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El Pensador Mexicano en elogio de nuestro Augusto Soberano el señor don Fernando VII el día 14 de octubre de 1814, con motivo de su glorioso natalicio

José Joaquín Fernández de Lizardi





Tiempos hay de llanto y tiempos de regocijo, dice la eterna verdad. Los presentes días en que vivimos componen un tiempo lúgubre y macilento. Al acordarnos de que el genio de la discordia vomitado del centro del abismo ha convertido este delicioso y pacífico suelo americano en el horrible teatro de la guerra más cruel y desoladora, y el país de la abundancia en el espantoso esqueleto de la miseria, no podremos menos sino manifestar con el llanto la congoja de nuestros corazones.

Pero hoy no han de tener lugar en ellos estos opacos pensamientos. Hoy debemos correr un denso velo sobre el negro cuadro de nuestra suerte desgraciada y endulzar el acíbar de tantas desventuras con la lisonjera idea de que poseemos al mejor de los monarcas, de cuyas inapreciables virtudes debemos prometernos el colmo de las felicidades temporales.

Sí, a la verdad, en el presente día debe rebosar el júbilo y el alborozo en los semblantes cristianos y reflexivos. No el inocente estruendo de la artillería, no el alegre sonido de las campanas, no la confusa concurrencia, no las flámulas y gallardetes, no las presentes y preparadas funciones, no los banquetes, no la copa, no el ocio ni el ordinario aparato de una fiesta debe hoy interrumpir la melancólica idea que nos consterna, sino la dulce y halagüeña noticia de que tenemos colocado sobre el trono español un rey y no como quiera un rey, sino un rey legítimo, un rey católico, un rey justo, un rey piadoso y un rey el más amante y más amado de sus pueblos.

Esta idea, esta memoria es la que debe serenar las aflicciones que agitan nuestros espíritus y alentarnos con la esperanza de unas mejoras perdurables.

Las desgracias de la América se mecieron con los infortunios de Fernando. Casi las suyas y nuestras desventuras fueron gemelas de un mismo y desastroso parto. Se trama la persecución de Fernando, y se disputan las furias infernales la preferencia sobre la ruina de estos reinos. Se apoderan los franceses en Bayona de su augusta persona, y en México... ¿pero para qué hemos de hacer un paralelo fastidioso entre el rey, España y la América, si todo el mundo sabe cuánto son iguales los desastres cuando median las mismas relaciones?

Pero ¿por qué no nos será lícito prometernos por el mismo orden felicidades y venturas?

¡Época ciertamente triste fue en España la de [1]808; pero época que nos constituyó más afortunada la presente!

«Grande ultraje a nuestro siglo (decía Plinio a Trajano Augusto en el Senado), herida grande se infirió a la república: el emperador y padre de las gentes cercado, cautivo, encerrado; tiranizada al clementísimo la potestad de guardar a los hombres; defraudado al príncipe lo más feliz del principado... Pero... no supiéramos lo que te debía el imperio si antes hubieras sido emperador... acogióse a tu seno la república maltratada, y dicte [sic] la voz de emperador el imperio que se arruinaba sobre el emperador.

Fuiste implorado por adopción de la manera que antiguamente llamaban para socorrer a la patria a los grandes capitanes».



No parece sino que el orador romano dirigía desde entonces sus palabras a nuestro español monarca. ¡Tanto así cuadran a este César los encomios de aquel panegirista!

Los grandes hombres se forjan y se pulen en las adversidades y trabajos. Ésta es la escuela donde el sabio y el virtuoso aprenden la prudencia y la constancia. Aquí se conoce la miseria humana desnuda de los brillos exteriores. Aquí habla la verdad al corazón sin que la obstruya la lisonja. Aquí, en fin, se deja ver el hombre según es en sí y en sus semejantes.

Pues siendo esto así, ¿cuál será la ciencia de Fernando habiendo cursado por seis años esta penosa pero utilísima academia?

Verdad es que desde sus primeros lustros ya la Divina Providencia había probado su espíritu con las más repetidas aflicciones; pero aún no había apurado el rey joven todas las heces de este amargo cáliz hasta los sucesos de Bayona. Entonces sí vio de lleno el abominable semblante de la desgracia; entonces conoció hasta dónde llega el hombre en su perfidia; entonces advirtió cuánto es poderosa la cabala del ambicioso y hasta dónde puede llegar el corazón perverso de un valido favorecido excesivamente de la suerte.

