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El retorno a la esperanza Los ojos de los enterrados


El tercer tomo de la trilogía bananera, Los ojos de los enterrados, aparece en Buenos Aires en julio de 1960, revelando una gestación laboriosa que los acontecimientos políticos de Guatemala explican fácilmente. Asturias escribe el libro en períodos diversos y bajo diversas latitudes, como indica al final de su novela: Buenos Aires 1952, París 1953, San Salvador 1954, Buenos Aires julio de 1959. Dentro de estas fechas está compendiada toda la dramática historia guatemalteca de aquellos últimos años, desde el nombramiento de Árbenz hasta la invasión mercenaria.

La peregrinación del autor, consignada en las fechas indicadas, documenta la actividad de Miguel Ángel Asturias al servicio de su país, hasta el destierro bonaerense, y confirma también, en el ámbito artístico, la existencia, al menos a partir de 1952, de un plan que contemplaba la realización completa de la trilogía, plan interrumpido por los acontecimientos bélicos y la necesidad de participar en la protesta con un libro acusatorio como Week-end en Guatemala. A pesar de los acontecimientos, el narrador seguía fuertemente ligado a una estación heroica de su pueblo y comprometido con dejar testimonio duradero de una conquista de libertad que quería considerar permanente.

En Los ojos de los enterrados Asturias presenta las gestas, la epopeya del pueblo guatemalteco a la conquista de una conciencia social, la manifestación de una fuerza irresistible que desemboca en la huelga general, en la que participan todas las clases sociales del país, cuyo doble resultado será la caída del tirano, en este caso Jorge Ubico, y la rendición de la «Frutera». La victoria, para ser definitiva, implicaba la caída de la dictadura y la destrucción del monopolio, directamente conectados entre sí. La dictadura, en efecto, como denuncia Asturias, es el producto de los intereses económicos de las grandes empresas extranjeras:

la dictadura y la Compañía, [...] los trusts y las tiranías, para hacerlo más amplio, son inseparables, y si el plagio fuera permitido podría decirse que así como la nube lleva en su seno la tempestad, la Frutera lleva la dictadura279.



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Documenta esta interrelación el breve período democrático que siguió al 20 de octubre de 1944, fecha en que se produjo la victoria popular: transcurren apenas diez años y en 1954 se impone de nuevo la dictadura, o mejor comienzan una serie de dictaduras, que se suceden a través de golpes militares. Los intereses de las compañías extranjeras que, según la expresión de Juan Marinello, habían constituido «un Estado sobre el Estado»280, siguieron manteniendo a la población local en una condición de verdadera esclavitud.

A lo largo de poco menos de quinientas páginas, en la edición bonaerense de Los ojos de los enterrados, Asturias va construyendo el momento culminante en que también los trabajadores de la «Frutera» se unen a los trabajadores del puerto, a los ferroviarios, los empleados, los negociantes, los estudiantes, los maestros y los intelectuales en la huelga general. La osadía inesperada de esta manifestación multitudinaria desconcierta al dictador y la «fiera», como se le llama en la novela, se ve obligada a dejar el poder. En el momento en que el pueblo alcanza la victoria, con la caída de la dictadura y la rendición de la «Frutera», también los muertos encuentran la recompensa por su sacrificio. Presente y pasado se funden en una única profesión de fe en el futuro:

La dictadura y la Frutera caían al mismo tiempo y ya podían cerrar los ojos los enterrados que esperaban el día de la justicia. No, todavía no, pues sólo estaban en el umbral esperanzado de ese gran día. La esperanza no empieza en las cosas hechas, sino en las cosas dichas y si dicho fue «otras mujeres y otros hombres cantarán en el futuro», ya estaban cantando, pero no eran otros, eran los mismos, era el pueblo, eran los... Tabío San, Malena Tabay, Cayetano Duende, Popoluca, el Loro Rámila, Andrés Medina, Florindo Key, Cárcamo y Salomé, los capitanes, los ceniceros, los maestros, los comerciantes, los peones, los artesanos, don Nepo Rojas, los Gambusos, los Samueles, Juambo el Sambito, sus padres, la Toba, la Anastasia, el gangoso, el borracho, el Padre Fejú, Mayarí, Chipo Chipó, Hermenegildo Puac, Rito Perraj... unos vivos, otros muertos, otros ausentes, ya estaban cantando...281



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La prolija lista de nombres resume como en una letanía glorificadora la larga lucha para llegar a la victoria y conecta a los muchos personajes que intervienen positivamente en la trilogía bananera. Los ojos de los enterrados es la novela de una fresca esperanza y se funda en un encendido realismo mágico, movido por un compromiso tan ardiente que a veces está a punto de poner en peligro el equilibrio del libro. En sus numerosas páginas intervienen varios personajes, paisajes, espacios temporales, un dialogar constante, popular sobre todo, rico y sabroso, donde se manifiestan cabalmente las cualidades artísticas de Asturias, artífice mágico de la palabra.

La conexión de este nuevo libro con los dos primeros de la trilogía se realiza algo artificialmente, a partir de la página 27. En realidad cada una de las novelas de la bananera, como ya dije, puede tener vida independiente y el único nexo entre todas es la lucha contra el monopolio extranjero y la dictadura, que en este tercer tomo alcanza su éxito mayor. En cuanto a los personajes, algunos de ellos aparecen en todas las novelas de la trilogía, pero la trama de sus acciones se presenta tan dispersa que es problemático enlazarlas en un bien determinado plano temporal. Y además Asturias enriquece cada volumen con un sinfín de personajes nuevos, como lo hacía Baroja en sus novelas, olvidándose a menudo de muchos de ellos, como ocurre en la vida.

