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«Spiritus phantasticus»: epifanía y artificio en el «Primero sueño»

Rocío Olivares Zorrilla





A partir de la conocida mención que hace Aristóteles en De anima de la etimología de la palabra fantasia (faws -luz) (III, 3, 429a.), se generó un conjunto de ideas que trascendió de la Antigüedad al Barroco. Sinesio de Cirene, en su concepción del spiritus phantasticus -entendiendo a éste como espíritu animal, es decir, como función de los sentidos internos según la medicina antigua-, le atribuyó una luminosidad propia gracias a la cual podemos ver durante el sueño. Sinesio vivió en los siglos IV y V de nuestra era y se cuenta entre los filósofos neoplatónicos. A pesar de ser un obispo cristiano, muchas de sus ideas son herméticas, como la que desarrolla fundamentalmente en su libro De insomniis (1281-1320), que es la revelación de lo divino en los sueños. Sinesio toma de Plotino la idea del nous, cuyo acto intuitivo comprende el Ser arquetípico y trasciende el alma, limitada a las impresiones de los fenómenos. En el Primero sueño de Sor Juana podemos detectar este remoto antecedente plotiniano así como el spiritus phantasticus de Sinesio que permite al alma, como un vehículo, comunicarse con la Divinidad. «To phantastikon pneuma» lo llama Sinesio aludiendo a su calidad pneumática, aérea y dinámica. A través de él las impresiones del Ser arquetípico o Nous, con mayúscula, se comunican al nous individual. Estas ideas de Sinesio, fueron leídas por los neoplatónicos renacentistas y tiene raíz en la antiquísima creencia de que la visión se efectúa por la emisión de rayos luminosos a través de los ojos, derivados de los espíritus animales, de naturaleza ígnea (Klein 50-51)1. Como un fuego interior, hoguera activa capaz de producir imágenes en sucesión constante, así es como llega la idea al siglo XV italiano. Robert Klein expone en La forma y lo inteligible cómo ya, a fines del siglo XVI, Giordano Bruno retoma con entusiasmo el asunto del spiritus phantasticus llamándolo «espíritu que es al mismo tiempo ojo» (Klein 68). Ojo que ilumina y ve al mismo tiempo, eso es la imaginación tal y como se nos presenta el poema de Sor Juana. La autora tuvo muchos antecedentes que pudo haber retomado para desenvolver su onírico ciclo de imágenes2, aun sin necesidad de haber leído directamente la obra de Bruno. Pico de la Mirándola, por ejemplo, en su Heptaplus, conocido en la Nueva España del siglo XVII3, define el spiritus phantasticus de Sinesio de Cirene como una sustancia luminosa. La fantasía en el Primero sueño es descrita a través de las «... mentales, sin luz, siempre vistosas/ colores...», de los versos 283-284, y las figuras «de la sombra no menos ayudadas/ que de la luz...», de los versos 876-877. La función del spiritus phantasticus había sido central en la estética del siglo XVI, cuando el disegno interno o concetto se concibe como anterior y superior a la naturaleza y al arte mismo. En la relación entre el artista y el mundo y entre la idea y el arte, el spiritus phantasticus enlaza cuerpo y alma y le facilita a ésta la comunicación con el intelecto haciendo visible lo invisible. El desarrollo de la idea en el pensamiento cristiano había tenido ya muchas refracciones antes del siglo XVI: de San Agustín a Grosseteste y Hugo de San Víctor, el ojo es un centro que a la vez emite y recibe. En San Agustín, por ejemplo, la recepción de la imagen se multiplica, pues del cuerpo que se mira pasa a la vista, de ésta a la memoria y, de ésta, al pensamiento (X, 9 y 16). Grosseteste, mediante esta conexión entre la vista y la imaginación, le atribuyó virtud formativa a la última (Klein 42 n. 38)4. Hugo de San Víctor, partiendo de lo expuesto por San Agustín, explica la relación entre el mundo visible y el mundo invisible. La materia es sólo un enlace entre la forma invisible de la Divinidad y la invisibilidad de nuestra mente y sus pensamientos, donde esta forma se imprime (t. 176, 811, 831)5. La teoría de Hugo de San Víctor establece una simetría entre los diversos «cielos» y nuestros «ojos»: el oculus carnis corresponde al mundo sublunar, donde se perciben la imágenes, el oculus rationis a la esfera de los conceptos, y el oculus contemplationis al cielo supremo donde se contempla la creación (825)6.

