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ArribaAbajoGabriela maestra

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Periplo pedagógico

Carta a Virgilio Figueroa, Puerto Rico, 1933.

Como en varios lugares donde he vivido, teniendo mi trabajo en las ciudades, busqué mi casa en el campo de los alrededores, ha quedado de mí una estampa bonita de maestra rural que no es tan exacta enteramente. Mis veinte años de servicios riscales, se reparten así: dos años y medio de maestra primaria, en las aldeas de la provincia de Coquimbo llamadas La Compañía y Cerrillos y en Barrancas, cerca de Santiago, y diez y ocho años de profesora secundaria, de inspectora primera y de inspectora general en los Liceos de Traiguén, Antofagasta, Los Andes, Punta Arenas, Temuco y Santiago. Entre los años de La Compañía y de Cerrillos, hay uno en el cual trabajé como secretaria del Liceo de La Serena.

La escuela rural se me hincó muy adentro en el espíritu, y sigue siendo mi interés dominante en la enseñanza de cualquier país sudamericano.

El ejemplo de Sarmiento, que trabajó en la escuela rural de Pocuro, cerca de Los Andes, me confortó profundamente en mis siete años de Aconcagua.




El oficio lateral


«En varias partes algunas gentes me han preguntado
sobre mi vida y mi reparto en dos oficios
que no son nada gemelos sino opuestos».



Empecé a trabajar en una escuela de la aldea llamada Compañía Baja a los catorce años, como hija de gente pobre y con padre ausente y un poco desasido. Enseñaba yo a leer a alumnos que tenían desde cinco a diez años y a muchachones analfabetos que me sobrepasaban en edad. A la Directora no le caí bien. Parece que no tuve ni el carácter alegre y fácil ni la fisonomía grata que gana a las gentes. Mi jefe me padeció a mí y yo me la padecía a ella. Debo haber llevado el aire distraído de los que guardan secreto, que tanto ofende a los demás...

A la aldea también le había agradado poco el que le mandasen una adolescente para enseñar en su escuela. Pero el pueblecito con mar próximo y dueño de un ancho olivar a cuyo costado estaba mi casa, me suplía la falta de amistades. Desde entonces la naturaleza me ha acompañado, valiéndome por el convivio humano; tanto me da su persona maravillosa que hasta pretendo mantener con ella algo muy parecido al coloquio... Una paganía congenital vivo desde siempre con los árboles, especie de trato viviente y fraterno: el habla forestal apenas balbuceada me basta por días y meses.

Un viejo periodista dio un día conmigo y yo di con él. Se llamaba don Bernardo Ossandón y poseía el fenómeno provincial de una biblioteca, grande y óptima. No entiendo hasta hoy cómo el buen señor me abrió su tesoro, fiándome libros de buenas pastas y de papel fino.

Con esto comienza para miel deslizamiento hacia la fiesta pequeña y clandestina que sería mi lectura vesperal y nocturna, refugio que se me abriría para no cerrarse más.

Leía yo en mi aldea de la Compañía como todos los de mi generación leyeron «a troche y moche», a tontas y a locas, sin idea alguna de jerarquía. El bondadoso hombre Ossandón me prestaba a manos llenas libros que me sobrepasaban: casi todo su Flammarion, que yo entendería a tercias o a cuartas, y varias biografías formativas y encendedoras. Parece que mi libro mayor de entonces haya sido un Montaigne, donde me hallé por primera vez delante de Roma y de Francia. Me fascinó para siempre el hombre de la escritura coloquial, porque realmente lo suyo era la lengua que los españoles llaman «conversacional». ¡Qué lujo, fue, en medio de tanta pacotilla de novelas y novelones, tener a mi gran señor bordelés habiéndome la tarde y la noche y dándome los sucedidos ajenos y propios sin pesadez alguna, lo mismo que se deslizaba la lana de tejer de mi madre! (Veinte años más tarde ya llegaría a Bordeaux y me había de detener en su sepultura a mascullarle más o menos esta acción de gracias: «Gracias, maestro y compañero, galán y abuelo, padrino y padre»).

A mis compatriotas les gusta mucho contarme entre las lecturas tontas de mi juventud al floripondioso Vargas Vila, mayoral de la época; pero esos mismos que me dan al tropical como mi único entrenador pudiesen nombrar también a los novelistas rusos, que varios de ellos aprovecharon en mis estantitos.

Mucho más tarde, llegaría a mí el Rubén Darío, ídolo de mi generación, y poco después vendrían las mieles de vuestro Amado Nervo y la riqueza de Lugones que casi pesaba en la falda.

Poca cosa era todo esto, siendo lo peor la barbarie de una lectura sin organización alguna. ¡Pena de ojos gastados en periódicos, revistas y folletines sin hueso ni médula! ¡Pobrecilla generación mía, viviendo, en cuanto a provinciana, una soledad como para aullar, huérfana de todo valimiento, sin mentor y además sin buenas bibliotecas públicas! Ignoraba yo por aquellos años lo que llaman los franceses el metier de côté, o sea, el oficio lateral; pero un buen día él saltó de mí misma, pues me puse a escribir prosa mala, y hasta pésima, saltando, casi enseguida, desde ella a la poesía, quien, por la sangre paterna, no era jugo ajeno a mi cuerpo.

