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Gabriela Mistral: única y diversa

Pedro Pablo Zegers Blachet



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Presentación

El Nivel de Educación Básica del Ministerio de Educación se ha sumado, a través de varias iniciativas, a los merecidos homenajes que recuerdan los sesenta años del Premio Nobel de Literatura otorgado a nuestra gran escritora y educadora Gabriela Mistral. Una de estas iniciativas es la publicación de la obra Gabriela Mistral: Única y diversa, del investigador Pedro Pablo Zegers Blachet.

Sus lectores encontrarán en ella un recorrido panorámico que abarca, entre otras temáticas, su infancia y entorno familiar; las primeras publicaciones aparecidas en diarios de su región bajo el nombre de Lucila Godoy Alcayaga y primeros seudónimos, hasta llegar al definitivo; su experiencia como maestra vertida en certeras y visionarias ideas sobre la escuela y la educación, las que continúan sorprendiéndonos por su contemporaneidad; su preocupación por la justicia social y su concepción de una religiosidad muy unida a la Biblia, pero con un profundo afincamiento en la naturaleza, la vida cotidiana y la relación entre los seres humanos.

Tendremos la oportunidad de conocer más de su prosa y su poesía, y escuchar su voz a través de fuentes de «primera mano» que nos van abriendo las puertas del desarrollo humano y poético de esta indiscutible gran escritora. Escucharemos también otras múltiples voces de destacados creadores chilenos y extranjeros, que han reconocido sus méritos en distintos momentos.

Esta publicación será enviada a escuelas del sistema, para que sea disfrutada por sus docentes y estudiantes. Además, por su interés y calidad, será entregada por el MINEDUC como obsequio a profesionales de la educación y visitas, quienes podrán así conocer parte de la extensa obra de nuestra Gabriela Mistral.

Agradecemos especialmente a la DIBAM, a la Biblioteca Nacional de Chile, al Archivo del Escritor y a Pedro Pablo Zegers tanto la entrega generosa de este valioso texto, como de la galería de fotografías, muchas de ellas poco conocidas, y que complementan bellamente tanto el contenido como el diseño.

CARMEN SOTOMAYOR E.

Coordinadora Nivel Educación Básica.






ArribaAbajoMundo familiar

Imagen de niña


Gabriela por ella misma

Carta a Virgilio Figueroa, Puerto Rico, 1933.

«Me llegan hoy unos periódicos de mi provincia que traen una disputa en torno del lugar de mi nacimiento. La Unión de Valparaíso ha dicho que nací en la aldea llamada Coquimbito, que es una perteneciente a Los Andes. Yo viví en esa aldea desde la cual iba a dar mis clases al Liceo todas las mañanas. La mayor parte de los versos de Desolación, están escritos en Los Andes, ciudad donde pasé siete años trabajando como profesora de geografía y de castellano. Hice como en cualquier parte una vida de retraimiento en el aspecto social; pero no habiendo ninguna influencia de las gentes de esa región sobre mi obra, la hay mucha del paisaje de la montaña. Conocí lado a lado la vida del campesino de Aconcagua que en mi memoria se me une al campesino de Coquimbo en un solo bloque.

Otra disputa hay sobre si mi nacimiento ocurrió en el pueblo llamado La Unión que está en el fondo del valle de Elqui, donde comienza la cordillera viva, o si ocurrió en Vicuña capital del departamento de Elqui. Mi buena gente de La Unión, a quien yo quiero mucho, alega con algunas razones válidas. Mi padre era maestro en ese pueblo, desde poco antes de su matrimonio, y yo hubiese nacido allí, si una consulta médica de mi madre no la hubiese llevado en un viaje rápido a Vicuña, donde vine a nacer, por accidente, el 7 de abril de 1889.

... En los diarios que acabo de recibir viene mí fe de nacimiento exacta, que contiene sin embargo un error en el nombre de mi madre que se llamaba Petronila.

La verdad es que yo miro como mi tierra de origen la aldea anterior a La Unión donde pasé mi infancia de los tres a nueve años, y que se llama Montegrande, y en la cual mi hermana Emelina Molina fue maestra durante este mismo tiempo. Yo creo que el país de la infancia es el verdadero país de origen (le digo país en el sentido de región).

De cualquier manera, la disputa es muy ingenua y graciosa, pues el valle es una sola cosa desde Vicuña hasta el pie de la Cordillera, y yo no entiendo sino como una jugarreta regional el que los periodistas de mi provincia gasten papel y tinta en este asunto ¡chiquito!

