LA PROPIEDAD
Siendo verdad que todo en la vida para ser regular debe estar ceñido a un orden físico y moral, es necesario confesar que nada más fuera de todo orden de equidad y justicia, que el pretendido derecho de propiedad individual.
Desarticulando anatómicamente la cuestión, principiaremos por sentar la tesis de que los hombres son iguales en naturaleza.
Evidente es, entonces, que los seres humanos son iguales en derecho, y por lo mismo deben también serlo en hecho.
De esto se desprende bastante claro que la propiedad individual debe ser abolida, puesto que da origen a la desigualdad de condiciones.
La naturaleza a quien se evoca siempre con el título de sabia, concede a todos los seres el derecho a la vida por medio de la eterna evolución de la materia.
Preciso fuera negar este principio para desconocer que es igual en todos los seres el derecho de propiedad.
En efecto, el derecho de propiedad se funda en el derecho a la vida, y están ambos estrictamente ligados entre sí, pues tienen relación de medio a fin.
Todo en el mundo está ordenado a la satisfacción de las necesidades y de los fines de la existencia.
Los bienes en que se funda la propiedad individual, no son apropiables.
Lo fueran si sólo descansara el derecho de propiedad en el uso y el abuso de las fuerzas físicas, intelectuales y morales de los individuos.
La propiedad individual constituyose cuando por vez primera germinó el egoísmo en el corazón del hombre.
Durante el período instintivo de la vida de la humanidad el hombre no se distinguía de la especie. Vivía sin conciencia, arrullado por la naturaleza.
Con el transcurso del tiempo, llegó a conocerse y a reputarse una personalidad.
Esto dio por resultado la fatal combinación del conocimiento con el egoísmo y, como consecuencia, la ruptura de la unidad moral entre los humanos.
Desde el principio de los siglos, vemos al propietario representado e impelido por el egoísmo y la fuerza.
Las tradiciones religiosas han hecho perdurables los nombres de Caín y Abel.
Harto expresivo es el significado de estos nombres en el idioma hebreo: Caín, quiere decir propietario, y Abel, pobreza...
Veamos ahora lo que debe entenderse por carácter particular del derecho. Krause, así lo define: el conjunto de las condiciones externas e internas, dependientes de la voluntad y necesarias al desenvolvimiento y cumplimiento del destino, racional, individual y social del hombre y de la humanidad.
A lo que debemos agregar con Ahrens:
«No puede, dice, haber derecho sin una razón, sin un título... Esta razón de derecho o título es general o especial. La razón general del derecho está respecto al hombre en su naturaleza humana, para cuyo desenvolvimiento puede aspirar las condiciones esenciales que le son necesarias; este título general del derecho exige que el hombre encuentre, en medio de la sociedad en que vive, las condiciones primeras y esenciales de existencia y de desarrollo físico e intelectual. El título general del derecho se refiere así a los derechos generales primitivos que resulta inmediatamente de la naturaleza humana... Estos derechos el hombre los posee respecto a todos, es decir, respecto a la sociedad como tal, que debe reconocerlos y garantirlos» -[Derecho Natural].
La propiedad individual se halla, pues, en abierta interposición con el desarrollo de la actividad humana y el progreso moral y material de los pueblos.
La mayor parte de los propietarios del día, se consideran eliminados de pagar su deuda de trabajo a la sociedad.
La esclavitud aún continúa, como en los mejores tiempos de la decadencia intelectual y moral.
Fácil es comprender que si los que poseen grandes propiedades son poderosos, los que nada o poco poseen, son demasiado débiles para dejar de ser esclavos.
Siempre nos han parecido hiriente sarcasmo estas frases tan en boga en la boca de ciertos patrioteros, cuando se producen las guerras internacionales:
¡Ciudadanos -dicen a los proletarios-, es necesario defender la patria!
Y se apresura el andrajoso a ir al campo de batalla a defender el territorio que no es suyo, del cual no tiene siquiera una ínfima parte, a morir asesinando y asesinado por otros entes a él semejantes...
Mentira es la igualdad en una sociedad en que el parásito tiene derecho de vida y muerte sobre el proletario.
El rico no va a la guerra, pero manda al pobre, en calidad de sustituto, a pagar el impuesto de sangre.
Mientras al proletario le resulta improductivo su trabajo, en el cual destruye su organismo, entregado desde niño a dura labor, el propietario o el hijo del propietario, tiene el privilegio de la instrucción y anonada al pobre en el porvenir conquistándose los puestos más lucrativos y las distinciones más honoríficas.
¿Qué es para el pobre la libertad de pensar, si no puede costearse una educación?
¡Y se le cubre todavía de baldón cuando le extravían las pasiones!
El proletario recibe sobre sus espaldas el azote de la justicia si impulsado muchas veces por la necesidad, roba unos cuantos pesos. En vez de invitarlo a la morigeración la prensa aristocrática se expresa de él en tono zumbón y habitual para la desgracia de los infelices.
¡Pero, no robe miles un rico! Ya habrá quien aplauda la bonita jugarreta y no faltarán medios para que escape de la cárcel y vaya a gozar el producido de su industria en nuevos campos de acción...
¿No vemos todos los días lo que pasa en Chile con los asesinatos judiciales?
¿Cuántos menesterosos son constantemente arrastrados al patíbulo, sin que prueba alguna concluyente haya en su contra, sólo porque en conciencia el juez le declara confeso, apoyándose en la ley del 3 de agosto de 1876?
¿Quién ha declarado infalible a ese juez? Generalmente el dinero de la propiedad individual, que le proporcionó instrucción y le instituyó magistrado para mejor consolidar su dominio.
Pero aún se dejan oír más sordos clamores entre los indigentes de Chile.
Volvamos a los campos nuestra vista.
¿Quiénes son allí los jueces y subdelegados? Los ricos.
Los inquilinos son por ellos absorbidos.
Antes que un pleito, cuyas leyes amparadoras no conoce, el inquilino cede su trabajo y aun a veces su patrimonio.
El dueño de la hacienda o fundo da a comisión parte de sus tierras a familias de campesinos. Para explotarlas, el patrón pone los bueyes y la mitad de la semilla. Los demás instrumentos de trabajo y los brazos y gastos de la cosecha corren de cuenta del inquilinaje. Llega el día en que el grano está en limpio, y entonces el propietario se toma el trabajo, bastante desagradable por cierto, de mandar sus carretas para recibir LA MITAD de los productos cosechados por cada familia...
¿Acaso existe ley para los propietarios rurales?
Y si las leyes fuesen aplicables, ¿a quienes aprovecharían? Sólo haremos notar que ellas no son elaboradas ni impuestas por el proletariado.
De aquí la constitución egoísta de la propiedad individual.
Ella ha roto de tal manera la unidad entre los hombres que a su influjo los vínculos morales de la familia tienden a desaparecer por completo.
¡Se discute ante los cadáveres, aún no del todo fríos, las herencias y las donaciones!...
Los hijos, presos de sórdida avaricia, arrastran a sus padres a los tribunales, exigiéndoles en vida el reparto de los usufructuos materiales!...
La más torpe inmoralidad, los más groseros escándalos, presencia la sociedad día a día, sin sobrecogerse.
Los ricos se entregan a encarnizada lucha por lo que sólo de hecho les pertenece.
Los propietarios de Chile, ¿de dónde emanan sus títulos, en qué derechos los fundan?
¿No hace apenas cuatro siglos que los conquistadores españoles, en su mayor parte aventureros, DESPOJARON a los indios de sus tierras y riquezas?
¿Hay algún propietario que honradamente confiese hoy que desciende directamente de los indígenas?...
Las tierras y antiguas riquezas de Chile fueron apropiadas por la violencia y el despojo, y las primeras ciudades se fundaron con la ayuda incondicional de los mismos despojados.
¿Es legal el origen de las propiedades individuales, hay alguna ley arreglada a derecho que pueda proclamar a los propietarios de Chile dueños por moralidad y justicia de todo lo que hoy poseen?...
Porque instituida la herencia en la Ley de Indias y en las posteriores de la república, son hoy propietarios los descendientes de los que bajo las nombradas leyes ayer lo fueron. Y si bien es cierto que después por venta o muerte ha habido traspaso de dominio de esos bienes muebles e inmuebles, esto no es bastante para anular el hecho ilegal de la apropiación hecha en perjuicio de los naturales del país210.
Queda entonces establecido que sólo por un ABUSO de los más indignos carece la mayoría de los chilenos de los bienes que usurpados les tienen los actuales apropiadores.
El derecho natural es terminante al respecto.
