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«El mito del fin es también el mito de la vida». Entrevista con Homero Aridjis (México D. F., junio-julio de 2012)

Laurence Pagacz



Porque cada catástrofe conlleva una parte de luz, a Aníbal Salazar Anglada.



México D. F., la megápolis del apocalipsis cotidiano1, internacionalmente famosa por su violencia y su contaminación, también es el lugar donde los mitos prehispánicos se vuelven realidad. ¿Qué ciudad era más indicada para una entrevista sobre las catástrofes? Homero Aridjis (nacido en 1940) es una personalidad múltiple y activa: es a la vez poeta, novelista, dramaturgo, ensayista, embajador, doctor honoris causa de la Universidad de Indiana y presidente-fundador del grupo ecologista de los Cien, que recibió el premio Global 500 del programa de las Naciones Unidas. Recibió también varios premios literarios, entre cuales el premio Roger Caillois en 1997 para el conjunto de su labor literaria, traducida a más de diez lenguas. Cerca de la mitad de ésta, poesía, novelas, teatro y ensayos, permite tomar el pulso de las preocupaciones ecologistas contemporáneas, que el autor mezcla con un trabajo a la vez histórico y poético sobre las raíces mexicanas y las mitologías precolombinas. La catástrofe, más particularmente bajo la forma del fin de los tiempos, invita a la reflexión sobre el mundo presente y sus desviaciones.

Encontré varias veces al autor mexicano Homero Aridjis a finales de junio y a principios de julio de 2012. Las discusiones, largas e intensas, acentuadas con los gritos de pájaros parlanchines y de las idas y vueltas del perro ávido de zanahorias, tuvieron lugar en su domicilio en México D. F., verdadero museo de arte.






Genealogías de la catástrofe en Aridjis

Laurence Pagacz: Usted cuenta a menudo que a los diez años, se abrió el vientre de un balazo con una escopeta2. Después de tres semanas en el hospital oscilando entre la vida y la muerte, se prometió hacerse escritor si salía vivo. Este relato parece responder a una especie de esquema apocalíptico de muerte-resurrección, y pienso también en Borges que en 1938 se abrió la frente con la ventana y entonces eso le reveló también su destino de narrador. ¿Eso forma parte de su mitología propia de escritor?

Homero Aridjis: Lo del accidente fue para mí muy crucial en mi vida. Fue como una muerte y una resurrección. Más que recurrente en términos literarios, es obsesiva, porque, curiosamente, años después de que pasó, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Fue una especie de... casi de trauma, en el sentido de que de pronto el niño que era antes del accidente, el futbolista, murió y resucitó otro. Entonces se parece al nacimiento del mito del héroe, en el sentido de que el chamán sufre una especie de trauma que lo pone en peligro de muerte. O sea, una experiencia cercana a la muerte. En eso se parece a lo de Borges, pero también en san Juan de la Cruz: dicen que se cayó en un pozo, y se estaba a punto de morir. Son de esas experiencias que suceden a un individuo y le cambian la vida. Y esto sí para mí me cambió la vida.

L. P.: ¿Las circunstancias del accidente eran tan especiales?

H. A.: Todas las circunstancias del accidente eran como para morirse. Todavía yo no lo entiendo porque a veces ocurría que una persona herida de una bala se moría. Y yo, tuve treinta y dos perforaciones en el vientre con una escopeta, y además no tuve atención médica. Pasaron ocho horas, y no había médicos, no había hospitales, no había nada. Fue muy milagroso. Y en el hospital general donde mi padre me metió últimamente, por destino estaba uno de los mejores médicos de la región; pudo haber sido un pasante, algún inepto, y me muero. Y son como una serie de circunstancias que casi se vuelven como la supervivencia de un hombre, también de mi padre. Porque mi padre3 luchó en 1922 contra los turcos. Y se salvó de la masacre de griegos y de armenios, saliendo de Esmirna en septiembre de 1922. El otro día estuve en Grecia, me encontré con un cónsul griego, y dijo: «Su padre se salvó de milagro, porque cientos de miles no se salvaron». Entonces a veces son como...