Veo en los mismos diarios de la discusión, que se habla de la casa número tal de la calle Maipú, donde yo nací, diciendo que se han tomado de ella algunos dibujos y que el día del centenario de mi ciudad de Vicuña, adornaron su frente en recuerdo de la ausente. Esa casa del número y de las flores, no es la mía, porque la vieja casa de mi nacimiento, que estaba en ese lugar, se cayó hace años y no fue reedificada sino en la parte de la casa vecina. Alguna vez pensé yo en comprar el solar baldío de la casa verdadera, porque los árboles de ese huerto fueron todos plantados por mi padre, que además hizo en el centro una fuentecita donde bañarme. Sus árboles tienen exactamente mi edad. Las demás casas que se cuentan son pura novelería».




La madre

Carta a Virgilio Figueroa, Puerto Rico, 1933.

«Mi madre vivió hasta los 84 años. Era una mujer muy hermosa y muy delicada, cuya voz que convendría oír me habla siempre en el recuerdo como la más perfecta voz humana que yo haya escuchado. A esa voz suave y patética se le había subido la caridad maravillosa de su corazón».




Página de mi alma

(Dedicada a mi madre)


Porque entre las asperezas de mi vida, se abra como una rosa pálida bañada por los resplandores melancólicos del crepúsculo de mi tristeza; porque de entre sus pétalos entreabiertos nace el aroma embriagador de su amor que aspiro con delirante ansiedad, como una esencia de vida, como un soplo que acaricia fresco y puro el corazón abrasado por las ascuas candentes del dolor.

Porque la he visto alzarse sobre el lodo pútrido del mundo, sin que a sus hojas de una albura eucarística lleguen los efluvios infectos de ese fango donde se revuelcan los microbios malditos de las pasiones.

Porque en el cielo siempre negro de mi suerte las ilusiones y las esperanzas han brillado un instante solo y apagado sus falsos fulgores por el soplo del desengaño, he visto brillar con más sinceridad el astro mágico de su amor que me envía sus caricias de luz para alumbrar en el abismo horroroso de mi infortunio.

Por eso mi alma le ha dedicado una página de su libro misterioso...

Cáliz donde he vaciado la hiel de mi amargura; he creído mil veces que fuera a desbordarse, y hoy solo he descubierto que si siempre tiene un vacío donde depositar el líquido maldito, es porque la flor eterna y lozana de su amor de madre la cultiva con ese amargo bálsamo.

Arca de diamante: mis lágrimas recogidas por su mano piadosa son las perlas únicas que guarda; y con ese insípido tesoro que el mundo habría despreciado, y arrojado con sarcasmo de su alcázar se cree más poderosa que el mismo Dios Oro.

Arpa de vibraciones sublimes y divinas; agita sus cuerdas solo cuando quiere ahuyentar con sus acordes de consuelo y de ternura las remembranzas angustiosas de mi alma, y hacerme volver de mis horrorosos paroxismos de dolor. Dios, que tiene por templo mi corazón mismo y por sacerdote mi afecto, Dios, que en la comunión de su amor me da sus besos como hostias consagradas y en sus santos consejos me da sus mandamientos.

¡He aquí lo que es ella para mi alma!




Lucila Godoy y Alcayaga

La Voz de Elqui, 20 de abril de 1905.

En mi marcha fatigosa por la áspera senda cubierta de abrojos son sus manos exangües las que curan mis pies desgarrados de las heridas hechas por las grietas y las rocas, son las que enjugan en mi frente pálida el sudor del cansancio.

En mis horas de angustiosa desesperación, son sus labios los que posándose en mi boca seca y contraída vierten en ella la miel confortadora de la esperanza, son ellos los que beben mi llanto como si quisieran arrancarle su hiel y su veneno.

En los instantes de silencio sacrosanto, cuando las cuerdas de mi lira claman por ser agitadas, es ella la que vierte en mi mente el torrente de la inspiración, y haciéndome soñar mundos luminosos y países de flores y vergeles, le arranca sus canciones más impregnadas de ternura y sentimiento.

Por eso es la única en el mundo ante la cual se dobla mi rodilla y se inclina humillada mi frente altiva, por eso su voz es la única que me enternece y hace temblar las rocas del corazón, por eso su nombre es el único que en mi historia lo he escrito con diamante. Por eso su recuerdo y su amor navegan como pobres barquichuelos desafiando las furias del mar de mi dolor, por eso la tumba de mi corazón tiene en ella un ciprés doliente que sombrea su losa funeraria.