«Como la propiedad se refiere a las necesidades ya físicas ya intelectuales que resultan necesariamente del desenvolvimiento de la naturaleza humana -dice un notable sociólogo y jurisconsulto-, la propiedad debe ser considerada como un derecho primitivo y absoluto y no como un derecho incondicional e hipotético. Porque no es necesario además que preceda un acto cualquiera de parte de una persona para adquirir el derecho de propiedad. Está (la propiedad) basada sobre las necesidades del hombre tales como resultan de los diferentes fines racionales a que tiende por su desenvolvimiento. Cada hombre, cualquiera que sea su vocación, el fin a que aspira, bien sea religioso, científico, industrial, etc., debe tener una propiedad proporcionada a sus necesidades, que resultan por una parte, de su naturaleza humana en general y por otra de la vocación particular que ha abrazado. Los límites del derecho propio son también los límites de la propiedad; y como el derecho propio de cada uno se limita al conjunto de condiciones necesarias a su desenvolvimiento físico e intelectual, no puede pretender más que la propiedad que sea suficiente para satisfacer las necesidades que le resultan de su desenvolvimiento. El título de propiedad se constituye así para cada uno por sus necesidades; cuando estas necesidades están satisfechas, y mientras que están satisfechas, el título se extingue por derecho natural».
Igual tributo pagamos todos los seres a la naturaleza.
La vida renace de la muerte, y ya en la tumba el cuerpo del rico no es superior en valer y atributos al del harapiento.
De los cadáveres, de las exhalaciones líquidas o gaseosas, de los residuos fecales, de toda esa materia orgánica con que la naturaleza nutre los cuerpos, las fuerzas naturales de nuevo elaboran y reproducen seres animados.
He ahí el derecho que a la vida tienen todos los pobladores del mundo y del cual emana su indiscutible derecho de propiedad.
No hay argumento que pueda destruir lo que la verdad filosófica y científica se ha encargado de cimentar sobre las bases de la existencia universal.
Tenemos, en consecuencia, que la propiedad individual es inmoral por origen y funesta al desarrollo intelectual de los pueblos y a la armonía que debe reinar entre los individuos. La propiedad individual está en pugna con la igualdad y la libertad a que aspiran los hombres como las naciones, siguiendo los impulsos del progreso.
Más adelante señalaremos los medios de abolir su escandaloso tráfico. En tanto, vamos a terminar este capítulo, trascribiendo antes las hermosas frases que pone en boca del proletario reclamando sus derechos, el elocuente Pedro Leroux:
«Yo extiendo mis miradas sobre los venturosos de la tierra: ¡Cuántas y cuán diferentes clases, guerreras, democráticas, aristocrática...! ¿Quién los reemplaza? Éstos, son hoy día los negociantes que Jesús arrojó del templo. ¿No veis a esos hombres de lucro y de propiedad que luchan con encarnizamiento unos contra otros, especulando sobre su mutua ruina, explotando a los miserables, a quienes bajo el nombre de proletarios los hacen suceder a los esclavos y a los siervos, y a quienes abandonan solitariamente a sus pasiones? ¿Por qué quieren que yo los honre? ¿No me expondría cien veces por una a honrar el fraude, la avaricia y la codicia? Y, ¿por qué, por otra parte, debo yo honrarlos? Ellos no han trabajado sino para sí mismos.
En otro tiempo la sociedad tenía al menos la forma y la apariencia de una familia. Los reyes se decían los padres del pueblo; los sacerdotes eran llamados sus maestros y directores, los nobles se apellidaban los primogénitos o mayores. Fuese cual fuese la suerte que os hubiese tocado, fueseis siervos o los más ignorantes de los hombres, vosotros os hallabais ligados a la familia humana. El honor, como el más rico de todos los metales, circulaba en toda la sociedad y servía de letra de cambio; el más pobre, al rendir honor, tenía por lo mismo derecho a la consideración, porque ese homenaje que él rendía era una riqueza de su alma, que le reconocía aquel a quien vendía ese honor. Hoy no existe entre los hombres otra materia de cambio que el oro, y aquel que de él se halla privado nada tiene para dar a otros, y, por consiguiente, nada podrá recibir. Ya no es, pues, el hombre quien reina sobre el hombre, es el metal quien reina, es la propiedad quien reina: luego es la materia quien reina, es el oro, es la plata; es esa porción de tierra, de lodo, de estiércol lo que ejerce el imperio.
Yo no quiero adorar el becerro de oro, si el alma humana se cría en medio de esa sociedad moderna que le adora. No quiero existir a título de materia ni rendir honor a los que existen con ese título. Yo tuve en otro tiempo una riqueza que por cierto no era materia: yo tuve por riqueza la estimación con la cual podía pagar los trabajos ajenos. A todo hombre que así me sirva en el seno de la sociedad, Rey, noble o clérigo, yo le discerniré esa estimación: le pagaré un tributo de mi admiración: yo le hago el don de amor y así vivo; porque amar bajo todos aspectos, es verdaderamente vivir, y fuera de esto no hay vida. Dadme, pues, mi riqueza».
En vano los sofistas empeñados y los ingenuos partidarios del propietarismo, han respondido a este hombre que reclama su parte integral en el mobiliario actual de la sociedad, que si ellos satisfacen a su pedido, él no sería ciertamente en el primer momento muy rico y vendría a ser luego muy pobre; que su parte sería como en el cuento de Voltaire, de unos cien pesos, y que, mirado todo, le tiene más cuenta el vivir en la sociedad, tal cual se halla que hacerse otorgar la ley agraria.
¡Ah!, sofistas o gente bonachona, nosotros os damos las gracias; vosotros, sin echarlo de ver, arrogáis gran copia de luz sobre esta cuestión que os hiere tanto.
Sí, tenéis razón; cada uno de vosotros será pobre si la tierra y todo eso que compone el mobiliario social, se divide en partes iguales entre todos los hombres.
Tenéis razón, mil veces razón; es la sociedad, es la reunión de los hombres entre sí, es, en fin, la organización la que produce la riqueza.
Sin la sociedad la tierra se cubriría de espinas: sin la sociedad el hombre se volvería muy pronto estúpido y feroz.
El proletario, que se lamenta y que reclama su parte de la heredad común, tiene, pues, necesidad de la sociedad, como vosotros, ricos, la tenéis.
¿Cómo, pues, se plantea la cuestión entre vosotros y el proletario?
Ésta es una cuestión de gobierno, una cuestión de política, al propio tiempo que lo es de economía política.
El os dice: -Yo soy pobre, yo quiero ser rico, puesto que existen ricos. Yo no soy libre, yo quiero ser libre, puesto que existen muchos que son libres.
Vosotros le contestáis: -Tú serás aún pobre y menos libre sin la sociedad.
Entonces él os pregunta: ¿dónde está la sociedad, es decir, dónde está el derecho, donde está la sanción de vuestra riqueza y de su pobreza, de vuestra libertad y de su esclavitud?
Vosotros no le podéis contestar.
Resta, por lo tanto, la consecuencia: ¿por qué los pobres no han de poder tomar el lugar de los ricos?
A esto vosotros no respondáis sino con el hecho: y precisamente este hecho es el punto de la cuestión.
ORGANIZACIÓN SOCIAL Y MISIÓN DE LOS GOBIERNO SEGÚN LOS ECONOMISTAS.
Hemos ya descrito y comprobado que la propiedad en el presente carece de una distribución que esté en armonía con la moral y el derecho.
La economía política establece su base fundamental sobre aquellos privilegios. En efecto, sin la propiedad, tal como está en el día constituida, esta ciencia no podría tener aplicación.
Tal se desprende lógicamente de las doctrinas sustentadas por los más notables economistas. Así lo estatuyen Malthus y Sismonde de Sismondi: Adam Smith en su obra La riqueza de las naciones; en su Tratado, Juan Bautista Say; Droz en su Curso de economía política; en sus Principios John Stuart Mill; Rossi en el Curso de economía política y Enrique Baudrillart en su Manual.
Veamos cómo discurre la escuela economista y las conclusiones a que arriba.
Alonso Martínez, pensador español, con muy claro discernimiento, hace la siguiente exposición, en su Estudio sobre la filosofía del derecho.
«La sociedad es un hecho natural y se mueve como la tierra, en virtud de leyes generales preexistentes; no existe, pues, propiamente hablando, una ciencia social, sino sólo una ciencia económica que estudia el organismo de la sociedad y la manera como ésta funciona.
Los hombres se reúnen obedeciendo al instinto de la sociabilidad. Y, ¿cuál es la razón de ser de este instinto? Las necesidades que se sienten y que les ocasionan goces o sufrimientos, según que las satisfagan o no.
