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Con amor y reverencia. Mujeres y familias en el México colonial


Pilar Gonzalbo Aizpuru



Abstract.- This article focusses on the relation between ethnic groups viewed by the gender bias. Whereas Spanish women -separated themselves from the criollas- helped to maintain the social and racial hierarchy of the colony, the Indian and mestizo women contributed to form a new society. They organized the Spanish or criollo household favoring thereby the acculturation of the Spaniards to Mexican culture. Furthermore this article outlines the active part of women in obtaining their right by pleading at canonic and viceregal courts v. gr. to legitimize their illegitime children or against mistreatments.




Introducción

Dice el catecismo de Ripalda1 que las mujeres deben tratar a sus maridos «con amor y reverencia», como la Iglesia a Cristo, mientras que ellos deben comportarse con ellas «amorosa y cuerdamente». En su expresión más precisa, ésas serían las actitudes recomendables dentro de la sociedad colonial, cuyas normas de conducta emanaban de la doctrina cristiana. Con la misma orientación patriarcalista, las obligaciones de los hijos hacia sus padres eran «obediencia y reverencia»; aunque no se exigía explícitamente el amor paternal o filial, quedaba implícito en la exigencia de la asistencia mutua, que debería ser su manifestación inmediata.

Los textos doctrinales refrendaban así el prestigio del modelo familiar en que los hijos y la esposa asumen su papel de sumisos dependientes del jefe de familia. Es difícil discernir hasta qué punto los hijos estaban efectivamente sujetos a la autoridad paterna, aunque algo sabemos de su rebeldía ante matrimonios forzosos2 y de su renuencia a someterse al aprendizaje de oficios que les desagradaban3. No hay duda de que la falta de capacidad jurídica y económica era un freno de los anhelos de independencia mucho más eficaz que las palabras del catecismo.

La situación de las mujeres era bastante diferente, pese a la tan reiterada minoría de edad permanente en la que se supone que estaban sumidas. Con acceso al trabajo y a la propiedad, y responsables de sus decisiones a la hora de tomar estado, las mujeres novohispanas tuvieron influencia en varios terrenos, pero, muy especialmente, en el ámbito doméstico.

Hoy no se puede decir, como hace algunas décadas, que las mujeres son la incógnita de nuestro pasado. No sólo se ocupa de ellas la demografía histórica, en la que la mujer, en relación con su fecundidad, es protagonista indiscutible, sino también esa parte de la historia social orientada con preferencia hacia el mundo femenino: el hogar, la vida familiar, el vestido, la cocina, los momentos de esparcimiento como paseos, saraos y visitas, la galantería y el cortejo. En el terreno antes exclusivo de los hombres, entraron primero algunas mujeres excepcionales por sus méritos propios o por la coyuntura en la que les tocó vivir. Tres o cuatro nombres femeninos pueden encontrarse en los libros de historia colonial, desde la inevitable colaboradora del invasor español hasta las heroínas de la independencia, con un lugar de honor para la décima musa.

Recientemente comenzaron a tomarse en cuenta, ya en grupo, aquéllas que destacaron por su santidad en encierro conventual o por quebrantar las normas morales y las convenciones sociales. Quienes practicaron con fervor la vida religiosa y las que transgredieron los principios morales y los convencionalismos sociales, ofrecen ejemplos de actitudes opuestas ante una realidad en la que el hogar o el claustro constituían los espacios femeninos preferentes, si bien no exclusivos. Unas y otras, con su sumisión y su rebeldía, fueron reflejo de los valores propios de una sociedad con fuerte predominio masculino4.

Hechiceras, judaizantes, falsas beatas o bígamas, adúlteras y amancebadas, son hoy casi tan bien conocidas como las monjas novohispanas, poetas, cronistas, músicas, cocineras, bordadoras o contadoras. Sus vidas transcurrieron en un mundo que les restringía los incentivos culturales, los espacios de participación pública y las oportunidades de expresión y de realización personal. Desde su situación límite, en el arrebato místico o en la despreocupada desviación de las normas, ellas dieron testimonio de su experiencia frente a una sociedad que premiaba con su aprobación la docilidad a sus principios, pero que no era demasiado rigurosa con las transgresoras, siempre que no amenazasen la estabilidad y el orden. La prudencia y la moderación debían regir el comportamiento femenino, de modo que incluso en la santidad se miraban con recelo los excesos. Por otra parte, más reprobable que el pecado era el escándalo y más dignas de castigo quienes alardeaban de irreverencia y hacían ostentación de su vida licenciosa.

Las anécdotas entresacadas de expedientes inquisitoriales y criminales satisfacen así las expectativas de muchos investigadores que buscan en el pasado el reflejo de las inquietudes del presente. Es fácil, a fines del siglo XX, admirar el valor de una esposa que afrontó el castigo por adulterio o de una religiosa que se rebeló contra los votos de su regla. Pero hay que reconocer que fueron pocas las que lucharon contra la corriente y que su suerte no fue alentadora de afanes libertarios; unas y otras fueron excepciones y junto a ellas se encuentra la inmensa mayoría de las que nunca padecieron persecución o cárcel, ni se enclaustraron en conventos, ni solicitaron el divorcio, ni pretendieron aparentar santidad. Su huella en los documentos es tan leve que, a veces, se reduce a unas cuantas palabras asentadas en los registros parroquiales. La parquedad de estos registros es, con frecuencia, exasperante; y, sin embargo, en ellos se encuentran los vestigios de algo específicamente femenino, no determinado por el empeño de hacerse un lugar en el mundo de los hombres, que influyó decisivamente en la gestación del peculiar modo de ser novohispano: las relaciones conyugales, la maternidad -legítima o ilegítima-, y la participación de personas de diversas calidades en los acontecimientos familiares. Bautizos y matrimonios muestran cómo la ilegitimidad y el mestizaje se convirtieron en sellos distintivos de las poblaciones urbanas de la Nueva España. Y no cabe duda de que las mujeres contribuyeron en forma eminente a la fluidez en el intercambio étnico. Protocolos notariales y expedientes judiciales aportan datos que ilustran similar influencia en el mestizaje cultural.