Cuando el muro muestra con burlesca sonrisa el lujo vano de sus dominios aborrecidos inundados por el mar de la ignominia: cuando el Oro me señala con sarcasmo su alcázar deslumbrador y vano cuyas puertas están cerradas para mí; cuando la Ventura me indica sus costas hermosísimas a las cuales no puede arribar el desmantelado bajel de mi existencia, miro el fondo de mi corazón vacío de alegrías, y entre las sombras de sueño eterno veo resplandecer ese diamante de más valor que todos los tesoros, el diamante de su amor, que brilla allí como una humilde buhardilla indigna de poseerle.




Evocación de la madre

El Hogar de Buenos Aires, 27 de septiembre de 1923.

«Madre, en el fondo de tu vientre se hicieron en silencio mis ojos, mi boca, mis manos. Con tu sangre más rica me regabas como el agua a las papillas del jacinto, escondidas bajo la tierra. Mis sentidos son tuyos y con éste como préstamo de tu carne ando por el mundo. Alabada seas por todo el esplendor de la tierra que entra en mí y se enreda en mi corazón.

Madre, yo he crecido como un fruto en la rama espesa, sobre tus rodillas profundas. Ellas llevan todavía la forma de mi cuerpo; otro hijo no te la ha borrado; y tanto se habituaron a mecerme, que cuando yo corría por los caminos, ellas estaban allí, en el corredor de la casa, tristes de no sentir mi peso.

No hay ritmos más suaves entre los cien ritmos derramados por el Primer Músico en el mundo, que ese de tu mecedura, madre, y las cosas plácidas que hay en mi alma se cuajaron con ese vaivén de tus brazos y de tus rodillas.

Y a la par que mecías, me ibas cantando, y los versos no eran sino palabras tuyas juguetonas, pretexto para tus mimos. En esas canciones tú me nombrabas las cosas de la tierra: los cerros, los frutos, los pueblos, las bestiecitas del campo, como para domiciliar a tu hija en el mundo, como para enumerarle los seres de la familia tan extraña en que la habían puesto a existir, y así yo iba conociendo tu duro y suave universo: no hay palabrita nombradora de las criaturas que no aprendiera de ti. Las maestras que vinieron después sólo usaron de las visiones y de los nombres hermosos que tú me habías entregado.

Tú ibas acercándome, madre, las cosas inocentes que podía coger sin herirme: una hierbabuena del huerto, una hoja de hiedra del corredor, y yo palpaba en ellas la amistad de las criaturas. Tú a veces me comprabas, y otras me hacías, los juguetes: una muñeca de ojos muy grandes, como los míos; una casita que se desbarataba a poca costa... Pero los juguetes muertos yo no los amaba, tú te acuerdas; el más lindo era para mí tu propio cuerpo. [...]

Yo era una niña triste, madre, una niña huraña como son los grillos oscuros cuando es de día, como es el lagarto verde, bebedor del sol. Y tú sufrías de que tu niña no jugara como las otras, y solías decir que tenía fiebre, cuando en la viña de la casa la encontrabas conversando sola con las cepas retorcidas y con un almendro esbelto y fino que parecía un niño arrobado. Ahora está hablando así también contigo que no le contestas, y si tú la vieses le pondrías la mano en la frente, diciendo como entonces: “-Hija, tu tienes fiebre”. [...]

Gracias en este día, y en todos los días, por la capacidad que me diste de recoger la belleza de la tierra como una agua que se recoge con los labios y también por la riqueza de dolor que puedo llevar sin morir en la hondura de mi corazón.

Para creer que me oyes, he bajado los párpados y arrojo de mí la mañana, pensando que a esta hora tú tienes la tarde sobre ti. Y para decirte todo lo demás que se quiebra en las palabras sin tersura, voy quedándome en silencio...».




Padre errante

Carta a Virgilio Figueroa, Puerto Rico, 1933.

Mi padre se llamaba Jerónimo Godoy Villanueva. Me han contado pero no sé si el dato sea exacto, que tenía relación próxima de parentesco con los Vallejo, de la familia de Jotabeche.

La madre de él se llamó Isabel Villanueva, y ella representa una de las memorias humanas más nobles que yo tenga. He escrito algunas semblanzas de ella.