Reunidos por el instinto de la sociabilidad se establece entre ellos, por el impulso de interés, una cierta división del trabajo, seguida necesariamente de cambios, fundándose así una organización, mediante la cual el hombre puede satisfacer sus necesidades mucho más completamente que lo haría si viviera aislado.
El objeto de la sociedad es, por tanto, la satisfacción de las necesidades del hombre; el medio, la división del trabajo y el cambio.
En el número de las necesidades del hombre se cuenta una de una especie particular y que representa un papel inmenso en la historia de la humanidad, la de la seguridad.
Los hombres, ya vivan aislados o en sociedad, están ante todo interesados en conservar su existencia y el fruto de su trabajo; y como el sentimiento de la justicia es débil, y desde el origen del mundo, desde Caín y Abel, se han cometido innumerables atentados contra la vida y la propiedad, de aquí la necesidad de fundar estos establecimientos llamados gobiernos para asegurar a cada uno la posesión pacífica de su persona y de sus bienes».
Demostrada como ha quedado la ninguna injerencia que en la dirección de la sociedad actual tienen los proletarios; careciendo éstos, como carecen, de bienes materiales; dedicados desde la cuna al sepulcro al servicio de los dueños de la propiedad; abatidos no sólo por sus privaciones sino también por la ignorancia y el fanatismo que contribuyen a envilecerles, está demás casi decir que los establecimientos llamados gobiernos nada o bien poco les favorecen.
El Estado, siendo por los monopolizadores de los bienes de la tierra impulsado y dirigido, mantiene el actual orden de cosas, y no es de ruda comprensión que no han de ser los hombres de gobierno quienes se desprendan de su omnímodo poder y de las preferencias que se han creado, absorbiendo las comodidades de la vida.
«En el sistema de la libertad natural -dice Adam Smith-, el soberano no tiene más que tres deberes que cumplir, de alta importancia sin duda, pero en fin tres deberes claros, sencillos y al alcance de las inteligencias más comunes. El primero es defender la sociedad contra los actos de violencia de otras sociedades independientes. El segundo es de proteger en cuanto le sea posible a cada miembro de la sociedad contra la injusticia o la opresión de cualquiera otro de sus conciudadanos, o más claro el deber de establecer la policía y la administración de justicia. El tercero es construir y sostener aquellas obras públicas y las instituciones que el interés privado de uno o de muchos particulares no podría decidirlos a iniciar o sostener, porque nunca las entradas serían bastantes a compensar el gasto que ellas demandasen».
El proletariado, naturalmente que no está de acuerdo con las ilegalidades de hecho establecidas. Luego, contra él va el primero de los deberes del gobierno.
¿Hay justicia más cara que la de Chile? ¿Pueden los obreros pleitear un mes de jornal arrebatado por el patrón, sin que en el curso del juicio tengan que hacer el desembolso de otro tanto como lo que cobran, en derechos y gastos judiciales?...
Bastiat es aún más explícito:
«Basta que el gobierno tenga por instrumento necesario la fuerza, para que sepamos cuáles son los servicios privados que pueden ser legítimamente convertidos en servicios públicos. Éstos son aquellos que tienen por objeto mantener todas las libertades, todas las propiedades y todos los derechos individuales, prevenir los delitos y los crímenes, en una palabra, cuanto concierne a la pública seguridad. Los gobiernos tienen todavía otra misión. En todos los países hay propiedades comunales y bienes cuyo uso corresponde proindiviso a todos los habitantes: tales son los ríos, los lagos, los caminos. Desgraciadamente también todos los Estados tienen deudas. Pertenece a todos los gobiernos administrar esta parte activa y pasiva del dominio público. En fin, de esas atribuciones se deriva una tercera: la de cobrar los impuestos indispensables para costear la ejecución de los servicios públicos. Así: velar por la seguridad pública, administrar el dominio común, percibir las contribuciones; tal es el círculo racional en que deben circunscribirse las atribuciones de los gobiernos».
A estas ingeniosas bases de un gobierno protector, y a su bien combinado método de acción, han respondido los adversarios de la actual capitalización, por intermedio de uno de sus hombres más sobresalientes, Federico Engels:
«El Estado moderno no es más que la organización que se da a sí misma la sociedad burguesa para poner todas las condiciones de la producción capitalista al abrigo, tanto de los ataques de los capitalistas individuales, como de los obreros. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es esencialmente una máquina capitalista, el Estado de los capitalistas, y, por decirlo así, el capitalista colectivo ideal. Mientras más fuerzas productivas acapara, más se trasforma en capitalista colectivo real y más explota a los ciudadanos. Los obreros siguen siendo asalariados, proletarios. La relación capitalista entre explotador y asalariado subsiste todavía; sólo que, llevada al extremo, ha efectuado un cambio. La apropiación por el Estado de las fuerzas productivas, no es la solución del conflicto; pero contiene los elementos de ella.
Esta solución no puede ser otra que el reconocimiento práctico de la naturaleza social de las fuerzas productivas modernas, es decir, igualar los medios de producción, de apropiación y de cambio, con el carácter social de dichos medios. Este fin no se conseguirá hasta que la sociedad, abierta y francamente, no tome posesión de las fuerzas productivas, demasiado poderosas ya para soportar otra dirección que la suya» [Socialismo Utópico y Socialismo Científico].
EL CAPITAL Y EL TRABAJO.
Afirmar, pues, que no existe antagonismo entre lo que hoy es tenido por capital y el trabajo, es decir, algo que está fuera de la razón y de la experiencia positiva.
Por riqueza o bienes se entiende «todo lo que sirve para satisfacer las necesidades y placeres materiales o morales de los hombres».
El capital, ya sea fijo o en circulación, es riqueza.
Riqueza es la tierra y también capital.
De aquí surge de nuevo la anterior cuestión: habiendo la mayor parte de los ricos heredado sus capitales, que sólo de hecho les pertenecen, basta este origen ilegal de su riqueza a constituir el antagonismo entre esos capitalistas y los trabajadores.
Ésta es una espina en la garganta de los poderosos de la tierra...
¿Cómo se produce la riqueza? «Por medio del trabajo del hombre».
Es en tal labor donde la escuela economista cree señalar el seguro derrotero para que el capital, tomado como el principal impulsor, descubra más riquezas.
«Absteniéndonos de reincidir sobre esta cuestión controvertida -dice Baudrillart-, definiremos desde ahora la economía política: la ciencia que tiene por objeto el estudio de la manera cómo se produce la riqueza, se cambia, se distribuye y se consume. Pues como nada de esto se verifica sin trabajo y sin cambio, y como por otra parte estas operaciones y estos cambios no se realizan al acaso, de aquí se sigue que las leyes que presiden el trabajo y el cambio, forman el verdadero campo de la ciencia económica».
Esas leyes, carecen de justiciero espíritu, puesto que afianzan el absoluto predominio del capital sobre el trabajo, que es también capital como en pocas palabras lo vamos a demostrar.
El talento, la capacidad, son capitales: luego, el hombre es también un capital.
Si las herramientas, los edificios, los instrumentos de las industrias, las monedas, las mercancías, etc., forman lo que se llama el capital, ¿con cuánta mayor razón no lo es el hombre, que, siendo también materia productiva, por medio de su talento o capacidad da valor y utilidad al metal, a los árboles, a la tierra?
En nacionalidades como la nuestra, no sólo estas ideas se dejan de tomar en cuenta sino que de una manera franca el capital explota al trabajo.
Trabajo -según Cousin-, «es el desenvolvimiento del poder productivo del hombre, el ejercicio de su fuerza constitutiva».
A lo que debemos agregar que el trabajo es una condición de perfeccionamiento del individuo y de la vida social.
No lo comprenden así la mayor parte de nuestros capitalistas.
El trabajador no tiene garantías. Viviendo, como vive, en medio de una sociedad convencional, no encuentra igualdad en las funciones, apoyo en la desgracia, ni la justa remuneración de sus servicios.
Ejerce la servidumbre de las máquinas o de las herramientas, considerado por los capitalistas sólo como un seguro medio de atesoramiento.
Antiguamente, escribe Luis Blanc, «las corporaciones estaban organizadas de manera que el compañero de hoy fuese propietario mañana; pero desde que los medios de producción se hicieron sociales y se concentraron en manos de los capitalistas, todo esto cambió: el trabajo asalariado, antes la excepción y el complemento, fue la regla y la base de toda la producción; antes ocupación accesoria, ahora acaparó todo el tiempo de trabajo del productor; el asalariado de un día se convirtió en asalariado perpetuo. La separación se había efectuado entre los medios de producción, concentrados en manos de los capitalistas, y los productores, reducidos a no poseer más que su fuerza-trabajo. El antagonismo entre producción social y apropiación capitalista se afirma como antagonismo entre proletarios y burgueses»211.
