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De pie sobre la literatura mexicana

Margo Glantz






Embozo de un erotismo

El pie sostiene al hombre: es el soporte de su persona. El pie resalta arquitectónicamente como en otros tiempos; pilastra o columna que nos sostiene erectos; símbolo del sol para algunos, parte medular de nosotros mismos, para otros representa el alma. A Freud el pie le sobra y el significado es fálico. La posición erecta que el hombre le ganó al mono cuando se bajó de las ramas altas a las que la prehistoria lo confinaba, lo convierte a su vez en un árbol (Bataille) cuya erección es perfecta. El pie es también la huella de la muerte, pues a pasos rápidos marchamos hacia ella.

Símbolo disperso, plurivalente, el pie desnudo significa la esclavitud entre los griegos y el hombre libre lo calza como toca su cabeza. El calzado libera al hombre pero lo esclaviza a sus pies. El calzado que encubre la desnudez primigenia, la del soporte que nos mantiene erguidos sobre la triple y despiadada simbolización del pie que representa el alma, el enlace entre la tierra y el cielo y la erección germinal, es también embozo de erotismos.

Pero, ¿a la mujer quién la sostiene? ¿El pie que sostiene al hombre es el mismo que sostiene a la mujer? ¿Hay alguna diferencia entre un pie femenino y un pie masculino? Cuando Bataille escribe en Documents su famoso ensayo sobre el dedo gordo del pie, ¿piensa acaso si esos dedos gruesos, cómicos o monstruosos, armónicos o crísticos, pertenecen al hombre como género humano o al hombre como representante de lo masculino? Esos pies que se hunden en el fango y que son el símbolo de lo bajo, ¿lo son sin diferencia de sexos? Las relaciones eróticas que los dedos de los pies, gordos o pequeños, sugieren, y los tabúes violentos que prohíben su exhibición, señalan a las representantes del sexo femenino como detentoras de un cuerpo que posee un miembro ofensivo al pudor y por ello las obligan a atrofiarlo y a ocultarlo. Las chinas tienen que esconder sus pies aun ante sus maridos, y las turcas deben dormir con medias. Los españoles del siglo XVII subían a sus mujeres sobre un estrado, las colocaban sobre escalones que había que subir a pie, instituyendo a la vez un pedestal y una marginación. El recato que se debe a lo femenino alcanza por igual lo alto y lo bajo de su persona y la doncella del siglo XVI debe tener dos señales en España: «ser siendo virgen sin ojos y sin pies, y debéis entenderlo por el recogimiento y loables costumbres, no viendo ni deseando más de lo justo, y así fácilmente hallará la doncella marido»1. Este recato que la obliga a encubrir y a ocultar lo que no se quiere que se vea o que se sepa, la mutila y la ciega. No ver ni tener pies es cancelar el deseo y negar su posible erotismo. Este recato que impide mirar a los ojos y enseñar los pies pretende negar su existencia y enlaza las extremidades a la mirada, pues, ¿qué otra cosa puede hacer una mujer que tiene los ojos bajos sino mirarse los pies? Mas esta misma dama que baja la mirada sólo encuentra un largo manto que la envuelve. Su contacto consigo misma, aunque material, por el género que mira y que la cubre, no puede ser carnal pues contemplar el propio cuerpo es ya pecado.

El texto de Bataille trasciende la feminidad del pie y se detiene en la simbología de lo bajo y de lo alto que en filisteo maniqueísmo persiste en separar el cielo de la tierra. A ese maniqueísmo que plantea una dualidad, Bataille le opone un paradigma singular por ser ternario, como lo ha demostrado Barthes en un brillante ensayo2, paradigma que une lo noble, lo innoble y lo bajo. Lo bajo y lo innoble es el pie, y en Bataille, el dedo gordo del pie. Dedo gordo, monstruoso a veces, enano fálico y extremidad de extremidad. Su bajeza lo sepulta en el lodo y lo hace terrestre con exceso: es su cercanía con el polvo y por tanto su cercanía con el estado de máxima destrucción, la forma más baja de la realidad, pero también la más alta, noble e innoble, a la vez, la muerte. Y es la muerte considerada como alteración obscena de la realidad, con la que Bataille engarza el pie, uniéndolo indisolublemente a ese dedo gordo fascinante e incapaz de calzar totalmente la alianza.

Mas ese pie cuyo símbolo es la salida porque centra su realidad en el dedo gordo, extremidad de extremidad, es iluminado por el erotismo que de inmediato lo ciega: tocar un pie femenino significa la muerte. En efecto, en el ensayo de Bataille destaca la anécdota de la muerte del conde de Villamediana por haber osado tocar el pie de la reina Isabel. El conde que ardía de amor por la reina, incendia su palacio para poder «robarle algunos favores» y el acto más osado de esta violación es tocar su pie. Tocar el pie de una reina es bajarla de su pedestal y ocultarlo es librarse de su seducción. De la muerte abierta que el pie concentra en lo bajo, en la tierra, pasamos a una muerte dada por un pie femenino que, desnudado o tocado, nos vincula con la obscenidad y con la transgresión de una moral que centra en un erotismo soslayado su razón de ser. La reina María Luisa de Saboya viola ciertos usos eróticos de España al negarse a aceptar «la moda del tontillo, especie de adorno que las mujeres usaban encima del brial para impedir que se les vieran los pies y las piernas cuando se sentaban en cojines por el suelo, como era costumbre en la España del siglo XVII»3. Sentarse en el suelo en cojines es acercarse al polvo y separarse de él por medio de mullidos subterfugios, pero esa cercanía con lo bajo, así embozada, emboza lo más importante, la existencia de un pie femenino que debe ocultarse a la mirada, simular su inexistencia, distanciar el cielo de la tierra.

Los árabes ocultan el rostro de sus mujeres pero liberan su mirada; los maridos españoles preferían ver «a sus mujeres muertas antes de que enseñasen el pie»4. Este pudor que marca el siglo XVII colocando con horror todas las fobias en el hermoso pie de las españolas que lo tenían pequeño y bello como nuestras mexicanas del siglo XIX, va siendo destruido con escándalo: en el siglo XVIII el pie bien calzado se vuelve blanco esencial de la mirada. La bajeza y la impudicia que lo determina, su cercanía con el polvo se empieza a cubrir con el afeite que reviste forma de calzado. El lujo detiene en la seda y en el oro la embriaguez de la mirada: «[Una señora] arrullaba toda la hermosa máquina de su cuerpo sobre dos chinelas de terciopelo azul que eran el ártico y el antártico en donde se revolcaban los ojos más tardos y se mecían los deseos más rebeldes», exclama perturbado Torres Villarroel5.

