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El diario de a bordo


«Anoche empezaron a cambiar las estrellas» es una frase que tengo anotada en un cuaderno que anda por ahí dando vueltas todavía, y que iba a ser mi diario de a bordo. Era un hermoso cuaderno de tapas duras que me regaló el cocinero cuando me vio anotando cosas en los papelitos de las pizzas de medianoche. Un diario pensado en relación con el abuelo extremeño que no dejó nada escrito y además perdió la memoria de su viaje. Todo lo que recordaba era que él tenía que llegar pronto a Vigo para tomar el barco y tenía mucha prisa. Al pasar por Madrid no tuvo tiempo para despedirse de su madre, suerte que la vio desde el tranvía y alcanzó a levantar una mano; pero no sabía si ella lo vio a él. Es que las prisas son así, te hacen olvidar de todo porque no te dejan tiempo para nada. Si mi abuelo hubiese anotado todo en un cuaderno, ése hubiese sido mi verdadero pasaporte. Mire usted, podría decirle al conde o a sus sustitutos éste es el diario de a bordo de mi abuelo desde que salió de Montijo o de Puebla de la Calzada (él nunca supo precisarlo bien o yo no sé recordarlo), hasta que llegó a las tierras salitrosas de La Rioja de allá. Y tanto él como yo hubiéramos tenido memoria de aquel viaje. Porque, si las migraciones han de seguir, es conveniente empezar de una vez, aunque parezca tarde, con un diario de migraciones que le ayude a uno a salvarse del olvido y que sirva de apoyo a futuros emigrantes.

Con esas hermosas intenciones y una botella de whisky bajé al camarote apretando bajo el brazo el cuaderno de doscientas hojas. En prevención de desgastes futuros, dejé dos o tres hojas en blanco para que el libro, desencuadernado por el tiempo y mal cosido a mano, si tenía que perder las primeras hojas, no fuesen las que contenían los datos esenciales del viaje, nombres y fechas, esas cosas que pueden interesar a los descendientes, por lo menos hasta los nietos. Más allá no sabemos, a partir de ahí los padres se convierten en especies de vecinos, ésos de un buenos días rápido si por casualidad los encontramos en el portal. De modo que con dos o tres hojas en blanco era suficiente para que el diario de a bordo llegase más o menos completo hasta los nietos.

Arriesgando romper la estilográfica al usarla como pluma cucharita desplegué en cursiva inglesa una hermosa combinación de óvalos que iban quedando como bordados sobre la página hasta formar un Diario de a bordo que parecía un oleaje por las colas salientes de las letras y el subrayado viborita. Largo trago de whisky para celebrar el nacimiento de algo que acabaría sin tapas y cosido a mano pero protegido por tres hojas en blanco, a perder una por generación, hojas amarillentas con esquinas rizadas por el tiempo guardadas en un cofre de madera para utilidad de la descendencia migratoria. Enredado con los óvalos veía bailotear las letras-crestas en la página, por lo menos media botella viendo bailar también los óvalos de Villanueva de la Serena, óvalos de hortera escritos por manos nudosas de escarbar la tierra salitrosa, en un sobre que yo echaba en el buzón todos los meses. En la página siguiente, después de anotar la fecha, elegí un comienzo que me pareció perfecto para un libro como ése, a leer en alta mar por descendientes migrantes que no alcanzaron a conocerme: Anoche empezaron a cambiar las estrellas. Y eso es todo, lo siento, ahí terminó mi diario de navegación, el más corto que conozco. A partir de ahí, se ve que di por anotado lo pensado, todo lo que iba a poner llenando páginas y páginas se me quedó en el whisky, como se dice en el tintero, se me quedó en las Salinas Grandes que separaban la provincia de mi abuelo de las otras, más fértiles, pensando que cruzar el mar para ver estrellas diferentes era como atravesar las salinas para ver algo verde y tomar un poco el fresco. Por esas extensiones de sal se me fue quedando el Diario, y en el sobre escrito por ese abuelo hoy casi vecino de enfrente, que yo echaba en el buzón sabiendo que los carteros lo sacarían de allí para meterlo, después de atravesar salinas y pampas interminables, en el cacharro flotante que lo llevaría a Villanueva de la Serena, y desde ahí quizás a Montijo, o a Puebla de la Calzada, que eran los nombres que manejaba el viejo como si estuviese hablando de novias enterradas.

A las Salinas Grandes es preferible pasarlas de noche. Con menos calor, el 4L responde mejor, no hay peligro de reventones, y los chicos, dormidos atrás, no molestan a cada rato pidiendo el bidón del agua. De noche se va tranquilamente por las Salinas Grandes bajo un cielo que no se puede ver de tantas estrellas que tiene. Difícilmente nos crucemos con otro coche en la ruta, a nadie se le ocurre en verano cruzar las grandes salinas recostadas sobre cinco provincias. El 4L, como agrandado por sus luces, hace llegar su resplandor a las orillas del camino, con aires de gran camión traspasa las orillas y se diluye en el esqueleto blanco de la sal, inflado por sus luces avanza ocupando todo el ancho de la ruta que es una cinta negra y larga sobre el desierto de sal. ¿Todavía no hemos pasado las salinas? ¿Estás bien? ¿No tenés sueño? ¿Querés que maneje un rato yo? Y apenas estamos entrando en las Grandes Salinas, que se dicen muy pronto y no se acaban nunca. Las salinas son una provincia despoblada, una tremenda mancha blanca en el mapa, donde cabrían cómodamente algunos países europeos. ¿Ya pasamos las salinas? Se necesita no tener idea del tamaño para hacer esas preguntas. Apenas estamos entrando; todavía los cactos de las orillas mantienen su tamaño, y a medida que avancemos hacia el centro de la salina se irán empequeñeciendo, cada vez más chicos los cardones hasta hacerse enanitos y más tarde apenas una espina y luego nada, la alta mar de las salinas y el traqueteo del 4L envuelto en la pequeña luz de sus faroles como dos ojitos de bicho salinero. Las grandes salinas atajando los ríos dulces que bajan de Tucumán y otras provincias del norte, ríos que cambian de nombre y de sabor en cuanto, se acercan a estas pampas saladas bajo la luna. Che, me parece que se está recalentando, la luz roja está dele hacer guiños. Claro, es que hay viento de cola, ¿te das cuenta? Mejor mermá un poquito o en todo caso paramos, lo ponemos contra el viento y que se en fríe un poco. Sí, pero entonces se van a despertar los chicos, van a pedir agua, y mirá lo que queda en el bidón. Mejor seguimos en segunda. Mejor seguimos en segunda hasta que se vaya enfriando solo cuando cambie el viento, más adelante hay una curva me parece; menos mal que se nos ocurrió viajar de noche, que si no... Los cactos de la orilla ya han mermado casi hasta la mitad de su tamaño, y qué limpita se ve la Cruz del Sur allá adelante apuntando a las grandes pampas salineras. Y pensar que el Chacho Peñaloza las cruzaba de un galope. En su uniforme de general de segunda mano galopando por el salitral, y nosotros con este autito apenas si podemos. ¿Cuántos años tenía la hija? Once o doce a lo sumo. Se la violaron los milicos y el Chacho cruzó las salinas de un galope. No, burro, cuando se enteró de eso estaba en Chile, trabajaba de peón y no quería saber más nada de la guerra. El milico que le violó la hija se llamaba Bárcena, el tuerto Bárcena. Entonces los riojanos fueron a Chile, no para decírselo, para qué amargar más al viejo; pero lo necesitaban para seguir peleando contra la civilización, porque los riojanos eran la barbarie, claro. Y viendo que el Chacho se negaba a volver le contaron lo del tuerto Bárcena. Un caballo, dijo el viejo, y volvió a cruzar la cordillera y siguió la guerra no sé cuántos años más en los llanos y en los salitrales; degollando caballos y dejando que se pudrieran en las aguadas para que los regulares se murieran de sed; porque con lanzas y chuzas era difícil pelear contra hombres armados con fusiles ingleses. Tenés razón, pero queda mejor pensar que cuando se enteró de lo del tuerto Bárcena cruzó las Salinas Grandes de un galope; porque a la cordillera no se la puede cruzar así, se necesitan mulas, que van tan despacito por la orilla de los precipicios. Claro, cruzó la cordillera en mula, pero al llegar a Jagüé salió disparado hasta La Rioja reventando caballos en cada posta y atravesando los ríos y los deshielos de la cordillera con su uniforme usado de general de segunda mano que le regalaron en Buenos Aires. Che, poné la cuarta, no se aguanta el zumbido, total la luz roja ya no guiña más. Y perdoname si me duermo, es que ya no aguanto. También los cactos enanos han desaparecido, sobre una cinta negra el autito va patinando en el desierto de sal y por la izquierda viene amaneciendo, se van borrando estrellas como cactos enanos que desaparecen en la sal. Y cuando llegamos a las primeras poblaciones al otro lado de las grandes salinas los chicos se despiertan y señalando dicen miren, miren. Los molinos, las bandadas de pájaros, los ríos dulces allá abajo y las casitas y la gente que se asoma a las galerías para ver pasar el 4L que viene de las Salinas Grandes, y todavía falta rato para llegar a Córdoba. Por el espejo retrovisor le echamos una última mirada a la barbarie, la cabeza del Chacho clavada en una lanza tres días y tres noches en la plaza de Olta para castigo y escarmiento, las hormigas hambrientas que van subiendo por el asta de la lanza atraídas por el olor del general que galopaba por los salitrales. Al cruzar los ríos dulces el autito se sacude los restos de sal y ahora avanza por la pampa civilizada, entre maizales y trigales y vacas y molinos y casitas escondidas bajo los grandes paraísos, entre sueños los chicos preguntan de vez en cuando sin abrir los ojos si ya hemos cruzado las salinas, entre sueños el barquito va dejando atrás constelaciones que se borran, las de los onas y mapuches que no conocieron otras, las que miró por primera vez el vasco Elcano desde el extremo sur entre tormentas, van quedando atrás como las Grandes Salinas, se borran y con ellas el riojanito que me buscaba con su paquete de yerba.

La noche que empezaron a cambiar las estrellas, Bidoglio, que fue el primero en advertirlo, hizo una descripción del cielo que tendríamos que ver en adelante como quien nos describe la casa a la que vamos a mudarnos. Estaba en lo mejor cuando lo cortaron proponiendo que viéramos el cambio desde otro puente y en la proa, y que tomáramos mate. Un psiquiatra ofreció yerba, pero fue imposible encontrar una bombilla. Menos mal; me hubiera producido un pésimo efecto ver que nos íbamos tomando mate como los gauchos sobre las carretas, en la noche y en medio de la pampa y las estrellas como farolitos de los gauchos según una vieja canción de pésimo gusto, la carreta chirriando desengrasada sobre los pedregales de las pampas secas llenas de luces malas y de osamentas de vacas, taperas a lo lejos y de vez en cuando el brillar de los ojos de una vizcacha asomada a la boca de su cueva. Los últimos gauchos, idealizados por la radiotelefonía de entonces, yéndose más al sur, al sur de los tiempos según los folklóricos locutores, porque los empujaba nada menos que la civilización. Todo el mundo parecía entonces muy preocupado por el destino de los gauchos, que nos habían dejado la guitarra, el mate, las espuelas y el ombú. ¿Para dónde irán los últimos gauchos flotando al viento sus negras melenas? ¿Pero a quién le importaba nada de los gauchos? Lo mejor era que se fueran de una vez lo más lejos posible a llorar en otra parte la libertad perdida esos peoncitos, y para eso convenía despedirlos elegantemente, con nostalgia radiofónica y festivales folklóricos. A ver quién se anota para el concurso de malambo, aunque nadie tenga la menor idea de los gauchos. Quién se acuerda hoy de Santos Vega el payador, que terminó sus días peleando contra el Diablo en los mugrientos escenarios de los circos, representado por pésimos actores. A quién se le ocurre hoy escribir güeno o güeso con los dos puntitos arriba, por lo demás tan alemanes, tan Tänhauser. Santos Vega, supongo que ya sabrás adónde tenés que meterte la guitarra.

