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ArribaAbajoActo I

 

Salón muy lujoso. Puertas laterales y puertas al fondo. Es de día.

 

Escena I

 

DON CIPRIANO (MARQUÉS DE RETAMOSA DEL VALLE) y JOSEFINA (su hija). JOSEFINA es como se la ha descrito en el prólogo; el MARQUÉS tiene aires de gran personaje; vanidoso y vacío; su edad, unos cuarenta y cinco o cincuenta años. El MARQUÉS aparece sentado; está preocupado e inquieto. Su hija, en pie, muy nerviosa y como un gato.

 

JOSEFINA.-  ¿Qué tienes, papá? Estás inquieto; no me atiendes.

MARQUÉS.-  Hija, tengo muchas cosas en qué pensar y muy serias: la política, el periódico..., disgustos y cavilaciones.

JOSEFINA.-  Para un hombre superior como tú, ¿qué es todo eso?

MARQUÉS.-  Bueno, se puede ser superior y tomar muy a pecho cosas inferiores.

JOSEFINA.-  ¿Y no puedes atender a tu hija ni un momento?

MARQUÉS.-  Vamos, di lo que quieras; ya te oigo.

JOSEFINA.-  Que yo también tengo disgustos; que yo no puedo vivir así; que, como tú sabes, estoy muy delicada, que sufro mucho de los nervios y que entre todos me van a matar... Luego, mucho afligirse: «¡Pobre Josefina! ¡Pobre Josefina!...» ¡Pero Josefina ya se murió!

MARQUÉS.-  Antes moriré yo.

JOSEFINA.-  Eso sería lo regular... Es decir, lo sentiría mucho... Pero ya verás como no sucede.

MARQUÉS.-  Vamos a ver qué te pasa; dilo de una vez.

JOSEFINA.-  ¡Que Blanca tiene un carácter imposible! ¡Que se goza en hacerme daño! ¡Que es una ingrata!

MARQUÉS.-  Tú tienes la culpa. Tú te empeñaste en que los protegiese a ella y a su hermano, en que ella se quedase a vivir contigo. Él parece un buen chico: dócil, agradecido y respetuoso... Blanca..., no sé. Guapa, es muy guapa, no cabe duda.

JOSEFINA.-  ¡Eso es! Porque es guapa, o porque os figuráis que es guapa, ella ha de ser aquí la reina y yo la esclava.

MARQUÉS.-  ¡Pero Josefina!

JOSEFINA.-  Y yo no sé qué hermosura encontráis en Blanca. A mí me parece muy basta y muy ordinaria.

MARQUÉS.-  ¡Y qué! ¿Qué es lo que hace?

JOSEFINA.-  Contrariarme en todo. No servirme en nada. Basta que le mande una cosa para que no la haga y para que tome aires de princesa agraviada. ¿Pues qué se ha figurado que es en esta casa?

MARQUÉS.-  Mal hecho.

JOSEFINA.-  Ya lo creo. Mira, papaíto, es un picotear constante. Estoy dándole un encargo a Plácido, ese escribiente que has tomado hace poco...

MARQUÉS.-  Por recomendación de Blanca y de su hermano y por empeño tuyo.

JOSEFINA.-  ¿Mío?

MARQUÉS.-  Sí; te lo presentó Javier y quedaste encantada.

JOSEFINA.-  Porque es muy fino; ya se conoce que ha recibido una gran educación. ¡Y muy obsequioso, y muy servicial, y muy simpático!

MARQUÉS.-  Es verdad; el mejor de todos ellos, el más agradecido y el que sabe el puesto que debe ocupar.

JOSEFINA.-  Bueno; pero si de Plácido no me quejo. Me quejo de Blanca. Decía que estoy dándole un encargo a Plácido, y llega Blanca, siempre llega a punto, y para contrariarme le echa con cualquier pretexto; que le llamas tú o que hace falta... En fin, cualquier mentira.

MARQUÉS.-  Eso no me parece que tiene importancia. ¿Quieres concluir, hija? Que yo también tengo mis ocupaciones.

JOSEFINA.-  ¿Ves tú Tomás? El criado de confianza de la casa, que casi no es criado, es el que más me mima...; me mimó desde que tenía doce años. Pues desde que vino Blanca, me atiende menos; y eso que ella le trata con un despego...; es muy orgullosa.

MARQUÉS.-   (Con impaciencia.)  ¿Hay más?

JOSEFINA.-  Tú mismo, mi padre, el que debía protegerme, siempre le das la razón a esa mujer.

MARQUÉS.-   (Cada vez más impaciente.)  Pero ¿cuándo?

JOSEFINA.-  Ayer mismo. Yo escogí una tela para mi vestido de baile, Blanca me escogió otra, y tú, tú, ¡mi padre!, le diste a ella la razón. Todo para humillarme. Te lo digo muy seriamente. Que se quede aquí Blanca y mándame a un convento. O que me lleve Tomás a Retamosa. Blanca, en tu palacio; tu hija, en la aldea.

MARQUÉS.-  ¿Quieres dejarme en paz?

JOSEFINA.-  ¡Qué desdichada soy!

MARQUÉS.-   (Colérico.)  ¿Qué quieres que haga? ¿Que eche a Blanca? Ahora mismo.

JOSEFINA.-  ¡Eso, no! ¡De ningún modo! Sin ella me aburriría mortalmente.

MARQUÉS.-  ¿Pues qué?

JOSEFINA.-  Que la llames y delante de mí la riñas.

MARQUÉS.-  ¿Y me dejarás tranquilo?

JOSEFINA.-  Sí; pero has de reñirla fuerte, ¡hasta que llore!

MARQUÉS.-  Ahora, verás.  (Toca un timbre y aparece un CRIADO.)  Que venga al momento la señorita Blanca.  (Sale el CRIADO.) 

JOSEFINA.-  ¡Buen principio! ¡La señorita Blanca! Señorita... La llamas como pudieras llamarme a mí.

MARQUÉS.-   (Fuera de sí.)  ¿Qué quieres? ¿Que mande a los criados que la traigan arrastrando?

JOSEFINA.-  Con decir: «Que venga Blanca», era bastante. Cada cual en su sitio.

MARQUÉS.-  Si cada cual estuviera en su sitio, estarías en tu cuarto y me dejarías en paz. ¡Como si no tuviera yo en qué pensar! ¡Que criatura más insoportable!

JOSEFINA.-  ¡Ay Dios mío!... ¡Dios, mío, cómo me tratas! ¡Y por ella..., por ella!  (Rompe a llorar con rabieta de niña mal educada.) 



Escena II

 

MARQUÉS, JOSEFINA y BLANCA, por la derecha; TOMÁS, por el fondo.

 

BLANCA.-  ¿Qué tienes? ¿Qué tienes, Josefina?  (Acercándose cariñosa.) 

JOSEFINA.-  ¡Déjame!... ¡Aparta!

BLANCA.-   (Al MARQUÉS.)  Pero ¿está enojada conmigo?

