Escena
II
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PLÁCIDO y
el TÍO
LESMES.
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TÍO
LESMES.- Soy yo, a la gracia de Dios.
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PLÁCIDO.- ¡Ah! El tío
Lesmes. Buenas tardes.
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TÍO
LESMES.- Buenas han sido, que el camino no se me ha
hecho largo. En su carro me tomó el tío Roque; tiene
muy buenas entrañas y muy buenas mulas.
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PLÁCIDO.- ¿Estuviste en el
pueblo?
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TÍO
LESMES.- Pues estuve, que por eso he vuelto.
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PLÁCIDO.- ¿Y diste mi carta a don
Rufino?
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TÍO
LESMES.- Se la di, que por eso vengo. Digo, a traerle
a su merced la contestación.
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PLÁCIDO.- Pues venga.
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TÍO
LESMES.- Si no la traigo.
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PLÁCIDO.- ¿Pues no has dicho que
la traías?
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TÍO
LESMES.- La traigo y no la traigo.
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PLÁCIDO.- Explícate.
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TÍO
LESMES.- Así por escrito, no la traigo; que a
don Rufino no le gusta escribir..., porque dice: «que lo
escrito... son compromisos».
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PLÁCIDO.- Bueno, ¿y qué te
dijo?
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TÍO
LESMES.- Que vaya usted y que verá si le
gusta... eso..., lo que va usted a llevarle; y que si le gusta y
usted se conforma con el poco dinero que tiene, que lo
comprará, como le ha comprado a usted otras cosas.
«Que voluntad no le falta.» No le crea; lo que
más le falta es voluntad. Es un tío usurero.
¡Es un tío marrajo!
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PLÁCIDO.- Bueno; gracias Lesmes.
¿Y cuándo he de ir?
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TÍO
LESMES.- Pues verá usted. Tiene usted que salir
ahora, al anochecer, y llegará usted a las doce. Estas
noches de verano da gusto caminar.
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PLÁCIDO.- ¿Y por qué no
mañana?
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TÍO
LESMES.- Porque don Rufino así lo dispuso.
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PLÁCIDO.- ¿Y por qué lo
dispuso así?
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TÍO
LESMES.- Ya. A la cuenta porque tiene que irse
temprano de viaje y no volverá en quince días.
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PLÁCIDO.- Está bien. Te repito las
gracias.
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TÍO
LESMES.- Pues con Dios. (Se va y
vuelve.) ¡Ah!..., tengo que darle una buena
noticia. Que se casa mi chico.
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PLÁCIDO.- ¿Se casa? ¿Y con
quién?
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TÍO
LESMES.- Con Pacorra.
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PLÁCIDO.- ¡Guapa moza!
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TÍO
LESMES.- Como guapa, sí que es guapa. Unas
carnes y una color... ¡Ni Tomasa, la carnicera, tiene la
color más encendida! Así es que mi chico está
todo él encendido.
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PLÁCIDO.- ¿Y cuándo es la
boda?
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TÍO
LESMES.- Eso va para largo. Mi muchacho va ahora a
servir al rey, y tiene que volver, y tiene que morirse su
tía, que ha prometido darle unas tierras así que se
muera... ella, su tía. ¿Estamos?
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PLÁCIDO.- Mucho tienes que esperar.
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TÍO
LESMES.- Aquí tenemos calma y esperamos a que
Dios quiera. Pero siempre quiere. Esperamos la lluvia, y al fin
llueve, si por nuestros pecados no hay sequía. Y esperamos
la espiga, y al fin sale más dorada que el sol. Y a luego
esperamos la siega. ¡Qué remedio! La vida se ha hecho
para esperar, que todo llega. Como llegarán mis nietos, y ya
verá usted qué guapos. Conque, con Dios, don
Plácido; queda usted convidado para la boda y para el
bautizo. (Se va y vuelve.)
Cásese, don Plácido, cásese, y que no haya
sequía... Quede con Dios..., y mantenerse firme, que
está usted un poco esmirriado... ¡Ea, hasta la
vuelta..., con Dios..., con Dios!
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Escena
III
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PLÁCIDO;
después, CLAUDIO y
JAVIER, hermano de
BLANCA.