En Los ojos de los enterrados las figuras que en Viento fuerte y en El Papa Verde se habían presentado tan vivas, difuminan sus contornos, como por efecto de la acción desgastadora del tiempo: «Todos eran viejos, panzones, con anteojos, canosos, desconfiados»282. Su presencia en la nueva novela no tiene otro fin que expresar el cambio interior que se ha verificado en ellos, sobre todo en los que se han enriquecido con la herencia de Lester Mead, porque el dinero, en el concepto de Asturias, destruye siempre, o casi siempre, en el individuo, las cualidades humanas. Bien distinto había sido el papel de estos personajes en su juventud; desde su condición de ricos ahora los Luceros se han vuelto sordos a los reclamos que en un tiempo habían determinado la acción de Adelaido Lucero. El gran tema del dinero sigue dominando en la narrativa de Asturias.

Los únicos personajes que ya se conocen, y sobre los que insiste el narrador, son el negro Juambo, Boby, el nieto del terrible «Papa Verde», y este último, ahora decrépito y en fin de vida en el momento de la huelga, pero que domina en toda la novela con la fuerza de su poder económico. Juambo representa, más que nada, un pretexto en el libro para mantener un nexo con las atmósferas misteriosas del mito y la superstición popular, mientras Boby adquiere un significado mucho más profundo, porque representa con su historia personal la punición divina para el hombre del dinero.

Desde la época de «Cosi», es decir de Lester Mead, desde la de Juancho Lucero, han pasado decenios, toda una generación. El camino hacia la libertad es   —112→   largo y difícil. El pueblo, que languidece bajo la opresión, toma conciencia lentamente de su propia fuerza. Los ojos de los enterrados se convierte en un documento vivo, a través de múltiples niveles temporales, personajes y diálogos, desplazamientos en la acción, menciones sintéticas de hechos remotos, de la larga pasión de quienes, como Tabío San y Malena Tabay, son los apóstoles de la libertad, las fuerzas imprescindibles para que el pueblo desalentado no se desbande y proceda, al contrario, hacia sus reivindicaciones.

Novela de tesis y comprometida, fuertemente ligada al realismo, que a menudo la nota poética, siempre presente en Asturias, transforma en magia, Los ojos de los enterrados no es un libro de fácil lectura. A veces el lector queda desorientado, sobre todo al principio, y desearía una trama más concreta e interesante. Sin embargo, a medida que va leyendo, la estructura de la novela, la escasa sustancia aparente de los sucesos sobre los que se funda el libro, acaban por revelarse en toda su eficacia, en cuanto testimonio de un mundo mínimo cuyas variadas facetas convergen hacia la construcción de un amplio panorama que refleja la situación del país, en sus diversos estratos sociales, aunque prevalecen el popular y el ambiente de la «Frutera».

Lo que más atrae en esta novela es la inagotable veta del diálogo, la libertad creativa y la fidelidad, al mismo tiempo, con que Asturias interpreta, a través de la palabra, la esencia de su país y de su gente. Un extenso panorama humano se despliega ante el lector a través de las muchas maneras de expresarse del pueblo guatemalteco, desde las de los mulatos, los mestizos, los indios, los chinos, hasta las del bárbaro castellano de los altos funcionarios de la Compañía y el moderno slang de la juventud de las clases pudientes, hijos de ricos accionistas de la «Frutera», como Pichugallo Lucero y el mismo Boby Maker Thompson.

A ello se añade el aporte sugestivo de la metáfora, la insistencia característica de Asturias en el uso del diminutivo y el aumentativo, la presencia de arcaísmos imprevisibles, el continuo juego verbal, en el que se manifiesta la inventiva del escritor, su ironía y humor, que con frecuencia sirve para condenar métodos y personas. Entre estos elementos hay que subrayar la abundancia de las comparaciones, que introducen en la página flechazos de luz, la insistencia en el retruécano, el reforzamiento del prefijo ante determinados adjetivos, para obtener una intensificación de significado o un efecto de humor o hasta un resultado de destrucción del personaje.

Asturias insiste también, como es su costumbre, en la onomatopeya e igualmente acude a la representación gráfica para subrayar determinadas situaciones, a veces hasta francamente escabrosas, rehuyendo, sin embargo, toda complacencia superficial. Significativo, para este último caso, es el pasaje en que el narrador presenta al joven Boby Maker Thompson metido en una aventura amorosa. La mesura con que Asturias representa la realización del acto sexual demuestra una vez más sus extraordinarias facultades creativas y al mismo tiempo su moralidad. La novedad consiste en expresar el orgasmo acudiendo a las sensaciones de un espectador involuntario, el negro Juambo, que desde una rendija espía la escena.   —113→   En el acto final del acoplamiento adquiere un significado especial la intervención in crescendo de la música, presencia erótica que acompaña al acto:

