Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —21→  

La serie del suceso mostró bien cuanto podemos conjeturar las miras altísimas de la Providencia, y el cuidado particular con que velaba, digámoslo así, sobre las almas de aquellos tres neófitos. Los dos menos principales el mismo día que habían nacido a Dios en el han tocados de una enfermedad, dieron muy en breve sus almas al Criador. Quedó de este golpe sumamente mortificado don Pedro Meléndez, a cuya conducta los habían fiado sus padres, y temiendo que aquellos bárbaros, la gente más cabilosa del mundo, no lo culpase o de negligente o de pérfido; con estos pensamientos determinó que el tercero, que era el principal; y a cuyo padre se daba el título de rey, se embarcase luego y diese la vuelta a su patria; pero el Señor tenía sobre él más altos designios. Luego que supo esta resolución joven, pidió a Dios instantemente, que antes de exponerlo a semejante peligro lo sacase del mundo. En esta oración se ejercitó por algunos días con tan viva confianza, que hablándole de su próximo viaje el hermano Juan de la Carrera, no tengas cuidado de esto le replicó. Los hombres se cansan en balde. Yo estoy cierto que no he de volver a ver en este mundo a mis padres, porque muy breve iré a ver a Dios en el cielo. En efecto, enfermó dentro de pocos días, y a pesar de todos los esfuerzos de la medicina, que con liberalidad le proveyó el adelantado, el mismo día destinado para el embarque arribó felicísimamente al puerto de la salud. El gobernador para poner su crédito a cubierto de toda sospecha con su padre, determinó hacerle unas exequias correspondientes a su noble, aunque bárbaro nacimiento, y al amor de toda la, ciudad que le había conciliado un mérito. Asistió acompañado de todos los regidores y de los oficiales de mar y tierra, como también el señor obispo con todo su clero. Fueron testigos de estos honores muchos indios de todas las islas vecinas que había entonces en la Habana, y satisfechos de esta honra, concurrieron después tantos otros, que según se dice en la annua, no les bastaba a los padres el tiempo para instruirlos, y proveerlos a costa de su necesidad, de sustento y hospedaje.

[Vuelven algunos a la Florida] En medio de tan gloriosas fatigas, el padre Juan Bautista de Segura, tenía siempre vueltos los ojos a la Florida, y tomaba sus medidas para pasar cuanto antes a promulgar el Evangelio. Pareciéndole tiempo, dejó en la Habana al padre Juan Rogel para ejercitar los ministerios, y con él a los hermanos Francisco Villa Real, Juan de la Carrera y Juan de Salcedo, para cuidar de lo temporal y de la instrucción   —22→   de los españoles, principalmente de los indios caciques, en la escuela que había tenido tan bellos principios. Al padre Gonzalo del Álamo, con un compañero señaló para la provincia y fuerte de Carlos. Al padre Antonio Sedeño, con otro de los hermanos que poco antes se había recibido en la Compañía, mandó a Guale, provincia poco distante al Norte de Santa Elena, donde trabajaban también los hermanos Domínico Agustín, y Pedro Ruiz de Salvatierra. El padre vice-provincial, con el adelantado, partieron a la provincia de Teguexta favorablemente para la composición de las ruinas pasadas. Había vuelto de España, entre otros neófitos floridanos, un indio llamado Santiago, hermano del cacique de aquel país, a quien por mucho tiempo hablan creído muerto a manos de los españoles. Luego que lo vieron no solo vivo, sino, tan honrada y distinguidamente tratado, como no hay gente más fácil en deponer sus sentimientos y sospechas, que aquellos que por su necedad suelen ser más prontos a concebirlas, determinaron renovar la amistad y antigua alianza con el rey católico. Se hizo esta ceremonia con toda el aparato y solemnidad que permitía el tiempo, y en testimonio, se erigió con las mayores demostraciones de regocijo y de veneración, una cruz formada de dos grandes pinos en aquel mismo lugar donde poco antes la habían tan indignamente ultrajado.

Por otra parte, el cacique don Felipe, que como arriba dijimos, vuelto de España el adelantado, había prometido bautizarse, cada día con nuevas promesas y ratificaciones, fomentaba las esperanzas de los siervos de Dios. En consecuencia de estas fingidas expresiones cuando llegó allí don Pedro Meléndez con el padre Juan Bautista Segura, pareció haberse rendido a sus fervorosas instrucciones: con singular consuelo del misionero y del gobernador, permitió que se quebrasen y ultrajasen sus antiguos ídolos. Los soldados, que conocían mejor al pérfido cacique no quedaron aun satisfechos, y el suceso dio breve a conocer sus dañados intentos. Poco después de la partida del adelantado para España, estando en la provincia su sobrino don Pedro Meléndez Márquez, descubierta una conjuración que urdía contra los españoles él, y otros catorce caciques, sus cómplices, fueron castigados de muerte. El suplicio de estos conjurados tan ilustres acabó de agriar los ánimos de los indios. Se sublevaron repentinamente, quemaron sus chozas y sus templos, y huyeron a los montes. Fue preciso desamparar el fuerte y demolerlo, no pudiendo perseverar allí los soldados por la falta de alimentos.   —23→   El padre Gonzalo de Álamo y su compañero tuvieron orden de retirarse a la Habana. Pero aun aquí no pudieron perseverar largo tiempo. No se abría camino alguno para la fundación del prometido y esperado colegio. Las limosnas de los particulares no podían mantener muchos días tanto número de sujetos. Desamparada ya tanto de los naturales como extranjeros la vecina costa de la Florida, no podía subsistir aquella especie de seminario de indios, que hasta entonces había sido el principal objeto de aquella residencia. Las poblaciones de españoles e indios amigos que restaban en la Florida, no tenían comercio alguno con la Habana. Estas razones determinaron al padre vice-provincial a hacer pasar todos los sujetos de la isla de Cuba al continente.

[Incomodidades y peste del país] Era difícil la elección del sitio en que se hubiesen de alojar los misioneros. En las poblaciones donde había guarnición española, era muy gravoso a los indios haber de partir con los presidiarios aquellos pocos alimentos, que apenas les bastaban para la vida. Los soldados, obligados de la necesidad, usaban alguna vez de la fuerza. Así el odio de las personas, como frecuentemente acontece, hacía aborrecible la religión, y cerraba el paso al Evangelio. Se escogieron, pues, las provincias de Guale y Santa Elena, donde se habían arruinado los antiguos presidios, y donde siendo la índole de los naturales más apacible y dócil se podía trabajar con más fruto. Una epidemia que asolaba aquellas provincias dio desde luego materia bastante a su caridad y a su paciencia. Corrían a todas horas del día y de la noche de pueblo en pueblo, de choza en choza, animando al último trance a los cristianos, bautizando a los catecúmenos, anunciando el reino de Dios a los gentiles, y procurándoles en lo espiritual y temporal todos los alivios que podían. Tuvieron la sólida satisfacción de enviar al cielo muchos párvulos, y aun procurar según toda apariencia la eterna salud a muchos adultos. Los enfermos, aunque bárbaros, sensibles a tan continuas demostraciones de amor, parecían comenzar a amar a sus médicos, y hacerse más dóciles a sus sabios consejos. [Enferman todos y muere el hermano Domingo] En fin, hubieron de ceder al trabajo, a la incomodidad de la habitación, a la inclemencia de la estación y del aire inficionado que respiraban en la cura de los enfermos, en la asistencia de los moribundos, en la sepultura de los muertos. Fueron todos sucesivamente tocados de la peste; pero se contentó el Señor con una sola víctima: murió el hermano Domingo Agustín, por otro nombre Báez. Apenas podía haber caído la suerte sobre   —24→   otro que hiciese más falta a la misión. Destinado desde luego que llegó de Europa por su rara habilidad para aprender en Saturiva la lengua del país, a los seis meses la poseía tan perfectamente, que pudo traducir a ella el catecismo, y componer un arte que fue de mucha utilidad a sus compañeros, de una alegría de ánimo, y un celo de la gloría de Dios a prueba de los mayores trabajos. Era de una familia muy distinguida en las islas Canarias, y había hecho en la retórica, filosofía y teología grandes progresos en Salamanca; pero fue incomparablemente mayor la humildad con que pretendió ocultar todas estas brillantes cualidades en el humilde estado de coadjutor temporal.

[Fruto de la misión] Pasada esta borrasca, y muchos meses después con sumo trabajo de los padres, ya no parecía quedar medio alguno para la conversión de los floridanos. Con la peste acabó juntamente su agradecimiento y su docilidad. El padre Juan Rogel y el hermano Juan Carrera en Santa Elena, el padre Sedeño y el hermano Villa Real en Guale, habían sudado un año sin otro fruto que el de su paciencia y de su mérito. Los indios cada día más groseros y más bárbaros, no oían con gusto las instrucciones, sino cuando se acompañaban con el alimento. Con alguna atención superficial a ciertos artículos de nuestra religión en tratándoles de las penas preparadas después de la muerte, o a los impíos de la inmortalidad de nuestras almas, cerraban enteramente los oídos. El expediente que se había tomado de retirarse a las provincias de Guale y Santa Elena, algo distantes de los presidios españoles, y que había sucedido felizmente hasta entonces, se halló después expuesto a las mismas y aun mayores dificultades. La escasez de alimentos obligaba a los soldados del presidio a hacer algunas excursiones en las provincias vecinas. Los indios que no podían sin un sumo dolor verse violentamente privados del necesario sustento, y expuestos a todos los rigores del hambre, buscaban amparo y defensa en los misioneros. Así estos que ni quisieran faltar a la necesidad de los españoles, ni dejar de mirar por la inocencia de los afligidos indios, se hacían a unos y a otros aborrecibles igualmente. Venía el padre Luis de Quiroz destinado de nuestro padre general, en lugar del padre Gonzalo del Álamo, hombre de raros talentos, pero para la cátedra y el púlpito, no para los bosques y las chozas, en que sin poderse servir de su literatura dañaba más con la delicadeza de su genio y dureza de su juicio. Tuvo orden el padre Álamo de pasar a Europa, y partió luego. Pensaba el padre Segura entrar más adentro de la tierra hacia   —25→   la provincia de Axacan, distante como ciento y setenta leguas al Norte de Santa Elena, a los 37 grados de latitud.

[Noticia del cacique don Luis] Había inclinado al padre a tomar esta resolución un indio natural de aquella región, que había venido de la Habana acompañando a los padres. Era éste hermano del cacique de Axacan, y algunos años antes pasando por allí para Nueva-España unos misioneros del orden de predicadores, partió con ellos a México, donde instruido con prontitud en los dogmas de nuestra fe, fue con grande solemnidad bautizado y llamado Luis, en honra de don Luis de Velasco, segundo virrey de México, que tuvo la dignación de ser su padrino. De aquí pasó a España, y en atención a su ilustre nacimiento, que acompañaba un entendimiento pronto y un exterior agradable, le honró el señor don Felipe II manteniéndolo a sus reales expensas todo el tiempo que estuvo en la corte. Volvió de Europa en compañía de unos religiosos de Santo Domingo con el destino de ayudarlos en la conversión de su nación; pero habiéndose impedido no sé con qué ocasión el pasaje de estos misioneros a la Florida, celoso de la reducción de sus compatriotas se agregó a nuestros padres. Verosímilmente no podía encontrar el padre vice-provincial socorro más oportuno para sus piadosos proyectos. La restitución a su patria de un personaje tan distinguido entre los suyos, sus maneras dulces e insinuantes, su fervor y celo para la religión, el agradecimiento que profesaba a la honrosa acogida que había debido a don Luis de Velasco, la liberalidad y honra de que se había visto colmado en la corte del mayor monarca de Europa, su ingenio agudo y vivo acostumbrado ya al modo de tratar de los europeos, la piedad con que se llegaba con frecuencia a la participación de los sagrados misterios; todo conspiraba a hacer creer que depuesta toda la perfidia y ferocidad de su nativo clima, se tendría en don Luis no solo un cabal intérprete y un fiel amigo, sino también un fervoroso catequista.

[Parte el padre Segura con sus compañeros a América] Juntó el padre vice-provincial en Santa Elena a los padres para comunicarles su resolución; pero nunca quiso poner en consulta quienes habían de ir a aquella peligrosa expedición, queriendo tomar sobre sus con sus hombros todo el trabajo, aunque los padres Sedeño y Rogel se le ofrecieron muchas veces con las mayores veras. Resuelto el viaje tomó consigo el padre Segura, al padre Luis de Quiroz con seis hermanos. Gabriel Gómez, Sancho Cevallos, Juan Bautista Méndez, Pedro de Linares, Gabriel de Solís, y Cristóbal Redondo. Fuera de estos, iba don Luis y un niño hijo de un vecino español de Santa Elena, llamado   —26→   Alonso. Todos los padres y hermanos que cultivaban las provincias de Guale y Santa Elena, tuvieron orden de retirarse a la Habana. El vice-provincial y sus compañeros se embarcaron en un puerto cercano a Santa Elena para Axacan a fines de agosto, después de haber con fervorosa oración y otras muchas obras de virtud encomendado a Dios el éxito feliz de una empresa, que no tenía otro objeto que la gloria de su santo nombre. Llegaron a la provincia de Axacan, que hoy en día en poder de la Inglaterra, hace parte de la nueva Georgia y la Virginia, a los 11 de setiembre, y dieron fondo en el mismo puerto de Santa María, (hoy Saint George) patria del cacique don Luis. Luego que pusieron pie en tierra, mandó el padre Segura al capitán del barco que con toda su tripulación y soldados volviese a Santa Elena, de donde no debía volver a aquel puerto sino después de cuatro meses a traer las necesarias provisiones de que dejaba encargado al padre Juan Rogel. No faltaron al hombre de Dios fuertes razones para determinarlo a una acción que a los ojos de la prudencia humana pudiera parecer temeridad. Seguramente las costumbres de la tropa y gente de mar, no eran las más a propósito para confirmar con su ejemplo la ley santa que se iba a predicar a los gentiles. La tierra no era tan abundante de alimentos que se pudiesen mantener todas aquellas gentes, sin notable incomodidad de los naturales, y dejarlos expuestos a las vejaciones ordinarias, era sofocar desde luego la semilla del Evangelio que se procuraba fomentar con el sudor y con la sangre.

[Conducta de don Luis] Por otra parte, no se tenía motivo alguno para desconfiar del cacique don Luis. Fuera de la piedad para con Dios y de la amistad para con los padres, que hasta allí había observado constantemente en toda su conducta, acababa de darles pruebas bien sinceras de su fidelidad y su fervor. Luego que se presentó a sus gentes sobrecogidas del gozo de verlo después de tantos años restituido a su patria, valiéndose de aquellos primeros movimientos de alegría, los interesó para que entre todos se fabricase a los padres una casa capaz, aunque grosera, y una ermita o pequeña capilla, donde se celebrasen con decencia los sacrosantos misterios. A su arribo había muerto el cacique de Axacan su hermano mayor, y actualmente mandaba en la provincia otro menor que don Luis. Viose entonces con un ejemplo digno de proponerse a los más cultos pueblos de la Europa, cuanto la grandeza de alma y la nobleza sostenida de un buen fondo de equidad, es superior a la más grosera educación, y a la barbaridad del clima. El hermano menor reconociendo   —27→   en don Luis la prerrogativa del nacimiento, vino luego a ofrecerle el mando de toda aquella región la más grande y la más bien poblada de la Florida, en cuya posesión, decía, no había entrado sino por la ausencia de su hermano, a quien la naturaleza daba sobre él y sobre toda la nación un derecho incontestable. Don Luis, a quien fuera de su grande genio, acompañaba una instrucción pulida, e ilustraban las luces de la fe, no se dejó vencer en generosidad de su menor hermano. La fortuna, dijo, quitando los hijos a mi hermano y sacándome a mí de mi patria, ha depositado en vuestras manos las riendas del gobierno. Vos estáis amado de vuestros súbditos, temido de vuestros enemigos, y que unos y otros me mirarían a mí como extranjero. Por mucho derecho que me asista para pretender el mando o para aceptarlo de vuestras manos, no quiera Dios se piense de mí que haya sido este el motivo de restituirme a los míos. No, mi amado hermano: yo no he venido a despojaros de vuestros dominios, sino a contribuir solamente de mi parte al celo de estos piadosos hombres, que dejando su patria, y sacrificándose a los mayores trabajos, os vienen a anunciar el reino de Dios vivo, de quien por mi dicha soy; y quiero ser uno de los adoradores más sinceros.

[Su mudanza y obstinación] Con estos ejemplos y expresiones de don Luis, comenzaron los bárbaros a tener en gran veneración a los siervos de Dios, y a dar favorables oídos a sus consejos de paz. Por siete continuos años había sido aquella gente trabajada de una epidemia en que tuvieron bastante que fatigarse los padres, con quienes de concierto obraba en todo don Luis. Así pasaban llenos de esperanza hasta fines del año. Don Luis, entonces, dejado el vestido europeo, de que hasta entonces había usado apareció un día repentinamente en el trago de su nación, protestando, que lo hacía por no disgustar a sus gentes, y atraerlas con más dulzura a sus designios. Se vio muy presto como con el traje se había vestido otra vez de toda la corrupción de su país, y experimentaron los padres, cuanto es difícil que vuelva la fiera a su bosque nativo, sin que deponga toda aquella mansedumbre, que contra su natural inclinación había aprendido en las jaulas. Ya no asistía con tanta frecuencia a las exhortaciones de los padres. La libertad, el ejemplo de los suyos, la impunidad en los mayores delitos, habían tentado su corazón, y el amor a las mujeres acabó de corromperlo enteramente. La cualidad de cacique le permitía tener muchas a un tiempo. Los padres Segura y Quiroz, a quienes dolía infinitamente verse arrancar de entre las manos   —28→   aquella alma, y con ella todo el fruto de sus trabajos y toda la salud de la Florida, con ruegos, con amenazas de parte de la justicia de Dios, y más que todo con lágrimas y continua oración a su Majestad, procuraban ganar otra vez aquella oveja descarriada. Pero la maldad había echado ya muy hondas raíces en el ánimo de don Luis. La corrupción pasa muy fácilmente del corazón al espíritu, y la impureza la llevó como en otro tiempo a Salomón, a la más infame apostasía. Cansado de las exhortaciones de los padres a quienes no miraba ya sino como tiranos de su libertad, se retiró de su patria cinco leguas a dentro. Usáronse todos los medios que sugería la caridad industriosa para hacerlo volver: súplicas, sumisiones, promesas, todo fue inútil.