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PLÁCIDO.- Ese bestia es feliz: se
contenta con lo que tiene a su alcance. Es feliz Blanca con traerme
unas cuantas flores, que yo luego tiro al suelo cuando ella se va.
Esas flores son felices conque les llegue un rayo de sol.
(Dando un puñetazo en la mesa.)
Y hasta creo que es feliz esta mesa estúpida, que, afirmando
sus cuatro patas, se queda donde la ponen, sin desear ir a otra
parte. ¡Yo, no; yo me ahogo aquí; yo quiero ir a otra
parte, donde se brille, donde se luche, donde se goce!
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CLAUDIO.- ¿Estabas declamando?
¿Piensas hacerte actor?
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PLÁCIDO.- Pienso hacerme diablo;
¡que los diablos me lleven!
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JAVIER.- A eso venimos.
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PLÁCIDO.- ¿Y adónde me
lleváis?
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JAVIER.- Si somos diablos, ¿adónde
te hemos de llevar? Al infierno.
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CLAUDIO.- A Madrid, quiere decir
éste.
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PLÁCIDO.- ¿Con bromitas
venís?
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JAVIER.- YO no bromeo. Yo voy a Madrid. Conque a
ver si os animáis. A Madrid; y me llevo a mi hermana Blanca,
que es toda mi familia.
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PLÁCIDO.- ¿Pero cómo es
eso?
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JAVIER.- Me tienes envidia, una envidia rabiosa,
te lo conozco en el tono.
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PLÁCIDO.- Sí; rabiosa.
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JAVIER.- Como ése.
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CLAUDIO.- Como yo: rabiosa.
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JAVIER.- Pues verás. Pero
sentémonos.
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PLÁCIDO.- Sentémonos, pero con
tino.
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JAVIER.- Tú sabes que mis padres, sin ser
ricos, estaban bien acomodados y hacían buen papel en
Madrid.
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CLAUDIO.- Como mi familia.
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PLÁCIDO.- Como la mía. Ni estado
llano, ni estado noble; vanidad y poco dinero. Para gastar,
marqueses; para ganar, ni obreros. Querer tocar las nubes y no
tener torres a que subir. Llevar plomos en los pies y alas en el
deseo. ¡Aleteo plomizo!
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CLAUDIO.- Aleteo plomizo. Así somos los
tres.
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JAVIER.- ¡Cuántas veces hemos
hablado de esto mismo desde que nos conocimos en la
Universidad!
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CLAUDIO.- Tres carreras empezadas...
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PLÁCIDO.- Y ninguna concluída.
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JAVIER.- Tres naufragios y los tres de cabeza a
Retamosa del Valle.
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PLÁCIDO.- Adelante.
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JAVIER.- Las tentaciones de mi familia eran
grandes, porque la mayor parte de sus amigos eran personas de gran
posición. La madrina de Blanca eran una gran señora:
doña Mercedes, la hermana del marqués de Retamosa del
Valle.
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PLÁCIDO.- ¡Gran personaje! Hombre
político de primera, senador, marqués y una fortuna
colosal: todo lo que alcanza la vista es suyo.
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CLAUDIO.- ¡Si no fuera más que eso!
Dicen que tiene más de veinte millones de pesetas.
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JAVIER.- ¡Más, mucho más!
Pues con esa gente alternábamos. Mi padre quiso hacer gran
fortuna en poco tiempo; jugó a la Bolsa, se arruinó y
se murió de pena. Y mi pobre madre, de pena se murió
también. Tuve que abandonar la carrera, y aquí me
vine con Blanca a un casucho casi tan lujoso como éste.
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PLÁCIDO.- Esa es la historia antigua. Ya
la conocíamos, y se parece mucho a la nuestra. Pero dijiste
que ibas a Madrid. ¿Es que ha cambiado tu fortuna?
¿Te ha caído la lotería?
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JAVIER.- Nada de eso. Es que me propuse salir de
este villorrio: la voluntad puede mucho.
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PLÁCIDO.- A ver cómo pudo.
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JAVIER.- Ya os he dicho que doña Mercedes
fue la madrina de Blanca. Blanca y la hija del marqués eran
niñas, se encontraban en casa de doña Mercedes y eran
amiguitas.