La mujer vuelve a curvarse pues a los pies responde la mirada. Antes debe ocultar con el género que la encubre -el tontillo- la mera existencia de sus extremidades y sus ojos deben, al dirigirse a ellas, disimularlas; ahora, la dualidad implícita en lo terrestre y lo celeste que pies y ojos representan, la mirada árabe concentrada en la celosía, el descubrimiento glorioso del pedestal que se asienta en la tierra y conduce al cielo, parecen desterrar el polvo. A los bellos zapatos que la marquesa Cayetana de Alba, la célebre maja de Goya, cambiaba diariamente, había que agregar el abanico también diario, para corroborar la curvatura, implícita en el símil manejado por Torres Villarroel, haciendo de los zapatos los polos o puestos de la tierra. Los pies erotizados por unas chinelas se vuelven el ártico y el antártico de una mirada, pero ésta baja del cielo hacia la tierra, revolcando los deseos. La seducción de lo bajo, polo de la mirada masculina, se vuelve la metáfora del polvo enamorado. Y en Quevedo, autor de la imagen, lo ideal se aleja con violencia de lo bajo y en sus sonetos amorosos coloca sobre todo la mirada; cuando la mirada cae y se somete al polvo, el polvo se idealiza, idealizando junto al amor la muerte. El pie femenino parece desnudarse pero el afeite del calzado condena la mirada que, oculta en el abanico, se esconde en el cortejo, encubriendo los dos polos.

Idealización traicionera, sin embargo. Revolcarse en el deseo evoca imágenes poco ideales y nos acerca más a imágenes zoológicas. En el polvo se revuelcan ciertos animales y el lodo con que se cubre la honra recuerda el lodazal donde hozan los marranos. Revolcarse en el fango es evangélico y los zapatos que pisan el polvo de las calles cubren de inmundicia los oros y las sedas. La palabra con que el pudor ofendido mira el desembozo de unos pies que revuelcan el deseo alterando los polos de los ojos, del ártico al antártico, cancela con su nieve tanto el polvo como el deseo y quizá lo viole con sus pasos.

El pie desnudo no aparece. Es el pie calzado el que ocupa la mirada; la desnudez es subversiva y sólo se permite en las estatuas griegas donde el pie descuella en su armónica entrega a un ideal que el mármol sube al cielo. En el pie calzado se quedan los deseos o se inician y la sexualidad repta, cambia su piel, voluptuosamente entregada al oro, a la seda, a las tapicerías, al terciopelo, a los satines, a los suntuosos charoles, a las suaves cabritillas. El sexo se traviste y es pisado por chinelas, botines, pantuflas rebordadas, suaves medias blancas, poniendo el límite deseado entre el pie desnudo y el zapato. Madame Bovary trae a León bajo sus pasos pues «el rechinido de sus botines, lo hace sentirse cobarde, como los borrachos frente a los duros licores». Un notario posa, idiotizado, «sus ojos sobre las bellas pantuflas de tapicería» de Emma, y Flaubert describe extasiado un bello pie de mujer «envuelto en bello calzado de altos tacones, adornado con una rosa negra». El sexo ha encontrado su estuche, la sexualidad sin cuerpo ha subido al pedestal. Flaubert agrega con ironía: «¡Oh, qué bellas son esas historias de amor donde la cosa principal está tan rodeada de misterio que no es posible ubicarse y la unión sexual se relega sistemáticamente a la sombra como el beber, el comer y el orinar!». Para Flaubert el velo de misterio que encubre «el bravo órgano genital» y que lo relega a las regiones limbares de lo no expresado, es «el fondo innegable de todas las ternezas humanas». En una carta a su amante, Louise Collet, Flaubert dice brutalmente: «Las mujeres no son francas consigo mismas; no aceptan sus sentidos; toman el corazón por el culo y creen que la luna está hecha para iluminar los tocadores»6.

La franqueza misma de esas palabras se matiza en las obras literarias de Flaubert y «el bravo órgano genital», causa de todas las ternezas y todos los estremecimientos, se descentra, cae por tierra y se esclaviza. Sacher-Masoch vive entregado a la Venus de las Pieles y su esclavitud, literal y gráfica, se esculpe en la imagen del arrodillado que «vive a las plantas de su amada... que lo ofende con el pie»7. En el calzado de hombres y mujeres se concentra por igual la aventura de ese «bravo órgano» tan presente y sin embargo soslayado, y la sensualidad del cuerpo se reduce a ese espejo de erotismo, a esa alegoría de cortesanías y a ese símbolo del lujo. El calzado es la prenda erótica por excelencia del siglo XIX y un símbolo de status. Madame Bovary es confinada al infierno de la censura y el sexo encuentra la horma de su zapato.




De pies a cabeza: Baile y cochino...

Si los pasos desnudos sobre el polvo acercan al hombre a su fin, la Tierra; si tanta cortesanía nos lleva a recorrerla en una España civilizada que deja atrás usos rústicos y se despercute entre sedas y abanicos y si Francia ostenta a la vez que condena el erotismo del zapato, México recoge las modas europeas y los moralistas las contemplan para denunciarlas. José Tomás de Cuéllar se «pone las botas» para castigar la molicie perniciosa que disuelve las rústicas y limpias costumbres de la familia mexicana:

Es que van pasando aquellos tiempos felices que han hecho de la mujer mexicana el modelo de las esposas. La irrupción del lujo de las clases poco acomodadas, va obscureciendo el fondo inmaculado de las virtudes domésticas y convirtiendo la modestia y la humildad en esa sed insaciable de atavíos costosos para engañar a la sociedad con un patrimonio y un bienestar que no existen. La mujer, tocada por ese nuevo estímulo, se coloca voluntariamente al borde de los precipicios porque cree haber descubierto en el mundo real algo superior a la virtud8.


El cuadro de costumbres que Cuéllar traza «es repugnante» pero su disculpa es la notoria «realidad» de sus comentarios. El lujo impera y bajo el mando de la ostentación las mujeres se corrompen y el sistema de la moda revela la invasión del disolvente lujo citadino. Es decir, el lujo creado por una urbe que se vuelve metrópoli e imita su prosperidad: «[...] el cuadro que traza [el autor] no es elección suya. Existe por desgracia; y no sólo existe, sino que se multiplica en México para mengua de la moral y las buenas costumbres. La creciente invasión del lujo en la clase media determina cada día nuevos derrumbamientos»... Esta demolición de las costumbres que amenaza a la clase media es movilizada por los cambios en las estructuras sociales, la clase media que produce mujeres «modestas» y «humildes» está vinculada a un estereotipo de familia patriarcal y campesina que encuentra su expresión máxima en Astucia de Luis G. Inclán. En Inclán, el centro esencial de la narrativa es el personaje masculino, cabeza de familia con un esquema ideal de educación, en el que se advierte magnificada la utopía pastoril que opone el campo a la ciudad. Al finalizar el siglo, las principales novelas realistas cambian el enfoque y la mayoría presenta personajes femeninos a quienes la nueva sociedad urbana en vías de industrialización desclasa; no es otro el esquema de novelas como La rumba de Ángel de Campo y Santa de Gamboa. Ambas se «pierden» por razones diversas, pero coinciden en su intento por abandonar un medio social cuyo esquema familiar es aún provinciano. En una ciudad que se transforma, las jerarquías empiezan a alterarse desde la base. La mujer, siempre objeto, se convierte ahora en objeto de consumo y así textualmente la describe Cuéllar: «Doña Dolores había traído a su hija a México, como los indios traen las mejores de sus frutas, para su consumo». Y para ser consumible hay que venderse y la venta se finca en la apariencia, en el uso de disfraces y de embozos, en la ciega y devastadora imitación de la moda extranjera que una sociedad de consumo impone. La apariencia debe cambiar de pies a cabeza y en el calzado se inicia.