L. P.: Genealogías.

H. A.: Genealogías de destino que dice uno: «Qué hubiese ocurrido si mi padre no sale», pues, ya... Y luego también mi madre: creció en México, en un periodo muy violento que era la Revolución mexicana4. Era niña. Mestiza. Cuando llegaban los revolucionarios al pueblo, siempre se robaban mujeres. No era simplemente que se la violaban sino se la llevaban. Hubo un momento que mi madre contaba como un momento muy crítico en su vida. Era niña, tenía, yo creo que como diez años, y los revolucionarios la ven en la calle, y uno de los bandidos a caballo se la quiere levantar y robar. Entonces mi madre corre, para salvarse. No la mataron ni la violaron. Entonces hay una cadena de circunstancias, cuando los padres mismos sobrevivieron a una experiencia cercana a la muerte, especialmente mi padre, en el Asia Menor. Y luego el descubrimiento de la lectura, cuando mi padre me trajo los libros5. Todo eso es, para la épica o la leyenda de uno mismo, muy especial. Porque mis hermanos también estuvieron a punto de morirse, uno tuvo una tifoidea, son cosas que ocurrieron a toda la familia. Pero lo mío era muy extraño. Son momentos de destino, ¿no?, que cambian la vida.




El doble origen de la catástrofe

L. P.: Entonces, el origen de su interés por la catástrofe y el apocalipsis, ¿lo sitúa en ese momento, o más tarde?

H. A.: Dos cosas me dieron mucha consciencia de la destrucción. Fue cómo terminó la Segunda Guerra mundial, con las bombas nucleares sobre Hiroshima, Nagasaki, los experimentos nucleares en Álamo Gordo, en Nuevo México, cuando Oppenheimer ve la primera prueba y ve como un monstruo, como si hubiera el demonio. Esto para mí fue muy traumático, muy fuerte la imagen. Y de hecho cuando viví en Nueva York6, tenía sueños, casi miedos de que todos esos edificios de pronto se desmoronaran. Me pasó una cosa curiosa cuando a mi esposa y a mí en el año 2000 Gorbatchov nos entregó el premio del milenio por liderazgo del medio ambiente; en la recepción, la única conversación que yo tuve con Gorbatchov fue... Le dije que yo sentía miedo de sentirme como un animal, una víctima incidental, ignorante de lo que pasaba. Y se me quedó mirando y me dijo: «Yo también. En la Unión Soviética, yo también». [Risas] Por eso escribí El último Adán7, porque a mí siempre me ha perturbado mucho la posible destrucción; saber que ahora, aunque ya pasó la Guerra fría, el mundo está lleno de arsenales nucleares, de los países aliados, ahora de Pakistán, de la India, de Israel, de... Y luego China, Rusia, Francia, Inglaterra, Estados Unidos, posiblemente Turquía. Cualquier momento puede haber una catástrofe. No obstante, mi obsesión por el apocalipsis, precisamente con mi activismo ecologista, es más bien por una especie de apocalipsis ecológico. La conclusión era que el apocalipsis era la obra del hombre y no de Dios. Pero también el medio ambiente, estar viendo que desaparecen especies animales, vegetales, grupos indígenas; los bosques, animales, flores, ríos, lagos se mueren, toda esta muerte un poco biológica que está ocurriendo. Lo veo, lo veo. Entonces por eso hay una presencia muy fuerte tanto del apocalipsis provocado por guerra como del apocalipsis ecológico, gradual.

L. P.: Por eso en su obra, al menos en prosa, se dibujan más bien distopías, es decir que las utopías del siglo XX, del progreso constante, del individualismo, etc., llevadas a cabo, se vuelven distopías. ¿Piensa usted que nuestro mundo occidentalizado terminará así? ¿Qué remplazará las utopías agotadas?

H. A.: Ésa es la gran incógnita porque para mí, precisamente como lo había dicho en El último Adán: el apocalipsis será obra del hombre y no de Dios. Entonces para mí las dos grandes amenazas que hay para la vida son lo nuclear y la destrucción ecológica, es decir la contaminación de los océanos, del agua, la desaparición de especies, que llegue un momento irreversible. Sabemos nosotros que cuando los océanos mueran por contaminación, la vida en la tierra morirá, porque no vamos a poder vivir sin agua. La muerte de los océanos será la muerte de la tierra. Es previsible, todo lo que viene del calentamiento global. Pero la amenaza, sí, fulminante de las armas nucleares que siguen produciéndose y propagándose. Es algo de que casi nadie habla pero están ahí.