Una sociedad jerárquica

Es evidente que debemos hablar, en todo caso, de una pluralidad de mujeres y familias. La variedad de condición, de situación socioeconómica y de posibilidades de acomodo en la sociedad, afectaba a los individuos en particular tanto como a las relaciones establecidas dentro del núcleo elemental de sociabilidad que es la familia, y por supuesto a su integración en la comunidad. Pero por ahora sólo voy a referirme a la participación de las mujeres en ese modelo de institución ideal que era la familia, y a la familia propia, única, en la que ellas podían sentirse amparadas y protegidas o, en cualquier caso, de algún modo integradas. En su seno se forjaron los prototipos de personalidad masculina tanto como femenina, ambos dirigidos por una ideología impuesta, pero asimilados con sus propias características por cada grupo social. La vigencia de estos modelos, el condicionamiento cultural de los géneros, dependió de su aceptación por los novohispanos y de su reproducción en el seno de la familia.

Siempre la ciudad y el campo representan espacios de convivencia muy diferentes, en los que las estructuras y funciones familiares respondieron a diversas motivaciones y circunstancias. Según la documentación de que dispongo, me voy a limitar a contemplar la vida en la capital del virreinato, donde se produjo la mayor complejidad de formas de convivencia, entre los grupos más heterogéneos. Además, precisamente en las ciudades, y pese a que las estructuras y funciones familiares tienen una singular tendencia a la continuidad y estabilidad, fueron notables los cambios apreciables a lo largo de los tres siglos de dominio español. Entre mediados del XVII y finales del XVIII, una vez afianzado el sistema colonial, también la organización familiar manifestó plenamente sus caracteres peculiares, sin que ello signifique que permanecieran inmóviles. De esa época proceden los datos que he podido analizar.

En vano se busca en los textos religiosos y en los compendios de leyes la definición del modelo femenino y familiar que se aceptó como ideal, lo que no equivale a poner en entredicho su existencia. Sus fundamentos pueden deducirse de la moral cristiana o de una legislación de corte patriarcal, pero su puesta en práctica y su eficiencia dependieron del prestigio de las representaciones colectivas imperantes en el mundo colonial. Es indudable el valor coercitivo de los tipos de conducta generados por la sociedad, que se imponen a los individuos aun en contra de su voluntad5, aunque simultáneamente, hay individuos que se enfrentan a los prejuicios y que logran sobrevivir y plantear nuevas opciones de vida. No hay duda de que esto puede explicar la existencia de algunos casos excepcionales frente a la mayoría obediente a las normas; pero cuando la rebeldía es continuada y masiva, y afecta a una importante proporción de las familias de una comunidad, más bien hay que pensar en la común aceptación de otro modelo paralelo.

Al suponer que las doncellas contraerían matrimonio y que las esposas contarían con el apoyo y compañía permanentes de sus maridos, se contemplaba la situación de una minoría cuyo apego a la norma no se explicaba tan sólo por su pertenencia a determinado grupo social, aunque las españolas acomodadas tendrían mejores oportunidades de disfrutar de tal seguridad. En todos los medios se encontraron mujeres solitarias en importante proporción. Hubo españolas, indias, mestizas o mulatas en permanente doncellez, así como numerosas madres solteras y no pocas esposas abandonadas y viudas tempranas. En todos los casos pudieron encontrar su lugar en la sociedad al margen de prejuicios y estereotipos.

El imaginario social que rigió la conducta de los vecinos de las ciudades novohispanas fue resultado de la fusión de normas explícitas y valores implícitos. Más que los mandamientos, los cánones y las leyes, la opinión pública definió los límites de lo aceptable y lo vergonzoso.

En el campo, valores, normas y tradiciones coincidieron en un patrón de conducta más coherente, pero en todo caso incompatible con el recogimiento y la clausura que se recomendaban a las señoras de alcurnia. También en las ciudades el recogimiento pudo hacerse flexible, en vista de los atractivos y exigencias de una vida mucho más activa y mundana. Tengo abundantes testimonios de la presencia de mujeres empresarias, comerciantes, propietarias, hacendadas, trabajadoras y aun dueñas de obrajes y talleres artesanales, así como de maestras y costureras que ganaban su jornal fuera del hogar. Su importancia en la economía y en las rutinas de la vida cotidiana se podría calibrar con un estudio metódico y minucioso, todavía en proceso; pero incluso durante las actividades remuneradas, y muy en especial en el servicio doméstico, la presencia de la mujer estuvo relacionada con sus responsabilidades, obligaciones y derechos dentro del hogar.

La superioridad del hombre sobre la mujer y su prerrogativa de gobernar la familia era un principio indiscutido; ellas debían a sus maridos amor, respeto, fidelidad y sumisión, según declaraban los textos piadosos y la legislación canónica y civil6. Y aun más contundentes fueron las recomendaciones del oidor de la segunda Audiencia y obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga, quien en las ordenanzas de los hospitales-pueblo estableció: «las mujeres sirvan a sus maridos»7. Años más tarde, desde el púlpito de la casa profesa de los jesuitas de México, un popular predicador recordaba lo mismo con enérgicas expresiones:

Yo supongo que no habrá marido apocado, tan inútil, tan afeminado, que se deje mandar y gobernar de su mujer. Las leyes divinas y humanas le dan al marido todo el dominio8.