Mirá que somos muchos, le dijeron al psiquiatra que ofreció la yerba, y él dijo bah, no importa, tenemos como cincuenta kilos. Son alrededor de treinta entre psiquiatras y psicólogos. Van siempre juntos, de puente en puente recorriendo el barco como cabras en la sierra, sin separarse mucho, metiditos en su ghetto. De vez en cuando, asomados a las bordas, miran el mar bucólicos y escupen sus complejos. Tienen apellido judío y toman mate. Son los gauchos judíos de Gerchunoff, con caras de tenderos del Once, todos en la carreta en medio de la pampa, y a alumbrarse con los burlones farolitos cósmicos. Para nosotros esto es pan comido, dijo uno de los gauchos judíos, llevamos siglos de exilio dentro de la sangre. Borges una vez en la Sociedad Hebraica, mezclando a los judíos con Schopenhauer, dijo que en este pueblo había una voluntad de exilio. Opinión rápidamente rebatida por los gauchitos que se iban en el barco: los sacaron de sus casas y consultorios a punta de fusil. Se equivocaba Borges, se equivocaba. Como Rubén Darío cuando nos decía cantad judíos de la pampa, mocetones rudos, Rebecas de ojos dulces, cantad hemos encontrado a Sión, y ahora aquí no hay Sión que valga, los mocetones de la pampa arrebañados en las bordas escupen sus salivas dulces en la mar salada, con las velas gualdrapeando contra los mástiles de la carreta los últimos gauchos judíos para dónde irán.

Miren, la Cruz del Sur ya casi ni se ve, decía Bidoglio dando bandazos entre los psicólogos. Y Sandra: pronto, que suban todos los chicos a despedirse de la Cruz del Sur, que cada cual saque su pañuelo, vamos, arriba corazones. Y nadie oía o no quería oír, hablábamos en voz baja. Esto está muy seco, dijo el Gordito, sin mate y sin vino cualquier conversación aburre. Se nos van las estrellas, viejo, se escapan de la casa, buscan un hogar mejor que el nuestro. Mirá lo que queda de la Cruz del Sur. ¿Eso tan chiquitito la Cruz del Sur? Sí, eso mismo, y no me parece bien que traigan a los chicos para que le digan adiós. Dejen que los chicos duerman tranquilos, no vengan a estas horas con semejantes cosas che; y a ver quién consigue un poco de vino, si no acá vamos a terminar contando cuentos verdes como si no pasara nada. No hay que tomarlo tan a la tremenda, cambiar de estrellas es como cambiar de casa, una mudanza y nada más, decía el titiritero.

No llores, no seas tonto, le dijo su madre al titiritero, que entonces era muy niñín; nos cambiamos de barrio nada más, la casa está en la otra punta de la ciudad. Pero el titiritero lloraba por el perrito que se quedó solo lloriqueando en las piezas vacías. ¿Cerraron bien la puerta para que no nos siga el pichicho?, preguntaba la madre en la cabina del camión, donde iban todos menos él, primero porque alguien tenía que ir atrás en la carrocería cuidando que no se cayeran las cosas ni se rompiera la luna del ropero, y segundo porque en la cabina no cabían más, el camionero era muy gordo. Y allá iba el titiritero Paredes en la parte de atrás del camión agarrado a una pata de la mesa acostada, cuidando que las sillas en las frenadas no se estrellasen contra el espejo: por esas calles de tierra y tan largas de las ciudades del Cono Sur iba el titiritero al lado del espejo del ropero, vigilando de paso la begonia, si llegaba a caerse la maceta podía haber paliza, ya sabés cómo es tu padre con las plantas. Y el canario asustado que aleteaba en la jaula bamboleante colgada en la otra pata de la mesa, y la tos en el polvo picante que levantaba el camión en las curvas. El titiritero niñín no podía entender que existiesen las mudanzas, no las había visto nunca. Y cuando empezaron a cargar los muebles en el camión no le explicaron nada, las mudanzas y otras cosas parecidas no se explican, se entienden sobre la marcha y ésa es la única forma de explicación que admiten. Le dio miedo ver la casa vacía, las arañas que se escapaban por las paredes al mover los muebles, todo se parecía al día que murió la abuela y sacaron las cosas de una pieza y las dejaron al sol y al rocío de la noche para que pudieran entrar el cajón y las enormes velas, la noche que llovió sobre los muebles y se descascararon los armarios, la noche que llovió sobre un espejo que reflejaba los relámpagos. El camión de la mudanza llegó una mañana muy temprano, o amaneció ahí en el patio de la casa, como los muebles al día siguiente de la noche de la abuela, salpicado por una lluvia ni vista ni oída. Arriba, que nos vamos, le dijeron al niño titiritero y cuando se levantó vio que ya habían cargado las cosas más pesadas, la cama de los padres, la máquina de coser, las herramientas. Y el perrito negro con orejas blancas que iba y venía con los muebles que se movían y saltaba arriba del camión y orinaba sus barandas. El titiritero los contó a todos y viendo que no se había muerto nadie aunque moviesen muebles preguntó qué pasaba. Vamos, vamos, dijo su padre, y cuidado con romper los platos. Como todos estaban vivos, no le importó mucho que sacaran los muebles a la calle y se quedó tranquilo hasta que supo que al perrito no lo llevarían. Pero entendé, Jorgito, de una vez, adonde vamos a vivir ahora no podemos llevar perros, decía su madre envolviendo en un trapo el retrato de la abuela, siempre presente, de un modo o de otro, cuando había que mover los muebles de la casa. Le quedaba una duda: si por una muerte sacaron de su sitio los muebles de una pieza, ¿por qué razón ahora los sacaban todos? Tenía que ser algo mucho más gordo que una muerte pasajera, que llega y se va, enterrada la abuela los muebles volvieron a su sitio. Pero el padre tenía razón al no explicarle nada; sobre la marcha iba comprendiendo todo el titiriterito, agarrado a una pata de la mesa acostada y cuidando que nada se corriera para el lado de la luna del espejo, que valía más que todos los muebles juntos. En los barquinazos se caía una tapa de olla, del armario descascarado se caían los tenedores, en un bache la olla del puchero salió limpita del camión, rodó en el polvo del camino girando girando hacia un costado y quedó boca abajo en la cuneta. Jorgito, qué es lo que anda haciendo tanto ruido, preguntaban desde la cabina y él no contestaba nada, no podía perdonarles que hubieran abandonado al perrito. La mudanza, dice el titiritero, es sobre todo el ruido de las cacerolas sin embalar y mal colgadas en las barandas del camión, tintineos de cucharas y cuchillos yendo de un extremo a otro del cajón en las curvas, cacerolas golpeando contra las sartenes, sartenes chocando contra las fuentes de vidrio, cuidadito, los jarros enlozados que se descuelgan furiosos de los hilos como si no quisieran mudarse, en un golpe salta la loza y queda visible un punto negro, qué hierro más oscuro había bajo el jarro blanco. Y las camas desarmadas, unos caños inútiles, los respaldos atados con alambre y protegidos por un cartoncito para que no se saltara la pintura, entre colchones el juego de té nunca usado, regalado el día de la boda, y otros objetos delicados como los retratos de familia vendidos por fotógrafos ambulantes, venerables abuelos de sombrero y bigotes detrás del vidrio cagado por las moscas. Y de todo, lo que más existencia tiene para el titiritero y es lo que se lleva por los mares, es un tin tin infantil de tenedores, un tan tan de cucharas crecidas, un gong destemplado y gangoso de sartenes en la selva. Es lo mismo, decía el titiritero, grande y viejo otra vez, con la ventaja de que aquí no hay ruido de sartenes y el perrito no se quedó en la pieza llorándole a las paredes peladas. Viejo otra vez Paredes por el medio del mar, los ojos fijos en la olla boca abajo en la cuneta. En fin, que el tiempo pasa, decía el titiritero, y parecía más bien que el tiempo era lo único que no pasaba, éramos nosotros los que, el tiempo era como la ilusión de movimiento que produce el cine, las imágenes quietas y el resto a cargo de nuestra imaginación. Entre el titiritero viejo que miraba la última colita de la Cruz del Sur y el titiritero chiquito que miraba la olla rodando por la calle de tierra había pocas diferencias. Paredes no podía ir mucho más allá del mismo yo que tenía para mirar la olla y la Cruz del Sur por más que pasara el tiempo, nadie puede salir de su sitio así como no se puede salir de la tierra, aquí damos vueltas todos una y otra vez y siempre, nos contamos las mismas cosas al revés, borramos el crucigrama hecho para volver a hacerlo dentro de unos meses, cuando hayamos olvidado un poco las palabras.

El cambio de estrellas viene siendo algo así como un año nuevo, ¿ves tú?, decía por ahí un chilenito llenando copas, mientras Osiris y otros uruguayos descorchaban más botellas. Gauchos judíos o uruguayos o chilenos o argentinos, todos turcos en la neblina, todos mapuches, basura que iba trasladando el timonel mientras se distraía buscando sus maravillas, bolsas de plástico atestadas de mapuches para ir dejando en puertos diferentes. Y Bidoglio, atlante de un minuto, desde un cono de sombra asomando la cabeza a la luz para decir: Canopus, qué hermosura de estrella; o Rigel, o Achernar, todas de primera magnitud. Las hemos visto juntos cuando íbamos al colegio, ¿te acordás, Toto? No, dijo el Gordito, pero me acuerdo de otras cosas. Bueno che, acábenla de una vez, no se lleven esas broncas absurdas al otro cielo, caramba. Y piensen que ahora vamos a tener estrellas con más curriculum, la Osa Mayor o Cástor y Pólux por ejemplo, qué me dicen. Brindemos por el cielo nuevo, pronto van a ser las doce de la noche. Y los mapuches achispados dele decir Feliz Cielo Nuevo entrechocando vasos, feliz cielo nuevo marinerito, venga a tomarse una copa con nosotros. En año nuevo, dice un defensor de presos y de curdas, todo el planeta está borracho, la gente se va emborrachando según esa señora llamada las doce de la noche va visitando continentes. Me pregunto si es una costumbre o una necesidad. El primer día del año se encuentra con todo el planeta en curda. Hasta las guerras se suspenden para poder chupar. La tierra, una gran taberna. ¿Qué quiere decir en el fondo esa borrachera con sus tristezas y alegrías falsas mientras la tierra le da cuerda a su reloj? Porque no me van a negar que... Canopus, es la primera vez que la oigo nombrar. Tiene nombre de complejo. ¿Es del sur o del norte? De esas cosas nunca pude entender nada, me acuerdo de los ceros que había siempre al lado de mis dibujos de las fases de la luna.