MARQUÉS.-   (En tono severo.)  Blanca... Josefina está muy delicada, mejor dijera muy enferma, y es preciso que todos en esta casa procuren tener con ella aquellas consideraciones que su estado requiere.  (Va tomando tono de discurso.) 

BLANCA.-  Yo procuro...

MARQUÉS.-   (Siempre discurseando.)  No basta procurar. Cuando la voluntad es recta y el deseo es sincero, se consigue aun sin procurarlo. Y usted, más que persona alguna, tiene esta sagrada obligación, ya que no por recuerdos de la infancia que debieran bastar, por deudas bien recientes de gratitud, que en pechos bien nacidos ni se borran ni palidecen nunca.

BLANCA.-  Señor marqués, no creo haber merecido esas frases..., que me parecen duras, muy duras.

MARQUÉS.-  Pues usted es mujer de buen sentido, nada agregaré a lo dicho.

JOSEFINA.-   (Aparte.)  ¡Pues ni por ésas llora! ¡Tiene un carácter!

MARQUÉS.-   (A BLANCA.)  Puede usted retirarse. Llévese usted a Josefina; asuntos graves reclaman mi atención.  (BLANCA quiere hablar.)  Basta.

JOSEFINA.-  Me siento muy mala, muy mala. ¡Qué opresión! ¡Qué desvanecimiento!

BLANCA.-  Josefina...

JOSEFINA.-  No... Tú, de ningún modo; me dejarías caer. Que venga Tomás.

MARQUÉS.-  Que venga.  (Toca un timbre.)  Que venga Tomás.

 (Aparte.)  Y con él una legión de diablos.  (JOSEFINA hace monadas de niña enferma. BLANCA, inmóvil.) 

TOMÁS.-   (Es un hombre de poco más de cuarenta años. Fino y correcto, pero con un fondo de insolencia, viste entre señor y CRIADO. Al MARQUÉS.)  ¿Llamaba usted?

MARQUÉS.-  Ayude usted a la señorita a ir a su cuarto. No está buena.

TOMÁS.-  Sí, señor.  (Sostiene a JOSEFINA y la ayuda a salir.)  ¿Qué tiene la niña? ¿Está enferma?

JOSEFINA.-  Muy enferma.  (Salen JOSEFINA y TOMÁS.) 

BLANCA.-  Señor marqués, yo no soy ingrata. Yo agradezco en el alma todas las bondades de usted. Lo que hace por mi hermano, lo que hace por mí; pero comprendo que no soy simpática a Josefina y yo no puedo seguir en esta casa.

MARQUÉS.-  ¿Marcharse? De ningún modo; no lo permito. ¿Quién sufre entonces a mi hija?

BLANCA.-  Yo no tengo esa obligación.

MARQUÉS.-  La tiene usted. ¡Pues no faltaba más! Si usted se marcha, que Javier no cuente nunca conmigo.

BLANCA.-  Señor marqués...

MARQUÉS.-  Yo soy severo, a la par que bondadoso. Y cuando el marqués dice una cosa, el marqués cumple consigo mismo sosteniéndola. Sírvase usted retirarse.

BLANCA.-  Permítame usted...

TOMÁS.-   (En la puerta.)  Dice la señorita Josefina que vaya Blanca.  (Da unos pasos hacia BLANCA.)  Que vaya usted.

MARQUÉS.-  Vaya usted.

BLANCA.-   (Dobla la cabeza con desaliento.)  Obedezco al padre y a la hija.  (Va a salir delante de TOMÁS, pero éste se anticipa y sale sin hacer caso a BLANCA.)  Todo sea por mi hermano.  (Sale.) 



Escena III

 

MARQUÉS; después, DON ROMUALDO.

 

MARQUÉS.-  Gracias a Dios que me dejan solo. Buen día me han dado entre todos. En seguida me quedo yo en esta casa solo con Josefina. ¡Como su madre..., que en paz descanse!

CRIADO.-  Don Romualdo Pedrosa.

MARQUÉS.-  Que pase, que pase.  (El CRIADO sale.)  Ese me alegro que venga; es buen amigo y de buen consejo.  (Entra DON ROMUALDO.)  Querido Romualdo. ¡Cuánto tiempo por esos mundos de Dios!

DON ROMUALDO.-  Querido marqués... Te encuentro nervioso.

MARQUÉS.-  Me encuentras loco. Yo sostengo siempre en mis discursos que la religión, la propiedad y la familia son los tres fundamentos de la sociedad... De la religión no hablemos. La propiedad es cimiento muy sólido.

DON ROMUALDO.-  Sobre todo la tuya.

MARQUÉS.-  Pero respecto a la familia, ya es otra cosa. Yo no tengo más que una hija... y no puedo vivir. Hombre, ¿quieres casarte con ella?... Perdona, no recordaba que eres casado. Es lástima; le doy toda la legítima de su madre...

DON ROMUALDO.-  Pues no le faltarán novios. ¿Y ése era el motivo?...

MARQUÉS.-  No; el motivo principal del estado en que me encuentras es otro. Ya sabes cuál.

DON ROMUALDO.-  Supongo que será el artículo que publicó contra ti el periódico El Batallador.

MARQUÉS.-  Justamente. Ese asunto se complica y ha de darme muchos disgustos; ya me los da.

DON ROMUALDO.-  El artículo era fuerte.

MARQUÉS.-  ¡Era horrible! ¡Era infame! A un hombre como yo no se le trata así. Dice que soy un farsante, un imbécil.

DON ROMUALDO.-  ¿Y tú crees que eso produce efecto en Madrid?

MARQUÉS.-  Ya sé que no. Todo el mundo me conoce. Pero me ataca en mi honra, mancha el origen de mi fortuna, ¡como si fuera un crimen ser rico! Señor, si el que gana un duro es honrado, el que gana cincuenta mil duros debe ser cincuenta mil veces más honrado, o yo no sé aritmética.

DON ROMUALDO.-  ¡Indiscutible!

MARQUÉS.-  Pero, es que no respetan ni mi hogar doméstico, ni mi familia.

DON ROMUALDO.-   (Riendo.)  Antes no lo respetabas mucho.

MARQUÉS.-  Esos eran desahogos del hogar doméstico.

DON ROMUALDO.-  ¿Y qué vas a hacer?

MARQUÉS.-  Yo creí desde el primer momento que la cuestión era muy grave. ¡Que ciertos insultos no se borran más que con sangre!

DON ROMUALDO.-   (Dándole la mano.)  ¡Muy bien! Eso creen todos tus amigos; el partido en masa.

MARQUÉS.-  Y se lo dije al director del periódico. ¡Usted tiene que batirse! ¡Así, con energía! ¡Con mucha energía!

DON ROMUALDO.-  ¿Y qué te dijo?

MARQUÉS.-  Que estaba dispuesto. Pero luego, los redactores y algunos de mis amigos, ¡buenos amigos!, argumentaron que el ataque no era al periódico, ni al director, ni a la redacción; que era un ataque directo y personal contra mí. Y que yo era el que debía provocar el lance.

DON ROMUALDO.-  Ya. Y tú...