En estos aciagos días de su prisión tuvo Fernando un estudio continuo, así político como moral, y en sus mismas desgracias aprendió a ser rey, sin olvidarse del estado del vasallo.

¿Y cuál es el fruto que ha logrado la nación española de sus tristes y no interrumpidas meditaciones?, ya nos lo dicen los papeles públicos de la Península.

No queremos decir que el monarca aprendió la virtud en Valencienes ni en ningún otro lugar de la Francia, su corazón fue siempre un fértil terreno para fecundizar sus semillas.

¿Quién no admira su prudencia, su humildad, su sufrimiento, su obediencia, su piedad, su religión y todas las demás prendas con que brilló aun desde muy joven? ¿A quién no pasma aquella grandeza de alma conque en la efervescencia de Madrid se interpuso entre él, Valido y el pueblo para que aquél no fuera víctima de su furor? ¿No es esta una heroicidad cristiana? Perdonar al enemigo es una virtud recomendable; pero perdonarlo y defenderlo en los mismos instantes en que la ocasión brinda con la venganza, es más que heroicidad, es desnudarse del carácter de hombre, es saber dominar las pasiones y es la mayor prueba de un corazón noble, evangélico y piadoso.

Apenas empuñó las riendas del gobierno cuando luego manifestó el gran deseo que tenía de acertar y de ser benéfico a sus súbditos, ya colocando en algunas plazas del ministerio sujetos idóneos, y ya aboliendo algunas contribuciones. El pueblo se prometía entonces lo que ahora goza, esto es, un príncipe justo y verdadero padre de la patria; pero se frustraron sus esperanzas, estaba echado el azar de su desgracia y de la persecución del monarca.

Parte éste para Bayona y, en aquellos críticos momentos, da las pruebas más públicas de su talento y religión. Prevé la perfidia del usurpador, teme lo que aconteció y, resignado en manos de la Providencia, entra en Atocha, se arrodilla al pie del altar de María, implora enternecido sus clemencias, le encomienda sus reinos, y en prueba de su amor y devoción le ofrece sobre sus aras la real insignia del Toisón.

Todo esto prueba, como tenemos dicho, que Fernando fue virtuoso desde antes y después de su persecución; pero así como el oro es oro antes de entrar al fuego y sin embargo sale más terso y purificado del crisol, así Fernando siendo virtuoso, príncipe y feliz, después de perseguido ha acrisolado con la desgracia sus virtudes y hemos logrado en él un rey retrato de los Trajanos y Aurelios romanos o más bien heredero legítimo de los Carlos y Fernandos españoles.

Por eso luego que pisó sus desgraciados dominios, apareció como la aurora disipando las nubes caliginosas de la tempestad y alegrando con su vista a los infelices navegantes que ya naufragaban en la pasada borrasca.

Los pueblos se apresuraban a porfía a proclamarlo, se inundaban de regocijo a su presencia y no sabían con qué extremos manifestar el exceso de su lealtad y cariño.

¡Qué entrada fue la tuya en España, oh Fernando, tan maravillosa y alegre! Séame lícito expresarme con las palabras de Plinio a la entrada de Trajano: «tú, con sola la proceridad de tu cuerpo más levantado y excelso que los demás, no triunfaste de nuestra paciencia sino de la soberbia de los príncipes. No detuvo a nadie la edad, poca salud o sexo para acercarse a llenar los ojos de tan no acostumbrado espectáculo. Arrojábase la infancia a conocerte, la juventud a ostentarte, la vejez a aplaudirte. El pueblo alegre de aquí y de allí. En todas partes igual aclamación, igual gozo. Creció el regocijo con tu entrada, y con cada paso tuyo se hacía mayor... Agradaba verte nombrar a cada uno de los caballeros con su honor y decoro... Agradaba ver que añadías a tus súbditos algunas señales de familiaridad... que fiabas tu lado de todos, porque no ibas cercado con la guardia, sino rodeado... ya del senado... ya de los caballeros... y ya del pueblo».

Todo esto se verificó a la letra con Fernando. Vio España desenrolladas de un golpe todas las virtudes que en la próspera fortuna y en la adversa había sabido cultivar su príncipe. La Providencia la privó por seis años de su dulce presencia; pero fue para volvérselo logrado con usura.