Con estos antecedentes, traídos a cuento casi todos por Robert Klein con mayor o menor penetración, el filósofo Aldo Masullo, en un ensayo sobre «El infinito imaginar de Giordano Bruno», observa cómo, a fines del siglo XVI, en sus Heroicos furores, Bruno abundó sobre los significados recónditos de la fábula de Acteón y Diana presentando al cazador como cazado, es decir, al sujeto previamente cognoscente como objeto conocido y devorado. Masullo compara esta inversión con dos espejos que se reflejan recíprocamente en el acto de conocimiento y la considera, en términos brunianos, una profunda magia por la cual la naturaleza se penetra en el acto de conocerla al punto de transfigurarse en ella. Cuando el alma del Primero sueño intenta conocer el mundo creado, atraviesa también por los objetos naturales buscando en su infinitud la infinitud divina. Para ello, ha debido pagar el precio de romper su discurso en astillas (349, vv 565-570):


   ... mal le hizo de su grado
en la mental orilla
dar fondo, destrozado,
al timón roto, a la quebrada entena,
besando arena a arena
de la playa el bajel, astilla a astilla...


Desintegrado, desmembrado, transfigurado, el discurso antes ufano debe recoger sus pedazos y recomenzar desde el otro extremo su «segundo intento» de alcanzar la Causa Primera. En esta idea subyace el principio plotiniano de la unidad que trasciende a la multiplicidad y que a la vez es inmanente a dicha multiplicidad, pues «la mente es el acto del Uno, y siendo del Uno, participa del Uno» (Masullo). Y si San Agustín explicaba cómo la imagen de lo real pasa de los sentidos a la mente, en sentido inverso, Marsilio Ficino, inspirado en Plotino y su idea de la mente que está en la mente y trasciende a la mente, señala cómo la unidad da de sí, de su plenitud, deviniendo mente, así como la mente rebosa y produce el ánima y finalmente el ánima produce el mundo de las cosas sensibles.

Robert Klein (77), por su parte, afirma que la magia renacentista, el simbolismo sistemático y las alegorías artísticas del Renacimiento responden a esta noción del spiritus phantasticus característica del manierismo. Esta es la estética que hereda Sor Juana. En su soneto 208, «A una pintura de Nuestra Señora...», (311) ella combina metáforas en torno a la luz de una pintura, de su modelo y de su pintor que, por grande, es convertido en lucero. El gasto de luz que éste hizo alude al spiritus phantasticus:



Si un pincel, aunque grande, al fin humano,
pudo hacer tan bellísima Pintura,
que aun vista perspicaz en vano apura
tus luces -o admirada, si no en vano-:

el Autor de tu Alma soberano,
proporcionado campo a más hechura,
¿qué gracia pintaría, qué hermosura,
el Lienzo más capaz, mejor la Mano?

¿Si estará ya en la Esfera luminoso
el pincel, de Lucero gradüado,
porque te amaneció, Divina Aurora?

¡Y cómo que lo está! Pero, quejoso,
dice que ni aun la costa le han pagado:
que gastó en ti más luz que tiene ahora.


La Nueva España del siglo XVII no fue una excepción de este marcado interés por el fenómeno luminoso y la óptica que artes y ciencias compartieron desde la Edad Media y que floreció en el Barroco. De los científicos novohispanos de la segunda mitad de ese siglo, Ignacio Osorio nos brinda la correspondencia entre el jesuita Alexandro Favián y Athanasius Kircher, el sabio jesuita alemán cuyas obras lo presentan como un Hermes moderno. Es simpática la anécdota de cómo Favián conoció la obra de Kircher, Musurgia universalis, justo después de haber soñado que leía un libro semejante, el cual le puso ante los ojos otro jesuita, el francés François Guillot -cuyo nombre fue hispanizado como Francisco Ximénez. Éste había sido discípulo de Kircher antes de llegar a América e introdujo la obra del polígrafo hermetista a Favián, nacido en Puebla e hijo de un genovés. De la abundante correspondencia entre ellos y Kircher sabemos que las obras de éste último sí fueron bastante conocidas en México, así como las de Gaspar Schotto y Caramuel, cuyos aparatos telescópicos despertaron una enorme curiosidad a nuestros sabios, incluidos Sigüenza y Góngora y la misma Sor Juana (Leonard 292-293 y ss)7. Osorio traduce a Favián, quien le pedía objetos científicos a Kircher a cambio de diversos regalos y de quien transcribo el siguiente fragmento:

... suplico mucho a Vuestra Paternidad Reverenda no se olvide de aquellos vidrios lenticulares graduados, con que se introducen dentro de las cosas las especies intencionales de las cosas... porque no he podido hallarlos por acá, por lo mucho que he deseado experimentar con perfección esta maravilla, y si hubiere aquellos con que se ejecuta la Criptologia nova, que está en el Arte de la luz y la sombra, fol. 931: uno de metal y otro de vidrio hiperbólico, lo preciaré en grado excelso, por ser aquesta nueva invención cosa de asombro y espanto


(Osorio 60-61).                