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PLÁCIDO.- ¡Sí, Josefina, la
hija única, la heredera millonaria! Pero dicen que es fea,
casi contrahecha, la columna vertebral desviada, el alma torcida,
egoísta, voluntariosa, mal educada, antipática...; y
ella, un mal engendro, rica..., y Blanca, un ángel y un sol,
¡pobre!... ¡Así es el mundo!... ¡A
él sí que se le torció el espinazo!...
¡Hay que enderezarlo o romperlo!
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CLAUDIO.- Pero ¿cómo? Eso es lo
que tienes que decir, que lamentarse se lamenta cualquiera.
|
PLÁCIDO.- (A JAVIER.) Sigue...,
Sigue.
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JAVIER.- Pues aprovechando esas antiguas
relaciones, que los marqueses habrán olvidado de seguro,
pero que yo no olvido, le escribí al marqués
pidiéndole protección.
|
CLAUDIO.- Ya.
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JAVIER.- Y no me hizo caso.
|
CLAUDIO.- Claro.
|
JAVIER.- Y le volví a escribir una carta
que partía los corazones. ¿Qué digo los
corazones? ¿Habéis visto que está partido el
poste kilométrico de la salida del pueblo? Pues fue que
sobre él dejé la carta un momento mientras
encendía un cigarro.
(Riendo.)
|
CLAUDIO.- (Riendo.)
Buena carta.
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PLÁCIDO.- ¡Buena, buena! ¿Y
el marqués de Retamosa del Valle?
|
JAVIER.- Nada.
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PLÁCIDO.- Más duro que el
marmolillo.
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JAVIER.- ¡Le escribí hasta cinco
cartas! Y como si se las hubiera escrito al emperador de la China.
Al fin conseguí que Blanca le escribiera a Josefina. Me
costó trabajo, mucho trabajo, porque Blanca es orgullosa;
pero la convencí de que iba a tirarme al río si no me
sacaban de Retamosa..., y escribió ¡como ella
sabe!
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PLÁCIDO.- Sí sabe, sí.
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JAVIER.- Esta vez, triunfo completo. El
marqués me da colocación en su periódico, uno
de los primeros de la corte: El Faro del Porvenir, y
ése es mi faro. La colocación es modesta, pero lo que
yo quiero es ir allá. Y Josefina protegerá a Blanca,
la llevará alguna vez al teatro, y en coche. ¡En fin,
que veo luz!
|
CLAUDIO.- Yo sigo a oscuras. No tengo la suerte
que tú. Ni tengo hermana bonita, ni madrina rica, ni
protector marmolillo.
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JAVIER.- Calla, hombre, que cuando yo sea algo
ya te daré la mano.
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CLAUDIO.- (Por PLÁCIDO.)
¿Y a ése?
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JAVIER.- También. Os protegeré a
todos.
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PLÁCIDO.- Yo me protejo a mí.
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CLAUDIO.- ¿Tú tendrás
amigos en Madrid?
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PLÁCIDO.- Ninguno.
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JAVIER.- Pues, entonces...
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PLÁCIDO.- (A JAVIER.) Tengo mis
planes. Antes que tú, estaré en Madrid.
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CLAUDIO.- ¿Con qué recursos
cuentas?
|
PLÁCIDO.- Realizaré cuanto
tengo.
|
CLAUDIO.- (Riendo.)
Levántate, Javier, que le vamos a estropear los muebles y
tiene que hacer almoneda.
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JAVIER.- (Levantándose y
riendo.) ¡Es verdad!
|
PLÁCIDO.- Todavía tengo algo, que
se lo venderé a don Rufino. Es un cuadro, allá de los
tiempos de nuestras grandezas. En París me darían por
él quince mil pesetas, porque es de uno de nuestros grandes
pintores modernos. A don Rufino lo menos le sacaré tres mil,
porque él no consiente que se le escape la firma. Poco es,
pero con tres mil pesetas se puede hacer el viaje y vivir
allí algunos meses.
|
CLAUDIO.- Vamos, que tú también
eres feliz: ¡todos vosotros!
|
PLÁCIDO.- (A CLAUDIO.) Y tú
también, porque tú vienes conmigo.
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CLAUDIO.- ¿Yo..., has dicho que yo?...
¿A Madrid contigo? Enciende, enciende ese cabo
(A JAVIER.) , que
está oscuro y quiero verle la cara a ver si bromea.