MARQUÉS.-  Yo..., ya me conoces. Soy un hombre de corazón; sé afrontar los peligros..., pero no estoy solo en el mundo; ¿y mi familia?, ¿y mi hija?, ¿y la hija de mi alma? ¡Si sabe que voy a ese duelo se muere! ¡Y yo por nada en este mundo, ni por la honra, me resigno a ser parricida!

DON ROMUALDO.-  Es verdad. Pero ¿cómo te explicas tú ese artículo?

MARQUÉS.-  No sé. Si no conozco al autor, y eso que firma con todas sus letras: Claudio Maltraña. Dicen que es de Retamosa del Valle.

DON ROMUALDO.-  Entonces son odios de localidad.

MARQUÉS.-  Pero si yo no recuerdo haberle ofendido nunca.

DON ROMUALDO.-  ¿Y no hay más?

MARQUÉS.-  Hay otra complicación gravísima. ¿No has leído mi periódico?

DON ROMUALDO.-  Sabes que he estado fuera dos meses: hay que cuidar los distritos.

MARQUÉS.-  Bueno, pues oye. Se recibió en el periódico un artículo anónimo, de uno de mis admiradores, sin duda alguna, contestando al artículo de El Batallador. ¡Un artículo admirable! ¡Qué estilo, qué energía, qué lógica y, sobre todo, qué manera tan noble de hacerme justicia! Claro..., se publicó. Y ahora resulta que ese señor don Claudio se da por ofendido, porque dice que en el artículo se le insulta: ¡la verdad es que se le pulveriza! Y la emprende conmigo, asegurando que yo soy el autor del artículo... Algo hay en él de mi estilo vigoroso y correcto, es cierto; pero no es mío, te aseguro que no es mío.

DON ROMUALDO.-  Entonces...

MARQUÉS.-  ¡El otro no se da por satisfecho; que le diga el nombre del autor o que responda yo en el terreno! Nada, que todo el mundo se ha empeñado en que he de batirme. ¿Comprendes tú esto?

DON ROMUALDO.-  ¡Qué demonio! El caso para ti es muy apurado.

MARQUÉS.-  ¡Si es apurado!... Estoy esperando sus padrinos y tengo que nombrar los míos... ¿Cuento contigo?

DON ROMUALDO.-  Como siempre.

MARQUÉS.-  He avisado también a don Anselmo Ventosa, el primer crítico literario de mi periódico; diputado, hombre de mucha respetabilidad y de mucho aplomo.

DON ROMUALDO.-  Buena elección.

MARQUÉS.-  Pues a vosotros me encomiendo. ¡La honra sobre todo..., pero sin que la dignidad degenere en provocación..., ni el valor en temeridad. Soy un hombre serio, no soy matón de oficio.  (Se ve que tiene mucho miedo.) 

DON ROMUALDO.-  ¡Pierde cuidado! Sobre todo, tu honor; tú lo has dicho.

MARQUÉS.-  Justo; pero sin exageraciones impropias de mi carácter.

DON ROMUALDO.-  Te conozco bien.

MARQUÉS.-  Espera..., alguien ha entrado en mi despacho.  (Se va a la puerta.)  Son ellos..., deben de ser ellos.  (Vuelve y vacila; se apoya en una butaca.) 

DON ROMUALDO.-   (Acudiendo a él.)  ¿Qué tienes?

MARQUÉS.-   (Fingiendo fiereza.)  Nada..., he tropezado...; el coraje que me domina..., y estoy un poco nervioso. A veces no puedo contenerme.



Escena IV

 

MARQUÉS, DON ROMUALDO y PLÁCIDO, que trae un libro en la mano, con un dedo entre las hojas, como para no perder el sitio en que leía.

 

PLÁCIDO.-  Señor marqués...  (Se inclina respetuosamente ante DON ROMUALDO.) 

MARQUÉS.-  ¿Qué ocurre, Plácido?

PLÁCIDO.-   (Siempre muy humilde.)  Dos señores que esperan en el despacho; desean hablar con usted.

MARQUÉS.-  ¿Los conoce usted?

PLÁCIDO.-  No, señor.

MARQUÉS.-  ¿Ni sabe usted a qué vienen?

PLÁCIDO.-  Yo creo..., digo, me figuro..., que son los padrinos de ese miserable, ¡de ese villano!..., ¡de ese Claudio!... Perdone usted, pero a pesar mío me exalto.

MARQUÉS.-  Exáltese usted, Plácido; es una prueba de su cariño.

PLÁCIDO.-  Sí, señor; de mi cariño, de mi gratitud, de mi adhesión, señor marqués.

MARQUÉS.-  ¡Gracias, gracias! Sé lo que usted vale.  (Aparte, a DON ROMUALDO.)  Es un escribiente que he tomado hace dos meses; es de Retamosa..., es hombre leal.  (Alto.)  Oiga usted, Plácido.

PLÁCIDO.-   (Con solicitud.)  Señor marqués...

MARQUÉS.-  Dicen que ese Claudio es de Retamosa.

PLÁCIDO.-  Sí, señor.

MARQUÉS.-  ¿Es amigo de usted?

PLÁCIDO.-  ¡Ay!, no, señor.

MARQUÉS.-  Pero ¿usted le conoce?

PLÁCIDO.-   (Con profundo desprecio.)  Como se conoce a la gente... a quien se conoce y nada más.

MARQUÉS.-  ¿Qué clase de persona es?

PLÁCIDO.-  ¡Un malvado! ¡Un hombre peligrosísimo! ¡Una fiera!

MARQUÉS.-   (Acongojado.)  ¿Una fie...?

PLÁCIDO.-  ¡Sí, señor marqués! ¡Una fiera! Todos sus compañeros no le llaman Maltraña, sino «mala entraña». Es capaz de cualquier crimen.

MARQUÉS.-   (Sin poderse contener de puro miedo.)  Cri...

PLÁCIDO.-  Crimen.

MARQUÉS.-  Pero ¿un criminal sin valor?

PLÁCIDO.-  Es lo único que en justicia debe reconocérsele: un valor salvaje.

MARQUÉS.-  ¡Salvaje!

DON ROMUALDO.-  Malas noticias.

PLÁCIDO.-  Pero su valor no tiene mérito: maneja todas las armas admirablemente. ¿Qué mérito hay en esto?...; un asesino. Lo diré en voz muy alta, ¡un asesino! Perdone usted, señor marqués.

MARQUÉS.-  Y con un asesino, un hombre que se estima en algo..., dígalo, dígame en conciencia..., ¿puedo batirme?

DON ROMUALDO.-  ¿Está descalificado?

PLÁCIDO.-  Por desgracia no lo está. ¡Ah!..., él guarda todas las apariencias... A los tres o cuatro que ha matado en duelo, los ha matado con todas las reglas del código del honor.

MARQUÉS.-  ¿Tres o...?

PLÁCIDO.-  No sé si han sido tres o si han sido cuatro.  (Como contando.)  El de Cuba..., el de Barcelona..., el francés... y el maestro de armas... Sí; han sido cuatro.