Y si hay alguien aquí capaz de explicar bien el asunto de los equinoccios y solsticios, ahí lo quisiera ver. Y cuando uno ha creído entender algo al final de la primaria, en la secundaria complican todavía más las cosas. Ésta debe ser la primera vez que veo la Cruz del Sur, o sea la última, y a gatas. Las estrellas son cosas de la gente del interior, del norte, qué sé yo, donde no hay tanto humo como en Buenos Aires. Un paciente mío decía que andar mirando estrellas era cosa de maricas. Salud, feliz cielo nuevo o lo que sea. ¿Y no podríamos aprovechar -se alocó, bastante picado, el Gordito- para cambiar de signo? Toda mi vida en Libra, y me fue como la mierda. Éste es el momento de escaparme de su influencia y de pasarme a Piscis, un signo al que siempre quise pertenecer aunque no me guste el nombre. Mi hermano era delegado gremial en el Correo; peronista; pero los de la Libertadora lo ascendieron todavía cuando cayó el susodicho. Y cuando el Viejo volvió de Madrid, mi hermano se acomodó de nuevo. A mi hermano el mayor el horóscopo siempre le anunciaba cosas buenas, por eso ni lo miraba. Él siempre caía parado, y ahora se ha quedado tan tranquilo en el país. Claro, es de Piscis. Y sus hijos están VIVOS. Se le afinó la voz, se le aflautó, se le falseó al Gordito cuando dijo «hijos vivos». Perdió peligrosamente su papel de Oliver Hardy que nunca llora aunque se incendie la casa, pasándose, sin llegar del todo, al lado del papel del Flaco, débil y metedor de pata. Ya lo había comentado Sandra: dicen que al Gordito le mataron un hijo. Éste dicen se refería a los chicos que correteaban los puentes todo el día, en vacaciones forzosas, contando lo que los padres no decían. Parece, había dicho Sandra, que lo bajaron a tiros del balcón de un quinto piso. No tenía veinte años. Qué me decís. Si es verdad lo de tu hijo, le dije al Gordito por lo bajo, lo siento mucho sinceramente. Perdoname, che, se me escapó, no es el momento para ventilar desgracias -se recompuso el Gordo, se acomodó el sombrero y me apretó una mano, volvía rápidamente al papel de las películas-. El alcohol iba abriendo espacios a un discurso que podía terminar en un deschave general dándole toda la razón a la señora de la Torre de Pisa y a los demás pasajeros inmaculados como ella. Empecé a retirarme de a poco buscando la escalera que me llevara al camarote con mi cuaderno de doscientas hojas. Ya tenía la primera frase: anoche empezaron a cambiar las estrellas. Después pondría lo del hijo del Gordito y otras cosas que le había oído a los chicos en los puentes; ellos, como no tenían miedo, no ocultaban nada. Un diario de a bordo escrito sin miedos para ser leído dentro de unos años, cuando haya pasado esta tormenta absurda, cuando uno, apoyado en dos o tres bastones, diga de eso no me acuerdo, verdaderamente no me acuerdo nada pero ahí está escrito, cuando los nietos nos pregunten, en holandés o en sueco, o en griego, vaya uno a saberlo, pregunten qué pasó con el hijo del Gordito y qué fue del Gordito y si Bidoglio tenía realmente cara de policía. Dejar un diario de a bordo como los indios de mi provincia, ya desaparecidos, dejaron petroglifos. Dejar sobrevivencias, para eso sirven las palabras. Y anoche empezaron a cambiar las estrellas me parecía un petroglifo perfecto, con dibujos casi infantiles de soles y constelaciones, que por lo menos quedara esa frase, como de mi abuelo había quedado Villanueva de la Serena que parece nombre de constelación. Entre el grupo de los sindicalistas, casi todos del interior y al parecer cordobeses, y el de los gauchos Judíos, había un claro que me llevaba directamente a las escaleras para bajar al camarote y de paso a una botella de whisky apenas abierta que alguien había dejado al lado de una escotilla, o especie de... Además del peligro del deschave generalizado y del masoqueo concomitante, había un grupo de folkloristas disfrazados de gauchos que con sus guitarras desafinadas se disponían a cantar, en cuanto les hiciéramos un poquito de silencio, esas zambas que no se terminan nunca. Y a mí la estilográfica me temblaba en el bolsillo, y el cuaderno se me calentaba en las manos, y la frase anoche empezaron a cambiar las estrellas me invitaba a unos ritmos que no tardarían en desatarse, páginas y páginas en el ritmo abierto por mi petroglifo. Había llegado, con mi velero virtual, a una isla desconocida, de noche, esperaba que amaneciese para atracar y meterme en ella, en elevaciones oscuras que parecían colinas brillaban las fogatas. Porque anoche empezaron a cambiar las estrellas no se dice así nomás hay que hacerse cargo del horizonte que abre, de la memoria que habrá que tener para guardarlo todo y que no se pierda nada. Y por si eso fuera poco, todavía estaba Nieves, que siempre llegaba puntual, con el alcohol. Y no estaba dispuesto a perderme todo eso por el masoqueo-manoseo generalizado que acabaría como cualquier año nuevo, todo el mundo en curda, en falsas fraternidades alcohólicas en confesiones innecesarias, te lo juro hermano, yo no estaba metido en nada, pero me encanaron y me cagaron a palos, soy en todo caso lo que los fachosos han llamado siempre un idiota útil, pero sin llegar a serlo te lo juro; y todo eso dicho con una cara de culpable que se denuncia sola, y de idiota para colmo, despreciable para cualquier bando; inocentes inútiles que nadie necesita ni en el Cono Sur ni en cualquier parte, porque el mundo se juega con una baraja diferente. Y así hasta la salida del sol en el cielo nuevo, mezclando miserias y sueños con el alcohol, que vale para las dos cosas y muchas veces juntas, toda la tierra en curda en año y cielo nuevo y amanecer dormidos en la resaca mientras va saliendo el sol más pálido del mundo con pocas ganas de seguir tirando. No, había que salir del cielo viejo con dignidad. Que la Cruz del Sur nos dijera adiós sintiéndose orgullosa de nosotros, y que el Cástor y el Pólux no arrugasen la cara cuando nos viesen aparecer en el cielo nuevo. Que por lo menos dijeran bueno, ahí vienen los muchachos, algo tan ambiguo y pasadero como muchachos, y no ahí vienen los idiotas útiles o inútiles, para el caso da lo mismo. Y tenía doscientas hojas para poner las cosas en claro. Que ante cualquier duda o discusión se pudiera decir: bueno, un momento, aquí está el Diario de a bordo. Con la botella de whisky y apretando mi cuaderno había conseguido atravesar lo más denso del grupo y transitaba ya sus arrabales, compuestos por grupos de mujeres que, imitando la conducta de los chicos, se secreteaban las verdades, con caras y voces de rincones de velorios. Ahí me alcanzó el Gordito, y con voz no aplomada todavía, en su normal registro grave pero con timbre de flauta, me pidió que me quedara. Que no era noche para masoquearse a solas, que era mejor estar juntos para lo que viniera. Vamos, Bidoglio, cuéntenos algo de las estrellas usted que sabe tanto, son como cien millones, ¿no?, decía el titiritero. Y Bidoglio: cien mil millones, que no es lo mismo, contando solamente las de nuestra galaxia por supuesto, y se calcula que el sol le ha dado la vuelta unas veinte veces desde que el mundo es mundo. Calculen: para darle una vuelta a la galaxia, el sol demora unos doscientos millones de años, lo cual quiere decir... Che, ¿no podrían dejar de hablar de tantos años?, interrumpió Schubert en alegrías de fin de año. Me parece, dijo el Gordito casi desaflautado, que estamos metiendo mucho barullo; y además ahí llegan los tanos con las pizzas calentitas. Dejemos que las estrellas cambien como se les dé la gana. Bidoglio señaló: la Vía Láctea, el Camino de los Muertos. Por ahí andará Dorrego, ¿no? Que se joda, dijo el Gordito dando el primer mordiscón a la pizza de anchoas, lo único interesante de todo esto es que cambiando de cielo voy a cambiar de signo en el zodíaco, a ver si de una buena vez se termina esta puta mala suerte, con perdón de los presentes. Y vos, Bidoglio, podrías aprovechar para cambiar de cara. Che, ¿pero no es éste el policía? dijo alguien y veinte o treinta personas que no conocían el fondo del problema miraron a Bidoglio, que se reía sin saber de qué iba la cosa. Miren qué manera horrible de reírse, no me explico cómo admiten a ese tipo. Muy interesantes sus datos astronómicos, dijo Paredes para cambiar de tema, pero Bidoglio seguía riéndose y creciendo como policía para los ojos que querían verlo así. Le miraban las orejas y la nariz en la cara achatada y lo aislaban en una jaula, Bidoglio ya estaba detrás de unos barrotes sin saberlo, miraba y reía de frente, ignorante de que era observado. Nosotros también lo observábamos, contagiados. Una pequeña duda, una mínima vacilación bastaban para que Bidoglio pasara al otro lado. Sin dejar de reír mordió la pizza sin ningún pudor, a plena luz sus dientes grandes aunque proporcionados todavía. Comía como diciendo: lo que sé de las estrellas es lo de menos, eso cualquiera lo aprende, lo importante es que soy alguien como todos ustedes, a pesar de una cara que a veces no me acompaña. Mirá si no parece un mono, dijo uno sin disimulos. ¿Un mono? ¿Y por qué?, dijo Bidoglio naturalmente. Monitos somos todos si vamos al caso. El Gordito se acercó a él y lo apartó del grupo que lo observaba. Mejor no hablés, Bidoglio. Pero por qué, preguntó sin darse cuenta de nada, mordiendo la pizza como no lo haría nadie, creyéndose insertado sin saber que estaba al otro lado de los barrotes, amparado en la exactitud de unas estrellas que no le servían para nada, perdido en su momentánea felicidad, en su despiste. Para colmo todos se callaron, el barco entero se calló, ni el mar se oía, y los labios de Bidoglio, que parecían no tener piel, muy sensibles al calor de la pizza, esquivaban el queso derretido resoplando para adentro para que los trozos a medio morder no cayeran al suelo y el ruido de su boca era lo único que se oía en mitad del Atlántico. Mosqueado por el silencio nos miró, tranquilo todavía. Un músico que cree que está tocando bien pero algo suena muy mal por allá atrás en los últimos atriles, o en los primeros, vaya uno a saberlo. Y la verdad que llega de golpe, era él, se había equivocado de partitura, o salteado una página, o cuarenta compases; cualquier cosa. Y todo él convertido en un susto abandonó la pizza y la sonrisa, dos saltos y ya estaba en la borda, en la penumbra, mirando a los costados para esquivar la cara.

Bueno, pero cuando empecé esta parte de la historia mi propósito era hablar de lo que pasó con Sandra aquella noche del cambio de estrellas. Se ve que no me animé de entrada y que le esquivé el bulto a la cosa, que se me presentaba y se me presenta muy peliaguda. Y empecé por el final, con el diario de a bordo, a ver cómo se perfilaba el asunto. Y cuando pasé al tema de las grandes salinas lo hice con el propósito de no ocuparme en absoluto de lo que pasó con Sandra. El tema del cambio de estrellas hubiera quedado perfectamente explicado y terminado con la mudanza del titiritero. Y stop. Pero cometí la imprudencia narrativa de mencionar a los gauchos judíos, que sin lo de Sandra quedan como descolocados. Y es bueno recordar aquello de Chejov, si en el relato aparece una escopeta colgada en la pared forzosamente tiene que haber un tiro. El asunto va a ser apretar el gatillo, claro, y esto no parece fácil. Pero si sigo así puede que me ocurra lo que con el diario de navegación, que no pasó de la primera frase. O que me quede en el apronte, como el bicho de Ameghino.

-Chau, Canopus -fue todo lo que dijo Sandra levantando un brazo. La tirita que sostenía la manga abullonada a la muñeca se aflojó, la manga quedó plegada sobre el hombro. El brazo vaciló como alguien desnudado de un tirón en plena calle y se ocultó enseguida.

-Dios, qué es eso, quemaduras o qué -fue todo lo que dijo Bidoglio, con una voz horrible.

El brazo alterado fue rápido para desaparecer, pero las palabras de Bidoglio no. Sosteniéndose en el tono de la voz para no caer, iban pasando de babor a estribor por encima de nuestras cabezas las palabras. Y nosotros esperando que acabaran de pasar, que salieran fuera del abrigo del barco para que se las llevara el viento, para que la tortura de Sandra pasase lo más rápido posible hacia la irrealidad, algo que, en el caso remoto de recordarlo, fuese apenas algo así como lo de Sandra, nunca su tortura. Y que Bidoglio siguiese hablando ya mismo de las nuevas estrellas, que dijese sus nombres tan bonitos, tan encima de nosotros y sin saber cómo se llamaban. Pero estaban los psicólogos, los gauchos judíos de las pampas y de las constelaciones y de las migraciones, que hablaban agitando sus barbas alrededor de lo que había quedado flotando cuando Sandra escondió rápidamente su brazo adulterado, y de allí, del ya recuerdo de ese brazo, sacaban palabras que se encendían como estrellas nuevas, pero estrellas enfermas, de mirada de perro envenenado, mientras Schubert y el Gordito ayudaban a Sandra a atar de nuevo la tirita que sujetaba la manga abullonada a la muñeca, para ocultar las huellas que había dejado el bicho enfermo.

-Canopus, lindo nombre -argumentó el titiritero buscando enhebrar otra vez las cosas en su normalidad, pero ya no estábamos para hablar de estrellas o de vaguedades parecidas, lo de Sandra nos había desconectado dejando a cada uno con su propio lo: lo del Gordito, lo de Contardi, lo de Paredes y así hasta setecientos, mientras las estrellas enfermas de los gauchos psicólogos iluminaban el aire y caían chisporroteando en la cubierta hasta apagarse, grandes animales enfermos que ellos nombraban como constelaciones pero hablando de víctimas y de torturadores,«Regresión sádico-anal», dijo un psicólogo como quien dice tranquilamente «La Osa Mayor»; otro salió con la rareza de «jactancia fálica», en fórmula de escala musical, como si dijese «escala cromática», y explicando que precisamente esa expresión se refería a una especie de animales del diluvio que repartían la muerte entre heces y música, como había sucedido en un lugar que pronunció en dos tiempos, una palabra que cruzó sobre la cubierta en chisporroteos de cohete, el zumbido ausch que salió del barco casi rozando la borda, y se alejó hasta un witz que cayó en el mar y se apagó.