La mirada del narrador se detiene, fascinada, en los pies de las mujeres y de la fascinación se pasa al agravio y al gesto moralizante porque el calzado no sólo es símbolo de lujo, sino erotismo embozado y pedestal de un sistema de la moda que mientras viste el pie encubre las apariencias y amenaza las estructuras establecidas. El pie de la mujer «humilde y modesta» debe ir calzado discreta y pobremente. La «querida» de Saldaña, el promotor del baile que le da título a la novela de Cuéllar, Baile y cochino, transforma su aspecto con «trapos». Sus «porabajos» son viejas «babuchas» que al ser cambiadas por zapatos «de cabritilla abronzada y charol, con sus pespuntes» la hacen parecer otra. La moda cambia de pies a cabeza a quienes la siguen a pie juntillas. La sociedad cambia y con el cambio se produce otra apariencia. La vieja apariencia de modestia y humildad se ha transformado y la ropa de confección altera y descompone una jerarquización social definida por clases que se querrían inamovibles. Quien sigue la moda arrincona a la pobreza y asciende en la escala para pasar «de lo vivo a lo pintado». Con este tipo de locución que abunda en la obra de Cuéllar, el cuerpo femenino apoyado en su pedestal, el zapato encubridor del pie desnudo, se articula sobre la lengua, que representa gráficamente una realidad visual. En efecto, el cambio de apariencia que supone el paso de lo vivo a lo pintado, representa un cambio visual que la ciudad prostituida al consumo y al lujo revela a la mirada. El pie calzado se transforma y, en sentido literal: los pies bien calzados revelan «un buen pie», escultórico, elegante, sensualizado. «Las babuchas» lo ocultan, lo avejentan, lo empobrecen; la zapatilla o el botín de charol y suave cabritilla lo elevan hacia el cielo, lo refinan, lo matizan y, sobre todo, cambian su color.

Estar descalzo o andar sobre huaraches es pertenecer a la clase baja. El pie que toca el polvo o el calzado que deja libre al pie para que el polvo lo cubra, simbolizan lo más bajo. Estar descalzo o calzar huarache desnuda la escala de los valores sociales. Una polla se queja de que nadie ha observado sus irresistibles pies calzados con hermosas botitas bronceadas: «Yo procuré sacarlos [los pies] y estoy segura que él los veía; pero en seguida ¡nada! ¡Tú de mi alma! ¡como si le hubiera visto los pies a un indio con guaraches!» (p. 69). Y esta indignación revela que mientras más cerca se está del polvo más baja será la clase. El indio garbancero corteja a la india garbancera y de pie sobre los huaraches ve los retobos que le endilga su querida por debajo del rebozo:

Porque cuando se trata de amor entre la servidumbre -aclara Cuéllar-, o como se dice aquí, entre garbanzos, entonces niño amor, encaje, abanico, sonrisa, y todo eso junto, se reduce a entreabrirse con ambas manos cerca de la cara la orilla del rebozo, dejando percibir por un momento el pescuezo cobrizo y arrebujándose después con el embozo, de modo que tape un poco más la boca, aun cuando no haga frío, tapada la boca que, traducida elocuentemente por el pretendiente, es como si ella dijera: «no sea usted malo, yo soy muy recatada», «esas cosas me ruborizan», etc.


Huarache y rebozo equivalen a botita y abanico, cada uno en su clase; el pescuezo bronceado enseña el cobre, pero la botita de cabritilla de ese mismo color encubre un pie huesudo y un color trigueño. Sarape y rebozo visten al indio y el huarache lo calza. Su pie es cobrizo y nunca oculta su color; las jóvenes de clase baja que anduvieron «descalcitas» tienen éxito porque lo que visten las emboza totalmente modelando sus cuerpos y dibujando sus extremidades. Es más, lo que visten oculta los colores que en México revelan la procedencia. Y la clase se marca por la ropa y se realza por el color. Ser «trigueño» como dicen los escritores mexicanos del siglo XIX y Cuéllar lo reitera, es revelar el origen indio y revelarlo es mostrar «la clase». Una señora «tenida» por un nuevo rico, don Gabriel, se vuelve atractiva cuando se cubre la cara con crema y polvo:

No tienen ustedes una idea de lo que ganó la mujer del curial con aquel polvo; parecía otra persona, porque ella no tenía malas facciones; pero como era trigueñita, casi no se echaba de ver que tenía muy buena pestaña y muy buena ceja, y labios un poquito volteados y de un color de granate que una vez en contraste con el bismuto, tomaban no sé qué aspecto provocativo... Don Gabriel... sintió amor; sí, señor, amor que salía del polvo aquel calcáreo como Venus de las espumas del mar...


(p. 20)                


Parecer otro u otra es el pivote sobre el que gira esta novela; pero esa violencia entre el ser y la apariencia que ya ha violentado otros discursos literarios, se afinca aquí sobre una apariencia que se determina por una representación visual y se articula sobre la lengua.

Las Machucas -subraya Cuéllar hablando de unas advenedizas sociales- tenían todas las apariencias, especialmente la apariencia del lujo, que era su pasión dominante; tenían la apariencia de la raza caucásica siempre que llevaban guantes; porque cuando se los quitaban, aparecían las manos de la Malinche en el busto de Ninón de Lenclós, tenían la apariencia de la distinción cuando no hablaban, porque la sinhueso haciéndoles la más negra de las traiciones, hacía recordar al curioso observador la palabra descalcitas de que se valía Saldaña; y tenían, por último, la apariencia de la hermosura, de noche o en la calle, porque en la mañana y dentro de la casa, no pasaban las Machucas de ser unas trigueñitas un poco despercudidas y nada más.


(p. 20)                


Ropaje y calzado disfrazan. El lujo aparente en ciertas clases sociales es la radiografía de un desclasamiento: por más que se vista de seda, mona es la pollita que desciende de los conquistados y que de Malinche quiere ascender a diosa griega. El color del calzado encubre y rebozo y huaraches descubren; muestra a las claras de que para Cuéllar y para sus contemporáneos cambiar de clase cambiándose la apariencia no paga. Lo que si paga es un racismo que se añade o mejor dicho que pretende mantener una estratificación clasista que se quiere inamovible. Y su inamovilidad depende del calzado: la desnudez del pie clasifica al indio y lo define por su forma y su color, pero sobre todo, lo mantiene sobre el polvo, que si bien aquí no significa la muerte en sentido metafísico como podemos advertirlo en Bataille, significa la muerte social y define el reino de la apariencia que se asienta en una movilidad social que, aunque limitada, nuestros escritores temen.