El derecho del trabajo, la actividad del hombre ejercida para el bien, no es practicado en Chile por la casi totalidad de los hombres de fortuna.
El ocio domina de tal modo a los gomosos de la aristocracia, que viven exclusivamente dedicados a los goces de la gula y del más torpe sensualismo.
Los vicios les impiden adquirir aquellos sólidos conocimientos que se obtienen por medio de un estudio constante y bien dirigido.
Sus naturalezas, corrompidas por lujuriosos desarreglos, sólo resisten la vida de la molicie: ¡en los coches van al paseo y duermen durante largas horas del día para ocultar con el manto de la noche sus nuevas y desastrosas correrías!
En un país abundante de riquezas naturales, como Chile, vemos a los ancianos proletarios, agobiados por el trabajo, sin tener muchas veces una cama en los hospitales donde reposar en las tremendas horas de sus achacosas enfermedades.
¡Y pensar que los dispendios que los ricos de Santiago hacen en sus caballerizas bastarían para proporcionar vestuario, constantes alimentos y medicinas a veinte mil desventurados!...
No sólo existe antagonismo entre capitalistas y trabajadores; más aún, ha llegado a ser una verdad desesperante para el pueblo que los primeros alimentan sus riquezas con las necesidades de los últimos.
Basta que se confabulen unos cuantos ricos, que los representantes de algunas sociedades anónimas lo acuerden, para que se haga la disminución de jornales a los operarios.
El trabajador tiene que optar entre este dilema: vende sus fuerzas por muy poco más que un mal alimento, o abandona la fábrica.
De nada le sirve su anterior contracción, los años de servicios, los músculos debilitados por las pesadas labores y vigilias, los dedos de sus manos rotos por las máquinas o las herramientas. El dilema es terminante.
De este modo, el trabajador es obligado tributario del capitalista.
Con bastante razón dice, pues, Marx en su obra El Capital «La ley que siempre equilibra el progreso y la acumulación del capital y el exceso relativo de población sujeta más sólidamente el trabajo al capital que las cadenas de Vulcano retenían a Prometeo en su roca. Esta ley establece una correlación fatal entre la acumulación del capital y de la miseria, de tal suerte, que acumulación de riqueza en un polo, implica igual acumulación de pobreza, de sufrimientos, de ignorancia, de embrutecimiento, de degradación moral, de esclavitud, en el polo opuesto, y en la clase que produce su propio producto en forma de capital».
¿Se persiste aún en decirnos que el trabajo percibe del capital justa recompensa?
No sucede tal, en Chile al menos.
Muchos millares de trabajadores chilenos, por ejemplo, se ocupan en la industria extractiva, o sea, en el laboreo o extracciones de las minas. El salario que se les designa fluctúa entre dos y ocho pesos diarios, siendo cuatro el término medio.
Pero, ¿perciben esos valores?
Los perciben, sí, nominalmente: en contraseñas o fichas que sólo son admitidas en las tiendas y despachos que el sindicato o el propietario tienen establecidos. ¡Y todavía, son explotados en la calidad de los géneros, en el peso de los artículos y hasta en el subido interés que cobran por dar a las fichas el valor real en metálico!...
¡El precio de la jornada de trabajo y de la mano de obra ha aumentado considerablemente!, -dicen los capitalistas usurarios.
Sí que ha aumentado; pero ese aumento no reporta en beneficio de los trabajadores.
El obrero ocupado en la industria manufacturera que hace diez años ganaba un peso cincuenta centavos de jornal, al cambio de veintiocho peniques, gana ahora tres pesos al cambio de dieciocho peniques. ¡Una miseria!, porque los géneros, las habitaciones y los artículos de primera necesidad, no sólo han duplicado sino triplicado su valor de cotización o arrendamiento.
Así, por ejemplo, y por más que pueril parezca a algunos que aquí lo consignemos, un saco de papas que diez años atrás costaba dos pesos, se obtiene ahora por cuatro; la carne, que sólo valía cinco centavos la libra y el pan, del cual se daban antes ocho por cinco centavos, han sufrido un alza considerable; los huevos de gallinas que antes se compraba uno por dos y medio centavos, se obtiene hoy por ocho centavos, y, para no continuar citando, los frejoles, ese obligado alimento de los menesterosos chilenos, de veinticinco centavos que antes valía al decalitro, cuesta ahora setenta y cinco centavos!...
¿Qué los trabajadores no hacen uso de un derecho al declararse en huelga?
Esta afirmación no sólo carece de verdad, pues también hiere con doble filo a los acaparadores de fortunas.
Ante las imperantes leyes, ¿tienen o no derecho los capitalistas para hacer cesar el trabajo en sus establecimientos?
Que respondan por nosotros los sindicatos salitreros de Tarapacá que, principiando el año 1896, de la noche a la mañana paralizaron la extracción de sus productos, dejando por esto sin pan y sin hogar a millares de trabajadores y sus familias.
Ahora bien: si se creen facultados los capitalistas no sólo para disminuir los salarios sino aun para dejar cesantes sin previo aviso a los operarios, cuando así lo creen conveniente a sus intereses; ¿por qué, con cien veces más razones, no han de tener los obreros el derecho de cobrar el valor en que estiman sus fuerzas y aptitudes, y declararse en huelga, si se muestran tercos los capitalistas?
¿Qué papel representa entonces en el mundo la libertad?...
¿Es que no hay un gobierno encargado de regularizar estas continuas desarmonías? ¿O es que ese gobierno no considera de su misión el propender a la abundancia de la elaboración industrial y al sostenimiento del derecho de trabajo?212
Sí que existe ese gobierno, pero obra, y por desgracia obrará aún mucho tiempo, como parte interesada.
Para significar la acción de los encargados de la seguridad pública, cuando «una otra sociedad» ataca a la sociedad de los capitales, creemos del caso reproducir aquí lo que Le Figaro de París dijo el 1 de mayo de 1890, a propósito de la manifestación socialista obrera, pidiendo la reducción de la jornada de trabajo a ocho horas diarias:
«El corresponsal de un diario húngaro preguntaba recientemente al prefecto qué clase de medidas debían según él adoptarse en Pesth contra la manifestación proyectada.
Aconseje a sus compatriotas -respondió el señor Lozé-, que hagan lo que nosotros haremos, es decir, matarla en la incubación, arrestando primero a los principales promovedores.
El sistema ha dado buenos frutos.
La bolsa ha subido 35 céntimos. Tal ha sido la moral del día».
Que vengan luego los partidarios de Bentham a hablarnos de la aplicación de la escuela utilitaria.
Por más que la fórmula de este sistema subjetivo se extienda al interés general, el utilitarismo es inaplicable de justiciero modo mientras subsista la actual organización del trabajo. Él nos va llevando más rápidamente al abuso y a la desmoralización.
Desde el punto de vista antropológico y moral, ¿acaso hay dos hombres que tengan una misma idea sobre lo que es útil?
El materialista, concordará con el modo de pensar del idealista?...
Tiene aún mucho que evolucionar el mundo social para que lleguemos a hacer que ciertas doctrinas no sólo sean verdaderamente útiles para los usurpadores de la tierra y sus riquezas; esto es, cuando la religión social esté reformada, cuando el espíritu de los hombres esté fijado sobre el bien y las condiciones de una cultura armónica en la sociedad: entonces será llegado el momento de cantar el hossana de la común felicidad.
Pero en tanto, como dice Kant, «el arbitrio de uno no pueda conciliarse con el arbitrio de otro, según una ley general de libertad», debemos, los hombres de trabajo, buscar otro camino que nos ponga en relación con nuestros derechos, sin aguardar nada favorable de la presente organización social y política.
El capital es nuestro vecino, interesado en acrecentarse mediante nuestra debilidad de condición social.
¿Le pediremos un consejo?
¿Tenderemos hacia él los brazos en solicitud de su ayuda?
¿Dimitiremos?......
LAS REFORMAS DEL PORVENIR.
No pocas veces hemos oído murmurar:
¿Cómo es que teniendo este hombre tan avanzadas ideas, en contraposición con el actual orden, de cosas, está afiliado a un partido político que por lo menos acepta como un hecho consumado el predominio de la oligarquía?
Muy sencilla es la respuesta: entre los que estamos convencidos de la bondad de nuestras doctrinas, ¿necesitamos hacer propaganda en favor de ellas?
Más lógico es buscar el campo de acción entre aquellos seres dominados, subyugados aún por las maquiavélicas imposiciones de la oligarquía y de la teocracia.
Allí es donde hay que sembrar en los espíritus la fórmula de asociación del porvenir, de que nos habla Rousseau, «que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno uniéndose a todos, no obedezca por esto más que a sí mismo y quede tan libre como antes».