[Ocupación de los misioneros y razonamientos del padre Segura] Los misioneros reducidos a la estrechez de su pobre choza, sin intérprete de quien pudiesen informarse en una espantosa soledad, no se miraban, sino como víctimas destinadas al sacrificio. La oración y lección, las obras de penitencia, las pías y fervorosas conversaciones, la meditación de la vida gloriosa, y sobre todo, la mesa sagrada a que se llegaban humilde y devotamente los más días, era el único manjar de que se sustentaban faltos ya aun de los corporales alimentos por haber tardado el barco, que a los cuatro meses esperaban de la Habana. Llegase el día 3 de febrero, y habiendo todos con devota ternura y muchísimas lágrimas; recibido el cuerpo del Señor, el padre vice-provincial les habló a todos juntos de esta manera: «Vednos aquí, hermanos míos, reducidos a la gloriosa necesidad de morir por Jesucristo. Por aquí está el Océano: por aquí estamos de todas partes cercados de los enemigos. Yo haría injuria a vuestra religiosidad en acordaros los motivos, que dejado el descanso de los colegios de Europa, nos ha traído a estos desiertos, y de la bella causa, porque estamos, según discurro, en vísperas de acabar nuestros días. Yo pretendo enviar tercera embajada a don Luis. Bien imagino que esto no es sino darle la señal de acometer; pero la caridad y la necesidad me obligan. Nosotros demos gracias a Dios que no podemos huir de la felicidad que su Majestad nos ha preparado, y ofrezcamos desde ahora, el holocausto de nuestra vida a gloria de su santo nombre, y confirmación de la fe, y doctrina santísima que profesamos». Estas palabras proferidas con un fervor y valentía de espíritu movido de Dios, arrancaron suavísimas lágrimas a los oyentes penetrados de los mismos sentimientos, y pasaron aquel día todo en oración y ejercicios de piedad. A la mañana mandó el padre Segura al padre Luis de Quiroz, con los hermanos Gabriel   —29→   de Solís y Juan Bautista Méndez, para procurar que volviese don Luis. Partieron a una comisión tan peligrosa con la prontitud y alegría que no se puede explicar bastantemente. Se había escogido al padre Quiroz por el especial amor y confianza que hace entonces le había profesado el cacique. Los recibió este con bastantes apariencias de amistad, se excusó con cortedad y con respeto de su tardanza, y les prometió que a la mañana seguramente iría.

[Traición de don Luis, y muerte de los ocho misioneros] Consolado el padre Quiroz y sus compañeros con estas expresiones, que les parecieron muy sinceras, se volvieron a la tarde al puerto; pero como era algo dilatado, les cogió la noche en el camino. Cumplió don Luis exactamente su palabra. Partió luego al anochecer tras ellos. Alcanzó a los tres enviarlos en su viaje. La noche ocultaba las flechas de que venía armado, y la fiereza del semblante, pero no la tropa que lo acompañaba. Causó esto alguna sospecha; sin embargo, el padre Quiroz lo saludó amigablemente. La respuesta fue una saeta, de que atravesado el corazón, cayó muerto. Corrió el traidor a despojar el cuerpo, mientras sus compañeros con las flechas y las macanas enviaron al cielo a los hermanos Gabriel de Solís y Juan Bautista Méndez; juntaron los cadáveres para quemarlos, aunque no sé con qué motivo lo dejaron de hacer, y volvieron cargados de los pobres y religiosos despojos con grandes alaridos a su pueblo. Pasados algunos pocos días, viéndose el apóstata don Luis necesitado a acabar con los misioneros, y pensando que con algunas pocas hachas y machetes que tenían, y habían visto traer para sus usos domésticos, pudiesen los cinco que quedaban defenderse de su violencia, mandó muy de mañana unos indios, que con pretexto de ir a hacer leña al monte, les pidiesen prestados aquellos instrumentos. El artificio era bastantemente grosero; pero los siervos de Dios, que aunque por la tardanza de los tres compañeros habían entrado en vehemente sospecha, a imitación del Salvador del mundo, no pensaban defenderse con este género de armas, antes estaban más deseosos de recibir la muerte por Jesucristo que sus enemigos de dársela, no creyeron deberles dar algún motivo de resentimiento. Luego que los tuvieron a su parecer desarmados, corrieron al monte, donde encontrando al hermano Sancho Cevallos que había ido a buscar leña para aderezar su pobre sustento, le dieron cruel muerte. Juntáronse con don Luis, que los esperaba, y corriendo todos con horribles gritos a la casa de los padres, el apóstata, vestido de los despojos de los muertos, como que por ser el más malvado de los hombres   —30→   tuviese derecho para escoger la mejor víctima, entrando en el aposento del padre Juan Bautista Segura, le hendió con una hacha la cabeza. Lo mismo ejecutó su bárbara tropa con los tres hermanos, Gabriel Gómez, Pedro Linares y Cristóbal Redondo.

Este éxito tuvo la expedición del padre Juan Bautista de Segura a la Florida, región infeliz en que no podemos dejar de admirar con espanto la profundidad de los juicios Dios. Regada con la sangre de tantos fervorosos misioneros, primero, de la orden de predicadores, bajo la conducta del vuestro siervo de Dios fray Luis de Balbastro, después de los de la Compañía de Jesús, y últimamente, cultivada por doscientos años de la seráfica familia, como la sangrienta Jerusalén, sin ceder jamás la indomable ferocidad de sus naturales, solo parece haber subsistido en ella este tiempo la nación española, y con ella la verdadera religión, para justificar la causa del Señor, hasta que colmada la medida de su iniquidad, ha cedido en estos mismos años por el tratado de las últimas paces, enteramente a la Inglaterra, y consumido el día 12 de marzo de 1763 el adorable Sacramento, no sin un gravísimo dolor de todos los católicos, se ha negado su Majestad a una nación infame, dejándola fuera de su Iglesia santa, y haciendo parte de aquel pueblo infeliz, cui iratus est Dominus in aeternum.

[Muerte del padre Segura] Al padre Juan Bautista de Segura dio cuna Toledo, estudios Alcalá, con no pocas aclamaciones de su raro talento, que le mereció la borla de maestro. Entrado en la Compañía pretendió instantemente el grado ínfimo de coadjutor temporal, no subió sino obligado de la obediencia al sacerdocio, ni después de ordenado se hubiera atrevido jamás a celebrar el primer sacrificio, si no lo hubieran compelido los superiores. Esta humildad profunda, este respetuoso temor, fueron como los ejes de toda su vida religiosa. San Francisco de Borja, aquel espíritu ilustrado, y guiado siempre del cielo, lo destinó rector del colegio de Villimar; de allí pasó con el mismo cargo a Monterrey para que debiese aquel colegio, reciente fundación del conde del mismo título, las primicias del espíritu a uno de los más fervorosos operarios de aquel tiempo. De Monterrey salió para rector de Valladolid, y de aquí para la misión de la Florida, donde le esperaba la corona.

[Noticia del Padre Quiroz y los restantes] El padre Luis de Quiroz era de una de las familias más ilustres de Sevilla, había allí entrado en la Compañía, y pasado a poner como un noviciado de su misión apostólica en el colegio que en el Albaicín de Granada tiene la Compañía para la instrucción y educación de los   —31→   moriscos. Solo sabemos de su carácter, que era de una inocencia, candor y suavidad de costumbres, que los hacían extremadamente amable a los hombres, y que lo hicieron, según toda apariencia, digno holocausto de las aras del Señor. De los seis hermanos que murieron, Pedro Linares, Gabriel Gómez, y Juan Bautista Méndez, habían sido admitidos en España. El hermano Sancho Cevallos y Cristóbal Redondo, habían venido con el padre Segura, en calidad de pretendientes, y probados suficientemente en largo en el largo viaje y algunos meses en la Habana, tomaron allí la ropa. El hermano Gabriel de Solís era de un ilustre origen, y sobrino del adelantado don Pedro Meléndez, a cuya sombra le brindaba el mundo con mil esperanzas. Edificado de las costumbres y la austera vida de los misioneros en la Florida, pretendió vivamente ser de su número, y lo consiguió para ser muy breve compañero de su triunfo. Esto es lo que hemos podido decir con certidumbre de estos gloriosos varones, y no hay duda sino que serían en la piedad y religiosidad muy conforme a aquellos a quienes, como tomándole a San León las palabras, dijo muy bien el padre Florencia: et electio pares, et labor similes, et finis fecit aequales.

[Dejan con vida al niño] Entre el tumulto y la confusión de aquella horrible escena, el niño Alonso, que como dijimos, para que les ayudase a misa y sirviese de intérprete, habían llevado consigo los padres, sin tener lugar seguro, corría por las calles bañado en lágrimas. El cacique hermano de don Luis, en quien parece había quedado algún rastro de humanidad, de que se había despojado el pérfido apóstata, lo acogió benignamente, y lo escondió para hurtarlo al furor de su malvado hermano; pero don Luis no había pretendido apagar su cólera sino en la sangre de aquellos que querían sujetar su libertad al yugo de Jesucristo. Así permitió el Señor que cegándose aquel bárbaro, dejase en Alonso un testigo tanto menos sospechoso, cuanto más sencillo de su maldad y de las maravillas de Dios, y un argumento evidente e irrefragable de la gloriosísima causa que le había movido a deshacerse de los misioneros. Hízole traer a su presencia don Luis. Un extraordinario consuelo de creer que iba a morir por Jesucristo. Presentose con un denuedo muy superior a su edad, dispuesto, como repetía después, a confesar la fe, y a acompañar a sus amados padres. Vive seguro entre nosotros, (le dijo el tirano) que solo hemos procurado quitar de nuestra vista unos importunos censores de nuestras acciones. Ya estamos en posesión de nuestra libertad. Ven conmigo, daremos sepultura a los cuerpos, según el rito que he visto usar a los cristianos   —32→   En efecto, hicieron entre todos un foso capaz en la capilla misma donde decían misa: juntaron los ocho cuerpos y las enterraron con honor, rezando con grande fuerza de lágrimas el niño Alonso algunas oraciones que había aprendido de los padres.

Apoderáronse los indios de todos los vestidos y despojos de los siervos de Dios, y de los sagrados vasos, que ignorantemente profanaban, mas no con tanta impunidad muy largo tiempo.

[Caso prodigioso] Referiré el caso (para no faltar por una parte a la fidelidad de historiador, y por otra parte que no se imagine que a mi albedrío le he quitado las circunstancias con que se halla en algunos autores) con las palabras mismas del padre Juan Rogel, que de su letra y pluma se halla entre los papeles del archivo de esta casa profesa, y que es incontestablemente el más antiguo y más auténtico monumento que puede alegarse en la materia: «Sucedió, (dice) que un indio con la codicia de los despojos, fue a una caja dentro de la cual estaba un Cristo de bulto, y queriendo abrirla y quebrarla para sacar lo que dentro había, y comenzando a desherrajarla cayó allí muerto. Luego le sucedió otro indio, que con la misma codicia, quiso proseguir el mismo intento y también cayó muerto. Otro tercero intentó lo mismo, y también le sucedió lo mismo. Entonces no osaron llegar más a la arca, sino que la tienen hasta hoy en día, con mucha veneración y espanto, sin atreverse a llegar a ella y de esto mismo me dieron noticia aquí unos soldados viejos que vinieron de la Florida, los cuales habían estado en Axacan, y les dijeron los indios, como aquella arca está todavía en pie, y nadie osa llegar a ella, aun agora al cabo de cuarenta años». Hasta aquí la sencilla relación del padre Juan Rogel, cuya autoridad sola pone nuestra sinceridad a cubierto de toda crítica, y nos alivia la pena de impugnar otras relaciones poco compatibles con este original.

[Excursión a Cuba y su motivo] Entretanto los padres Antonio Sedeño y Juan Rogel, y los hermanos Francisco Villa Real, Juan de la Carrera, Juan de Salcedo y Pedro Ruiz de Salvatierra, según la orden que les había dejado el vice-provincial, navegaron a la Habana; y mientras los unos con grande utilidad y ventajas del público, se ejercitaban en el recinto de la ciudad, el padre Antonio Sedeño con otro compañero, recorrían todas las poblaciones de la isla, haciendo en ellas fervorosas misiones, y de dejando por todas partes en las restituciones de lo mal adquirido, en las composiciones de las enemistades y los litigios, y en la frecuencia de los Sacramentos de confesión y comunión, que se veía renacer luego   —33→   donde quiera que entraban; pruebas bien claras de aquel gran celo que animó siempre sus acciones, y que aun en su última vejez le llevó, como veremos después, a morir en las islas Filipinas. Arribaron a este mismo tiempo a Cuba, puerto famoso en la costa austral de la misma isla a quien dio su nombre, once jesuitas bajo las órdenes del padre Díaz, compañeros de aquellos cuarenta; que sin más delito que el de católicos y celosos defensores de la Sede Romana, habían en la isla de Palma conseguido la de la inmortalidad a manos del pirata Jaques Soria. Voló a Cuba el padre Antonio Sedeño, y ayudado de la caridad de aquellos ciudadanos, los hospedó y alivió de los trabajos de una navegación tan penosa. Por su consejo pasaron a la Habana, donde sabida la dichosa suerte de sus compañeros, y mirados ya como confesores de Jesucristo, se atrajeron la veneración de toda la ciudad. Ni los engañó su piadosa credulidad, porque partiendo de la Habana a principios del año siguiente, y juntándose en Angra, una de las islas terceras, con otros compañeros, que llevados de la misma tempestad habían arribado a la isla española algunos de ellos (porque de treinta que habían quedado en los dos navíos, hubo de rebajarse en Angra la mitad) cayendo en manos del pirata Cadaville el día 13 de setiembre de 1571 con diversos géneros de muertes, glorificaron al Señor.

El padre Juan Rogel, que había quedado encargado de enviar a los cuatro meses a Axacan los necesarios alimentos, hizo cuanto podía por remitirlos a tiempo. Luego que hubo oportunidad, se hizo a la vela el piloto Vicente González, y en su compañía el hermano Juan de Salcedo. Dieron fondo en el puerto de Santa María; pero avisados de no sé qué interior movimiento no quisieron saltar en tierra. Echaron menos cierta señal que el padre Segura les había prometido hallarían en la costa. Veían a los indios con alguna ropa, que les parecía no podía ser sino de los padres. Los bárbaros para atraer a tierra a los españoles se vistieron algunas sotanas de los difuntos padres, y paseándose por la playa, venid, les gritaban, aquí están los padres que buscáis. Este grosero estratagema los acabó de confirmar en su sospecha. Al mismo tiempo dos indios más atrevidos destacándose de los demás, se arrojaron a nado, en que son velocísimos y alcanzaron el barco. Arrestáronlos a bordo, y sin más esperar levadas a gran prisa las anclas, pusieron proa a la Habana. Para evitar la fuerza de las corrientes, que en el canal de Bahama corren impetuosísimas de Norte, es preciso navegar muy empeñados en la tierra, y por consiguiente   —34→   muy vecinos a los cuyos islotes, que bordean por largo trecho el continente de la Florida. Esto dio ocasión a que uno de los indios se arrojase atrevidamente al mar. Se aseguró al otro, y se le condujo al puerto. Ni la dulzura con que se le trató en nuestra casa, en donde estuvo hospedado, ni las amenazas fueron bastantes para hacerle descubrir la verdad. El adelantado, que poco antes había venido de España, y tenía que navegar allá muy en breve, determinó pasar por Axacan para, averiguar la verdad de un hecho, de donde dependía todo el fruto de sus conquistas. Llevó consigo a los padres Juan Rogel, y a los hermanos Carrera y Villa Real. Entró en la tierra escoltado de tropa suficiente. Los indios habían huido al monte. Se encontró con el niño Alonso, de quien se supo puntualmente lo sucedido. Se les signó el alcance a los fugitivos: se hubieron a las manos ocho o diez de los parricidas, y se les dio sentencia de muerte. Se instruyeron, se bautizaron, y a lo que podemos conjeturar, movido el Señor a los clamores de aquella sangre inocente que pedía el perdón de sus enemigos, entraron a la parte de la herencia eterna.

[Éxito de don Luis] Concluida la ejecución, pidió el padre Rogel al gobernador le concediese una escolta de soldados para entrar al lugar de don Luis, y trasladar de allí a la Habana los huesos venerables de sus amados compañeros. Estaba la estación muy avanzada para el viaje de Europa, y no pudo don Pedro Meléndez condescender con tan piadosa petición. Prometió que a la vuelta, él mismo en persona pasaría a ejecutarlo. Don Luis, mucho antes de esta, expedición se había desparecido de su pueblo y de sus gentes. Huyendo de los españoles y de aquel sepulcro, testigo de la fe, a que tan vergonzosamente había faltado a Dios y a los hombres, se retiró lo más lejos que podía, monte a dentro. El padre Tannero en el elogio de estos gloriosos varones, y el padre Sachino en el libro 8 de la historia general de la Compañía, sobre opinión común muy válida en aquellos tiempos inmediatos en la Florida y en la Habana, escriben: que acongojado de los remordimientos de su conciencia, y apartado de todo comercio humano, pasó en el fondo de los bosques el resto de sus días en un continuo llanto. No desdice esta narración de la piedad que mostró luego después de pasados aquellos primeros transportes de su cólera. Perdonó la vida a aquel niño que podía y debía ser siempre testigo de su maldad. Procuró el entierro de los padres con la mayor decencia. Era dotado de un bello entendimiento, a que se añadía una muy cristiana educación, y el ejercicio   —35→   que había tenido hasta entonces de alta constante virtud, sobre todo la oración misma de aquellos a quienes dio la muerte, y la infinita clemencia de nuestro Dios nos hace gustosamente creer que pudo conducirlo a un sincero y saludable arrepentimiento.