(JAVIER
enciende el cabo. PLÁCIDO pasea muy nervioso,
CLAUDIO le sigue y le trae
a la luz y le mira de frente. Ya es noche cerrada.)
Pues parece que lo dice de veras.
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PLÁCIDO.- Y tan de veras. Los tres
allá y los tres unidos; y los tres a luchar. Os
necesito.
|
JAVIER.- Magnífico.
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CLAUDIO.- Me parece que estoy
soñando.
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PLÁCIDO.- Los tres marchando a la par,
podemos hacer mucho. En otros tiempos, menos mezquinos que estos en
que vivimos, el camino a mis ambiciones estaba trazado.
¡Tiempos de férreas armaduras, de pesados lanzones y
de tajantes espadas! ¡Formaría una partida de
bandoleros si era preciso: yo, el capitán! Hoy, tres. Dentro
de poco, quince. Algunos meses más tarde cincuenta. Con el
robo, o llamémosle botín, mantendría una
mesnada, me pondría al servicio de un conde o de un duque, y
al fin sería duque o conde, y quién sabe si
llegaría a emperador o rey.
|
CLAUDIO.- Para eso no cuentes conmigo.
|
JAVIER.- Ni conmigo tampoco: no sirvo.
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PLÁCIDO.- Ni yo. Las armaduras pesan
mucho para los aventureros de hoy. Además, los petos y los
espaldares son rígidos, no dejan libertad al espinazo para
doblarse. Hoy los procedimientos para medrar son otros, requieren
gran flexibilidad. Quien tenga genio, elocuencia o saber, que suba
a saltos. Nosotros tenemos que subir lentamente.
¿Conocéis la fábula del inmortal autor de
Los amantes de Teruel?
|
CLAUDIO.- ¿Cuál?
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PLÁCIDO.- La que se titula El
águila y el caracol.
|
JAVIER.- No la recuerdo.
|
PLÁCIDO.- Es muy breve. El águila
real que anida en eminente roca, ve cierto día que un
caracol de la honda vega había logrado llegar hasta su
altura, y le pregunta, sorprendida:
|
«¿Cómo con ese andar tan
perezoso |
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|
tan arriba subiste a
visitarme?» |
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|
«Subí, señora
-contestó el baboso-, |
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|
|
¡a fuerza de
arrastrarme!» |
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|
¿Podemos
ser águilas?, pues a volar. ¿No podemos?, ¡pues
seamos babosos, pero arriba!
|
JAVIER.- ¡Este piensa lo que piensa!
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CLAUDIO.- Y sabe lo que dice.
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JAVIER.- ¡A Madrid!
|
CLAUDIO.- A Madrid, y tú nos mandas.
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PLÁCIDO.- Convenido. A luchar.
¡Lucha prosaica, vulgar, mezquina! No esperéis nada
grande. ¡No entraremos ciertamente en la ciudad troyana!
|
CLAUDIO.- Como entremos en una plaza de tres mil
pesetas, a mí me basta.
|
PLÁCIDO.- A mí, no.
|
JAVIER.- Sea lo que el ministro disponga.
|
CLAUDIO.- ¿Conque me llevas?
|
PLÁCIDO.- Te llevo.
|
CLAUDIO.- (A JAVIER.) ¡Pues
acompáñame, para que entre los dos convenzamos a mi
pobre abuela! ¡La pobre lo va a sentir mucho!
|
JAVIER.- Vamos allá.
|
CLAUDIO.- Y luego volveremos para rematar
nuestro plan.
|
PLÁCIDO.- Hasta luego.
|
CLAUDIO.- Hasta luego.
|
JAVIER.- Adiós.
|
CLAUDIO.- (Aparte.)
Este Plácido hará carrera: tiene talento.
|
JAVIER.- (Aparte.)
Y poca aprensión.
|
CLAUDIO.- (Aparte.)
Bien mirado, nosotros tampoco tenemos mucha. (Salen
riendo CLAUDIO y
JAVIER.)
|
Escena
IV
|
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PLÁCIDO;
después, BLANCA.
|
PLÁCIDO.- Lo que importa es salir de
aquí. Estos horizontes, con ser tan anchos, me ahogan. Y
Blanca también viene con nosotros: me alegro. ¡Pobre
Blanca! Blanca...
|
BLANCA.- Buenas noches. ¿No está
mi hermano?
|
PLÁCIDO.- Se fue ahora mismo. Ha dicho
que le esperes.
|
BLANCA.- Se me hizo tarde. Me fui, como de
costumbre, por el camino de la ermita. Y distraída y
pensando..., me alejé... y la noche se vino encima. Hoy no
traigo flores. ¿Para qué? No te gustan: siempre las
encuentro por aquí... tiradas y marchitas...