Bien sabemos que ha menester del transcurso de los años para que la equidad y la justicia en Chile pasen de las palabras escritas a los hechos.
Para alcanzar esta gran reforma moral, menester es una revisión democrática y social, por el pueblo, del código y la Constitución.
Desengañado en breve el proletariado de los falsos halagos de la burguesía, perderá el sumiso respeto que aún tiene por ciertos nombres burgueses, y mirando cara a cara a sus opresores, juzgará con luminoso criterio la ineptitud de éstos y tratará de arrancarles de sus manos el poder público, para restablecer la armonía social.
Una vez esto conseguido, el pueblo será entonces el legislador, y las leyes tenderán a asegurar a todos los seres sus indisputables derechos y a determinarles sus deberes imprescindibles.
¡No puede ser eterna la sujeción y dependencia de los trabajadores, del pueblo, para con los capitalistas y sus aliados!
Día llegará en que los instrumentos de trabajo (las tierras y las máquinas) estén a la disposición de los que, sin codicia ni espíritu de mal entendido lucro, saben cumplir humanitariamente sus deberes.
Esta reorganización social traerá también consigo la extinción del suplicio a que es sometida la infancia, entre los hijos del pueblo, la cual se ve diezmada y empobrecida su constitución física por la obligación del trabajo en la época de sus más activo desarrollo.
Traerá asimismo la completa rehabilitación de la mujer, sexo cuyos derechos permanecen anulados por las actuales instituciones. Libertada de la abyección y la miseria a que la reduce por una parte el engaño impune de los malvados y por otra la inicua explotación de que es víctima en la recompensa del trabajo que rinde en la fábrica o en el taller, la mujer del pueblo no se verá tan a menudo lanzada a la vía del deshonor, y, más libre y dignificada, se bastará para conquistarse un seguro porvenir.
El sentimiento igualitario y confraternal se impondrá al egoísmo de los ricos para con los pobres.
No estará entonces en la conveniencia de los poderosos mantener el embrutecimiento del proletariado. La instrucción obligatoria y libre de engorrosas preocupaciones religiosas, llevará a los espíritus el germen de una nueva vida213.
De continuo propalan los enemigos de la reforma, que los impulsador es de esta nueva combinación social todo tratan de destruirlo.
No tal, señores sofistas. Tenemos muy presente, con la ciencia ética, la recta ordenación de los actos libres, de la cual proviene en ellos la bondad moral.
Y en cuanto al capital y el trabajo, la destrucción que anhelamos no puede ser más justa y humanitaria porque anonada el abuso y restablece la normalidad en los medios y fines de la existencia de los hombres. «Destrúyase el sistema de producción capitalista -dice Engels-, déjese a los medios de producción que funcionen sin tomar la forma de capital, y el absurdo que existe en los hechos se desvanecerá, desaparecerá la crisis y devolverá a la sociedad la posibilidad de vivir».
Nuestra reforma sobre el capital y el trabajo se reduce a completar o más bien dicho a integrar las asociaciones fabriles o manufactureras, agrícolas y comerciales. Exigimos que todos sus miembros participen de ellas por el capital, por el trabajo y por la parte que toman en la constitución e intervención administrativa.
Uno de nuestros más aplaudidos sociólogos, así explica este pensamiento:
«El derecho requiere, por el principio bien entendido de la igualdad y de la dignidad, que todos aquellos que ejercen el mismo cargo social, dedicándose al mismo género de trabajo, estén sometidos en generala un tratamiento igual; la situación de los trabajadores como simples asalariados respecto de los capitalistas y empresarios, sólo responde de este modo muy imperfectamente a la idea de la justicia; siendo estos trabajadores ciertamente accionistas en el verdadero sentido, tanto como los simples capitalistas que se han comprometido por acciones, el derecho debe tender a asegurarles una participación análoga en los productos de una empresa».
¿Qué esto es una utopía, un sueño irrealizable?
El porvenir lo dirá.
Los trabajadores no hacen más que reclamar lo que les pertenece.
El triunfo del mal sobre el bien no prevalecerá.
A medida que la instrucción y el conocimiento de sus derechos va invadiendo a las clases proletarias, más desvalidos segréganse de las opresoras filas de los continuadores del feudalismo. Y es que van llegando a comprender que «toda sociedad basada en la producción de mercancías se caracteriza porque los productores, en vez de determinar sus mutuas relaciones sociales, son dominados por ellas».
¿Por qué no puede también acontecer que la carne de metralla, los soldados, antes que servir de columna a las rencillas de los poderosos y a las miras conquistadoras de los hombres que disponen de los gobiernos de las naciones, depongan sus armas y dejen de representar el triste papel de asesinos a que les condena la actual sociedad, con su insaciable sed de oro y poderío?
Para ello, no tendrían más que abandonar el fusil y tomar una nueva forma de trabajo.
Y esto, aunque se oponga la escuela economista, so pretexto del libre cambio de balas y la renovación del consumo (fenecidos los hombres) por las fuerzas naturales...
Con satisfacción podemos decirlo: en Chile, durante el transcurso de los diez últimos años, se ha venido preparando convenientemente el terreno entre la familia trabajadora para emprender muy luego una potente y bien dirigida campaña en favor de las reformas del porvenir.
Se han establecido sociedades de obreros divididas por gremios, y de obreras sin distinción de ellos, en toda la república.
Las tendencias de estas instituciones se dirigen a los principales fines de la existencia humana. La enseñanza práctica, por conferencias y por libros, de las ciencias, de las artes, del comercio, de las diferentes industrias, de las reformas que deben introducirse en la vida pública y privada, abren halagadores horizontes a las clases trabajadoras.
Y lo que es más digno de tomarse en cuenta, este movimiento regenerador se opera sin que el Estado preste el debido apoyo a los iniciadores y sostenedores de estas instituciones, con indolente falta de sus deberes.
Porque el Estado, al revés de lo conceptuado por la escuela economista, tiene, según Krause, «la misión de mantener todo el desarrollo social en la senda de la justicia, y de asegurar a todos los ramos del destino humano los medios necesarios a su perfección». De este modo el Estado es el mediador del destino individual y social, sin embargo, de no ser más que uno de los órganos principales del vasto organismo social. La sociedad es un todo orgánico, compuesto de diversas instituciones, de las que cada una se refiere a una importante faz de la vida humana, y todas son llamadas, en una época de madurez y armonía social, a constituir una unidad superior, que mantenga a cada una su independencia relativa, y sometiendo todas a una dirección general, para el cumplimiento del destino del hombre y de la humanidad.
La existencia de los parásitos no podrá tener cabida en el porvenir.
Restaurada la armonía social, el CAPITAL será, como lo ES, sólo UN INSTRUMENTO DE TRABAJO.
No producirán los más para beneficio de unos pocos.
Es obligación de todos los hombres trabajar según sus fuerzas y aptitudes.
Una vez recargadas por el Estado con un fuerte aumento de derechos las herencias de sucesiones directas, y suprimidas las herencias colaterales, muchos millones engrosarían los fondos del Estado, poniéndole en situación de dar más amplitud a la misión de que está encargado.
La supresión de las herencias colaterales, lo exigen la moralidad privada y pública. ¿Cuántos litigios ocasionan estas herencias que se tornan más tarde en opresores capitales? ¿No sucede constantemente que el heredero ni aún conoció al difunto, obligado legatario? ¿Qué podrá más en el corazón del heredero de ocasión, el amor filial o la codicia?...
¡Cuán diferentes resultados darían esas riquezas empleadas, por ejemplo, en la instalación y sostenimiento de escuelas profesionales, en que los jóvenes, ya instruidos, aprendieran por vocación el desempeño de un arte industrial!
¡Cuánta miseria redimida! ¡Qué tremendo caos dominado por la luz de la civilización!...
Pueden, en suma, nuestros impugnadores, decirnos lo que quieran de la bondad del capital, al presente, en su relación con el trabajo.
Admitimos las excepciones de que hay muchos honrados capitalistas; ¡pero la mayoría, la inmensa mayoría, la constituyen una sucesión de famélicos haraganes!
Parodiando a San Simón, podemos, sobre estos últimos y sus allegados -poniendo a su frente los hombres que desprecian-, hacer este significativo parangón:
Si por una desgracia Chile perdiera mañana sus quinientos primeros capitalistas; en obispos, arzobispos, canónigos, etc., cien de su prelados; cien de sus mejores jefes militares; cien de sus más expertos magistrados judiciales; cien de sus más hábiles diplomáticos; cien de sus más versados intendentes, gobernadores y altos empleados de la administración, etc., etc.: ¿sería esto para el país una desgracia irreparable?