Un GRUÑIDO de la misma trompeta, vigoroso, brutal, gruñido de jungla, reactivó sus cuerpos tremantes, tras un breve no ser música ni carne, para lanzarlos al desgozamiento eléctrico, brazos y piernas flotando lejos de ellos, divididos y subdivididos en pedacitos sonoros hasta hundirse a temperatura de metales y resbalar desde allí, latigueantes besos, mordiscos sueltos, jadeos prensiles, por la durada del clarinetista, anudados, en un solo desgarramiento, antes de caer en los pliegues aterciopelados de los saxofones, ardorosos, hostigadores, entre las espuelas de los címbalos, el paahchink-ah-paah... de la batería, la pena ambulante de las tripas del contrabajo, ya todo más ligero, en tiempo elástico, en tiempo de espera, el piano entrando y saliendo por sorpresa y ellos, entre el espasmo y el éxtasis, sin alcanzar al jazz, percutientes como si de sus cuerpos sólo quedara el latido cortado por compases de vacío, síncopa de síncope, sexos-saxos, síncopa de síncope, chocando, improvisando caricias, chocando, cruzando nuevas formas de besos, de besos-palabras, de besos-palabras-mordiscos, chocando, chocando como masas ciegas, inertes, llorosas de sudor...283



El fondo musical que acompaña la lucha de los amantes y el acto sexual, dominando de trecho en trecho la escena, reflejan una concepción nueva del amor que, para el escritor, ha perdido el pudor original y necesita de un aturdimiento, una tercera presencia, la música, para que la pareja pueda reaccionar al terror de encontrarse sola. La palabra, el signo gráfico, la onomatopeya, los acercamientos de vocablos fonéticamente semejantes pero diversos por su significado, la introducción de anglicismo, la sucesión de palabras que evocan acciones, sin necesidad de describirlas, representan con rara eficacia el momento, la enajenación. A través de la presencia oculta de Juambo, su personal orgasmo, su deseo instintivo, la escena, a la que la música comunica un sentido de total desprendimiento de la realidad, de aturdimiento, asume el significado de un acto de denuncia contra una sociedad que ha perdido el valor de sus propias acciones.

Asturias introduce el episodio citado en medio de los últimos sucesos que concluirán con la rendición del dictador y la «Frutera», pocos momentos antes de la muerte del joven Boby. Es una manera para demostrar cómo el muchacho vivía fuera de la realidad que lo rodeaba, fruto estéril en el cual se cumple un tremendo destino. Pero Boby es, al fin y al cabo, el producto inconsciente de una situación de la que no tiene la culpa. Esto explica que sobre él se proyecte una simpatía instintiva. Siendo nieto del negativo «Papa Verde», y de distintos sentimientos, Boby se rescata para Asturias en el momento mismo en que representa,   —114→   a pesar suyo, el castigo por el pasado inhumano del abuelo y el frío cálculo de su madre.

Al final de Los ojos de los enterrados Miguel Ángel Asturias logra un nuevo éxito en la representación de una escalofriante atmósfera de tragedia: la que envuelve al cuerpo muerto de Boby. Esta atmósfera la representa el escritor en toda su desolación acudiendo a sonidos insistentes. Boby ha sido matado por error, por su misma amante, a quien iba a ver, y que lo había tomado por el negro Juambo. Transportado su cuerpo a la sede de la «Frutera», se le coloca en un ataúd «made in USA» - «La Compañía es previsora, como toda empresa nuestra que opera en los trópicos», dice el Gerente, y el Superintendente añade siniestramente: «Si lo único que nos falta traer es la silla eléctrica [...]»284 -, y se le deposita sobre un escritorio de metal, «entre un teléfono, una máquina de escribir, una máquina de calcular y una máquina de sacarle punta a los lápices». El contraste entre los elementos mecánicos y metálicos con la trágica grandeza de la muerte exaspera las notas de la desolación en torno al cuerpo inanimado. La presencia fría de los objetos mecánicos vacía a los «gringos» de toda posibilidad de emoción humana; Asturias los muestra insensibles hasta frente a la muerte; su indiferencia, su frialdad, la representa el novelista a través del insistente ruido del chicle, mascado sin descanso por uno de los empleados, y de los cacahuetes que otro empleado va rompiendo y cuyas cáscaras reúne con desconcertante indiferencia sobre el ataúd que contiene al muerto, mientras el Superintendente «machacaba tabaco con sus dientes de oro»:

-Pero, para mí, qué quieren que yo les diga -habló otro de los empleados antiguos de la gerencia, masticaba chicle a más y mejor (chacla... chacla... chicle... chacla... chacla... chicle...), para mí no fueron los huelguistas... ¿qué interés tenían?... (chacla... chacla... chicle...).

-¡Ahhh!... -levantó los hombros y abrió los brazos como un ave que se va a echar a volar, el Superintendete, mascón y mascón al tabaco.

-La culpa -intervino un empleado joven, nacido en Illinois, que comía cacahuetes e iba juntando las cáscaras sobre el ataúd-, la tienen las autoridades. No estar en ninguna parte...

-Chacla... chacla... chacla... chicle... -se oyó al del chicle hablar y masticar; pero no se entendió lo que dijo, algo así como «mister Lucero tiene mucha culpa... -chicle... chacla... chicle... chacla... -saber mister Lucero Boby corría peligro... -chacla-chi-cle-cha-chi-chi...

-Peligro de que lo raptaran, muy bien -acercó el joven empleado nacido en Illinois la cara de ojos verdes, tan pálido como el marfil del ataúd, al tiempo que decía así y soplaba las cáscaras de cacahuete, soplido que se tornó silbido... «si te quieres con el pico divertir, cómprate un cucuruchito de maní...»

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-Y por eso -choclochicleó el del chicle-, la culpa no es de los huelguistas, en lo tocante a su muerte. Lo hubieran raptado para exigir rescate, pero matarlo... no285.