Lo mismo pudo ocurrir, en esta emergencia de crear cualquiera cosa, el escoger la escultura, gran señora que me había llamado en la infancia, o saltar a la botánica, de la cual me había de enamorar más tarde. Pero faltaron para estos ramos maestros y museos.

En el descubrimiento del segundo oficio había comenzado la fiesta de mi vida. Lo único importante y feliz en aldea costera sería el que, al regresar de mi escuela, yo me ponía a vivir acompañada por la imaginación de los poetas y de los contadores, fuesen ellos sabios o vanos, provechosos o inútiles.

Mi madre, mientras tanto, visitaba la vecindad haciéndose querer y afirmándome así el empleo por casi dos años. Yo lo habría perdido en razón de mi lengua «comida» y de mi hurañez de castor que corría entre dos cuevas: la sala de clase, sin piso y apenas techada, y mi cuartito de leer y dormir, tan desnudo como ella. La memoria no me destila otro rocío consolador por aquellos años que el de los mocetones de la escuela, los que bien me quisieron, dándome cierta defensa contra la voz tronada de la Jefe y su gran desdén de mujer bien vestida hacia su ayudante de blusa fea y zapatos gordos. Yo había de tener tres escuelas rurales más y una «pasada» por cierto Liceo serénense. A los veinte años ingresé en la enseñanza secundaria de mi patria y rematé la carrera como directora de Liceo. A lo largo de mi profesión, yo me daría cuenta cabal de algunas desventuras que padece el magisterio, las más de ellas por culpa de la sociedad, otras por indolencia propia.

Una especie de fatalidad pesa sobre maestros y profesores; pero aquí la palabra no se refiere al «Hado»de los griegos, es decir, a una voluntad de los dioses respecto de hombre «señalado», sino que apunta a torpezas y a cegueras de la clase burguesa y de la masa popular.

La burguesía se preocupa poco o nada de los que apacientan a sus hijos y el pueblo no se acerca a ellos por timidez. Nuestro mundo moderno sigue venerando dos cosas: el dinero y el poder, y el pobre maestro carece y carecerá siempre de esas grandes y sordas potencias.

Es cosa corriente que el hombre y la mujer entren a su Escuela Nacional siendo mozos alegres y que salgan de ella bastante bien aviados para el oficio y también ardidos de ilusiones. La ambición legítima se la van a paralizar los ascensos lentos; el gozo se lo quebrará la vida en aldeas paupérrimas adonde inicie la carrera, y la fatiga peculiar del ejercicio pedagógico, que es de los más resecadores, le irá menguando a la vez la frescura de la mente y la llama del fervor. El sueldo magro, que está por debajo del salario obrero, las cargas de la familia, el no darse casi nunca la fiesta de la música o del teatro, la inapetencia hacia la naturaleza, corriente en nuestra raza, y sobre todo el desdén de las clases altas hacia problemas vitales, todo esto y mucho más irá royendo sus facultades y el buen vino de la juventud se les torcerá hacia el vinagre.

El ejercicio pedagógico, ya desde el sexto año, comienza a ser trabajado por cierto tedio que arranca de la monotonía que es su demonio y al cual llamamos vulgarmente «repetición». Se ha dicho muchas veces que el instructor es un mellizo del viejo Sísifo dantesco. Ustedes recuerdan al hombre que empujaba una roca hasta hacerla subir por un acantilado vertical. En el momento en que la peña ya iba a quedar asentada en lo alto, la tozuda se echaba a rodar y el condenado debía repetir la faena por los siglos de los siglos. Realmente la repetición hasta lo infinito vale, si no por el infierno, por un purgatorio. Y cuando eso dura veinte años, la operación didáctica ya es cumplida dentro del aburrimiento y aun de la inconsciencia.

El daño del tedio se parece, en lo lento y lo sordo, a la corrosión que hace el cardenillo en la pieza de hierro, sea él un cerrojo vulgar o la bonita arca de plata labrada. El cardenillo no se ve al comienzo, sólo se hace visible cuando ya ha cubierto el metal entero.

Trabaja el tedio también como la anemia incipiente; pero lo que comienza en nonada, cunde a la sordina, aunque dejándonos vivir, y no nos damos cuenta cabal de ese vaho que va apagándonos los sentidos y destinándonos a la vez el paisaje exterior y la vida interna. Los colores de la naturaleza y los de nuestra propia existencia se empañan de más en más y entramos, sin darnos mucha cuenta de ello, en un módulo moroso, en las reacciones flojas y en el desgano o desabrimiento. El buen vino de la juventud, que el maestro llevó a la escuela, va torciéndose hasta acabar en vinagre, porque la larga paciencia de este sufridor ya ha virado hacia el desaliento. Guay con estos síntomas cuando ya son visibles: es lo de la arena invasora que vuela invisible en el viento, alcanza la siembra, la blanquea, la cubre y al fin la mata.

Bien solo que está el desgraciado maestro en casi todo el mundo, porque este mal que cubre nuestra América del Sur casi entera, aparece también en los prósperos Estados Unidos, domina buena parte de Europa y sobra decir que infesta el Asia y el África.