Creemos que no faltarían herederos que pudieran, quizá con mejores aptitudes, y de muy buena gana, por cierto, ocupar el lugar de los capitalistas; astutos curas de aldea que quisieran colocarse la mitra; espléndidos oficiales que servirían aventajadamente como jefes del ejército y armada; hábiles abogados que pudieran ocupar el lugar de los magistrados judiciales, y, en fin, no pocos ciudadanos capaces de dar lecciones a nuestros actuales diplomáticos y gobernantes.
Si, por la inversa, perdiera mañana Chile quinientos de sus más útiles obreros e industriales no usureros, y cien de sus mejores arquitectos, escritores, educacionistas, físicos, pintores, ingenieros, escultores, etc., etc.: ¿merecería considerarse este accidente como un duelo nacional? ¿Podríase, como a los anteriores, en un día reemplazarse a aquellos hombres, dignos de gloria, por miles de sacrificios preparados para ser los más productores y los que más directamente contribuyen a la prosperidad de su patria?...
¡No obstante, hay seres que no quieren darse por desengañados de que el capital será verdaderamente útil al progreso y bienestar de la humanidad, cuando esté dirigido por el esforzado empuje de los hombres de trabajo!
Víctor J. Arellano
Al emprender el trabajo de esta memoria de prueba no trepidamos en la elección de la materia que habíamos de desarrollar.
Veíamos una serie de cuestiones, de esas llamadas sociales, en las que hasta ahora poco se ha pensado entre nosotros y que tarde o temprano tendrán que imponerse, porque a ello conduce la tendencia moderna universal y porque estos asuntos presentan en Chile un carácter muy especial que contribuye no poco a dificultar la solución.
Ese carácter se lo da la organización política, junto con la organización social. En virtud de aquélla tenemos una democracia absolutísima que dispone del gobierno por el hecho de que los ciudadanos sepan copiar, en último término, unas dos líneas de nuestra Carta Fundamental; y frente a esta democracia se encuentra una verdadera aristocracia, no fundada en la sangre, que nuestro siglo ha barrido con ella, sino una aristocracia basada en la propiedad raíz, que como es bien sabido está radicada en muy pocas manos. De manera que el derecho político no está, ni con mucho, en proporción con lo que podríamos llamar el derecho (poder o influencia social) que se ejercita cotidianamente en las relaciones de los ricos para con los pobres. En virtud de esta organización no sería raro que algún día se presentara un verdadero conflicto que reducido a una fórmula sencilla podría manifestarse de este modo: la lucha de una democracia política omnipotente por equiparar su condición social a su derecho político.
Se dirá que son cosas de orden muy diferentes, pero la práctica ha demostrado que no lo son y que a medida que se infunden al pueblo mayores facultades públicas, surgen en su pecho mayores ambiciones sociales; y es natural que así sea porque es la propensión del corazón humano ir siempre avanzando y anhelando más y más.
Pretender poner una valla de separación entre la facultad política y la social nos parece imposible; una y otra se entrelazan íntimamente, de manera que otorgada aquella, luego nace el deseo de acrecentar esta última.
¿Es esto un mal de nuestros tiempos? No lo creemos; antes, por el contrario, bien dirigido este movimiento democrático es saludable y útil al país; por otra parte, la restricción del sufragio, a más de ser peligrosa y difícil encontrar hombres que la propongan, es un remedio inoportuno e ineficaz.
El pueblo de ahora no es el de antaño, el obrero, y acaso el campesino, han llenado su cabeza con ideas que están muy lejos de propender al mejoramiento de su condición social, basándose en el respeto al orden establecido.
El movimiento popular chileno presenta muchos caracteres que lo hacen asemejarse al movimiento obrero de Europa.
¿Y qué tiene de extraño cuando las ideas se propagan con una rapidez increíble, cuando hay escritores y oradores nacionales que se encargan de divulgar las teorías y doctrinas de los trastornadores de la sociedad moderna?
Pretender solucionar el problema, pues, con la restricción del derecho político es inoportuno, porque ese derecho ya se ha arraigado en la índole nacional; quisiéramos decir también que se ha inscrito en el Libro de Entradas del ciudadano, pero tememos que se nos tache de exagerados...
La eficacia de un medicamento es tanto mayor cuanto él ataca con mayor energía la causa del mal; por eso para buscar ese remedio permítasenos que analicemos brevemente lo que podría llamarse la cuestión social chilena.
Pero, antes de todo, ¿hay realmente una verdadera cuestión?
Si se consideran los hechos ruidosos, los movimientos violentos con que suele manifestarse en otras partes, quizá podría decirse que entre nosotros no existe una Cuestión Social. Y decimos quizá, porque quien recuerda la huelga de los tranvías hace algunos años, los meetings y proclamas, los periódicos y clubes que en los últimos han hecho su aparición, ciego sería si en todas esas manifestaciones de la actividad obrera no percibiera que por el interior del pueblo empieza a circular algo que no es síntoma de bienestar.
Todo esto no es sino pequeñas erupciones de un fermento que bulle oculto en los talleres y en las sociedades obreras de mala índole.
El que haya tenido ocasión de acercarse a la clase obrera, principalmente a la de las ciudades principales, y si ha podido penetrar un poco en su interior, habrá alcanzado a notar que el carácter del obrero ha variado mucho, que su natural apacible y afectuoso ha desaparecido y que en su fondo hay cierta amargura; seamos francos porque lo hemos escuchado más de una vez, empieza ya a germinar cierto odio al rico.
Si a esto se añade la propaganda de las malas ideas, ya por extranjeros inmigrantes, ya por nacionales deseosos de adquirir popularidad a costa de la propia patria y se agrega el descreimiento religioso y la facilidad que, con la difusión de la instrucción, hay para imponerse de las ideas antisociales que proclaman los socialistas de otros países, no podrá negarse que el terreno está preparado para que germine la mala semilla.
¿Se puede decir que hay una cuestión social? Creemos que empieza a nacer y que es momento de pensar atacarla en su cuna, antes que tome mayores proporciones. Decir que no existe es engañare voluntariamente, es alucinarse como se alucinan los parientes de un enfermo que no quieren ver el cáncer que consume la existencia del ser querido.
Pero el mal no ha llegado aquí como planta exótica, traída por las doctrinas de Karl Marx y, por ejemplo, de los socialistas en acción, ni reconoce como única causa la corrupción del pueblo.
Es necesario, aunque sea poco halagador decirlo, que a esto han contribuido las altas clases sociales que han olvidado mucho las obligaciones que como patrones tienen para con sus dependientes; y por desgracia la economía política ha concurrido, con su utilitaria doctrina sobre la naturaleza del trabajo, a dar cierto alivio científico a las conciencias de los arrendatarios de servicio, empleando un término jurídico.
Esa misma utilitaria doctrina ha influido en los códigos modernos, en los cuales se nota un gran vacío en materia de protección al trabajo.
Los padres de la economía política, Adam Smith214, Juan Bautista Say215, enseñaron «que el trabajo es una mercadería que se compra y se vende, como cualquier otro objeto» de manera que pagado su precio, el salario y fijado éste por la pura ley de la oferta y del pedido, ha satisfecho ya el patrono la parte que le correspondía en el contrato.
No pretendemos en esta Introducción demostrar el origen de este criterio, pues nos llevaría muy lejos y saldríamos del estrecho marco en que nos hemos colocado; pero sí debemos hacer notar que esta enseñanza ha dominado por muchos años en la doctrina económica y organizado el régimen del trabajo apoyado en un principio falso, cual es el que la labor humana es algo puramente material.
Es necesario reaccionar, primero porque la doctrina es inmoral, anticristiana y segundo, porque ha producido malos resultados.
La economía política es antes que todo una ciencia moral y en demostrarlo ocupan buenas páginas los tratadistas; y siendo esto así, ¿cómo se puede sostener que el trabajo del hombre es una simple mercadería?
Parangonar el hombre a una máquina que produce fuerza (trabajo) es la inmoralidad mayor que darse puede; es olvidar, es desconocer, es negar la propia naturaleza, es volver al vetusto principio: Homo, homini lupus. El hombre es siempre hombre en cualquier circunstancia de la vida y sus derechos deben ser reconocidos con la generosidad del que dijo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo»; de aquí pues que el empresario de obra debe considerar que en el trabajo tiene siempre delante un ser racional, al que le ligan vínculos de protección y de quien no debe exigir cosa alguna que viole sus personales derechos y por quien debe velar cual corresponde al título que lleva, el de Patrón.
La economía política ha descuidado la circunstancia moral del contrato de trabajo; ha reparado en la producción material del sujeto humano, pero no en la condición espiritual de dicho sujeto; ha hecho, pues un estudio incompleto, por que en el hombre, sobre todo en las ciencias sociales, no se puede separar sin peligro de errar lo moral-espiritual de lo material-real.
