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Panoramas de la vida: colección de novelas, fantasías, leyendas y descripciones americanas

Tomo I

Juana Manuela Gorriti



Portada



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ArribaAbajoProspecto

La obra constará de dos volúmenes conteniendo lo siguiente:

Peregrinaciones de una alma triste.- (A las damas de Buenos Aires).

Juez y verdugo.

El pozo de Yocci.

Un drama en quince minutos.- (A la señorita Ana Soler).

El postrer mandato.- (A la señorita Sara Carranza).

Un viaje aciago.

Una querella.

Belzu.

Los mellizos de Illimani.

Una visita al manicomio.

Coincidencias.

El emparedado.

El fantasma de un rencor.

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Una visita infernal.

Yerbas y alfileres.

Veladas de la infancia.

Caer de las nubes.- (Al niño Washington Carranza).

Nuestra señora de los desamparados.- (A la niña María Pelliza).

Impresiones del 2 de mayo.

Gethsemaní.- (A la señorita Ana Pintos).

El día de los difuntos.

La ciudad de los contrastes.

Escenas de Lima.

Perfiles divinos.

Camila O’Gorman.

Felicitas Guerrero de Alzaga.

Esta serie de trabajos de los que el primero, Peregrinaciones de una alma triste, ha sido escrito durante la permanencia de la autora en Buenos Aires; y los últimos, Perfiles divinos, están ya para terminarse con los nuevos datos por aquella recogidos aquí; es el resumen de todo cuanto la señora Gorriti ha producido, después de darse al público los Sueños y realidades.

Así pues, aquellas obras editadas por esta casa, forman la primera sección del catálogo de sus escritos, y es la segunda completa la que se detalla en este prospecto.

Estas compilaciones difieren en su contenido; y en su compuesto, seméjanse a las Novelas y más novelas,   —7→   de Alarcón. Publicaciones que se integran por la unidad de origen, pero que cada una de por sí es independiente y encuadra en propios contornos.

En este concepto: los que han adquirido Sueños y realidades contemplarán con Panoramas de la vida, las obras de la señora Gorriti; y los que sólo quieran poseer uno de sus títulos podrán hacerlo a su elección.

El editor cree excusado detenerse en elogios o juicios favorables para prestigiar ante la sociedad bonaerense, esta nueva publicación de la literatura argentina. Las ruidosas manifestaciones de que ha sido objeto la ilustre novelista, tributadas al mérito sobresaliente de sus obras, por un pueblo culto y generoso, hablan con más elocuencia y expresan mejor cual sea la importancia del libro, que tiene la señalada honra de presentar a los numerosos amigos de aquella y a los constantes favorecedores de esta casa.

Sin embargo, no dejará el editor de llamar muy singularmente la atención sobre los Perfiles divinos, bajo cuyo rubro se designan los dramáticos e interesantes episodios de Camila O’Gorman y Felicitas Guerrero. La belleza y la desgracia siempre simpáticas, siempre atractivas para los espíritus cultivados, darán ocasión a la distinguida autora, para ofrecernos en esas narraciones un nuevo testimonio de su talento e inimitable gusto para contar y describir la naturaleza.

C. CASAVALLE

Editor



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ArribaAbajoPrólogo

La señora Gorriti que con tanto acierto ha ensayado la novela histórica como la sentimental; que desde el lenguaje bíblico hasta el pobre dialecto que se cultiva en las cabañas, reciben nuevos prestigios y galas no conocidas cuando ella escribe; viene ahora a desenvolver una nueva tela; rica de luz y colorido; un esmaltado campo donde a las bellezas naturales que con pluma poética describe, se enlazan las escenas más dramáticas y palpitantes de la vida humana.

Diversos y muy variados en su argumento son los romances y artículos, ya históricos, ya literarios, que componen esta nueva serie de sus trabajos, tan amena, y si comparar se puede, superior en mérito artístico a la tan popular y conocida bajo el título de Sueños y realidades.

En aquellas primeras obras de la fecunda novelista,   —10→   se exhala todo su entusiasmo juvenil; la idea flota envuelta en colores y el pensamiento es más una flor que un fruto. En estos nuevos escritos el sabor ha reemplazado al perfume; a la fantasía que raciocina con disgusto, que moraliza por una necesidad de complemento, ha sucedido por la evolución natural y lógica de las funciones del espíritu, un entendimiento cultivado; una razón a que la experiencia dio su temple y noble fortaleza, permitiéndole mirar la sociedad desde lo alto para descomponerla estudiándola, con sus elementos dar consistencia a las creaciones de su mente.

Entre los títulos que, bajo el genérico de Panoramas de la vida, completarán los dos volúmenes de esta serie, hay, entre otros, tres que por vez primera van a publicarse. Dos de ellos Perfiles divinos serán esbozos novelescos de accidentes trágicos ocurridos en Buenos Aires. El drama sangriento de Camila O’Gorman, esa vida consagrada al amor y sacrificada a la venganza, es uno de los temas; el otro, no menos interesante, es la muerte alevosa de la joven viuda de Alzaga.

El que va a continuación de este prólogo, escrito durante los pocos meses que su autora pasara en esta capital en el invierno de 1875, es el tercero de   —11→   los romances no publicados que constituye una verdadera novedad literaria.

En las brillantes páginas de Peregrinaciones de una alma triste, el interés novelesco no es lo que más subyuga; su principal atractivo reside en la descripción de las localidades; en el panorama del suelo americano desplegado en todo su maravilloso esplendor; en la pintura de las costumbres sencillas y patriarcales de la vida campestre, diseñadas allí con hábil maestría.

¡Cuánta profunda observación ha dejado consignada la autora, en el paso fugitivo de esta voluntaria romería! Jamás las armonías del estilo lucieron con tan humildes atavíos, y el arte del escritor pocas veces fue mejor explotado para fingir la realidad, creando la vida y la acción en medio de la naturaleza solitaria.

Con esta obra la señora Gorriti ha entrado en la nueva senda porque conducen la novela los primeros escritores de la época presente: el romanticismo con sus amores volcánicos, donde toda la acción se desarrolla en la violencia de las pasiones y en el juego de los afectos llevados a una temperatura sofocante, había pervertido el gusto, después de estragar la literatura con sus creaciones inverosímiles funestas para la quietud el sosiego doméstico.

  —12→  

Hoy se le pide a la novela algo más que la pintura de las costumbres y sobre todo, de esas costumbres suntuarias que han llegado al más completo refinamiento. Esto, por sí solo, no es de provecho para los pueblos americanos.

Cuántos espíritus superficiales, a pesar suyo, no han estudiado geografía en las páginas espirituales de La vuelta al mundo, y cuántos no han seguido verdaderos cursos de Historia Natural en las animadas descripciones del capitán Mayne Reid.

Si el romance ha de ser una escuela donde aprenda a conocer el mundo; conviene cultivar esta rama de la literatura relacionándola con la historia o cualquiera otra faz de la ciencia social o positiva, y no en la región puramente subjetiva de la especulación intelectual.

Así lo ha comprendido la discreta novelista Salteña, al escribir este nuevo libro, que con mucha propiedad podría llamarse la «Odisea del desierto». Si ella no posee el conocimiento de las ciencias de aplicación que hace una especialidad de Julio Verne, ni atesora el profundo caudal de observaciones acopiadas por el romancista inglés, conoce bastante la naturaleza pintoresca del suelo patrio; sus paisajes sin rival en la zona montañosa, como sus valles cargados de flores y de frutos, perdidos en   —13→   las quiebras andinas, cuyos penachos coronados de nieve desatan por sus vertientes los raudales que fertilizan aquellos amenos campos.

El teatro de esta novela carece de los espacios convencionales del arte, y el drama y episodios que la forman exhíbense desde la opulenta ciudad de los Reyes hasta las ignoradas selvas del Chaco y del Amazonas.

El Alma Triste es una de esas creaciones impalpables de la fantasía alemana: espíritu indomable colocado en un débil vaso de arcilla; alma ambiciosa de lo grande y sedienta de lo nuevo, de lo desconocido, sometida por dolencias físicas y desgastamiento de los órganos vitales a la parálisis moral, al sueño infecundo de la inteligencia extinguiéndose en el reducido horizonte del hogar.

Pero esa alma rompe los lazos que la sujetan; su espíritu, muy diferente del espíritu de Maistre, ordena a la materia que ande, y el cuerpo débil y doliente obedece.

Y ese cuerpo sometido al movimiento, aspira en las auras del desierto nuevos efluvios de vida; y la reconstrucción física, la reacción material se opera sobre las vísceras enfermas y disputadas vigorosamente a la tumba.

El Alma Triste, que deserta su lecho de moribunda, se lanza a todos los azares de lo imprevisto; y   —14→   las sorpresas que recibe en su incierta peregrinación se reproducen incesantes cautivando el ánimo del lector.

¡Con qué diestras pinceladas ha sabido su autora, pintar una pasión sublimada por el martirio! Carmela y Enrique Ariel, forman un grupo lleno de poesía: nada más puro, nada más sencillo y tierno que ese drama engendrado en una mirada y desvanecido en un sepulcro.

Pero, donde la señora Gorriti ha puesto en relieve su profundo conocimiento del corazón humano, el tacto exquisito con que se apodera de sus secretos sorprendido la lucha de las pasiones y de los intereses que gobiernan los acontecimientos, es cuando, en la serie de aventuras a que vive condenada su heroína, nos la exhibe recorriendo las soledades del Chaco, arrastrada en un débil barquichuelo por la corriente del Bermejo.