Una estética del calzado

La desnudez del pie determina la esclavitud. El signo en Grecia era la cabeza y los pies desnudos: la cabeza desprovista de cabello y los pies de sus sandalias. Ya lo he dicho, la dignidad del pie desnudo sólo se guarda en las estatuas. El pie desnudo es también en su carnalidad el detentor de una estética; Flaubert relata a Louise Collet una experiencia en la playa de Trouville donde ve bañarse a las damas: «Y los pies rojos, delgados, con callos, ojos de pescado, deformados por los botines largos como nabos o anchos como barcas»9. Una estética de doble proyección: la estética clásica que inmoviliza en el mármol una celestialidad, y la estética de una carnalidad que se disfraza con la doble piel del calzado. Y esa piel deja sus marcas indelebles: reforma el pie y lo entrega a la apariencia de una belleza conformada por la moda pero que al reformarlo lo deforma; cuando se desnuda el pie ostenta las huellas de su doble piel pagando con ellas la perfección que sólo las estatuas ostentan. La calcareidad que ha cubierto la cara de la querida de don Gabriel le permite aparentar la estructura de una estatua clásica y los guantes que modelan las manos de las Machucas para hacer juego con los botines que cubren su anterior desclasamiento, las convierten en esculturas vivientes. La estética también encubre una ética y una ideología.

Al cubrirse el cuerpo, la gente cubre las apariencias y cubrir las apariencias es evitar escándalos, aunque eso signifique (para Cuéllar) la más atroz zambullida en la clandestinidad de una vida irregular. Cubre las apariencias quien se disfraza con un corsé la cintura, con polvos lo trigueño de la cara, con guantes la contextura huesosa y oscura de las manos, con botines la desgracia de un pie sin gracia. Y Cuéllar agrega, refiriéndose a otra de las convidadas al baile de Saldaña, Enriqueta, «como muchas mujeres elegantes, no concebía el amor desnudo, por demasiado mitológico; no podía figurárselo sino en la opulencia y por eso lo buscaba en el fondo de los carruajes, o en las facetas de un diamante de tres quilates». Al asociarse con el lujo, Cupido viste su desnudez clásica, que en la vida cotidiana, cuando no se tiene dinero para comer, o lo que es peor, para comprarse unas botitas, se vuelve deforme (p. 50). La deformidad que la desnudez en objetos de consumo produce hace caer a Enriqueta en garras de un asiduo coleccionista de «Esa baratija que se llama mujer» (p. 32) y su caída está condicionada por el tradicional mal paso pero dado en esta ocasión dentro de unas «botitas raídas» (p. 49). En efecto, Enriqueta cae en el concubinato por asomarse a la ventana, por entrar en el vértigo de una calle de lujo, pero sobre todo por recibir en la suela de sus botitas

[...] sensaciones que se parecían al chirrido de la electricidad en un aparato electromagnético, y hasta ejercían en Enriqueta cierta influencia voluptuosa... los sentidos de Enriqueta estaban cogidos por una gran caricia mundana. El ruido de los carruajes la atraía como aturde un gran beso. Una carrera vertiginosa de imágenes fugaces producía en sus ojos ese deslumbramiento de los grandes espectáculos. La trepidación del pavimento le comunicaba una especie de cosquilleo magnético que le subía desde los pies hasta la cintura, y la brisa húmeda impregnada de olor a tierra y olor a barniz de coche y a cuero inglés, armonizaba el conjunto de sus sensaciones.


(pp. 56-57)                


El progreso ha vestido a Cupido y su flechazo se ha vuelto electromagnético; el pavimento hollado por los vehículos transmite a Enriqueta el flujo voluptuoso que la hundirá en la mancebía mientras pretende subirla de clase por la apariencia, pero sus botitas que reciben la violencia del flechazo uniendo en su trayecto las locuciones «tener buen pie» con «tener buen talle» la llevan a su vez a dar ese paso considerable que le permite andar en carruaje y no a pie (p. 53), aunque este condicionamiento la lleve también algún día a intentar «desandar el camino que el tiempo inexorable le ha hecho recorrer forzosamente» (p. 61).

Enriqueta ha descubierto su cuerpo desde la base; lo mismo le pasa a Venturita, una bella joven quedada que no se resigna con el desvaído papel de tía y de cuñada. Para ahogar el desengaño, Venturita camina por las calles, es más, anda por donde la vean y, para que la vean, va bien vestida y bien calzada. El calzado sigue siendo el punto focal de la apariencia; para ser bien contemplada, Venturita acorta una pulgada «la orla de su vestido» (p. 65). «Al fin dio con el lagartijo cerca de Iturbide -explica Cuéllar en su afán por hacernos seguir el itinerario que siguen los pies menudos de su personaje-, Venturita lo vio venir y sorprendió (fingiendo no ver) como dos relámpagos, una mirada que se dirigió a los ojos y otra mirada que se dirigió a los pies de Venturita» (p. 65). Las miradas que van de los ojos a las botas siguen el trayecto que ya habían recorrido las miradas de los españoles del siglo XVII: del cielo bajan a la tierra. Las botitas descubiertas por la repentina brevedad de la falda son las armas de Cupido y equivalen al flechazo; es más, las botitas que «ajustan la punta del pie», de la misma manera que se aprieta el corsé, permiten una asociación que va de la mirada al tacto y los lagartijos que ven el espectáculo de esos piececitos bien calzados sienten «cierto hormigueo en las palmas de las manos» (p. 63). Aun en el Renacimiento Cupido operaba desnudo y sus saetas eran armas acordes a su ceguera. Ahora Cupido se descarna y se traslada al disfraz de unos zapatitos bien ajustados y dirigidos a las miradas de quienes transitan con sus pasos las calles de la ciudad, vitrinas donde se exhiben las «baratijas». Andar es ver o dejarse ver. Y lo que a la vista aparece, determina la estrategia, Venturita descansa sobre sus armas y dirige la infantería, segura de que si batallón avanza, se dejará llevar luego por un carruaje, como el que desplaza a Enriqueta.

He aquí a Venturita -repite Cuéllar-, frente a frente de su cañón Krup (sic) de su ametralladora, de su torpedo, del instrumento, en fin, de ataque más formidable que había llegado a sus alcances, y se le hacía imposible, que no hubiera un hombre capaz de volverse loco por aquella bota... figurando como base... como base de una mujer... sí, de una mujer no despreciable, ni tan entrada en años, en fin, como base de una doncella...