La insistencia de Asturias sobre el ruido del chicle mascado y el espectáculo del empleado que reúne las cáscaras de maníes sobre el ataúd y hasta silba bajito un motivo popular alusivamente soez, sitúa la escena bajo una luz alucinante, alcanzando plenamente su propósito: el de representar, en el desolado abandono de Boby frente a tanta insensibilidad, el drama de una vida joven, abierta naturalmente al futuro, truncada inesperadamente por la muerte:

¡Chicle chacla... chicle... chacla!..., se oía por allí al del chicle que acompañaba al muerto con su infatigable tragar saliva de rumiante y al de los cacahuetes, el joven nacido en Illinois, que hacía ruido de roedor, un maní tras otro286.



El drama humano de Boby concluye, de esta manera, en una atmósfera de penetrante tristeza, que rescata totalmente al joven:

¡Chicle... chacla... chicle... chacla...!, se oía al del chicle, rumiante junto al ataúd color marfil que encerraba los despojos de Boby, y el joven roedor de ojos verdes, nacido en Illinois, que sobre el féretro iba juntando cáscaras de cacahuetes, mientras silbaba, muy bajito, casi con la respiración... «si te quieres con el pico divertir, cómprate un cucuruchito de maní...»287



Los ojos de los enterrados no es un texto cuyo interés se limite a lo subrayado. Fundamentales en la novela, según la ideología del autor, son los conflictos que presenta en sus personajes. Ante todo Asturias pone de relieve la situación dramática que opone un mundo moralmente sano a un mundo íntimamente corrupto, el de las ciudades guatemaltecas: los soldados de la base estadounidense, la clase rica, la burguesía ciudadana, cómplices en igual manera de la dictadura288. El tirano se mantiene en el poder solamente porque convergen los intereses materiales que corresponden a estas clases sociales y a la política de los Estados Unidos, que con su presencia militar garantizan contra toda tentativa de cambio.

En la novela la nota polémica contra los «gringos» es viva; se manifiesta ya en el comentario despectivo de la mulata, que pide la limosna a la puerta del bar mencionado, cuando llegan los militares de la base: «¡Ya se están mamando otra vez los gringos!»289.

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En la representación de la figura del soldado estadounidense Asturias pone de relieve el desprecio total que los «gringos» tienen por América Latina, sirviéndose de las palabras de un sargento completamente borracho, y por eso dispuesto, a pesar suyo, a la sinceridad:

-¡México, insecto que picar muy duro -tartamudeó aquél en español alzando la voz-, la Centroamérica, insectos chiquitos, locos... ¡Antillas, no insectos, gusanos, y la Sudamérica, cucarachas con pretensiones!290



La luz bajo la que Asturias presenta al mundo ciudadano no podría responder a juicio más desfavorable, no solamente con relación a los norteamericanos, sino hacia una sociedad que el novelista considera totalmente ajena a la vida real del país y sus problemas, formada únicamente por «Mucho caballero encopetado y mucha dama enguantada, emplumada, empolvada, pintada, peinada, perfumada, [...]»291, dedicada sólo a cosas superficiales, cuando la realidad es tan inquietante. Asturias critica sin piedad este mundo y lo somete a la reprobación del lector, presentándole un eficaz cuadro de costumbres:

A las cuatro de la tarde desaparecía en el cine el primer borbotón de gente y de flamantes automóviles de alquiler bajaban más soldados a la puerta del Granada. Venían de la base militar, situada en las afueras de la ciudad o, como se decía oficialmente, en algún lugar de América. Y apenas si se detenían a pagar al chófer. Uno, el que pagaba. Los demás precipitábanse al interior, cuatro, seis, ocho, cuantos cabían por las puertas, pidiendo whisky, cerveza, ginebra, coñac, ron, entre manotazos amigables, clinches boxísticas y las acrobacias de los que agarrados a la barra del bar, desde las horas de la mañana, por instinto prensil, se despegaban de los asientos, soltaban la barra y se iban trastumbando para dejar lugar a los compañeros del relevo. No lejos del bar, damitas y caballeros iban llenando las mesas en el salón de té. Menos cinco. Las cinco menos cinco de la tarde. Señoritas cuya elegancia consistía en imitar a alguna de las artistas célebres de la pantalla, la de sus preferencias, y muchachos que vivían con ellas escenas cinematográficas, románticas o audaces. Penumbra cómplice, luz de terciopelo, música hawaiana. Entre los tórtolos, una que otra mesa de amigas recién casadas en edad de castañuelas, afanadas por no perder la línea y no perder a la sirvienta, maceta de barro que les acompañaba a todas partes con el bebé en brazos y los pañuelos y las mudas en un bolsón bordado. Por aquello de no dejar morir al gusanito alcohólico o curar el ro-ro de los cólicos, las más adictas se aventuraban a tomar anís con agua.

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Colillas de cigarrillos rubios pintadas de rojo de labios llegaban en las tazas, como ex-libris del té, al lavadero donde el señor Bruno y su equipo de lavatrastes iban dejando la vajilla como espejo, al par que comentaban:

-Se van las del té, entra y sale gente, y los soldados de la base sin moverse del bar. ¡Esos sí que le dan fijo al tormento! [...]292.