[Descripción general de Nueva España] Mientras el terreno infeliz de la Florida no producía sino abrojos y zarzales bajo los pies de sus apostólicos ministros, la providencia del Señor preparaba a la Compañía de Jesús un suelo afortunado en que se lograse con infinitas cruces el fruto de sus trabajos. Había cincuenta años que Hernando Cortés, general de las armas españolas, había conquistado a la corona de Castilla la imperial ciudad de México, justamente aquel mismo año en que San Ignacio de Loyola, dejadas las grandes esperanzas que le daba su nacimiento y su valor, había pasado de la milicia del César a la de Cristo, como que ni a la fama de Carlos V ni al celo de Ignacio bastasen los estrechos límites del antiguo mundo. De México se extendieron las conquistas con increíble rapidez a todas las regiones vecinas, y se dio el nombre de Nueva-España a todo aquel gran país, que por más de seiscientas leguas se extiende desde el río y fuerte de Chagres en la costa oriental del istmo de Panamá, hasta el río Bravo o río del Norte, que por la parte septentrional la divide del Nuevo-México. El gobierno civil está dividido en tres audiencias o chancillerías residentes en México, Santiago de Guatemala y Guadalajara. El eclesiástico en diez obispados y dos arzobispados. El arzobispo de México tiene por sufragáneos los obispos de Tlaxcala o Puebla de los Ángeles, de Oaxaca, Yucatán, Guadalajara, Michoacán y Durango2. El arzobispo de Guatemala tiene a los obispos de Chiapa, Nicaragua y Honduras. Hablar de la riqueza, de la extensión y de la fecundidad de estos vastos países, sería ocioso después de lo que con tanta curiosidad como exactitud han escrito los naturales y extranjeros. Sin embargo, no podemos excusarnos de apuntar algunas particularidades, que acaso serán más del gusto de nuestro siglo. Parece que la naturaleza ha hecho en las demás partes un ligero ensayo de lo que quería perfeccionar en la América, y singularmente en la Nueva-España, que es como el centro de toda ella. Dejo aparte la fertilidad de sus campos, que cuasi sin respeto a las estaciones del año vuelven con prodigiosa multiplicación las semillas en cualquiera tiempo que se siembren. Dejo la fecundidad de sus   —36→   [...] 3 de que sin interrupción alguna han pasado a España tantos millones en espacio de dos siglos, sin otras muchas que se descubren cada día, y que no pueden a proporción cultivarse por las precauciones que ha parecido tomar a nuestros reyes. Dejo la infinita variedad de sus maderas, de sus frutas igualmente abundantes en todas las estaciones del año, de sus pescas tanto en los ríos, como en las costas de sus mares; solo sí no podemos dejar de ponderar la multitud innumerable de sus antiguos habitadores. Leyendo las historias de los antiguos mexicanos, y de aquellos que fueron testigos oculares en los primeros tiempos de la conquista, como Bernal Díaz del Castillo, Gómara, fray Bartolomé de las casas y otros semejantes, podrá formarse alguna idea de su número, y mucho mayor si se atiende a las epidemias que en diferentes años han asolado estas regiones. En la del año de 1575, que duró hasta los fines de 76 a diligencia del Excelentísimo señor don Martín Enríquez que gobernaba entonces, se averiguó haber muerto más de dos millones de los naturales. Subió aun más en la antecedente epidemia de 65, y mucho más en la que siguió inmediatamente al sitio y toma de la ciudad de México por los años de 1525. Sin embargo, a pesar de tan lamentables estragos, en la relación impresa, del famoso desagüe, escrita por don Fernando de Zepeda, y publicada el año de 1637, hallamos haber trabajado en esta obra importante desde 28 de noviembre de 1607 hasta 7 de mayo de 1637, 471151 indios, y 1666 indias que les asistían para el necesario sustento. Argumento grande de la innumerable multitud de los habitadores, y de la incomparable grandeza de los emperadores mexicanos de que a principios del siglo pasado apenas había quedado ya una tercia parte.

A proporción de la multitud de sus habitadores era y es la de sus montes, la de sus ríos, la de sus llanos y sus bosques, que por todas partes les proveían habitaciones cómodas y oportuno sustento. Entre sus montes se encuentran varias cordilleras nada inferiores a los Alpes y Pirineos. Desde cinco leguas de la Veracruz hasta el confín de los obispados de Puebla y Oaxaca, corre la encumbrada sierra del Cofre que los naturales llaman Xaupatheutli, como si dijéramos cuatro veces señor, por estar persuadidos, aun a la simple vista, a que eran estos montes cuatro veces más altos que el de Xuchimilco, cinco leguas al Sur de México, de quien llamaron Teuthtli. Se distinguen en esta cordillera el Cofre de Perote, y en otro de sus ramos el famoso volcán de Orizava, que según la observación de un misionero francés en el   —37→   presente siglo excede en mucho al pico de Tenerife, que hasta ahora se había tenido por el monte más alto de la tierra. Otra cordillera divide las provincias de Nicaragua y Honduras, y se extiende hacia el Sur hasta el istmo de Panamá. En esta angostura un alto monte ofrece la vista del uno y otro mar. Es también famoso en esta cordillera el volcán de Masaya, distante cinco leguas del mar del Sur; la subida es declive y fácil la cima, tiene una llanura de quinientos pasos en contorno, y en medio un pozo como de treinta pasos de diámetro, desde cuyo brocal se ve en el plan, como a cuarenta brazas de distancia, un fuego como de metal derretido en un continuo hervor de que tal vez salen a fuera llamas muy claras, y que dicen haberse visto a treinta leguas de distancia por el mar del Sur. El ilustrísimo señor don Fray Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapa, tuvo la curiosidad de ir de noche a su falda y de rezar alguna parte de las horas, sin más luz que la que comunicaba la llama misma del volcán. Cerca de la ciudad de Guatemala, y entre los confines de este obispado y el de Chiapa, corren otros montes hasta comunicarse con los Miges y los Chontales en la vecindad del obispado de Oaxaca. A la ciudad de Santiago de Guatemala tienen en continuo susto por sus temblores y erupciones dos vecinos volcanes. Al Sur de la ciudad de México está el monte de las Cruces, que por varios ritmos se entiende hasta muy dentro de la tierra. Al Oriente de la misma ciudad divide el arzobispado, del obispado de la Puebla, la Sierra nevada y el volcán que los naturales llaman Amalameca. Como a diez y siete leguas de la misma ciudad en la provincia de Chalco está el volcán de Popocatepetl, así llamado en la lengua mexicana por los penachos de espeso humo que muchas veces le observaron los naturales4.

En medio de esta se forman fortísimos valles, especialmente al Norte de la Nueva-España en los obispados de Puebla, México, Michoacán, Guadalajara. Es celebrado por su fecundidad el valle de Oaxaca, que dio nombre a aquella ciudad, capital de aquella diócesis, y en que concedió Su Majestad a don Fernando Cortés el título de su marquesado. Los valles de México, de Toluca, de Chalco, de Apam, de San Juan de los Llanos, y el que fecundiza en extensión de muchas leguas la laguna de México, son igualmente aplaudidos, o por la cría de los ganados, o por   —38→   la abundancia de sus cosechas. Son en esto también bastamente felices, los obispados de Michoacán y Guadalajara. Débese esta maravillosa fertilidad en la Nueva-España, así a lo templado de su clima, aunque tendido por la mayor parte dentro de la zona tórrida, como a las muchas vertientes, que bajando de tantos elevados montes, se forman en ríos, en arroyos y en lagos. Son los más famosos de sus ríos el de Alvarado, de Goatzacoalco, el de la antigua Veracruz, el de Medellín, a que dio nombre la patria del conquistador de estos países, el de Zempoala, el de Atoyaque, el de Cotasta, el de Cuautitlán, el de Tala, el de Xilotepec, y el río grande de Guadalajara; los de Nagualapa, Zacatula, Petatlán, y varios otros que bañan diferentes regiones. No son menos en el número y en el caudal de sus aguas las grandes lagunas que se encuentran en toda la extensión de la Nueva-España. La de Nicaragua, se tiene con razón por la mayor del mundo. No faltan autores que le conceden cerca de cien leguas de circunstancia: en esta desagua otra de cuarenta leguas de circuito. La de Chapala, en el obispado de la Nueva-Galicia, ha merecido por su grandeza le diesen los antiguos geógrafos el nombre de mar Chapalico; sin embargo, no es comparable con las de Nicaragua. Recibe esta laguna al río grande, que naciendo desde la provincia de Toluca5 la atraviesa con tanto ímpetu, que conserva sin confusión sus aguas, y sale del Poniente del mismo lago a desembocar en el mar del Sur. Son, aunque no tan grandes, bastantemente celebradas la de Zinzunza, compuesta de varias en el obispado de Michoacán, la de Zumpango, San Cristóbal, Texcuco y Chalco, cuya comunicación ha causado a México tan perniciosas inundaciones en diferentes tiempos. [Descripción de México] Esta ciudad, la más bella, la más grande y la más opulenta de la América, es la ordinaria residencia del virrey, gobernador, y capitán general de toda Nueva-España, como lo fue antes de los emperadores mexicanos los mayores del mundo en riqueza, y en la extensión de su imperio, solo inferiores a los antiguos romanos. Está situada a los 19 grados 20 minutos de latitud septentrional, y a los 268 grados 20 minutos de longitud, en medio de tres hermosas lagunas, que en todo componen más de treinta leguas de circunferencia, y fertilizan un valle de más de noventa, en que está colocada la ciudad, y le facilitan una increíble abundancia de todo lo conducente a las delicias de la vida por el comercio   —39→   de innumerables pueblos situados en los bordos mismos de los lagos. Según el cómputo de don Carlos de Sigüenza, parece haberse fundado esta ciudad por los años de Jesucristo 1327, ciento noventa y cuatro años antes de la conquista. El terreno es igual, unido y extremamente fértil. Las aguas cristalinas y delgadas, aunque a causa del terreno salitroso por donde corren no las más saludables. Las que se hallan estancadas e inmobles en los grandes lagos que costean la ciudad, no inficionan los aires, que se respiran bastantemente puros. Su temperamento es cuasi igual en todas las estaciones del año. No siente los rigores del invierno, ni los excesos del estío, entre los cuales, según aquella aplaudida y celebrada respuesta que se dio a Carlos V, no hay más distancia que la del sol a la sombra. Los altos montes que por todas partes coronan su horizonte, la defienden de los vientos fuertes e impetuosos. La hermosa vega en que está situada, la termina al Oriente la Sierra nevada, y el volcán de Amalameca. Al Poniente el monte de Xaltepec, célebre por la acogida que en su falda hicieron en su retirada los españoles al tiempo de la conquista, y ennoblecido después mucho más con el Santuario de la milagrosa imagen de los Remedios. Al Sur una parte del monte de las Cruces que llaman Cerro Gordo, y al Norte el de Cuatepec, infame en la antigüedad por les impuros misterios de la idolatría, y consagrado después por haber milagrosamente aparecido en una de sus cimas, que llaman Tepeyac, la admirable imagen de nuestra Señora de Guadalupe diez años después de la toma de México. Las lluvias duran por lo general cinco o seis meses, de mayo, a setiembre y octubre, con una fuerza y abundancia, que espanta a los que nunca han estado en la América. Las calles son muy derechas, muy espaciosas, todas empedradas en el centro de la ciudad y bastantemente limpias, respecto de las ciudades de Europa, que pueden competirle en el número de sus habitadores. El padre Tallandier hace a México igual con León de Francia. Hay en él veintisiete casas religiosas de hombres, y veinte de mujeres; diez y seis sujetas al ordinario, y de las cuatro restantes, tres a los franciscanos, y una a los dominicos. Ocho hospitales generales, y uno para los hermanos de la orden tercera; siete colegios o seminarios para la educación de la juventud; cuatro convictorios o colegios para la instrucción y crianza de niñas españolas, y uno para indias. Dos casas o recogimientos de mujeres escandalosas. Doce parroquias, cuatro de españoles, y las demás de los naturales. Pasan de sesenta los templos, que merecen este nombre,   —40→   y todos por lo general son de bella arquitectura, muy limpios ricamente aderezados. La plata y el oro brillan por todas partes en los muebles, en los ornamentos, en los retablos, en las cornisas y en las bóvedas. Los de más considerable fábrica, son la catedral, San Agustín, Santo Domingo, y la casa profesa de la Compañía. Los edificios son bastante altos, y ciertamente mucho más de lo que permite el débil cimiento sobre que se levantan. El ordinario material es una piedra ligera y esponjosa, semejante en parte a la que se saca del mar, pero de un color de almagre muy subido, que con el ceniciento de la cantería sólida, hace el exterior muy agradable a la vista. Del resto de los edificios públicos los de más arte y hermosura son el palacio o residencia del gobernador y capitán general, real casa de moneda, real aduana, real universidad, la inquisición, real colegio de San Ildefonso, casa de ejercicios, hospital del orden tercero, y la vastísima y suntuosísima fábrica, que para la educación de las hijas de vizcaínos pobres ha construido y liberalísimamente dotado el cuerpo de esta noble nación. Fue erigida la ciudad en chancillería por el emperador Carlos V, año de 1526, por auto expedido en Burgos a 29 de noviembre, que se halla inserto en la ley 3, libro 2, título 15 de la Recopilación de Indias. En el año siguiente vino la primera audiencia, y con ella Fray Juan de Zumárraga, religioso franciscano de grande virtud y literatura, en calidad de protector de los indios, que vuelto después a España, fue consagrado a 27 de abril de 1533 por obispo de la Carolina, que así pareció bien llamar entonces a la Nueva-España, y quedó después por primer obispo de México, habiendo erigido esta iglesia en catedral nuestro Santísimo Padre Clemente VII, por bula expedida a 9 de setiembre de 1534. Paulo III, por los años de 1547, la hizo Metrópoli de todos los obispados de la América Septentrional, en cuya posesión estuvo muchos años hasta que se erigió en arzobispado Santiago de Guatemala, de que hablaremos a su tiempo. El tribunal de la santa inquisición lo fundó en las Indias don Felipe II por auto expedido a 25 de enero de 1569, como se ve por la ley 1, título 19, libro citado de la Recopilación, y su residencia en México determinada por la ley tercera del mismo título, fecha en San Lorenzo a 26 de diciembre de 1571. Veinte años antes el emperador Carlos V había creado la universidad, por auto expedido en 21 de setiembre de 1551 inserto en la ley 1, título 22 del mismo libro. La confirmó después Paulo V, y le concedió los estatutos de Salamanca el año de 1555.

  —41→  

[Historia de la insigne y real colegiata de Guadalupe] Dejando para los que han tratado más largamente las historias de la América, la relación circunstanciada de aquellas cosas, que o por su de naturaleza o por arte ennoblecen la capital de Nueva-España, de que pueden verse Torquemada, Betancourt, Bernal Díaz, Lacalle, don Francisco Cervantes, y otros autores, no podemos dejar de hacer especial mención de la gloria que la ilustra con la Aparición milagrosa de nuestra Señora de Guadalupe, a cuya historia, bien escrita ya por varias piadosas plumas, no tendríamos que añadir, si cultivándose cada día más estas regiones no se hubiera aumentado en estos últimos años con la piadosa devoción de la ciudad, un nuevo lustre a este piadoso santuario en la creación de la insigne y real colegiata, de cuya historia por no estar escrita aun en otra parte, y por haber tenido en ella no poca intervención la Compañía de Jesús en la persona del sabio y devoto padre doctor Francisco Javier Lazcano y de otros esclarecidos varones, que por vivir aun no podemos nombrar sin mortificar su modestia, haremos aquí un breve pero exacto compendio.