-Chau, Canopus, y que vivas millones de años en tu casita, tan segura -terminó Sandra su saludo alzando el brazo otra vez cubierto con la manga abullonada.

Y no sabiendo qué otra cosa decirle a Canopus, no encontrando ninguna otra palabra congruente capaz de despedirse de la estrella, y viendo que nadie le seguía el juego, que todos nos habíamos quedado pensando en lo de su brazo, apoyó las manos en las piernas, se aperplejó y se fue quedando muy quieta hasta llegar a la inexpresividad de un muñeco de Paredes colgado de una silla.

-Canopus, suena a embarcación, a botecito, ¿ves tú?

-Más bien a nombre de estrella antigua ya desaparecida.

-Che Bidoglio, ¿a qué distancia está Canopus?

-No me acuerdo -llegó la voz desde la borda-; a lo mejor se apagó hace añares y lo que vemos es pura ilusión. No hay que fiarse de las estrellas.

-Sin embargo los antiguos navegantes se guiaban por ellas.

-Y así les iba, de naufragio en naufragio.

-Naufragio, naufragio, mierdas y bichos del diluvio -comentó el Gordito mirando hacia los gauchos judíos de barbas abullonadas que se habían apartado, arrebañados contra la borda miraban al Sur dejando escapar de vez en cuando tecnicismos de tortura en honduras mentales de bichos cavernarios como queriendo llevar a Sandra, para estudiarla, a esa especie de hospital de palabras que parecían grandes cementerios escondidos-. ¿No podrían hablar de otra cosa y de paso dejar tranquilo lo de Sandra? Con este asunto de las heces y la música dándole manija a la tortura, más que un barco esto parece un campo de concentración lleno de mierda. Miren qué manera de festejar el cielo nuevo. Esos bichos que ustedes dicen, aunque dejen sus huellas, no existen y se acabó. Sandra, ¿qué te parece si aprovechando este despelote de estrellas cambiamos de signo juntos? Un saltito y listo, ya estamos en otro, en Piscis o Escorpión me da lo mismo, el asunto es salir de Libra.

-Podríamos ir un rato a la sala de bingo a ver si nos olvidamos un poco de esos bichos enfermos -dijo un sindicalista escondiendo su lo, y de la borda llegó la voz de los psicólogos:

-Evitando hablar de ellos no vamos a suprimir su realidad. Existen, y ocultarlos es la peor manera de perdernos, seríamos cómplices de ellos en nuestra propia destrucción. Como si vos misma, uruguayita, te hubieras hecho eso que tenés en los brazos y en otras partes de tu cuerpo. No nos engañemos por favor.

-Eso está por encima de mis posibilidades -explicó Sandra-. Lo mejor es olvidarlos, al menos eso me da la ilusión de que no existen y me permite seguir siendo Sandra. Si yo fuera un barco y aceptara conscientemente la existencia del naufragio, perdería mis conexiones con el mar, ya no sabría navegar. No valdría la pena. Ese naufragio, además, es una relación muy íntima y última entre el barco y el mar. Y es muy feo andar ventilando esas intimidades, sacar los trapos al sol como quien dice. Con la obrita tuve la misma sensación. Me pareció horrible contar lo que le pasó a Dorrego.

-Está bien, muchacha -concluyó un psicólogo viejón-; gracias a personas como usted esos bichos podrán seguir multiplicándose y siendo invisibles aunque dejen cicatrices. A guardarlos entonces, bien escondiditos en la propia casa.

-Crueldades infantiles. Mi hermano, el de Piscis, cuando era chico compraba canarios y les reventaba los ojos con alfileres para que cantasen mejor. Y cuando oía que él mismo quedaría ciego, que Dios lo castigaría por su crueldad, se reía. Qué saben ustedes, decía, ya van a ver cuando tenga una orquesta de canarios ciegos. Y en la familia casi todos usamos lentes, menos él por supuesto, tiene una vista de águila el muy hijo de puta.

-Me muero de sueño -dijo Sandra-, y no habiendo otro asunto que tratar este cuerpo se va a la cama.

-Bidoglio -rogó el titiritero-, por favor, cuéntenos algo más de las estrellas. Vamos, yo sé que a usted le gusta. Venga, póngase por favor más cerca de la luz.

-Bueno, hay constelaciones que no tienen ahora la misma forma que tenían hace doscientos mil años, y dentro de otros doscientos mil, por apagamientos o movimientos ilusorios, tendrán una forma diferente. En este asunto de las constelaciones...

Con la botella de whisky y apretando mi cuaderno inicié otra vez mi retirada, echando un vistazo rápido al estrellerío nuevo, tan malamente bautizado por los psicólogos. Con la retirada de los gauchos judíos hacia la borda no tenía necesidad de pedir permiso a nadie ni de abrirme paso, el campo estaba tan libre como en las Grandes Salinas. Según me iba acercando a la escalera, los grupos se raleaban, las personas se empequeñecían como los cactos hasta desaparecer. Casi sin darme cuenta había cruzado las salinas y me hallaba en el camarote, tan confortable, olvidándome de la barbarie, de la cabeza del Chacho ya cubierta por las hormigas y clavada en una lanza a dos metros del suelo; en el camarote lleno de frescura mañanera, abriendo el cuaderno de doscientas hojas, viendo bailotear los óvalos preciosos de mi Diario de a bordo, poniendo en impecable cursiva inglesa casi dibujada: anoche empezaron a cambiar las estrellas.




Arriba- XII -

El faro


Son como las once de la noche. Un fresco imprevisto que nos obligó a revolver valijas en busca de pulóveres nos ha encerrado en una cabina que nos permite ver el mar en varias direcciones. Mar oscurísimo esta noche, el barco apenas consigue alumbrarse a sí mismo, a diez brazas de las bordas ya no es visible el oleaje. El mar, sin extensión, esta noche es solamente su ruido; y su olor, que se cuela con el viento por una rendija. El Zampanò avanza con cuidado, como si llevase una vela encendida. Como esas velas de sebo de los ranchos de las pampas secas del Cono Sur va titilando por las aguas oscuras. Además, llueve. Inútilmente, claro. Qué desperdicio, dicen los riojanitos viendo llover en el mar. Llueve inútilmente pero dulce, como el francés de Verlaine que oímos por primera vez de aquella profesora que llamábamos madame. Bidoglio, sentado en un taburete, estira sus piernas larguísimas y se adormece con el traqueteo del barco, la mar está picada y nuestro Zampanò avanza a saltitos de gorrión, visibles en la cabeza del titiritero que dormita en la mudanza, despreocupado de que las patas de las mesas acostadas rompan la luna del ropero. Sandra lee una novela gótica sin cambiar de página. Toto el Gordito hace palabras cruzadas y parece, por la forma de la boca, que silbara algo, pero no se le oye nada. Estamos pensando en el faro de Contardi, en lo que nos dijo esta mañana cuando bajamos a su camarote para alcanzarle una caja de témperas y de paso avisarle que su hijo no viajaba con nosotros. Ese viejo está loco, no debimos dejarlo tanto tiempo solo, dice el Gordito por tercera o cuarta vez sin dejar de mirar su crucigrama. Y, son desahogos, explica Sandra cerrando su novela. Está sentada justo en la dirección del chiflete que entra por la rendija y a cada rato se prende el último botón de la camisa, que en cuanto gira el cuello vuelve a desprenderse. Me ha prohibido cualquier manifestación pública de afecto, de ninguna manera quiere que se entere el titiritero. No sé, dice, lo identifico con mi viejo, si se entera de lo nuestro se le vienen abajo los esquemas.

El faro de Contardi. Si Bidoglio, con un poco más de tacto, no hubiese usado la palabra desaparecidos cuando hablamos de su hijo con el viejo, ese faro no hubiese aparecido en la mente del pintor. Inventó ese concepto para oponerlo al de desaparecidos. Y eligió un faro porque es pintor y todo lo ve plásticamente. Por favor, dijo Contardi en su litera, llena de esos objetos que le servían para componer sus cuadros, por favor, no usemos eufemismos entre nosotros. Y tampoco tratemos de explicar el eufemismo, como intenta hacerlo ese señor. Si no sabemos bien qué es un muerto, y tampoco exactamente lo que es un ser viviente, entonces no vale la pena intentar una definición de desaparecidos. Por otra parte es un concepto falso, no existe. Esta precariedad de no saber bien qué es lo vivo ni lo muerto hace posible el crimen. Al fin y al cabo, dice el asesino, no sabemos bien qué es lo que matamos. Al no saber qué es lo uno o qué es lo otro, tiramos al bulto, a lo que se mueve en la oscuridad. Nuestros sentidos son torpes, valen menos que el olfato de un perro. Vemos milímetros de mundo y de vida, en medio de la extensión. El mundo es cósmico, nosotros no. Una percepción más profunda de lo vivo detendría el dedo en el gatillo. No, diría el asesino, yo no le puedo tirar a eso, es demasiado para mí. Sería como tirarle un tiro al Adagio de Albinoni o a la catedral de Chartres, para poner ejemplos de lo vivo que ni siquiera son aproximativos, sirven apenas para llenar un vacío provisionalmente. Porque es imposible saber por ahora, a través de sentidos que sólo sirven para arrastrarse, lo que encierra eso que llamamos un hombre, en su equívoca condición de hijo del amor y eventual padre de la muerte. Y como no tenemos ese conocimiento, en su lugar hay un vacío que ningún ejemplo perceptible puede ocupar con propiedad. Hemos hecho esa catedral o pintado El quitasol porque no sabemos qué somos nosotros. Creamos belleza para buscarnos, para no morirnos. Si supiéramos lo que somos, y tal como yo a veces alcanzo a intuirlo, no pintaríamos más, viviríamos ocupados en cuidar nuestra propia belleza milagrosa. Simplemente viviríamos, estaríamos siempre dentro del Quitasol objetos bellos pulidos por los años en un país que se te parece, como en el poema de Baudelaire. Matamos porque no sabemos quiénes somos. Y hay todavía un detalle horrible: si los sentidos son insuficientes para mirar, están todavía los errores que proceden de la voluntad de no ver (y es ésta la raíz del crimen). En el campo de prisioneros donde estuve pude comprobarlo. En ese submundo artificial dejamos de ser hombres. En la mente de nuestros carceleros empieza nuestra metamorfosis. Y llega el momento crítico en que nos transformamos en ratas. Entonces el dedo se va solo hacia el gatillo. Y cualquiera puede convertirse en rata; por distracción, por olvido, por inocencia o por simple culpabilidad. No sabemos cómo están colocados los espejos que se ponen en la mente y en los ojos para llevarnos a la forma de ratas. Es inútil sentarse o estar de pie, arrodillarse o tomar la sopa que te dan, tomarla con alguna dignidad. En cualquier actitud nuestra ellos pueden descubrir una condición de rata. En última instancia no se trata ni de nuestras formas ni de sus visiones, se trata de una voluntad de ver ratas y matarlas. Como pintor puedo decirles que es muy difícil, casi imposible, mirar la naturaleza. Aprender a mirar es una vía para aprender a vivir. ¿Se han preguntado alguna vez qué mira la mujer del Quitasol? Porque ella está mirando algo, ¿verdad? Ella mira el resultado de la actitud y del clima general del cuadro. Como Goya no podía pintar lo que todavía no podemos ver, entonces pintó el modo de mirarlo. Pintó una manera de mirar el mundo que se nos escapa. Hasta que no aprendamos a mirar no dejaremos de matarnos. En mi hijo, si lo mataron como parece, intentaron destruir, sin saber qué es, lo que está mirando esa mujer. Hay que intentar esa mirada. Ordenar estas maderitas, estos botones, estos desechos, buscando relaciones, réplicas de un universo que no tenemos aunque nos contenga. Desaparecidos dicen ustedes, tan tranquilos, por no animarse a decir muertos. Entonces debemos pensar también la muerte, si queremos hacer algo por los desaparecidos. Empecé a pensarlo en aquel campo, donde no vi directamente pero sentí muchas muertes al otro lado de las paredes, por ruidos nocturnos, por gritos. Y lo he seguido pensando en este barco, puedo decir que tengo algunas conclusiones prácticas. En realidad, tengo revelaciones importantes que anunciar sobre este asunto. El que muere naturalmente, el que se va directamente, es llevado por el agotamiento o la distracción. Sin saberlo, ha ido recogiendo de sí todos sus vestigios, sus desprendimientos, y cuando no le queda nada, simplemente se va, es el que desaparece realmente, con todos sus retazos y deseos, dejando el camino libre. El que es privado de la vida violentamente no ha tenido tiempo de recoger nada, le matarán el cuerpo pero la mayor parte de él quedará por ahí, sus proyecciones energéticas, su proyecto vital, y todo eso se resistirá a la disolución, como los huesos de cualquier muerto, durante un tiempo más o menos largo. Bajo este punto de vista, un desaparecido es un muerto en un espacio vacío y con una especie de conciencia, el cuerpo muerto que busca sus retazos y proyecciones para poder irse como Dios manda. Una especie de conciencia que no permite articular una sola palabra ni formular un solo pensamiento, desconectada de todo, en la oscuridad. ¿Cuánto durará ese vagar de los desaparecidos en busca de sus fundamentos perdidos para salir decentemente del mundo sensible? No lo sabemos. Ellos no pueden hacer ningún esfuerzo imaginativo que pueda alterar esa realidad, esa búsqueda de partes perdidas, que se les presenta como un hecho permanente. La ayuda tiene que llegar de afuera, algo que provoque un deslinde, algo así como un faro para darle algún nombre. Arrimarles un faro para hacerles una señal, para que puedan ver en lo oscuro y reencontrar sus partes y poder decir adiós. Un faro para que no se sientan tan solos en la parte mas o menos consciente de ese viaje. Recuperar el ritmo de vivir para poder tener el ritmo de morir. Si ellos pudiesen ver un faro, si nosotros pudiésemos pensarlo y arrimárselo, entonces perderían esa conciencia larval que imagino terrible, y en un solo acto recuperarían el vivir y el morir. Ustedes dicen que ellos son desaparecidos como si esa muerte fuese un sueño. Yo creo que más bien es la vigilia. Soñar es cosa de la vida. En esa calidad de muerte no se duerme, cada cual está solo y va en su propio hueco oscuro, en su proceso interrumpido, sin faros que deslinden. Y perdónenme estos pensamientos negros, piensen que la poca realidad en que se sustentan se debe al desencanto y a esa noción falsa pero terrible de desaparecidos. Ellos no están enteramente en la muerte, están en una trampa. Por eso necesito percibir un faro. Estas tablitas, estos hilos, estos desperdicios que ven aquí son un intento de combinaciones para percibir un faro. Si esos muertos o desaparecidos que navegan en lo oscuro pudiesen ver un faro, si pudiéramos arrimarles un faro saldrían de la trampa de esa muerte falsa. Un faro que les ayude a reencontrar su fundamento. Un faro, mi Dios, un faro es todo lo que se necesita para ellos.