(p. 66)                


La especulación de Venturita con la bota, «arsenal» de su estrategia, la lleva a concebir una estética del calzado y una política de ataque. Los hermosos botines de suave cabritilla y sus reflejos irisados desbordan las conveniencias y se mantienen al nivel de la mirada. Los botines hacen un «pie de niña» (p. 68), lo modelan estrechándolo; los choclos permiten que un pie sea capaz de «sublevar la conciencia humana» (p. 69). Es más, el pie se vuelve «escultural», es arma de guerra y mito esculpido y objeto de una estética verbalizada por la propia Venturita:

El pie humano es, de todo el cuerpo, lo que parecía tener menor atractivo y debíase al menos contar con la persona del tobillo para arriba, con absoluta exclusión de los pies. No de otra manera han de haber sido consideradas las matronas griegas y romanas, puesto que enseñaban el calcañal y los dedos de los pies con la desgarbada sandalia; y fue necesario el refinamiento del lujo y las costumbres para ir cubriendo esa miseria humana, hasta que en la fastuosa corte de Luis XV llegó el arte del zapatero a su último grado de perfección. La estética llegó al calzado, y los pies de las damas comenzaron a figurar entre las flechas con que Cupido hiere los corazones.


(p. 70)                


La estética de la bota o del choclo se inserta todavía en la moral de clase media. Apretar el corsé y ajustarse el botín son síntomas del influjo de una moda extranjera que penetra en las costumbres de una ciudad que se ha abierto al comercio exterior y que vive en la dependencia total. Pero cambiar el zapato tradicional por otro tipo de calzado es alterar las jerarquías, violar las conveniencias. Al artista se ha unido el militar, pero el militar pertenece a un ejército entrenado en la gran era de la industria, en la era manejada por un orden y por el progreso. La estética se vuelve positivista y la mirada se enfría. No es pues extraño que Venturita fracase y que sus hermosos y enguantados pies rechacen esas botas que aniñan y esos choclos que esculpen para provocar apenas el hormigueo de una trepidación electromagnética. Esos instrumentos -la dinamita- apenas si conmueven el edificio social porque aunque atraigan la mirada y ésta altere el tacto, su impacto se disgrega. Para conseguir su objeto, casarse, pues como pregunta Cuéllar «¿a qué otra cosa aspiran las muchachas bonitas?», Venturita no vacila en adoptar una moda que la hará descender en la escala social y la asociará a aquellas que alguna vez estuvieron descalcitas. Esta nueva táctica había sido usada también, durante el siglo XVIII, en España por la seductora duquesa Teresa Cayetana de Alba que aplebeyó sus vestidos, sus modales y su lenguaje para seducir a los hombres. Venturita, más modesta, se contenta con imitar a las cortesanas, a las que se proveen de zapatos bajos y medias de encaje. Afeite que calza el pie al tiempo que lo desnuda, arma poderosa, la dinamita (p. 72), el proyectil más detonado de la coquetería contra la cual detona a su vez Cuéllar:

un pie así, con zapato bajo de seda, que apenas aprisiona la punta del pie, cuya epidermis casi se adivina, o mejor dicho, se ve, se puede ver, a través de una media de encaje... Vamos... esto es mucho, y yo sé muy bien todo lo que el zapato puede influir en... el porvenir de una mujer. Ya comprenderás por qué -dijo Venturita bajando la voz-, ya comprenderás por qué esas señoras -agregó muy quedito- se calzan así-. -Ay, Venturita de mi alma y tú vas a...?


(p. 73)                


La duquesa de Alba se aplebeya por voluptuosidad y Venturita se acortesana por el matrimonio añorado, pero ambas confieren a sus pies un erotismo que ha cifrado en el calzado tanto el pudor como la obscenidad y que ha hecho de la mujer un objeto de consumo. La estrategia que esa estética desarrolla está a tono con el de una sociedad que se mantiene firme a base de armamentos importados y que le concede a la dinamita su mayor efectividad tanto para construir ferrocarriles como para metaforizar el erotismo que propicia el progreso, duramente conquistado a base de orden, administración y dependencia.




La mujer como valor de cambio

Reunidas por la varita mágica de Saldaña que convoca al baile, las mujeres que pinta Cuéllar en sus cuadros de costumbres son vistas por su autor con apetito voraz -comiéndoselas con los ojos- para después lapidarlas con la pluma. La incesante actividad que se determina por una intensa preocupación vestimentaria que da pie a la elegancia, tiene como objeto la mirada. Las mujeres se entregan a un ritual de tocador que con fervor sagrado les permite convertirse en seres de vitrina. Su vestimenta les acomoda de inmediato en el escaparate donde serán vendidas y, para intensificar el deslumbramiento, se revisten de objetos fastuosos que ponen en subasta su más preciada joya, la virtud. Para ser vista como objeto que se ostenta, la mujer anda sobre zapatos de distintos altos y diversos géneros, aunque pague como precio inmediato y fugaz una desnudez fortuita y ocasional que le exige su entrada por la puerta falsa de la casa chica. «Ser tenida» por quien colecciona objetos de lujo es ser vestida de pies a cabeza para ser expuesta a la mirada y aumentar la fama del coleccionista. Enriqueta lo hace y al recibir en sus mal calzadas plantas el cosquilleo electromagnético del progreso, recorre el camino clásico que Cuéllar fulmina en su afán moralizante y en su intento de retener a la mujer sólo dentro de la categoría de objeto utilitario. La sociedad porfirista que se refleja en la prosa de este escritor que publica su libro en 1886, es una sociedad dada a la ostentación y al lujo, a la importación de los valores de la moda parisina, a la instauración de costumbres diversas que modifican de raíz la apariencia exterior.

La virtud es ciega como el honor, enseñar los pies lujosamente calzados es iniciar la caída, rodar por el fango. Dar el mal paso con botines lujosos es perder el pie y entregarlo desde abajo al lujo. Eso hará Venturita al acercarse a las cortesanas utilizando el calzado que las marca o las infama. Las situaciones narrativas, subrayadas por las expresiones populares que Cuéllar maneja a la perfección, exhiben la identidad de las mujeres; el cambio social las determina como valor de cambio y, en realidad, cualquiera que sea su calce empiezan a perder la clase a influjos de la moda. La actitud moralizante de Cuéllar opera como una pantalla para cubrir una realidad que se revela al ojo y el espacio elaborado conscientemente se sustituye por otro donde algo opera desde el inconsciente. Su capacidad radiográfica traspasa su propia moral tradicional y descubre la realidad de la dependencia y de la mujer como mercancía que puede ser exhibida, tenida, comprada.