Murió en México por los años de 1707 el noble y piadoso caballero don Andrés de Palencia, dejando en su testamento cien mil pesos para la fundación de un convento de religiosas agustinas, o en su defecto de una colegiata en el santuario de Guadalupe, una legua al Norte extramuros de esta ciudad, y añadiendo al dicho legado todos los frutos de sus haciendas, dinero y escrituras para esta erección, asignando para los gastos el remanente de sus bienes. La majestad del señor don Felipe V y su real consejo, no tuvo por conveniente la fundación del monasterio, y por despacho de 26 de octubre de 1708 mandó aplicar el legado a la colegiata, cometiendo al Excelentísimo señor don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, formase una junta de personas doctas, y representase a su Majestad lo que pareciese conveniente en el asunto. El excelentísimo pidió su dictamen al ilustrísimo señor don F. José Lanciego, ya entonces arzobispo de México, al Cabildo eclesiástico, al fiscal de la real audiencia y al beneficiado del mismo santuario, que todos de un mismo parecer determinaron haber caudal suficiente para la pretendida fundación. Había por este mismo tiempo don Pedro Ruiz de Castañeda, albacea testamentario de don Andrés de Palencia, ofrecido otros ocho mil pesos, réditos de sesenta mil, y añadieron otros tres mil del santuario y parroquia, en cuya virtud el Excelentísimo señor don Fernando de Alencastre, duque de Linares, que había sucedido al señor Alburquerque, propuso a su Majestad en 30 de julio de 1714 el   —42→   plan de un abad, cuatro canónigos, cuatro racioneros y demás ministros correspondientes al servicio de la iglesia. Aprobado por el real consejo este plan, ocurrió su Majestad a Roma por las bulas necesarias, pidiendo a su Santidad, que de las cuatro canonjías, dos fuesen de oficio, que el curato se agregase al Cabildo, que se dignase concederle el título de insigne, que fuese del real patronato, y como tal permitiese a su Majestad presentar a las prebendas, cuya ejecución se cometiese al arzobispo de México. En estos términos se expidió la bula en 9 de febrero de 1725. En el año siguiente, en 27 de setiembre, se entregaron en las reales cajas los ciento sesenta mil pesos, y habiendo muerto en el ínterin el ilustrísimo Lanciego, ocurrieron por nueva bula los apoderados de don Pedro Ruiz de Castañeda, pretendiendo para la mayor brevedad se cometiese la erección al obispo de Michoacán. En Roma, o por evitar contingencias, o por estilo corriente de la curia, o por alguna otra razón que se ignora, se despachó bula en 18 de agosto de 1729 dando la facultad, no al obispo de Michoacán, sino a su vicario. En consecuencia de este despacho se hubiera luego procedido a la ejecución, a no haberse opuesto el Cabildo metropolitano sede vacante: entre tanto llegó a México el nuevo arzobispo don Juan Antonio de Vizarrón, y mudado enteramente el sistema, se determinó recurrir a España. Por enero de 1746 se pretendió de su Santidad nueva bula, suplicando se diese la comisión al arzobispo; en su defecto, a su vicario, y en el de ambos al obispo de Geren, auxiliar de la Puebla, y en el de éste a los canónigos de oficio de la catedral de México. Obtenida la bula en 15 de julio de 1746, expuso la cámara en 25 de enero del año siguiente, que el fondo de la colegiata eran quinientos veintisiete mil ochocientos treinta y dos pesos, cuyos réditos importaban cada un año, veintiséis mil trescientos noventa y un pesos y cuatro reales, a que debían agregarse tres mil pesos del santuario que componen veintinueve mil trescientos noventa y un pesos y cuatro reales. Arreglado a este fondo formó la cámara un nuevo plan, de un abad con dos mil doscientos y cincuenta pesos, diez canónigos a mil y quinientos cada uno, seis raciones, cada uno a novecientos, seis capellanes con doscientos cincuenta, un sacristán mayor con cuatrocientos, otro menor con trescientos, un mayordomo con seiscientos, seiscientos para música, cuatro acólitos con ciento veinticinco cada uno, dos mozos de servicio con doscientos veinte y los dos mil seiscientos uno y cuatro reales para la fábrica y necesidades de la parroquia. Informaba también a su Majestad la cámara, que para   —43→   la imposición de este capital ningún otro medio le parecía más propio, más fijo, corriente y desembarazado, que los novenos de la catedral de México, o los de la Puebla en caso que estos no alcanzaran. El señor don Fernando VI (ya entonces reinante) se sirvió aprobar esta determinación; pero mandó que en los novenos de México solo se cargasen doce mil pesos, y lo restante en los de la Puebla, ínterin que se proporcionaban otras seguras fincas para lo correspondiente a dichos réditos. En consecuencia de esta resolución proveyó su Majestad las prebendas, destinando para primer abad al señor don Juan de Alarcón y Ocaña. Y atendiendo la cámara lo mucho que se había retardado esta erección, por espacio de cuarenta y un años en que había tenido gran parte la distancia de los lugares, y estando por entonces en la corte el ilustrísimo seño doctor don Manuel José Rubio y Salinas, electo arzobispo de México, se resolvió por despacho de 31 de diciembre de 1748, rubricado por su Majestad en buen Retiro, y refrendado por don Juan Antonio Valenciano, que la dicha erección la hiciese en Madrid el referido ilustrísimo electo, a quien después de tantos años reservaba el Señor y su Santísima Madre esta gloria, como presagio seguro de su feliz y acertadísimo gobierno. Se finalizó este importante negocio en 26 de marzo de 1749. Después acá, creciendo con el mayor culto la devoción y la confianza para con esta milagrosa imagen, aunque desde el año fatal de 1737 se había jurado patrona mandado guardarse el día de su Aparición 12 de diciembre en la ciudad de México; sin embargo, y debiendo gozar el beneficio de tan singular patrocinio todo el reino de Nueva-España, se extendió finalmente a toda ella, jurándose patrona universal con grande aplauso de toda esta ciudad y reino a 9 de noviembre de 1756.

[Primeras noticias de la Compañía en la América] Aunque hacía algunos años que trabajaban en la cultura de esta viña muchos predicadores evangélicos, se deseaba la Compañía de Jesús que acabada de nacer, hacía ya un gran ruido en el mundo. Las primeras noticias que de ella se tuvieron en la América, vinieron por dos de los primeros compañeros que tuvo San Ignacio, inmediatamente después de su conversión. Calixto Sá, había sido un discípulo tan fervoroso del Santo, que más de una vez lo acompañó en las Cadenas, y aunque dejó después aquella vida apostólica que había emprendido, navegando en cualidad de comerciante a la una y a la otra América, sin embargo, conservó siempre un alto concepto del fundador de los jesuitas y de la Compañía, que vio fundada después de pocos años. Aun más pudo contribuir a los designios de Dios en esta parte don Juan de Arteaga.   —44→   Este se había dedicado también enteramente a la instrucción de San Ignacio. Pasando el Santo a París a continuar sus estudios, Arteaga, como Sá, habiendo algún tanto descaecido de su fervor, aunque dedicado al servicio de la Iglesia, se engolfó en la pretensión de honores y dignidades. Logró en efecto, el obispado de Chiapa erigida en catedral por Paulo III, poco tiempo después de confirmada la Compañía. El afecto con que miraba al Santo y la nueva religión, le hizo escribir a San Ignacio ofreciéndole el obispado para alguno de sus compañeros que quisiera entrasen con él a la parte de la pastoral solicitud. Ni hay duda que si el ilustrísimo Arteaga hubiera llegado a tomar posesión de su rebaño, hubiera sido el primero que trajese a los jesuitas a la América; pero convaleciendo en México de algunas leves tercianas de que había adolecido en Veracruz, y aquejado una noche de una sed ardiente, por agua bebió la muerte en un vaso de solimán, que no sé a qué efecto estaba sobre una mesa en su misma recámara. La buena opinión que este prelado había esparcido de la Compañía, junto con la fama de los prodigios de San Francisco Javier, y de los trabajos de los demás compañeros de Ignacio, que llenaba por entonces toda la tierra, movió al reverendísimo Fray Agustín de la Coruña, del orden de San Agustín, a que consagrado de allí a algunos años obispo de Popayán, pretendiese con las más vivas instancias llevar algunos de la Compañía, sobre quien descansara alguna gran parte del peso de su mitra.

[Pretende traer jesuitas don Vasco de Quiroga] Más singular y eficazmente que todos los demás apreció la Compañía de Jesús el ilustrísimo señor don Vasco de Quiroga, uno de los más santos y doctos prelados que ha tenido la Nueva-España. Viviendo aun su Santo fundador, mandó a España a don Diego Negrón, chantre de su santa iglesia de Michoacán, encargado entre otros graves negocios, de procurar con la mayor actividad la venida de los jesuitas a su diócesis. Murió San Ignacio de Loyola poco después de llegado el chantre a España, y en aquella desolación en que se hallaba todo el cuerpo después de un golpe tan sensible, y mientras se procedía a la elección de nuevo general, no le pareció haber oportunidad para establecer su pretensión. Sucedió dignamente a San Ignacio el vicario padre Diego Laines, en cuyo tiempo habiendo navegado a Cádiz en persona el ilustrísimo don Vasco a tratar con el rey católico asuntos más dignos de su carácter y de su celo, consiguió del padre general le señalase cuatro jesuitas que traer consigo a Michoacán. No había llegado aun la hora en que el Señor quería servirse de la Compañía en estos países. Los cuatro   —45→   padres señalados enfermaron tan gravemente en el puerto de San Lúcar, que el celosísimo prelado tuvo la mortificación de volver sin ellos a su iglesia. Murió poco después lleno de años y merecimientos, y consolado con la firme esperanza de que vendrían después de sus días a Michoacán los jesuitas, como expresamente afirmó no pocas veces. Algunos años después el noble y poderoso caballero don Alonso de Villaseca, procuró por medio de sus agentes en Europa, que pasase a estos reinos la Compañía, poniendo a este efecto dos mil ducados en España, y ofreciendo lo demás que se necesitara para su transporte y subsistencia. Finalmente, la llama que hasta entonces no había prendido, digámoslo así, sino en el pecho de uno u otro particular, se extendió luego por todo el cuerpo de la ciudad, y aun del reino.

[Escribe la ciudad al rey y este a San Borja] El virrey, la audiencia, la ciudad, el inquisidor mayor don Pedro Moya de Contreras, el señor Villaseca, y muchos otros particulares, de común acuerdo, determinaron escribir a su Majestad sobre un asunto tan interesante. Justamente llegaron estas cartas a tiempo que acababa el rey de recibir otras de los reinos del Perú, en que el virrey de Lima, la audiencia y la ciudad, daban a su Majestad las gracias de haberles enviado poco antes al padre Gerónimo Portillo, y sus fervorosos compañeros. Esta misteriosa contingencia dio a conocer al prudente príncipe lo que podía esperar de la pretensión de la audiencia de México. Despachó luego cédula al padre Manuel López, provincial de Castilla, en estos términos, que significan bastantemente el celo verdaderamente católico de Felipe II, y su afecto particular a la Compañía. «Venerable y devoto padre provincial de la orden de la Compañía de Jesús de esta provincia de Castilla. Ya sabéis que por la relación que tuvimos de la buena vida, doctrina y ejemplo de las personas religiosas de esa orden, por algunas nuestras cédulas, os rogamos a vos, y a los otros provinciales de dicha orden, que en estos reinos residen, señalásedes y nombrásedes algunos religiosos de ella, para que fuesen a algunas partes de las nuestras Indias a entender en la instrucción y conversación de los naturales de ellas, y porque los que de ellos habéis nombrado han sido para pasar a las nuestras provincias del Perú y la Florida, y otras partes de las dichas Indias, donde mandamos y ordenamos residiesen y se ocupasen en la instrucción y doctrina de los dichos naturales, y tenemos deseo de que también vayan a la Nueva-España, y se ocupen en lo susodicho algunos de los religiosos, y que allí se plante y funde la dicha orden, con que esperamos será nuestro   —46→   Señor servido por el bien común que de ello redundará en la conversión y doctrina de los dichos indios; por ende vos rogamos y encargamos, que luego señaléis y nombréis una docena de los dichos religiosos, que sean personas de letras, suficiencia y partes, que os pareciere ser necesarias para que pasen y vayan a la dicha Nueva-España, a se ocupar y residir en ella en lo susodicho en la flota que este año ha de partir para aquella tierra, que demás del servicio que en ello haréis a nuestro Señor, cumpliréis con lo que sois obligado, y de como así lo hiciéredeis nos daréis aviso para que mandemos dar orden como sean proveídos de todo lo necesario a su viaje. De Madrid a 1.º de marzo de 1571. Yo el rey. Por mandado de su Majestad Antonio de Eraso».

Respondió a su Majestad el padre Diego López, que la resolución de aquel negocio, y elección de los sujetos, pertenecía privativamente al padre general. Despachó luego el rey correo a Roma con carta al general y encargos para que su embajada hiciese toda diligencia para el pronto éxito de la pretensión. [Señálanse los fundadores] Oyó San Francisco de Borja con increíble júbilo la petición del rey católico. Prontamente señaló con el padre Sánchez doce sujetos de las provincias de Toledo, Castilla y Aragón, que hubiesen de navegar en la próxima flota. El padre Pedro Sánchez destinado provincial de la nueva provincia, era un sujeto muy digno de que cayese sobre él la elección del santo Borja. Antes de entrar en la Compañía, había sido miembro muy distinguido de la Universidad de Alcalá, su doctor, catedrático y rector; lo fue después del colegió de Salamanca, y gobernaba actualmente con grande acierto el de Alcalá, cuando recibió la orden de pasar a la América. La carta del padre general decía así: «Quisiera que la armada que va a la Nueva-España, diera lugar a que nos viéramos antes que vuestra reverencia se embarcara; mas porque mi jornada se hará conforme a como querrá caminar el señor cardenal Alejandrino, legado a la Majestad católica y al rey de Portugal, con quien su Santidad me ha mandado vaya, que creo será muy poco a poco por ser muy flaco; y aunque está ya de partida la armada, como entiendo se hará a la vela al fin de agosto, para lo cual su Majestad por una su carta me ha pedido doce sujetos, y es vuestra reverencia uno de los que para esta nueva empresa he escogido. Vaya, padre mío, con la bendición de nuestro Señor, que si no nos viéremos en la tierra, espero en su divina majestad nos veremos en el cielo. Y con la brevedad que sea posible, se parta con los demás de esa provincia, que   —47→   aquí diré a Sevilla. De todos va vuestra reverencia por superior y provincial de la Nueva-España. Placerá a la infinita misericordia del Señor daros a todos copiosa gracia, ut referatis fructum sexagesimum, et centesimum. Enviarse ha a Sevilla su patente. Creo que ya en Madrid estará pasada la licencia, y lo que será menester. Y para procurar en Sevilla su viático, flete y matalotaje, será bien ir con tiempo. De Roma a 15 de julio de 1571. Francisco».

Los nombres de estos doce sujetos, expresa el mismo San Francisco de Borja en carta escrita al padre provincial de Toledo, en estos términos: «Para la misión de Nueva-España he hecho elección de doce que su Majestad pide, y son estos. De la provincia de vuestra reverencia, el padre Pedro Sánchez, rector de Alcalá por provincial; el padre Eraso; el hermano Camargo en Plasencia; Martín González, portero de Alcalá, y Lope Navarro, residente en Toledo. De Castilla irán, el padre Fonseca, el padre Concha, el padre Andrés López, el hermano Bartolomé Larios, y un novicio teólogo. De Aragón, los hermanos Esteban Valenciano y Martín Mantilla». Recibidas estas cartas, partió prontamente el padre doctor Pedro Sánchez a despedirse de los duques del Infantado, a quienes debía particular estimación. Estos señores que le amaban como a padre, procuraron por todos caminos impedir su viaje, escribiendo para el efecto al padre provincial de Toledo. Pero como la partida no dependía de su arbitrio, se excusó este con la determinación del padre general, a quien pasó luego la noticia. Su paternidad muy reverenda procuró satisfacer con la importancia del asunto a los excelentísimos duques, que no fueron los únicos en procurar se impidiese el viaje del provincial. Los excelentísimos de Medina, Sidonia, lo pretendieron con más ardor, y cuasi lo hubieran conseguido si el mismo padre llevado del amor de la obediencia no hubiese aquietado sus ánimos, para que aunque con dolor, le concediesen su grata licencia para embarcarse, y aun le regalasen con muchas y preciosas reliquias de las que adornaban la capilla de su excelentísima casa.

[Detiénense no sin especial providencia] De Guadalajara pasó el padre provincial a la corte a besar la mano a su Majestad, y ofrecerle de parte del padre general y de sus compañeros, sus personas y obsequios. El rey que tenía largas noticias de la doctrina y eminente virtud del padre Sánchez, gustó mucho de conocerle, y dio después benignamente las gracias al padre general de haber destinado a las Indias un sujeto de tan celebrado mérito. Dio orden a la casa de contratación en Sevilla para que se les proveyese de todo   —48→   lo necesario, lo que aun prescindiendo de la orden de su Majestad, ejecuto muy gustosamente don Juan de Ovando, presidente del real consejo de Indias, que había tenido en Salamanca estrecha amistad con el padre provincial, y amaba tiernamente a la Compañía. Por mucha diligencia que hizo el padre Pedro Sánchez para su despacho en la corte de Madrid, no pudo llegar a Sevilla, donde le esperaban los demás compañeros hasta el 10 de agosto, puntualmente el mismo día en que se hizo a la vela la flota de San Lúcar. El sentimiento de no haber podido cumplir con las órdenes de su Majestad bajo cuya protección y a cuyas expensas pasaban a la América, y de haber perdido un convoy tan apetecible en la carrera de Indias, afligió no poco a los padres; pero la serie del tiempo descubrió los ocultos designios de la Providencia. La flota había salido muy tarde, y por próspera que fuera la navegación era preciso les cogiesen los movimientos del equinoccio, cuasi sobre las costas de la América: alléganse los nortes, que desde principios de octubre, hasta fines de enero son los vientos reinantes de estos mares. Los más de los navíos sin poder tomar el puerto de Veracruz, más temible aun en el Norte, que los mares mismos, naufragaron en las costas vecinas con pérdida de toda la gente, y lo más precioso de la carga.

Partida la flota, quedaba a los misioneros el consuelo de los galeones, que estaban surtos en el puerto, a cargo del adelantado don Pedro Meléndez, que a principios de aquel año había llegado de la Florida. Los galeones habían de hacer escala en Cartagena, y pasar de allí a la Habana, de donde juzgaban muy fácil el transporte a Veracruz. Habíase ya alcanzado de su Majestad la gracia de que en estos puertos se diese a los padres de su real erario lo necesario a su sustento, y se tenía ya ajustado el pasaje en el galeón San Felipe. Algunas personas muy afectas a los padres, les representaron lo avanzado de la estación, lo dilatado del viaje, en que emplearían forzosamente otro tanto tiempo, y aun más de lo que podían esperar en el puerto, las incomodidades de los puertos, y la dificultad de hallar en la Habana barco pronto a Veracruz, que en aquellos tiempos era muy raro. Estas razones de que el mismo general don Pedro Meléndez estaba persuadido, obligaron a los padres a deshacer el viaje; pero logrando la ocasión el padre Sánchez, escribió al padre Antonio Sedeño, que pasase a Nueva-España a dar al virrey y audiencia, noticia de las causas de su demora, y a prevenirles hospicio en las ciudades por donde hubiesen de pasar. Partieron poco después los galeones a principios de enero, y   —49→   el de San Felipe en el golfo de las Yeguas prendió fuego sin que pudiera librarse un solo hombre. Era visible el cuidado con que volaba el cielo sobre la misión en América, en que no pudieron dejar de convenir aun sus mismos émulos, y cuyos efectos admiramos aun hoy, pudiendo afirmar que en doscientos años no ha perecido misión alguna de cuantas han venido a la provincia de Nueva-España.