Si el instructor primario es un dinámico, dará un salto vital hacia otra actividad, aventando la profesión con pena y a veces con remordimiento: la vocación madre es y fuera de su calor no se halla felicidad. Lo común, sin embargo, no es dar este salto heroico o suicida; lo corriente es quedarse, por la fuerza del hábito, viviendo en el ejercicio escolar como menester que está irremediablemente atollado en el cansancio y la pesadumbre. Ellos seguirán siendo los grandes afligidos dentro del presupuesto graso de las naciones ricas y de los erarios más o menos holgados; los sueldos suculentos serán siempre absorbidos por el Ejército y la Armada, la alta magistratura y la plana mayor de la política. Afligidos dije y no plañideros, pues cada instructor parece llamarse «el Sopórtalo-todo».

Con todo lo cual, nuestro gran desdeñado, aunque tenga la conciencia de su destino y de su eficacia, irá resbalando en lento declive o en despeño, hacia un pesimismo áspero como la ceniza mascada. Si es que no ocurre cosa peor: el que caiga en la indiferencia. Entonces ya él no reclamará lo suyo, e irá, a fuerza de renuncias, viviendo más y más al margen de su reino, que era la gran ciudad o el pueblecito. Con lo cual acaece que el hombre primordial del grupo humano acaba por arrinconarse y empiezan a apagarse en él las llamadas facultades o potencias del alma. El entusiasta se encoge y enfría; el ofendido se pone a vivir dentro de un ánimo colérico muy ajeno a su profesión de amor. Aquellas buenas gentes renunciadas por fuerza, que nacieron para ser los jefes naturales de todas las patrias, y hasta marcados a veces con el signo real de rectores de almas, van quedándose con la resobada pedagogía de la clase y eso que llamamos «la corrección de los deberes». Y cuando ya les sobreviene este quedarse resignados en el fondo de su almud, o sea la mera lección y el fojeo de cuadernos, esta consumación significará la muerte suya y de la escuela.




II y final

Puesto que la alegría importa a muy pocos de nuestros ciudadanos y realmente estamos solos, pavorosamente solos, para velar sobre la vida propia, cuando el tedio se ha adensado y comenzamos a trabajar como el remero de brazos caídos que bosteza con aburrimiento al mar de su amor, en este punto, ha llegado el momento de darse cuenta y echar los ojos sobre los únicos recursos que habernos y que son los del espíritu. Es preciso, cuando se llega a tal trance, salir de la zona muerta y buscar afuera de la pedagogía, pero ojalá en lugar que colinde con ella, la propia salvación y la de la escuela, a fin de que la lección cotidiana no se vuelva tan salina como la Sara de Lot.

La invención del oficio colateral trae en tal momento la salvación. Ella busca quebrar la raya demasiado geométrica de la pedagogía estática, dándole un disparadero hacia direcciones inéditas y vitales. El pobre maestro debe salvarse a sí mismo y salvar a los niños dentro de su propia salvación. Llegue, pues, el oficio segundón, a la hora de la crisis, cuando el tedio ya aparece en su fea desnudez; venga cualquiera cosa nueva y fértil, y ojalá ella sea pariente de la creación, a fin de que nos saque del atolladero.

Este bien suele obtenerse a medias o en pleno del oficio lateral. La palabra «entretener» indica en otras lenguas «mantener» o «alimentar». En verdad lo que se adopta aquí es un alimento más fresco que el oficio resabio, algo así como la sidra de manzanas bebida después de los platos pesados...

Muchos profesores: belgas, suizos, alemanes y nórdicos, aman y practican el menester colateral y el francés lo llama con el bonito nombre de metier de côté. Y ellos lo buscaron desde siempre y por la higiene mental que deriva del cambio en la ocupación, y tal vez, porque algunos se dieron cuenta de cierta vocación que sofocaron en la juventud.

Los experimentadores a quienes me conocí de cerca, mostraban como huella de su experiencia más o menos estas cualidades: una bella salud corporal, en vez del aire marchito de los maestros cargados de labor unilateral, y la conversación rica de quienes viven, a turnos, dos y no un solo mundo. Yo gozaba viendo el lindo ánimo jovial de quienes se salvan del cansancio haciendo el turno salubre de seso y mano, o sea, el casorio de inteligencia y sentidos. Todos eran intelectuales dados a alguna arte o ejercicio rural: la música, la pintura, la novela y la poesía, la huerta y el jardín, la decoración y la carpintería.

Parece que la música sea el numen válido por excelencia para ser apareado con cualquier otro oficio. Ella a todos conviene y a cada uno le aligera los cuidados; de llevar túnica de aire, parece que sea la pasión connatural del género humano. La especie de consolación que ella da, sea profunda, sea ligera, alcanza a viejos y a niños y puede lo mismo sobre el culto que sobre el palurdo. Y del consolar, la música se pasa al confortar, y hasta al enardecer, como lo hace en los himnos heroicos, tan escasos, desgraciadamente, en nuestros pueblos.

Ello tiene no sé qué poder de ennoblecimiento sobre nuestra vida y por medio de cierta purificación o expurgo sordo que realiza sobre las malas pasiones.

En una de las almas que yo más le amé a Europa, en Romain Rolland, el piano cumplía el menester de oficio colateral a toda anchura. Metido en su propio dormitorio, como si fuese hijo, el ancho instrumento hacía de compañero al maestro, tanto como la hermana ejemplar que fue Magdalena. Y tal vez a la música debió el hombre viejo la gracia de poder escribir hasta los setenta y tantos años.