Dígase que el trabajo es sólo una mercadería y dedúzcanse las consecuencias que de ello se desprenden y se tendrá como resultado el entronizamiento del egoísmo más absoluto en el régimen de la labor humana.
La economía política ha comprendido sus yerros no sólo porque los socialistas,216 deseosos de buscar argumentos científicos a sus teorías demoledoras, han fundado gran parte de sus raciocinios en las doctrinas de Smith y sobre todo en las de Ricardo, sino porque se han convencido de que «las leyes sociales que determinan el salario del obrero no son las mismas que regulan el cambio de las mercaderías»217 por los resultados tan fatales que, como era natural, han producido esos principios; y ahora se nota una gran reacción en el sentido de considerar la economía, no tanto en su concepto puramente material, sino armonizándola con las enseñanzas morales a fin de que sea realmente una ciencia social, de orden y de armonía en las sociedades.
Se decía que con la libertad se arreglaría todo y últimamente anda de boca en boca la frase de un gran político europeo: «los males de la libertad, con ella misma se curan»; y a pesar de esas declaraciones ha seguido rigiendo el trabajo el mismo utilitarismo de antaño.
¿Cómo se puede sostener que haya absoluta libertad para que ingresen los niños a los talleres a recibir los malos ejemplos y peores enseñanzas que obreros envejecidos en el vicio les inyectan desde su más tierna edad?
¿Acaso no es el niño planta de conservatorio doméstico que crece al calor del amor materno, de cuyo fuego sólo puede salir para colocarlo en otro invernadero recalentado por el amor del maestro, la escuela?
Entregar la planta al aire libre es exponerla a que se marchite y se pudra antes que crezca.
¿Cabe indiferencia al considerar la situación de la mujer en la industria?, ¿se le puede abandonar en cualquiera circunstancia a su pleno albedrío?, ¿es ella libre de exponer a la muerte al nuevo ser que en sus entrañas oculta?
El obrero que padece un accidente por causa del trabajo mismo, sin responsabilidad propia, ni de su patrono, ¿puede quedar entregado en manos de la Providencia divina, y de esa otra humana, que se llama Estado, sin que la persona en cuyo servicio ha sufrido le deba indemnización de ningún género?
Se dirá que esto es un ataque a la libertad y nosotros respondemos que son soluciones de libertad porque la libertad, es orden, no confusión, es tranquilidad, no revuelta; y tal como se la ha considerado por la ciencia económica pura, la llamada economía clásica u ortodoxa, la libertad ha perturbado la armonía del taller y traído por consecuencia las graves dificultades entre patrones y obreros; hizo olvidar en aquellos los deberes que en otro tiempo practicaban en sus talleres para que en ellos reinase el respeto debido; y si les aconseja velar por la moralidad, no lo hace en consideración a un principio de orden social o de conciencia, sino en cuanto tal o cual procedimiento les redundará en beneficio propio: la utilidad puede ser un aliciente más o menos poderoso, pero jamás el fundamento de un régimen moral. Ni más ni menos que aquel filósofo del siglo VIII, que enseñando el código de la naturaleza, decía que la virtud no era más que el egoísmo en grande escala.
Si estas doctrinas hubieran quedado consignadas en las páginas de los libros de sus autores solamente, el asunto podría dar a lo más materia para un estudio filosófico, pero las doctrinas económicas influyen poderosamente en los hábitos sociales y en el legislación, así es que el estudio de la naturaleza de las relaciones del régimen del trabajo tiene un gran alcance social y legislativo; la prueba es que nuestra legislación civil del contrato de arrendamiento de servicios, dictada en época ya lejana y en la que no se trataba de estos asuntos sociales, es bien distinta, por ejemplo, de la del código de minería en materia idéntica, en el cual se nota ya alguna preocupación por el bienestar del obrero.
Aún vivimos nosotros deslumbrados por aquella mágica voz que movió a todo un pueblo no sólo en el sentido político, sino en todos los órdenes de la actividad humana y olvidamos que la libertad que movió a la Francia del siglo XVIII reposaba en un principio falso y abstracto: el dogma de la bondad natural, inventado por el autor del Emilio.
Mas, si ese fundamento es tan débil y fácil de destruir, ¡cómo pretender cimentar el régimen de la sociedad moderna en una abstracción, que tan fácilmente cede a la realidad!
Muchos temen entrar a buscar soluciones a los problemas sociales fuera de la libertad por temor de que se les califique de socialistas e ignorantes o anticientíficos.
A lo primero sólo diremos, por ahora, que según eso el principal entre tales socialistas es León XIII218, cuyas enseñanzas en materias sociales están bien lejos de descansar en el puro albedrío del individuo.
En cuanto a lo segundo recordaremos que no son ignorantes los Le Play, Périn, Dunoyer, Stourm y demás notabilidades de la economía social que han enseñado que la libertad no basta y que es necesario restablecer los preceptos económicos del decálogo y en materia de relaciones entre patrones y obreros, que es preciso reconstituir el patronato cristiano. Es digno de notarse que autores de otra escuela económica, como P. Leroy Beaulieu219, han entrado por estas consideraciones patronales.
Es preciso no detenerse en un sendero recto porque haya ignorantes, o mal intencionados que intenten desviar la dirección del caminante, asustándolo con fantasmas que lo dejan en la inacción.
Los problemas sociales exigen una solución; dejarse estar esperando que el tiempo, que las circunstancias, en fin, que la libertad todo lo subsanará, es contraproducente; más tarde, después quizá, mucho de lo que ahora puede hacerse trayendo bienestar y seguridad a las clases populares, junto con una amistad y hasta afección por los que se lo han concedido, es decir, por las clases dirigentes, será exigido por medios más o menos enérgicos que no harán sino dificultar la aproximación de los ricos con los pobres y viceversa, cavando más y más la fosa de separación. La oportunidad, decían los romanos, tiene cabellos por la frente y es necesario cogerla antes que se escape.
Se ha hecho a los códigos modernos un cargo no desprovisto enteramente de razón y es el que ellos han desatendido casi por completo los intereses populares para formar un derecho civil especial para las clases dirigentes.
No se nos ocultan las razones que hay para rebatir esa impugnación, principalmente la que tiene mayor alcance, cual es la de que los códigos no tienen, a fuer de basados en la igualdad civil, que hacer distinción entre ricos y pobres: para la ley, como para la justicia, la condición jurídica de ambos es exacta.
Ello es cierto en teoría; pero en la realidad las cosas pasan de distinto modo, porque el derecho no alcanza de la misma manera a unos y otros. Mientras que el rico usa del derecho civil casi todos los días en las transacciones, contratos, sucesiones, etc., etc., el pobre no lo hace; de modo que la mayor parte de los códigos no le llegan sino en rarísimos casos. Para el pobre, en materia de ley del orden práctico -no hablamos de las que tratan del orden familiar, ni de la condición civil-, la principal es la que trate del trabajo, pues en él está su vida y todo su ser; no le es menos importante la que le garantice la propiedad de su hogar, en una palabra, aquellas leyes que León Say ha llamado Leyes sociales, las cuales han sido generalmente olvidadas en los códigos que, es preciso reconocerlo, han reposado en un individualismo exagerado que ha contribuido no poco a arraigar en los hábitos sociales y en la conciencia de los poderosos el principio del yo.
En esto no hay por qué culpar a los autores del Código Civil, pues en ese tiempo no estaba planteado en el mundo, como lo está ahora, el problema obrero y además porque sus autores fiaron mucho en la tradición de las buenas y afectuosas relaciones entre patrones y empleados y entre empleados y patrones, las que hoy día empiezan a enfriarse y, dicho sea de paso, se enfrían en el peor momento que puede darse.
Las leyes, pues, deben preocuparse algo más de los intereses de las clases populares, procurando mejorar la situación jurídica de los pobres y junto con ello aliviar su condición social.
En esta memoria pretendemos contribuir a la resolución de ese problema jurídico-social, esperanzados únicamente con que este modesto trabajo haya de servir para que otros, con mayores conocimientos y experiencia, lo resuelvan.
No se busque en las páginas que siguen un análisis metódico, una ilación sistemática, es un conjunto de estudios independientes entre sí, pero unidos por una idea común, la de que en todos ellos se procura encontrar una solución a la llamada «cuestión social», que, Dios quiera, podamos evitar en Chile.
Importancia social de ambas. ¿Las personas jurídicas son seres ficticios o morales? Origen histórico del criterio jurídico. El fantasma de las manos-muertas. Lo que dice un gran escritor.