Si Fernando no hubiera sido perseguido, no fuera tan amado; si siempre hubiera estado en pacífica posesión de sus estados, no hubiera sido tan deseado; y si jamás hubiera sido desgraciado, acaso no fuera tan piadoso, pues es indudable que mal se duele de las miserias ajenas el que nunca las ha padecido propias.

Así es que pueden decir las Españas: ¡feliz persecución!, ¡feliz cautiverio!, ¡feliz ausencia de nuestro rey, que tan amante y amado nos le han vuelto!

Pregunta san Atanasio que ¿cuáles de todas las virtudes son más conformes y convenientes a los príncipes?, y responde que principalmente la conmiseración y la humanidad. ¿Y son otras las que más resplandecen en Fernando? No el brillo de la corona, no el esmalte de la púrpura, no lo elevado del trono es lo que tiene encantado a los españoles, sino su afabilidad, su dulzura, su cortesía y aquel aire popular con que sabe contemporizar con el pobre sin ultrajar el decoro de la majestad.

Un rey demasiado íntegro, grave y circunspecto será un rey, es verdad; pero será un rey intratable: se hará obedecer, ¿quién lo duda?, pero no amar; dominará, por último, sobre los hombres, pero no sobre sus corazones. ¡Ah y qué bien conocidas tiene nuestro rey estas verdades! Él ha dicho que quiere reinar sobre los corazones, que quiere ser soberano sólo para sus vasallos, esto es, sólo para serles útil, que aborrece y detesta el despotismo, etcétera, etcétera.

No sólo con palabras, con obras ha manifestado desde su tránsito el dulce y humano espíritu que lo anima. En unas partes se ha bajado del coche y se ha mezclado entre los paisanos que salían a recibirlo, y ha salido al paseo sin tropa sino con el pueblo cortejante. En otras se ha manifestado a los balcones dejándose ver y tratar con la mayor sencillez, en otras ha visitado a las monjas en sus conventos, yendo a franquearlas la felicidad de que carecían por su clausura; aquí da ejemplo de su piedad oyendo misa de rodillas; allí da pruebas de su religión y respeto a sus ministros cediendo el asiento y el lugar a un deán, evitando sus aclamaciones en el templo y dando a los sacerdotes el tratamiento de usted; ya se le ve cuidando de la economía de sus pueblos, mandando omitir los gastos excesivos que se erogaban en su obsequio, ya admitiendo con la mayor cortesanía los humildes agasajos de los pobres, llegando al extremo cariñoso y humano de dejarse algunas veces abrazar de la plebe y de recibir una naranja que le ofreció una pobre frutera, partiéndola públicamente con su augusto tío y comiéndola con la mayor sencillez... Mas ¿para qué me canso en buscar ejemplares de su humanidad, religión y amor a sus vasallos, si el entusiasmo de éstos lo proclama desde todas las distancias?

No se oyen por todas partes sino las justas alabanzas de Fernando, no se proclaman sino sus virtudes, y entre éstas, no resaltan otras más que su religión, el amor a sus vasallos y su dulce afabilidad y agrado. «¡Oh cuánto aprovecha (decía Plinio), cuánto importa usar bien de las dignidades y haber llegado a ellas por las desdichas!»

Éste es en suma el amable carácter de Fernando dibujado aunque en miniatura por la indecente brocha de mi pluma. Hagan los cielos sus días los más dichosos y felices; háganlo siempre digno de ser amado de sus vasallos y envidiado de los príncipes extranjeros.

Y tú, Señor Omnipotente, Dios Eterno, Emperador Supremo de los reyes, tú, que desde el alto solio de tu grandeza te dignaste consolar a la afligida España con la restitución de este apreciabilísimo soberano, sírvete, si conviene a la majestad de tu gloria, levantar el azote con que justamente nos castigas en la presente insurrección haciendo que la venida de Fernando al trono de las Españas sea el iris que serene las turbulencias de la América. Haz que la vil discordia se sepulte para siempre en el abismo, que florezca la apetecida oliva de la paz en estos remos y que viviendo sus moradores unidos con el lazo estrecho de la fraternidad evangélica, todo sea dicha, todo felicidad, todo ventura, y, en vez del horrísono estallido del cañón y de la voz terrible de la muerte, sólo se oigan por todos los ángulos de este Continente en la más unísona armonía las lisonjeras voces de VIVA LA RELIGIÓN; VIVA LA PATRIA; VIVA FERNANDO.





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