México D. F., ciudad del apocalipsis cotidiano

L. P.: El apocalipsis ecológico está muy claro en La leyenda de los soles (Fondo de Cultura Económica, México, 1993) y en ¿En quién piensas cuando haces el amor? (Alfaguara, México, 1996): describe una ciudad sin agua, sin naturaleza, sin pájaros, con un tráfico imposible y una muchedumbre tragadora. La sitúa en 2027, pero está claro que designa el México D. F. de hoy.

H. A.: Cuando yo tenía más energía -ahora no la tengo tanto porque la ciudad es agotadora, a veces es un viaje de una hora, dos horas, y llega uno contaminado-, me iba a lugares así, para ver basureros, zonas de ecologías depredadas. A fines de los ochentas, con el Grupo de los Cien, estuve muy en contacto con ríos contaminados, basureros, gente que tenía enfermedades en la piel, todo este tipo de ambiente de deterioro ecológico, en las afueras de D. F., en Ciudad Netzahualcóyotl. La experiencia de la multitud es muy fuerte aquí. Es de la megaciudad, uno se sube al metro, se encuentra con esas multitudes; la multitud se vuelve alucinante, y ese océano de carros. En Sicarios [Alfaguara, México, 2007] yo veo los carros como cucarachas mecánicas, una plaga de cucarachas, es alucinante. Los coches vienen de aquí, de allá, de todos lados, y coches agresivos, es un tráfico agresivo que se le echa a uno encima, que va para acá, que hace ruido, porque no solamente es la cantidad de autos, sino lo agresivo que son los automovilistas, porque van así, frenéticos, agresivos, no respetan nada. Están como enajenados.

L. P.: México termina destruido por los terremotos, como en la leyenda8.

H. A.: Yo estaba obsesionado por esos monstruos del crepúsculo, los tzitzimime, que se parecen a los demonios cristianos. Luego el ciclo de la leyenda de los soles: se supone que estamos viviendo bajo el quinto sol, que se va a morir de terremotos. Y luego, lo situé en el 2027 porque había un rito prehispánico que se llamaba «fuego nuevo», en el cual cada 52 años se acaba el mundo y empieza otro, entonces son periodos de tiempo. Y en el 2027 comenzaba. Y precisamente ese libro era el retrato de un México que estaba apareciendo, es decir, en el que el pasado y el futuro caminan en el presente. Era un México que viene del futuro, pero arraigado en el pasado, pero que lo veía allí.

L. P.: Al menos la mitad de su obra, todos géneros confundidos, trata del apocalipsis, o de una catástrofe. Sin embargo, esta catástrofe última parece casi ser un alivio en la medida en que pone fin a un mundo en el que el apocalipsis es cotidiano. El México de 2027 es el reflejo alterado del México de hoy. ¿Esta catástrofe final barriendo México sería una especie de purificación?

H. A.: Con el apocalipsis ecológico, había una frase de un místico flamenco, que se llamaba Jan de Ruysbroek9. Fue uno de los puntos de contacto con Michaux, porque yo era uno de los pocos que conocía Ruysbroek, y él lo conocía, entonces hablamos. Él decía que quizás el apocalipsis no será, sino la restauración de los elementos a su estado original, que el agua volverá a ser agua, el aire, aire, la tierra, tierra. Ah, y en mi última novela, Los perros del fin del mundo [Alfaguara, México, 2012], vuelvo sobre este tema, pero en que el inframundo mexicano, o sea el infierno mexicano, y que el supramundo mexicano, en que estamos viviendo ahora, son iguales. El infierno prehispánico está afuera. En Ciudad Juárez10, en todos esos lugares, los dioses del sacrifico humano están arriba y abajo. No hay diferencia entre supramundo e inframundo.