Los tres niveles en los que se desarrolla la escena, el de los soldados, el de la sociedad local y el de los lava-trastes con sus comentarios, convergen en una única finalidad: representar un momento significativo y doloroso de la disolución moral de la nación, debido sobre todo a la presencia militar extranjera. Asturias no ahorra las expresiones de desprecio y de condena contra el elemento norteamericano, al que reprocha, en su país, como en tantas otras parte de América Latina, el perpetuarse de la dictadura, la explotación de la riqueza nacional y la responsabilidad de las injusticias sociales. Lo vemos en la posición que el escritor asume ante la «Frutera» y la juventud dorada que es su expresión: Boby Maker Thompson, «Pichugallo» Lucero y los que forman su pandilla, no tienen más interés que organizar partidos de baseball y consumar prepotencias, seguros de la impunidad, como hijos de los amos del país.

A pesar de eso, Asturias salva siempre un rincón en su libro en el cual su juicio se hace más sereno, con relación a las categorías sociales condenadas. Ello ocurre también con los norteamericanos: frente a la huelga general que se anuncia, el escritor presenta a la tropa estadounidense perfectamente en sintonía con la actuación de sus hombres mejores, en ese momento en lucha por la libertad contra las potencias del Eje. Por consiguiente, lo soldados estadounidenses no están dispuestos a intervenir contra la huelga, aunque salgan perjudicados los intereses de la «Frutera», pues, como escribe Asturias,

sería contradictorio que mientras sus mejores hombres mueren en los frentes de batalla de Europa, Asia y África, por la libertad y la democracia, fueran a prestar en un país de América abierto apoyo con sus armas a un gobierno que es la negación de todo lo que ellos defienden293.



Es una forma, no tanto para celebrar la raíz democrática de Estados Unidos, como para responsabilizar a ese poderoso país de su política en América Latina. En Los ojos de los enterrados aparece claramente cómo Asturias cree, con la fuerza casi de la desesperación, en el poder moral de la justicia. En este sentido hay que interpretar su convicción de que no obstante la violencia, el atropello, el uso de la fuerza, el terror, el dictador acabará siempre por caer sólo con que la parte sana de la nación - el pueblo, los «peones», pero también y sobre todo los estudiantes,   —118→   chispa de toda rebelión, alimentada por el ideal -logre organizarse. Él mismo lo había experimentado concretamente contra Estrada Cabrera.

En la novela esta experiencia de juventud influye en el desarrollo de los acontecimientos; son, en efecto, los estudiantes quienes logran sacudir de su apatía y de su miedo a las clases intelectuales, en particular a la clase docente, a la que implícitamente Asturias reprocha gran parte de la responsabilidad en el destino de su país, porque a ella le ha sido confiada la misión de difundir las ideas, de formar una juventud que no se aquiete y no se destruya a sí misma cayendo en la corrupción moral que la dictadura fomenta.

Para el escritor la época en la que el pueblo esperaba desde lo alto la concesión de miserables migajas de lo que constituye su derecho insuprimible ha acabado para siempre; ahora es el pueblo el que debe pasar a la acción, rebelándose y exigiendo lo que le corresponde, a condición de que tenga bien claro el fin al que mira. Asturias no entiende esta rebelión como venganza y destrucción; al final de la novela, cuando la huelga es ya un hecho consumado, el tirano ha caído y queda tan sólo que vencer a la «Frutera», el animador de la rebelión, Tabío San, hace un llamado a la responsabilidad: si el «viento fuerte» significó la destrucción de todo, la «huelga general» debe construir haciendo justicia, teniendo bien presente que lo que se destruye forma parte de los bienes del pueblo; por ello se debe perseguir una acción inflexible, pero lejana de la violencia destructora, una acción que sea expresión de una adquirida conciencia de los valores humanos y materiales conquistados por los trabajadores294.

Malena Tabay, una maestra, y Tabío San, de orígenes humildes, son los héroes de la novela. Si la rebelión toma cuerpo, se debe sobre todo a la acción de estos personajes, a la red clandestina de conspiradores que organizan. Son figuras ejemplares en la novela, centros motores imprescindibles. Asturias tiene perfecta conciencia de que en su país el pueblo, debido a una secular sumisión, es lento para moverse. Tabío San lo experimenta cuando intenta convencer a los trabajadores de la «Frutera» a que participen en la huelga general; se da cuenta entonces, con sorpresa, frente a esta pasividad, de la equivocación de su punto de partida: haber estimado que el pan fuese motivo suficiente para sublevarlos. Entre el pan y la libertad vence ésta, resorte poderoso:

La libertad, [...] es más incitante que el pan! ¡Jamás lo hubiera pensado! -reflexiona- ¡Por la libertad se han alzado en huelga hasta las piedras, y por el pan estos tales por cuales todavía lo están dudando!295



Asturias ennoblece de esta manera la acción popular, manifestando el alto concepto en que tiene a la gente humilde, sobre la cual ve fundarse el futuro de su país.

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Malena y Tabío San son caracteres fuertes; su fe no vacila con el pasar de los años, y el narrador los hace objeto también de una nota sentimental, puesto que pronto se enamoran la una del otro. Malena, como ocurre tantas veces, entra concretamente en la acción revolucionaria sólo cuando se enamora de Tabío, revelando en su conducta un carácter a veces más resuelto que el de su compañero. Sin embargo, a pesar de constituir en la novela el hilo conductor, los dos personajes presentan una dimensión menos interesante que la de otras figuras aparentemente secundarias a las que, al contrario, el escritor define en profundidad, y de otras que aísla de propósito de la masa, sacándolas del anonimato.