-Está loco -se le escapó a Sandra. El pintor se quedó mirando la pared como si no la hubiese oído.

-Le hemos traído esta caja de témperas para que se distraiga pintando y olvide esos falsos pensamientos.

-No se preocupen, tengo un lugar muy seguro para refugiarme cuando no puedo tolerar esos pensamientos, que es lo que voy a hacer ahora mismo. Por favor, apaguen las luces. Voy a meterme dentro del Quitasol.

Se quedó como dormido, aunque estaba muy despierto. Cuando nos despedimos, movió apenas un dedo que no volvió a su sitio, el dedo se quedó como dormido en otra parte.

Traquetea el Zampanò por la mar picada envuelto en su resplandor de rancho de las pampas secas alumbrado a vela o querosén, pobre de batería apenas puede alumbrar la huella y el borde de la gran salina negra bajo una lluvia que se desperdicia; un golpe de viento salpica de agua dulce los cristales de la cabina o mirador y la cabezota del titiritero que acusa el traqueteo se va quedando dormida, se le va para abajo como las cabezas de los muñecos cuando saludan. Bidoglio trata de estar acostado sobre su taburete, las piernas atraviesan casi toda la cabina, se ha echado el sombrero sobre la cara en plan de siesta bajo la parra o la morera. Sandra me mira; ni un gesto, una mirada enigma; me mira con la expresión egipcia que le atisbé ese día que el timonel nos hizo atlantes, pero indiferente mecánica, en una lluvia helada. Por favor, no me mirés así, le digo. Perdoname, no te miraba a vos, dice Sandra y me dedica una sonrisita circunstancial. Che, dice preocupado el Gordito, ¿conocés un río de cuatro letras que pasa por Munich? Qué maravilla, vuelca Bidoglio sus palabras dentro del sombrero, qué maravilla, aquí todo el mundo preocupado por Contardi y sus faros y hay alguien que pregunta por un río de cuatro letras. Mirá, dice el Gordito, a mí el viejo me preocupa tanto como a vos, pero todo eso de los faros y los quitasoles son tonaditas, ruidos de cabeza, comentarios, vaguedades, y entonces es mejor que se las vaya a decir al timonel, que las va a entender perfectamente. Por lo que sabemos, el hijo de Contardi y los miles y miles en su misma situación, están más muertos que Dorrego. Y no existen faros ni Contardis que los devuelvan a la vida. Hay que ser muy masoca para imaginar a los propios hijos muertos y despiertos en la oscuridad. Total, él después se mete en su quitasol. El titiritero, despertado por su propio ronquido, comenta para disimular que estuvo durmiendo hasta recién: pensaba en ese faro. ¿Alguno de ustedes ha visto un faro alguna vez? Porque no tengo la menor idea. Sé que es una torre, supongo que de piedra, y me parece que tiene un montón de ventanitas pero no estoy seguro, me pregunto para qué tantas ventanitas. Y Bidoglio le explica: para iluminar la escalera que va por dentro para poder llegar a la punta, el farero o torrero tiene que subir todos los días para encender la lámpara. Ah, claro, sigue despertándose el titiritero, porque yo conozco solamente dos faros, el de Alejandría y el de Punta Mogotes. No, no quiero decir que los haya visto, conozco los nombres, las palabras. Para mí los faros son esos sonidos, esas palabras; y las luces, claro. Yo creo que en la Argentina, aparte de esos dos, no hay noción de otros faros. El de Punta Mogotes se estudia en geografía, así que debe ser importante. Y el de Alejandría es algo que cualquiera sabe desde toda la vida, es un faro de leyendas más bien. Algún día escribiré una obra para títeres sobre el faro de Alejandría. Suena de maravilla. ¿Para qué irse tan lejos?, le digo, tenemos otra noción de faro; pertenece a la música popular, es un viejo valsecito criollo que hablaba de un viejito guardafaro que tenía una hija, no me acuerdo bien de la letra pero puedo repetir la música. Sólo me acuerdo del primer verso: era la hija del viejito guardafaro... ¡Ya! (y le brillan los ojos al titiritero). Era como una princesita que vivía en «aquella soledad». Y Bidoglio, destapándose la cara: y los pescadores le decían que ella era algo así como una perla que guardaba el mar. ¿Alguien recuerda algún otro verso? Podríamos reconstruirlo. Se cantó por lo menos hasta el año cuarenta. Manga de viejos, dice Sandra abriendo su novela gótica. Era una de las tantas canciones de evasión, dice el Gordito, que nos hacían escuchar por radio cuando éramos chicos. Fíjense que el faro de ese viejito, que me parece estaba muy enfermo, no tiene una ubicación geográfica precisa, no está en nuestro país ni en ninguna parte, está en «aquella soledad». Teníamos entre diez y doce años y nos encariñábamos con el viejito enfermo lleno de arrugas que cuidaba el faro. Por ahí daba vuelta la palabra Hiroshima y no sabíamos de qué iba la cosa, aparecía el Potro en el balcón de la Rosada y tampoco sabíamos de qué iba la cosa, a Evita la podíamos confundir tranquilamente con la hija del viejito guardafaro. ¿Quién dijo que Borges dijo que los judíos tenían voluntad de exilio? Y nosotros qué. Fíjense en la música que nos hacían oír, como para irnos preparando. «Noches de Hungría», por supuesto a orillas del Danubio; «Gitana rusa», a la que las balalaikas le pusieron música en las trenzas, ¿se acuerdan?, y que medio se entristeció al enterarse de que su gitano se había arrojado al Don, que es un río de tres letras que sale en todos los crucigramas dicho sea de paso; y qué me dicen de «Amor en Budapest». Parece mentira, ¿no? Y sin contar la tracalada de tangos relacionados con París, ¿se acuerdan de «Camino al Don»? Lo cantaba Magaldi. Mientras a él, atado con cadenas, lo llevan a Siberia por medio de la estepa y los lobos aúllan de hambre, ella, Olga, se entrega a otro tipo en Moscú, para joder más la cosa. Exilio hasta la manija, y del más duro. Lo de ahora es Jauja, viejo. Aquello sí que era terrible. Mi Olga, mi Olga gritaba Magaldi. Y qué turra resultó. En cambio, dice Bidoglio, la hija del viejito guardafaro era una piba macanuda. A mí el viejito que cuidaba el faro no me llamaba mucho la atención. Mi pubertad se inclinaba por la hija, la princesita. En casa teníamos el disco, me acuerdo del perrito oyendo el fonógrafo. Al de nosotros se le cortaba siempre la cuerda, y como eran caras mi viejo tiraba el pedazo más corto, destemplaba al fuego la punta del otro, le hacía un agujero para encajarlo donde correspondía, y entonces para poder terminar de escuchar un disco había que darle cuerda tres o cuatro veces al fonógrafo. Y qué pasaba; que en lo mejor del disco la voz del cantante se ponía cada vez más grave y lenta al cambiar las revoluciones del disco por la falta de cuerda, y entonces el viejito guardafaro parecía un perro que ladraba. De todos modos el viejo nunca me cayó simpático. Siempre andaba merodeando por las escaleras del faro, y tosiendo para colmo, cuando yo llegaba en un bote, de noche y en mis fantasías, remando apenas para que nadie me oyese, para hablar un poco con la hija, que para mí se llamaba Lucía. Yo golpeaba despacio en la puerta del faro aunque no era necesario, ella siempre me estaba esperando detrás de la puerta, la entreabría un poquito como para asomar la cabeza solamente, porque siempre estaba en camisón, ellos se acostaban muy temprano, al otro día el viejo tenía que levantarse antes de la salida del sol para apagar el faro y ahorrar querosén. Las situaciones con Lucía fueron muchas en el par de años que duró la relación y el disco, pero el caso es que siempre en los momentos más importantes, ya se tratase de que ella me dejase entrar al faro o aceptase ponerse un chal sobre el camisón y salir conmigo a dar un paseo en bote, aparecía la voz del viejo, precedida por su tos: Lucía, ¿estás ahí? Sí papá, subo enseguida. Y las puertas de los faros son macizas, suenan muy fuerte cuando te las cierran en las narices. Eran autolimitaciones, claro, no me hubiera costado nada imaginar cualquier cosa para que se ahogara el viejo. Pero me daba lástima, qué sabía uno entonces de matar, me parecía una crueldad matar a un viejo reumático que no podía con sus piernas subiendo una escalera húmeda empedrada de caracoles fríos, no, de ninguna manera, uno tenía sus escrúpulos. Y para colmo el faro quedaba lejísimo, y uno se tenía que volver a casa remando como un enano, menos mal que siempre en la mitad del viaje de regreso me quedaba dormido.

-Che -propone Sandra- ¿por qué no reconstruyen entre todos esa historia? Yo podría ir tomando notas, después la escribimos y se la pasamos a Contardi. Seguro que él también conoce la canción, y en una de ésas la historia le ayuda a crear el clima para encontrar su propio faro. El título, además, se escribe solo.

Historia del guardafaro

-Opino que ese título es muy lindo, pero omite un detalle importantísimo de la historia del guardafaro, como es su hija. No recuerdo bien el argumento de la canción, pero me parece que sin la hija no hay historia. Los marineros van ahí por algo, y no es precisamente por el viejo. Yo creo que todos los que entonces tenían quince años la veían, como yo, en camisón, y lo menos importante era ese viejito. Cómo sería de importante la muchacha que la parte más dramática del disco es cuando ella se va. Y el disco tuvo tanto éxito y la gente estaba tan triste por su partida, que tuvieron que sacar otro para conformar al público. También lo teníamos en casa, creo que se llamaba «Volvió la princesita». Y con esto la gente se calmó y poco a poco se fue olvidando de la historia. Necesitaríamos un título más englobante, ¿viste? Algo así como

La hija del guardafaro

Un tremendo golpe de viento salpica los cristales de la cabina, pero esta vez de agua salada. Bidoglio, ¿podrías recoger esas piernas? dice Sandra, limpia los vidrios empañados y mira hacia babor, che, la tormenta parece que va en serio. Una tormenta de Salgari muerde al Zampanò en la oscuridad. Desde el segundo puente donde está nuestra cabina podemos ver las puntas de las olas que saltan hasta la altura de las bordas, las pocas que nos permite ver el resplandor del barco. El resto del mar es ruido solamente, y viene de la oscuridad.