El pedagogo belga Decroly tenía, por su parte, a la horticultura como el Cireneo de su dura labor de investigación sobre los anormales. En uno de los climas menos dulces de Europa, bajo la «garúa» empapadora o la neblina durable, se le veía rodeado de la banda infantil. El hombre de cuerpo nada próspero cultivaba, con primor casi femenino, sus arbolitos frutales y un jardincillo. (Él me dijo alguna vez que nos envidiaba el despejo de los cielos americanos y que no entendía el que no diésemos nuestras clases al aire libre).

Varios novelistas franceses (se trata de una raza harto terrícola) viven a gran distancia de las ciudades, repudiando la vida urbana por más de que ella parezca tan ligada a su profesión de hurgadores y divulgadores del hombre. Lo hacen por tener un acre o media hectárea de espacio verde. Y hacen bien, pues regalar a la propia casa un cuadro de hierba y flores no es niñería ni alarde, que es asegurarnos el gozo visual de lo vivo, el oreo de los sentidos y la paz inefable que mana de lo vegetal y hace de la planta «el ángel terrestre» dicho por los poetas, ángel estable, de pies hincados en el humus.

Un auge muy grande ha logrado en Europa el bueno de Tagore, a quien me hallé en Nueva York vendiendo cuadros suyos; se sabía también el descanso que da el solo pasar de la escritura larga y densa a la jugarreta de los dedos sobre la tela o el cartón. Ustedes saben que el maravilloso hombre hindú era también maestro, como que daba clases en su propia escuela, que él llamó, con recto nombre, «Morada de Paz».

Checoeslovacos, nórdicos y alemanes tiene en gran aprecio a la madera labrada por las manos. Como que ellos son dueños de bosques alpinos y renanos y de las selvas anteárticas.

Muchos maestros participan en la graciosa labor llamada carpintería rústica. Casas suyas he visto en donde no había silla, mesa ni juguete que no hubiesen salido de la artesanía familiar y todo eso no desmerecía de la manufactura industrial. Aquellos muebles toscamente naturales y pintados en los colores primarios -que vuelven después del olvido en que los tuvimos-, nada tenían de toscos, estaban asistidos de gracia y además de intimidad.

Respecto de Italia casi sobra hablar. Ella es, desde todo tiempo, la China de Europa, por la muchedumbre prodigiosa de sus oficios, por la creación constante de géneros y estilos y también porque la raza tenaz hurga incansablemente, arrancando materiales a su propia tierra y a su mar. Recordemos a María Montessori, recogedora genial de la herencia rusoniana, pero, además, brazo diseñador del mobiliario especializado de sus kindergarten. Todo él salió de su ojo preciso y de su lápiz.

A fin de no fatigarles demasiado, dejo sin decir el trabajo de la pequeña forja del hierro, que tanta boga tiene ahora en la confección de piezas decorativas para los interiores de las casas. También se me queda atrás la labor de pirograbado sobre cuero, que alcanza una categoría artística subida. Y mucho, mucho más resta por decir.

No sobra recordar aquí a la California americana, zona donde la jardinería se pasa del amor a la pasión. En ese edén creado sobre el desierto mondo, los maestros se sienten en el deber de saber tanto como los jardineros de paga sobre el árbol y la flor, la poda y los injertos, los abonos y el riego. Horticultura y floricultura son allí dos oficios de todas las edades y suelen aparecérseme a la casa hasta los niños a ofrecerme servicios que suelen resultar bien válidos.

Nosotros, la gente del Sur, hemos de llegar a la misma pasión, cumpliéndose sobre terrenos muy superiores al subsuelo paupérrimo de California. Siempre se dijo que la profesión humana por excelencia, en cuanto a primogénita, es el cultivo del suelo, sea él óptimo, amable o rudo.

Les confieso que yo, ayuna para mi mal de la música e hija torcida de mi madre bordadora, a la cual no supe seguir, me tengo como único oficio lateral el jardinero y les cuento que dos horas de riego y barrido de hojas secas me dejan en condiciones de escribir durante tres más; sol e intemperie libran de ruina a los viejos: el descanso al aire libre es mejor que el de la mano sobre la mano.

El trabajo manual, todos lo sabemos, sea porque suele cumplirse a pleno aire, sea porque la fatiga de los músculos resulta menos mala que el agobio del cerebro, puede salvar en nosotros, junto con la salud, la índole jocunda, el natural alegre. Manejada con tino, y más como distracción que como faena, la labor manual se vuelve el mejor camarada y un amigo eterno. Añádase a esto aún el hecho de que su experiencia nos hace entender la vida de la clase obrera. El tajo absoluto que divide, para desgracia nuestra, a burgueses y trabajadores, viene en gran parte de la ignorancia en que vivimos sobre la rudeza que hay en el trabajo minero, en la pesquería, en ciertas industrias que son mortíferas y también en la agricultura tropical. Quien no haya probado alguna vez en su carne la encorvadura del rompedor de piedras o la barquita pescadora que cae y levanta entre la maroma de dos oleajes, y quien no haya cortado tampoco la caña en tierras empantanadas, ni haya descargado fardos en los malecones, no podrá nunca entender a los hombres toscos de cara malagestada y alma acida que salen de esas bregas. Y estos hombres suelen ser los padres de aquellos niños duros de ganar y conllevar que se sientan en nuestras escuelas.