La variedad de la fauna humana presente en Los ojos de los enterrados, en su variada serie de detalles, contribuye a formar un único gran mural de trazo vigoroso y claroscuro intenso. La débil consistencia de los dos personajes rectores de la trama posiblemente dependa, como ha sido notado296, del excesivo respeto con que Asturias trata todo lo que tiene relación directa con el movimiento revolucionario. El empeño en hacer de ellos unos héroes no es que los deshumanice, sino que les quita, sobre todo a Tabío San, vitalidad desde el punto de vista artístico. Frente al hombre, Malena convence más, presenta algo más vivo, como suele suceder generalmente con las heroínas de las novelas que, por ser mujeres, atraen más.

Entre los personajes menores hay figuras inolvidables, presentadas con arte insuperable por el novelista. Es el caso del cura mexicano Ferrusigfrido Fejú, a través del cual el narrador introduce en la novela el problema de la responsabilidad de la iglesia frente al drama socio-político latinoamericano. El conflicto en el que se debate el sacerdote consiste en el hecho de que tiene que decidir si apoyar o no a los huelguistas, conciente de cuánta injusticia hay en el mundo donde ejerce su ministerio.

Que Ferrusigfrido Fejú no sea guatemalteco, sino mexicano, es un detalle relevante, pues permite penetrar la opinión de Asturias acerca de la posición de la iglesia guatemalteca. La iglesia mexicana, la más humilde, tiene, como es sabido, profundas raíces revolucionarias -pensemos en el cura Hidalgo-, que no posee la iglesia guatemalteca. Sin embargo, el hecho de que Asturias introduzca en la novela a un cura mexicano de sentimientos revolucionarios, no responde solamente a una intención de rendir homenaje a las tradiciones populares de la iglesia de México, sino que expresa una abierta condena de la postura de la iglesia guatemalteca, en gran parte conservadora, insensible, según el escritor, a los problemas de las clases trabajadoras y responsable del apoyo que le presta al tirano.

Pero, Ferrusigfrido Fejú es ante todo un hombre, y como tal no necesita nacionalidad; al comerciante Piedrasanta, bellaco y traidor, que le hace notar al curita   —120→   como a él, no siendo del país, no le debe interesar lo que pasa, el sacerdote le contesta con palabras que afirman su figura moral:

-No hace falta cuando se es la sal de la tierra, y si esa sal se hace insípida, ¿con qué se volverá el sabor?, ¿qué pasará si nosotros los clérigos nos seguimos cruzando de brazos ante los conflictos que plantean los problemas del trabajo, y qué si nos ponemos de parte de los patronos?297



Más adelante el combativo cura declara que en toda huelga «hay un rescoldo del cristianismo heroico»298. Son expresiones que pueden parecer retóricas; en realidad Asturias plantea en ellas un problema de gran magnitud: el del papel de la iglesia católica frente al mundo moderno como cuestión de vida o de muerte, la necesidad de un regreso a los orígenes cristianos como reencuentro con su significado primero. La jerarquía tiene, en este sentido, una enorme responsabilidad, porque va difundiéndose entre los trabajadores la convicción de que la iglesia se opone a sus reivindicaciones: «-No es a mí al que le toca hablar -dice el cura-, le corresponde a la curia y cuanto antes mejor será. Está enraizando en los trabajadores la convicción de que la iglesia les es hostil, y eso no puede ser»299. Significaría traicionar la fuente misma de la que la iglesia ha nacido, malograr su misión.

El argumento de la responsabilidad de la iglesia católica en América Latina es abundantemente debatido en la actualidad y envuelve también el pasado más remoto, la época de la colonia. Frecuentemente los ataques se hacen histéricos y la narrativa aprovecha lo grotesco, o bien la sátira más burda. Miguel Ángel Asturias rechaza estos medios; su discurso es digno y responsable y frente a tanto cura objeto de sátira, presenta en Ferrusigfrido Fejú a un hombre de principios serios, consecuente con su misión. Fuerte gracias a su Virgen de Guadalupe, a la que proclama «¡India, India de América...!», el cura supera finalmente todos sus escrúpulos y abraza la causa del pueblo, con la consecuencia inmediata de que las autoridades lo consideran peligroso y lo expulsan del país por la fuerza.

Con la figura del sacerdote contrasta la del comandante de la guarnición local, partidario naturalmente del gobierno, pero a su manera lúcido en el diagnóstico de la situación nacional:

-¡A usted se le fue la sin hueso... andaba queriendo hacer de cura Hidalgo! ¡Casi na... ranjas! Pero esas cosas por aquí no pegan... Aquí no... ches son todas... Cómo se le pudo ocurrir, es lo que yo me pregunto, poner en la iglesia una Virgen que es india, aquí donde hasta los santos deben ser gringos canches y con ojos azules... santos de pasta blanca que venden por docenas, no nuestras imágenes antiguas, aquellas de madera de aquí mismo,   —121→   porque la cuña para que apriete, aunque sea en el cielo, debe ser del mismo palo... ¡Mejor bostezo, ya también a mí se me está yendo la lengua!300



El drama del mundo guatemalteco se refleja en las palabras -sabrosas desde el punto de vista lingüístico- del militar, hombre a quien no se le escapa la realidad de la situación, donde los «gringos» desalojan hasta los santos tradicionales, clara alusión a la presencia cada vez más invadente de la iglesia protestante, al séquito y políticamente a favor de los norteamericanos301. Precisamente por la lucidez con que el militar ve las cosas, su diagnóstico adquiere un significado inquietante, pues define, con la situación del país, su propia condición de traidor.