El campo mexicano, paraíso perdido

L. P.: ¿Por qué vive en México D. F. si es tan horrible? ¿Por qué no vive en el campo?

H. A.: Porque el campo es peor.

L. P.: ¡Peor! ¿En qué sentido?

H. A.: Yo me enamoré del pueblo11. El problema es que, para alguien como yo, es más peligroso vivir fuera de la ciudad que en la ciudad. Porque, por ejemplo, voy a mi pueblo, y como he sido defensor de las mariposas monarcas, denuncié a los taladores, la gente me reconoce. Lo que en la ciudad de México es una pelea en periódicos, en el pueblo se vuelve una cosa física, casi primitiva. Y aquí no me conocen, no saben dónde vivo... Está uno protegido por el anonimato. El pueblo es muy bello. Pero cuando llego es puro conflicto: que falta el agua, que cortaron los árboles, que hicieron esto, que mataron a una persona. Entonces todos los conflictos del pueblo vienen a mí.

L. P.: Continúa así el mito del héroe, ¿no?

H. A.: Sí, héroe, pero también gestor, y no puede ser... Consume, consume mucho. Por ejemplo, tengo este amigo, Francisco Toledo, el pintor, que vive en Oaxaca, es mi contemporáneo. Pasa toda la gente como a una oficina de quejas públicas, porque es alguien que es sensible, que responde, que se involucra, que no va a cerrar la puerta diciendo: «No te conozco, no me molestes». No soy como los muchos escritores europeos que se aíslan del mundo. Por ejemplo, los ingleses dicen: «I am private». Esa palabra sagrada de los ingleses, privacy, y muchos escritores cierran la puerta y dicen: «Private». Yo no soy así. Si alguien está llorando a la puerta pues voy a ver qué pasa, o si hay injusticia; y no puedo.

L. P.: Pero sí le gusta el campo, ¿verdad?

H. A.: Sí, me gusta mucho el campo mexicano. Es un campo que no es como el campo europeo. Es más campo. Es más bello. Porque es más natural. Casi es pleonasmo decir más natural; es más en estado virgen. Es hermoso. Subes al cerro y están árboles y rocas y es bellísimo, paradisiaco. Sin embargo es más primitivo. Estás tú con el cerro. Los periódicos no llegan. Ahora los puedes ver por Internet, pero antes no te llegaba un periódico. Estás dependiendo de una televisión horrible, pero es tu única fuente de información. Luego tu vida es muy limitada. Ahora hay mucho más comercio, ya todo el mundo anda en coche: es un mundo más mecanizado que no me interesa, porque prefiero lo idílico. El mundo globalizado ya está en los pueblos. El ruido que tienes en Nueva York, lo puedes tener en el pueblo. Los paisanos, los mexicanos -porque en el estado de Michoacán emigran muchos a Estados Unidos-, regresan para Navidad en sus camiones enormes, traen aparatos de sonido como los negros en Nueva York. Y luego ya empieza el alcohol y las drogas, porque muchos de esos chicos llegan, y ven a las muchachas del pueblo, le hacen su novia, a un rato la muchacha está bebida, ya le dan droga, y están así abrazados, haciendo el amor en la plaza; cosas que no ocurrían, pero traen la vida de Los Ángeles, o de Tejas; todas las costumbres, las traen al pueblo. Entonces es una transformación social que les quita la inocencia, no, la ingenuidad, o... Toda esa vida un poco más inocente de los pueblos se pierde.




Escribir el México D. F. espectral

L. P.: En La leyenda de los soles y en ¿En quién piensas cuando haces el amor?, en la ciudad sobrepoblada de México en 2027, el motivo de la muchedumbre se retoma sin parar. Pero lo sorprendente es que parece compuesta de organismos vivos, pero que ya no serían seres humanos, sino espectrales, vaciados de su sustancia, casi muertos, y eso me hizo pensar en Diario de sueños (Fondo de Cultura Económica, México, 2011) donde describe a los espectadores de la sala de cine de su padre como fantasmas que miran a otros fantasmas que son los actores muertos. ¿Podemos relacionar eso con la cultura antropológica mexicana según la cual los muertos vuelven a la vida12?