-Yo creo -dice el titiritero- que si la historia es para que la lea Contardi, el protagonismo debe recaer en el guardafaro, recalcando sobre todo que gracias a él en esos tiempos no había barcos desaparecidos porque su luz llegaba a todos los confines, hasta los rincones más oscuros, y con semejante luz no había barco que pudiera perderse o desaparecer. Conseguir que se identifique con el guardafaro, esto lo va a ayudar mucho en sus visiones. Y que sea lo más plástico posible para darle más veracidad, ya saben ustedes cómo funciona la mente de los pintores. Para mí el título más adecuado sería

Historia del viejito guardafaro

Ahora que me acuerdo, el vals se llamaba «Ilusión marina». Pero eso no tiene importancia. La historia podría armarse más o menos así:

En aquella orilla casi desconocida de los mares y entre las rocas más hoscas y bravías se alzaba el viejo faro, eternamente azotado por el viento del sur (medio rimbombante, ¿no? Dale, seguí, después tachamos los adjetivos y se acabó el problema), como un desafío cósmico a la furia de los elementos. Generaciones de navegantes y pescadores... (Sandra, tachá eso de desafío cósmico, es demasiado) habían logrado sobrevivir, gracias a su luz, a los naufragios y otras desgracias del mar. En las noches más sombrías... Pero bueno, si van a seguir tachando así, entonces mejor empezamos de nuevo.

Sobre el promontorio más inhóspito de aquella apartada isla se alzaba el viejo faro. Mejor dicho: el faro. Era una antigua construcción de piedra salpicada de pequeñas ventanas a diversas alturas, que servían para iluminar las destartaladas escaleras de madera que unían sus cuatro o cinco plantas. En lo alto, a dos metros de la cúpula, una plataforma cubierta por una red de alambre, que actuaba como quitamiedo, oxidada por los aires marinos, permitía al viejo farero o guardafaro, limpiar sin riesgos de caída los cristales del faro o efectuar pequeñas reparaciones en su delicado mecanismo. Qué tal.

-Fantástico, Rolando; si seguimos en ese tono yo creo que no va a haber ningún problema.

Mecanismo delicado del que dependían tantas vidas. Difícil para las manos artríticas del viejo guardafaro ajustar los mecanismos para que los frágiles espejos girasen en su posición correcta y reflejando la luz de la mecha circular la arrojasen hacia el mar en todas sus direcciones; difícil calibrar la llama recortando la mecha y que nunca pasara del color azul, regulando también el combustible, a fin de que la luz tuviese siempre la máxima intensidad y llegase a todos los confines donde pudiera haber navegantes en peligro. Jamás, durante la larga vida de ese guardafaro, se supo de ningún barco que desapareciese. Y todos, desde el más soberbio capitán hasta el más humilde de los pescadores, podían llegar a puerto aún bajo las tormentas más terribles.

-¿Me permiten una acotación? Estaba pensando que tal, como va, el relato es perfectamente adaptable para títeres, con lo que se logrará la máxima plasticidad, elemento importante si buscamos una comunicación plena con Contardi. Pero me parece que si la intencionalidad va dirigida a él, entonces nos convendría cambiar el título. Y ponerle directamente:

El faro de los desaparecidos

Ágil como un delfín el viejo trepaba a lo alto del faro todas las mañanas en los crueles inviernos marinos, por la escalera de maderas húmedas empedradas de lapas y caracoles, para apagar el faro y poner la mecha y los cristales nuevamente en condiciones para la noche siguiente. Se lo podía ver detrás del tejido metálico de la plataforma, las barbas blancas al viento, los ojos humedecidos por el viento, la nube del aliento caliente de su cuerpo perdiéndose en el aire frío, mientras los últimos barcos de los pescadores arribaban sanos y salvos a la costa y saludaban al guardafaro trepados a sus mástiles. El viejo, hecho una escarcha viva, respondía al saludo con su gorra marinera, y metido otra vez en el faro bajaba a saltos por las escaleras sintiendo el aroma del café caliente que subía. Pero hija, no te hubieras molestado. Y Lucía, que en su cara mimética ostentaba la blancura de la espuma, descorchaba una botella de ron y le echaba unas gotas al tazón de café caliente que el viejo bebía, respirando fuerte el aire mañanero, al abrigo de un fuego de leñas que Lucía encendió en cuanto lo oyó levantarse. Lucía, misteriosa y sonora como las grandes caracolas, llenando el humilde habitáculo de risas y meneos mientras el viejo bebía su café y afuera un sol recién nacido castigaba al pie del faro derritiendo los carámbanos.

EL GORDITO. (Por lo bajo, al Titiritero.) ¿No le parece un poco exagerado eso de las lapas en la escalera y los carámbanos abajo?

EL TITIRITERO (Por lo bajo, al Gordito.) Sí, pero son detalles pintorescos, sumamente plásticos, que le van a gustar a Contardi. Y aquí lo único que podemos hacer por él es tratar de alegrarlo, pobre viejo.

Los capitanes de todos los mares llegaban en sus barcazas atraídos por la belleza de Lucía y la bondad del viejo guardafaro, protector de los que se pierden en el mar. Llegaban ateridos pero ante el fuego permanente que ardía en el interior de aquel faro se quitaban sus casacas salitrosas, entonaban sus cuerpos con las humeantes sopas de pescado, y bebiendo el ron de los festejos tenían allí sus pequeñas fiestas con bailes y canciones, cuando tenían la suerte de que arribara también el más rubio y velludo de los capitanes, que tocaba el clarinete. Lucía se asomaba a la ventana en cuanto oía aquella vieja melodía marinera y enseguida divisaba al capitán subiendo por las rocas hacia el faro tocando el clarinete. Lo hacía por ella, claro, y cuando por fin llegaba al faro ella abría la puerta y él sacándose la gorra la saludaba con un par de notas de su magnífico instrumento. Lucía amaba sobre todo esos largos ratos después de la cena, cuando se formaba el coro de pescadores y por razones técnicas de sonidos a ella le tocaba cantar al lado de su capitán preferido, admirando su habilidad contrapuntística y sus grandes ojos negros habituados a los mares sin límite. Era el mejor coro de pescadores de esas costas, el único capaz, gracias a los conocimientos del capitán clarinetista, de cantar en el más depurado estilo polifónico florido. Y se desencantaba a la hora de bailar, no podía hacerlo con él, que era el único que sabía tocar un instrumento, y abrazada por pescadores rudos le dedicaba al capitán miradas lánguidas de mareas que decrecen y él, por encima de las llaves del clarinete, la veía pasar entre los giros de su blanca muselina. El viejo guardafaro conocía y comprendía esas miradas, y cuando en la alta noche se retiraban los pescadores se asomaba a cualquiera de las ventanas más altas y miraba el mar. Papá, ¿te pasa algo? Hace mucho frío ahí. No, nada, mi querida, tomo un poco de aire del mar para despejarme, enseguida bajo. El corazón del viejo se balanceaba entre una soledad definitiva en ese rincón del mar y los sueños de Lucía.

-Bárbaro, Rolando. Aquí no voy a hacer ninguna tachadura, aunque lo ordene el consejo de ancianitos. Te salió cursilísima, como la canción. Y a mí me encantan las historias cursis.

Y el titiritero:

-Habría que aclarar que este clima de amor y de promesas era lo que alimentaba el fervor del guardafaro para proteger a los navegantes desvalidos, porque únicamente con el amor y la fraternidad, en fin, todas esas cosas. Buenísimo el detalle de la música. Conmoverá a Contardi.

Y Bidoglio:

-Para empezar a afrancesarme, te lo voy a comentar con una sola palabra: chapeau. En cuanto a Lucía, está bastante bien. Pero faltan detalles.

-Bueno, ahora podría seguir otro, ¿no? Dejar un momento el crucigrama y colaborar un poco en esta historia, me parece.

-Dale, seguí, ¿no ves que ni te oye?

Lucía había sacado afuera los tambores de querosén para ganar espacio, ella quería que esa parte del faro fuese un hogar para ellos y los pescadores que los visitaban y no una maloliente oficina del mar. Una mañana, al salir a pescar, el guardafaro descubrió aterrado que los tambores habían reventado, por frío o por oxidación, el asunto es que el querosén se había derramado y la reserva que tenía arriba apenas alcanzaba para una semana. No dijo nada a Lucía, disimuló la cosa como pudo. Pero el barco de las provisiones no llegaba hasta dentro de un mes, y en un mes, sin faro, podían desaparecer trescientos barcos por lo menos, y por supuesto sus tripulaciones. Entonces, privándose de las siestas compensatorias de su poco sueño, salía todas las tardes a alta mar, a remo, a pescar esos peces grandes y grasosos que le permitiesen acumular una cantidad de aceite suficiente para sustituir así el querosén derramado por un descuido de Lucía. Lucía, que se había dado cuenta de lo que pasaba, lloraba a solas en lo alto de la torre y en las tardes en que el viejo demoraba y llegaba la noche y no se alcanzaba a divisar en el mar la blancura de la única vela del barquito del guardafaro regresando, encendía ella misma el faro con las últimas reservas de querosén, y trataba de orientar la luz hacia la dirección en que andaría medio perdido el viejo con la noche naciente. Siestas de las que se privaba y que eran su verdadera noche, porque de noche el viejo en realidad no dormía, apenas dormitaba con el corazón en la boca y la cara orientada hacia la estela de luz de su potente faro, atento al más mínimo desperfecto del delicado mecanismo que delataría en el acto la calidad de la luz, atento por ejemplo a la posible rotura de los espejos por desequilibrio de presiones y al consecuente apagamiento con su secuela de naufragios y rubios capitanes clarinetistas ahogados y flotando entre las algas cenagosas. Regresaba del mar bien entrada la noche y en vez de cenar y acostarse ponía los pescados en la prensa y apretaba hasta exprimirles la última gota de aceite. Cuando la cantidad de querosén perdida fue sustituida con creces por el aceite del mar, el viejo durmió sin parar dos días y una noche. Y la luz que dio el faro alimentado con aceite llegó hasta los rincones más sombríos, a las islas lejanas, tanto que los pescadores, asombrados, dejaban caer las redes de sus manos mirando aquella luz para decir: ¿han visto cómo luce esta noche el faro? Es como si todas las estrellas se hubiesen juntado para alumbrar los barcos. Era una luz que llegaba al fondo del mar.

Cuando por fin llegó el barco de las provisiones, los nuevos tambores de querosén estuvieron por lo menos quince días dormitando bajo el sol de la ociosa primavera, el faro todavía seguía alimentado por el aceite arrancado a las prensas y al sueño del guardafaro. El viejito trepaba alegremente a la cúpula del faro en las oscuras madrugadas, pero tardaba cada día más en llegar porque sus piernas, en complicidad secreta con el reuma, en vez de subir las escaleras resbalaban entre los caracoles que succionaban la madera. ¿Te has caído papá? llegaba la voz de Lucía mezclada a los aromas del café y de la botella de ron recién abierta. Nada de eso, son estos malditos caracoles, decía el viejito desde su rara silueta de flaco rocín, entre el humo que subía de la chimenea convirtiendo al faro en un antiguo bodegón de Buenos Aires.

El capitán clarinetista volvió muchas veces y otras tantas el viejo meditó frente al mar desde la ventana más alta de su faro. Y al retirarse al fin de las veladas, en medio de las inmensas noches estrelladas Lucía acompañaba al capitán cada vez más lejos, hasta la puerta del faro, hasta las rocas próximas, hasta el malecón, hasta la playa, hasta la orilla misma de su barco, y había besos y todas esas cosas.

En la última de las veladas hubo acordeones y trompetas y el clarinetista pudo bailar con Lucía enredado entre sueños y muselina. Y en extrañas ceremonias de casamientos marinos, entre el tozudo retintín de los acordeones fueron bendecidos por el mar y despedidos en la playa por un coro de pescadores.