[Consecuencias de la detención en Sevilla] Ni fueron estas solas las felices consecuencias de la detención de los padres en Sevilla. Entretanto, había llegado a España el eminentísimo Alejandrino, legado del santo pontífice Pío V, cerca de sus majestades, católica y fidelísima, para unir las fuerzas de estos dos pontífices a las del estado eclesiástico, Venecia y Génova contra el Turco. Había venido con el eminentísimo San Francisco de Borja, y habida su licencia, pasó el padre provincial a la corte a recibir de aquel hombre inspirado, las lecciones de prudencia, de caridad, y de fervor con que debía plantarse la nueva provincia. En efecto, se reguló la conducta que debían tener los provinciales de Andalucía con las misiones de América, lado los procuradores de Indias, y diligencias que en la casa de contratación debían hacer para su despacho, todo conforme a las órdenes de su Majestad y a la modestia de la Compañía. Aun más, como había sido tanta la detención, se dio lugar a que o sus provincias, o sus deudos se interpusiesen por algunos de los padres y hermanos destinados a la Nueva-España, y que finalmente hubieron de quedarse en Europa, y fueron los padres Eraso, Fonseca, Andrés López, un hermano novicio de la provincia de Castilla y de Aragón: el hermano Esteban Valenciano: en lugar de estos cinco señaló ocho el padre general, y fueron el padre Diego López, destinado rector del primer colegio que se fundase; el padre Pedro Díaz, para maestro de novicios; el padre Diego López de Mesa; el padre Pedro López; el padre Francisco Bazán, y tres estudiantes teólogos, Juan Curiel, Pedro Mercado y Juan Sánchez, sacados de las provincias de Andalucía, Toledo y Castilla. Vuelto a Sevilla con su nueva recluta el padre provincial, mientras se proporcionaba el embarque, repartió a sus compañeros en las ciudades vecinas; Rota, Medina, Sidonia, Cádiz, San Lúcar, y Jerez de la Frontera, sintieron muy luego la fuerza de sus palabras y ejemplos. Veíanlos en los hospitales y en las cárceles servir humildemente a los presos y enfermos: predicar al rudo pueblo en las plazas: explicar la doctrina a los niños en las escuelas, y cantarla con ellos por las calles. Estos humildes y provechosos ministerios, juntos con la grande; opinión   —50→   que se tenía de su literatura, hicieron tanta impresión en los ciudadanos de Jerez, que desde luego determinaron fundar en su ciudad un colegio de la Compañía, como en efecto lo consiguieron después de pocos años.

[Embárcanse día de San Antonio de 1572] Tal era el ejercicio de los misioneros en España por las costas de Andalucía, y del mismo modo y con igual fruto trabajaban en la Habana los padres Sedeño y Rogel con los hermanos que restaban de la misión de la Florida. Con la llegada de don Pedro Meléndez, y cartas que traía del padre provincial, pasó el padre Sedeño a Nueva-España a dar noticia al señor virrey, y preparar hospedaje a la misión. Llegó a México a fines de julio con el hermano Juan de Salcedo. Gobernaba en la Nueva-España don Martín Enríquez, quinto virrey de México, que había muy bien conocido en Europa, y aun tenía alguna relación de parentesco con San Francisco de Borja. Oyó con gusto la noticia, y sabiendo que venía de provincial el padre Pedro Sánchez quedó dudoso si sería aquel célebre doctor de Alcalá, que conocía, no persuadiéndose a que quisiese, o la provincia de Toledo, o la Compañía, privarse de un sujeto que podía hacer a la religión tanto honor en la Europa. La sede arzobispal vacaba por muerte del ilustrísimo don Fray Alonso de Montúfar desde el año de 68. Pasó luego el padre Sedeño a presentarse al señor inquisidor mayor, y a la ciudad y Cabildo eclesiástico, y desechando las grandes promesas que le hacían todos estos señores, a ejemplo de San Ignacio y de nuestros mayores, no quiso otra cosa que el hospital de la Concepción, bajo el nombre de Jesús Nazareno. Entretanto el padre Pedro Sánchez y sus catorce compañeros conducidos hasta la playa del excelentísimo señor duque de Medina, Sidonia, y algunas otras personas de respeto, se habían embarcado el día 13 de junio a bordo de la flota, divididos en dos navíos. Un trozo de la flota no pudo partir hasta el siguiente día. En todo el tiempo de la navegación después de comer se explicaba cada día la doctrina cristiana. De noche se rezaba el Rosario y cantaba la Salve, y se concluía con alguna conversación provechosa, a que se añadía algún ejemplo. Todos los domingos y días festivos, se predicaba con increíble fruto de confesiones de aquella pobre gente. Asistían los padres al consuelo y alivio de algunos pocos enfermos, y en los puertos cuasi toda la tropa, tripulación y pasajeros, confesaban y comulgaban, siguiendo el ejemplo del general don Juan de Alcega, y el almirante don Antonio Manrique, que en la dignidad no menos que el cargo tenían el principal lugar.

  —51→  

[Arribo a Canarias, a Ocoa y a Veracruz] Con este favor y religiosa distribución llegó el primer trozo de la flota a los ocho días a la gran Canaria. No pensaba el general detenerse en la isla; pero le fue necesario hacerlo tres días para que allí se le incorporase el resto de las naves que habían salido un día después con la Almiranta. Esta feliz contingencia fue de un increíble consuelo a los isleños, que tuvieron la satisfacción de volver a ver en su país al padre Diego López, de cuyos gloriosos trabajos en esta isla, en compañía del ilustrísimo señor don Bartolomé de Torres, dejamos hecha mención por los años de 1568. Todo el tiempo emplearon nuestros misioneros en oír confesiones hasta bien entrada la noche. El padre López y sus compañeros tuvieron el sólido consuelo de ver después de cuatro años tan fresca aun la impresión que la divina palabra y los heroicos ejemplos de virtud de aquel prelado incomparable, habían hecho en los ánimos dóciles de aquellos ciudadanos. Los colegios que el señor obispo había deseado fundar en su diócesis, no habían tenido efecto, y sobre no sé qué artículo se había pretendido anular la donación que de sus bienes había hecho a la Compañía; sin embargo, consiguieron algunos se diese a la nueva provincia la librería de su Ilustrísima. A los tres días, sin haber obtenido noticia alguna del otro convoy que había pasado al Este de las islas, partió la flota para Nueva-España, y el día primero de agosto a la misma hora entraron con igual felicidad los dos trozos en Ocoa, puerto a la costa austral de la isla española, diez leguas al Oeste de Santo Domingo. Aquí fue necesario detenerse algunos días en que los navegantes, y a su ejemplo los moradores de la tierra tan sensiblemente asistidos del cielo, dieron grandes muestras de su piedad, frecuentando los sacramentos, repartiendo con mano liberal muchas limosnas, y aun saliendo después del sermón que se hizo de misión todos los días en trajes y ejercicios de penitencia. Así merecieron que con la misma clemencia que hasta allí los trajese el Señor el resto de la navegación que concluyeron con inaudita felicidad, arribando a San Juan de Ulúa a los 9 de setiembre. Una tempestad, una muerte, un contratiempo no hubo entre tanta multitud de gentes, en tan diversos temperamentos, y en ochenta y nueve días que estuvieron en el mar. Solo sucedió un principio de desgracia que no sirvió sino para aumentar el gozo y dar a conocer más abiertamente la protección del Señor que los conducía bajo de sus alas. Una noche muy serena, con muy clara luna, y un viento como se podía apetecer, navegaban en conservar todos los navíos, cuando improvisamente cayó al agua un   —52→   joven y se aviso con una pieza a los demás navíos. De todos se echaron prontamente cables, boyas, barriles como suele acontecer. El último venía el barco donde estaba el padre Pedro Sánchez. Mientras que los padres absolvían y oraban por aquel infeliz, uno del mismo navío echó un tonel atado a un cable. A1 momento mismo que acabó de desenvolver toda la cuerda, sintió asirse el náufrago. Comenzó a cobrar con diligencia, llamó en su socorro a otros compañeros, y al mismo al subirlo a bordo en sus brazos reconoció a su hermano. Esta aventura llenó de júbilo a toda la gente y a los padres, que no dejaron de tomar ocasión para hablar del nuevo amor y obligaciones que tenemos a la sociedad, pues en efecto, a su hermano sirve, aunque sin conocerlo, quien sirve a su prójimo.

[Acogida que se les hizo en Veracruz vieja] El puerto o rada de San Juan de Ulúa se halla a los 19 grados de latitud boreal, y 280 pocos minutos menos de longitud. El año de 1572, de que vamos hablando, no tenía aun forma de ciudad la Nueva-Veracruz. Solamente Labia algunas bodegas y almacenes en la playa para la guarda de algunos efectos, que no podían tan prontamente transportarse a la Veracruz Vieja, y un hospital que poco antes había hecho edificar don Martín Enríquez. La descarga se hacía en la antigua Veracruz, cinco leguas más al Norte, donde eran por el río conducidos los efectos. Estuvieron los padres en dicho hospital que les había preparado el padre Sedeño, bajado allí poco antes con mucha pobreza, aunque con muy grande caridad. El señor virrey e inquisidor habían encargado a algunos sujetos el cuidado y regalo de los padres, que sin poderlo resistir se hallaron abundantemente abastecidos, y a no haber prevalecido en ellos clamor de la humildad y abatimiento, los hubieran sacado del hospital. Los pasaron luego a Veracruz, y aunque por no mortificarlos, hubieron de prepararles posada en el hospital de la ciudad, pero fue con tanta opulencia y comodidad en todo, que correspondía muy bien a la grandeza y dignidad de los aposentadores y a su amor a la Compañía. A la entrada de la ciudad salieron a recibirles con mucha fiesta y aparato, el gobernador, clerecía, regimiento, oficiales reales, y lo más florido de la tierra, con no poca mortificación de su religiosa modestia. Fueron conducidos a la iglesia a dar gracias al Señor de la felicidad del viaje. Aquí se detuvieron nueve días sin poder moderar en fuerza de sus representaciones los excesos de liberalidad y benevolencia con que se veían asistidos de parte de su excelencia y del señor inquisidor. A los dos o tres días de llegados   —53→   celebraba la ciudad la fiesta de su titular la Santa Cruz, el día 14 de setiembre. Y aunque estaba tan estrecho el tiempo, instaron al padre provincial, por la grande opinión que se tenía de su literatura, honrase el púlpito aquel día. Predicó el padre, aunque cuasi de repente, con tanta elocuencia, doctitud y energía, que confirmados en el alto concepto que tenían de la erudición y piedad de la Compañía, suplicaron se quedase allí alguno de los padres para principio de fundación. El padre provincial respondió, que según las órdenes de su Majestad debía presentarse con todos sus compañeros al señor virrey: que esperaba poderles dar gusto luego que estuviese en México establecida la Compañía, en cuya memoria viviría siempre la gratitud debida a tanta caridad y devoción.

[Su viaje a Puebla] El comisario del santo tribunal quiso costear a los padres el viaje hasta México, enviando con ellos alguno de los ministros, con cuya autoridad hallasen lo necesario en el camino, entonces muy embarazado con las muchas gentes que atrae la flota. Esto pareció a los padres no poderse admitir sin contravenir a su amada pobreza. El ánimo generoso de su Majestad, dijeron, se ha dignado mandar a los oficiales de esta su real caja nos provean de todo lo necesario para el camino. Agradecemos la buena voluntad del señor inquisidor, y no podemos despreciar el honor que nos hace su Majestad, a cuyas órdenes hemos partido de la Europa. Admitir uno y otro sería desmentir de la pobreza que profesamos. Los oficiales reales por su parte aunque quisieran haber cumplido con las órdenes del rey, y enviar a los padres con la mayor comodidad que fuese posible, no se les dio lugar a ejecutarlo. Los misioneros quisieron por sí mismos proveerse de equipaje y cabalgaduras de muy poca comodidad. Fletaron una recua o arria, y el día 18 de setiembre salieron de Veracruz para México, muy gozosos de sentir los efectos de la pobreza, y persuadidos a que esta era la piedra más sólida y escogida que podían poner por cimiento de la nueva provincia. Caminaban los siervos del Señor en unas cabalgaduras de muy poca comodidad, algunos en medio de dos tercios, los que mejor acomodados iban, sin más silla ni estribos que una dura enjalma, cubiertos con una pobre y grosera frazada, por no tener o no haber habido tiempo para desembarcar los manteos. Una caravana como esta no parecía la más propia para hacerse lugar en las ventas y poblaciones por donde pasaban, llenas entonces de muchos y ricos comerciantes que bajaban y subían de Veracruz a México. Sin embargo, descuidados enteramente   —54→   de sí mismos velaba en su cuidado la Providencia, de suerte que los hospederos, gente por lo común interesada y grosera, los atendían mejor que a los más ricos pasajeros, y estos cuanto eran más distinguidos, tanto más se edificaban y compungían de la pobreza y humildad de unos hombres, cuya piedad y sabiduría tenía en expectación a todo este reino.

[Pretende esta ciudad detenerlos y pasan a México] Así llegaron a la ciudad de la Puebla situada a los 279 grados 40 minutos de longitud, 19 grados 30 minutos de latitud boreal 22 al Sur Este de México. Hospedáronse en un mesón aquella noche; pero sabiéndolo a la mañana don Fernando Pacheco, arcediano de aquella santa iglesia, los condujo a su casa, que poco antes acababa de fabricar con ánimo de darla a la Compañía que ya se esperaba en Nueva. España. O con alusión a este piadoso intento, o por algún otro fin que ignoramos, se habían grabado sobre la puerta principal aquellas palabras del salmo 117. Justi intrabunt per eam. El piadoso arcediano creyó haberse cumplido la profecía de su inscripción viendo entrar por sus puertas a los jesuitas. Lavó por sus mismas manos los pies a todos, con un ejemplo de benevolencia y humildad cristiana que mortificó no poco la modestia de los padres. Ofrecioles su casa, pidiendo que se quedasen allí algunos sujetos, a que concurrieron muchas otras personas de la ciudad. Y aunque por entonces no pudo el padre provincial condescender como quisiera, prometió, sin embargo, atender como debía al buen efecto de aquella cesárea ciudad, lo que como veremos tuvo efecto después de algunos años. Pasaron de allí a México donde entraron conducidos por agua desde Ayotzinco el día 28 de setiembre. El Excelentísimo señor don Martín Enríquez, el señor inquisidor don Pedro Moya de Contreras, y algunas otras personas del mayor respeto, habían prevenido se hiciese a la misión un honroso recibimiento. La prudencia del padre Pedro Sánchez previno un lance tan ajeno de la humildad religiosa. Dispuso la jornada de suerte que entró en la ciudad a las nueve de la noche, sin saberlo más que el padre Antonio Sedeño, que para prepararles el alojamiento, se había adelantado desde Puebla. Fueron derechamente al hospital de que arriba hablamos, fundación y monumento grande de la piedad de Hernán Cortés, primero marqués del Valle, de quien tomó el nombre. Allí en unas desacomodadas piezas, sin puertas ni ventanas, ni más colchón que unas esteras de palma, que allí llaman petates, pasaron con grande incomodidad y mucho júbilo de espíritu aquella primera noche.

  —55→  

[Triste situación de la juventud mexicana] Cuando llegó a esta gran ciudad la Compañía, no había más que tres religiones. La de San Francisco que se fundó por los años de 1524. La de Santo Domingo, el año de 1526, a 23 de junio. La de San Agustín, el año de 1533 a 1.º de junio. De nuestra Señora de la Merced habían venido tres desde el principio de la conquista, como capellanes del ejército de Hernán Cortés; pero no hicieron cuerpo de religión, ni vinieron en comunidad hasta el año de 1574. Todas estas religiones venidas de Europa con el apostólico designio de convertir indios infieles, se habían consagrado enteramente a este ministerio con tantas bendiciones del cielo sobre este penoso trabajo, que en tan pocos años como precedieron a la Compañía habían bautizado más de seis millones de gentiles. Siendo tanta la mies y los operarios tan pocos, no podía sobrarles tiempo para emplearlo en el cultivo de los ciudadanos españoles, y en la educación de sus hijos, que en estos países es aun más que en todo el resto del mundo, de la mayor importancia. [Carácter de los mexicanos] El clima de México es el más uniforme, el más templado y benigno de la tierra. Suma su fertilidad y su abundancia. Las complexiones delicadas, los genios dulces e insinuantes, los ingenios por lo general vivos y penetrantes. Mucha la riqueza, el fomento más cierto de todos los vicios. Pacificada ya la tierra había cesado enteramente el uso y profesión de las armas. El comercio era poco necesario en una región que suficiente a sí misma no necesita de otra alguna. La multitud de los indios para el servicio del campo, y demás oficios mecánicos, los excusaba de este trabajo, y siendo la mayor parte de la juventud en aquellos primeros tiempos hijos de los conquistadores, o de ricos comerciantes, se juzgaban poco decentes. No quedaba para los jóvenes más ejercicio que el de las letras. Se había fundado la universidad algunos años antes. El genio de la nación es nacido para las ciencias, tenía muy doctos maestros la universidad; pero por falta de no buen cimiento en latinidad y letras humanas, se trabajaba mucho, y se estaba siempre en un mismo estado, con harto dolor de los catedráticos, y con gran temor de los españoles cuerdos. Este era el gran motivo que tuvo presente don Martín Enríquez, hombre de una prudencia consumada, y toda esta ciudad para pedir a su Majestad los jesuitas.