H. A.: Por mi interés por la arqueología mexicana, yo he dicho siempre que soy hijo de dos mitologías, la mexicana y la griega, la griega que tiene el rostro humano, y la mexicana que es casi la mitología de la muerte. Cuando descubrieron el Templo Mayor, la nueva sección, este disco de la luna desmembrada que se llama Coyolxauhqui, yo iba a verla cuando la estaban restaurando. Pero esos cráneos, horribles, que tienen un cuchillo atravesado por la nuca que sale por la nariz, o por la boca, y los ojos como de muertes a muertes... Cosas horripilantes. Estaba la presencia, sobre todo en este país, en la ciudad de México, de estas culturas fantasmales. A mí me ha pasado, ver una presencia fantasmal. En la ciudad de México, el centro, es un centro cargado de espíritus: por ejemplo, una noche, varias noches, caminaba por esas calles viejas, decrépitas, y de pronto siento escalofríos como que pasan fantasmas, pero fantasmas no tranquilos, sino fantasmas sacrificadores, espíritus, pero violentos, de sangre, de horror. Esa zona de la ciudad de México, del México antiguo, es un México fantasmal. Y es un México como empalmado, es el México antiguo, con templos, edificios coloniales, el México moderno, pero lleno de «supervivencias de un mundo mágico». La ciudad de México está muy cargada de espíritus, y de muerte. Es una ciudad muy fuerte.

L. P.: ¿Cómo configura esta realidad fantasmal en sus obras?

H. A.: En algunos poemas de Diario de sueños digo que la violencia comenzó con los dioses en México. Yo veo como si los sacerdotes del sacrificio humano hubieran retornado como sicarios. El rostro mismo mexicano, sobre todo en la zona del centro, son rostros mexicanos, indígenas. Está el México antiguo en las facciones de la gente. Yo siento la presencia del México antiguo en el México actual. Hay ciudades que casi no tienen memoria, que son tan pulcras que el pasado lo borran. Si uno está en Estados Unidos, en Nueva York, en Los Ángeles, el mundo actual domina. Son ciudades sin memoria, que son nuevas. Aquí, no. El mexicano está lleno de este pasado. En el libro este que acabo de publicar13, el personaje llega al inframundo, llevado por un perro, un xolo. Es un perro prehispánico. Según Bernardino de Sahagún, cuando el amo muere, el perro toma el espíritu del muerto, del amo en el hocico, y lo lleva a través del río de la muerte, hasta el Mictlán, que es el otro mundo mexicano. Es un perro, de este color marrón, sin pelo. Es un perro medio espectral.

L. P.: Y en La leyenda de los soles, remplaza personas por dioses prehispánicos.

H. A.: Cuando escribí La leyenda de los soles, era un tiempo posterior al descubrimiento del Templo Mayor. Muchas escenas que pasan allí, yo las viví. A muchos de los políticos de este tiempo les puse nombres hispanos, mexicanos. El presidente, el jefe de la policía, y luego, había bandas que secuestraban mujeres, como cocainómanos, asesinos seriales, que estaban asolando la ciudad. Como la situación ahora, pero comenzaba. Era una especie de México muy siniestro en el que se combinaba para mí el pasado prehispánico con el México actual. Y este Tezcatlipoca, el jefe de la policía: había habido un jefe de la policía muy siniestro en la ciudad de México que era Negro Durazo14. De policía se volvió criminal. Allí comenzó un tipo de novela que tenía una realidad actual, pero también histórica, pero que yo disfrazaba con nombres supuestos y otras cosas para que los personajes reales no se identificaran o se descubrieran; como pasó con La Santa Muerte [Alfaguara, México, 2003], los personajes mismos son reales y viven. Entonces traté mucho de disfrazar, de hacer como reales, pero no reales. Yo lo llamaba realismo fantástico, en el sentido de que la realidad se convierte en fantasía.

L. P.: La figura de Tezcatlipoca es muy importante en esta obra y en otras.

H. A.: Entre el panteón mexicano, es uno de los dioses que más me ha intrigado. Escribí poemas sobre él, porque era como abstracto. Se materializaba fantasmalmente, también era como una figura abstracta que es como el mal que está flotando. Está en todas partes. Los dioses mexicanos me horrorizaban un poco, porque eran dioses del sacrifico humano, terribles. Una de las figuras de Tezcatlipoca que me fascinó al principio, es que podía ver por un agujero de su mano, y que le llamaban el «dios del espejo humeante». Este tipo de figuras de este dios inasible, indescifrable, me ha interesado muchísimo, porque es algo que uno no puede entender. Es una especie de Mephistopheles prehispánico, pero más abstracto, menos identificable. Es también como el dios de los nahuales, los que se convierten en un animal, que cambian de forma. Y Tezcatlipoca es un poco el hombre que por excelencia se transforma en otro. El mundo mágico mexicano es también muy dual. Tienen por ejemplo estas figuras que tienen de este lado el rostro, y el otro lado una calavera. Son como... vida-muerte.