El pañuelo del viejito lloraba y se agitaba desde cualquiera de las ventanas altas de la torre viendo partir a Lucía a la hora precisa de las mareas, viéndola subir al barco del clarinetista por la escala de cuerdas y caer en los brazos velludos del bravo capitán que la esperaba en el castillete de popa. El coro de marinos entonaba alegres madrigales girando alrededor del aparejo para levantar las anclas, y el viejito, pegado ahora contra los alambres oxidados de la plataforma, saludaba al barco con su gorra sintiendo el caprichoso discurrir de las lágrimas por el laberinto total de sus arrugas.

BIDOGLIO (por lo bajo, a Sandra). Demasiado barroco para mi gusto.

EL GORDITO (para sí). ¡Isar! ¡Por fin!

SANDRA (extrañada). ¿Isar?

BIDOGLIO (a Sandra). El río de cuatro letras que pasa por Munich.

El viejo guardafaro lloraba menos por la emoción que por la fuerte brisa del mar con su yodo y su salitre que le daba en plena cara, porque lo importante era que Lucía fuese feliz, aun a riesgo de que sus huesos, despoblándose, no le permitieran llegar a lo alto de la torre con el combustible y entonces fsss, hubiese un apagón y barcos que desaparecen. Y entonces lo terrible era pensar, cuando teníamos quince años, en pleno invierno y bien tapaditos en la cama cuando apagaban la radio y se acababa el vals, qué pasaría si el viejito, sin la ayuda de Lucía, se enfermaba y se moría solo allá arriba en lo alto de su faro, qué pasaría entonces con los pescadores en alta mar, sin la luz de ese faro se estrellarían contra los arrecifes y serían tragados vivos por tiburones jabonosos. Y todas las noches al acostarnos pensábamos: ¿se habrá acordado el viejo de subir el querosén? ¿se habrá resbalado por las escaleras aplastando caracoles? ¿se habrán roto los vidrios y el viento fsss, apagó el faro? Y lo imaginábamos enfermo, tosiendo en su cama con humedad de mar en la planta baja del faro, casi a nivel del mar su catre de viejito solo cuando subían las mareas, o tirado en las rocas al pie del faro sobre un lecho de lapas insensibles. Y los barcos desapareciendo en la oscuridad, incluso el barco del clarinetista con la pequeña Lucía dentro envuelta en muselinas, todo perdiéndose en la noche sin fin del Cono Sur. Y se acababa el vals y apagaban la radio y nosotros nos tapábamos la cabeza sintiéndonos pescadores en la oscuridad propicia a las desapariciones, mientras oíamos retumbar a lo lejos los cascos de los caballos del exilio galopando sobre las pampas secas para arrearnos hasta la orilla del mar que nunca habíamos visto y que apenas sabíamos colorear en el cuaderno. Por fin subíamos al barco, en la oscuridad oíamos el crujir de sus maderas y lo veíamos orzar tratando de escapar de las desgracias. La tempestad no se hacía rogar y llegaba en el acto con sus olas de setenta metros y en la primera tanda se llevaba a los grumetes. Caíamos al agua y agarrados a las últimas tablas pensábamos que si no moríamos de frío podríamos llegar hasta el faro, guiados por su luz, allí íbamos a secar la ropa ante un enorme fuego, un largo trago de ron en el café caliente mientras Lucía saca de los viejos arcones unos colchones de pluma que tenderá junto al fuego. Pero la hija del viejo guardafaro ya se había ido, el viejo se destartalaba en la mitad de la escalera, se le caían los fósforos al agua, y la luz del faro no aparecía por ninguna parte.

Porque claro, el faro tenía que correr la misma suerte del viejo. Iban a morirse juntos.

-¿Me dejás pasar un aviso? Así de corto -mide el Gordito con los dedos-. No me parece adecuado insistir tanto con los desaparecidos. Esto a Contardi en vez de alegrarlo lo va a matar de un síncope. Propongo que se tache la palabra desaparecidos y se la sustituya por náufragos o algo semejante. En cuanto al título, quitarle esa connotación y que quede directamente:

El faro

La colonia de caracoles que vivían en la escalera había marmolizado los peldaños de madera, propiciando resbalones y caídas sorpresivas. Pero lo grave del caso era que los caracoles según se multiplicaban iban comiendo la madera, y al acabar con ella llegaría un momento en que los peldaños, constituidos solamente por caracoles letales, se quebrarían como vidrios ante la más liviana de las pisadas del viejito guardafaro. A todo esto la torre, mimetizándose con su único habitante, había ido perdiendo poco a poco su antigua resistencia estructural y ya parecía un faro de madera, unas tablas mal clavadas, unos palos atados junto al mar con sogas que se pudren. Por esas precariedades iba subiendo el viejo para prender su faro, pisando caracoles muertos y artropías degenerativas a toda costa iba a seguir iluminando el mar.

BIDOGLIO (a Sandra). Cambiá el título, ponele El mangrullo.

EL GORDO (a Sandra). Me parece mejor El palo enjabonado.

-Callate -dice Sandra.

Y cuando digo maderas estoy hablando con metáforas. Lo que trato de conseguir es que el guardafaro se parezca a Contardi en pérdidas y dolencias y en precariedades, para que el pintor, identificándose con el héroe de la historia, ponga en funcionamiento sus propias fuerzas y defensas, partiendo casi de nada, como es el caso tanto del pintor como del guardafaro. Por otra parte es muy difícil contar, por no decir imposible, cualquier día de estos ya nadie contará nada, el cansancio y la indiferencia nos llevarán a un lenguaje elemental de gestos, y uno aquí con palabras viejas tratando de llevar la historia hacia un final feliz que cada vez me parece más difícil, ya no se puede exprimir más esa canción, estoy tratando de cambiar las cosas pero la letra del vals, por lo menos la parte que recordamos, tiene sugerencias claras, lo más probable es que el viejito y los aspirantes a desaparecidos se las pasen negras. Les ruego entonces que me dejen terminar a ver si finalmente podemos salvar algo de todo esto. Estamos jugando, es cierto, pero hay que recordar que si no hay convicción de seriedad se acaba el juego. Además el juego que jugamos es delicado, es espinoso y tiene una fuerte dosis de crueldad a pesar de las buenas intenciones.

Lo que no me entra en la cabeza es cómo se puede, aunque sea en una canción que al final tiene tanta realidad como cualquier otra cosa, cómo se puede encomendar una tarea de tanta responsabilidad a un viejo enfermo, cómo se puede librar el destino de los barcos a semejante precariedad: unos espejos, unas latas de querosén y un alambrito para despabilar la mecha. Esto es lo mismo que decirles a los pescadores que si se apaga el faro y hay inminente peligro de naufragio no es para afligirse tanto, ya veremos, se estudiará el asunto, se tomarán medidas. Pero a quién otro que a un viejo comido por la artrosis podían meter dentro de ese faro. Y lo de la hija era un adorno, un regalo, ya que ninguna hija que se precie va a enterrarse en vida en una torre perdida al sur de los paralelos más australes, por más capitanes clarinetistas que aparezcan entre equinoccios y solsticios.

Decía entonces que el viejito subía por la escalera encaracolada para prender una vez más su faro, con todos los barcos barloventeando en alta mar, entre ellos la nave capitana del clarinetista, el hijo de Lucía al lado de su padre para empezar desde temprano a codearse con el mar. Llegado arriba con las primeras sombras raspó un fósforo que se descabezó en el acto. Pensó: mis manos son cada vez más torpes. Pero no eran las manos. Con el cuarto o quinto fósforo descabezado tuvo noción de la verdad: estaban húmedos. Un golpe de mar, una marea había llegado hasta el depósito de fósforos, que estaba abajo. Con rabia apretó la caja de fósforos hasta exprimirla y vio caer unas gotas de agua sobre el querosén helado. Y bueno, ya era noche cerrada y muy a lo lejos los navíos empezaban a hacer sonar sus sirenas impacientes. Se acuclilló ante los espejos fríos y lloró un poquito su desvalimiento, abrazado a sus rodillas artrósicas. Desde lejos las sirenas de los barcos parecían lamentos de cachorros, el gemido de los niños desaparecidos. Esta similitud avivo su entendimiento y corrió abajo a buscar el farol colgante que alumbraba el único aposento habitable de ese faro, y vio que milagrosamente estaba prendido. La noche anterior había bajado la mecha creyendo que como siempre parpadearía un rato y se apagaría solo, estaba medio dormido y por no levantar el tubo se había olvidado de soplar.

-Oiga -dice el titiritero-, pero entonces tenemos un título mucho mejor para la historia. El faro ya le queda grande según viene la mano. Por otra parte El faro suena un poco seco, a fofo, es una palabra que se acaba ahí no más, no se corresponde con el objeto que tiene que designar, con algo que tiene que hacer llegar la luz tan lejos. Es como si la luz se tuviese que quedar siempre dentro del faro. En cambio farol, fíjese usted, a pesar de su aparente humildad en cuanto objeto, suena mucho mejor como palabra, tiene más alcance, esa ele final le da vida a toda la palabra, la prolonga, le da posibilidades de hacer durar un poco más la o, y de quedar vibrando en la ele todavía, y todo el tiempo que uno quiera, como una gran arcada de violín. ¿No le parece? La palabra faro es una de las tantas confusiones que tiene el diccionario. Por favor, Sandra, no, no le agregue una ele. Ponga con letras nuevas:

El farol

-Está bien, la pongo con letras nuevas y encima con mayúsculas. Pero dígame una cosa: ¿no suena eso a farol de los gauchos, ese farol atado a las carretas de los gauchos por las pampas que nada tienen que ver con la historia marítima de un viejito farero?

-Nada de eso. Un gaucho con faroles es una idea perimida. Existió hace mucho en una zamba que cantaba el dúo Magaldi-Noda me parece, y que todo el mundo ha olvidado. Si hoy la escucháramos nos moriríamos de risa. Los falsos folklorismos. La palabra farol está respaldada nada menos que por don Ramón Gómez de la Serna, que le dedicó páginas bellísimas. La idea que yo tengo de Madrid es la que da don Ramón a través de sus faroles.

Y Bidoglio que sale con esto:

-A mí me parece que a esta historia también El farol le queda un poco grande. Un hermano de mi viejo, que era ferroviario, tenía uno de esos faroles para hacer señas a los trenes en el cambio de vías, lo llevaba siempre con él, colgado del cinto. Era solterón, vivía en casa, y cuando salía cada noche para el trabajo mi viejo le decía che, no te olvidés del farolito. Me acuerdo muy bien de ese farol porque en un tiempo en casa no había luz eléctrica y había un alambre que venía del techo, justo para colgarlo sobre la mesa a la hora de la cena, cuando mi tío se iba nos arreglábamos con velas hasta la hora de acostarnos. Tenía un tubo que había que subir para prenderlo, y al bajarlo cerraba a presión protegiéndolo del viento. El aire necesario para que ardiera la mecha entraba por el espacio que quedaba entre el tubo y una caperuza de lata que protegía a la llama de las lluvias. Sin el tubo, podía caber perfectamente en el bolsillo. Algo muy parecido al farol del guardafaro. Además la palabra farol sobre todo después del alcance que le acaba de dar Paredes, designa a los faroles de verdad, que son grandes y brillantes, los faroles de Gómez de la Serna están montados sobre pedestales y parecen estatuas y muchas veces monumentos, y hay desparramados por todo el mundo un montón de faroles prestigiosos, ilustran las postales, salen fotografiados en las guías de turismo. El nuestro es más humilde, cuelga de un techo, alumbra a guardafaros, albañiles y ferroviarios. Además en nuestras tierras no existen los grandes faroles, son copias de los faroles europeos, en fin, yo no diría candil, pero si vamos al caso, ya que candil suena a muy pero muy pobre y además es una palabra árabe...

-Está bien, está bien, no hacen falta más argumentos. Se acabó. Sandra, por favor, tachá El farol y ponele

El farolito

-Podríamos hacer un descansito, ¿no? Me duele la muñeca, este bolígrafo parece que se acaba. Mirá, Rolando, casi la mitad de las hojas, al fin y al cabo tu Diario de a bordo ha servido para algo.

-Lo que está claro, Rolando, es que el éxito que podamos tener ante Contardi con esta historia es muy dudoso. Me parece que se te fue la mano y te reitero que al viejo le da un síncope. Lo degradás demasiado, por poco se te cae de la escalera y se le quiebran las patas. En el fondo te has cagado de risa del guardafaro, que a mí en cambio me parece un viejito muy dulce, muy tierno. No sé, pero creo que lo que le falta a tu historia es esperanza.