La destrucción de la Cangallé, es el tema de esa leyenda que tanto impresiona a la peregrina que la oye referir a la luz del fogón, cuyo incierto reflejo permite se destaque por intervalos el abultado contorno de aquellas históricas ruinas.

Cuando el lector conozca ese episodio observará el doble elemento, la dualidad de intereses a que es sacrificada la villa y sus habitantes: dos ideas, dos   —15→   propósitos, dos intenciones corren a un fin, y ese fin en sus consecuencias es doble también.

La india, que es la mujer engañada, quiere vengarse de su esposo infiel, arrastrado por los hechizos de una cristiana hasta la morada de los hombres blancos; empero, se reconoce impotente para mover por un interés personal a los guerreros de la tribu de que su esposo es el caudillo; entonces los sorprende haciéndoles creer que su jefe está prisionero entre los cristianos, los incita a marchar para libertarlo y ella se pone al frente de la hueste, brava y celosa aspirando a la venganza.

La tribu se mueve con el noble objeto de salvar a su cacique que considera en peligro.

El odio a los cristianos es el lazo que vincula aquellas dos tempestades, y el protagonista del drama que es el cacique, se encuentra colocado por la fatalidad entre el amor de los suyos que quieren salvarlo y el odio de la esposa engañada que busca su corazón para hundir en él la flecha enherbolada.

Las damas de Buenos Aires, a quienes está dedicada esta bellísima creación, deben recibir complacidas una de las obras más bien ejecutadas de nuestra naciente literatura.

  —16→  

Tal es el humilde juicio que nos permitimos consignar a su frente, como un débil tributo que rendimos al esclarecido talento de la autora de Panoramas de la vida.

MARIANO A. PELLIZA

1.º de mayo de 1876



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Peregrinaciones de una alma triste



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ArribaAbajo- I -

Una visita inesperada


Un día, entrando en mi cuarto, encontré una bella joven que estaba aguardándome, y que al verme se arrojó silenciosa en mis brazos.

La espontánea familiaridad de la acción, a la vez que algo en sus graciosas facciones, me revelaban una persona conocida y amada; pero ¿dónde? ¿cuándo? No podía recordarlo.

-¡Qué! -exclamó ella en vista de mi perplejidad-. ¿Hame cambiado tanto el sufrimiento que ya no me conoces?

-¡Laura! ¡Oh, en verdad querida mía, que estás desconocida!; y sin acento en tu voz...

-¡Bendito acento de la patria, que me recuerda al corazón olvidadizo de mis amigos!

  —18→  

-Pero si es que te has vuelto muy bella, niña de mi alma. Cómo reconocer a la enferma pálida, demacrada, de busto encorvado y mirada muerta, en la mujer que está ahí, delante de mí, fresca, rozagante, esbelta como una palma y con unos ojos que...

-¡Aduladora! Si fuera a creer tus palabras, me envaneciera.

-¡Hipócrita! el espejo se las repite cada día. Pero dime ¿qué fue de ti en aquella repentina desaparición? Y ante todo: ¿cómo has recobrado la salud y la belleza?

-Dando mi vida al espacio, y bebiendo todos los vientos. Es una historia larga... Mas, he ahí gentes que te buscan, y vienen a interrumpirnos. Adiós.

-¿Adiós? No, mi señora, que te confisco, hasta que me hayas referido la historia de tu misterioso eclipse.

-¡Bah! si, por lo que veo, no tienes una hora tuya. En el día, entregada a la enseñanza; la noche...

-Es mía.

-La pasas en ruidosas pláticas.

-Sí, para alejar dolorosos pensamientos.

-¡Ah! mi relato es triste, y aumentará tus penas.

-Quizá encuentre analogías que las suavicen.

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-¡Imposible! si le has entregado tu alma, y como los borrachos al alcohol, tú atribuyes al dolor toda suerte de virtudes.

-Ya lo ves: he ahí, todavía un motivo para hacerme ese relato.

-¡Y bien! pues lo deseas, escucha... Pero si olvidaba que ahí te esperan media docena de visitas... Yo tengo sueño, acabo de desembarcar y me ha cansado mucho la última singladura. Te dejo. Adiós.

-De ninguna manera. Ya te lo he dicho: estás embargada. ¿No quieres venir conmigo a pasar la velada? Pues he ahí una cama frente a la mía: en ella te acostarás y yo pasaré la noche escuchando la historia de esa faz nebulosa de tu vida.

-¿Como en Las mil y una noches?

-Exactamente, aunque con una pequeña modificación, enorme para ti, por supuesto, y es que el ofendido sultán está lejos de su enamorada sultana.

Laura dio un profundo suspiro. ¿Era al recuerdo de las sabrosas lecturas de la infancia, o al del ausente dueño de su destino?




ArribaAbajo- II -

La fuga


-¿Duermes, bella Cheherazada? -dije a Laura cuando le hube contado seis horas de sueño-. Pues   —20→   si estás despierta, refiéreme, te ruego, esa interesante historia.

-Querida Dinarzada -respondió ella bostezando-, tú eres una parlanchina, y lo contarás a todo el mundo.

-No, que te prometo ser muda.

-Gracias al abate L’Epée, los mudos saben escribir.

-Oh bellísima perla del harem, concédeme esta gracia por el amor de tu sultán. ¿Quieres un epígrafe? He aquí el del

Capítulo primero

«De cómo Laura moribunda recobró la salud y la hermosura por la ciencia maravillosa de un médico homeópata».

-No tal; fui yo que me curé. El doctor era un nulo.

-¡Que culpable ligereza! ¡Ah! ¡cómo puedes hablar así de un hombre de tan conocido mérito!

-¿En verdad? Pues conmigo desbarró a más y mejor. Sin embargo, fue un aviso suyo que me salvó.

Un día, uno de los peores de mi dolencia, en su interminable charla sobre las excelencias de la homeopatía, recordó la insigne calaverada de un joven cliente suyo, tísico en tercer grado, que   —21→   apartándose del método por él prescrito, impuso a su arruinado pulmón la fatiga de interminables viajes.

-Y, extraña aberración de la naturaleza -añadió-, aquel prolongado sacudimiento, aquel largo cansancio, lo salvaron; sanó... Pero son esos, casos aislados, excepcionales, que no pueden reproducirse. Aplíquese el tal remedio aquí, donde ya no hay sujeto; y en la primera etapa todo habrá acabado.

Y con sus manzanas de largas uñas levantaba mi extenuado cuerpo, y lo dejaba caer en la cama, causándome intolerables dolores.

-No obstante, niña mía -continuó con una sonrisa enfática-, desde hoy comienza usted a tomar para curarse aquello que a otros da la muerte: el arsénico. Arsénico por la mañana, arsénico en la tarde, arsénico en la noche... ¡Horrible! ¿no es cierto? ¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¿Ha leído usted Germana?

-Sí, doctor.

-Pues encárnese usted en aquella hermosa niña: dé el alma a la fe y abandone su cuerpo a la misteriosa acción del terrible específico, veneno activísimo, y por eso mismo, algunas veces, milagroso remedio.

Hablando así, sacó del bolsillo de su chaleco un papel cuidadosamente plegado; vació su contenido en el fondo de una copa, compuso una pócima, y me   —22→   mandó beberla. Yo vacilaba, mirando al trasluz la bebida.

-¡Comprendo! -dijo el doctor, viendo mi perplejidad-. Esta niña es de las que no comen porque no las vean abrir la boca. Beba usted, pues.

Y se volvió de espaldas. Yo, entonces, vertiendo rápidamente el líquido en mi pañuelo, exclamé con un gesto de repugnancia:

-¡Ya está! ¡oh, doctor, qué remedio tan desabrido!

-Remedio al fin; que aunque sea un néctar, sabe siempre mal al paladar. Mañana doble dosis; triple, pasado mañana; así enseguida, y muy luego, esos ojos apagados ahora, resplandecerán; esos labrios pálidos cobrarán su color de grana; esta carne su morbidez, y presto una buena moza más en el mundo, dirá «¡Aquí estoy yo!».

Mirome sonriendo; acarició mi mejilla con una palmadita que él creyó suave, y se fue restregándose las manos con aire de triunfo.

Aquella noche no pude dormir; pero mi insomnio, aunque fatigoso, estuvo poblado de halagüeñas visiones. La imagen del joven tísico restituido a la salud, merced a los largos viajes, pasaba y repasaba delante de mí, sonriendo con una sonrisa llena de vida, y mostrándome con la mano lejanos horizontes de un azul purísimo desde donde me llamaba la esperanza. Y yo me decía «Como en mí, en él   —23→   también, la dolencia del alma produjo la del cuerpo; y por ello más razonable que el doctor, que atacaba el mal sin cuidarse de la causa, recurrió al único remedio que podía triunfar de ambos: variedad de escenarios para la vida, variedad de aires para el pulmón».

Hagamos como él: arranquémonos a la tiranía de este galeno, que quiere abrevarme de tósigos; cambiemos de existencia en todos sus detalles; abandonemos esta hermosa Lima, donde cada palmo de tierra es un doloroso recuerdo; y busquemos en otros espacios el aire que me niega su atmósfera deliciosa y letal. ¡Partamos!...

¡Partir! ¿Cómo? He ahí esa madre querida que vela a mi lado, y quiere evitarme hasta la menor fatiga; he ahí mis hermanos, que no se apartan de mí, y me llevan en sus brazos para impedirme el cansancio de caminar; he ahí la junta de facultativos, que me declara ya incapaz de soportar el viaje a la sierra.