Mi padre se educó en el Seminario de La Serena hasta el último año de estudios; era un buen latinista; hablaba un bello francés; dibujaba con mucha facilidad; tenía una pasión del folklore musical del norte, y hacía excelentes versos de tipo clásico, de los cuales mi hermana conserva un poema dedicado a mí que yo suelo repetir con dulzura y melancolía. Quiso escapar a la presión que ejercía sobre él su madre para hacerlo tomar órdenes, y se fue a La Unión donde se volvió maestro rural, por la fuerza de las circunstancias, y donde se casó al poco tiempo con mi madre.

Unos diez años después, él fue en Santiago director del Colegio de San Carlos Borromeo.

Dejó nuestra casa cuando yo tenía tres años; regresó a visitarnos a Diaguitas, cuando yo contaba unos diez, pero tampoco se quedó con nosotros. Casi toda su vida la pasó en su provincia natal de Atacama, creo que en el valle del Huasco donde su padre don Gregorio Godoy tenía tierra y ganados. Hay sangre suya dejada en esa región, donde él se formó una o más familias accidentales. Había en él igual errantismo que en mí, y nunca vivió mucho tiempo en un mismo lugar; conocía la pasión de la tierra, pero de la geografía caminada, y su vida fue a un mismo tiempo dolorosa y bella, exenta de hábitos burgueses de sedentarismo, y extraña, cuando me la cuentan, como una fábula que me hace llorar. Mi recuerdo de él pudiese ser amargo por la ausencia, pero está lleno de admiración de muchas cosas suyas y de una ternura filial que es profunda.






Canción de cuna


Canción de su padre para ella

Cuando al cielo elevas
los ojos celestes
¿quién te llama, dime,
para allá tornar?
¿con quién te sonríes
piadosa inocente
cuando alzas alegre
tus ojos allá?
¡Oh, dulce Lucila
que en días amargos
piadosos los cielos
te vieron nacer,
quizás te reserve
para ti, hija mía,
el bien que a tus padres
no quiso ceder!
Duérmete Lucila, que el mundo está en calma;
ni el cordero brinca, ni la oveja bala.




La hermana: su maestra

Carta a Virgilio Figueroa, Puerto Rico, 1933.

Mi hermana materna, Emelina Molina, me dio enteramente la educación recibida en la infancia que en buenas cuentas es la única que tuve y que me fue trasmitida puede decirse, en las rodillas fraternas. Reemplazó a mi padre en sus obligaciones familiares, y yo le reconozco el bien definitivo de la asistencia material y moral. El mérito de su formación se me ocurre que sea el de no haber deformado nada en mí, como lo hacen las escuelas mientras más modernas, más pedantes que se conocen en nuestro tiempo, y el haberme enseñado a base de imaginación y de sentimiento, con relatos bíblicos y con la vida del campo. Ella vive todavía, retirada de la enseñanza después de 40 años de hermoso trabajo escolar.

Cuanto sé y quién soy se lo debo a ella. En esa escuela sin tablas en el suelo, de puro barro reseco, barrido con un decoro japonés, allí me fui haciendo el alma, y allí acudieron los primeros ritmos.

En Jaime Quezada, Gabriela Mistral. Poesías completas: Cronología.




La maestra rural

A Federico de Onís.





La Maestra era pura. «Los suaves hortelanos»,
decía, «de este predio, que es predio de Jesús,
han de conservar puros los ojos y las manos,
guardar claros sus óleos, para dar clara luz».

La Maestra era pobre. Su reino no es humano.
(Así en el doloroso sembrador de Israel).
Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano,
¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!

La maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida!
Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad.
Por sobre la sandalia rota y enrojecida,
tal sonrisa, la insigne flor de su santidad.

¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,
largamente abrevaba sus tigres el dolor.
Los hierros que le abrieron el pecho generoso,
¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!

¡Oh, labriego, cuyo hijo de su labio aprendía
el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor
del lucero cautivo que en sus carnes ardía:
pasaste sin besar su corazón en flor!

Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste
su nombre a un comentario brutal o baladí?
Cien veces la miraste, ninguna vez la viste,
¡y en el solar de tu hijo, de ella hay más que de ti!