En textos doctrinales y piadosos se recomendaban además las virtudes específicamente femeninas, y se daba por establecido que todas las mujeres se casarían o tendrían un hogar presidido por algún varón. La castidad y la piedad eran el fundamento de una vida cristiana, que podía adornarse con otros méritos9. Desde fecha temprana se manifestó el temor a la ociosidad de las mujeres novohispanas. La emperatriz Isabel, sin duda refiriéndose a las indias, aconsejó «que se pongan en costumbre de hilar»10. Para ellas, más que costumbre, el hilado y el tejido fue una pesada obligación, convertida en parte del servicio personal o del pago de tributos. Y no eran estas las únicas tareas a su cargo. Poco más se puede decir del trabajo de las esclavas, negras y mulatas, cuya existencia sólo se concebía en función de las labores que eran capaces de cumplir. Pero el ideal renacentista y el paradigma de la mujer virtuosa predicado por los religiosos se refería también a las ocupaciones de las señoras «de calidad». Según los libros piadosos y las recomendaciones de los pedagogos, todas, aun las más encumbradas damas, deberían tener sus manos y su mente ocupadas en labores domésticas, para evitar las tentaciones que el ocio podría proporcionar11.

Pero las españolas sabían que su misión en la Nueva España nada tenía que ver con el hilado y el tejido y que ni siquiera necesitaban usar sus manos cuando disponían de sirvientas a las que podían ordenar cómo limpiar la casa o cocinar aquellos guisos que combinaban recetas castellanas con olores y sabores del nuevo mundo. Las españolas, por el hecho de vivir en América, ya fuera que residieran con parientes o que gobernasen el hogar que alguien construyó para ellas, ya estaban cumpliendo un objetivo casi tan importante como el de los hombres que salían a la conquista de nuevas tierras. Ellas consolidaban la ocupación, arraigaban con sus hijos y aseguraban la permanencia de la nueva sociedad. No olvidaron mencionar estos méritos cuando presentaron sus memoriales en demanda de recompensas por los servicios prestados12.




La «calidad» y sus inconsecuencias

Paralela a la jerarquización por sexos se establecía así una estratificación bien definida, en la cual las mujeres españolas ocuparían lugar superior a las demás, indias y mestizas, con las negras y mulatas en el nivel inferior. Aun entre españolas y criollas se apreciaron pronto profundas diferencias, cuando la exigua vanguardia femenina de la primera mitad del siglo XVI se convirtió, en pocos años, en un grupo tan numeroso como el de los hombres y que, a su vez, integraba a las ricas herederas de apellidos aristocráticos y dotes cuantiosas y a las modestas trabajadoras, sirvientas, maestras o simplemente «arrimadas» en las casas de parientes acomodados. Si las señoras de las familias más poderosas debían servir de ejemplo a las más modestas, éstas eran responsables de implantar el modelo de familia cristiana entre las masas populares de las ciudades. Estas masas, en constante cambio y reacomodo, estaban constituidas sobre todo por mestizos, mulatos, negros y miembros de las castas, si bien fueron muchos los indios que se incorporaron a ellas, a despecho de las recomendaciones y ordenanzas que pretendían la segregación. La promiscuidad inevitable en la vida cotidiana puede apreciarse incluso en los documentos parroquiales de la capital y fueron las mujeres los agentes más activos en este proceso. Las numerosas sirvientas indias que residían en las casas de los españoles debían acudir a las parroquias de indios para recibir los sacramentos, pero, si bien cumplían con esta norma para contraer matrimonio, no lo hacían al bautizar a sus hijos, que de este modo quedaban desde su nacimiento incorporados a los libros de castas de las parroquias de españoles13.

No tardarían en apreciarse las consecuencias de esta irregularidad: las cifras correspondientes a la participación proporcional de los diferentes grupos étnicos en la composición de la población urbana muestran oscilaciones que no se explican por el crecimiento biológico o el flujo migratorio. La tónica general es de ascenso sostenido de las capas inferiores hacia las mejor consideradas, con progresiva desaparición de indios y negros, integrados en los restantes grupos. Sin restar importancia a los procesos de mestizaje, la explicación no es precisamente demográfica sino cultural y ya fue denunciada, con alarma, al menos desde el último tercio del siglo XVIII, por las autoridades eclesiásticas. En 1788, alertado el monarca sobre la habitual laxitud en las clasificaciones de los bautizados de castas, se dirigió severamente a los párrocos advirtiéndoles de los riesgos derivados de la «fatal mezcla de los europeos con los naturales y los negros». Vale subrayar el doble sentido de esa «mezcla», que si bien se refiere a la inconveniencia de los matrimonios mixtos, también puede interpretarse como la mescolanza en los registros atribuible al descuido de los párrocos. Precisamente contra este descuido se dirigía la reprimenda regia. En consecuencia, el monarca recomendó que, al asentar los registros de bautizos, se hiciesen concienzudas averiguaciones sobre la calidad de los padres, en vez de confiar en la declaración de los parientes14. Hoy sabemos que para esas fechas ya era prácticamente imposible discernir la composición étnica de buena parte de la población.

El modelo de comportamiento femenino, que debería servir de pauta para las niñas, doncellas y mujeres adultas de cualquier condición, era en apariencia muy simple e igualitario: hijas obedientes, doncellas honestas, esposas sumisas y viudas respetables, permanecerían en su hogar, sin más paseos y distracciones que la asistencia a las funciones litúrgicas. La devoción y el recogimiento propiciarían la expresión de un espíritu bondadoso y de unas manos hacendosas. La práctica se distanció notablemente de este ideal, inalcanzable para muchas huérfanas, mujeres solteras y pobres trabajadoras, y no muy atractivo para quienes, en cambio, disfrutaban de comodidades y caprichos.