Además..., ya no podré traerte más flores...
(Tristemente.) ¿Te lo ha dicho
mi hermano?
|
PLÁCIDO.- Sí... ya sé que
os vais a Madrid. ¡Poco contenta que irás a la
corte!
|
BLANCA.- ¡Contenta! Tú sabes que
no. Lo dices porque te gusta atormentarme.
|
PLÁCIDO.- Pero no niegues que vas
contenta. Irás con frecuencia al palacio del marqués:
quizá te quedes a vivir con Josefina...
|
BLANCA.- ¡Bonito porvenir! Yo no sé
si Josefina habrá cambiado; pero cuando era niña...,
¡criatura más antipática no se puede encontrar!
Se complacía en atormentarme. ¡Más
lágrimas me ha hecho verter.
|
PLÁCIDO.- Eres ingrata, porque esta vez
bien te ha servido.
|
BLANCA.- Es verdad. La pobre ha hecho lo que ha
podido por nosotros y le debo gratitud: habrá cambiado. Pero
está de Dios que lo mismo sus agravios que sus favores me
cuesten lágrimas. (Llora
bajito.)
|
PLÁCIDO.-
(Aparte.) ¡Pobrecilla!
(Alto.) Vamos, que ya te
consolarás cuando en aquellos salones tan espléndidos
luzcas hermosos trajes.
|
BLANCA.- ¿Hermosos trajes? ¿Y con
qué dinero los compro?
|
PLÁCIDO.- Josefina te regalará
alguno de los suyos. ¡Es riquísima!
|
BLANCA.- ¡Ah! (Con cierto
orgullo.) «No tenemos la misma medida»:
me vendrían estrechos. Además, mis trajes son los
míos. Muy pobres, pero se moldearon en mi cuerpo. Quiero
estameña que arrope mi propio calor, no blondas que se
empeñó en amarillear el calor ajeno.
|
PLÁCIDO.- ¡Eres altiva! Malos
vicios llevas a la corte.
|
BLANCA.- Menos malos si no dejan hueco a los que
allí pudiera recoger. ¡Pero te has empeñado en
atormentarme esta noche! Yo venía angustiada: durante todo
el paseo estuve llorando. Pensé encontrarte triste y te
encuentro burlón. Yo creo que te regocija la idea que ya no
vamos a vernos más.
|
PLÁCIDO.- Si tanto te apena el irte,
¿por qué le escribiste aquella carta a Josefina?
|
BLANCA.- Pensé que no haría caso,
como no habían hecho caso de las cartas de mi hermano. Y
Javier se empeñó... «que yo destruía con
mi orgullo su porvenir...» ¡Qué sé yo...,
debilidades..., tonterías..., que luego se pagan!
|
PLÁCIDO.- De todas maneras, resulta que
entre tu hermano y yo, prefieres a tu hermano. Con él te
vas..., y yo..., el pobre Plácido..., aquí se
queda.
|
BLANCA.- ¿De modo que tú no
quieres que me marche a Madrid? (Con
alegría.)
|
PLÁCIDO.- Yo no mando en ti, Blanca.
|
BLANCA.- (Con ansia
amorosa.) Pero ¿te da mucha pena que me
vaya?
|
PLÁCIDO.- Ya lo estás viendo.
|
BLANCA.- Pues. si lo sientes tanto, ¿por
qué no me pides que me quede?
|
PLÁCIDO.- ¡Ah! Tú
obedecerás a tu hermano.
|
BLANCA.- Más te obedecería a ti si
estuviese segura de que me quieres mucho.
|
PLÁCIDO.- Finges que lo dudas para tener
un pretexto y marcharte: ¡ir a la corte, vivir entre el lujo
y el placer, oír galanterías y, al fin y al cabo,
casarte con un duque! Y el pobre Plácido, allá, que
se muera en el pueblo.
|
BLANCA.- ¡Me vas a volver loca! ¡Yo,
riquezas; yo, lujos; yo, galanes! Mira, Plácido, dime de
verdad, con todo tu corazón: «Quédate», y
desobedezco a mi hermano y «me quedo».