La exhibición precede a la compra pero para exhibir y ponerse en vitrina la apariencia debe modificarse. La sociedad suntuaria elabora su propia imagen de la belleza y la «sencillez y naturalidad de los tiempos patriarcales» (p. 58) que le sirven de modelo a Cuéllar no embonan con el lujo. Para ser comprada «tenida» -ya sea en matrimonio o en concubinato- la mujer debe componer su belleza, vestirla, aderezarla, y al colocarse en vitrina debe -perogrullada- llamar la atención. La belleza de la sociedad suntuaria abomina de lo natural por demasiado «mitológico» y recae en la opulencia: «El cupidillo aquel tan ingenuo y espontáneo (de los tiempos patriarcales), era en la ventana de Enriqueta y en otros balcones, un simple intermediario para llegar al lujo» (p. 58).

La honra naufraga como un navío ahogando la reputación de una mujer; el lujo la rescata y la enfrenta al espejo que le regresa el reflejo sino un aura. La moda aureola a la mujer, la refina alterando sus proporciones, la recrea dándole otro rostro, el que ella misma mira ante el espejo y el rostro que se ofrece a la mirada exterior: «Por detrás de Enriqueta había, no un cupidillo risueño, juguetón y huraño, sino un hada despótica, tiránica y cruel que se ríe de la miseria» (p. 58). El espejo contesta encantado reiterando la belleza, y, alterando el cuento, le otorga galanía a cuanta doncella acepta el refinamiento de la moda, tiránica como la madrastra. Las jóvenes que sufren a su influjo «traicionan su virtud». La apariencia cambia como la sociedad que ha exigido otra visión, otra manera de ver y de andar y las mujeres mexicanas se mimetizan al reflejo de una importación, un modelo europeo que ellas reproducen para poder estar en la vitrina. Su ser cambia según cambia la moda, tan rápidamente como los maniquíes de las vitrinas cuando exhiben las diversas combinaciones de colores, de géneros, de encajes, de puntadas, de botines. En Los parientes ricos Rafael Delgado enfrenta la sencillez de la provincia a la frivolidad de la extranjera moda que tiraniza la capital metropolitana:

Larguísimo fue el primer capítulo de modas; la joven estaba enterada hasta del más insignificante pormenor de trajes y vestidos. Esto o aquello era lo que estaba en privanza; tales o cuales cosas habían pasado, acaso para no volver nunca, y, según los dichos de los sastres más famosos en la estación próxima tendríamos muchas novedades.


El sencillo traje de las provincias, hecho en casa y de percal, contrasta disminuido con el oropel necesario a la vitrina. Y la vitrina es la gran ciudad por donde se pasean las graciosas francesitas del Duque Job. Delgado insiste cuando hace decir a un personaje que regresa de París y a propósito de una próspera ciudad provinciana:

paréceme Pluviosilla una beldad agreste cuyos encantos y cuya núbil lozanía piden galas y adornos para lucir y triunfar. Ciudad muy linda es ésta... ¿Qué necesita? Cómodas calles, elegantes edificios, avenidas adoquinadas que hagan fácil el tránsito de los carruajes. ¿Por qué no hay aquí muchos coches? Porque con calles como éstas, es imposible que los haya. El teatro aunque de traza regular, pide aseo y elegancia en pasillos y escaleras; pide un foyer suntuoso...10.


La ciudad entera es escaparate y su belleza se asimila a la de las mujeres; la mirada se asume como teatralidad, como espectáculo. La plaza pública continúa la ventana y su apertura se debe, como en el París de principios de siglo, al comercio de las telas. Pluviosilla es «la Mánchester» de México; la capital, su París. Las mujeres, su decorado principal.

La belleza se confecciona, se fabrica, se matiza técnicamente. El cuerpo se rehace gracias al corsé, el pie se esculpe mediante el botín, los guantes remodelan y el sombrero retoca. El honor, tradicionalmente asociado a un cristal que con el puro aliento se empaña, se trueca por un espejo que refleja una apariencia de belleza artificiosamente construida, entera sólo si se ajusta al ritual que exige la mirada. La moral añorada por Cuéllar, Delgado y De Campo ha sido sustituida por una estética de la apariencia y la fabricación, por lo antinatural. Es más, la artificialidad es concebida puramente en términos de clase. El artificio, el oropel, el lujo que cubre de pies a cabeza, es natural en las clases altas, pero la imitación que las clases medias empiezan a hacer de ciertos usos vestimentarios se considera peligrosa porque confunde las fronteras:

Mientras en México las mujeres públicas fueron descalcitas como habían sido las Machucas, cuando las conoció Saldaña, los bailes de máscaras eran, sin distinción, para las clases acomodadas de la sociedad; pero cuando el lujo y la corrupción se dieron la mano, los bailes de máscaras se componen de esas señoras y del sexo feo...


(p. 45)                


Cuéllar se horroriza pero Prieto recuerda en Memorias de mis tiempos cómo se invierten durante el carnaval los esquemas sociales; las máscaras permiten que los ricos adopten el disfraz de populacho, mientras los descalzos se ponen las botas, aunque su tacón torcido revele su profundo parentesco con el polvo. El espectáculo popular que ofrece el periodo anárquico que Prieto asienta en sus Memorias conserva el carácter de decorado y determina jerárquicamente el lugar que le toca a cada uno. La máscara divide y protege como las joyas. Las mujeres de la clase alta viven enjoyadas: la marquesa Calderón de la Barca descansa en Manga de Clavo en el feudo de Su Alteza Serenísima, antes de seguir su cansado viaje en diligencia hasta la ciudad de México, desayuna con los Santa Anna y su mirada se detiene en el esplendente muestrario de diamantes que despliega su anfitriona. Relumbrón, personaje famoso de Los bandidos de Río Frío, lleva pleonásticamente su nombre que revela su propensión a las sortijas. México relumbra literalmente y se exhibe: relumbran de un lado las ostentosas clases altas y del otro, el populacho, enfundado en sus harapos y en su regio colorido popular. La clase media se aplana en el anonimato de la modestia y la humildad. El teatro es para ellos una carpa, o una ópera. Y en la ópera rivalizan, como en los escenarios de Proust, los monstruos sagrados de la escena y las diosas mitológicas de los palcos:

El teatro reverberaba como un ascua de oro; en los palcos, cubiertos de ramos y de flores, se ostentaban Hadas, Sultanes, Odaliscas. Reinas y damas de hermosura histórica, avasallando la seda y los encajes, ostentando guirnaldas y plumas, vulgarizando las piedras y formando el conjunto una grandeza olímpica que se perdía entre lo ideal y lo maravilloso11.