Este modelo, legitimado por la tradición y refrendado por la doctrina de la iglesia, no tenía, sin embargo, un valor absoluto. La sociedad novohispana, es decir los hombres y mujeres que ocupaban el territorio del virreinato y que se relacionaban entre sí, decidían, en última instancia, cuáles de los preceptos morales y de los prejuicios culturales eran efectivamente meritorios y respetables y cuáles podrían pasarse por alto. Del mismo modo que la fidelidad masculina estaba muy lejos de ser signo de prestigio, la humildad, modestia y amor al trabajo de las señoras, se habría interpretado como pobreza de ánimo e ignorancia de las prerrogativas correspondientes a su rango. Y así como la complejidad de las relaciones sociales entre los vecinos de las ciudades contribuyó a frustrar las pretensiones de rigurosa segregación, la trama de obligaciones y privilegios en que vivían envueltas las mujeres novohispanas, las alejó de aquel paradigma que la moral católica recomendaba y la legislación civil respaldaba.

El resultado fue el reconocimiento tácito de una escala de prestigio personal y familiar, relacionado en primera instancia con el color de la tez, pero influido simultáneamente por circunstancias económicas y de reconocimiento social. Siempre las autoridades acusaron a los mestizos de pervertir las costumbres; siempre sospecharon que negras y mulatas empleaban hechizos para atraer y retener a los hombres; y por muchos años se mantuvo la ficción de la segregación de los indios, en barrios marginales y con parroquias exclusivas15. Mientras tanto, en tianguis y talleres, en calles y plazas, en iglesias y paseos, en cocinas y recámaras, convivieron mujeres de todas las edades y calidades, cuyos gustos, creencias, tradiciones y costumbres, se mezclaron constantemente.

Sólo la población rural indígena, alejada de los grandes centros urbanos, pudo conservar, dentro de su relativo aislamiento, ritos, actitudes y normas procedentes de su cultura propia, siempre que parecieran ser compatibles con las enseñanzas cristianas o que, al menos, no llamaran la atención de sus doctrineros como reminiscencias idolátricas del pasado. Las actitudes variaron a lo largo de los años, desde la entusiasta comprensión de los primeros evangelizadores, que se conformaban con la conversión «de corazón», hasta el recelo de los extirpadores de idolatrías, pasando por la precavida curiosidad etnográfica de los frailes que estudiaron historia, religión y costumbres prehispánicas con el fin de mejor combatir, con conocimiento de causa, los posibles rebrotes del viejo paganismo. No siempre era fácil detectar el contenido simbólico de costumbres en apariencia inocentes pero inherentes a una cosmovisión muy alejada del cristianismo; y con frecuencia se elogió la supervivencia de aquellos hábitos que propiciaban la sumisión y el orden, sin poner objeciones a su origen, por más que estuviera alejado de lo que los frailes predicaban. Dentro del hogar correspondió a la mujer indígena la perpetuación de creencias, valores y rutinas.

A más de cien años de la conquista, quienes visitaban comunidades remotas quedaban admirados de la esmerada educación e intachable conducta de hombres y mujeres indígenas que nunca tuvieron contacto con otros maestros que sus parientes y principales16.

Las Leyes de Indias atendieron una gran variedad de aspectos, en los que la legislación castellana habría sido insuficiente o inadecuada. En el Nuevo Mundo eran muchas las cosas que habían de hacerse de nuevo; pero no se pensó que la familia precisase una legislación especial, de modo que no entraron en la recopilación las disposiciones casuísticas tan abundantes respecto a otros temas. Sería razón suficiente para esto la consideración de que el derecho canónico suplía las deficiencias de la ley civil en una institución como el matrimonio que ostentaba la dignidad de sacramento. En relación con lo anterior, se pudo considerar que ante las leyes divinas era arriesgado establecer diferencias derivadas del origen étnico. Teólogos y canonistas, eclesiásticos, no laicos, fueron quienes discutieron acerca del matrimonio de los indios. La autoridad del Papa intervino para resolver dudas y admitir excepciones. Durante muchos años, hasta el último tercio del siglo XVIII, el provisorato y no la Real Audiencia, intervenía y juzgaba en asuntos familiares, que afectasen al vínculo conyugal.

En cuestiones económicas y de orden civil, como las testamentarías, la adopción, la emancipación de los hijos y la dotación de las hijas, los novohispanos se rigieron por las Siete Partidas y las Leyes de Toro, aplicadas en América como en España, pese a las contradicciones, ambigüedades y vacíos que se apreciaron. Precisamente estas fallas, junto a la indiferente tolerancia de las autoridades, propiciaron la formación de una sociedad en la que el matrimonio canónico y la legitimidad de nacimiento eran signos de prestigio, pero no regla inquebrantable, ni siquiera exigida para obtener la aceptación de la comunidad. El conflicto entre un orden invariable y ciego y la dinámica de una población multifacética dio por resultado la gestación de formas familiares adaptadas a las circunstancias locales, con sus propias soluciones para los problemas derivados de relaciones generacionales y de género.




De la teoría a la práctica

Mientras en el campo la familia seguía siendo la base de la organización comunitaria, el matrimonio era prácticamente universal y temprano, y la ilegitimidad tan poco numerosa que resultaba inapreciable, en las ciudades se generalizaron formas de convivencia doméstica complejas, con frecuente ausencia temporal o definitiva del varón cabeza de familia, y numerosos agregados, parientes o no. Dentro del hogar, hombres y mujeres tuvieron similar participación, y aun a ellas les correspondió mayor responsabilidad, puesto que fueron quienes tuvieron una presencia más permanente en la casa, aunque, por cierto, bastante alejada de aquel virtuoso encierro que propugnaban los moralistas. El tono de las relaciones familiares fue determinado por las rutinas cotidianas más que por normas y restricciones canónicas o civiles.