El Ars magna lucis et umbrae (publicado en Roma, en 1646) fue, pues, leído y admirado por los novohispanos que tenían acceso a la cultura científica. Y, desde luego, no es ajeno este hecho a lo que sucedía entonces en el terreno de las artes.

En el poema de Sor Juana el espejo de la fantasía se asimila al instrumento óptico de Faro. Habrá que recordar que fue Georgina Sabat de Rivers (105) quien primero señaló la correspondencia de este artefacto con la linterna mágica que aparece al final del poema, en equilibrio compositivo. Igualmente, fue Dario Puccini (223) quien antes que nadie paró mientes en las imágenes del Primero sueño -fantasmas- no de objetos vistos, sino nacidos de reminiscencias, pintados con su luz propia (su hoguera) y su pincel. La fantasía, les faltó decir a ambos, es el ojo imaginativo del spiritus phantasticus. En la descripción de la maravilla del Faro que heredó la Antigüedad, es harto elocuente el paralelismo entre su enorme espejo, con la hoguera nocturna que lo iluminaba por las noches, y el aparato del spiritus phantasticus. Y al tiempo que en la Nueva España encontramos estas inquietudes, desde poco antes, en Francia, los círculos de intelectuales cartesianos realizaban una serie de experimentos espectaculares, llamados «demostraciones analógicas» por el investigador belga Koen Vermeir (2), demostraciones relacionadas con la magia y el ilusionismo. Una de las más famosas era, por aquel entonces, precisamente la de la linterna mágica. Desde su invención en la década de 1660, la linterna mágica se vinculaba con la retórica de hacer visible lo invisible, con lo demónico u oculto, y compartía el escenario de estos espectáculos con otros inventos como las cámaras oscuras, los microscopios solares, los espejos proyectores y otros artefactos más que ocuparon la atención de los científicos imbuidos, en ese entonces, de los intereses mecanicistas y ópticos de René Descartes. Desde los trampantojos de la etapa prebarroca hasta el pansimbolismo del Barroco mismo, este gusto incontenible por la ilusión agolpaba al público en las representaciones teatrales francesas, donde Circe, Medea, Alcina o Armida hacían gala de sus hechicerías de una forma espectacular, asombrando a los presentes con apariciones y desapariciones, vuelos y metamorfosis (Vermeir 2). Como era de esperar, los jesuitas tuvieron parte entusiasta en estas demostraciones, explicándolas además con la distinción entre imago e idola (Vermeir 4), verdadera y falsa imagen, siendo la verdadera la demostración de una verdad, la explicitación de lo invisible, es decir, una epifanía. De tal suerte, cuando era la Virgen misma la que aparecía en escena entre las nubes, no podía tratarse más que de imago, mientras que los fantasmas, demonios y trasgos no eran más que idola. Siguiendo las enseñanzas de San Ignacio de Loyola, la Compañía hace eco, sin saberlo y a su pesar, también de las ideas brunianas en De umbris idearum, donde el nolano se pregunta qué conocemos cuando conocemos. Como buen neoplatónico, se responde que conocemos las sombras de las ideas, a través de las cuales podemos aproximarnos a la verdad y a la idea misma. Aldo Masullo comenta que para Bruno es así que, cuando queremos conocer cómo conocemos, tal como Acteón se conoce convertido en naturaleza, el verdadero contenido del conocimiento es la verdad y la idea, aun cuando sólo tengamos contacto con las sombras. Bruno introduce entonces una distinción fundamental: aquella entre la sombra y la imagen. Si la sombra es mera silueta contigua, vacía e imperfecta, de la cosa, no hay que olvidar que sin la cosa, no habría sombra, por lo que lo intangible puede alcanzarse por la vía de la sombra visible. Bruno desarrolla esta fascinación por alcanzar la verdad ideal en su última obra, De imaginum composizione, donde desarrolla el concepto de spiritus phantasticus, es decir, la potencia mimética del ánima que no duplica meramente, sino que produce un modo de ser nuevo. Las imágenes, dice Bruno textualmente, «no reciben sus nombres de la representación de las cosas, sino más bien de la condición de aquello que en las cosas significa» (31). Es decir, de lo significante. El spiritus phantasticus, creador de imágenes, es «simul ipsa lux atque videns» (cit. por Masullo), simulacro de la misma luz y de la visión, luz que es iluminada y, como tal, excede a la sombra, es potencia imaginativa, propone y muestra diversidad y detalles como los que hay en la naturaleza, cuya belleza es tal precisamente por su variedad (Masullo). Bruno, a su vez, da nueva vida a lo que ya había dicho siglos antes San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías al definir la pintura o pictura:

Pictura es la imagen que representa la figura de alguna cosa, y que, una vez vista, lleva la mente a recordarla. Se dice pintura como fictura (ficción); es una imagen fingida, no es la verdad. De aquí que lo pintado con color distinto del propio no representa la verdad; debido a esto hay algunas pinturas que se exceden en los colores y, pretendiendo aumentar la realidad, llevan a la mentira; como los que pintan a la quimera con tres cabezas o a Escila muy alto y ceñido con cabezas de perro


(19, XVI, 472-473).                