Aunque parezca que el oficio segundón es siempre mero recreo, él suele tomar un viraje utilitario. Vi en Europa que maestros jubilados con pensiones irrisorias, que ya no les valen, a causa de la desvalorización de la moneda, se han puesto a mercar con la artesanía aprendida como mero deporte. Así viven ellos hoy, y van sacando a flote su pan, de modo que el menester colateral fue promovido a oficio único y da de comer, y paga al viejo médico y medicinas.

Algunos de ustedes se van a decir ahora: «¿Y por qué a Gabriela le importa tanto defenderse del tedio y quiere poner solaz a una profesión cuya índole siempre será dura y producirá agobio?».

Yo les respondo que la felicidad, o a lo menos el ánimo alegre del maestro, vale en cuanto a manantial donde beberán los niños su gozo, y del gozo necesitan ellos tanto como de adoctrinamiento.

1949.




El título es comprobación de cultura

Yo no tengo el título, es cierto, mi pobreza no me permitió adquirirlo y este delito, que no es mío sino de la vida, me ha valido el que se me niegue por algunos, la sal y el agua.

Yo y otros conmigo, pensamos que un título es una comprobación de cultura. Cuando esta comprobación se ha hecho de modo irredargüible, por dieciocho años de servicio y a una labor literaria, pequeña pero efectiva, se puede decir, sin que pedir sea imprudencia o abuso. Usted no conoce mi vida de maestra y yo voy a resumirla en cuatro líneas porque la sé noble de toda nobleza para que no la tome en cuenta: Con la obediencia y el deseo de servir de una empleada pública, accedí a ir a Magallanes, dejando atrás familia y todo, a 'reorganizar' el Liceo de Punta Arenas. Un pueblo entero, desde el obrero de la federación hasta los capitalistas pueden decir en qué forma cumplí mi comisión. El Liceo de Temuco se encontraba en un caos de luchas eternas y desorden, cuando el Gobierno me mandó allá. He conseguido llevar a él la paz, verdad es que todas las profesoras son tituladas.

Trabajé años antes en una colección de poesías escolares (y trabajo en una de cantos) para los textos de lectura que sirven en todos los colegios. Todo esto es labor escolar, no literaria.

Me dice usted en el acápite final de su tarjeta que «no abuse de mi gloria». No la tengo, mi distinguida compañera. Si la tuviese, no se me negaría el derecho a vivir, porque una gloria literaria es tan digna de la consideración de un país como una gloria pedagógica, y los pueblos cultos saben estimarla como un valor real, y saben defender a quien la tiene, del hambre y del destierro. No la tengo; pero he contribuido mucho a que en América no se siga creyendo que somos un país exclusivamente militar y minero, sino un país con sensibilidad, en el que existe el arte. Y el haber hecho esto por mi país, creo que no me hace digna de ser excluida de la vida en una ciudad culta, después de dieciocho años de martirio en provincias.

Me enterneció su párrafo sobre sus hijos. Usted no quería ir a Temuco, porque no les faltara sol que es la vida. Yo también tengo, compañera, una madre anciana a quien no puedo llevar a los peores climas y a quien no veo, por esto, hace cuatro años. Estoy absolutamente de acuerdo con usted en sus merecimientos para una Dirección; lo estoy desde que, cuando iba usted a Arica, deseé y trabajé porque fuera a Temuco, en mi lugar. Me dolió, como en carne propia, todo cuanto usted sufrió con la anulación de su nombramiento. No sólo es usted una profesora distinguida: es una gran mujer buena, un elevado y puro corazón, y la siento entre la gente privilegiada que ha dado mi provincia: Magallanes, Silva, Mondaca, Molina, García Guerrero, etc. Y esto no lo digo sólo en esta carta: lo he dicho en todas partes y a pesar de las amarguras que para mí ha tenido la campaña por el Liceo 6.

Pedro Pablo Zegers: Recopilación de la obra mistraliana.




Su labor pedagógica en México

«Ha sido para la pequeña maestra chilena una honra servir por algún tiempo a un gobierno extranjero que se ha hecho respetable en el Continente por una labor constructiva de educación tan enorme, que sólo tiene paralelo digno en la del gran Sarmiento. No doy a las comisiones oficiales el valor sino por la mano que las otorga, y he trabajado con complacencia bajo el Ministerio de un Secretario de Estado cuya capacidad, por extraña excepción en los hábitos políticos de nuestra América, está a la altura de su elevado rango, y, sobre todo, de un hombre al cual las juventudes de nuestros países empiezan a señalar como pensador de la raza, que ha sido capaz de una acción cívica tan valiosa como su pensamiento filosófico. Será en mí siempre un sereno orgullo haber recibido de la mano del Licenciado señor Vasconcelos el don de una escuela en México y la ocasión de escribir para las mujeres de mi sangre en el único período de descanso que ha tenido mi vida».

México, 31 de julio de 1923.




Carta a Virgilio Figueroa

Puerto Rico, 1933.