L. P.: Le gusta el campo, sé que no puede vivir en el campo, por las razones que me explicó, pero ¿por qué, si el pueblo es tan idílico, escribir tanta literatura urbana, sobre todo sobre México D. F.?

H. A.: Porque estoy viviendo aquí. Y la ciudad de México es un planeta. En la ciudad de México, eso lo aprendí con La leyenda de los soles, vivo por acá en un barrio aislado, fuera del centro, pero lo que pasa en el metro, en el centro de la ciudad, en muchos lugares, es otro mundo. Como digo en La leyenda de los soles y ¿En quién...?, estoy viviendo en el futuro, estoy caminando en el futuro; a veces, veo ciudades europeas que están atrás en la Historia. Yo viví seis años en La Haya, y la última vez que regresé era igual al tiempo que yo estuve. Era una especie de mareo cósmico, porque yo estuve en los 70 allí, y regreso ahora y es exactamente igual, la misma calle, las mismas calles vacías, no pasa nada, la gente caminando igual. En mi mente, en México, hubiera pasado siglos, y allí es exactamente la misma, la película está detenida en la misma escena. Pero en la ciudad de México está uno viviendo en el futuro, es la Historia que llega. Es una ciudad visual, dinámica, imprevisible, te encuentras con personas de lo más variado. Es una ciudad que nunca es igual. Es una ciudad que te agota. Pero por otro lado nunca te aburre.

L. P.: Es el movimiento perpetuo.

H. A.: Es el movimiento perpetuo. Es una ciudad dinámica. Y con la gente también: es una demografía alucinante porque es tanta gente, por todos lados, y diferente, diferente. México siempre es diferente.




Activismo ecológico y literatura

L. P.: Las preocupaciones ecológicas están muy presentes en su obra. Usted dice que a partir de 1985, es decir la fecha en que fundó el Grupo de los Cien, su poesía cambia, pasa de contemplativa a más activa. Entonces, por un lado, para usted, poesía y ecología van juntas. Pero por otro lado critica, en varias ocasiones, la poesía activista, ya que dice que una cosa es la poesía y otra cosa es la propaganda. ¿No piensa usted que la poesía no necesita justificaciones, es inútil, y en eso reside su belleza?

H. A.: Yo crecí en los 60 como poeta, entonces era como una plaga la poesía de propaganda política. No sé, la ecología para mí nace de una especie de relación poética con la naturaleza.

L. P.: Sí, pero la ecología es también una ideología.

H. A.: No, aun la ecología para mí es diferente que la de los ecologistas europeos. Por ejemplo, me encontré con ecologistas ingleses, o alemanes; los franceses tienen un activismo muy retórico: de pronto alguien dice: «¡Ha muerto la novela!». A mí me parecen infantiles. Yo soy un ecologista en estado salvaje en el sentido de que no he aplicado las teorías a la ecología, sino la experiencia personal. Muchos de los ecologistas europeos son de política, son partidos; pienso en Petra Kelly15, por ejemplo, y luego los ingleses, americanos y todo eso. Porque en otros países europeos casi no hay ecología: en España, en Italia, en Portugal, y en muchos países de América latina tampoco. Lo que me diferenciaba de muchos amigos ecologistas europeos es que, para ellos, los lugares donde había problemas ecológicos graves, estaban lejos, en África, en Brasil, en otras partes. Y aquí, eran de primera mano. Era casi salir a la calle, como una guerra personal, frontal. Para mí no había teoría. Muchas veces periodistas norteamericanos, a veces europeos, me cuestionaban, me decían: «¿Pero usted no es científico?. Entonces digo: «No, pero sí soy ecologista, porque he crecido en la naturaleza, y para mí, la naturaleza está dentro, es casi una mística». Es una vida. Para mí son formas de mi mundo poético y filosófico. La ecología es eso: los elementos, los cuatro elementos presocráticos griegos, el agua, el aire, el fuego y la tierra.