La irregularidad en las uniones de pareja y la variable condición de los hijos fueron inevitablemente aceptadas durante las primeras décadas, como consecuencia del desorden provocado por la guerra de conquista. Pero adulterio, concubinato y barraganía se hicieron comunes en el medio urbano y se perpetuaron hasta el punto de que ya no podían argumentarse como disculpa los excesos consiguientes a las campañas bélicas. Más bien, ya que habían tomado carta de naturaleza, ni siquiera merecían una condena rigurosa. Lo que los religiosos y los oficiales reales recién llegados denunciaban como graves desórdenes y corrupción de las costumbres eran hábitos que todos los grupos practicaban, con mayor o menor asiduidad y despreocupación17.

El desconcierto de los funcionarios peninsulares alarmados por las irregularidades que apreciaban en la vida familiar del virreinato, sobre todo a partir de 175018, aunque con antecedentes más antiguos, no nos sorprende a los historiadores que hoy buscamos la identificación de un proceso de adaptación de las normas de convivencia familiar. Ante las contradicciones entre la ley y la práctica, y aun más entre lo ideológicamente vituperable y lo socialmente aceptable, cabe preguntarse si el desacuerdo procedería de una inadecuada legislación o de una pertinaz perversión generalizada de los individuos. Las reglas de convivencia social pudieron haberse impuesto por dos vías: la adopción de un modelo ideal, con la exigencia de aplicarlo a la realidad, o, por el contrario, la gestación de prototipos de comportamiento seguida de su codificación legal. En la Nueva España no hay duda de que las leyes fueron anteriores a la práctica, puesto que, impuestas desde la metrópoli, procedían de un pasado medieval en el que no existían circunstancias similares a las que se dieron en el Nuevo Mundo. Por esto, sin duda, los mecanismos de aplicación fracasaron, de tal modo, que se generaron nuevos criterios de aceptación social. Y estos nuevos patrones, comúnmente asumidos, determinaron las formas de relación familiar; desde el momento en que no constituyeron excepciones, sino que fueron practicados regularmente y por largo tiempo, adquirieron la categoría de principios reguladores de las interrelaciones en el medio urbano. Ciertamente su valor se limitaba a un convenio tácito local, pero su fuerza era tal que causó la alarma de las autoridades civiles y religiosas, las cuales, ya en el último tercio del siglo XVIII, se propusieron implantar el orden legítimo y acabar con lo que consideraban una corrupción generalizada.

Nos hemos acostumbrado a considerar que mestizaje e ilegitimidad, propios del mundo colonial, responden a iniciativas exclusivamente masculinas. Se entendería que, sistemáticamente, hombres del grupo dominante abusarían de mujeres de condición inferior en contra de su voluntad. Del mismo modo, patriarcalismo y machismo, conceptos bien distintos entre sí, aunque con frecuencia coincidentes en las mismas culturas y momentos, implican privilegios del sexo fuerte, en uso y abuso de su reconocida superioridad sobre las mujeres. Se diría que ellas fueron objetos sin voluntad, que se limitaron a sufrir ultrajes, violaciones y malos tratos, mientras los varones gozaban de su poder. Ello implicaría que, dada su alta jerarquía, las españolas no participarían en uniones mixtas ni cederían a relaciones ilegítimas. Se entendería, igualmente, que ni ellas ni las indias, mestizas, negras y mulatas, tuvieron algún poder o autoridad sobre los hombres de su familia. Al margen de ideologías combativas, el sentido común se rebela ante esta visión parcial que, lejos de aportar argumentos a la defensa de las mujeres, como se pretende, parece aceptar su incapacidad pasada, apenas superada en años recientes gracias a los movimientos feministas. Sin poner en duda la difícil situación en que se encontraron las novohispanas, lo seguro es que ellas supieron aprovechar las oportunidades que se les ofrecían para llevar una vida digna dentro de sus limitaciones.

En su decisión de adaptarse a las circunstancias, aunque ello implicase quebrantar normas y desdeñar prejuicios, las mujeres de la Nueva España dieron el paso decisivo hacia la formación de una mentalidad más tolerante y de unas relaciones interétnicas más flexibles. Cuando más de la cuarta parte de las españolas y sobre un tercio de las mestizas optaban por tener hijos fuera del matrimonio, no lo harían como víctimas de una coacción violenta sino impulsadas por sus propios deseos e intereses. Es indudable que, en tales casos, el valor relativo de la compañía, el afecto, el apoyo económico y la protección proporcionados por el compañero, era superior al correspondiente a una virtuosa soltería, fiel al ideal católico de castidad y recogimiento. Esta sustitución de valores entrañaba, desde luego, un cambio en la apreciación de los signos de prestigio.

Dadas las características de la documentación disponible, es casi imposible detectar la frecuencia de enlaces de parejas de diferente calidad, fueran legítimos o no. En la mayoría de los registros matrimoniales de las dos primeras centurias se omite el origen étnico de los contrayentes, y en los bautizos de hijos naturales sólo cuenta la calidad de la madre y las declaraciones de los padrinos. Pese a estas limitaciones, es bastante lo que los libros parroquiales nos dicen: los matrimonios mixtos que se registraron como tales nos permiten apreciar ciertas estrategias que muestran los recursos empleados por las doncellas para contraer matrimonio, aun cuando fuera por debajo de su categoría, los bautizos hablan de compadrazgos, de proporciones de legitimidad y de cambios de calidad.

Varias series de documentos pueden ayudar a aclarar, al menos en parte, los rasgos más representativos de aquella situación. Los expedientes judiciales, como los pleitos matrimoniales y las demandas civiles, hablan de los casos en que se incumplían las obligaciones religiosas, familiares y sociales. Hombres y mujeres acudían a los tribunales como acusadores o acusados y exponían sus quejas o disculpas. Adulterio, embriaguez, malos tratos, falta de apoyo económico y abandono del hogar eran las causas más comunes en las reclamaciones conyugales. Personas de todas las calidades estaban implicadas en actos punibles, lo que era prueba de cómo el grupo privilegiado, al que se exigía ejemplaridad en su conducta, participaba en los mismos vicios y escándalos denunciados en la plebe. Las mujeres víctimas de abusos son las más numerosas en estos documentos, pero aun así no dejan de constituir un grupo minoritario y, por lo tanto, no son ellas quienes dan sus características peculiares a las familias novohispanas.