El cura y el comandante «Bostezo» representan dos mundos netamente opuestos. Conocemos la saña, por otra parte justificada, con que Asturias arremete contra la policía y los militares, y no maravilla, por consiguiente, que también en Los ojos de los enterrados sean numerosos los pasajes en que se manifiesta su adversión. El escritor los condena porque los ve vendidos al capital norteamericano, al servicio del poder ilegítimo y de la clase pudiente, siempre dirigidos contra el pueblo, para el cual han acabado, con justificado motivo, por asumir el significado de un instrumento terrible de opresión. La presencia de los soldados, el rumor de las armas, en países como éstos, es siempre anuncio de muerte: «Los pasos de los soldados y el sonido de las armas, que sin que las trasteen suenan como suenan los llaveros de la muerte [...]»302.

Al leer estas palabras vuelve involuntariamente vivo el recuerdo de tiempos todavía no cancelados en la memoria, y un sentido de horror se apodera del lector. Por cuanto toca a los militares, sin embargo, es en Los ojos de los enterrados donde por primera vez Asturias se muestra dispuesto a reconocerles un problema de conciencia. Y en efecto, si existe el comandante «Bostezo» con su cinismo, también existen los capitanes Cárcamo y Salomé, hasta cierto punto solidarios con el pueblo. Sobre todo el último de los dos, quien siente profundamente el conflicto de su posición y percibe de manera dramática el peso de un odio que va creciendo hacia el ejército. La solución estaría en servir a un gobierno que contara realmente con el apoyo popular:

Servir a un gobierno que de veras tuviera al pueblo de su parte... En los años que llevaba de vestir el honroso uniforme, nunca supo lo que era eso... no sentirse odiado... odiado por los soldaditos traídos a la fuerza... odiado por los odiados y odiosos jefes y odiado por la gente...303



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A pesar de esta crisis de conciencia que presenta en el militar, el escritor no abandona su radical desconfianza hacia el ejército. Él conocía por directa experiencia la facilidad con que los jefes cambian de bandera. Bien lo expresa un personaje de la novela, Rámila, en su conversación con el cura Ferrusigfrido Fejú: para salvar el pellejo «a la hora de la hora», los militares se ponen de la parte del pueblo, «para luego cambiar y volver a ser sus verdugos...»304 .

En efecto, ni el capitán Cárcamo, ni el capitán Salomé son totalmente sinceros en sus sentimientos y su comportamiento frente a la rebelión popular es determinado, en realidad, más que por una verdadera crisis de conciencia, por rencores personales y ambiciones frustradas. Por ello, no llegan a prestar ninguna ayuda concreta a la lucha de los trabajadores y sucumben estérilmente cuando intentan sublevar su cuartel por falta de apoyo popular: «cuento de militares», dice el pueblo, y no hay motivo para intervenir305. El divorcio real entre pueblo y ejército lo representa Asturias con tintes dramáticos; lo que siempre falta a los militares en sus acciones es, según el escritor, la pureza de las intenciones, un sentido real de humanidad y de amor a la patria.

En la caracterización negativa de los militares y de los policías, en novelas anteriores, a partir de El Señor Presidente, Miguel Ángel Asturias alcanza momentos de extraordinaria eficacia. Lo mismo ocurre en Los ojos de los enterrados, donde el novelista acude al elemento grotesco, a veces escatológicamente insistiendo en detalles soeces para representar mejor la esencia negativa de los personajes. Lo podemos observar en el caso del comandante «Bostezo» y del policía «Parpaditos».

La figura del comandante se construye, a lo largo de toda la novela, a través de su falta absoluta de escrúpulos, su codicia y crueldad, características dominantes en él, uno de los representantes más execrables del ejército; Asturias insiste sobre su figura, lo espía y lo sorprende en las actitudes más impensadas, lo va moldeando morosamente, penetra en sus más escondidos pensamientos, en sus sensaciones más ocultas. Es significativo el pasaje en que el escritor presenta a «Bostezo», aterrorizado frente, a la noticia de la caída del dictador, que significa también su pérdida, y a pesar de ello, siquiera en esta hora dramática logra atenuar la instintiva crueldad con que trata a sus subalternos. El drama, de por sí muy humano, de su miedo, asume tintes grotescos en las palabras de Asturias, a través de detalles desconcertantes sobre los que el escritor insiste:

-¿Uuuuum... qué? -se levantó Bostezo amenazante, pronto a descargar su fuete contra el subalterno; pero no lo hizo por despegarse los pantalones que se le quedaron adheridos a las nalgas sudorosas, y ya que andaba por allí, aplicarse un par de dedos a la comezón del ano, y rascárselo en redor y profundidad; agrado que le hizo olvidar su enojo306.



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Es suficiente un pasaje como éste para destruir la figura del «coronelazo» jactancioso y cruel. «Bostezo» naufraga irremediablemente en una humanidad ruin, que es su condena más eficaz. Con el mismo arte Asturias caracteriza a la figura del policía «Parpaditos», encargado de escoltar en el tren hasta la frontera al padre Ferrusigfrido Fejú. Se trata de uno de los miembros más crueles de la policía secreta y el escritor, presentándolo, se detiene sólo en determinados elementos somáticos y detalles materiales:

un polizonte vestido de civil que parpadeaba un ruidito de llovizna, única señal de vida de su cara de momia de labios descoloridos, nariz rabona, altos pómulos, grandes orejas y colmillos orificados por coquetería gendarmeril, como sus manos recubiertas de sortijas, entre las que sobresalía un anillote con un rubí de sangre307.