«Cuando llegué a México, la reforma estaba realizada en la mayor parte de sus puntos capitales; mucho más que dar, yo he tomado ¡deas de ella, recordando siempre al creador y jamás pasó por mi cabeza el pensamiento necio y malo de arrebatar la gloria de un pensamiento pedagógico original a un hombre que ya me honró lo bastante regalándome una escuela en su país y asociándome en su trabajo como simple colaboradora. Mientras algunos amigos atolondrados me atribuían esa obra que excede mis posibilidades, un grupo de amigos del jefe, me negaba cualquier trabajo cumplido en México durante mis dos años de residencia. La verdad es que yo no desarrollé casi ninguna actividad en la capital, primero porque la escuela de mi nombre tuvo en sus orígenes una tendencia ideológica que chocaba con alguna de mis doctrinas más acérrimas, como la propaganda del control de la natalidad, y segundo, porque la altura de la capital mexicana era y es lo suficientemente superior para que un extranjero no pretenda llevar su ayuda allí en vez de echar su atención sobre el formidable problema de la educación indígena campesina.

Mi viaje continuo y minucioso por el campo de algunos estados mexicanos, no fue “el paseo para disfrutar del paisaje” que han dicho las profesoras aludidas, sino una gira de conferencias familiares con los maestros de ciudades y aldeas, en Puebla, Michoacán, etc. El punto ha sido noblemente fijado en mi favor por los inspectores escolares de esas regiones y estos documentos claros y rotundos los conservo en mi poder. No he querido publicarlos por no aparecer en la actitud polémica, para mí bastante odiosa, respecto de un país a quien yo debo generosidades numerosas y atenciones de la más fina calidad moral».




Decálogo de la maestra

  1. AMA. Si no puedes amar mucho, no enseñes niños.
  2. SIMPLIFICA. Saber es simplificar sin restar esencia.
  3. INSISTE. Repite como la naturaleza repite las especies hasta alcanzar la perfección.
  4. ENSEÑA con intención de hermosura, porque la hermosura es madre.
  5. MAESTRO. Sé fervoroso. Para encender lámparas has de llevar fuego en tu corazón.
  6. VIVIFICA tu clase. Cada lección ha de ser viva como un ser.
  7. CULTÍVATE. Para dar hay que tener mucho.
  8. ACUÉRDATE de que tu oficio no es mercancía sino que es servicio divino.
  9. ANTES de dictar tu lección cotidiana mira a tu corazón y ve si está puro.
  10. PIENSA en que Dios te ha puesto a crear el mundo de mañana.

Desolación.






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Mujer


La instrucción de la mujer

Especial para La Voz de Elqui.



Retrocedamos en la historia de la humanidad buscando la silueta de la mujer, en las diferentes edades de la Tierra. La encontraremos más humillada y más envilecida mientras más nos internemos en la antigüedad. Su engrandecimiento lleva la misma marcha de la civilización; mientras la luz del progreso irradia más poderosa sobre nuestro globo, ella, agobiada va irguiéndose más y más.

Y, es que a medida que la luz se hace en las inteligencias, se va comprendiendo su misión y su valor y hoy ya no es la esclava de ayer sino la compañera igual. Para su humillación primitiva, ha conquistado ya lo bastante, pero aún le queda mucho que explorar para entonar un canto de victoria.

Si en la vida social ocupa un puesto que le corresponde, no es lo mismo en la intelectual aunque muchos se empeñen en asegurar que ya ha obtenido bastante; su figura en ella, si no es nula, es sí demasiado pálida.

Se ha dicho que la mujer no necesita sino una mediana instrucción; y es que aún hay quienes ven en ella al ser capaz sólo de gobernar el hogar.

La instrucción suya, es una obra magna que lleva en sí la reforma completa de todo un sexo. Porque la mujer instruida deja de ser esa fanática ridícula que no atrae a ella sino la burla; porque deja de ser esa esposa monótona que para mantener el amor conyugal no cuenta más que con su belleza física y acaba por llenar de fastidio esa vida en que la contemplación acaba. Porque la mujer instruida deja de ser ese ser desvalido que, débil para luchar con la Miseria, acaba por venderse miserablemente si sus fuerzas físicas no le permiten ese trabajo.

Instruir a la mujer es hacerla digna y levantarla. Abrirle un campo más vasto de porvenir, es arrancar a la degradación muchas de sus víctimas.

Es preciso que la mujer deje de ser mendiga de protección; y pueda vivir sin que tenga que sacrificar su felicidad con uno de los repugnantes matrimonios modernos; o su virtud con la venta indigna de su honra.

Porque casi siempre la degradación de la mujer se debe a su desvalimiento.

¿Por qué esa idea torpe de ciertos padres, de apartar de las manos de sus hijos las obras científicas con el pretexto de que cambie su lectura los sentimientos religiosos del corazón?

¿Qué religión más digna que la que tiene el sabio?

¿Qué Dios más inmenso que aquel ante el cual se postra el astrónomo después de haber escudriñado los abismos de la altura?

Yo pondría al alcance de la juventud toda la lectura de esos grandes soles de la ciencia, para que se abismara en el estudio de la Naturaleza de cuyo Creador debe formarse una idea. Yo le mostraría el cielo del astrónomo, no el del teólogo; le haría conocer ese espacio poblado de mundos, no poblado de centellos; le mostraría todos los secretos de esas alturas. Y, después que hubiera conocido todas las obras; y, después que supiera lo que es la Tierra en el espacio, que formara su religión de lo que le dictara su inteligencia, su razón y su alma. ¿Por qué asegurar que la mujer no necesita sino una instrucción elemental? [...]