Los registros de matrimonios, mixtos o dentro del propio grupo, y los de bautizos de hijos legítimos o naturales, muestran un cuadro más completo de las opciones de vida que se ofrecían a las mujeres de todos los grupos sociales. En poco más de un siglo, el que corresponde a la plena expresión del modo de vida urbana en el México colonial (mediados del XVII a fines del XVIII) se produjeron algunos cambios en la organización familiar y en la posición de la mujer dentro del hogar19. Una mayor preocupación por la legitimidad de los hijos tendió a marginar a los nacidos fuera de matrimonio y profundizó las diferencias entre los grupos sociales; un mayor rigor en las clasificaciones étnicas hizo más severa la segregación de los que se consideraban inferiores; un aumento del trabajo fuera del hogar, en talleres y obrajes, pero sobre todo en la inmensa real fábrica de tabacos, obligó a las trabajadoras a buscar arreglos domésticos con apoyo de otras mujeres. Por otra parte, para los varones se redujeron las oportunidades de alcanzar fortuna en campañas de expansión colonizadora o mediante el hallazgo de ricas vetas de plata; en consecuencia, fueron menos frecuentes los viajes sin retorno de muchos padres de familia.

Un aspecto importante se refiere a la teórica separación de españoles e indios, que según lo dispuesto deberían acudir a diferentes parroquias y, sin embargo, se registraron indistintamente. Hasta el momento no he pretendido buscar españoles en las parroquias de indios, pero presumo que sería una búsqueda infructuosa. En cambio aparecen, en gran número, los indios bautizados en las de españoles lo cual es claro indicio de la flexibilidad que se imponía en la práctica. En dos décadas, de 1650 a 1669, se registraron 8,632 bautizos en la Santa Veracruz, de los cuales 42 % fueron españoles, 27 % indios y 31 % de todas las restantes mezclas: castizos, mestizos, mulatos, pardos y negros. La presencia de los indios no fue, por tanto, excepcional sino sistemática, no obedeció a circunstancias especiales sino que se aceptó con naturalidad. La falta de información en los libros del Sagrario impiden confirmar si existió una proporción similar.

Bautizos20
Sagrario (1650-1662) Veracruz (1650-1669)
Castas 10735 54,5 % 2644
Indios no especificado 2352 27 %
Españoles 8952 454,5 % 3628 42 %
Total 19697 8624

Otro rasgo característico de la vida en la ciudad de México se desprende de la comparación entre el número de bautizos y el de matrimonios: durante la segunda mitad del siglo XVII, en parroquias de españoles, los bautizos de las castas superaron ampliamente en número a los de españoles, mientras que sucedía lo contrario con los matrimonios. En la parroquia de la Santa Veracruz, cuyos registros son más detallados, se puede deducir que el número de bautizos «excedentes» se debe al registro de indios. Sin duda, los cientos de niños indios bautizados en ella se echarían de menos al confrontar los datos de las parroquias de indios próximas. El registro de tan sólo 12 matrimonios en que ambos cónyuges fueron indios indica una mayor severidad en el cumplimiento de la segregación prevista en relación con el matrimonio, pero ni siquiera tan estricta que impidiera totalmente las excepciones.

Por las mismas fechas, las uniones de parejas de diferente calidad eran bastante comunes y, en todo caso, no merecían particular atención; por ello los libros de matrimonios casi nunca lo mencionan, de modo que se limitan a incorporar al libro de españoles aquellos enlaces en que alguno de los novios lo era, mientras quedan los restantes en el de castas, sin otra distinción. Como algo excepcional, relacionado sin duda con la posición social de los contrayentes, en una proporción que oscila del 1 % al 6 % de los matrimonios de españoles se advirtió que uno de los cónyuges no lo era. Precisamente en estos casos la anotación pasaba al libro de castas, lo que hace suponer que se trataba de personas de baja condición social. La identificación de algunos de los padrinos confirma esta opinión21.

Transcurrida una centuria, cuando la pureza de sangre adquiría la mayor importancia y las autoridades extremaban sus recomendaciones sobre los riesgos de las mezclas, el 24 % de los españoles que se casaron en el Sagrario y el 31 % de los que lo hicieron en la Veracruz eligieron su pareja fuera del propio grupo étnico22. Cabría proponer que paulatinamente los novohispanos se habían acostumbrado al mestizaje y que el paso del tiempo había derribado primitivas barreras. Pero sabemos que sucedió precisamente lo contrario, que los controles se agudizaron y los prejuicios aumentaron; los criollos alardeaban de su pureza de sangre y las diferencias sociales aumentaban, tomando los caracteres raciales como uno de los elementos determinantes. En esas circunstancias, las autoridades de la metrópoli encomendaron a los prelados de la Nueva España, y éstos a los párrocos de sus diócesis, que atendiesen con el mayor esmero a discernir la calidad de sus feligreses, que debía quedar rigurosamente consignada en los libros correspondientes. Advertían que, hasta la fecha, había existido gran descuido en este terreno23. Así resulta que la proporción de uniones mixtas del último tercio del siglo XVIII puede aceptarse como aproximada, mientras que nada sabemos de los años anteriores.