Parménides... Cuando me metí a la ecología, me metí por amor a la naturaleza, y también por una mística. Pero también con cierta inteligencia porque cuando yo me metía en un problema, estudiaba. Eso hizo que me consideraban un activista político. Yo estaba en la lista negra. Me cortaban el teléfono cada semana. Mis libros no circulaban en México.

L. P.: ¿Entonces hacía activismo también a través de su obra?

H. A.: A través de mi obra, y artículos.

L. P.: Pero entonces, si su activismo pasa también a través de su obra, ¿no es una especie de propaganda?

H. A.: No, yo no hago propaganda, propaganda es en el sentido de hacer propaganda para un partido político, para un producto.

L. P.: Ah, entonces, ¿no es poner los textos al servicio de una ideología?

H. A.: No, para mí es algo más místico, más religioso, como un movimiento de conciencia. Es decir, yo pienso que hay que concientizar a través de las ideas, pero no la propaganda.

L. P.: No, no... Pero entonces digamos poner los textos al servicio de una ideología.

H. A.: Sí, pero no un partido. Una de las cosas que caracterizó al Grupo de los Cien, desde el comienzo, en 85, un día vino Porfirio Muñoz Ledo que trabajaba con Cuauhtémoc Cárdenas para fundar el PRD16. Y me dijo: «¿Por qué no hacemos del Grupo de los Cien un partido político?». Yo le dije no, porque el Grupo de los Cien es un movimiento de la sociedad civil, no ambición al poder. Simplemente tenemos causas. Es lo que nos diferencia, son las causas. Por ejemplo, la causa es defender la tortuga marina, pero de una manera concreta.

L. P.: ¿Entonces considera que la literatura, o su literatura propia, puede ser al servicio de una causa?

H. A.: No tanto, más bien yo considero que son temas. Como los he vivido se han metido en mi obra. No es intencional, se han vuelto historias. Por ejemplo, estuve cinco años en la campaña de defensa de la ballena gris, con el santuario de la laguna San Ignacio. Y sólo cuando ganamos en el año 2000, marzo 2000, pude escribir un poema, El ojo de la ballena [Fondo de Cultura Económica, México, 2001]. Antes no podía. Escribía textos más o menos militantes, de defensa. Pero no podía yo escribir sobre la ballena. Era como si la inspiración de un poema fuera diferente de un texto que escribía como de ataque, de defensa, de argumentación. Por ejemplo, yo escribí como treinta artículos sobre la mariposa monarca, muy concretos, muy al grano. Pero poemas sobre la mariposa monarca he escrito dos. Y una novela, pero que es como una novela de formación, pero está metida con mi propia vida, porque vengo de esa región17. De otra manera es muy difícil.

L. P.: ¿No piensa usted que con esta obra claramente relacionada con la ecología no se sube al carro de las modas, que antes eran de izquierda, y hoy, claramente, son ecologistas?

H. A.: Para mí no ha sido una moda, más bien ha sido en contra. Por ejemplo, el grupo literario en México me ha atacado18. He tenido dos amas, una literaria, otra como ambientalista. A veces como ambientalista me habían mencionado en el New York Times, me veían en programas de televisión. La gente me conocía mucho. Entonces muchos colegas literarios me detestaban, me atacaban, me ninguneaban, por eso: «Es apocalipsista, es tremendista, está loco». Son como carreras paralelas. De hecho mi literatura sufrió mucho durante los tiempos de activismo ecológico, porque, cuando se publicaba un libro, la promoción de mi libro estaba descuidada. Entonces sufrió. El gobierno boicoteaba mis libros. No se me mencionaba como escritor ni como poeta, nadie. Entonces la represalia por mi activismo ecológico no venía por la ecología sino por mi literatura. Y muchas veces yo decía, citando ese verso de William Butler Yeats: «En los sueños comienzan las responsabilidades». «In dreams begin responsabilities».




Cada catástrofe tiene su parte de luz

L. P.: El final catastrófico de ¿En quién piensas cuando haces el amor? y La leyenda de los soles deja entrever una nueva era, la del Sexto Sol, el de la Naturaleza y la del Primer Sol, con los gigantes, ya que los personajes parecen empezar de nuevo la humanidad. ¿Se puede vincular esto con el sentido original de la palabra «apocalipsis»que es «revelación»?