MARQUÉS.-   (A DON ROMUALDO.)  ¿Estás oyendo?

DON ROMUALDO.-  Es un lance muy desagradable.

MARQUÉS.-  ¿Desagradable?... ¡Trágico!

PLÁCIDO.-  ¡Ay!

MARQUÉS.-  ¿Y mi hija?

PLÁCIDO.-  ¡Pobre señorita!

MARQUÉS.-  ¿Cómo le digo yo a mi hija: «Me ha matado ese hombre»?...  (Aturdido del todo.)  Es decir..., ¿cómo le dicen: «¡Han matado a tu padre!»?

PLÁCIDO.-  Señor marqué,..., yo soy un hombre agradecido... Yo le debo a usted el pan que como... ¡Señor marqués..., no se bata usted con Claudio!  (Casi llorando le tiende los brazos.) 

MARQUÉS.-   (Le abraza ligeramente.)  ¡Pobre Plácido!

PLÁCIDO.-  Pero ¿puede nadie dudar del valor de usted? Yo he oído contar cosas...

MARQUÉS.-  ¿Ha oído usted contar?  (Con vanidad satisfecha.)  No recuerdo...  (Con fingida modestia y sin poder recordar sus heroicidades.)  No hablemos de eso; cosas de la juventud.  (Aparte.)  Pues no sé a qué podrá referirse.

DON ROMUALDO.-  De todas maneras, tú no puedes quedar en ridículo.

MARQUÉS.-  ¡Eso no!... Voy a ver a esos señores..., y después..., vosotros sabréis lo que vais a hacer conmigo.  (Se dirige a la puerta con dignidad, pero vacilando un poco. A DON ROMUALDO.)  Cuando sea preciso, ya te avisaré. Plácido...

PLÁCIDO.-  ¿Señor marqués?

MARQUÉS.-  Haga usted compañía a don Romualdo y déle antecedentes sobre ese señor Claudio.

PLÁCIDO.-  Sí, señor.

MARQUÉS.-  Vamos a ver qué pretenden esos señores.  (Aparte.)   En buena, en buena me han metido. ¡Ay Dios mío, cuándo acabará esto!  (Sale.) 



Escena V

 

PLÁCIDO y DON ROMUALDO.

 

DON ROMUALDO.-  Mal lance es el de mi amigo.

PLÁCIDO.-  Muy malo.

DON ROMUALDO.-  Ese es el mundo y ésa es la vida pública.

PLÁCIDO.-  Por eso a mí, en mi modesta esfera, me gusta más el estudio.

DON ROMUALDO.-  Sí, ya lo veo a usted con un libro. Parece que no quiere usted desprenderse de él.

PLÁCIDO.-   (Apretándolo contra su pecho.)  ¡Ah! ¡Nunca!

DON ROMUALDO.-  ¿Es de literatura?

PLÁCIDO.-  No, señor. De sociología.

DON ROMUALDO.-  Usted permite.

PLÁCIDO.-   (Le enseña la portada.)  Con mucho gusto. «Estudios sociológicos; la sociología moderna.»

DON ROMUALDO.-  Ya.  (Aparte.)  Mi libro.  (Alto.)   ¿Y quién es el autor?

PLÁCIDO.-  No sé. Dice: «Por un aficionado.» ¡Sí, sí, aficionado! ¡Vaya un aficionado! ¡Un maestro, un gran maestro!

DON ROMUALDO.-  ¿Y cómo vino a caer en las manos de usted?

PLÁCIDO.-  Por casualidad; revolviendo en la librería del marqués, ¡que es magnífica!, di con este libro. Empecé a leerlo, y a la primera página, me sentí empoigné; nada, que el libro hizo presa en mi cerebro.

DON ROMUALDO.-  ¿Tan bueno es?  (Siempre la vanidad satisfecha.) 

PLÁCIDO.-  Pero ¿usted no lo conoce?

DON ROMUALDO.-  No, señor. Los hombres políticos no tenemos tiempo para leer.

PLÁCIDO.-  ¡Qué lástima  (Aparte.)  ¡Ay hipócrita! No lo conoces y el libro es tuyo.  (Alto.)  Para ustedes los políticos este libro debiera ser el evangelio.

DON ROMUALDO.-   (Satisfecho.)  ¿Nada menos?

PLÁCIDO.-  Nada menos. ¡Una obra maestra! ¡Sólo un genio puede escribir un libro como éste! Yo he leído mucho, es mi afición. Pues no hay más que dos libros que yo haya leído tres y cuatro y cinco veces: el «Quijote», y ese libro que parece tan modesto y que está escrito ¡por un aficionado! ¡Cuánto daría yo por conocer al autor!

DON ROMUALDO.-  Esas son exageraciones de la juventud.

PLÁCIDO.-   (Con fingida sequedad.)  Si usted no lo conoce, no puede juzgarlo. Perdone usted..., y permita que me retire.

DON ROMUALDO.-  No se retire usted, Plácido, y venga esa mano. Quise saber su opinión libre e imparcial sobre esa obra. Sépalo usted de una vez: el autor soy yo.

PLÁCIDO.-  ¡Usted!... ¡Cómo sospechar!... ¡Si lo hubiese sabido!...

DON ROMUALDO.-  No me hubiese usted hablado con tanta franqueza, ¿verdad?

PLÁCIDO.-  Verdaderamente, estoy confuso.

DON ROMUALDO.-  Tenía usted un protector, el marqués. Tiene usted otro, yo.  (Vuelve a darle la mano. PLÁCIDO finge confusión, gratitud y humildad.) 

PLÁCIDO.-  ¡Don Romualdo!...

DON ROMUALDO.-  Vamos a ver: ¿cuáles son los proyectos de usted?

PLÁCIDO.-  No sé..., trabajar.

DON ROMUALDO.-  Pero trabajar, ¿con qué objeto? Será para conseguir algo: fama, posición, riqueza.

PLÁCIDO.-  No tengo ambiciones.

DON ROMUALDO.-  ¿Le gustaría a usted entrar en la redacción de un periódico? La prensa es un arma poderosa.

PLÁCIDO.-  Bueno..., si mis protectores me lo aconsejan.

DON ROMUALDO.-  Y podrá usted, por ejemplo..., escribir un artículo sobre mi libro.

PLÁCIDO.-  ¡Ay!..., ¡sí!..., ¡qué idea!... ¡Eso sí!... i Eso sí!.... ¡mi ideal, mi ilusión, don Romualdo!

DON ROMUALDO.-  Pues ya realizó usted su ilusión. Yo tengo mucha influencia..., soy uno de los primeros accionistas en uno de los principales periódicos de Madrid. Cuente usted que ya está en él escribiendo... lo que usted quiera.

PLÁCIDO.-  Don Romualdo..., yo no se cómo expresar a usted mi gratitud.

DON ROMUALDO.-  ¿Y nada más?

PLÁCIDO.-  ¿A qué más puedo aspirar yo?

DON ROMUALDO.-  ¿No le llama a usted la política?