Lucila Godoy y Alcayaga.

La Voz de Elqui, Vicuña, jueves 8 de marzo de 1906.




Nuevos horizontes a favor de la mujer

Un grupo de diputados ha presentado a la Cámara un sencillo proyecto de ley de considerable alcance en favor de la mujer, porque le abre nuevos horizontes de trabajo, porque tiende a procurarle un campo de acción más extenso, de acuerdo con sus aptitudes, con sus facultades y con su sexo mismo.

Se trata de conceder una considerable rebaja en la patente a aquellas tiendas de género cuyo personal sea femenino en sus tres cuartas partes. La rebaja que, por este capítulo, sufran los Municipios donde se implante esta medida, será compensada con un aumento de la patente que pagan los negocios de bebidas alcohólicas.

Nada más justo, más lógico, más natural que este proyecto.

Digamos aún que con él se trata de poner término a una verdadera vergüenza para el sexo masculino.

¿No es verdad, en efecto, que los dependientes de tiendas de trapo, que cortan metros de cintas, se muestran peritos en barbas de corsés y en otros adminículos netamente femeninos, están usurpando un puesto, un trabajo, una ocupación que, de derecho, pertenece a la mujer?

La prensa se ha ocupado varias veces de estas anomalías; pero sus bien intencionadas indicaciones no han tenido resultado, es bueno que se haga, por ministerio de la ley, lo que debió hacerse por la dignidad del sexo.

Lo único que habría que pedir, es que cuando estas ocupaciones sean desempeñadas por mujeres, los patrones paguen los mismos sueldos de cuando eran disfrutadas por los hombres. Porque pasa al respecto una cosa curiosa, que constituye, en el fondo, una injusticia y una iniquidad: cuando una mujer ocupa un puesto que antes era desempeñado por un hombre, en el acto disminuye el sueldo...

Gabriela Mistral.

La Unión, Punta Arenas, 21 de febrero de 1919.




Feminismo

La entrada de la mujer en el trabajo, este suceso contemporáneo tan grave, debió traer una nueva organización del trabajo en el mundo. Esto no ocurrió y se creó con ello un estado de verdadera barbarie sobre el que yo quiero decir algo. Con lo cual empezaré a entregar mi punto de vista sobre el feminismo, para aliviarme de un peso.

La llamada civilización contemporánea, que pretende ser un trabajo de ordenación material e intelectual, una disciplina del mundo trastrocado hasta esta hora no ha parado mientes en la cosa elemental, absolutamente primaria, que es organizar el trabajo según los sexos.

La mujer ha hecho su entrada en cada una de las faenas humanas. Según las feministas, se trata de un momento triunfal, de un desagravio, tardío, pero loable, a nuestras facultades, según ellas, paralelas a las del varón. No hay para mí tal entrada de vencedor romano, no hay tal éxito global.

La brutalidad de la fábrica se ha abierto para la mujer; la fealdad de algunos oficios, sencillamente viles, ha incorporado a sus sindicatos a la mujer; profesiones sin entraña espiritual, de puro agio feo, han acogido en su viscosa tembladera a la mujer. Antes de celebrar la apertura de las puertas, era preciso haber examinado qué puertas se abrían y antes de poner el pie en el universo nuevo había que haber mirado hacia el que se abandonaba, para mesurar con ojo lento y claro.

La mujer es la primer culpable: ella ha querido ser incorporada, no importa a qué, ser tomada en cuenta en toda oficina de trabajo donde el dueño era el hombre y que, por ser dominio inédito para ella, le parecía un palacio de cuento. No puede negarse que su inclusión en cada uno de los oficios masculinos ha sido rápida. Es el vértigo con que se rueda por un despeñadero. Ya tenemos a la mujer médico (¡alabado sea este ingreso!); pero frente a esto tenemos a la mujer «chauffer»; frente a la abogado de niños está la carrilana (obrera para limpiar las vías); frente a la profesora de Universidad, la obrera de explosivos y la infeliz vendedora ambulante de periódicos o la conductora de un tranvía. Es decir, hemos entrado, a la vez, a las profesiones ¡lustres y a los oficios más infames o desventurados.

Es todo un síntoma de estos tiempos el que en el último«Congreso Internacional Feminista», efectuado en París, haya salido de boca de mujer (y de una ilustre mujer representativa) la proposición que dio la prensa francesa de que «debían abolirse una a una las leyes que, concediendo algunos privilegios a la mujer en el trabajo, le crean una situación de diferencia respecto del hombre». Esta proposición, de un absurdo que supera a todo objetivo, comprende la supresión de la llamada «ley de la silla» la supresión de la licencia concedida a la obrera un mes antes y otro después del alumbramiento, etcétera...

Revista Universitaria, Santiago, mayo de 1927.




Sobre la mujer chilena

A veces, yendo por las entrañas mismas de la Cordillera, se descubre una casa perdida y como «dejada de Dios y de los hombres». El intruso que llega llama con palmotadas, gritos; la puerta se abre, y una mujer hace pasar al novedoso.