H. A.: Ahí se mezclan mi interés por el apocalipsis de Juan de Patmos, de la tradición judeo-cristiana, que ha sido lo que pasó en Europa, casi por toda la Edad Media, y mi interés por el otro concepto en México, que es también el concepto de la destrucción de la era en la que estamos viviendo. En el mundo judeo-cristiano es la destrucción, el juicio final, pero también cuando el mal es vencido y Satanás es atado por mil años, viene el reino milenario. Pero la concepción mexicana es siempre más telúrica, más cósmica. Es como la construcción de mundos y la destrucción de mundos. Son eras solares. El día que nace un sol es el día de su muerte, son como una serpiente que se muerde la cola. Ha habido soles, estamos en el Quinto Sol que será destruido por terremotos. A mí me interesaba mucho, también desde un punto de vista realista, porque he crecido en una ciudad como ésta, y en un país donde hay terremotos. Cuando llegué por primera vez a la ciudad de México a vivir, pues un sábado en la noche hubo un terremoto, y yo no lo había experimentado, pero estaba en una casa de huéspedes, solo, como era la una de la mañana, por la ventana vi que el cielo se electrificó, se hizo todo blanco como eléctrico. A mí me impactó, y luego empieza el movimiento telúrico y todo. Me quedé viendo, así, fascinado, y el día siguiente supe que había en Acapulco, se habían caído hoteles, en la ciudad de México, se habían... Había pasado algo. Y el último que experimenté fue aquí, en 85, en esta casa. Yo no me levanté, estaba en la cama arriba, y empezó a temblar, y yo, casi sin miedo.

L. P.: ¿La catástrofe implica para usted una parte de luz y de esperanza?

H. A.: Sí, claro, hay mucha fe en mí, en el sentido de voluntad de vida. Creo en Dios, pero sin religión; creo en el bien y en el amor. Y en la vida. Y en la naturaleza, porque es parte del amor, de la bondad, de la vida. Todo está lleno de vida, de ser. Y ser es Dios, fuente de la vida, que está en todo, sin rostro, sin cuerpo.

L. P.: Pienso en el terremoto final de ¿En quién piensas cuando haces el amor? que pasa en un jardín, con rosas, donde la protagonista come una manzana al principio y al final. Y con los pájaros que empiezan a cantar al fin.

H. A.: Cuando era niño mi madre tenía pájaros, teníamos un pequeño jardín en el pueblo. Era despertado con los pájaros. La presencia de los pájaros era un nacimiento, era un nuevo día. Por eso también, en el libro, cuando empieza el terremoto y todo el final, todos los pájaros se pusieron a cantar.

L. P.: Es una resurrección también.

H. A.: Sí, es una resurrección.

L. P.: En esas distopías telúricas, lo que salva finalmente a los personajes son la naturaleza, la relación con la naturaleza, pero también el arte. ¿Cómo piensa que el arte puede salvar el mundo y la naturaleza?

H. A.: Para mí el arte es la espiritualidad. Por ejemplo, en Los perros del fin del mundo, al final aparece el árbol de la vida, que es un árbol que me fascina. Se llama la ceiba, crece mucho en Chiapas y Yucatán, son árboles del mundo maya. Son los árboles sagrados. Este árbol es prodigioso porque tiene sus raíces en el inframundo. Y crece sobre la tierra y sobre el cielo, el firmamento. Entonces tiene los tres niveles: del subterráneo -del inframundo-, de la superficie y del cielo. Y allí se ramifica. Tiene vida en todos sus niveles. El mito dice que si este árbol se corta, el firmamento -es el árbol que sostiene el cielo- el firmamento caerá sobre nosotros, o sea, será el fin del mundo. Crece en el mundo de la muerte este árbol, está dando vida, sale de estas profundidades hasta la superficie, hasta el cielo. Y es lleno de aves también. El mito del fin también es el mito de la vida. Es un árbol-madre. Y a mí me fascina porque es de allí de donde viene la resurrección, a través de la naturaleza también. La tierra está viva para mí, entonces el árbol es como una imagen de la tierra. De esas profundidades, nace la vida de nuevo.



Laurence Pagacz es doctoranda en literatura hispánica en la Université catholique de Louvain (Bélgica). Su tesis trata de la distopía y la carnavalización en la obra en prosa de Homero Aridjis.

Está preparando una traducción de El último Adán (1982).





 
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