PLÁCIDO.-  Con usted y a sus órdenes...  (Con energía.)  Entendámonos, ¡para realizar todo lo que dice ese libro de sociología!

DON ROMUALDO.-   (Riendo.)  Por descontado. ¿Y usted no ha escrito nada? Versos o dramas..., cualquier cosa.

PLÁCIDO.-  Sí, señor...; pero a usted me da vergüenza decírselo; he escrito una comedia..., que han aceptado en un teatro por recomendación del marqués, y que se estrena mañana. Nada..., una tontería.

DON ROMUALDO.-  No será tontería. De todas maneras, usted escribe la crítica, se le pone cualquier firma y se publica en el periódico.

PLÁCIDO.-  ¿Yo mismo escribir la crítica de mi comedia? ¡Por Dios, don Romualdo!... Perdone usted, pero es imposible.

DON ROMUALDO.-  ¡Qué tendría de particular! ¡No sea usted puritano! Así no conseguirá usted nunca cosa que valga la pena.

PLÁCIDO.-  No puedo..., no puedo.

DON ROMUALDO.-  Bueno, respetemos al joven Catón. Le mandaré a usted nuestro crítico, con orden de que quede usted complacido.

PLÁCIDO.-  Eso..., si usted se empeña..., ya es otra cosa.

CRIADO.-  Señor don Romualdo, el señor marqués le ruega que pase a su despacho.

DON ROMUALDO.-  Allá voy. A trabajar, Plácido, que entre todos le haremos a usted subir.

PLÁCIDO.-  No soy adulador..., no encuentro palabras...

DON ROMUALDO.-  No hacen falta.  (Sale mirando a PLÁCIDO. Aparte.)  ¡Tiene mucho talento! ¡Vaya un artículo que escribirá sobre mi libro!



Escena VI

 

PLÁCIDO; después, un CRIADO; después, TOMÁS.

 

PLÁCIDO.-  Estoy rendido. La tarea hoy es muy fuerte.  (Dando un golpe con el libro sobre la mesa.)  ¡Ah libro estúpido, no te puedes quejar de mí!  (Toca el timbre y sale un CRIADO.)  Diga usted a Tomás que haga el favor de venir un momento. Se lo ruego.  (Sale el CRIADO.)  A ese grosero de Tomás también hay que tratarle con dulzura, casi con mimo. Es el preferido de Josefina, tiene sobre ella mucho dominio y no conviene que ni a ella ni al marqués les hable mal de mí. Hay que seguir «arrastrándose» Hasta ahora no me puedo quejar. Hola, Tomás.

TOMÁS.-  ¿Qué quería usted, Plácido?

PLÁCIDO.-  Pues quería que usted hiciera que viniese aquí, con sigilo..., sin que nadie se enterase, la señorita Josefina.

TOMÁS.-   (Con autoridad.)  ¡Hola, hola! ¿Y para qué?

PLÁCIDO.-  Tengo que hablar con ella de un asunto importante.

TOMÁS.-   (Con grosería.)  ¿Y qué asunto es ése?

PLÁCIDO.-   (Aparte.)  De buena gana te rompería el espinazo a palos.  (Alto.)  Para usted no tengo secretos.

TOMÁS.-  Es que si no, la señorita no viene.

PLÁCIDO.-  Ya lo sé..., y por eso acudo a usted.

TOMÁS.-  Bueno, pues vaya usted diciendo.

PLÁCIDO.-  Es para decirle que su padre está en un grave peligro. Que es preciso que a todo trance impida que se bata.

TOMÁS.-  ¡Ca! No tema usted; el marqués no se bate.

PLÁCIDO.-  Quien sabe... De todas maneras, yo cumplo «un deber de conciencia». Siento causar ese disgusto a la señorita Josefina... y que le dé algo.

TOMÁS.-  No le da nada.

PLÁCIDO.-  Pues haga usted el favor... de hacer que venga.

TOMÁS.-  Vendrá..., porque si no... De todas maneras ha de ponerse furiosa. ¡Ah! Un consejo. Procure usted no caracolear mucho alrededor de la señorita Josefina.

PLÁCIDO.-  ¡Qué bromista es usted, Tomás.

TOMÁS.-  Pues por si acaso.  (Vase.) 



Escena VII

 

PLÁCIDO; después, JOSEFINA.

 

PLÁCIDO.-  Como yo pueda, ya me pagarás tu grosería. ¡Tú no sabes, imbécil, que la baba del que se arrastra alguna vez es veneno! Hay que apresurar la subida, ¡porque la sangre me va subiendo también muy aprisa!  (Cambiando de tono y con dulzura.)  ¡Josefina!

JOSEFINA.-  Dice Tomás que deseaba usted hablarme.

PLÁCIDO.-  Es cierto. Pero no sé cómo empezar.

JOSEFINA.-  Pues entre tanto dígame usted algo agradable.

PLÁCIDO.-  ¡Qué más quisiera yo que decir cosas agradables a Josefina! Ayúdeme usted.

JOSEFINA.-  ¿Cómo me encuentra usted hoy?

PLÁCIDO.-  ¿Lo digo?. ¿No se enfadará usted?

JOSEFINA.-  No me enfadaré.

PLÁCIDO.-  Encantadora.  (Aparte.)  Está más fea que de costumbre.

JOSEFINA.-   (Con coquetería mimosa.)  Atrevido.

PLÁCIDO.-  Usted dijo...

JOSEFINA.-  Yo quería decir que cómo me encontraba usted de salud. Qué aspecto tenía... Blanca asegura que estoy muy pálida.

PLÁCIDO.-  La palidez de la azucena.

JOSEFINA.-  Gracias. ¿De modo que Blanca no tiene razón al afirmar que mi color es enfermizo?

PLÁCIDO.-  ¿Qué entiende Blanca de estas cosas?

JOSEFINA.-  Y Blanca, ¿no es muy bonita?

PLÁCIDO.-  Belleza lugareña.

JOSEFINA.-  ¿Y yo?

PLÁCIDO.-  Belleza refinada y artística.

JOSEFINA.-  ¡Qué le voy a creer!

PLÁCIDO.-  Haría usted mal en no creerme, porque yo hablo siempre con el corazón.

JOSEFINA.-  Pero el corazón de usted no le pertenece.

PLÁCIDO.-  Acaso acierta usted.

JOSEFINA.-  Es de Blanca.

PLÁCIDO.-  No..., la quiero... como a una hermana.

JOSEFINA.-  Otro gallo le cantara a usted si en vez de haberse enamorado de Blanca hubiera usted puesto sus amores en persona más digna de usted.

PLÁCIDO.-  ¿Y si yo no fuera digno de esa persona?

JOSEFINA.-  ¡Qué modesto!

PLÁCIDO.-  ¡Qué cruel!

JOSEFINA.-   (Riendo.)  ¿Por qué?

PLÁCIDO.-  Si se ríe usted de ese modo, no puedo decirlo.

JOSEFINA.-  ¿No sabe usted de qué me río?

PLÁCIDO.-  No lo sé.

JOSEFINA.-  Pues me río pensando en la cara que pondría Tomás si nos oyese.