¿Cómo insinuar, siquiera, mi resolución, sin que la juzguen una insigne locura?... Y, sin embargo, me muero, ¡y yo quiero vivir! ¡vivir para mi madre, para mis hermanos, para este mundo tan bello, tan rico de promesas cuando tenemos veinte años! Mis ojos están apagados, y quiero que, como dice el doctor, resplandezcan; que mis labios recobren su   —24→   color y mi carne su frescura. Quiero volver a la salud y a la belleza; muy joven soy todavía para morir. ¡Huyamos!

Y asiéndose a la vida con la fuerza de un anhelo infinito, resolví burlar, a toda costa, la solícita vigilancia que me rodeaba, y partir sin dilación.

Forjado un plan fingí, esos caprichos inherentes a los enfermos del pecho. Hoy me encerraba en un mutismo absoluto; mañana en profunda oscuridad; al día siguiente pasaba las veinte y cuatro horas con los ojos cerrados. Y la pobre madre mía lloraba amargamente, porque el doctor decía, moviendo la cabeza, con aire profético: «¡Malos síntomas! ¡malos síntomas!».

Y yo, con el corazón desgarrado, seguí en aquella ficción cruel, porque estaba persuadida que empleaba los medios para restituirle su hija.

-Doctor -dije un día, al médico, ocupado con magistral lentitud en componer mi bebida-, ¿sale hoy vapor para el sur?

-Como que del mirador de casa acabo de ver humeando su chimenea.

-Pues entonces, no perdamos tiempo: deme usted pronto mi arsénico; porque hoy me pide el deseo encerrarme durante el día.

-¡Encerrarse!... ¡Pues no está mal el capricho!

-Ciertamente.

  —25→  

-¡Encerrarse!... Y ¿qué tiene de común el encierro con la partida del vapor?

-Quiero recogerme para seguirlo en espíritu, sentada en su honda estela.

-¿Sí? ¡ah! ¡ah! ¡ah!... ¡Desde aquí estoy viendo a la niña hecha toda una gaviota, mecida por el oleaje tumultuoso que tras sí deja el vapor!

-Pues, quisiera en verdad que usted me viese; porque, siempre en espíritu, por supuesto, pienso engalanarme; echar al viento una larga cola; inflar mi flacura con ahuecadas sobrefaldas; ostentar estos rizos que Dios crió, bajo el ala de un coqueto sombrerillo, y calzar unas botitas de altos tacones. Luego, un delicado guante, un saquito de piel de Rusia, un velo, a la vez sombroso y trasparente; sobre una capa de cosmético, otro de polvos de arroz, un poco de esfuerzo para enderezar el cuerpo, y usted con toda su ciencia, no reconocería a su enferma.

-¿Sí? ¡Pobrecita!... Aunque se ocultara usted bajo la capucha de un cartujo, había de reconocerla. Qué disfraz resistió nunca a mi visual perspicacia...

Por lo demás, en las regiones del espíritu, nada tengo que ver. Viaje usted cuanto quiera; échese encima la carga descomunal de colas, sobre faldas, lazos y sacos; empínese a su sabor sobre enormes tacos, y dese a correr por esos mundos. Pero en lo que tiene relación con esta personalidad material de   —26→   que yo cuido, ya eso es otra cosa. Quietud, vestidos ligeros, sueltos, abrigados; ninguna fatiga, ningún afán, mucha obediencia a su médico y nada más.

Alzó el dedo en señal de cómica amenaza, me sonrió y se fue.

-¿Cómo me la encuentra usted hoy, doctor? -preguntó mi madre, con voz angustiosa, pero tan baja, que sólo una tísica podía entenderla.

-¡Ah! ¿estaba usted escuchando?

-¡Ay! ¡doctor! no tengo valor para estar presente cuando usted le hace la primera visita, porque me parece un juez que va a pronunciar su sentencia.

-Ya usted lo ha oído. Esos anhelos fantásticos son endiablados síntomas de enfermedad... Pero no hay que alarmarse -añadió, oyendo un sollozo que llegó hasta el fondo de mi corazón- ¡pues qué! ¿no tenemos a nuestro servicio este milagroso tósigo que hará entrar en ese cuerpecito gracioso, torrentes de salud y vida? Valor pues, y no dejarse amilanar.

Mientras mi madre se alejaba, hablando con el médico, yo con el dolor en el alma, pero firme en mi propósito alceme de la cama, corrí a la puerta, le eché el cerrojo, y cayendo de rodillas, elevé el corazón a Dios en una ferviente plegaria. Pedile que me perdonara las lágrimas de mi madre en   —27→   gracia al motivo que de ella me alejaba; y que me permitiera recobrar la salud para indemnizarla, consagrándole mi vida.

Fortalecida mi alma con la oración, alceme ya tranquila y comencé a vestirme con la celeridad que me era posible.

Sin embargo, aunque el espíritu estuviese pronto, la carne estaba débil y enferma; y más de una vez, el clamor desesperado de Violetta -Non posso!- estuvo en mi labio.

Pero en el momento que iba a desfallecer, la doble visión de la muerte y de la vida se alzó ante mí: la muerte con sus fúnebres accesorios de tinieblas, silencio y olvido; la vida con su brillante cortejo de rosadas esperanzas, de aspiraciones infinitas. Entonces, ya no vacilé: hice un supremo esfuerzo que triunfó de mi postración, y me convenció una vez más de la omnipotencia de la voluntad humana; pues que no solamente logré vestirme, sino adornar mi desfallecido cuerpo en todas las galas que había enumerado al doctor. Enseguida, eché sobre mi empolvado rostro ese velo a la vez sombroso y trasparente, abrí la puerta, y andando de puntillas, me deslicé como una sombra al través de las habitaciones desiertas a esa hora.

Iba a ganar la escalera, cuando el recuerdo de mi madre, que allí dejaba; de mi madre, a quien,   —28→   tal vez no volvería a ver más, detuvo mis pasos y me hizo retroceder. Acerqueme a la puerta de su cuarto, que estaba entornada, y miré hacia dentro. Mi madre lloraba en silencio, con la frente caída entre sus manos.

A esta vista sentí destrozarse mi corazón; y sin la fe que me llevaba a buscar la salud lejos de ella, sabe Dios que no habría tenido valor para abandonarla.

Así, llamé en mi auxilio el concluyente argumento de que menos doloroso le sería llorar a su hija ausente que llorarla muerta; y arrancando de aquel umbral mis pies paralizados por el dolor, bajé las escaleras, gané la calle y me dirigí con la rapidez que mi debilidad me permitía a la estación del Callao, temblando a la idea de ser reconocida.

Afortunadamente, el tren había tocado prevención, y la gente que llenaba las dos veredas, llevaba mi mismo camino, y yo no pude ser vista de frente.

Alentada con esta seguridad, marchaba procurando alejar de la mente los pensamientos sombríos que la invadían: el dolor de mi madre; los peligros a que me arrojaba; el aislamiento, la enfermedad, la muerte...

Al pasar por la calle de Boza, divisé en un zaguán el caballo del doctor; y no pude menos de sonreír pensando cuán distante estaba él de imaginar   —29→   que su enferma, la de los endiablados síntomas, había dejado la cama y se echaba a viajar por esos mundos de Dios.

De súbito, la sonrisa se heló en mi labio; las rodillas me flaquearon, y tuve que apoyarme en la pared para no caer. Un hombre, bajando el último peldaño de una escalera, se había parado delante de mí.

Era el doctor.

Quedeme lela; y en mi aturdimiento hice maquinalmente un saludo con la cabeza. La aparición de un vestiglo no me habría, ni con mucho espantado tanto en ese momento, como la del doctor. Un mundo de ideas siniestras se presentaron con él a mi imaginación: mis proyectos frustrados; la fuga imposible, la muerte cercana, el sepulcro abierto para tragar mi juventud con todas sus doradas ilusiones. Sí; porque allí estaba ese hombre que con la autoridad de facultativo iba a extender la mano, coger mi brazo, llevarme en pos suya, arrancándome a mi única esperanza, para encadenarme a mi única esperanza, para encadenarme de nuevo al lecho del dolor, de donde pronto pasaría al ataúd.

Todas estas lúgubres imágenes cruzaron mi espíritu en el espacio de un segundo. Dime por muerta; y cediendo a la fatalidad, alcé los ojos hacia el doctor con una mirada suplicante.

Cuál fue mi asombro cuando lo vi contemplándome   —30→   con un airecito más bien de galán que de médico; y que luego, cuadrándose para darme la vereda, me dijo con voz melosa:

-¡Paso a la belleza y a la gracia! No se asuste la hermosa, que yo no soy el coco, sino un rendido admirador.

¡No me había reconocido!

Todavía rehusaba creerlo, cuando le oí decir a un joven que lo había seguido para pagarle la visita:

-La verdad es que he hecho en ella cierta impresión. Buena moza, ¿eh? Y elegante. Precisamente así está soñando vestirse la pobre moribunda de quien acabo de hablar arriba. ¡Mujeres! hasta sobre el lecho de muerte deliran con las galas. En fin, la tísica es joven y bonita; y cada una de esas monadas es para ella un rayo de su aureola; ¡pero las viejas! ¡las viejas, sí señor! ¡ellas también! El otro día ordené un redaño para una sesentona que se hallaba en el último apuro; y al verlo, cuando se lo iban a aplicar, empapado en emoliente, exclamaba que le había malogrado su velo de tul ilusión.

Yo escuchaba todo esto, porque el doctor había montado a caballo, y seguía mi camino, hablando con el joven, que venía algunos pasos detrás de mí.

Indudablemente, si como él decía, su presencia me había causado impresión, la mía hizo en él muchísima. No quitaba de mí los ojos; y decía al joven, viéndome   —31→   caminar vacilante y casi desfallecida de miedo:

-¡Vea usted! hasta ese andar lánguido la da una nueva gracia.