Este espectáculo de carnaval donde las damas rivalizan con las actrices coloca a cada quien en su territorio, sacralizando la división que se perfila, nítida, entre los abalorios falsos y los diamantes exactos. Cuéllar advierte durante el porfiriato que la humildad de los de en medio empieza a desaparecer con el zapato y que el disfraz se escinde de la máscara. El calzado esculpe el pie, le ofrece un zócalo de estatua, es decir un pedestal pero el pueblo lo transforma y le otorga a la palabra un sentido de espectáculo. El Zócalo será la gran vitrina popular que, junto con la Alameda, congrega a los paseantes. Las damas pasean su apariencia y los catrines y los rotos las contemplan:

Enrique Pérez, sin embargo, se complacía en lo que él llamaba hacer el oso a la mexicana, y no faltaba al Zócalo los domingos para verla pasar tres o cuatro veces en ese paseo de exploración que las señoras han dado en hacer, siguiendo todas las curvas del jardín, entre dos filas de pollos barbudos, apostados allí con la deliberada intención de escoger, o simplemente de formarse el cargo respecto a las escogibles.


(p. 78)                


Las mujeres se detienen ante los escaparates y contemplan el espectáculo de los maniquíes y se esclavizan a la moda, a su vez, los «pollos» contemplan a las catrinas que, mimetizadas, se vuelven carne de vitrina. Como valor mercantil la belleza fabricada de la mujer deslumbra hecha decorado de la ciudad, convertida en escenografía, vistiendo sus paseos y adornando las ventanas como los pájaros en la jaula o como las plantas en sus verdes estuches.




¡Y ahora el baile...!

Transformada en maniquí y convertida en valor de cambio, la mujer se inserta en un sistema de transacciones que determinan su capacidad para desplazarse por los territorios que antes estaban religiosamente separados. La mujer digna de ese nombre debe ser modesta y humilde pero la mujer que simboliza el cambio es indigna de cualquier hombre. «Y esas señoras, otras señoras, y ciertas señoras, juegan juntas a los albures el precio de la hermosura, el dinero del marido y el pan de sus hijos» (p. 45). La transacción bursátil es manejada dentro de los estrechos límites del tablero donde caen los albures: al juego de miradas responde el juego de apariencias: la «infamia», la «inmoralidad» del garito se combinan con la fiesta, y la sociedad entera parece integrarse a un tiempo de carnaval:

La hipocresía es una especie de agente de negocios del vicio. Toma una fiesta religiosa para atribuirle toda la responsabilidad del ultraje a la moral, y combina la fiesta de la Candelaria con la libre instalación del garito y del carcamán... La transacción se verifica sin más condiciones que la de ser transitoria y un poco lejos del centro: como transige la buena educación con un esputador de profesión o con un enfisematoso, siempre que éste escupa, no en medio de la sala, sino en un rincón y en la escupidera.


(p. 45)                


El picante lenguaje popular de Cuéllar, el «mexicanísimo sabor» que maravilla a sus contemporáneos y a sus críticos posteriores no es eterno: ostentan en sus locuciones populares una terminología que connota los cambios ocurridos en los distintos sistemas de producción del porfiriato.

Los cambios se manifiestan plásticamente en la ciudad que los recoge y en la mujer que los ostenta. La industrialización y el capitalismo incipiente, las redes de comunicación, principalmente ferroviarias, la minería y el comercio se instrumentan con capital extranjero. Los Estados Unidos e Inglaterra tenían un capital mayor que el del gobierno mexicano. El signo externo, sin embargo, el signo que modifica la fisonomía de la ciudad y de la gente es francés: las vestimentas, los peinados, las texturas, las perspectivas. Los barrios aristocráticos se han desplazado a lo largo del eje formado por el Paseo de la Reforma, construido por Maximiliano para unir el Castillo de Chapultepec con el antiguo centro, barrio residencial durante varios siglos. Los grandes bulevares parisinos construidos por Haussmann dejan su impronta en nuestro Paseo de la Reforma, con las estatuas de la Alameda, en las casas francesas de la colonia Juárez, en los versos de Gutiérrez Nájera, en los vinos, en las grandes tiendas, en las sederías. El Centro colocado estratégicamente entre los dos grandes puntos de exhibición citadinos, la Alameda y el Zócalo, empieza a degradarse y las clases inferiores empiezan a habitarlo. A pasos agigantados cambian las perspectivas y para admirar sus proporciones es necesario recorrerlas a ritmo de danza y hay que ponerse en marcha abandonando el reposo del pie, caminando por el espacio transitado en los momentos de mayor desgaste. Y el desgaste como el lujo mismo, y el erotismo soslayado, determinan el corolario indispensable de una economía suntuaria.

En su Diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot define así a la danza:

imagen corporeizada de un proceso, devenir o transcurso... aparece con este significado, en la doctrina hindú, la danza de Shiva en su papel de Natarajá (rey de la danza cósmica, unión del espacio y el tiempo en la evolución). Creencia universal de que, en cuanto arte rítmico, es símbolo del acto de la creación. Por ello, la danza es una de las antiguas formas de la magia. Toda danza es una pantomima de metamorfosis (por ello requiere la máscara para facilitar y ocultar la transformación que tiende a convertir al bailarín en dios, demonio, o una forma existencial anhelada). Tiene en consecuencia una función cosmogónica. La danza encarna la energía eterna; el círculo de llamas que circunda el Shiva danzante de la iconografía hindú. Las danzas de personas enlazadas simbolizan el matrimonio cósmico, la unión del cielo y de la tierra (la cadena) y por ello facilitan las uniones entre las hembras y los varones.


Danza significa pues sexo. Pero dentro de una función cosmogónica. Las personas enlazadas se unen en matrimonio y su relación es muy cercana a la magia. Sexo y mundo primitivo entonces. José Tomás de Cuéllar intuye esta doble simbolización de la danza; intuye que es cercanía primitiva, salvaje, e intuye su carácter predominantemente sexual. Por eso la rechaza. El baile es sacrílego, es negativo, se opone al progreso por su salvajismo y su olor a sexo. Para Cuéllar el baile no está vinculado con religiones orientales cuyos ritos conecten con lo cosmogónico. Para él es símbolo de impudicia y salvajismo. Es símbolo de malas costumbres, es símbolo de ruptura de estereotipos clasistas, es la instauración de lo carnavalesco a lo largo del año, es la máscara desenmascarada, la máscara que no separa, la metamorfosis social que se teme. Los bailes ocultan su procedencia inferior, de clase baja y, lo que es peor, de raza despreciada: «Los pobres esclavos de Cuba, tostados por el sol, rajados por el látigo y embrutecidos por la abyección, despiertan algún día al eco de la música, como despiertan las víboras adormecidas debajo de una piedra» (p. 46). La esclavitud de esa raza importada a América por el padre Las Casas para liberar a los indios parece mitigarse con la música, pero su relación con ella es también su relación con lo animal. El animal a que se refiere Cuéllar es un animal simbólico, la serpiente. Y la serpiente, reptil silencioso y mezquino, traidor y violento es el emblema de la seducción, pero de la seducción que nos hizo perder el Paraíso, gracias a los embelecos de Eva, a su vez fascinada por la serpiente. Esclavo y animal se unen; la serpiente es el fálico recuerdo de un génesis abrupto y enfurecido que nos arrojó del Paraíso a esta tierra de trabajo ganado con el sudor de la frente y a Cuéllar no le interesa que el sudor provenga de otra actividad distinta a la del trabajo; el sudor producido en el baile es un sudor animal, primitivo, libidinoso, despreciable:

El esclavo está en su derecho de bailar bajo un sol ardiente, así como lo está el león de rugir en el desierto tras de la leona... Las niñas estaban con los ojos vendados y no entendían nada en materia de rugidos de león, ni de danzas de negros, y encontraron en realidad inocente y nuevo lo de llevar el compás con la manita y con los pies y bailaron la danza habanera delante del papá.