PLÁCIDO.-   (Muy serio.)  Es verdad; todavía no he dicho lo que tenía que decir.

JOSEFINA.-  ¿Es cosa grave?

PLÁCIDO.-  ¡Muy grave! En breves palabras, porque pueden interrumpir esta conferencia. Su padre quiere batirse.

JOSEFINA.-  ¿Mi padre?

PLÁCIDO.-  Sí, Josefina; con un hombre peligrosísimo.

JOSEFINA.-  ¡Ay Dios mío! ¿Y pueden matarle?

PLÁCIDO.-  Es casi seguro.

JOSEFINA.-  No..., eso no...; ¡qué pena y qué trastorno en la casa!

PLÁCIDO.-  Pues no diga usted que yo le he dado el aviso; pero evítelo usted a todo trance.

JOSEFINA.-  ¿Pero cómo?

PLÁCIDO.-  No sé..., angustiándose, rogando..., y luego, las lágrimas...; un desmayo..., en fin, como usted pueda.

JOSEFINA.-  Sí que lloraré... ¡Ay Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡Qué pena tan grande me ha dado. usted!  (BLANCA ha salido; se detiene en la puerta y se oye las últimas palabras de JOSEFINA. Se adelanta con ímpetu.) 



Escena VIII

 

JOSEFINA, PLÁCIDO y BLANCA.

 

BLANCA.-  Josefina, ¿por qué lloras?

JOSEFINA.-  Por nada.

BLANCA.-  Plácido, ¿por qué has hecho..., por qué ha hecho usted llorar a Josefina?

JOSEFINA.-  ¿Y tú por qué vienes sin que nadie te llame? Plácido y yo teníamos que hablar en secreto.

BLANCA.-   (A PLÁCIDO.)  ¿Es verdad?

PLÁCIDO.-  Es verdad.

JOSEFINA.-  ¿Eres tú mi madre, o mi hermana, o la novia de Plácido?

BLANCA.-   (Con tristeza.)  No lo soy.

JOSEFINA.-  Entonces, déjanos en paz con tu vigilancia ridícula.

BLANCA.-  Perdona, Josefina. Perdone usted, Plácido.

JOSEFINA.-  ¿Vas a llorar tú también?

BLANCA.-   (Con energía orgullosa.)  No; yo no lloro.

PLÁCIDO.-  Ni habría motivo.

BLANCA.-  Los dejo a ustedes.

PLÁCIDO.-  No, Blanca, puede usted quedarse..., si Josefina lo permite.

JOSEFINA.-  Lo que habíamos de hablar ya lo hemos hablado. Puedes quedarte. Es usted muy bueno y muy cariñoso. Este rasgo de usted no lo olvidaré nunca.  (BLANCA vacila, se va, vuelve, quiere irse, quiere quedarse. Todo esto se encomienda al talento de la actriz.)  Puedes quedarte. Lo que nos queda por decir puedes oírlo. Es usted  (A PLÁCIDO.)  una de las personas a quienes más quiero. Mi padre, Tomás y usted son mis predilectos.  (BLANCA rompe a reír nerviosamente.) 

BLANCA.-  Puede usted estar orgulloso, Plácido. ¡Ja, ja, ja!

PLÁCIDO.-  Lo estoy. ¡El afecto de Josefina no tiene precio para mí.

BLANCA.-   (Pasa riendo delante de PLÁCIDO y le dice en voz baja.)  ¡Sí tiene precio!



Escena IX

 

BLANCA, JOSEFINA, PLÁCIDO, un CRIADO; después, DON ANSELMO VENTOSA.

 

CRIADO.-  Don Anselmo.

DON ANSELMO.-  A los pies de usted, Josefina... Blanca... Amigo Plácido.  (Se saludan.) 

JOSEFINA.-  Muy bonitos, muy bonitos los versos que me ha escrito usted en el álbum. Venga usted, venga usted a sentarse a mi lado.

DON ANSELMO.-  Es usted muy amable, Josefina.

JOSEFINA.-  No con todo el mundo; con usted, sí.

DON ANSELMO.-  Tanto más agradecido.

BLANCA.-   (En voz baja, a PLÁCIDO.)  Tienes la cara muy sombría, Plácido. Te olvidas de tu papel. Mira que es uno de los primeros críticos de la corte y que ha de juzgar tu comedia.

PLÁCIDO.-  Es verdad.

JOSEFINA.-   (Que no ve con gusto que PLÁCIDO y BLANCA hablen en voz baja, los interrumpe.)  Plácido, venga usted aquí. Estoy hablando a don Anselmo de la comedia de usted.

PLÁCIDO.-  ¡No merezco tanto! Ocuparse de Plácido la más bella de Madrid y el primer literato de España.

DON ANSELMO.-  Lo primero, sí. Lo segundo, no.

JOSEFINA.-  Lo primero, no. Lo segundo, sí.

BLANCA.-   (Aparte.)  Lo primero, no. Lo segundo, no.

PLÁCIDO.-  Si no fuera atrevimiento excesivo, yo le rogaría a usted que viese un ensayo de mi obra.

DON ANSELMO.-  Ya lo he visto, y tengo escrita la crítica. Me gusta alentar a la juventud, y además se interesan por usted Josefina y el marqués... y supongo que Blanca también.

BLANCA.-  Es paisano.

DON ANSELMO.-  Es natural.

PLÁCIDO.-   (Con fingida efusión.)  Mil gracias, don Anselmo.

JOSEFINA.-  No tan aprisa; antes de darle las gracias hay que saber cómo le trata a usted. Yo soy muy positiva.

DON ANSELMO.-  Plácido es muy simpático, muy modesto; no le falta ingenio; yo creo que hará algo bueno con el tiempo.

BLANCA.-   (Con ansiedad.)  Pero la comedia..., ¿qué le parece a usted?

DON ANSELMO.-  Es discreta..., y tiene algo..., tiene algo...

JOSEFINA.-  Vamos, mediana.

DON ANSELMO.-  No se puede juzgar de ese modo, Josefina. Además, una obra que usted recomienda, para mí es admirable.

JOSEFINA.-  ¿Lo dice usted así?

BLANCA.-  ¿Dice usted que es admirable?

DON ANSELMO.-  No digo tanto... porque hay que mostrar cierta imparcialidad. De lo contrario, el elogio resulta sospechoso.

JOSEFINA.-  Estoy segura de que el artículo no es como yo quisiera.

DON ANSELMO.-  Pues usted lo modifica.

JOSEFINA.-  ¿Me autoriza usted?

DON ANSELMO.-  Plenamente autorizada.

PLÁCIDO.-  ¡Perdóneme usted, maestro! Soy joven, tengo ilusiones; acaso de usted dependa mi porvenir. ¿Ha de negarme usted su protección? ¡Le cuesta a usted tan poco hacer de mí un hombre!

DON ANSELMO.-  Le comprendo a usted, y simpatizo con usted..., y Josefina lo manda.

JOSEFINA.-  Claro.