Y al entrar en el portal de la estación, todavía lo oí gritarme:

-Adiós, cuerpecito de merengue. ¡Buen viaje, y que no te deshagas!

Se habría dicho que me había reconocido, pero no, aquellas palabras serían sólo flores de galantería que no sé de dónde sacaba.

-¿De dónde? Del abundante repertorio que de ellas tiene todo español.




ArribaAbajo- III -

La partida


-En fin, tomé boleto y me senté en el sitio menos visible del wagon, que como día de salida de vapor estaba lleno de gente.

Mientras llegaba el momento de partir, los viajeros derramaban en torno mío curiosas miradas, cambiando saludos y sonrisas.

Temblando de ser reconocida entre tantos despabilados ojos, pensaba ocultarme bajo la doble sombra del velo y del abanico.

Un reo escapado de capilla, no teme tanto la vista   —32→   de la justicia, como yo en aquel momento la de un amigo.

Así, ¡cuál me quedaría, cuando no lejos de mí oí cuchichear mi nombre!

Sin volverme, dirigí de soslayo una temerosa ojeada.

Un grupo de señoras que no podía ver en detal, pero cuyas voces me eran conocidas, se ocupaban de mí, señalándome, con esos gestos casi invisibles percibidos sólo entre mujeres.

-¡Es ella! -decía una- ¡ella misma!

-¿Laura? ¡qué desatino! Si está desahuciada -replicaba otra.

-¡Cierto! -añadió una tercera-. El doctor M., que asistió a la última junta, me dijo que ya no era posible llevarla a la sierra, porque moriría antes de llegar a Matucana; y que no comprendía cómo su médico no la mandaba preparar.

Aunque yo sabía todo aquello, pues lo había leído en los tristes ojos de mi madre y cogido en palabras escuchadas a distancia, proferido ahora con la solemnidad del sigilo y la frialdad de la indiferencia, me hizo estremecer de espanto. Las palabras del doctor «En la primera etapa todo habrá concluido», resonaron en mi oído como un tañido fúnebre; el malestar producido por mi debilidad me pareció la agonía; el rápido curso del tren, la misteriosa   —33→   vorágine que arrebataba el alma en la hora postrera... Hundida, y como sepultada en mi asiento, me había desmayado.

El brusco movimiento impreso por la máquina al detenerse, me despertó del anonadamiento en que yacía.

Nos hallábamos enfrente de Bella-vista; la puerta del wagon estaba abierta, y varias personas habían entrado y tomado asiento.

Un joven listo y bullicioso que subió el último vino a sentarse cerca de mí, restregándose las manos con aire contento.

-¿Cómo es esto, Alfredo -le dijo al paso uno de los que entraron primero-, hace un momento que te dejé tendido en la cama, tiritando de terciana, y ahora aquí?

-¿Quién tiene terciana, cuándo hay esta noche concierto? -respondió aquel, pálido aún y enjugando en su frente gruesas gotas de sudor.

Estas palabras me hicieron avergonzar de mi cobarde postración.

-Pues que éste ha vencido el mal por la esperanza del placer, ¿por qué no lo venceré yo en busca del mayor de los bienes: la salud?

Dije, y enderezándome con denuedo, sacudí la cabeza, para arrojar los postreros restos de   —34→   abatimiento, abrí el cristal y aspiré con ansia la brisa pura de la tarde.

Aquella fue mi última debilidad.

Al llegar al Callao bajé del tren con pie seguro; y fortalecido el corazón con el pensamiento mismo de mi soledad, me interné fuerte y serena en las bulliciosas calles del puerto.

Tú estarás quizá pensando que, como las doncellas menesterosas del tiempo de la caballería me echaba yo a viajar con la escalera desierta.

-En efecto, estábame preguntando cómo se compondría aquella princesa errante para atravesar el mundo, en este siglo del oro, sin otro viático que su velo y su abanico.

Pues, sabe para tu edificación, que yo he tenido siempre el gusto de las alcancías. Había guardado una que tenía ya un peso enorme, como que contaba nada menos que tres años, y se componía sólo de monedas de oro. Para librarla de las tentaciones del lujo habíala confiado a mi tío S., antiguo fiel de la aduana. A ella recurrí, y encontré en su seno una fuerte suma que tranquilizó mi espíritu, bastante inquieto por ese accesorio prosaico, aunque vitalmente necesario de la existencia.

En tanto que me embarcaba -continuó Laura, en las altas horas de la siguiente noche-, y mientras el bote que me conducía a bordo surcaba las aguas de   —35→   la bahía, iba yo pensando, no sin recelo, en ese mal incalificable, terror de los navegantes: el mareo. Habíalo sufrido con síntomas alarmantes cuantas veces me embarqué, aun en las condiciones de una perfecta salud. ¿Cuál se presentaría ahora, en la deplorable situación en que me hallaba?

Pero yo había resuelto cerrar los ojos a todo peligro; y asiendo mi valor a dos manos, puse el pie en la húmeda escalera del vapor; rehusé el brazo que galantemente me ofrecía un oficial de marina, y subí cual había de caminar en adelante: sola y sin apoyo.

Como mi equipaje se reducía, cual tú dices, a mi velo y mi abanico, nada tenía que hacer, si no era contemplar la actividad egoísta con que cada uno preparaba su propio bienestar durante la travesía.

Sentada en un taburete, con los ojos fijos en las arboledas que me ocultaban Lima, y la mente en las regiones fantásticas del porvenir, me abismé en un mundo de pensamientos que en vano procuraba tornar color de rosa.

Allá, tras de esas verdes enramadas que parecen anidar la dicha, está ahora mi madre hundida en el dolor; ¡y yo que la abandono para ir en busca de la salud entre los azares de una larga peregrinación, en castigo de mi temeridad voy, quizá, a encontrar la muerte!

  —36→  

Absorta en mis reflexiones, no advertía que el verde oasis donde estaban fijos mis ojos se alejaba cada vez más, oscureciéndose con las brumas indecisas de la distancia.

Un rumor confuso de lamentos, imprecaciones y gritos de angustia desvaneció mi preocupación.

Era la voz del mareo.

A quien no conoce los crueles trances de esa enfermedad tan común y tan extraña, no habría palabras con que pintarle el cuadro que entonces se ofreció a mi vista. Diríase que todos los pasajeros estaban envenenados. La imagen de la muerte estaba impresa en todos los semblantes y las ruidosas náuseas simulaban bascas de agonía.

Impresionada por los horribles sufrimientos que presenciaba, no pensé en mí misma; y sólo después de algunas horas noté que entre tantos mareados, únicamente yo estaba en pie.

¿Qué causa misteriosa me había preservado?

Dándome a pensar en ello, recordé que de todos los remedios ordenados para mí por el médico, sólo usé con perseverancia de una fuerte infusión de cascarilla.

Parecíame increíble lo mismo que estaba sintiendo y pasé largas horas de afanosa expectativa, temiendo ver llegar los primeros síntomas de aquel mortal malestar. Pero cuando me hube convencido de que   —37→   me hallaba libre de él, entregueme a una loca alegría. Rompí el método del doctor, y comí, bebí, corrí, toqué el piano, canté y bailé: todo esto con el anhelo ardiente del cautivo que sale de una larga prisión. Parecíame que cada uno de estos ruidosos actos de la vida era una patente de salud; y olvidaba del todo la fiebre, la tos y los sudores, esos siniestros huéspedes de mi pobre cuerpo.




ArribaAbajo- IV -

¡Cuán bello es vivir!


Sin embargo, ¡fenómenos capaces de dar al traste con las teorías del doctor y de todos los médicos del mundo! aquellos desmanes, bastante cada uno de ellos para matarme, parecían hacer en mí un efecto del todo contrario. Por de pronto, me volvieron el apetito y el sueño; y cuando al siguiente día, delante del Pisco, hube chupado el jugo de media docena de naranjas, sentí en mis venas tan suave frescor, que fui a pedir al médico de a bordo recontara los cien latidos que la víspera había encontrado a mi pulso. Hízolo, y los halló reducidos a sesenta. El principal agente de mi mal, la fiebre, me había dejado.

Ese día escribí a Lima dos cartas. La una llevaba al corazón maternal gratas nuevas.

  —38→  

«Querido doctor -decía la otra-: Este cuerpecito de merengue, lejos de deshacerse, se fortalece cada hora más. ¡Cuánto agradezco a usted el haberme dado el itinerario de aquel joven nómade que dejó sus dolencias en las zanjas del camino! Espero encontrarlo por ahí, y darle un millón de gracias por la idea salvadora que a él y a mí nos arrebata a la muerte.

Comienzo a creer que llegaré a vieja, amable doctor; pero no tema usted que guarde en mi equipaje los frívolos velos de ‘tul ilusión’, ni otras prendas que el denario y las venerables tocas de una dueña».

Al partir de ese día, no pensé más en mi enfermedad; y me entregué enteramente al placer de vivir. ¡Qué grata es la existencia, pasado un peligro de muerte! El aire, la luz, las nubes que cruzaban el cielo, los lejanos horizontes, todo me aparecía resplandeciente de belleza, saturado de poesía.

Desembarcaba en todos los puertos, aspirando con delicia los perfumes de la tierra, el aroma de las plantas, el aliento de los rebaños, el humo resinoso de los hogares. Todo lo que veía parecía maravilloso, y yo misma me creía un milagro.

En Islay y Arica completé mi equipaje de viajera en todo rigor. Un bornoz, un sombrero, fresquísima   —39→   ropa blanca, una maleta para guardarla y un libro de nota. A esto añadí un frasco de florida de Lemman y otro de colonia de Atkinson, porque sin los perfumes no puedo vivir.