En relación con los matrimonios, los padres, y en algunos casos las madres viudas de los novios, tenían indudable influencia, pero no todas las parejas se casaban en cumplimiento de órdenes paternas ni todos los padres tuvieron por sistema violentar la voluntad de sus vástagos. Además, las relaciones íntimas entre parejas comprometidas en matrimonio eran costumbre aceptada, a juzgar por lo expresado en los expedientes generados por incumplimiento del compromiso. En estos casos, la voluntad femenina era decisiva.

El amancebamiento era la segunda opción, casi tan frecuente como el matrimonio, a juzgar por el elevado número de bautizos de hijos naturales. En el siglo XVII, la parroquia de la Veracruz registraba un promedio de 35 % de ilegítimos, de los cuales correspondía la mayor proporción al grupo afromestizo y la más baja a los indios. En el Sagrario, las cifras medias dieron 45 %, sumadas todas las calidades.

Bautizos en la Veracruz24
Años 1650 a 1669
Desglose por calidades
Ilegítimos Legítimos total
Españoles 1219 33 % 2426 67 % 3645
Grupo mestizo25 737 43 % 995 57 % 1732
Indios 554 24 % 1792 76 % 2346
Grupo afromestizo26 535 59 % 374 41 % 909
Total 3045 35 % 5587 65 % 8632

Ya que los registros del Sagrario no mencionan calidades dentro de cada libro, tan sólo podemos conocer las proporciones entre españoles y castas. Durante el mismo periodo hubo un total de 10736 bautizos de castas, el 52 % de los cuales fueron ilegítimos; los 8952 españoles tuvieron un 38 % de ilegítimos27.

Es lógico inferir que tan altas tasas de ilegitimidad estarían relacionadas con elevados índices de soltería en ambos sexos. Ya que los registros parroquiales no pueden informar acerca del celibato, carecemos de datos para casi todos los grupos; tan sólo, gracias a un documento aislado, podemos conocer la actitud de los españoles hacia el matrimonio. En el año 1689, el virrey conde de Galve ordenó empadronar a los españoles peninsulares residentes en la capital28. Algunos criollos se integraron al grupo, pero, en conjunto, puede afirmarse que el patrón de comportamiento era propio de los gachupines. El resultado de aquel censo no dice nada acerca de la composición familiar, pero sí muestra la tendencia de los inmigrantes españoles a instalarse en las calles céntricas y permanecer célibes por mucho tiempo. De los 1154 empadronados, 53 % son solteros, si bien entre los mercaderes propietarios de los más prósperos negocios predominan los casados, con una diferencia de 59 % a 41 %. Esta diferencia es explicable por la mayor edad de los más acaudalados y por los prejuicios sociales que identificaban la honorabilidad con el éxito económico y con el respaldo de una familia. Cajeros, dependientes, sirvientes personales y asistentes en diversos negocios son, en cambio, casi exclusivamente solteros, en proporción del 95 %.




Un final indeseado: el nuevo orden colonial

La situación familiar, que no parecía alarmante años atrás, causó el escándalo de los funcionarios y prelados ilustrados de la segunda mitad del siglo XVIII. Sin embargo, las condiciones de vida doméstica en la capital de la Nueva España habían cambiado notablemente, y precisamente a favor de un mayor control y sumisión a las reglas religiosas y civiles; pero sin duda esta tendencia se consideraba insuficiente para la incorporación de la colonia a la naciente modernidad. Hijos ilegítimos y uniones irregulares significaban rupturas del orden social sobre el que debería afianzarse el progreso. Las críticas son comprensibles, y no porque la moral cristiana hubiera alcanzado mayor prestigio, sino porque, como ya señaló Durkheim, hace largos años, la sociedad patriarcal mira con tolerancia las uniones informales y los nacimientos ilegítimos, porque no afectan la autoridad del jefe de familia ni interfieren con su manejo de los bienes. En cambio, en la sociedad moderna, con predominio de pareja conyugal, las uniones libres no sólo son un problema de conciencia sino una amenaza al orden establecido. El matrimonio es un contrato que garantiza el cumplimiento de derechos y obligaciones de cada uno de los cónyuges. No someterse a este contrato equivale a eludir obligaciones sociales.

El panorama hogareño de la ciudad de México, en esa segunda mitad del siglo XVIII, puede ser mejor conocido que el de años anteriores, ya no sólo mediante los registros parroquiales, sino también a través de los padrones que se levantaron por aquellas fechas. En 1753, por órdenes del virrey don Francisco Güemes Horcasitas, primer conde de Revillagigedo, se estableció la división de la ciudad en 7 cuarteles y se ordenó un detallado censo de los mismos. Los encargados del levantamiento de los datos fueron alcaldes del crimen de la Real Audiencia, auxiliados por varios cuadrilleros y un escribano público. El objeto era obtener un mayor control de la población, en vista de la inseguridad que todos lamentaban y que se atribuía al gran número de vagos y maleantes que vivían en la capital29. Al parecer sólo se realizó el censo de los cuatro cuarteles más céntricos (en torno de la catedral y del palacio virreinal) y se conservan tres de ellos30. Sus cifras, confrontadas con las que se obtuvieron un cuarto de siglo después, dan una imagen bastante precisa de la población de la ciudad.

En 1753, el número de vecinos censados en los tres cuarteles conservados fue 29073, de los cuales 9372 eran párvulos. Se distribuían en 5734 viviendas, con un promedio de 5,07 personas por hogar. El índice de masculinidad era de 73 y el porcentaje de párvulos 32 %.