Pasó por él su fina, su delicada esteva,
abriendo surcos donde alojar perfección.
La albada de virtudes de que lento se nieva
es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?
Daba sombra por una selva su encina hendida
el día en que la muerte la convidó a partir.
Pensando en que su madre la esperaba dormida,
a la de Ojos Profundos se dio sin resistir.

Y en su Dios se ha dormido, como en cojín de luna;
almohada de sus sienes, una constelación;
canta el Padre para ella sus canciones de cuna
¡y la paz llueve largo sobre su corazón!

Como un henchido vaso, traía el alma hecha
para volcar aljófares sobre la humanidad;
y era su vida humana la dilatada brecha
que suele abrirse el Padre para echar claridad.

Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta
púrpura de rosales de violento llamear.
¡Y el cuidador de tumbas, cómo aroma, me cuenta,
las plantas del que huella sus huesos, al pasar!

Desolación.




En la siesta de Graciela

Dedicada a su sobrina Graciela, hija de su hermana Emelina.



El Coquimbo, 25 de octubre de 1904.



¡Dejadla así que hermosa se está mostrando
allí su frente pálida y sombría,
bajo el albo pañal que está velando
su tranquilo dormir del mediodía!

¡Cuan dulce y pura es la sonrisa leve
que entreabre esos labios sonrosados,
con qué gracia en su sien como la nieve
caen sus rizos bellos y dorados!

El fresco aliento de su boca amada,
mil veces lo he aspirado como anhelo,
porque llega hasta mi alma desolada
y de ella ahuyente la amargura, el duelo.

¡Edad feliz, cuyos recuerdos santos
se evocan y el pesar luego lo calman,
y consuelan después en el quebranto
cuando el dolor ha marchitado el alma!

¿Quién ver podrá allá en su hermosa frente
el porvenir que a su destino espera?
¿Quién sabrá los mil sueños de su mente
cuando sonríe dulce y hechicera?

¡Misterios y caprichos del destino,
quién comprendiera vuestro oculto arcano!
¿Por qué hoy sembráis la dicha en el camino
y mañana el pesar nos dais tirano?

¿Por qué las flores y dorados sueños
que en la infancia rodean la existencia
los arrancáis después, ingrato dueño,
y nos dais el dolor por sola herencia?

¡Tal vez mañana aquella frente pura,
alba como la flor de la azucena,
halle el tenaz sufrir y la amargura
reemplace a la alegría que hoy la llena!

¡Por eso es que hoy, cuando este beso puro
he venido a dejar sobre tu frente,
pienso en tu porvenir si será oscuro
o claro cual las aguas de una fuente!

¡Oh! qué feliz seré si, en la mañana,
cuando ya el tiempo mi existir aminore
tú calmas el pesar que mi alma emana
y el llanto enjugas cuando triste llore!

¡Seré feliz cual la marchita planta
que a su lado una nueva ve que crece
que le da vida y savia que le falta
hasta el momento cruel en que perece!

Lucila Godoy A.






ArribaAbajoPrimeras publicaciones

Imagen de mujer

Desde 1904, Gabriela comienza a enviar sus creaciones literarias a periódicos de la zona, como La Voz de Elqui y El Coquimbo. Firma sus trabajos como Alguien, Soledad, Alma, Lucila Godoy y Alcayaga, entre otros, y como Gabriela Mistral, ya en algunos textos publicados en La Constitución de Ovalle en 1908.

Voz de Elqui

Flores negras




Lectura amena

El perdón de una víctima


Entre el ramaje del bosque, resaltaba entre el verde de las hojas, el albo traje de una mujer. Sobre el tronco de un árbol estaba sentada, y en su pálida frente sombreada por oscuros rizos, se veía reflejarse claramente esos pesares que marchitan el alma para siempre.

Era joven; sus ojos azules semejaban un retazo de cielo, y al parecer se fijaban en los verdes retoños de los arrayanes.

Mas no era así, la brisa entonando su suave canción, las flores abriendo sus capullos, el arroyo deslizándose entre la suave alfombra de césped no impresionaban su alma; el susurro de las hojas no llegaba a sus oídos, y el aroma de las flores que embalsamaba las brisas no deleitaba su mente en aquella tarde.

Era Esther, la pobre loca de la aldea, aquella linda joven que había sido en un tiempo la alegría de aquella simpática población y el encanto de su hogar, aquel que se divisaba allá a lo lejos rodeado de árboles y de enredaderas, donde la naturaleza ostentaba sus bellezas que habrían llenado de ilusiones la mente de un poeta.