El rubí del «anillote» subraya concretamente la peligrosidad del individuo. Se comprende como el «curita» -ahora Asturias lo llama así, afectivamente- se sienta incómodo, en el asiento del tren, por el contacto físico al que está obligado con el policía, cuyas adiposidades siente obsesivamente308. Es un malestar físico indicativo, pero es sólo el comienzo del proceso de destrucción del personaje. El narrador va recargando progresivamente las tintas, al fin de representar de la manera más eficaz la miseria del esbirro, reduciendo su apariencia humana a una consistencia animal. El proceso de destrucción culmina en los pasajes en que el narrador presenta al policía atormentado por el vómito, doblado sobre el inodoro, al que ha tenido que acudir apresuradamente, y

donde, apoyándose de frente en el brazo doblado a la altura de la cabeza, desflecó por narices y boca, interminablemente, el para él antes suculento almuerzo de caldo de cangrejos, aguacates, carne, papas en colorado, frijoles, platanicos, mantecado y agua de coco...309



La minuciosidad de la descripción pone de relieve una situación de incompatibilidad entre la maravilla del mundo natural americano y el polizonte: todo lo que él ha comido se niega a permanecer en su estómago de glotón indigno. La escena se vuelve repugnante y alcanza su nivel más expresivo a través de un proceso de intensificación que hunde a «Parpaditos» en lo grotesco, una situación que es su definitiva condena como persona:

Allí venía Parpaditos apeado de un caballo que le cabalgó en los intestinos y del que no traía sino el peso de algo así como el galápago pegado a las nalgas. Al darse cuenta de que en la aflicción de la vomitadera se había sentado   —124→   en el inodoro sin bajarse los pantalones y sentir que aquel emplasto que le pareció galápago empezaba a colársele por los muslos y pantorrillas, se encerró de nuevo apresuradamente en el water310.



En «Parpaditos» Asturias destruye toda una categoría de hombres a los que reprocha la traición de su origen, la culpa de perpetuar con la violencia la condición de esclavitud de su gente.

En Los ojos de los enterrados todos los enemigos del pueblo son destruidos: el comandante «Bostezo», y en él el ejército; «Parpaditos», y en él la policía; el Presidente, ridiculizado a través de la retórica absurda de sus partidarios -«infinitamente jefe», «infinitamente complaciente«, «infinitamente poderoso«, «infinitamente grande»311-, y con él todo un sistema político oprobioso; la «Frutera», y con ella la explotación sistemática del hombre y el origen de todo mal.

La misma muerte de Boby Maker Thompson no es sólo la conclusión de una vida gastada inútilmente, porque la «Frutera» no podía dar más que estos resultados. También el viejo Geo Maker Thompson, el terrible Green Pope, queda destruido: al final de la novela no es más que la sombra del poderoso hombre que fue. El sentido quevedesco del polvo se impone en muchas páginas del libro; la figura del viejo «Papa Verde» agonizante, todo orejas y mandíbulas312, a quien los médicos le clavan en la garganta, «a martillazos», un tubo de platino para que pueda todavía respirar, tiene el tremendo aspecto de un aguafuerte goyesco, espeluznante en el pasaje en que el escritor alude a su cuerpo: «pelo muerto pegajoso; calavera, esqueleto fuera de las sábanas de seda [...]»313.

Es suficiente el detalle de las «sábanas de seda» para representar dramáticamente el contraste entre la potencia perecedera del hombre y la escalofriante realidad de la muerte, donde se capta la grandeza de la justicia divina. El famoso y temido personaje se hunde así en la nada, mientras su hija, la madre de Boby, al recibir la noticia de la muerte de su hijo naufraga en la demencia. El poder, la riqueza, no le han servido de nada ni al poderoso señor ni a su descendencia: únicamente han esparcido dolor en la tierra.

En Los ojos de los enterrados sucumben las fuerzas del mal y se abre paso una luz que se proyecta hacia la victoria del pueblo. En este sentido legítimamente pueden cerrarse por fin los ojos de los enterrados, que una antigua leyenda maya condenaba a permanecer abiertos hasta el triunfo final de la justicia.

Los sucesos políticos de Guatemala atestiguan, sin embargo, que el de Asturias fue sólo un sueño utópico. Cuando el escritor concluía su novela, pasando por encima del triste panorama de la patria nuevamente oprimida y martirizada, cumplía un nuevo acto de fe en el futuro. Si la función del artista en el mundo latinoamericano   —125→   es, como se expresaba Neruda, «fundar otra vez la esperanza», «manifestar la primavera»314, en Los ojos de los enterrados Miguel Ángel Asturias cumple con su misión. El escritor no podía abandonar a su pueblo bajo el peso y el desaliento de la derrota; debía darle la fuerza para sobrevivir, volviendo a esperar y a luchar, consciente de que el hombre dura más que el mal y que el triunfo del bien no tiene prisa, pero es cierto.

Es éste el destino de su gente, que ya Asturias había cantado en Mensajes Indios: «Sobrevivir a todos los cambios es tu sino. / No hay prisa ni exigencia. Los hombres no se acaban»315.



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