[Preséntanse al señor virrey con la cédula de su Majestad] Divulgose en México luego a la mañana el día de San Miguel la venida de los padres, la pobreza con que caminaban, la modestia con que habían evitado el honor con que se intentaba recibirlos, la incomodidad de su alojamiento, y la humilde y religiosa alegría con que llevaban   —56→   los trabajos, no dejándose servir aun de los familiares del hospital en el aderezo de sus aposentos. El señor inquisidor don Pedro Moya de Contreras, dos prebendados de la santa iglesia catedral en nombre del venerable deán y cabildo sede vacante, y los prelados de las religiones pasaron aquella mañana misma a incitarles de su arribo. La fama había llegado al palacio del señor virrey antes que los padres, desembarazados de visitas de tanto respeto, hubiesen podido, según las órdenes de su Majestad presentarse a su excelencia. Oyó la humildad y modestia de su entrada y porte, y lleno de júbilo... bien se muestra (dijo) que son hijos de su santo padre y fundador Ignacio de Loyola. Luego que llegaron a su presencia los quince misioneros, reconociendo, aunque después de algunos años, por algunos rasgos, el semblante, al padre doctor Pedro Sánchez, él es, dijo a los que le hacían corte, y levantándose de su asiento le salió al encuentro con suma dignación algunos pasos. Abrazó con grandes demostraciones de afecto y de alegría al padre provincial y algunos de los más graves sujetos. Entregósele la cédula de su Majestad, que no podríamos omitir sin defraudar a nuestros lectores de una pieza que muestra el celo y amor con que miraron desde su cuna a esta provincia nuestros reyes. «Sabréis (decía) mi virrey, gobernador y capitán general de la Nueva-España, como nos tenemos gran devoción a la Compañía de Jesús, y a esta causa por la grande estima que de la vida ejemplar y santas costumbres de sus religiosos tenemos, hemos determinado enviar algunos varones escogidos de ella a esas nuestras Indias Occidentales, porque esperamos que su doctrina y ejemplo haya de ser de gran fruto para nuestros súbditos y vasallos, y que hayan de ayudar grandemente a la instrucción y conversión de los indios. Por lo cual, de presente os enviamos al padre doctor Pedro Sánchez, provincial, y a otros doce compañeros suyos de la dicha Compañía que van a echar los primeros fundamentos de su religión a esos nuestros reinos. Siendo, pues, nuestra resolución ayudarlos en todo, vos mando, que habiendo de ser esta obra para servicio de Dios y exaltación de su santa fe católica, luego que los dichos religiosos llegaren a esa tierra los recibáis bien, y con amor, y les deis y hagáis dar todo el favor y ayuda que viéredes convenir para la fundación de dicha religión, porque mediante lo dicho hagan el fruto que esperamos. Y para que mejor lo sepan hacer, vos les advertiréis de lo que os pareciere como persona que entiende las cosas de aquesa tierra, señálandoles sitios y puestos donde puedan hacer casa e iglesia a propósito».

  —57→  

Leyó el virrey la cédula, la besó y pasó, según costumbre, sobre su cabeza, y añadiendo, que aun prescindiendo de órdenes reales tan precisas, él estaba por sí mismo muy dispuesto a favorecer en todo y contribuir al establecimiento de la compañía en Nueva-España, lo que haría en toda la posteridad muy recomendable el tiempo de su gobierno, que conocía la casa y familia de su santo fundador; que tenía a mucho honor haber tratado en España, y aun tener alguna sangre de su general San Francisco de Borja; motivos todos, que fuera del principal de la obediencia y rendimiento debido a la real cédula, lo empeñaban en obedecerla gustosamente, muy seguro de que la Compañía de su parte cumpliría con las obligaciones que le imponía el haber merecido al rey católico su augusta confianza. Visitaron aquella misma mañana al Cabildo eclesiástico y religiones, y por ser tiempo ocupado, dejaron para la tarde la visita del señor inquisidor. De todos fueron recibidos con demostraciones del mayor aprecio; pero singularmente del señor don Pedro Moya de Contreras, cuyo nombre nunca puede repetirse sin que haga eco el agradecimiento en nuestros pechos. Este ilustre personaje había sido en la gran Canaria provisor del ilustrísimo don Bartolomé de Torres, y heredero del singular afecto que siempre tuyo a la Compañía aquel varón apostólico. Allí había tratado al padre Diego López, y tenido bajo su dirección los ejercicios de nuestro padre San Ignacio, de donde sacó mucha luz para desempeñar después con tanto acierto los grandes cargos que fió a su prudencia el rey católico, haciéndolo inquisidor mayor de estos reinos, después arzobispo de México, visitador general de su audiencia, y finalmente, presidente del real y supremo consejo de las Indias, en que murió con singulares muestras de piedad.

[Resístense a salir del hospital, y enferman todos] Muchas personas, así religiosas como seculares, intentaron sacar a los padres del hospital, y entre ellos con especialidad el reverendísimo fray Juan Adriano, provincial del orden de San Agustín, y el reverendísimo fray Melchor de los Reyes, de la misma religión, que desde antes de llegar les tenían prevenidos cuartos en que hospedarlos. No habiendo podido conseguirlo explicaron su buena voluntad en muchos regalos de aves, y varios otros géneros comestibles. Entre todos brilló la caridad de don Hernando Gutiérrez Altamirano, que luego el primer día, sabiendo la falta de ropa que padecían los recién llegados, les envió dos piezas de paño, una negra para sotanas, y otra parda para sobre ropas, que de este color se usaron por más de cien años en la provincia, y una frazada   —58→   o gruesa colcha para cada uno de los sujetos. Lo mismo practicó después en todas las necesidades de los nuestros que llegaron a su noticia, remediándolas prontamente, sin aguardar a que nada le pidiesen, y no podemos dudar sino que esta magnanimidad que usó con la Compañía y con otras cosas religiosas, premió nuestro Señor aun en lo temporal, multiplicando sus riquezas, y haciéndolo tronco ilustre de los condes del valle de Santiago de Calimaya, una de las más nobles y más antiguas casas de México. Bien se conoció luego al día siguiente de llegados el consejo de la providencia en haberles dado por casa el hospital. Adolecieron todos, y entre los que más gravemente, el padre provincial. La enfermedad era una fiebre aguda y maligna con rapto a la cabeza, que ocasionaba un profundo letargo, de que había perecido una gran parte de los recién llegados en la flota. Los padres fuera de la común causa de la mutación de tantos temples desiguales y de diversos alimentos, habían dado bastante motivo a que hiciese presa en ellos el accidente. En la navegación y en los puertos donde arribaban habían trabajado mucho en predicar y oír incesantemente confesiones. La caminata había sido sumamente incómoda, la habitación en que estaban muy desabrigada, y para unos forasteros muy expuestos a inficionarse de las vecinas salas de los enfermos. El alimento que se los daba aun después de tocados de la enfermedad, era escaso, grosero, mal sazonado, y ordinariamente frío, porque se repartía primero a las otras salas del hospital. Y aunque muchos sujetos, y con especialidad el Cabildo eclesiástico, enviaban muchos y copiosos regalos de cuanto podía necesitarse para el delicado sustento de nuestros enfermos, todo se entregaba al mayordomo de la casa para que repartiese con los demás, contentándose los nuestros con lo que él quisiese darles de limosna.

Pero cuanto más se mortificaban y abatían en todo los siervos del Señor, tanto más su Majestad los ensalzaba y hacía respetables a toda la ciudad. Los visitaba diariamente lo más lucido de México. Los canónigos de la Santa Iglesia, los enviados del señor virrey, los religiosos de todos órdenes, pasaban largos ratos en la cabecera, ya del uno, ya del otro, aunque estuviesen los lechos tan pobres y las piezas tan mal aseadas, que no parecían conformes a la gravedad de sus personas. El señor inquisidor con un exceso de ternura, digno de su virtud, repasaba todas las camas, abrazando paternalmente a cada uno. Los prelados con un admirable ejemplo de caridad, mandaron hacer comunes oraciones   —59→   en sus respectivas familias por la salud de nuestros enfermos; que amaban y trataban como a hermanos; y el reverendísimo provincial de San Agustín, no contento con hacer lo mismo que todos, ordenó al reverendísimo reverendo padre doctor Fray Agustín Farfán, religioso e insigne médico del mismo orden, que en compañía del doctor Fuentes asistiese con el mayor esmero a los padres. Admiraban todos en los enfermos la humildad en sus muebles y personas, la mansedumbre y paciencia en sus dolores, la modestia que observaban aun en los accesos de una fiebre violenta, y sobre todo, la alegría invariable del semblante, a pesar de la incomodidad de la pobreza, y aun del peligro de la vida. Con la cuidadosa asistencia de tan hábiles médicos y regalos de todos los órdenes de ciudadanos, que a pesar de la resistencia de los padres, crecían cada día, y en mejor forma para evitar los piadosos ardides que les inspiraban su mortificación y su pobreza, sanaron todos, excepto el padre en Francisco Bazán, que murió a los 28 de octubre, día de los santos apóstoles San Simón, y Judas.

[Muerte del padre Bazán, su elogio y exequias] Era el padre Francisco Bazán natural de Guadix, rama ilustre de los marqueses de Santa Cruz. Entrando en la Compañía el año de 1558, halló su ingeniosa humildad modo de ocultar la nobleza de sus cunas, haciéndose llamar Arana: sus grandes talentos, de que eran testigos las universidades de Alcalá y Salamanca, pretendiendo el grado de coadjutor temporal, y sirviendo mucho tiempo en la cocina, sin dejar salir de sus labios jamás una palabra por donde se viniese en conocimiento de los grandes progresos que había hecho en la filosofía, teología y derecho canónico. Habíale dotado el Señor singularmente del talento de la palabra, que ejerció con mucho fruto, corriendo en misiones la Galicia, y más en la navegación que hizo en la Almiranta, con el hermano Juan Sánchez, testigo ocular de cuanto hasta aquí hemos escrito, que se halla de su puño en uno de los más antiguos manuscritos del archivo de la Profesa. En componer las querellas de la gente de mar, en explicarles la doctrina, leerles algún libro devoto, rezar con ellos el Rosario, y atender a sus confesiones, gastaba la mayor parte del día y de la noche. Lo que le daban para su sustento, enviaba muy secretamente a algún enfermo, habiéndolo antes superficialmente gustado; hallando así en su grave mortificación, con que fomentar la caridad. Era de unas maneras muy dulces, y religiosamente festivo, dotes de que se valía maravillosamente para atraer sin violencia a la virtud a todas las personas que trataba. Una provincia tan observante y religiosa,   —60→   bien merece haber tenido en su cimiento, y haber dado al cielo por primicia sujeto de tan rara humildad, y tan acreditado fervor.

Intentaron nuestros padres, conforme a la modestia que usa la Compañía, y al estado presente de los negocios, se diese al cadáver sepultura sin aparato alguno, como a los demás pobres que mueren diariamente en los hospitales; pero divulgándose la nobleza del difunto; y lo principal, sus heroicas virtudes en la ciudad, no pudieron impedir que la providencia del Señor no glorificase los funerales de aquel humilde Padre, que por su amor había tanto procurado abatirse. El entierro se hizo con la mayor solemnidad, se le puso un ornamento riquísimo. Cantó la misa uno de los señores prebendados, y la ofició la música de la Catedral. Esperan sus huesos la universal resurrección en la iglesia del mismo hospital. Entretanto, convalecidos los demás, dispuso el reverendo padre fray Agustín Farfán, pasasen a convalecer al pueblo de Santa Fe, dos leguas al sudueste de México, perteneciente al obispado de Mechoacán. Había allí fundado un hospital la caridad de aquel gran prelado don Vasco de Quiroga, de cuyas virtudes tendremos que hablar aun en más de un pasaje de esta historia, y su administración, como el curato del pueblo estaba vinculado a una de las prebendas de aquella Santa Iglesia, y lo obtenía entonces el noble caballero don Diego Bazán: este, que como los demás ilustres miembros de aquel Cabildo, habían heredado del señor don Vasco un tierno amor a la Compañía, se ofreció a llevar y mantener allí a su costa a todos los enfermos hasta estar enteramente restablecidos.

[Primeros ministerios en México, y donación de un sitio] Con la caritativa asistencia y regalo que allí tuvieron, convalecieron muy breve nuestros padres y volvieron a su antigua morada del hospital de nuestra Señora. Predicaba frecuentemente el padre Diego López, hombre de un raro talento y fervor, de que había dado más de una prueba en la Europa. Muy lejos de aquellas curiosidades y agudezas que entretienen el entendimiento, y no llegan jamás al corazón, eran sus exhortaciones de una fuerza y claridad admirable, de una doctrina llena de espíritu y verdad. Concurrían de todas partes de la ciudad y todo género de personas a escucharlo con ansia. La iglesia, los patios vecinos y la calle, en todo aquel distrito en que podía oírse su voz, todo se llenaba. Como caía la semilla del Evangelio sobre un terreno dócil se comenzó muy en breve a coger a manos llenas el fruto. Se estableció la frecuencia de los Sacramentos, a que se daba comúnmente principio por una confesión general. Se vio la   —61→   reforma en los trajes, las sinceras reconciliaciones de muchos enemistados. Los jueces, los mercaderes, no daban paso sin parecer de aquellos que miraban por maestros. A estos felices principios, ayuda poco la necesidad de servirse de ajenas iglesias y ajenos púlpitos. Dos meses habían ya pasado sin que hubiese algún fijo bienhechor sobre quien pudiesen contar seguramente los padres para su subsistencia en México. Esto es tanto más notable, cuanto han sido siempre muy famosas, aun de los autores extranjeros, la piedad y liberalidad de los mexicanos para con las familias religiosas; pero el Señor con las enfermedades, con el desabrigo y la escasez de tantos días, tentaba verosímilmente la confianza de sus siervos, y los enseñaba a descansar tiernamente en el seno de su Providencia. En silencio y paciencia, por no ser gravosos a la ciudad, determinaron encomendar a su Majestad el negocio, ni quedó burlada su esperanza. Don Alonso de Villaseca, el más opulento ciudadano de México, que algunos días antes había enviado al hospital cien pesos de limosna, adoleciendo de no sé qué leve indisposición, llama una noche a su casa al padre provincial: propónele como allí cerca tenía unos solares despoblados que ocupaban un grande sitio, que si parecían a propósito los ocupasen los padres, a quienes hacía desde luego entera donación. El lugar estaba en aquel tiempo cuasi fuera de la ciudad. Los pocos edificios arruinados, solo servían para los carros, y las recuas que le venían de sus haciendas, sin embargo, no se abría por otra parte brecha alguna: se debía mucho agradecimiento al señor Villaseca, y pareció no deberse agriar su ánimo ni de los demás que pudiesen aprovecharnos con una repulsa, que tuviera visos de soberbia.

[Sentimiento del virrey, y composición de un pequeño pleito] Se admitió la donación, y con el mayor secreto se pasaron todos una noche a aquel sitio sin noticia aun del señor virrey. Este piadoso caballero había meditado dar a los padres mejor lugar en la plaza del Volador, quiere decir, en el centro de la ciudad, cercano a su palacio; pero se declaró tarde. Él tuvo la mortificación de que otro le hubiese prevenido y algún amoroso sentimiento de la suma modestia y religiosidad de los jesuitas en no haberse declarado con su excelencia sobre la cualidad del sitio que se les ofrecía, por no parecer que pretendían se les mejorase. Pasaron a su nueva habitación a principios de diciembre: vivían con suma incomodidad, de cuatro en cuatro, y dedicaron para capilla la pieza menos mala, viniendo a quedar el altar debajo de una escalera, justamente donde está ahora la puerta principal del colegio.   —62→   Luego que se divulgó la nueva morada, que ya ocupaban como propia los padres, comenzó a frecuentarse de todo género de personas nuestra pequeña ermita. Decían misa uno a uno, con ornamentos muy pobres, con cáliz y patena de estaño. Don Luis de Castilla, caballero del orden de Santiago y regidor de México, remedió luego esta necesidad, enviando todo el aderezo y muebles más preciosos de su oratorio. Muchas piadosas señoras convirtiendo en sagrados los profanos adornos, nos proveyeron asimismo de palias, de frontales, manteles y toda la demás ropa necesaria para la decente celebración de los divinos misterios. El primer cuidado del padre Pedro Sánchez, fue formar algún género de clausura de adobes o ladrillos crudos, y que poco a poco se fuesen practicando nuestros ministerios. Aunque el sitio era tan escusado, pareció a los religiosísimos padres predicadores, que caía dentro de sus cannas o lindes, y modestamente expusieron su dicho a la real audiencia, para que tomásemos lugar en que no se perjudicase a sus excepciones. Noticioso el padre Pedro Sánchez de tan justa oposición, pasó a verse con el reverendo padre fray Pedro Pravia, procurador que era entonces, e inmediatamente fue electo prior de aquel imperial convento. Propúsole con grande modestia, que la Compañía no recibía estipendio por misas, sermones, ni algunos otros ministerios: que sus colegios se mantenían de sus rentas propias, y no pedía limosna por las calles; que en consecuencia de esto, la Sede Apostólica había concedido a la Compañía el privilegio de edificar intra cannas de los otros órdenes religiosos, aun mendicantes, y sentenciado a su favor en la causa del colegio de Palencia, como constaba por las bulas de los sumos pontífices Pío IV, que comienza: Et si ex debito pastoralis officii, expedidida el año de 1561, que su paternidad expedida se dignase pasar por ella los ojos, y que si no quedaba su religión enteramente satisfecha, que en el nombre de la Compañía cedía desde luego aquel sitio, y antepondría la paz y el respeto que debía al orden sagrado de predicadores a todas sus comodidades e intereses.

[Religiosa caridad de los padres predicadores] La humildad y modestia del padre Pedro Sánchez, sostenida de la justicia de la causa, hizo todo el efecto que podía esperarse en el ánimo de un padres predicador, varón tan religioso y docto. Cesó luego la contradicción, y para dar a conocer al público aquella observantísima familia que la justa representación que habían hecho en fuerza de sus privilegios, no disminuía un punto el tierno amor que nos habían profesado y manifestado hasta entonces, vino el reverendo padre prior a ofrecernos su bella y majestuosa   —63→   iglesia, para celebrar en ella la fiesta de la Circuncisión del Señor, y titular de nuestra Compañía, trasladando entonces, y después hasta ahora para la tarde, la solemne función de procesión de las huérfanas, que ese día dota la archicofradía del Santísimo Rosario. En efecto, no pudiéndose resistir a tan afectuosas y sinceras instancias, se hubo de celebrar nuestra fiesta en aquel hermoso templo. Cantó la misa el padre provincial. Predicó el padre rector Diego López, dando un elocuente testimonio de los grandes favores que en la Europa había debido la Compañía desde su cuna, a tan esclarecida religión. El padre doctor Pedro Sánchez pagó como podía aquella religiosa caridad, haciendo que dos de nuestros estudiantes que no habían aun acabado la teología, pasasen a oírla a las escuelas de Santo Domingo, con tanto afecto y esmero de aquellos sabios maestros, como se vio en varias públicas funciones con que los honraron. En la pobre casa crecía cada día más el concurso de gentes piadosas. La juventud, que por lo que oía decir a sus padres, esperaba tener algún día por maestros los jesuitas, comenzó a aficionárseles mucho. En determinados días salía por las calles una inocente tropa de niños cantando la doctrina cristiana. Gobernaba la procesión el padre rector Diego López, con una caña en las manos, hasta la plaza mayor, donde con increíble concurso y mucho provecho de un vulgo innumerable, explicaba alguno un punto de la doctrina, y concluía otro con alguna exhortación moral. Las primeras veces que se practicó este ejercicio, uno de los más importantes y provechosos que usa la Compañía, muchas personas de todas calidades, refirieron a los padres como en los tiempos inmediatos a su venida, se había escuchado cuasi diariamente por las calles de México, aquel tono mismo en que cantaban con los niños la doctrina, y como nadie había podido descubrir al autor de aquellas voces, que sin duda, decían, eran angélicas.