DON ANSELMO.-  Dispense usted, Josefina. El marqués me mandó venir y todavía no le he avisado que estoy aquí. ¿Quiere usted tocar el timbre, Plácido, y usted dispense?

PLÁCIDO.-  Usted echa las campanas a vuelo por mí; yo toco el timbre por usted.  (Toca el timbre.) 

DON ANSELMO.-   (A un CRIADO que se presenta.)  Avise usted al señor marqués que estoy a sus órdenes.

JOSEFINA.-   (Aparte, a PLÁCIDO.)  ¿Vendrá para lo que usted me dijo?

PLÁCIDO.-  Seguramente.

JOSEFINA.-  Pues yo le sigo. Entro en el gabinete; los oigo..., y ya verá usted cómo no hay duelo.

PLÁCIDO.-   (Fingiendo interés.)  Sí, por Dios, Josefina.

CRIADO.-  El señor marqués le espera a usted.

DON ANSELMO.-  Voy en seguida. Con el permiso de ustedes.

JOSEFINA.-  Yo le acompaño a usted hasta el despacho de mi padre.

DON ANSELMO.-  Tanto honor...

JOSEFINA.-  Blanca, espérame en mi cuarto.  (Salen DON ANSELMO y JOSEFINA. BLANCA hace un movimiento de enojo que no puede reprimir.) 



Escena X

 

BLANCA y PLÁCIDO.

 

BLANCA.-  ¿Lo has oído? Para ella soy menos que una criada.

PLÁCIDO.-  Y yo para todos soy casi un lacayo. ¡Qué importa! Hay que sufrir, hay que esperar; ya llegará el desquite.

BLANCA.-  Cuando llegue el desquite, ¿qué seremos los dos? ¡Seres abyectos, escarnecidos, pisoteados!... ¿Hay algo en el mundo que compense estas humillaciones? ¡Humillada por ella..., por ella!... ¡Sólo es amable contigo!... ¡Yo creo que tú te resignas gustoso!

PLÁCIDO.-  ¡Por Dios, Blanca!

BLANCA.-  ¿Tú me quieres o se acabó tu cariño?

PLÁCIDO.-  ¡Siempre lo mismo!... Mira, el día en que triunfe te contestaré.

BLANCA.-  Pero ¿qué entiendes tú por triunfar? Por ejemplo: ¿casarte con Josefina?

PLÁCIDO.-  ¡Qué desatino! Pero ¿no comprendes que es una locura? Yo, ¿qué soy? ¡Nada! ¿Y ella?... ¡La heredera del título y de los millones del marqués?... ¿Estás en tu juicio?

BLANCA.-  Te parece desatino sólo por la distancia que os separa, no por otra razón. ¿No es ese lo que piensas? ¡Pues no seas tonto! No te apures. ¡Si tú puedes llegar! ¡Sigue arrastrándote y llegarás! ¡Tienes talento, ellos son necios! ¡Tienes astucia, ellos son torpes! ¡No, la dignidad no te pesa, ni la conciencia te estorba, ni mi amor te salva! ¡Arriba, arriba! Que no quiero entorpecerte el camino y me voy de esta casa.

PLÁCIDO.-  Silencio, Blanca. ¡No des un escándalo! Prudencia, Blanca, ¡que puedes hacerme mucho daño!

BLANCA.-  ¡Ah Plácido; mis lágrimas sólo te preocupan por lo que pueden perjudicarte en tus proyectos!

PLÁCIDO.-  Pues sí; pueden perjudicarme.

BLANCA.-  ¿Y qué he de hacer? Dilo tú.

PLÁCIDO.-  Callar, sufrir, tener paciencia.

BLANCA.-  ¿Y tú?

PLÁCIDO.-  Yo..., por mi camino. ¡No te cruces en él!

BLANCA.-  ¿Y si me cruzo?

PLÁCIDO.-  ¡Te apartaré!

BLANCA.-  ¿Y eso me dices tú?... ¡No; no eres el mismo de antes!

PLÁCIDO.-  Pues si no soy el mismo, no busques al antiguo y respeta al nuevo.

BLANCA.-  ¡Es que al Plácido de antes yo le amaba! Y al de hoy...

PLÁCIDO.-  ¿Qué?

BLANCA.-  ¡Casi lo desprecio!

PLÁCIDO.-  ¡Despréciame del todo y déjame!

BLANCA.-  ¡Siento impulsos de obedecerte!

PLÁCIDO.-  Pues sigue tus impulsos.

BLANCA.-  ¡Ay Dios mío..., qué débil y qué torpe soy!

PLÁCIDO.-  ¡Calla, que viene gente!



Escena XI

 

BLANCA, PLÁCIDO, CLAUDIO y JAVIER.

 

JAVIER.-   (Al CRIADO.)  No tiene que anunciarnos; esperaremos en esta sala.

PLÁCIDO.-  Javier... ¡Ah Claudio!... ¡Tú en esta casa!... Pero, desdichado, ¿a qué vienes?... ¿Os habéis vuelto locos?

CLAUDIO.-  Vamos despacio, querido Plácido, que el asunto es grave. ¡Me has comprometido en un lance gravísimo! Tú no piensas en nada; por lo menos, no piensas más que en ti.

PLÁCIDO.-  Pero ¿a qué vienes?  (Mirando a todas partes.) 

CLAUDIO.-  Ya puedes comprenderlo. Tú, para no sé qué planes, me diste un artículo tremendo contra el marqués y me obligaste a firmarlo.

BLANCA.-   (A PLÁCIDO.)  ¿Tú has hecho eso?

PLÁCIDO.-   (A CLAUDIO.)  ¿Y qué?

CLAUDIO.-  Que la cosa me pareció comprometida; pero te obedecí.

BLANCA.-   (Como hablando consigo misma.)  ¡Pero si es imposible!

PLÁCIDO.-  Acaba y vete.

CLAUDIO.-  Acabo, pero no me voy sin haber visto al marqués.

PLÁCIDO.-  Pero, imbécil, destruyes mi plan.

CLAUDIO.-  Nada, lo dicho. Tú te has empeñado en que me bata con el marqués y yo no me bato..., y no me bato..., y no me bato.

PLÁCIDO.-  Pero si no llegará ese caso.

CLAUDIO.-  Sí llegará...; es decir, no llegará, porque yo cuido de mi persona.

PLÁCIDO.-  Si yo lo arreglo de otro modo.

CLAUDIO.-  No es posible, porque un amigo me asegura que el marqués ha sido siempre un hombre terrible, un espadachín, una fiera. ¡Me mata, me mata...; es decir, no me mata, porque yo cuidaré de no ponerme a su alcance!

PLÁCIDO.-  ¡Pero, desdichado, imbécil, si el marqués es aún más cobarde que tú! ¡Si te tiene más miedo que tú a él!

CLAUDIO.-  ¡Ha matado a dos hombres en desafío!

PLÁCIDO.-  Él cree que tú has matado a cuatro.

CLAUDIO.-  ¡Aseguran que es un tigre!

PLÁCIDO.-  Yo le he dicho que tú eres un león.