Vecindad ninguna tiene la casa; la primera aldea le queda a cincuenta kilómetros y todo es allí un silencio búdico, roto por rodados de piedras y en invierno por torrenteras.

Pero, en entrando, el tremendo lugar se anubla de golpe como en los sueños. Porque allí hay un fuego, un buen olor de comida -sacada de no se sabe dónde- y un buen dormir: hay una vida humana y humanísima muchas veces.

A poco mirar y oír, se sabe que ese refugio metido en las alturas de los buitres es la industria de sólo una mujer. Porque el hombre cordillerano no sabe ni hace otra cosa que bajar a la mina, jadear persiguiendo las vetas y dinamitar peñas. Él no cuida de sí, él no acierta a ablandarse un nido, al igual del buitre. Si no tiene a su costado a esta mujer, él resbala, día a día, hacia la barbarie de los primeros indios. Y la índole de acción pura, de acción a todo trance que es la del varón chileno, desde Lautaro a Portales, parece arrebatar a su propia compañera, arrancándola a los quicios del sedentarismo y volviéndola su semejante.

La mujer que vive junto a su ave de presa sobre la acidez de esas cumbres, resulta ser, conjuntamente, un fenómeno y... una chilena que se halla en cualquier parte, sea en las islas extremosas del sur, sea en Nueva York o en París. Esta Ximena blanca o esta Guacolda parda hacen legión y cubren la mitad del territorio.

La llaman constantemente «una temperamental», y el punto de arranque de su arrebato es casi siempre un amor absoluto de cuya llama saltan las más cuerdas acciones y las más desatadas fantasías. Esta blanca o mestiza sigue al hombre al desierto de la sal, sin rezongarle por su destierro; la muy valerosa cría seis hijos en el Valle Central, estirando un salario que sólo da para dos; ella suele emigrar por no perder a su vagabundo nato, hacia las provincias argentinas o hacia California, donde pelea su pan entre la extranjería; y si es moza y llega a escuelas, también allí vence en ejercicios de creación o en el arte sutil de crear un convivio...

Política y Espíritu, Santiago, mayo de 1946.




La reforma agraria

Tal vez el amor de la tierra por el que la cultiva esté en relación con la dosis angustiada en que éste la ha recibido.

Ellas sí no han pecado, las buenas gentes, del pecado americano por excelencia, que es la botaratería del suelo, la lujuria de la ocupación y la necesidad del baldiísmo. Si hay gentes que merecen en Chile el reparto agrario el cual corrija la ignominia de cuatro siglos de despojo del campo al peón, ésas son las primeras a las que habría que desagraviar por la vieja ofensa y recompensar por las largas lealtades. El latifundio chileno forma parte del bloque de la crueldad conquistadora y colonial; pero teniendo una porción grande, delito tiene más, mucho más aún de estupidez y de estupidez criolla. El gran pecador es aquí el Estado; se exhibe con una imbecilidad verdaderamente 'soberana'.

París, 1928.




El suelo y la cultura

Donde la tierra es bárbara de matorral ciego y de peñascos, está bárbaro el hombre, aunque tenga escuelas, plazas y portadas ostentosas de haciendas. Bárbaras son éstas que pasan inacabablemente por la ventanilla del tren, y que hieren los ojos al mediodía con su aridez hecha resplandor.

Lo menos que el hombre puede hacer por la tierra es la distribución racional de las aguas, conducir al elemento maravilloso, en sabia red de canales. Toda cultura empieza por la tierra; entre nosotros, la cultura ha querido empezar por el bachillerato... El campesino es el hombre primero, en cualquier país agrícola; primero por su número, por su salud moral, por la noble calidad de su faena civil, sustentadora de poblaciones, y el primero, principalmente, porque ha domado el suelo, como el curtidor sus pieles, y lo maneja después de cien años, con una dulzura como dichosa.

En Chile el campesino emigra hacia las ciudades, cansado de su salario de uno o dos pesos, cansado de las aldeas sin médico, con maestro malo y sin habitación humana; en esta provincia emigra, después, por la sequía.

Nuestra barbarie rural es enorme (hablo de la chilena en general). La etapa del obrerismo es bueno que pase: el obrero ha sido escuchado; ahora hay que mirar hacia el campo, y recoger su vergüenza en los ojos.

El suelo y la cultura, «Una Provincia en desgracia: Coquimbo».

El Mercurio, 13 de septiembre de 1925.




El latifundio

Defienden algunos el latifundio con argumentos como éste: «Si se crea absolutamente la pequeña propiedad, al desparecer el dueño de una extensión vasta de suelo, desaparece también la posibilidad de hacer cualquiera empresa agrícola en grande, los canales de riego, los tractores costosos. El menudo campesino se come lo que saca de la tierra y el capital de éste no existe».

Pues, Illapel y Combarbalá son latifundio puro, y ya sabemos lo que en cien años han hecho por la tierra. La sequía ha encontrado a los campesinos sin cooperativas y sin ahorros, que no se ahorra con un salario inicuo. En otros países, las sociedades agraristas tiene siempre en caja fondos para afrontar un año, por lo menos, de malas cosechas. La falta de organización campesina es otro dato de barbarie.

El suelo y la cultura, «Una Provincia en desgracia: Coquimbo».

El Mercurio, 13 de septiembre de 1925.





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