¡Qué contenta arreglaba yo todos estos detalles de nueva existencia! De vez en cuando, llevaba la mano al corazón y me preguntaba qué había sido de ese dolor del alma que ocasionó mi enfermedad. Dormía o había muerto; pero no me hacía sufrir. ¡Ah! ¡él me esperaba después, en una cruel emboscada!

Hasta entonces, aturdida por el torbellino de sensaciones diversas que en mí se sucedían, no me había detenido a pensar hacia dónde dirigía mis pasos. Dejábame llevar, surcando las olas, como la gaviota de que hablaba el doctor, sin saber a dónde iba y si habían pasado seis días. Nos hallábamos en el frente de Cobija, y próximos a entrar en su puerto. Era pues tiempo de tomar una resolución que yo aplazaba con la muelle pereza de un convaleciente. Mas ahora, fuerza era decidirse y optar entre Chile y el árido país que ante mí se extendía en rojas estepas de arena hasta una inmensidad infinita. La elección no era dudosa: ahí estaba Chile con sus verdes riberas, su puro cielo y su clima de notoria salubridad...

Pero ¡ah!, más allá de ese desierto que desplegaba   —40→   a mi vista sus monótonas ondulaciones; lejos, y hacia las regiones de la aurora existe un sitio cuyo recuerdo ocupó siempre la mejor parte de mi corazón. En él pasaron para mí esos primeros días de la vida en que están frescas todavía las reminiscencias del cielo. A él volví el pensamiento en todas las penalidades que me deparó el desatino, y su encantado miraje ha sido el asilo de mi alma.

¡Vamos allá!




ArribaAbajo- V -

Una ciudad encantada


Mientras apoyada en la borda hacía yo estas reflexiones, el vapor había echado el ancla en el puerto de Cobija. Una multitud de botes circulaban en torno, y la yola de la prefectura atracada a la escalera, había conducido a varios caballeros, entre los cuales debía hallarse el prefecto.

No me engañé al señalarlo en un joven apuesto, de simpática fisonomía y modales exquisitos, que aún antes de acercarse al capitán, saludó a las señoras y les ofreció sus servicios con una franqueza llena de gracia. Vino hacia mí, y viéndome sola, ocupada en hacer yo misma los preparativos para ir a tierra, me pidió le permitiese ser mi acompañante,   —41→   y aceptara la hospitalidad en su casa, donde sería recibida por su hermana, que, añadió con galante cortesía, estaría muy contenta de tener en su destierro tan amable compañera.

Y asiendo de mi maleta, sin querer, por un refinamiento de delicadeza dar este encargo a su ayudante que lo reclamaba, diome el brazo y me llevó a tierra.

Nunca hubiera aceptado tal servicio de un desconocido; pero las palabras, las miradas y todo en aquel hombre, revelaba honor y generosidad. Así no vacilé; y me acogí bajo su amparo sin recelo alguno. Su hermana, bella niña, tan amable como él, salió a mi encuentro con tan cariñoso apresuramiento, cual si mediara entre nosotras una larga amistad. Me abrazó con ternura, y vi en sus bellos ojos dos lágrimas que ella procuró ocultar, sin duda por no alarmarse; y llevándome consigo, arregló un cuarto al lado del suyo y colocó mi cama junto a la pared medianera para despertarme -dijo- llamando en ella al amanecer.

¿Creo que aún no he nombrado al hombre generoso que me dio tan amable hospitalidad?

-No, en verdad -la dije- pero yo sé que fue el general Quevedo.

-¡Ah! -continuó Laura, con acento conmovido- no solamente yo tuve que bendecir la bondad de   —42→   su alma: en el departamento que mandaba era idolatrado. Cuando llegó a Cobija encontró un semillero de odios políticos que amenazaba hacer de la pequeña ciudad un campo de Agramante. Quevedo, por medio de agradables reuniones en su casa, de partidas de campo, comedias y otras diversiones, logró una fusión completa; y cuando yo llegué, aquel pueblo asentado entre el mar y el desierto, parecía que encerraba una sola familia. Tal era la fraternidad que reinaba entre sus habitantes.

Nada tan agradable como la tertulia del prefecto en Cobija. A ella asistía el general V., que se hallaba proscrito. Figúrate cuanta sal derramaría con su decir elocuente y gracioso, ya refiriendo una anécdota, ya disertando de política; ora jugando al ajedrez, ora al rocambor. Yo me divertía en hacer trampas en este juego, tan sólo por ver el juicio que de ello él hacía.

Pero el ansia de partir me devoraba. Había encargado que me llamaran un arriero; mas la amable hermana de mi huésped los despedía sin que yo lo supiera, porque deseaba retenerme unos días más a su lado.

En fin, un día concerté mi viaje con uno, como todos los arrieros que trafican en Cobija, vecino de Calama. Pero este arriero tenía diez y siete bestias, sin contar las de silla, y no quería partir hasta   —43→   encontrar los viajeros suficientes para ocuparlas; y yo ansiosa de partir, a pesar de la fraternal hospitalidad que recibía, no sabía a qué santo pedir el milagro de que los encontrara.

Al cabo de algunos días de espera, llegó el vapor del sur, y a la mañana siguiente el arriero vino a decirme que íbamos a marchar, porque había completado su caravana con los viajeros llegados la víspera.

Contenta con la seguridad de partir, salí sola a dar al pueblo un vistazo de despedida.

Próxima a dejarlo, comencé a mirar su conjunto con ojos más favorables. Sus casas me parecieron pintorescas; su aire suave; risueño el cielo; y el mar, arrojándose contra las rocas de aquella árida costa, imponente y majestuoso.

Senteme sobre la blanda arena de la playa, y me di a la contemplación de ese vaivén eterno de las olas que se alzan, crecen, corren, se estrellan y desparecen para levantarse de nuevo en sucesión infinita.

Y me decía: «¡He ahí la vida! Nacer, crecer, agitarse, morir... para resucitar... ¿Dónde?... ¡Misterio!».

Vagando así el espíritu y la mirada, el uno en los místicos espacios de la vida moral, la otra en el movimiento tumultuoso del océano, vi surgir   —44→   de repente, allá en el confín lejano del horizonte, y tras una roca aislada en medio de las aguas, que semejaba el cabo postrero de algún continente desconocido, una ciudad maravillosa, con sus torres, sus cúpulas resplandecientes, el verde ramaje de sus jardines, y sus murallas, cuyo doble recinto coloreaba a los rayos del sol poniente.

-¡La Engañosa! ¡La Engañosa! -oí exclamar cerca de mí; y vi un grupo de pescadores que dejando sus barcas, subían a contemplar aquella extraña aparición.

-Engañosa o no -dijo con petulancia un joven batelero- no está lejos la noche en que yo vaya a averiguar los misterios que encierra.

-¡Guárdate de ello Pedro! -exclamó santiguándose una vieja- no te acontezca lo que al pobre Gaubert, un lindo marinerito francés de la Terrible, fragata de guerra que estuvo fondeada aquí.

-Pues, ¿qué sucedió?

-¡Ah! ¡lo que sucedió! Apostó con sus camaradas que iría a bailar un cancan bajo esas doradas bóvedas; y al mediar de una noche de luna, soltando furtivamente la yola del capitán, embarcó y dirigió la proa hacia el sitio donde la visión se había ocultado con la última luz de la tarde. Bogó, bogó, y no de allí a mucho divisó un puerto iluminado con luces de mil colores. A él enderezó   —45→   la barca, sin que lo arredrara un rumor espantoso que de ese lado le llegaba. Acercose el temerario, empeñado en ganar la apuesta; atracó en un muelle de plata antes que hubiera puesto el pie en la primera grada del maravilloso embarcadero, los brazos amorosos de cien bailarinas aliadas lo arrebataron como un torbellino, en los giros caprichosos de una danza fantástica, interminable, al través de calles y plazas flanqueadas de palacios formados de una materia trasparente, donde se agitaba una multitud bulliciosa en contorsiones y saltos semejantes a los que sus extrañas compañeras hacían ejecutar al pobre Gaubert, compeliéndolo con caricias de una infernal ferocidad...

A la mañana siguiente el cuerpo del lindo marinero fue encontrado playa abajo, contuso y cubierto de voraces mordeduras.

Recogido y llevado a bordo por sus camaradas, murió luego, después que hubo referido su terrible aventura.

Absorta en la magia del miraje y del fantástico relato de la vieja, habíame quedado inmóvil, y la vista fija, como el héroe de su cuento, en la roca donde poco antes se alzara la misteriosa aparición, y que ahora divisaba como un punto negro entre las olas. La noche había llegado, oscura, pero serena y tibia, ofreciendo su silencio a la meditación.

  —46→  

Miré en torno, y tuve miedo, porque la playa estaba desierta, y en la tarde había visto no lejos de allí un hombre que oculto tras un peñasco espiaba las ventanas de una casa; y aunque la persiana de una de ellas se alzara de vez en cuando con cierto aire de misterio que trascendía a amores, de una legua, podía aquello ser también la telegrafía de dos ladrones.




ArribaAbajo- VI -

Un drama íntimo


A este pensamiento, un miedo pueril se apoderó de mí, alceme presurosa y me dirigí al pueblo, mirando hacia atrás con terror.

De pronto, mi pie chocó con un objeto que rodó produciendo un ruido metálico. Recogilo, y vi que era una carterita de rusia cerrada con un broche de acero. Pareciome vacía; pero al abrirla, mis dedos palparon un papel finísimo, plegado en cuatro y fuertemente impregnado de verbena...