(p. 46)                


El pie es el culpable. Asiento de la persona y disfraz de una pecaminosa realidad contra la que se pronuncia el moralista. El baile convoca seres desclasados que, mediante el afeite del calzado, ocultan la desnudez de un pie inferior, el que se asienta sobre el polvo, el pie de los esclavos. El pie enmascarado por el zapato, antes descalzo o calzado con huarache, que revela en su desnudez, total o semiencubierta por la sandalia, una raza trigueña que debe sostenerse en su sitio y no bailar con botitas bien modeladas que ocultan su color. El baile habanero contamina, reúne diversas procedencias y desclasa, animaliza:

En la vida del salvaje y del esclavo, el placer es esencialmente genésico, por la misma razón fisiológica que en el animal lo determina un solo periodo de la vida. De manera que en el esclavo y en el animal no hay placer sin lascivia, y siendo el baile la expresión del placer, el baile del esclavo no puede menos que ser libidinoso


(p. 46)                


y la insidia grabada ominosamente en la mentalidad romántica, esa insidia que hace de las mujeres seres angelicales, azucenas puras, virginales, sin sexo, incoloras e inodoras, choca con los bailes que las clases medias «hacen» y no «dan». Porque las clases altas conscientes de las jerarquías «dan» bailes, nunca los «hacen». Y en estos dos verbos radica la ideología clasista de Cuéllar: las grandes familias mexicanas, de la clase alta, de la «buena sociedad», esa deslumbrante clase por su blancura, sus casas parisinas, y su elegancia helénica, «dan» un baile nunca lo «hacen»:

Da un baile la persona que con cualquier pretexto de solemnidad invita a sus amigos a pasar unas cuantas horas en su compañía. El pretexto es lo de menos, el objeto principal del baile es estrechar los vínculos de amistad y los lazos sociales por medio de la amena distracción que proporciona a sus amigos.


(p. 4)                


Una «amena distracción» y un deseo de «estrechar lazos de amistad» marcan el carácter eminentemente social y victorianamente decente de esa convivialidad de clases altas que incorporan, hasta en el lenguaje, la elegancia implícita en la fórmula «dar un baile». En cambio «hacer un baile» «es reunir música, refrescos, luces y gentes para bailar, comer y refrescarse y santas pascuas» (p. 5). La propiedad en el lenguaje -elegir los verbos adecuados- se prolonga naturalmente y alcanza la propiedad en el vestido y en el calzado elegido y sobre todo en el tipo de baile que se escoja. La danza habanera es el tosco embozo que reviste un ritmo producido por seres salvajes, obscenos y esclavos. Su colores ominoso y opaca en su turbulencia sudorosa el trigueño color de las jovencitas que concurren a la danza en una vecindad de quinto patio en la ciudad de México, asaltada de repente por costumbres que reprimen con la ropa la desnudez de una lujuria permitida sólo entre esclavos.

El gasto inherente a una sociedad de consumo, es más, el desgaste que lo inútil, lo suntuario ocasiona, se alegoriza en este erotismo marginado, en esta perversión de las costumbres, en esta desnudez salvaje que esclaviza. La mujer como valor de cambio enturbia las relaciones tradicionales entre los sexos: la unión modesta y pulcra de un matrimonio que procrea hijos sanos y decentes, cuya desnudez primigenia está cubierta con ropas necesarias. La mujer que se exhibe y se pone en venta, la mujer que es «tenida» reviste su desnudez con ropas extranjeras y con calzados escultóricos. El pie de estatua pierde su ropaje marmóreo al son pecaminoso de una danza que en su desgaste lascivo exhibe una desnudez absoluta, prístina y por ello obscena. Las «transacciones bursátiles» y los «agentes de comercio» que las provocan echando en el tablero los albures, desnudan a su vez la nueva sociedad que en ritos festivos se congrega y danza al ritmo lascivo de una esclavitud travestida. El travestimiento, corrupta práctica de sociedades enfermas se vuelve máscara, embozo primitivo, que contamina la metamorfosis cosmogónica.

El desgaste (la pérdida) que el baile provoca en su doble contexto: la fiesta que congrega y el baile que quema la energía, desnuda la apariencia, abole la mirada y permite la unión ritual:

Enrique sentía en su mano izquierda, en contacto con el raso que ceñía la cintura de Leonor, como los alfiretazos de la electricidad y apoderado de todo el ramal nervioso de la enguantada mano izquierda de su compañera, sentía como la fusión inevitable de dos organismos, como un soplete ígneo que funde dos metales en un solo líquido.


(p. 124)                


Las alusiones sexuales que el desgaste del baile provocan en Cuéllar están teñidas de progreso: la mirada que producía un «cosquilleo magnético» y un «hormigueo en las palmas de las manos» se ha cancelado y ahora el tacto inicia la verdadera ritualidad que el baile ha convocado. Pero esta ritualidad que en su desnudo origen era cosmogónica y esta energía perdida en la fusión que la desnudez del tacto acelera, han adoptado una nueva vestidura que el lenguaje nos ofrece copulando: el cuerpo se engendra al unísono que la lengua y ésta condensa con exceso una terminología técnica que mimetiza el amor con el progreso. La electricidad triunfante se apodera de la apariencia y la desnuda y ésta transforma el mundo que Cuéllar observa con nostalgia del pasado. Y esta nostalgia de un paraíso perdido donde la desnudez era inocente se vuelve un paradigma en el baile y el cochino que la vuelven evangélica. El polvo, el fango donde hozan los cochinos, es el pie que danza la lascivia y la desnuda. El romanticismo al que se condena a Cuéllar, cuando los críticos lo colocan dentro de un frasco con esa: etiqueta en los catálogos de historia de literatura mexicana, es la nostalgia de un paraíso utópico que ya ha evocado Inclán. El afán moralizante nos muestra en su paradigmática nostalgia y en su furia bíblica la constatación de una realidad cambiante que se simboliza en la mujer asimilándola a los valores de cambio que la bolsa pone en movimiento para realizar las grandes transacciones. Pero la modernidad de Cuéllar, su realismo sí algún nombre queremos darle, estriba en el lenguaje que mimetiza gráficamente, alegorizándolo, el cambio que el orden y el progreso han inaugurado en la sociedad porfirista.





 
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