-Bueno, he dicho lo que me sugiere la canción. Con este guardafaro uno no sabe bien si reírse o si llorar, qué querés que te diga. Yo he estado moviéndome entre esos dos sentimientos. El que realmente se ha cagado de risa del viejito has sido vos, Bidoglio, nunca te vi tan divertido ni te conocía ese sentido del humor. Estuviste condicionándome la historia todo el tiempo.

-Usted tiene razón, Gordito. En esta historia falta la esperanza.

-Creo -dice Bidoglio- que a la historia hay que llevarla hasta sus últimas consecuencias. Y si el viejito tiene que caerse que se caiga. Todavía no sabemos si pudo prender el faro con el farolito, lo más probable, según van las cosas, es que se le apague antes de llegar a la punta del faro, y entonces no tendrá más remedio que esperar a que se sequen los fósforos. Darle un final feliz con esperanza a este asunto tan turbio de los desaparecidos es forzar las cosas. Hay que ser objetivo aunque le duela a Contardi. Si hablamos de esperanza, para eso tenemos el segundo vals, donde vuelve la hija del viejito guardafaro disipando todas las angustias, vuelve «porque el viejo farero enfermó» dice la letra, vuelve para ocuparse del faro junto a su capitán clarinetista, que se queda amarrado al faro para siempre, condenado para toda la vida a Lucía y a sus sopas de pescado.

-Ese es otro cantar. No tengo idea de la letra del segundo vals. Me atengo a ésta para la historia, y la respeto como si fuese una partitura. Digo lo que dice o sugiere la canción. Si esto no sirve para Contardi es otro asunto.

-Con el perdón de todos -sale el Gordito-, acabo de encontrar el título perfecto y definitivo, y especialmente vos Bidoglio vas a estar muy de acuerdo conmigo. El farolito, a esta altura del partido, está tan perimido como decía recién Paredes del farol de los gauchos de Magaldi. Ese farolito no llega ni a placé, y si estuvo toda a noche prendido lo más probable es que no tenga querosén y la mecha esté quemada. Ese farolito es demasiado grande para nuestra historia. Acá se ha puesto mucho énfasis en las piernas del viejo, que a pesar de la artrosis galopante todavía se da maña para subir o bajar las escaleras. Pero la luz no depende de las piernas; sin fósforos, querido, aunque el viejo tuviera las piernas en perfectas condiciones no llegaba a ninguna parte. Y no voy a proponer lo poco que nos quedaba, o sea El candil, y mucho menos La chispa, que sería demasiado deprimente. Entonces repartiendo las diferencias equitativamente no encuentro otro título mejor que

El fósforo

-Me parece acertado. Será corto de luz pero la palabra es larga de sonido, es esdrújula y agresiva, no sé, tiene su jugo, ¿viste? Y además, en circunstancias como las que hemos visto, el fósforo es la única posibilidad que le queda al viejo para prender su faro.

A todo esto Sandra había desempañado los cristales de la cabina. El mar estaba serenísimo, no llovía, el aire en transparencias; el resplandor del Zampanò llegaba lejos, volvía a hacer calor y nos quitábamos los pulóveres. Bidoglio se recostó otra vez en el taburete y atravesó la cabina con sus piernas. En el aire limpio, las luces del barco en su conjunto alumbraban débilmente el mar pero con la seguridad de un gran farol que se moviese por las aguas.

-A estas alturas -dijo Sandra- debemos estar navegando frente al África o por lo menos llegando a las Canarias. Y si hay costas más o menos próximas, con este aire tan limpio en una de ésas, quién te dice, aparece la luz de un faro de verdad. Podríamos variar un poco el juego y jugar a que buscamos un faro de verdad. Después de todo el viejo Contardi tiene su quitasol para refugiarse cuando se mufa, y nosotros nada. Vamos, Gordito, largá ese crucigrama y vení para este lado, que vamos a desear un faro.

-El crucigrama está muy bueno y los espiritistas me dan risa.

-Vení, hombre, no seas terco -insistió Sandra-. Vamos a concentrar el deseo de todos para encontrar ese dichoso faro, y telepáticamente le vamos a transmitir esa fuerza al viejo que está abajo; si querés ayudarlo de verdad vení a hacer fuerza con nosotros.

Bidoglio ya se había levantado, el Gordito se acercó de mala gana y por fin nos repartimos las tres paredes de vidrio para mirar el mar buscando un faro.

-A concentrarse todos, y por favor con la máxima seriedad que puedan -ordenó el titiritero-. Piensen en las palabras de Contardi, recuerden que los desaparecidos son muertos que vagan en busca de sus fundamentos, de sus partes perdidas para poder salir decentemente de este mundo. Piensen que la especie de conciencia que tienen los desaparecidos no les permite articular palabras ni formar el más elemental de los pensamientos, desconectados de todo en esa oscuridad, y que cualquier ayuda tiene que llegar de afuera, de nosotros por ejemplo. Tenemos que arrimarles un faro para que puedan recuperar su ritmo y decir adiós a este mundo que no les fue propicio. Hay que aprender a mirar, de lo contrario no dejaremos nunca de matarnos. Los desaparecidos (y recuerden que entre ellos hay por lo menos un centenar de niños) necesitan recuperar esas partes de ellos mismos que quedaron interrumpidas y se dispersaron en la oscuridad, armarse como un rompecabezas y morir como Dios manda, eso es lo único que piden, ellos no saben dónde está la vida ni dónde está la muerte, han perdido contacto con la realidad, necesitan ese faro que deslinde.

Se veía que Paredes estaba muy impresionado con las palabras que nos había dicho el viejo en su camarote esa mañana, usaba el tono de Contardi y las decía con la misma exaltación.

Hubo unos minutos de concentración y habló Sandra:

-Puedo entrever formas diferentes del horizonte pero no sabría definirlas. Se mueven.

-Muy bien, Sandra, ya tenemos una base. Trate de no perderlas. ¿Y usted, Toto?

-Veo algo muy parecido a un acantilado -respondió el Gordito-, pero nada más.

-Fantástico. Yo también tengo un acantilado enfrente. Trate de concentrarse un poco más, busque formas sobre las rocas, trate de ubicar una torre aunque sea apagada, si encontramos un faro apagado la luz no tardará en aparecer. ¿Y usted, Bidoglio?

-Formas como las de Sandra, que se mueven. No sé precisarlas. Nada concreto todavía. Qué pasa con Rolando.

-Desgraciadamente, nada más que un horizonte marino.

La cosa duró un rato largo y no pudimos precisar nada. El Gordo empezó a romper el clima:

-Yo creo que el esfuerzo ha sido bueno, y ojalá Contardi haya recibido la energía. Mañana lo intentamos nuevamente. Mejor nos vamos a dormir. En este barco va dormida hasta la brújula y nosotros aquí chupando sal y yodo como idiotas. Los faros, Paredes, no se pueden inventar. Están o no están. Eso es todo.

-¡Miren! -gritó Sandra señalando lo que todos vimos al mismo tiempo- ¡La luz! ¡La luz!

En dirección nor-noreste se había clavado a poca altura sobre el horizonte, una inmensa chispa.

-Es el faro -dijo el titiritero en alegrías que nunca más le vi-. Ahora mismo voy abajo y lo traigo al viejo de una oreja. Y sin soltársela le digo mire bien, eso es un faro, sus muertos no están solos, así que poco a poco vaya olvidándose de los desaparecidos -se entusiasmó el Gordo-. Che Bidoglio, vení, ayudame. Entre los dos podemos subirlo haciéndole la sillita de la reina.

Cuando acabó de hablar, la luz, la chispa, había desaparecido. -¿Qué sería?- se desencantó el titiritero.

Contestó Bidoglio:

-Otro barco, un avión, una reverberación, un plato volador, andá a saber. Un aparato de los rusos o los yanquis, qué sé yo. O la guerra. Cualquiera de esas cosas.

Sandra insistía:

-Es el faro, Paredes, no deje de creer tan rápido. Es cierto que ha sido un parpadeo y nada más. Pero a lo mejor lo están probando, o prendiendo, los faros de hoy no son como los del viejito nuestro, quizá se trate de un fallo en el circuito eléctrico, unos cables que se pelan, los fusibles, un cortocircuito y nada más, de un momento a otro llegan los electricistas y se arregla todo, enseguida aparece la luz otra vez ahí, en ese mismo punto. Vamos, vayan a traer al viejo para que la vea.

-Lo que ha pasado -aseguró el titiritero- es que no supimos mantener la convicción. Cuando vimos esa luz estábamos todos deseando sinceramente mirar un faro que salvase a los desaparecidos, por eso apareció. Jugábamos en serio. Y me parece que al menos en ese sentido voy comprendiendo mejor las opiniones de Contardi. No tuvimos la fuerza suficiente para seguir mirándolo, y entonces el faro desapareció.

-Si aquí hasta los faros desaparecen, entonces lo mejor que podemos hacer -propuso Bidoglio- es llamar a esta historia

El apagón

-Yo no diría eso -refutó el Gordito-. Para mí está claro que esa luz que vimos era de un faro. Del faro nuestro, se comprende, qué otro faro vamos a encontrar en las soledades de este mar que ya parece que no se acaba nunca. La última luz del último faro en su último momento. Ese pobre viejo ya no se controla, no le exijamos más. Dejemos que llegue a la cúpula del faro y que por última vez intente prender su lamparita. Para mí que el viejito esta noche estaba apolillando muy tranquilo, después de comerse él solito una merluza gigantesca con abundante vino, se puso a hacer un solitario mientras se despachaba una botella de ron como quien se olvida de la artrosis. Y estaba muy feliz y en curda acurrucándose en su catre cuando recibió nuestras llamadas telepáticas y se le jodió la cosa. Entonces se levantó de un salto y capujando la primera caja de fósforos que encontró y quebrando peldaños que de madera ya no tenían nada y eran puro esqueleto de caracol vacío llegó como pudo a la punta del faro, no les puedo fallar pensaba el viejo, debe ser que me llama el barco del clarinetista, no sé en qué momento me emborraché y dejé apagar el faro. Pero les juro hijos míos que ahora mismo lo prendo, no hay arrecifes que se escapen de mi luz. Unos friísimos aires australes allá arriba le refrescaron rápidamente la mamúa, y entonces el viejo guardafaro eligió el más seco de sus fósforos, que es como decir el menos húmedo. Lo sopló largamente para quitarle posibles humedades y asegurar el encendido, y cuando se sintió convencido lo raspó. Y bueno, el fósforo, a pesar de la humedad que le quedaba, se prendió. Pero se descabezó casi en el acto. Una humedad reumática persistía en su centro. Esa chispa que vimos era la cabeza del fósforo que alumbró un instante y se apagó. La vimos grande y fuerte gracias a la proyección de los espejos, que por no tener conciencia de nada, como diría Rolando, cumplen a fondo su función. Pero en el tiempo real que tanto despreciamos, el fósforo apenas alcanzó a prenderse y se apagó. Y que me perdonen los presentes, contar cosas no es mi fuerte, pero he tratado hasta donde pude terminar esta historia siguiendo el enrevesado tono de Rolando.

-Según eso -intervino Bidoglio- ya tenemos el título final de esta historia que, está clarísimo, su destinatario Contardi deberá ignorar por lo menos hasta el fin de sus días. Y que quede claro que la culpa no es de nosotros, lo que ocurre es que la letra de esa canción no daba para más. Se hizo lo que se pudo. Pero ninguna cosa que se apaga lo hace en silencio. Siempre hay un sonido, una protesta, algo así como una escupida de desprecio contra lo que no se puede sostener más. No tengo idea del sonido final de los desaparecidos. Pero sé que todas las cosas, salvo las plantas inocentes, cuando desaparecen lo hacen con un ruido. Y desde las lamparitas eléctricas hasta los grandes faros europeos, cuando se apagan hacen clic o fsss. Y en ese caso, para esta historia de nuestro humilde faro yo preferiría, para acabar de una vez con las ilusiones de ese viejo, algo tan drástico y definitivo como un Fsss.

-Me parece correcto -comentó el Gordito-. Ese fósforo final nos engañó, por la proyección ilusoria de los espejos. Pero en la realidad, apenas alcanzó para alumbrar durante un par de momentos las arrugas interminables de la cara del viejito guardafaros. Después, el viejo mismo se quedó en la oscuridad.

-Y tampoco hay que afligirse por eso -dijo más bien para sí el titiritero-. Total el mundo morirá de un apagón.