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PLÁCIDO.- ¿Serías
capaz?
|
BLANCA.- ¡Prueba..., prueba!... ¿A
que no pruebas?
|
PLÁCIDO.- Voy a probar: «Quiero que
te quedes.»
|
BLANCA.- Pues suceda lo que quiera, no voy a
Madrid.
|
PLÁCIDO.- Ahora veremos si cuando venga
Javier te atreves a decírselo.
|
BLANCA.- Ahora lo veremos.
|
Escena
V
|
|
PLÁCIDO,
BLANCA, CLAUDIO y JAVIER.
|
CLAUDIO.- Ya hemos convencido a la pobre vieja.
(Entrando muy alegres.)
|
JAVIER.- (A BLANCA.) Hola...,
¿has venido tú?
|
BLANCA.- Sí..., a buscarte... Estuve
paseando... hacia la ermita..., y la tarde estaba muy hermosa..., y
me dió mucha pena el pensar que voy a dejar todo esto...
¡Mucha pena!... ¡Tú no lo sabes bien! Conque
pensé una cosa, y te lo voy a decir.
|
JAVIER.- ¿Qué pensaste?
|
BLANCA.- También me da mucha pena
decírtelo..., porque eres mi hermano y te quiero... Hay
días malos en que todo da pena.
|
JAVIER.- Pues mira tú, para mí es
hoy un gran día.
|
CLAUDIO.- Y para todos nosotros, y para
ése. (Por PLÁCIDO.)
|
BLANCA.- Para ése no.
|
PLÁCIDO.- Sigue..., sigue... ¿No
te atreves a explicarle a tu hermano lo que has pensado?
|
BLANCA.- Sí me atrevo, Plácido.
Oye: tú conoces a Marta; es tina buena mujer y muy
honrada.
|
JAVIER.- Sí lo es. ¿Y
qué?
|
BLANCA.- Tiene dos hijas: son unas buenas
chicas.
|
JAVIER.- Sí lo son.
|
BLANCA.- Y no hay nadie más en la
familia.
|
CLAUDIO.- Sí hay: el cochinito y la
vaca.
|
JAVIER.- (Riendo.)
Es verdad.
|
BLANCA.- Pues yo sé que si yo le dijese a
Marta: «Mi hermano se va a Madrid a probar fortuna; pero yo
no quiero ni servirle de estorbo ni serle gravosa, de modo que si
tú no tienes inconveniente me quedaré en vuestra
casa, os ayudaré como pueda, y os daré como ayuda lo
poco que tenga», ¿comprendes? Yo sé que si le
dijese esto a Marta se pondría muy contenta.
|
JAVIER.- ¡Pero yo me pondría muy
furioso! ¿qué disparate es éste?
|
BLANCA.- (Medio llorando, pero con
energía.) Lo he resuelto.
|
JAVIER.- ¡Pero Blanca!
|
BLANCA.- (Llorando más,
pero decidida.) Lo he resuelto.
|
JAVIER.- Pero ¿por qué?
|
BLANCA.- ¡Porque soy así; pero lo
he resuelto, lo he resuelto! (Llorando
desesperadamente.)
|
JAVIER.- Eres una mala hermana.
|
BLANCA.- Tienes razón, y lloraré
todo lo que tú quieras, y te pediré perdón de
rodillas; pero tú te marcharás y de rodillas me
quedaré.
|
JAVIER.- ¡Blanca!
|
CLAUDIO.- ¡Esta chica se ha vuelto loca!
Lo comprendería si se quedase Plácido..., porque se
sabe lo que se sabe...; ¡pero si nos vamos los tres!
|
BLANCA.- ¿Cómo?...
¿Qué estás diciendo?... ¿Que
Plácido...? A ver, repítelo.
|
JAVIER.- Viene con nosotros a Madrid.
|
BLANCA.- Pero ¿es verdad?
|
PLÁCIDO.-
(Riendo.) ¡Tonta!... ¡Si
todo ha sido una broma!... Los tres, y tú con nosotros, a
Madrid.
|
BLANCA.- ¿Una broma?
|
PLÁCIDO.- Sí.
|
BLANCA.- (Aparte, a PLÁCIDO. Entre tanto,
JAVIER y CLAUDIO hablan y
ríen.) Ha sido una broma muy cruel y
demasiado larga. Yo no hubiera tenido corazón para darte esa
pena.
|
PLÁCIDO.- Es verdad.