Era ella, que semejaba hoy una de esas flores a que en vano los rayos del sol y las aguas del arroyo quieren darle vida, una de esas flores que ni siquiera se mueven al soplo de la brisa.

¡Pobre joven! En su mirada dulce y vaporosa, donde se adivinaba la grandeza de su alma pura y hermosa como el despertar de un sueño, vagaba una sonrisa amarga, y su corazón, pobre ave, pobre ave que avanza entre las nieblas de una noche tenebrosa, sostenía la existencia de uno de esos seres muertos, pero con una muerte de suplicio que hace de su vida la de un mártir.

Desde aquel día, aquel de su muerte moral, recorría diariamente el bosque propiedad de su padre, el anciano Juan. Cuando él encaminaba sus pasos al bosque, en busca de su hija, iba seguro de hallarla recostada en aquel tronco, y entonces le parecía encontrar semejanza entre ella y esos seres envueltos en el misterio (las hadas), y la tomaba de la mano con los ojos nublados de lágrimas y le decía: «Esther, hija mía, vamos, vuestra madre os aguarda». Y así habían pasado sus días hasta la tarde en que, como de costumbre, la encontramos en el sitio de su predilección.

Lanzó un profundo suspiro, dejó caer pesadamente la cabeza entre sus manos y después sonrió con esa sonrisa propia de los que sufren de enajenación mental; de esa sonrisa de niño en la cual puede leerse todo un poema enlutado de lágrimas y suspiros, de quejas y angustias.

Oyose de repente un ruido como el que produce el paso precipitado de alguien que atraviesa entre las hojas. Esther levantó los ojos y vio un hombre de mirada extraviada que, con paso ligero, se abría camino entre las ramas. Ella, como lo hacía de costumbre, lo miró al mismo tiempo que una carcajada histérica resonaba en su garganta. El joven al oírla buscó el sitio donde Esther se hallaba; pero sintió, al fijar su mirada en ella, que las fuerzas le faltaban, y cayó exánime en tierra murmurando: «¡Dios mío!».

Esther seguía recorriendo con la vista su redor; el desconocido, con el rostro oculto entre las manos lloraba, empapando las mejillas con su llanto. Enderezó sus ojos a donde la joven estaba; pero vio que ella tenía su mirada fija en él y le pareció que ésta lo quemaba; le pareció oír su voz, que le maldecía. Sintió al mismo tiempo en el bosque un ruido misterioso como que los enormes álamos, testigos de esa escena, se desplomaban sobre él; pero era simplemente el grito de su conciencia que le repetía sin cesar: «¡Ahí tienes tu víctima!».

Y entonces se incorporó; llegó hasta los pies de la joven y allí se arrodilló; sus labios secos temblaban por la emoción, pero al fin se entreabrieron para hablar. «Esther, ángel del cielo, exclamó con su voz temblorosa, me conoces».

Ella sonrió nuevamente y el más aterrador silencio siguió a la pregunta del joven. «Pobre desdichada, continuó con su voz ahogada por las lágrimas, soy el miserable que amargó tus días, aquel que te calumnió arrojando sobre tu honra pura, un enorme horror; soy yo el asesino de tu vida; los remordimientos, royéndome el corazón, me han llevado proscrito por el mundo encontrando a cada paso sólo la imagen de mi crimen».

«Y aquí estoy, aquí he vuelto siguiendo la corriente de mi destino maldito, envuelto en la ignominia, arrastrando mi existencia miserable sellada con el sello del crimen. ¡Oh! ¡Si supieras, Esther, el peso de mi delito, si comprendieras las horas de remordimiento, si leyeras en mi alma los rayos negros con que llevo escrito en ella tu nombre puro! Mujer, perdóname, tu perdón es lo único que espero en el mundo antes de morir; fui criminal, perdóname os lo ruego; mira que la muerte se acerca con paso presuroso, y me resta muy poco antes que me ahogue entre sus brazos. ¡Esther! Yo sé que mi crimen, mi calumnia te hizo infeliz, yo sé que desde entonces estás muerta en vida, pero cree que aun en mis sueños no he encontrado reposo; créeme que al atravesar los montes y los árboles éstos me ha parecido que me hablan y que me llaman ¡asesino! ¡El pan de mis días ha sido muy amargo, más que el tuyo porque ha sido devorado en mis horas de atroz angustia!».