CLAUDIO.-  Plácido..., perdóname..., ¡pero amo la vida!

PLÁCIDO.-  ¡Él ama su vida más que tú la tuya, porque es rico, y tú eres pobre!

CLAUDIO.-  Pues pobre y todo, vivo muy a gusto, sobre todo desde que gano treinta duros al mes en el periódico, con esperanzas de ganar cuarenta.

PLÁCIDO.-  Pues vivirás y ganarás cincuenta o los que quieras si me obedeces.

CLAUDIO.-  ¿Sin que medie espada ni pistola?

PLÁCIDO.-  Sin que medie acero ni plomo. Y se acrecentará tu fama y se duplicará tu sueldo, y has de conseguir reputación de héroe.

CLAUDIO.-  ¡Ah!, en ese caso...

PLÁCIDO.-  Y nadie más que nosotros sabremos que eres necio y cobarde.

CLAUDIO.-  Eso no me importa.

PLÁCIDO.-  Pero vete.

CLAUDIO.-  Es que yo venía a presentar mis excusas al marqués.

PLÁCIDO.-  Vete ahora mismo si no quieres que te tire por el balcón.  (Le va llevando hasta la puerta.) 

CLAUDIO.-  Pero ¿me prometes...?

PLÁCIDO.-  Sí...

CLAUDIO.-  Pero ¿cómo?

PLÁCIDO.-  Eso es cosa mía.

CLAUDIO.-  ¿No iré al terreno?

PLÁCIDO.-  Irás a los infiernos.

BLANCA.-  ¿Tú sufres esto? ¿Tú eres cómplice de estas farsas?



Escena XII

 

BLANCA, JAVIER, PLÁCIDO; después, DON ANSELMO, DON ROMUALDO, PADRINO 1.º y PADRINO 2.º (de CLAUDIO) y el MARQUÉS; después, JOSEFINA.

 

JAVIER.-   (A PLÁCIDO.)  Y yo, ¿me marcho?

PLÁCIDO.-  Haz lo que quieras, pero silencio.  (Pausa. Entran los personajes con arte y solemnidad.) 

DON ROMUALDO.-  Esta noche, en mi casa, a las nueve; y esta misma noche terminaremos el asunto.

MARQUÉS.-  Mi casa es suya.

PADRINO 1º.-  Mil gracias, pero usted comprende que no es regular.

PADRINO 2º.-  No es regular.

MARQUÉS.-  Yo he querido explicar a ustedes, antes que ustedes deliberen, todos los antecedentes del asunto.

PADRINO 1º.-  Ya los conocíamos.

PADRINO 2º.-  Los conocíamos.

DON ANSELMO.-  Y nosotros daremos, cuando llegue el caso, nuevas explicaciones.

DON ROMUALDO.-  Perdone usted; explicaciones, no; aclaraciones.

PADRINO 1º.-  Ya hemos anticipado que no admitimos ni explicaciones, ni aclaraciones, ni nada.

MARQUÉS.-  ¡Este hombre es una pantera!

PADRINO 2º.-  Nada.

MARQUÉS.-   (Aparte.)  Otra pantera.  (Alto.)  Señores..., a pesar de lo triste de la ocasión..., es decir, de lo, desagradable..., ustedes saben..., mi casa..., y yo...  (Está profundamente emocionado y no acierta con el cumplimiento.) 

PADRINO 1º.-  Mil gracias, señor marqués. Esta noche se eligen las armas y se fijan las condiciones. Mañana, al terreno.

MARQUÉS.-   (Aparte.)  ¡Y por la tarde, al cementerio!

PADRINO 2º.-  Para evitar entorpecimientos enojosos será conveniente que estos señores  (Por DON ANSELMO y DON ROMUALDO.)  vayan plenamente autorizados por el señor marqués para todo. Don Claudio ha fijado la cuestión terminantemente. O se presenta el autor del artículo a responder con su persona, o acude al terreno el señor marqués.  (Los cuatro padrinos se quedan hablando en el fondo. El MARQUÉS, desesperado, va al primer término. En ese momento entra JOSEFINA.) 

JOSEFINA.-  ¡Papá!  (Abrazándose a él.) 

MARQUÉS.-  Pero ¿ves tú, hija mía?... Pero ¿ve usted, Blanca? Pero ¿qué dice usted, Plácido?

JOSEFINA.-  Haga usted algo, Plácido.

PLÁCIDO.-  ¡Sí, Josefina!... ¡Sí, señor marqués! ¡Por ustedes todo, todo!  (Se adelanta hacia el fondo.)  ¡Señores..., un momento, se lo suplico; señor marqués, perdóneme usted, pero usted no puede ir a ese duelo. ¡Yo no lo permito! ¡Yo, Plácido, no lo permito!

MARQUÉS.-  ¿Han oído ustedes? ¡Plácido no lo permite!

DON ROMUALDO.-  ¿Por qué?

PADRINO 1º.-  ¿Con qué derecho?  (Los demás padrinos murmuran lo mismo.) 

PADRINO 2º.-  Eso no es serio.

DON ANSELMO.-  No lo es.

MARQUÉS.-  Calma, calma; puede ser que lo sea. Explíquese usted, querido Plácido.

PLÁCIDO.-  Señores: ¡Mi gratitud para el señor marqués es inmensa! ¡Mi cariño es inmenso! Y al ver el artículo infame de don Claudio contra el señor marqués, no pude contener la indignación, y escribí el artículo de que se trata..., el de réplica. ¡Ese artículo con que he abofeteado la cara de don Claudio! Díganselo ustedes así, ¡he abofeteado su rostro!, ¡yo no vuelvo el mío!, ¡yo respondo con sangre de las afrentas!

MARQUÉS.-  ¡Qué hombre!... ¡Ah! ¡Qué hombre!

JOSEFINA.-  ¿Ves tú lo que es Plácido?

BLANCA.-   (Aparte.)  ¡Siento asco!

PADRINO 1º.-  Pero ¡eso que dice usted...?

PLÁCIDO.-  Está probado. ¿No te llevé yo a la redacción el artículo?

JAVIER.-  Sí, es verdad.

PLÁCIDO.-  ¿No es mía la letra del artículo?

JAVIER.-  Es tuya.

PLÁCIDO.-  ¿No me has visto tú escribirlo?

JAVIER.-  Te he visto.

MARQUÉS.-  ¡Más probado!

PLÁCIDO.-  ¡Pues bien: digan ustedes a don Claudio que respondo de todos los insultos que le he dirigido! Que me batiré mañana. ¡Qué dicha, señor marqués, dar por usted mi sangre!

MARQUÉS.-   (Abrazándole.)  ¡Plácido, Plácido, hijo mío!...

PLÁCIDO.-  ¡Padre mío!

JOSEFINA.-   (Abrazándole.)  ¡Yo también!

BLANCA.-   (Aparte.)  ¡Farsa miserable! ¡Farsa, farsa!

PLÁCIDO.-   (A BLANCA.)  Y tú, ¿no me abrazas?

BLANCA.-  Yo, te desprecio.



 
 
TELÓN
 
 


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