Aquí, Laura, interrumpiéndose de súbito, alzó la cabeza de la almohada y se puso a mirarme con aire compungido.

-¿A qué vienen esos aspavientos? Ya sé que lo leíste, incorregible curiosa.

-¡Ah! ¿tomas así mi delito? Pues sí, lo leí, lo leí,   —47→   hija, o más bien, no puede leerlo entonces, porque era de noche, pero me puse a subir corriendo el repecho que por aquel lado separa la playa del pueblo; y a la entrada de la primera calle, bajo un mal farol, desplegué el papel y eché sobre él una ojeada.

Era una carta escrita con una letra fina y bella, pero marcando en la prolongación de los perfiles una febril impaciencia.

Aunque veía perfectamente la escritura fueme, no obstante, imposible leerla, porque la enfermedad había debilitado mi vista y necesitaba una luz más inmediata. Guardela en el pecho y me dirigí a la prefectura.

La tertulia ordinaria estaba reunida, pero esta vez con un notable aumento de concurrencia. Era la cacharpaija o fiesta del estribo con que el amable prefecto me hacía la despedida.

El centro de la sala estaba ocupada por una magnífica lancera en que revoloteaban las más bellas jóvenes de Cobija.

-Permítame la heroína de esta fiesta presentarle una pareja -dijo mi huésped, señalando a un joven alto, moreno, de rizados cabellos y ojos negros de admirable belleza.

-El señor Enrique Ariel pide el honor de acompañar a usted en esta cuadrilla.

  —48→  

Saludé a mi caballero, tomé su brazo y fuimos a mezclarnos al torbellino danzante, que en ese momento hacía el vals.

-Amable peregrina -díjome al paso el general, que jugaba al rocambor en un extremo del salón-, venga usted a hacer la última trampa.

-Allá voy, general, pero no se pique usted, si también doy el último codillo.

-¿Juega usted, señora? -preguntó mi apuesto caballero, con una voz dulce y grave, del todo en armonía con su bello personal.

-Sí, pero muy pocas veces. ¿Y usted, señor?

-Jamás.

-No será usted americano.

-Glóriome de serlo: soy cubano.

-¡Ah! de cierto, cuando yo he llegado, hace cuatro días, usted no estaba aquí todavía.

-He venido por el último vapor.

Hubo algo de tan recónditamente misterioso en el acento con que fue pronunciada esta sencilla frase, que levantó en mi mente un torbellino de suposiciones a cuál más fantástica.

¿Era un contrabandista? ¿era un espía? ¿era un conspirador?

Pero el baile tomó luego un carácter bulliciosamente festivo y desterró aquellas quimeras.

Aquella noche, al desnudarme, ya sola en mi   —49→   cuarto, sentí caer un papel a mis pies. Era la carta de letra fina y prolongados perfiles.

Abrila con culpable curiosidad, lo confieso, y leí en renglones manchados con lágrimas:

«Oculta en el recinto claustral que debe encerrarme, aun a bordo de un vapor, no te veía, pero sentía tu presencia cerca de mí. Nunca, desde el día fatal que nos unió y nos separó para siempre, nunca más te aproximaste a mí, y, sin embargo, reconocía tus pasos. Jamás oí el acento de tu voz, y no obstante, el corazón sabía distinguirla entre el rumor de bulliciosas pláticas... ¡mezclado muchas veces a voces alegres de mujeres, cuyas risas llegaban a mí como los ecos de la dicha al fondo de una tumba!

Oh tú, a quien debo arrojar del pensamiento, en nombre de la paz eterna, único bien que me es dado ya esperar, cesa de seguirme. ¿Qué me quieres? Tú caminas en la senda radiosa de la vida, yo entre las heladas sombras de la muerte. Aléjate: no turbes más mi espíritu con las visiones de una felicidad imposible que tienen suspendida mi alma entre el cielo y el abismo».

¿Por qué al leer esta misteriosa carta pensé a la vez, y reuniéndolos en una sola personalidad, en el hombre del peñasco y en mi bello acompañante de cuadrilla?

  —50→  

Encargué a la amable hermana del prefecto la misión de buscar al dueño de la cartera, confiando a su discreción el secreto del extraño drama que encerraba.

El alba del siguiente día me encontró de viaje y lista para la marcha. El arriero vino a buscarme con mi caballo ensillado, y quiso cargar conmigo; pero mis huéspedes lo despidieron, asegurándole que ellos me llevarían a darle alcance.

En efecto, después de un verdadero almuerzo de despedida, esto es: mezclado de sendas copas de cerveza, al que asistió el general V., éste, el prefecto y su hermana montaron a caballo para acompañarme.

Cuán doloroso es todo lo que viene del corazón. Bien dijo el poeta que lo llama tambor enlutado que toca redobles fúnebres desde la cuna hasta la tumba. Mi amistad con la bella hermana del prefecto tenía apenas cinco días de existencia, y ya el dolor de dejarle me hacía derramar lágrimas que caían en la copa que bebía y hacían decir al general V., cuyo fuerte no es la sensibilidad, que estaba borracha.

Al salir del pueblo vimos venir un jinete corriendo a toda brida, que pasó a nuestro lado como una exhalación y se perdió en sus revueltas callejuelas.

  —51→  

-Éste es uno de los viajeros que acaban de salir con el arriero de usted -dijo el general V.-. Algo grave les habrá sucedido.

Pero a media hora de marcha los alcanzamos caminando a buen paso y al parecer sin incidente alguno.

Había llegado el momento de la separación. Profundamente enternecida tendí la mano al generoso prefecto que tan noble hospitalidad me dio y abracé llorando a su preciosa hermana, cuyas lágrimas se confundieron con las mías.

El general V., pidiendo su parte en la despedida, puso fin a aquella escena.

Quedeme sola entre mis nuevos compañeros de viaje. Eran éstos cuatro hombres y dos señoras. Una de ellas vestía amazona de lustrina plomiza estrechamente abotonada sobre su abultado seno. La otra, esbelta y flexible, envolvíase en una larga túnica de cachemira blanca, cuya amplitud no era bastante a ocultar su gentil apostura. Cubrían su rostro dos velos, uno verde, echado sobre otro blanco que caía como una nube en torno de su cuerpo, y a cuyo trasluz se entreveía el fulgor de dos grandes ojos negros que se volvían hacia atrás con visibles muestras de inquietud.

Intimidada por la frialdad natural en el primer   —52→   encuentro de personas extrañas entre sí, me refugié al lado del arriero.

-Señor Ledesma -le dije-, usted que es el director de la caravana, ¿por qué no me ha presentado a mis compañeros de viaje?

-¡Eh! niña -respondió, con una risa estúpida- ¿qué sé yo de todas esas ceremonias? ¿Ni para qué? Las gentes se dicen «buenos días» ¡y andando!

El galope de un caballo interrumpió a Ledesma en su curso de urbanidad.

La joven de la larga túnica blanca volvió vivamente la cabeza, a tiempo que desembocando de una encrucijada, el jinete que poco antes corría hacia el puerto, se plantó en medio del grupo.

Era un hombre de cincuenta años, alto, delgado, tieso, con un largo bigote gris que pregonaba el militarismo, parlante por demás en toda su persona.

-¡Qué tal! -exclamó con aire de triunfo, enseñando un reloj que llevaba abierto en la mano- ¡qué tal, doctor! Tres cuartos de hora me han bastado para ir y volver del puerto con esta prenda olvidada. Señores -añadió paseando una mirada en torno-, ¿he ganado o no al doctor Mendoza su petaca de habanos?... ¡Ah!... -exclamó reparando en mí de pronto- ¡nuestra compañera de viaje!... Señora, permítame usted el honor de presentarle a Fernando Villanueva, su servidor.

  —53→  

Y tendiendo la mano hacia las señoras:

-Doña Eulalia Vera, mi esposa, sor Carmela, mi hija.

Y a éste último nombre, su acento ligero y petulante se tornó sombrío y doloroso.

Saludé a mi vez, pero en tanto que hacía cumplidos a la una, mis ojos no se apartaban de la otra; y mientras don Fernando Villanueva, continuando su presentación, decía:

-El señor Vargas, gobernador de Calama; los señores Eduardo y Manuel, sus hijos; el doctor Mendoza, una de las más luminosas antorchas de la ciencia -yo apenas lo escuchaba.

-¡Sor! -murmuraban mis labios, contemplando a la misteriosa joven que marchaba a mi lado, envuelta en su vaporosa túnica, ¡sor! ¡una monja!

Y la luz que al través del doble velo irradiaban aquellos ojos negros parecía alumbrar en mi mente las ardientes palabras de la carta que había leído la víspera; y siempre la imagen del bello cubano venía a mezclarse a la romántica leyenda que forjaba mi fantasía.

Laura se interrumpió de repente.

-¿Ves ese rayo blanco que da a las cortinas de la ventana la apariencia de un fantasma?

-Sí.

-¿Qué es?

-El día.

  —54→  

-Ya ves que me has tratado con más crueldad que el sultán de marras: no me dejas una hora de sueño... Pero yo me la tomaré -añadió arrebozándose en la sábana-, ¡hasta mañana!

Y se quedó profundamente dormida.

-Peregrina del desierto de Atacama -dije a Laura al mediar de la siguiente noche- pues que el afán del ánimo te impide dormir, prosigue tu narración y háblame de esa hechicera sor Carmela que está preocupando mi mente.

-Caminaba silenciosa la bella monja, mientras su padre, expansivo hasta la indiscreción, me refería su historia.

Era chileno, y uno de los veteranos de la independencia, en cuyos ejércitos había combatido siendo aún muy joven. Retirado del servicio, habíase establecido en Santiago donde se casó y logró hacer fortuna.