Y este pneuma fantástico que ya describía Sinesio también conserva en Bruno su cualidad de «currus animae» o vehículo que puede comunicar con el Nous. Los magos y operadores teatrales del Barroco jesuita proyectaban así sus rayos de colores combinados dibujando las formas que bullían en su propia imaginación. Es posible que Sor Juana no pudiese ver espectáculos como este, pero su amistad con María Luisa bien pudo suplir la falta de noticias mundanas semejantes. Además, en el contexto de la cultura barroca, los consejeros de las mujeres notables, como la condesa de Paredes, la duquesa de Aveyro o la reina María Cristina, pertenecían a la Compañía. Christiaan Huygens es el probable inventor de la linterna mágica, y Athanasius Kircher, cinco años después, la incluye en su Ars Magna, y aunque la ilustra equivocadamente, contribuyó a su difusión e influjo. Kircher enfatizó la calidad luminosa de Dios y su simbolización por el astro solar (Vermeir 8). En su libro da una versión propia de la distinción que ya Dante hacía entre lux, raggio y splendore, oponiendo a la lux o luz absoluta la luz secundaria o lumen, cuyas emanaciones se reflejan en los espejos y las lentes. Estos reflejos y refracciones están, sin embargo, en conexión con aquello que los produce; mediante la linterna mágica, el jesuita crea por tanto, como sus hermanos de teatro, imago y no idola (Vermeir 9). Koen Vermeir observa que paradójicamente, para la cultura jesuita la imagen deformada por una perspectiva inusual puede descubrir o develar una verdad oculta. La anamorfosis se asocia así con la imago, mientras que una simple copia puede conservar el engaño (Vermeir 11). Este juego de la perspectiva anamórfica es el aludido por Sor Juana de principio a fin del sueño del alma. Más aún, la mención de las pirámides de sombra al principio y de luz solar al final manifiesta de inicio la centralidad de la perspectiva en el poema y es en sí misma alusión a la superposición de las perspectivas celestial a terrenal que describía ya, en el siglo XV, Nicolás de Cusa en su Ars conjecturalis (84), así como a la doble perspectiva que Leonardo definió después en su Tratado de la pintura como dos pirámides contrapuestas, la del ojo al horizonte y la del horizonte al ojo (176). En una oposición semejante podemos enmarcar aquel pasaje del Primero sueño en que el alma despierta a la luz judiciosa del sol. Como en aquel emblema de Núñez de Cepeda (79)8, quien, como Kircher, confronta al reloj mecánico frente al reloj de sol para demostrar la dependencia del primero respecto del segundo, en el poema de Sor Juana se ilustra el plan divino bajo o más allá de toda manifestación, «las fantasmas» del sueño de Sor Juana se difuminan al mirar sus ojos el mundo iluminado.

Ciertos puntos de vista en torno a Sor Juana han soslayado cuestiones capitales para aproximarnos realmente al sentido de su obra, limitándola irremisiblemente a la cultura convencional de la Nueva España del siglo XVII. Creo, no obstante, que la curiosidad de Sor Juana era muy capaz de alcanzar lo que estaba más allá de los muros del convento y aun de la Nueva España, y que su ingenio corría al parejo con los mejores de su tiempo. En este caso, un siglo antes de que el método cartesiano ejerciera realmente el influjo filosófico crucial que tuvo en la Ilustración, ya en Francia, la pasión por la óptica y la mecánica de Descartes se dejó sentir con fuerza tal, que una poeta americana que lo supo quiso poner al día lo que ya los Santos Padres y filósofos antiguos habían escrito. Con esto, Sor Juana nos brinda no sólo una mera ilustración poética de la filosofía escolástica, sino un artefacto de la imaginación; tampoco sólo una reflexión sobre el conocimiento, sino sobre la preeminencia de las formas y del lenguaje que libremente producen significado y conocimiento. En la síntesis verbal donde se pliegan todos sus presupuestos, el Primero sueño encuentra su inmensa fortuna: ser un poema de todos los tiempos.






Obras citadas

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