Así lo hallamos uniformemente testimoniado en todos los antiguos manuscritos de la provincia, y escrito por autores gravísimos, dentro y fuera de la Compañía; y a la verdad, como este prodigio no tanto cedo en alabanza de nuestros primeros fundadores, como en gloria de la santísima doctrina de la Iglesia católica, ¿quién no cree cuán agradable será al cielo, a los ángeles y al mismo Señor Autor y consumador de nuestra fe, que sus más grandes misterios se cantasen públicamente por boca de niños inocentes, en una región que acababa de salir por su piedad de las tinieblas, y sombra de la muerte, a la admirable luz? ¿Y   —64→   a quién no se le hará muy verosímil que los santos ángeles con una tan sensible demostración, quisiesen mostrar su júbilo y no tanta aplaudir al celo de la Compañía, cuanto excitarlo a un ministerio tan glorioso, y que hace una de las partes más sustanciales de su apostólico instituto?

[Edifican la primera iglesia de la Compañía los indios Tacuba] Con la recomendación de este prodigio era muy sensible a toda la ciudad que no tuviésemos un fondo de templo capaz de los grandes concursos que prometían tan bellos principios; sin embargo, los padres no querían importunar a los vecinos, y de parte de estos no se daba paso a una obra que no podía dejar de ser muy costosa. En estas circunstancias se dejó ver cuanto las ideas de Dios son superiores a los consejos humanos. El excelentísimo señor don Martín Enríquez, don Pedro Moya de Contreras, don Alonso de Villaseca, sobre quienes podía fundarse la más sólida esperanza, todos desparecieron, todos cedieron a la piedad y al tierno afecto que mostró a la Compañía un noble indio. Era este don Antonio Cortés, cacique, y gobernador del pueblo de Tacuba, una legua al Oeste de México, entonces numerosísimo. Presentose acompañado de los principales de su nación, al padre Pedro Sánchez, y hablando en nombre de todos: «Bien habrás sabido, padre, (le dijo) como nuestros mayores, en agradecimiento de haberlos traído el Señor al seno de la Iglesia, edificaron a su Majestad la iglesia catedral. Imitadores de su fe no queremos nosotros serlo menos de su reconocimiento y de su piedad. Persuadidos a que la vuestra es una religión enteramente consagrada a la pública utilidad, sin excepción alguna de personas, hemos creído no podíamos hacer a nuestro Señor obsequio más agradable, ni más importante servicio a esta nuestra capital, que edificar el primer templo de la Compañía de Jesús. Movidos a este intento únicamente por la gloria de Dios y utilidad de nuestros hermanos, deberás hacernos la justicia de persuadirte, a que no esperamos más paga que la que el Señor quisiere darnos en el cielo. El templo, bien que no tan magnífico y suntuoso como nosotros querríamos, y como lo exige la grandeza de les divinos oficios; pero a lo menos conforme a nuestras fuerzas, será sólido, hermoso, y capaz para vuestros santos ministerios». El padre provincial agradeció, como debía, tan grande beneficio, y prometió tenerlo muy presente para procurar que toda, la provincia lo correspondiese, dedicándose con particularidad al cultivo de los naturales. Abrieron luego los cimientos para un templo de tres naves y cerca de cincuenta varas de fondo. Trabajaban en la obra más de   —65→   tres mil indios con tanto fervor y alegría, que en tres meses, quedo perfectamente concluido, muy hermoso por dentro, aunque por fuera cubierto de paja, lo que hizo se le diese por muchos años el nombre de Xacalteopan. Se fabricó el nuevo templo no sin especial disposición del cielo, en el lugar mismo donde hoy está la iglesia del colegio Seminario de San Gregorio a quien se dio después6.

[Resolución de desamparar la Habana] Entre tanto el padre provincial, extendiendo a todas partes las miras de su caridad, no pensaba sino en la Florida. Esta misión debía por orden de San Francisco de Borja incorporarse en la nueva provincia. Desde la venida del padre Antonio Sedeño no se habían tenido de ella nuevas algunas, ni podían tenerse por el poco o ningún comercio que había entonces de la Habana a Veracruz. El padre Pedro Sánchez había venido encargado de nuestro padre general San Francisco de Borja de visitar aquella misión y la residencia de la Habana. La experiencia le mostró cuán difícil era cumplir con esta orden. En la carrera de España a las Indias no se hace ni puede hacerse escala en la Habana, y mucho menos en la Florida, sin un grande extravío. Pasar de México allá, era dejar la nueva provincia en su cuna sin aquel materno abrigo de que tanto se necesitaba en el sistema presente de las cosas. Todos los padres consultores fueron de opinión que no convertía faltase un punto de México el provincial. En consecuencia de esta resolución, encargó la visita de aquellas residencias al padre Antonio Sedeño. Volviendo este a la Habana halló enteramente arruinada la vice-provincia de la Florida. Los españoles habían desamparado la tierra, ni les quedaba más presidio que el de San Agustín. Los indios aborrecían cada día más a los europeos, y habían huido a los montes, de donde no salían sino para causar continuas inquietudes a los moradores del presidio. La residencia de la Habana no podía subsistir sin la misión de la Florida, único fin por la cual se había procurado. Determinó, pues, el padre Sedeño que todos los padres y hermanos pasasen a la Nueva-España. No se pudo entender en la ciudad esta resolución sin un grande sentimiento. El ilustrísimo señor don Juan de Castilla y el ayuntamiento de la ciudad, suplicaron al padre Sedeño   —66→   no quisiese privarlos de tanto bien como traía a su ciudad la Compañía, o a lo menos sobresediese un tanto mientras daban cuenta a su Majestad de cuya clemencia esperaban un suceso muy glorioso a la Compañía y muy saludable a su país.

[Representación hecha sobre esto al rey] En efecto, escribieron al rey don Felipe II cuanto importaba en aquella ciudad un colegio de la Compañía. El fervor de espíritu incansable con que predicaban, y la universal reforma de costumbres que seguía su predicación: la grande oportunidad que allí tenían para hacer, conforme a su instituto, correrías y apostólicas expediciones por todas las innumerables islas vecinas llenas aun de indios bárbaros, cuya conversión a nuestra santa fe por sí misma tan apetecible y tan digna del celo y cuidados de su Majestad católica contribuiría no poco para hacerlos más dóciles al suave yugo de la dominación española, y acabaría de afianzar sobre sus sienes la corona de tantos y tan remotos pueblos cuya fidelidad vacilaba en los errores de su gentilidad; que sobre todo reconocían una suma necesidad de esta nueva religión para la crianza y educación de la juventud, así en las letras como en virtud y política, para que parece los había dotado singularmente el cielo, y de cuya aplicación y esmero en esta parte podían ser testigos ellos mismos en todos aquellos años, en que con ocasión de la misión de la Florida, habían morado en su ciudad los jesuitas. Concluían pidiendo se dignase su Majestad darles el consuelo que pretendían, interponiendo su autoridad y augusto nombre para que no desamparase la Compañía un país tan dócil hasta entonces a sus instrucciones y ejemplos. El padre Antonio Sedeño escribió también de su parte al rey la comisión de que se hallaba encargado. La ninguna esperanza que restaba de la Florida, que por lo que miraba a la Habana, la Compañía tenía mucho que agradecer a aquella ilustre ciudad, y estaba muy dispuesta a servir a la Santa Iglesia y a sus reyes en aquel o en cualquiera otro lugar el más bárbaro de la tierra; solo hacía presente a su Majestad, que aquella era hasta entonces una ciudad muy corta y de muy pocos caudales para poder mantenerse en ella de limosna. Que hasta allí lo habían pasado con trabajo de las que voluntariamente habían querido darles algunos piadosos, y sobre las cuales no se podía contar para una perpetua subsistencia. Que en seis años no había tenido aquella residencia fondo alguno, ni aparecía alguna luz de fundación para lo de adelante. Que si su Majestad de sus reales cajas daba orden que se les proveyese de lo necesario, o la ciudad se obligaba a mantenerlos, de muy buena gana se sacrificarían a cualquiera trabajos e incomodidades.

  —67→  

[Limosnas en México] Ínterin que su Majestad resolvía, determinó que el padre Juan Rogel y los hermanos Francisco Villa Real y otro compañero, partiesen a Nueva-España para dar cuenta de todo al padre provincial, y desahogar aquella residencia de tres sujetos que no podía mantener sin trabajo; pero en México no se pasaba con más abundancia. Don Alonso de Villaseca, hombre anciano y demasiadamente recatado, no aventuraba un paso sin mucha consideración. Dado el suelo y aquellos pocos edificios observaba en mucho silencio la conducta de nuestros padres. Nada, de fundación, nada de iglesia. El virrey don Martín Enríquez y algunos otros señores que en mucho pudieran aliviarlos, lo juzgaban poco necesario creyéndolos bajo la protección del señor Villaseca. Las pocas limosnas que este daba, y siempre con un aire de desdén y de enfado, apenas bastaban para las necesarias obras de cerca y oficinas de casa que había emprendido el padre Pedro Sánchez. En esta situación se hubieran visto desde luego muy necesitados a pedir por puertas alimento, si la piadosa caridad de las religiosas de la Concepción no les hubiese socorrido.

[Las monjas de la Concepción socorren a los padres jesuitas] Este monasterio, el primero que se había fundado en México el año de 1530, florecía entonces, y llena aun hoy en día toda la América del suave olor de sus religiosas virtudes. Enviaban cada semana estas señoras una gruesa limosna de pan y carne, de que se mantuvieron nuestros religiosos hasta que tuvo el colegio suficientes fondos. Noticioso nuestro padre general de esta liberalidad, mandó las gracias a dicho monasterio, encargando a los de la Compañía que en todo procurasen servirlas con particular esmero, como lo ha hecho hasta aquí toda la provincia, testificando un eterno agradecimiento a tan singular beneficio. Hizo lo mismo después que se divulgó la cortedad del nuevo colegio don Damián Sedeño, abogado insigne de la real audiencia, y otros bienhechores, entre los cuales resplandeció singularmente el licenciado don Francisco Losa, cura entonces de la Catedral. Este edificativo eclesiástico, no contento con gastar toda su renta en los pobres, recogía cada año de personas muy parecidas a él en la caridad gruesas limosnas que repartía a los vergonzantes de la ciudad, y pasaban algunas de catorce y quince mil pesos. Enterado de las necesidades que padecían nuestros religiosos había tratado con varios de sus amigos de los medios de remediarlas, y para este efecto remitía cada semana setenta o más pesos, con que se podían pagar algunos operarios e ir poco a poco poniendo en forma regular de colegio nuestra incómoda habitación.   —68→   Así lo practicó por espacio de cinco años, hasta que renunciando el cargo de ajenas almas, se entregó enteramente a cuidar de sí mismo en la Soledad de Santa Fe en compañía de aquel gran varón Gregorio López, con quien vivió diez y ocho años, dejándonos escrita su admirable vida como testigo ocular, de que tendremos que hablar más largamente en otro pasaje de esta historia.

[Ministerios] Cada día crecía más en los ánimos la estimación y aprecio de nuestros ministerios. En toda la ciudad se sentía el buen olor de tanta humildad, de tanta paciencia en los trabajos, de tanto desinterés en todo, de tanta pobreza, y de tan religiosa afabilidad. Llegado el santo tiempo de cuaresma se hubieron de repartir aquellos pocos sujetos por todos los templos. Predicaba el padre Diego López los domingos en el hospital de nuestra Señora. Los miércoles en el colegio de las niñas. Los viernes en el hospital del Amor de Dios. Los padres Pedro Díaz, Hernando Suárez de la Concha, y los demás que podían, hicieron lo mismo en el convento de la Concepción y en todas las parroquias, con tanta ansia y aplauso de los oyentes, que muchos, dejada la estrechez de los templos, hubieron de hacerlo en los patios, en los cementerios y plazas vecinas. Una aclamación tan general no pudo dejar muy breve de llegar a oídos del ilustre Cabildo. Estos señores que siempre se han distinguido en favorecer a la Compañía, determinaron que la nueva religión entrase con las otras tres en tabla para los sermones de catedral. Juzgó la seráfica religión que en sede vacante no residía en el venerable deán y cabildo autoridad para innovar cosa alguna en esta parte, y obtuvo un exhorto de la real audiencia para que se suspendiese la asignación hasta la promoción de nuevo arzobispo. Esta pequeña diferencia no sirvió sino para mayor lustre de la Compañía. Los señores del Cabildo, obedeciendo por entonces, señalaron para Semana Santa, en que cesa la tabla, al padre Pedro Sánchez, y por muchos años después no tuvieron otro predicador para los días más solemnes de Ramos y Mandato. Electo a fines de este mismo año por arzobispo de México el señor don Pedro Moya de Contreras puso luego en tabla a la Compañía para el año siguiente de 1574. Obedeciera a su señoría ilustrísima algunos años, hasta que el amor de la paz le hizo renunciar este honor, cediéndolo a las otras religiones, y teniéndose entre todas por mínima, según el espíritu de su santo fundador.

[Dedicación del primer templo] Concluida a fines de abril la fábrica de nuestra iglesia, quiso el venerable deán y Cabildo, o por mejor decir, toda esta nobilísima ciudad,   —69→   mostrar el sumo regocijo que les causa nuestro templo. Dispúsose una solemne procesión, con asistencia del señor virrey, audiencia real, inquisidores, religiones. Y toda la flor de la nobleza. Concurrieron como a cosa suya los indios todos de la comarca, convidados por el cacique de Tacuba, con sus respectivas insignias. Uno de los vecinos había dado para este día un muy hermoso tabernáculo: otro una custodia de plata sobredorada, no sin alguna pedrería. El altar, ornamento y púlpito, se adornaron de rica tela de oro, sobre fondo carmesí, donde uno de los más distinguidos caballeros regidores de la ciudad, don Luis de Araóz, se trajo de la Catedral con este acompañamiento el Santísimo. El altar y el púlpito, se cedió al insigne orden de predicadores, y con su beneplácito entraron a la parte en Evangelio y Epístola las dos sacratísimas religiones de San Francisco y San Agustín. Predicó el reverendísimo padre maestro fray Domingo de Salazar, sujeto de un elevado mérito, y de no inferior talento, electo después arzobispo de Manila. Debiole la Compañía las más grandes y más honrosas expresiones, y la serie del tiempo manifestó bien que era su corazón el que había hablado. Después de la función, honraron las más de estas personas el refectorio, en que a pesar de las modestas representaciones del padre Pedro Sánchez, quiso hacer el mismo don Luis de Araóz una pública demostración de cuanta parte tomaba en nuestro regocijo. Así se dedicó el primer templo que tuvo en la América la Compañía de Jesús, con universal júbilo de todos los órdenes de la ciudad, que parece presentían todo el provecho que de él había de resultar al público. Con su mayor capacidad creció el concurso. Ocho sacerdotes en el trabajo incesante de oír confesiones la mayor parte del día, y descuidados enteramente de las incomodidades de su pobre morada, no dejaban jamás el puesto sino para asistir a los moribundos, para servir a los enfermos en los hospitales, para consolar a los presos en las cárceles y procurarles el sustento, que no buscaban para sí mismos. De aquí se repartían por las calles, por las plazas públicas y los barrios de la ciudad, a predicar al pueblo y enseñarles los principales misterios de nuestra santa fe, de que había en la ínfima plebe una extrema ignorancia. El espíritu de la caridad los traía siempre en un continuo movimiento.

[Ofrece la ciudad mejor sitio] Acaso un día en que con más aparato se habían convidado todos los maestros de escuelas para acompañar con la respectiva juventud que tenían a su cargo a los padres hasta la plaza mayor, y hecho allí después   —70→   de la explicación de la doctrina un fervoroso sermón el padre Pedro Sánchez, vinieron a casa dos diputados de la ciudad, y hablando en nombre del ilustre ayuntamiento dieron a los padres las gracias del trabajo que tomaban por el bien común de la ciudad, en que ellos tanto interesaban como padres de la república. Solo sentimos (añadieron) que la grande distancia de esta habitación, o no nos dejará gozar sino pocas veces del celo y doctrina de vuestras reverencias, o las hará añadir esta nueva incomodidad, a las muchas otras que tienen la paciencia de tolerar por nuestro provecho. En atención a este doble motivo, nuestro Cabildo ofrece a vuestras reverencias un sitio más cómodo en el centro mismo de esta capital, de donde sin tanto trabajo participe igualmente rayos de tanta piedad y sabiduría toda su vasta circunferencia. Para su compra da de pronto veinte mil ducados, y nos obligamos a contribuir en lo de adelante cuantos sufrieren los propios de la ciudad para una obra que la experiencia nos ha mostrado, será de tanta gloria de Dios, y bien común de todo el reino. El padre provincial dio a los diputados, y en ellos a su respetable cuerpo, las gracias de tan piadosa magnificencia, y añadió que para casa de estudios, donde se criase nuestra juventud, era bastantemente acomodado el lugar que ocupaban algo retirado del bullicio. Que el que le hacían el honor de ofrecerle, podía servir para casa profesa, que es, digámoslo así la fuente principal de los ministerios de la Compañía. Que en dejar el que tenían podían incurrir en la desgracia del señor virrey, que había tenido la benignidad de ofrecerles también otro mejor sitio, y desairar al señor Villaseca que tanto se había muchos años antes interesado en su venida, y que aunque no abiertamente, había dado sin embargo señales nada equívocas de intentar la fundación de este primer colegio.