-¡Cuán feliz era yo! -dijo, ahogando un suspiro-. ¡Fuéralo siempre -añadió en voz baja- si aquella horrible catástrofe que el ocho de diciembre enlutó a Chile, no me hubiese arrebatado el mayor de los bienes, mi hija!

-¿Qué -le dije- pereció allí alguna hija de usted?

-No, pero murió para mí -respondió, señalando a Carmela.

Ella y su madre se encontraban en el templo   —55→   cuando estalló el voraz incendio. Una mano desconocida las arrebató a la vorágine de fuego que las envolvía, y mis brazos, que pugnaban por abrir paso en aquel océano de llamas, las recibieron sanas e ilesas, sin que me fuera posible descubrir al salvador generoso que las arrancó a la muerte.

¡Juzgue usted cuál sería mi gozo al estrecharlas otra vez en mi seno!

Pero este gozo se cambió en amargo pesar.

Mi hija, cuyo carácter era vivo, alegre, apasionado, tornose desde aquel día silenciosa y triste. Con frecuencia sorprendía lágrimas en sus ojos, y poco después me declaró que deseaba abandonar el mundo para consagrarse a Dios.

Vanos fueron nuestros ruegos: lloraba con nosotros y persistía siempre en su resolución.

Entró, en fin, al convento y tomó el velo.

Tuve esperanza de que desistiera durante el noviciado, en el que parecía entregada a una profunda melancolía; pero me engañaba, pasado éste, profesó.

Desde entonces, mi casa, la ciudad, el mundo, me parecieron un desierto. Cobré odio a mi país, y cuando un pariente lejano, residente en la provincia de Salta me dejó sus bienes con la precisa condición de ir a establecerme allí, aproveché con gusto esta   —56→   circunstancia para abandonar sitios que me recordaban mi perdida ventura.

Pío IX, a quien tuve ocasión de conocer y tratar durante su permanencia en Chile, me concedió una bula de traslación para que mi hija pasara de su convento al de las Bernardas de Salta, a fin de que, si bien separados para siempre, podamos al menos respirar el mismo aire y vivir bajo el mismo cielo. Hela ahí, todavía entre nosotros, remedando para mí la dicha del pasado. ¡Por eso estoy tan contento! Este simulacro de mi vida de otro tiempo es para mí una ráfaga de felicidad.

Mientras don Fernando me refería la historia de sus penas, habíamos llegado a Colupo, donde debíamos pasar la noche.

Don Fernando ayudó a su señora a desmontar del caballo; y al prestar igual servicio a su hija, estrechola entre sus brazos con doloroso enternecimiento.

La gentil religiosa besó furtivamente a su padre en la mejilla, y recatándose bajo sus velos, fue a sentarse en el rincón más apartado del tambo. Su madre, dejó caer el embozo, y me mostro un rostro hermoso, aunque profundamente triste. Sentada cerca de su hija, con las bellas manos cruzadas sobre su pecho y los ojos fijos en ésta, parecía la Mater Dolorosa al pie de la cruz.

  —57→  

El miserable tambo que nos alojaba contaba apenas tres cuartos. En el primero colocaron sus camas don Fernando y su esposa; ocuparon el segundo el doctor Mendoza, el gobernador y sus hijos; sor Carmela y yo nos encerramos en el último.

Fueme dado entonces contemplar de cerca el rostro de la monja, cuya belleza me deslumbró. Nunca vi ojos tan bellos, ni boca tan graciosa, ni expresión tan seductora. En aquellos ojos ardía la pasión, y aquella boca parecía más bien entreabierta a los besos que a los oremus.

-¡Calla, profana! En tus peregrinaciones has aprendido un lenguaje por demás inconveniente.

-¿En verdad?

-Sí, pero prosigue.

-Carmela guardó de pronto conmigo una tímida reserva; pero es imposible que dos jóvenes estén una hora juntas sin que la confianza se establezca entre ellas. Yo hice los primeros avances, que encontraron un corazón ansioso de expansiones, y muy luego habríase dicho que nuestra intimidad databa de años.

-¡Ah! -díjele aquella noche, viéndole desnudarse, y que al quitar su toca dejó caer sobre sus hombros un raudal de bucles negros- ¿por qué, bellísima Carmela, has arrebatado al mundo tantos inestimables tesoros? ¿Qué te puedo inspirar el lúgubre   —58→   pensamiento de encerrarte viva en una tumba?

-¡Un voto! -respondió la monja con sombrío acento-, un voto formulado en lo íntimo del alma, a una hora suprema, entre los horrores de la muerte.

-¡Oh! ¡Dios!

-Escucha... Vas a saber lo que oculté siempre a los míos por no agravar su pena, el motivo que me llevó al claustro en el momento en que la vida me abría sus dorados horizontes, poblados de ardientes ilusiones...

Orábamos en el templo mi madre y yo una noche de fiesta. La anchurosa nave apenas podía contener en su seno la inmensa multitud que había reunido allí el culto sagrado de María. El aire estaba saturado de incienso, el órgano hacía oír su voz majestuosa en deliciosas melodías.

De repente, a la luz azulada de los cirios sucedió la rojiza luz del incendio que se extendió con voraz actividad envolviéndolo todo en un océano de llamas. Un grito espantoso, exhalando por millares de voces resonó en las inflamadas naves; y la multitud, loca de terror, se arremolinó en tumultuosas oleadas, obstruyendo todas las puertas, inutilizando todo medio de salvación.

Arrebatadas por la apiñada muchedumbre que se agitaba en un vaivén formidable, abrasadas por   —59→   el calor, asfixiadas por el humo, mi madre y yo nos teníamos estrechamente enlazadas. Y el fuego acrecía y los inflamados artesones de la bóveda comenzaron a caer, formando piras gigantescas de donde se exhalaba un olor sofocante.

En ese momento extremo, viendo a mi madre próxima a perecer entre las torturas de una muerte horrible, mi alma, elevándose a Dios en una aspiración de fe infinita, dejó al pie de su trono una promesa que él acogió en su misericordia...

-El resto lo dijo una mirada de amor inmenso que los bellos ojos de la monja enviaron a lo lejos al través del espacio.

He ahí -continuó- el voto que me ha arrebatado a todas las afecciones del mundo; he ahí por qué en la aurora de la vida, a la edad de los dorados ensueños he arrancado a mi frente su blanca guirnalda de rosas para cubrirla con el sudario de la muerte...

Sor Carmela se interrumpió y ocultó el rostro bajo los pliegues de su velo quizá para llorar... ¡tal vez para blasfemar!

Todo me lo había dicho, menos la historia de su amor; de su amor, del que tenía yo ahora una entera convicción.

Picome aquella reserva extemporánea en una hora de expansión.

-¡Ah! -dije, cediendo más que a un movimiento   —60→   de conmiseración, a un arranque de impaciencia- cuando sacrificabas así, juventud, belleza, libertad, ¿no pensaste que hundías también un alma en la desesperación?

-¡La mía! -articuló la religiosa con trémulo acento.

-La de aquel que te libró de las llamas.

Carmela se estremeció y sus ojos brillaron al través de su velo con una mirada inefable de amor.

Vaciló todavía; pero luego inclinando su velada frente cual si se encontrara a los pies de un confesor:

-¡Ah! -exclamó- esa hora terrible para mí la hora del destino. En el momento en que me consagraba a Dios para siempre, un hombre a quien no había visto sino en un desvarío ideal del pensamiento, apareció de repente ante mí. Vilo surgir de entre los torbellinos de llamas; y cuando creyéndolo el fantasma de mis sueños, cerraba los ojos para llevar su recuerdo como el último perfume de la tierra, sentime arrebatar entre sus brazos al través del incendio, sobre los montones de cadáveres y las cabezas apiñadas de la multitud...

Al despertar de un largo desmayo encontreme recostada en el seno de mi madre. Nuestro salvador había desaparecido; pero yo hallé su imagen en   —61→   mi corazón... ¡en este corazón que acababa de consagrarte para siempre, Dios mío!...

¡Ah! -continuó sor Carmela, elevando al cielo sus magníficos ojos negros- ¡tú sabes que he combatido, Señor! Tú sabes que he combatido no sólo mi amor sino el suyo: tú sabes que he vencido; pero, tú que me diste la fuerza ¿por qué no me das la paz? ¡la paz, el único bien que se pide para los que hemos muerto para la vida!

Carmela pasó la noche sentada, inmóvil y la frente apoyada en las manos.

Pero al amanecer, sintiendo los pasos de su madre que venía a buscarla, alzose presurosa; rechazó el dolor al fondo del corazón, dio a su semblante un aire festivo y salió a recibirla con los brazos abiertos y la sonrisa en los labios.

¡Aquella alma heroica quería sufrir sola!

Dos días después de nuestra partida de Cobija, al acabar una calorosa jornada, comenzamos a ver elevarse en el horizonte las verdes arboledas de Calama, fresco y refrigerante oasis en aquel árido desierto.

Llegamos al pueblo muy contentos de respirar los frescos aromas de la vegetación, que tanto necesitaban nuestros pulmones sofocados por la ardiente atmósfera de los arenales.

Pero he ahí que en el momento que desmontábamos   —62→   en el patio de la casa de postas, sor Carmela, exhaló un grito y cayó desmayada en mis brazos.

Sus padres se alarmaron con aquel accidente que no sabían a qué atribuir: no así yo, que detrás un grupo de árboles que sombreaba el patio había visto cruzar un hombre cuya silueta, a pesar de la oscuridad del crepúsculo, me recordó la figura arrogante de Enrique Ariel.

