en todos sentidos; pero todo inútilmente. El anciano señor, si ocultó su caudal, escondiolo sin duda fuera de la casa.

Usted va a dormir esta noche en su cuarto, y verá las señales de aquellas vanas investigaciones.

En efecto, los ladrillos del pavimento rotos y los hundimientos que en él había por todas partes indicaban las excavaciones practicadas en busca del codiciado tesoro.

Habíanme arreglado el antiguo lecho, enorme monumento de cedro con cariátides esculpidas en los cuatro ángulos, figuras feísimas que me quitaron el sueño y me obligaron al fin a apagar, por no verlas, la bujía que me alumbraba.

Comenzaba a adormecerme cuando me desveló un ruido tenue que parecía venir de una ventana que el calor me obligó a dejar entreabierta. Como   —153→   ésta daba al campo, creí que aquel ruido sería uno de los infinitos rumores de la noche.

De repente sentí caer un objeto que sonó en el suelo, y casi al mismo tiempo, la ventana se abrió, y un hombre penetró en el cuarto.

Quise saltar de la cama, gritar, pero el temor había paralizado mis miembros y ahogado la voz en mi garganta.

Quedeme inmóvil, muda, yerta de espanto cerrando los ojos y aguardando cuando menos una puñalada.

En vez de esto oí sonar un fósforo.

Cuál sería mi asombro, cuando al abrir de nuevo los ojos encontré delante de mí al viajero que dejáramos dando agua a su caballo en las barrancas de Carnaceras.

No fue menor su sorpresa, al encontrarse conmigo; pero reponiéndose luego, encendió la bujía y volviéndose a mí:

-Ruego a usted, señora -me dijo-, que se tranquilice. Mi intención al introducirme en este cuarto está muy lejos de ser hostil para usted ni para nadie. Vengo solamente, haciendo uso de un legítimo derecho, a tomar lo que me pertenece. Y para que usted se persuada de ello y no me juzgue un ladrón, dígnese escuchar la historia que voy a referirla.

No sé si la suave voz de aquel hombre o la expresión de sinceridad que caracterizaba su fisonomía: uno y   —154→   otro quizá, desterraron de mi ánimo todo temor.

Indiquele un asiento cerca de la cama, y me preparé a escucharlo.