[Carácter del señor Villaseca] En efecto, don Alonso Villaseca había comenzado con la vecindad a frecuentar nuestra casa. Tal vez enviaba algunas cargas de cal para algunas pequeñas fábricas que emprendían. Algunas semanas se hacía cargo de pagar a los operarios. Las principales fiestas de nuestra casa eran siempre acompañadas de algún señalado don suyo. Ya un rico cáliz, ya mi ornamento, o alguna de aquellas otras cosas de que hallaba la iglesia o la casa más necesitada. Se observó que poco a poco y con mucho secreto, iba comprando ya uno, ya otro de los solares vecinos. Era hombre de extremada madurez, y de una prudencia consumada, de grande liberalidad; pero en su trato extremamente seco   —71→   y sombrío; gustaba de dar, pero su semblante no mostraba mucho gusto en que le pidiesen, y menos en que le diesen gracias por algún beneficio recibido. Siempre austero, y al parecer intratable. Vendía muy cara a los padres la confianza que habían concebido de su piedad, despedidos siempre con dureza; bien que luego les mandaba mucho más de lo que habían tenido la mortificación de pedirle. Tal era para con los primeros jesuitas la conducta del señor Villaseca, y con tales dudas probaba el Señor la filial confianza de sus siervos, mucho más heroica en la ocasión presente, en que con la común aclamación de nuestros ministerios habían comenzado a inclinarse muchos ánimos a seguir el mismo piadoso instituto. [Pretende a la Compañía el doctor Santos, ofrece ciudad y sitio] El primero que con edificación de toda la ciudad pretendió entrar en la Compañía, fue el doctor don Francisco Rodríguez Santos, tesorero de la Santa Iglesia Metropolitana de México. Este ilustre anciano, de más de sesenta años, postrado de rodillas a los pies del padre doctor Pedro Sánchez, le pidió se sirviese la Compañía de su persona, casas, y caudal, que quería sacrificar enteramente al Señor. El padre Pedro Sánchez, admirado de tan profunda humildad y tan piadosas lágrimas, creyó sin embargo, deberlo disuadir. Díjole que su edad no estaba para los rigores de un noviciado como el nuestro; que en el estado presente de su salud, sería nuestro Señor más servido de él en el distinguido lugar que ocupaba en el coro de aquella santa iglesia, en que era el ejemplar de todo el clero y el amparo de muchos pobres que vivían de sus limosnas. Instó el venerable tesorero, que ya que su edad no lo permitía gozar tanto bien, se admitiese por lo menos la donación que hacía de todos sus bienes; que señaladamente quería más que alguna otra cosa, aceptase la Compañía unas casas vecinas a la plaza del Volador, de una situación ventajosa para los estudios y ministerios.

[No se admite y se le exhorta a la fundación del colegio de Santos] Aun esto no pareció deberse admitir. El padre provincial supo que en otros tiempos este piadoso señor había intentado fundar un colegio de estudiantes pobres. Él, como había pasado toda su vida en Alcalá, sabía muy bien la utilidad que podía esperar el reino de tan noble proyecto. Respondiole, que por lo tocante a nuestra fundación, no podían admitirla sin faltar al debido agradecimiento a don Alonso de Villaseca: ano esto mismo había sido parte para no admitir otras semejantes donaciones que el señor virrey y la ciudad se había dignado hacerles. Que a su caudal no faltaría empleo muy digno de su persona y de su piedad: que un colegio de estudios mayores para jóvenes pobres   —72→   bien nacidos, y de esperanzas en virtud y literatura, como se decía había pensado en otro tiempo, cedería en mucha gloria del Señor, y mucho provecho de la Nueva-España, y la Compañía miraría siempre como a su insigne bienhechor, a quien tanta parte tomaba en la educación de la juventud, una de las más principales de su apostólico instituto. Consolado el doctor Santos, y animado con estas razones, que por el alto concepto que había formado del padre Pedro Sánchez, le parecían dictadas del espíritu de Dios, desistió de su pretensión, y dedicó la mayor parte de su caudal a la fundación del colegio, que de su nombre, se llamó de Santa María de todos Santos. Dotó en él diez becas, que se hubiesen de dar por oposición, cuatro de teología, cuatro de cánones, y dos de filosofía, a que se agregaron dos fámulos. Dioles muy sabias y prudentes constituciones con la dirección del padre Pedro Sánchez, que aprobó el ilustrísimo señor don Pedro Moya de Contreras, arzobispo de México, a 16 de enero de 1574, (y quiso ser el mismo prebendado su rector mientras vivió, que fue poco, llamándolo Dios a gozar el premio de sus grandes virtudes). Después de su muerte le vino cédula de su Majestad en que lo tenía presentado para obispo de Guadalajara. Esta noticia es de Gil González Dávila en su Teatro Eclesiástico del Nuevo-Mundo; pero no concuerda muy bien con la cronología de aquella iglesia.

[Primeros novicios. El licenciado Saldaña] El primero que fue efectivamente recibido en la Compañía en la América, fue el licenciado don Bartolomé Saldaña, cura beneficiado de la parroquia de Santa Catarina Mártir, hombre de extraordinaria piedad, y de quien se dice había bautizado personalmente más de quince mil adultos. Aunque muy avanzado en edad, que casi llegaba a los sesenta, fue recibido por lo mucho que podía servir a los indios, no habiendo aun entre nuestros misioneros alguno que hubiese tenido lugar para aprender su idioma. La presunción de su habilidad y experiencia para el grave y honroso cargo que ocupaba, lo hizo recibir sin el mayor examen. En los dos años de noviciado descubrió una total insuficiencia: verosímilmente la escasez de eclesiásticos en los principios de la conquista en que pasó a las Indias, había dado motivo a que obtuviese los beneficios y lustrosos empleos a que no habría subido en otras circunstancias. Estuvo cuatro años de novicio, mientras que consultado nuestro padre general, determinó que fuese admitido a los votos. Vivió después otros cuatro, y murió el de 1581, sin haber tenido en la religión licencias de confesar, edificando con humildad en los más pequeños   —73→   ejercicios de casa a todo el pueblo de que era tan conocido y amado de todos por la suavidad e inocencia de sus costumbres.

Este ejemplo siguió después con más gloria de la Compañía y utilidad del público don Juan de Tobar, prebendado de la Santa Iglesia Metropolitana, y secretario de su ilustre Cabildo, sujeto de grandes prendas, y excelente en la lengua mexicana, con que sirvió muchos años, y de cuyas grandes virtudes habrá mucho que hablar en adelante.

Fue recibido en esto mismo, don Alonso Fernández, natural de Segura de la Sierra, doctor en derecho canónico, provisor y visitador que había sido de este arzobispado, y cura que actualmente era del partido de Ixtlahuaca. Pretendió ser admitido en unas circunstancias muy poco favorables a la Compañía: de cerca de sesenta años de edad, y cargado de achaques, no parecía poder llevar el rigor del noviciado, ni aun sobrevivir sino muy pocos meses a su recibo. Obró Dios que lo llamaba. Entró, vivió en la Compañía catorce años, con fuerzas suficientes para ser enemigo irreconciliable de sí mismo por su austera penitencia, y todo a todos en el apostólico trabajo. Murió en el colegio del Espíritu Santo de la Puebla, con grande opinión de santidad.

Fuera de estos tres ejemplares sacerdotes, se escogieron entre muchos otros pretendientes, ocho estudiantes y algunos coadjutores de mayor esperanza. Entre los primeros fueron muy señalados por sus talentos y calidad, los padres Antonio del Rincón, descendiente de los antiguos reyes de Texcuco, su patria, y el padre Bernardino de Albornoz. Era este joven hijo único de don Rodrigo de Albornoz, regidor de esta ciudad, alcalde de las reales Atarazanas, y tesorero de la caja de México, de amables costumbres y vivo ingenio. Despreciadas las grandes esperanzas que le daba la nobleza y opulencia de su casa, y aun el extraordinario favor que debía su padre el rey católico, pretendió seguir nuestro instituto. Rehusó el padre Pedro Sánchez recibirlo sin la licencia de su padre. Este no era más noble y rico, que piadoso. Pasó a nuestra iglesia con don Pedro Moya de Contreras que acababa de recibir la noticia de su promoción al arzobispado de esta ciudad, y en presencia de los padres y mucho concurso, ofreció ir Dios en las aras de la religión a su unigénito, con una devoción y grandeza de ánima, que sacó lágrimas a muchos de los circunstantes. El cuidado e instrucción de los novicios se encargó, como de Roma estaba prevenido, al padre Pedro Díaz, hombre de trato muy familiar con Dios, y de un   —74→   espíritu de dulzura muy propio para este empleo, uno de los que miraba con más celo y atención la Compañía.

[Primeros fondos del colegio máximo] En estas circunstancias en que con los nuevamente recibidos había crecido otro tanto la comunidad, movió el Señor muchos ánimos para hacernos bien. El señor virrey don Martín Enríquez dio al colegio una cantera con algunos sitios en el territorio de Ixtapalapa, grande y populosa ciudad en tiempo de los antiguos mexicanos, y que hoy se ve con asombro hecha un montón de informes ruinas. Esta donación fue de grande alivio para la obra que se emprendió de noviciado, y para las muchas otras que se continuaron en la serie. Poco después un honesto labrador llamado Llorente, o Lorenzo López, aplicó una hacienda de campo, que tenía tres leguas al Sud Oeste de México, avaluada entonces, según dejó escrito el padre Pedro Sánchez, en catorce mil pesos. La parte desmontada llevaba bellos trigos. Lo demás eran cortes de leña, a causa de los altos montes, en cuya falda misma esta situada. La cercanía, la amenidad y la ventajosa situación de esta hacienda, que domina todo el plan de México, y ofrece a la vista uno de los más hermosos espectáculos, hizo que se destinase desde entonces para casa de recreo de nuestros estudiantes en tiempo de vacaciones, en que continúa hasta el presente. Diole el padre provincial en memoria de la que para el mismo fin tiene el colegio de Alcalá, el nombre de Jesús del Monte. Hizo al principio el buen labrador donación de esta hacienda, reteniendo para sí el usufructo; pero después viendo que el solo dominio de propiedad no aliviaba en nada las urgencias presentes del colegio, cedió también esta parte, quedándose él mismo de administrador, y tornando de ella lo necesario a su alimento, hasta que retirado al colegio murió tranquilamente, y yace en el mismo sepulcro de aquellos a quienes amó tan tiernamente. El ayuntamiento de la ciudad, dio también a la casa un sitio de huerta a su elección en las cercanías de México. Se escogió en un lugar muy fértil, entre la ciudad y el collado de Chapultepec, antiguo palacio de los emperadores mexicanos, junto a la arquería y convento de recoletos de San Cosme, que allí se edificaron después de muchos años.

[Fundación del colegio Seminario de San Pedro y San Pablo] Con estos socorros y otros que hizo en dinero al colegio el señor Villaseca, cediendo varias acciones y deudas cobrables, que juntos hacían la suma de veinte mil pesos, se edificó noviciado y algunos cuartos de habitación, muy capaces y acomodados, que se incorporaron tres años después en la obra principal, que emprendió a su costa el mismo insigne   —75→   fundador. No faltaba ya a nuestro colegio otra cosa, que abrir los estudios. Esto era puntualmente lo que el virrey y toda la ciudad más deseaban; sin embargo, aun no se daba paso alguno. San Francisco de Borja, entre otras prudentes instrucciones que había dado al padre provincial, le había con especialidad encargado que no se empeñase en abrir escuelas públicas, hasta tener bien zanjados los cimientos de la nueva provincia, conocida la tierra, y seguro del beneplácito do la universidad y comunidades religiosas, cuya amistad y cuyo respeto debía ser uno de sus más principales cuidados. Ínterin que esto plazo se cumplía, pareció al padre doctor Pedro Sánchez, debía plantear primero un colegio seminario, sin el cual no podía sacarse el mayor fruto de las escuelas. En los sermones y en las conversaciones privadas trataba muy ordinariamente de la alta dignidad del sacerdocio, de los cargos gravísimos de los pastores de almas, de la virtud y talentos de que deben estar adornados los que se dedican al servicio de la Iglesia, la costumbre antigua de criarlos en recogimiento, tan recomendada en aquellos últimos tiempos por un concilio general; y finalmente, la particular necesidad que había de esto en un pueblo tan numeroso y tan opulento como este, en que la paz, la riqueza y la1 abundancia, no ofrecían por todas partes, sino lazos y precipicios, tanto más amables, cuanto menos conocidos de una edad incauta. Movidos con estas razones los ánimos de algunos ricos ciudadanos, determinaron fundar un colegio seminario, de cuyo origen no podemos dar más viva y auténticamente idea, que con las palabras mismas con que se halla referido en un manuscrito de cerca de 200 años, que se encuentra en el archivo del real y más antiguo colegio de San Ildefonso, y dice así:

Razón del origen que tuvo la fundación del colegio de los gloriosos y bienaventurados apóstoles o príncipes de la Iglesia católica San Pedro y San Pablo de la ciudad de México.



En el año de 1563, poco después de haber venido y hecho asiento en esta ciudad de México los padres y hermanos de la Compañía de Jesús, el ilustre y muy reverendo padre doctor Pedro Sánchez, provincial de la dicha Compañía, con celo de servir a la divina majestad y acudir al remedio y socorro de las necesidades espirituales que la juventud de esta insigne ciudad de México padecía, trató con algunas personas principales de ella, que entre todos ellos se fundase un colegio de que fue   —76→   en patrones, los que en él situasen y fundasen cien pesos de oro común de renta en cada un año, con los cuales honestamente se pudiese sustentar el colegial, que el tal patrón en el dicho colegio presentase, y que yéndose fundando de esta manera, él con los demás padres presentes y futuros, ayudaría a su acrecentamiento con la doctrina, así de letras como de virtudes y buena política, que para el dicho fin fuese necesaria, quedando a cargo de los tales patrones el régimen y gobierno del colegio en las temporalidades de él.

Respecto de lo cual muchas personas principales ansí mesmo con celo del servicio de Dios nuestro Señor, de cuya mano habían recibido los bienes temporales que tenían, y de que sus hijos herederos de ellos se criasen en recogimiento con loables y santas costumbres, se ofrecieron a fundarla dicha renta, luego que el dicho padre provincial alcanzase de su Majestad y su muy excelente virrey en su nombre, permisión y licencia para ello, lo cual tratado por el dicho padre provincial con el muy excelente señor don Martín Enríquez, virrey de esta Nueva-España, que a la sazón era; su excelencia concurriendo a tan santa obra, y con el propio celo del servicio de nuestro Señor, y de que esta su república y ciudad de México fuese más ilustrada, no solo permitiéndolo, pero agradeciéndolo, dio licencia para ello. El tenor de lo cual es el siguiente.

Don Martín Enríquez, virrey, gobernador y capitán general de esta Nueva-España, y presidente de la audiencia real, que en ella reside. Por cuanto el doctor Pedro Sánchez, provincial de la Compañía del nombre de Jesús, me ha hecho relación que él con intención de servir a Dios nuestro Señor, y hacer bien a la república de esta ciudad, ha tratado con algunos hombres ricos y de calidad, para que hagan un colegio en ella de la advocación de San Pedro y San Pablo, y que a su costa lo doten de renta para el edificio y sustentación de los colegiales que en él se hubieren de poner, los cuales vienen en lo hacer, con que el proveer de las colegiaturas sea de las personas que lo fundaren, y que él y ellos puedan hacer las reglas y constituciones que para su buen gobierno convinieren hacerse; y por mí visto, teniendo consideración que la obra sea muy conveniente y necesaria. Por la presente doy licencia y facultad al dicho provincial para que pueda tratar lo susodicho con las personas que le pareciere, y con lo que quisieren de su voluntad fundar y dotar el dicho colegio, lo puedan hacer, y hagan para el buen gobierno de él las reglas y constituciones que les parezca convenir, y que la elección de los colegiales que en dicho colegio   —77→   hubiere de haber perpetuamente, sea de las personas que fundaren y dotaren el dicho colegio, conforme a las constituciones que para ello hicieren, y tarden que en ello dieren, según dicho es, y en nombre de su Majestad les aseguro que será guardado lo susodicho, y en ellos no les será puesto embargo ni contradicción alguna, y que para el dicho efecto de lo fundar y dotar, y hacer las dichas reglas y constituciones, se puedan juntar con el dicho provincial sin incurrir por ello en pena alguna. Fecho en México a 12 días del mes de agosto de 1573 años. -Don Martín Enríquez.- Por mandado de su Excelencia, Juan de Cuevas.



El dicho padre provincial, en virtud de la dicha licencia, en seis días del mes de setiembre de dicho año de 1573, estando juntos los señores don Pedro García de Albornoz, don Pedro López y Juan de Avendaño, en nombre, y como hermano de la señora doña Catarina de Avendaño, viuda, mujer que fue de Martín de Ayanguren, y persona que ya había situado renta para una colegiatura, y Alonso Domínguez, Alonso Jiménez y Francisco Pérez del Castillo, como personas que ya tenían ansí mesmo situada su renta, juntamente con el señor Melchor de Valdés que así mismo la impuso y situó para dos colegiales, les dijo y propuso el tenor de la dicha licencia, y dijo que en virtud de ella podían ya tenerse por patronos de dicho colegio, y como tales recibirse los unos a los otros, y hacer y ordenar estando juntos en forma de Cabildo las constituciones y cosas necesarias a la fundación y conservación de dicho colegio. Los cuales todos aceptaron la dicha licencia; y en virtud de ella, y teniendo aquella junta por legítimo Cabildo, se recibieron por patronos de dicho colegio los unos a los otros, y desde entonces nombraron sus colegiales, para cuyas antigüedades, por evitar discordias se echaron suertes, y cayeron por el orden en que están puestos los patronazgos, y es el siguiente:

1. Gaspar de Valdés, hijo segundo de Melchor Valdés.

2. Baltazar de Valdés, hijo mayor del mismo.

3. Luis Pérez del Castillo, hijo de Francisco Pérez del Castillo.

4. Juan de Ayanguren, hijo de Martín de Ayanguren.

5. Baltazar de Castro, presentado por don García de Albornoz.

6. Agustín de León, hijo del doctor Pedro López.

7. Alonso Jiménez, hijo de Alonso Jiménez.

8. Bartolomé Domínguez, hijo de Alonso Domínguez.

Anterior Indice Siguiente