En efecto, a la mañana siguiente, el bello cubano se presentó a nosotros anunciándose como un compañero de viaje para ir -añadió-, mucho más lejos, pues se dirigía a Buenos Aires.

Al verlo, sor Carmela estrechó convulsivamente mi mano, y en sus bellos ojos se pintaron a la vez el gozo y el terror.

Desde ese día el viaje se tornó para la joven religiosa en una serie de emociones dulces y terribles, que, como lo decía su misteriosa carta al explicar su situación, tenían suspendida su alma entre el cielo y el infierno.

Y yo, paso a paso y trance a trance iba siguiendo aquella romántica odisea que bajo las apariencias del más severo alojamiento se desarrollaba desapercibida para los otros, en esas dos almas enamoradas, teniendo por escenario el desierto con sus ardientes estepas, sus verdes oasis y su imponente soledad.

¡Cuántas veces, con el corazón destrozado, todavía   —63→   por las penas de un amor sin ventura, me sorprendí no obstante, envidiando esa felicidad misteriosa y sublimada por el martirio!...

Y así pasaron los días y las leguas de aquel largo camino al través de los abrasados arenales de Atacama y los nevados picos que se elevan sobre la Quebrada del Toro.




ArribaAbajo- VII -

¡La patria!


En fin, las montañas comenzaron a perfilarse en curvas más suaves, cambiando su gris monótono en verdes gramadales donde pacían innumerables rebaños, unos luciendo sus blancos toisones, otros su pelaje lustroso y abigarrado. El espacio se poblaba de alegres rumores, una brisa tibia nos traía, en ráfagas intermitentes, perfumes que hacían estremecer de gozo mi corazón...

Una tarde, cuando el sol comenzaba a declinar, llegamos a un paraje donde aquellos herbosos cerros, abriéndose en vasto anfiteatro, dejaron a nuestra vista un valle cubierto de vergeles bajo cuya fronda blanqueaban las azoteas de una multitud de casas, de donde sus habitantes nos llamaban, agitando en el aire chales y pañuelos. Benévolas   —64→   invitaciones que conmovieron a mis compañeras.

Aquel delicioso lugar era el valle de la Silleta.

El deseo de adelantar camino hacia el término de nuestro viaje, nos impidió aceptar la graciosa hospitalidad de aquellas amables gentes; y alumbrados por los últimos reflejos del crepúsculo, seguimos la marcha por aquellos poéticos senderos cubiertos de perfumada fronda, que parecían delirios de la fantasía a quien no conociese el esplendor de aquella hermosa naturaleza.

Era ya noche. Habíamos dejado atrás, hacía largo rato, los blancos caseríos de la Silleta, con sus floridos vergeles, y caminábamos bajo un bosque de árboles seculares, que enlazando sus ramas, formaban sobre nuestras cabezas una bóveda sombría, fresca, embalsamada, llena de misteriosos rumores.

Profundo silencio reinaba entre nosotros.

Parecíamos entregados a la contemplación de aquel nocturno paisaje; pero en realidad callábamos porque nos absorbían nuestras propias emociones.

El arriero guiaba; seguíalo don Fernando con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada. Cerca de él iba su esposa recatando sus lágrimas. Tras de mí venía la joven monja, envuelta en su largo velo, blanca y vaporosa como una visión fantástica. Favorecido por la oscuridad,   —65→   Enrique se había acercado a ella, y caminaba a su lado.

El doctor Mendieta venía el último, silencioso también, pero su meditación era de distinto linaje. Cerníase en las serenas regiones de la ciencia y si bajaba a la tierra, era para buscar en el acre perfume de la fronda el olor de las plantas cuyas maravillosas propiedades conocía.

Así pasaron las horas; horas que no contamos, absorbidos en honda preocupación.

De repente comenzó a clarear el ramaje y el espléndido cielo de aquellas regiones apareció tachonado de estrellas.

Habíamos entrado en un terreno que descendía en suave declive, flanqueado por setas de rosales que cercaban innumerables vergeles. El suelo estaba cubierto de yerbas y menudas florecillas cuyo aroma subía a nosotros en el aura tibia de la noche. Una multitud de luciérnagas cruzaban el aire, cual meteoros errantes; los grillos, las cigarras y las langostas verdes chillaban entre los gramadales; los quirquinchos, las vizcachas, las iguanas y los zorros atravesaban el camino enredándose en los pies de nuestros caballos; y a lo lejos, las vacas mugían en torno a los corrales al reclamo de sus crías.

En aquella naturaleza exuberante, la savia de la   —66→   vida rebosaba en rumores aun entre el silencio de la noche.

En fin, al dejar atrás la extensa zona de huertos, entramos en una llanura cercada de ondulosas colinas y cortada al fondo por el cauce de un río que blanqueaba como una cinta de plata a la dudosa claridad de las estrellas. Más allá, una masa confusa de luces y sombras agrupábase al pie de un cerro cuya silueta inolvidable se dibujaba en la azul lontananza del horizonte.

¡Aquel cerro, y aquel hacinamiento de luces y sombras era el San Bernardo y nuestra bella ciudad!...

Sí, bella, a pesar de tu risa impía; bella con sus casas antiguas, pero pobladas de recuerdos; con sus azoteas moriscas y sus jardines incultos, pero sombrosos y perfumados; con sus fiestas religiosas, sus procesiones y sus cantos populares...

¡Oh! hermosa patria, ¡cuántos años de vida diera por contemplarte, aunque sólo fuera un momento, y como entonces te apareciste a mí, lejana, y velada por la noche, y cuántos daría esa alma desolada que ríe por no llorar!

En cuanto a mí, una mezcla extraña de gozo inmenso y de inmensa pena invadió mi corazón. Allí, entre aquellos muros, bajo esas blancas cúpulas, había dejado diez años antes, con las fantasías   —67→   maravillosas de la infancia, los primeros ensueños de la juventud, rosados mirajes en cuya busca venía ahora para refrescar mi alma dolorida. ¿Volvería a encontrarlos?

Fijos los ojos en la encantada visión, no podía hablar porque mi voz estaba llena de lágrimas.

El anciano, deteniéndose de pronto, tendió el brazo en aquella dirección y exclamó: ¡Salta!

Y aplicando media docena de latigazos a sus fatigadas mulas, echó a andar con ellas hacia la pendiente formada por un sendero tortuoso que serpeaba hasta la orilla del río.

-¡Hemos llegado! -exclamó don Fernando, con acento doloroso.

La pobre madre ahogó un gemido: pensaba en la hora llegada ya, de la separación.

-¿Qué hacer, amiga querida? -le dijo su marido- ¡qué hacer, sino conformarnos con lo irrevocable! Al menos, nuestra hija descansará de las fatigas de este penoso viaje.

-¡En la tumba! -murmuró Carmela.

-¡No! -replicó Ariel, que a favor de la oscuridad permanecía a su lado- no, amada mía; porque entre ti y esa tumba que te aguarda está mi amor. El voto que nos separa es un voto sacrílego que Dios no acepta: en él le consagrabas una alma que era ya mía y al entrar en el santuario del amor divino   —68→   llevabas el corazón destrozado por los dolores de un amor humano. ¿Crees tú que Dios apruebe ese estéril sacrificio, que sin darte a él condena dos seres que se aman a una eterna desesperación?... ¡Carmela! ¡Carmela! ¡he ahí esos negros muros que van a robarte a mi vista para siempre! ¡Ah! ¡déjame arrebatarte en mis brazos, como en aquella noche terrible, para llevarte lejos de un país de fanáticas preocupaciones, a otro donde reinan el derecho y la libertad!...

-¡Cesa! -interrumpió la joven religiosa con triste pero firme acento- cesa de fascinar mi espíritu con los mirajes de la dicha, celestes resplandores que oscurecen más las tinieblas que me cercan. Más fuerte que la religión hay otro poder que eleva entre nosotros su inflexible ley: ¡el honor! La ley del honor es el deber. Yo me debo al claustro: ¿No estoy consagrada a Dios? Tú te debes a tu patria: ¿No eres uno de sus Laborantes? ¿no recorres la tierra buscando simpatías para su santa causa? ¡Oh, Enrique! sigamos el camino que el deber nos traza; y, como ha dicho mi padre, inclinémonos ante lo irrevocable. Mira ese cielo, que en cada una de sus estrellas nos guarda una promesa de amor inmortal: ¡Allí te espero!...

Y temiendo sin duda, su propia debilidad, la pobre   —69→   Carmela se apartó de su amante y fue a colocarse al lado de su madre.

Entretanto, la masa de sombra, que divisamos en lontananza, se aproximaba; de su seno surgían muros, torres, cúpulas. Muy luego el tañido de las campanas llegó a mi oído como el eco de voces amadas que me llamaran.

Atravesamos el río, ese poético río de Arias, de bulliciosa corriente. Poblábanlo multitud de hermosas nadadoras que, envueltas en sus largas cabelleras, tomaban el último baño a la luz de las estrellas.

¡Qué dulces y dolorosos recuerdos! ¡Cuántas de esas bellas jóvenes que triscaban entre las ondas, serían mis antiguas compañeras de juegos en ese mismo río, que yo atravesaba ahora desalentado el ánimo y el corazón dolorido!

Vadeado el río, no fui ya dueña de mi emoción. Pagué al arriero, tomé mi saco de noche, y dando un adiós rápido a mis compañeros, subí corriendo hacia la ciudad cuyas calles divisaba ya, anchas, rectas y tristemente alumbradas por la luz roja del petróleo.

Admirome cuanto en tan pocos años se había extendido la población por aquel lado. Encontré barrios enteramente nuevos, en cuyas revueltas me extravié.



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