Una real cédula de 10 de noviembre de 1776 requería el levantamiento de padrones en todas las provincias del imperio español. En esta ocasión la responsabilidad recayó sobre las autoridades civiles, «gobernadores y personas a quien corresponda», si bien sabemos que éstos, a su vez, delegaron la tarea en los párrocos de sus jurisdicciones31. Levantados los censos a lo largo del año 1777, sólo se conservan algunos y no hay constancia de que se cumpliese íntegramente la real orden. Conocemos, parcialmente, el padrón de la parroquia del Sagrario de la capital, dividida para el efecto en cuatro «ramos», de los que existen tres disponibles en el Archivo General de la Nación32. Tanto el área censada como el número de personas registradas coincide aproximadamente con las referencias del año 1753. En un total de 4856 «familias» o viviendas, residían las 24 345 personas censadas, con promedio de 5 residentes en cada comunidad doméstica considerada. El índice de masculinidad parece haber descendido hasta 69, y el número de párvulos, 5249, equivale a 22,3 % de la población total. Las notables diferencias en estos dos apartados pueden explicarse, en el primer caso por las diferentes proporciones de hombres y mujeres según calles de la ciudad33 y en el segundo por los criterios en la clasificación de párvulos y adultos. Ya que no se anotaron las edades, sólo por ocasionales referencias podemos inferir que la edad de transición de la infancia a la etapa adulta se fijó en los 12 y 14 años respectivamente, para niñas y niños, de acuerdo con el criterio establecido por el Derecho Canónico que así determinaba la capacidad para contraer matrimonio. Sin embargo, no hay explicaciones precisas sobre la forma en que se levantó el padrón y tampoco podemos afirmar con seguridad cuál fue el límite divisorio. En relación con el matrimonio las diferencias son poco relevantes: prácticamente se mantuvo la proporción de doncellas y solteros, con un ligero descenso de los casados, a favor de los viudos de ambos sexos, que aumentaron casi 5 puntos porcentuales.

Estado en relación con el matrimonio34
Doncellas Casadas Viudas Total
1753 4934 4455 2043 11432
43 % 39 % 18 %
1777 4783 3897 2561 11241
42,5 % 34,7 % 22,8 %
Solteros Casados Viudos
1753 3565 4360 344 8269
43 % 53 % 4 %
1777 3118 4038 472 7628
40 % 51 % 9 %

Vale advertir que, puesto que las áreas censadas no coinciden exactamente en ambos censos, las cifras no significan aumento o disminución de la población total y sólo utilizamos los porcentajes de cada grupo como referencia indicadora de comportamientos dentro de un momento determinado y de formas de convivencia variables o permanentes.

En ninguno de los dos censos se menciona la ilegitimidad, que puede deducirse de los registros de la época y que permiten hablar de una clara tendencia hacia el establecimiento de relaciones regulares y el nacimiento de los hijos dentro del matrimonio, puesto que la proporción de ilegítimos se había reducido prácticamente a la mitad de la que existía cien años atrás. A partir de 1775 se inició en las parroquias el sistema de utilizar libros separados para los nacimientos ilegítimos. Se registraba, desde luego, la calidad de los bautizados, pero se pretendía hacer así mayor hincapié en la necesaria legitimidad35. Puede considerarse sorprendente esta reacción novohispana a un cambio de mentalidad que en la metrópoli tenía consecuencias opuestas: mientras en el México colonial disminuía la ilegitimidad, en casi todas las ciudades de la Europa occidental aumentaba significativamente36.

Bautizos en la Veracruz, 1780-178937
Españoles Castas
Legítimos Ilegítimos Expósitos Legítimos Ilegítimos Expósitos
1629 350 65 1760 405 10
Total: 2044 españoles 2175 castas
Legítimos: 79,6 % Legítimos: 80,9 %
Ilegítimos: 17,1 % Ilegítimos: 80,9 %
Expósitos: 2,6 % Expósitos: 0,3 %

Al mismo tiempo que la ilegitimidad retrocedía, el flujo de unas calidades a otras se mantuvo al menos hasta el último tercio del siglo XVIII, pese a todas las medidas adoptadas para favorecer la segregación. Tomando como referencia los bautizos de la parroquia de la Santa Veracruz, en la segunda mitad del siglo XVII los españoles representaban 42 %, frente a la clara mayoría de castas, con 58 %. Por las mismas décadas de la centuria siguiente ya se registraron 48 % de españoles, muy cercanos al 52 % de castas. Y todavía las proporciones se inclinan más abiertamente hacia la progresiva hispanización de los vecinos de la capital si tomamos en cuenta los censos de 1753 y 1777, en los que no se requería más comprobación que la palabra de los empadronados. En ambos padrones resulta que 61 % de los censados se consideraron españoles, frente al 39 % de las castas. Una vez más, las mujeres iban por delante en el camino de la integración, ya fuera como protagonistas del mestizaje biológico o como autoras del proceso de adopción de patrones culturales en la vida doméstica.

Censo de 3 cuarteles, año 175338
Españoles % Castas % Total
17730 61 % 11343 39 % 29073

Censo del Sagrario, 1777
Población adulta de los tres ramos
Españoles % Castas % Total
11616 61,5 % 7480 38,5 % 19096

La población mayoritariamente femenina tenía su representación, aunque no muy numerosa, en la jefatura de los hogares, con un 19,5 % de familias encabezadas por mujeres39. A estas podrían añadirse las muchas que se refirieron al esposo ausente y las que sostenían la casa con su trabajo, aunque mencionasen la existencia de un compañero, cuya residencia en el hogar era más o menos asidua. La vida urbana novohispana contó así, en todo momento, con una activa presencia femenina, que marcó su sello en la intimidad del hogar y en la vida cotidiana de la urbe, desde la privacidad de la alcoba hasta la ostentación de alhajas y elementos decorativos en las viviendas y el vestuario. La objetividad inapelable de los documentos sufrió siempre de la distorsión provocada por madres que definían a su antojo la calidad étnica de sus vástagos y novias que, con la sumisión propia de su condición, asumían la misma categoría de su esposo, si era superior a la suya, o que generosamente otorgaban a su cónyuge los privilegios que ellas podían pretender por sus rasgos raciales y por su posición económica.





 
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