Tomó aliento y entonces, juntando sus manos en un momento de desesperación, gritó loco en medio de su martirio:

-¡Vuelve en ti, Esther, dame tu perdón, mira que voy a morir, yo te lo pido en el nombre del cielo!

La joven lanzó un inmenso suspiro, el llanto volvió después de dos años a empapar sus mejillas pálidas, como de una muerta.

Él continuó:

-¿Recuerdas quién soy? ¿Recuerdas que te calumnié de la manera más miserable? ¿Lo recuerdas?

-Sí... murmuró ella dulcemente, tú eres Gabriel y te perdono, que el cielo te perdone también.

-Gracias, Dios mío, exclamó el joven y dirigiéndose a ella prosiguió:

-Sí... perdóname porque estos labios que te imploran, éstos que debieron quemarse al proferir una calumnia ruin, tremenda, ya mañana estarán yertos.

-Sí... volvió a decir ella, te perdono pobre hijo del crimen, vete, y vive con la vida que me arrebataste...

Pero al terminar Esther vio que Gabriel había rodado sobre la hierba y que no se movía, se acercó a él y lo miró; pero ¡horror! ¡ya era cadáver!

Esperaba el perdón de su víctima y había muerto.

Entre los cipreses del cementerio de la aldea una cruz blanca se ve: arrodillada en esa tumba está una mujer.

Es la tumba de Gabriel; la mujer es Esther, la pobre loca, vuelta a la razón, allí está orando por aquel que amargó sus días con la más enorme de las calumnias...

Es Esther, la víctima que ha perdonado... porque el perdón es hijo de las almas nobles...

L. Godoy A.

El Coquimbo, La Serena, 11 de agosto de 1904.






Tarde


Muere el día con una dulzura de mujer.
Vierte paz evangélica el ambiente violeta.
Todo hervor del espíritu se siente adormecer:
como un estanque pleno, cada pasión se aquieta.

La brisa misma mueve lentamente sus sedas,
por no trazar un gesto violento en la sagrada
faz de la tierra en éxtasis... Van descendiendo quedas
unas ovejas de égloga las lomas azuladas.

Y el día que vivimos se extingue como un bueno.
Mitad en el abismo, aún saca de su seno
fuerzas para la última pulsación de ocre intenso,

que hace arder todo el cielo como un amor inmenso...
El corazón de bronce solloza en las esquilas
y las estrellas muestran sus lágrimas tranquilas.

Gabriela Mistral.

El Coquimbo, 21 de febrero de 1914.






Los versos de noviembre


Y nunca, nunca más; ni en la medrosa
noche callada, ni en la aurora rosa,
ni en la tarde sagrada.

Se perdió en la compacta, en la asesina sombra,
en el país enorme que con temblor se nombra.
¿Sufre? ¿Goza? ¿Se ha vuelto duro, o tierno
su corazón? Talvez ni odia ni ama.
¡La nada, más horrible que el infierno!

Encontrarle, algún día,
no importa dónde, en cumbre o en hondor,
en la luz que deslumbra o en el revuelto horror.

Encontrarle algún día,
y ser con él por siempre,
en la exasperación o en la alegría.

En Selva Lírica.






Amo amor


Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,
late vivo en el sol y se prende al pinar.
No te vale olvidarlo como al mal pensamiento.
¡Lo tendrás que encontrar!

Habla lengua de bronce y habla lengua de ave,
ruegos tímidos, imperativos de mar.
No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave.
¡Lo tendrás que escuchar!

Gasta trazas de dueño, no le ablandan excusas;
rasga vaso de flor, hiende el hondo glaciar.
No te vale el decirle que albergarlo rehúsas.
¡Lo tendrás que hospedar!

Tiene argucias sutiles en la réplica fina;
argumentos de sabio, pero en voz de mujer.
Ciencia humana te salva, menos ciencia divina.
¡Le tendrás que creer!

Te echa venda de lino, Tú la venda toleras.
Te ofrece el brazo cálido; no le sabes huir.
Echa a andar. Tú le sigues hechizada, aunque vieras
que eso para en morir...

Tú no cierres la tienda, que crece la fatiga,
y crece la amargura;
y es invierno, y hay nieve, y la noche se puebla
de muecas de locura.

¡Mira! De cuantos ojos tenía abiertos sobre
mis sendas tempraneras,
sólo los tuyos quedan; pero ¡ay! se van llenando
de un cuajo de neveras.

En Selva Lírica.





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