Perdóname.
|
BLANCA.- (Entre enojada y
risueña.) Harás fortuna en Madrid:
sabes fingir.
|
PLÁCIDO.- ¿No estás
contenta?
|
BLANCA.- Sí lo estoy; pero mejor hubiera
sido que nos quedásemos.
|
JAVIER.- (A BLANCA.) Conque, a ver,
¿qué resuelves?
|
BLANCA.- ¡Qué remedio...,. si te
empeñas..., si me lo mandas!...
|
JAVIER.- ¡Qué docil eres!
|
CLAUDIO.- Si has de llegar a las doce a casa de
don Rufino, ya puedes emprender la caminata.
|
PLÁCIDO.-
(Resueltamente.) Es verdad. Lo que ha
de hacerse, ha de hacerse pronto. Vuelvo en seguida.
(Sale un momento.)
|
BLANCA.- ¿Adónde va?
|
CLAUDIO.- A procurarse fondos para el viaje.
|
BLANCA.- No comprendo.
|
JAVIER.- (En
broma.) Tiene un tesoro escondido.
|
CLAUDIO.- ¡Un tesoro!
|
BLANCA.- Estáis de broma..., hoy todo el
mundo está de broma.
|
JAVIER.- Un cuadro..., ¡una pintura
admirable!, ¡restos de su riqueza!
|
CLAUDIO.- Don Rufino, el anticuario..., o el
usurero, se lo compra.
|
JAVIER.- Lo menos da tres mil pesetas.
|
CLAUDIO.- Pero ¿qué cuadro es
ése?
|
JAVIER.- No sé.
|
CLAUDIO.- Ni nos importa.
|
BLANCA.- ¿Será...? ¡No puede
ser! ¡Por nada de este mundo lo vendería!
|
PLÁCIDO.- (Dispuesto para
el viaje, con el sombrero y un cuadro envuelto en un
lienzo.) Ya estoy en marcha. Hasta mañana.
Adiós, Blanca; perdóname. (El cabo de
vela se apaga; la salida queda a oscuras, por la puerta y la verja
entra la luna.)
|
BLANCA.- ¿Qué llevas
ahí?
|
PLÁCIDO.- Un cuadro que me compra don
Rufino.
|
BLANCA.- ¿Qué cuadro es?
|
PLÁCIDO.- Nada..., lo único que
tengo..., es precioso... Adiós, que se hace tarde.
|
BLANCA.- No; espera. No te veo la cara; pero en
el tono de voz hay algo que me hiere.
|
PLÁCIDO.- La miseria hiere siempre.
Adiós.
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BLANCA.-
(Deteniéndole.) No... Responde:
¿es un retrato?
|
PLÁCIDO.- ¿Qué quieres que
sea?... ¿Qué otra cosa tengo?... ¿Qué
puedo vender?... ¡Como no venda mi alma!
|
BLANCA.- ¿Es aquel retrato tan hermoso
que me enseñaste un día?
|
PLÁCIDO.- ¡Sí muy hermoso!
¡Ella era muy hermosa!
|
BLANCA.- ¿Es el retrato de tu madre?
|
PLÁCIDO.- ¡Claro! ¿Para
qué están las madres? ¡Para salvar a los hijos!
Adiós... (Se desprende de BLANCA y sale
corriendo.)
|
BLANCA.- ¡No...; eso, no!...
¡Plácido..., Plácido!... ¡No lo
vendas!... ¡Es una mala acción! ¡Es peor que si
vendieses tu alma!... ¡Plácido!... ¡No me
oye..., no me oye!...
|
CLAUDIO.- Pero ¿qué tiene esta
chica?
|
JAVIER.- Blanca, ¿qué tienes?
|
BLANCA.- ¡Ay Dios mío! ¡Dios
mío! ¡Mal empieza el viaje!... Antes me hizo
llorar!... ¡Ahora vende el retrato de su madre! ¡Os
digo que me da mucha pena! ¡Que me da mucho miedo!
|