Uno de los asuntos que más relación tiene con la llamada cuestión social es el que trata nuestro Código en el título XXXIII del libro I, en el cual se regula la existencia de dos poderosos elementos de acción: la corporación y la fundación de beneficencia pública.
En la primera encuentra el hombre en general, y en especial los pobres de naturaleza superior, aquellos que desean valerse por sí mismos, con el esfuerzo de sus propias fuerzas y de las de sus demás compañeros de condición social; encuentra, decimos, el medio por excelencia para mejorar su estado, realizando aquel gran principio: ¡Ayúdate a ti mismo, self help!
Con la fundación de beneficencia, la caridad, el vínculo más poderoso de relaciones entre los que tienen y los que nada poseen, crece y multiplica sus beneficios para con los menesterosos a quienes les abre las puertas de los hospitales, las salas de las escuelas, les facilita la adquisición de moradas higiénicas, etc., etcétera.
La fundación es la garantía de la permanencia de la caridad: es la caridad de ultratumba, es la perpetuidad de la parte más noble de nuestro ser, el corazón.
El mejoramiento de la situación económica de las clases populares debe venir por dos conductos, por el apoyo mutuo de los pobres y por la asistencia de los ricos. El primero es tal vez más notable y elevado, porque ha sido construido por el esfuerzo individual, es el resultado de un sentimiento de dignidad conseguido a costa de verdaderos sacrificios y privaciones: la cooperación o socorro mutuo, es un buen síntoma del esfuerzo de la clase obrera de un país, pero, por lo mismo que se obtiene luchando, es patrimonio de los obreros de cierta superioridad, en especial de aquellos que tienen más noción de la dignidad humana y de lo que puede el hombre con su esfuerzo propio, sin necesidad de recurrir al auxilio ajeno.
Mas hay otros pobres cuya vida se sostiene difícilmente, a quienes les faltan casi los medios de subsistencia, dominados y avasallados por una ignorancia absoluta que les embota su pensamiento, los cuales no tienen elementos para formar parte de una asociación de socorros mutuos o cooperativa; a éstos auxilia con preferencia la fundación, les tiende la mano y los estrecha con ternura, aunque los beneficios de esta última alcanzan también a los primeros, pero en una forma bastante distinta, como que se trata de ayudar a gente que se vale por sí misma y no a menesterosos de la ínfima línea de la sociedad.
Son, pues, la corporación y la fundación dos poderosísimas fuerzas para conseguir un mejoramiento de la condición social y económica de las clases populares.
Por desgracia, ni aquella se ha desarrollado puramente en beneficio de los pobres, pues ellos mismos la han desacreditado con sus sociedades socialistas, ni la fundación ha vivido de esa vida independiente que la hizo brillar durante la Edad Media y producir tan notables resultados.
Importa, en consecuencia, muchísimo estudiar esos elementos de acción y ver si en nuestro Código Civil están constituidos de una manera adecuada para prestar los servicios sociales que de ellos se esperan.
La vida del derecho es realizada por dos clases de personas: las naturales y las jurídicas.
De las primeras nada tenemos que decir; mas en cuanto a las segundas es preciso analizar, brevemente siquiera, su constitución esencial para saber el criterio que deba aplicarse en la resolución de las diversas dificultades que ellas han originado.
Eliminemos desde luego, y para aclarar la materia, las llamadas personas jurídicas de derecho público, sea éste del Estado o de la Iglesia, las cuales deben su existencia a diferentes causas, históricas unas, legales otras, pero todas ellas resultado del desarrollo de la persona del Estado, o de la Iglesia, las cuales son regidas por leyes especiales, o por el derecho público general.
De éstas no tratamos; nuestras observaciones se dirigirán a las personas jurídicas de derecho privado.
Esta clase de seres provienen, en último término, de dos causas negativas: la debilidad de nuestra naturaleza, o sea, la reducción de nuestras facultades individuales y la brevedad de nuestra vida.
La primera engendra las corporaciones, la última ha hecho necesaria la fundación.
Si el hombre fuese un ser al que nada le faltare y el poder de su acción alcanzase a los deseos de su voluntad, la asociación sería motivada por razones de sociabilidad; pero el principal ascentivo [sic]220 del espíritu de cuerpo es conseguir un gran resultado en compañía de otros hombres, aunando sus fuerzas y haciéndolas converger a un punto determinado, de manera que el poder en acción sea la resultante de una suma de esfuerzos parciales, más o menos débiles, pero que unidos son capaces de desarrollar una fuerza colosal.
Más adelante procuraremos ampliar lo dicho.
Así como la corporación es remedio contra la debilidad, la fundación lo es contra la extinción de las obras humanas por la muerte de los que las ejecutaron, a fin de que puedan subsistir alimentadas por un poder que casi podríamos llamar de ultratumba: son los estatutos dictados por el fundador y los medios asignados para que la fundación realice su objeto.
Según esto, las personas dichas son originadas por el desarrollo de nuestra propia personalidad que busca el cumplimiento de su naturaleza y la satisfacción de sus imperecederos deseos en la compañía de sus congéneres y en la perpetuidad de sus obras; de modo, pues que estos seres son propia y exclusivamente del orden individual, de los individuos considerados en sí mismos, sin relación a la sociedad política en que viven.
¿Las corporaciones y las fundaciones son personas? Ocioso parece responder cuando tenemos delante la tradición universal de casi todos los pueblos cultos que las ha considerado como tales: es una verdad de consentimiento general y demostrándolo está el lenguaje común, manifestación de las ideas corrientes, el cual siempre ha personificado a esas entidades atribuyéndoles derechos, exigiéndoles obligaciones y tributándoles reales y verdaderos honores.
Pothier consideró a esos seres veluti personas sustinent, como personas y esto nos induce a preguntar de nuevo, ¿son las corporaciones y fundaciones, como personas, o lo son realmente?
No es ésta una cuestión de palabras, como a primera vista podría creerse, es cuestión tan esencial que de su resolución depende todo el problema.
Si la corporación o fundación es verdadera persona, la ley debe reconocerla; si por el contrario se la considera como persona solamente, la ley entra en el terreno de las apreciaciones y, ¡cuán diferente será la condición de dichos organismos en uno y otro caso!
El ser de estos organismos no es algo ficticio, es algo real; la corporación como la fundación tienen una verdadera existencia personal, porque en ambas, aunque bajo diferentes aspectos, se desarrolla una parte de nuestra personalidad; no es que la corporación o fundación se personifiquen en la materia misma, como sería la personificación de un hospital o de una universidad, pues en tal caso habría motivo para decir que algunos de estos organismos son como personas, sino que son verdaderas personas en cuanto representan parte de muchos derechos individuales.
En todo esto no podemos negar que hay una abstracción y que la persona jurídica existe formada por el desarrollo de la personalidad humana, sin que ésta pierda parte alguna de su propio ser, antes por el contrario, perfeccionándose con ese nuevo atributo. Pero en lo que no puede convenirse es en que al nuevo ser se le considere como algo ficticio, porque ello pugna con la realidad, con la tradición universal y con el derecho que tienen los individuos a que las corporaciones y las fundaciones que ellos establezcan se las reconozcan en toda su fuerza, en su personalidad jurídica.
Es evidente que este atributo no es el de la personalidad física, es el de la personalidad llamada moral, que es real como el ser del Estado, de la Iglesia, de las cámaras, de las municipalidades, etcétera.
¿A quién se le ocurriría decir que tales entidades son seres ficticios y no verdaderos seres, o personas morales del orden público?
Del mismo modo debe decirse de las fundaciones y corporaciones; pregúntese a los miembros de una corporación, o al fundador de una fundación de beneficencia si aquella o ésta no son personas reales, no del orden físico, pero sí del orden moral, no del orden público, sí del privado, y se verá si hay alguno que sostenga que tales seres no son verdaderas realidades creadas por el derecho individual.
No habíamos hecho esta digresión si a la palabra ficticia con que se califica a la persona jurídica se le hubiese dado un significado en contraposición a persona física; mas no es esa la inteligencia que legisladores y juristas le han asignado, pues ellos han negado, con tal calificativo, la facultad del individuo para constituir como verdadera persona de derecho a las fundaciones y corporaciones y han atribuido solamente esta facultad al poder supremo.
Desde luego, podemos anticipar que con semejante intervención se confunde el orden público, a cuyo cuidado está el poder supremo, con el orden privado, que pertenece al individuo exclusivamente, salvo el caso de violación de derechos de terceros en que interviene el poder judicial, o de atentado contra el organismo político, o ser del Estado, en cuyo caso debe intervenir la autoridad suprema.
A cada poder corresponde su esfera de acción, ambos independientes, pero subordinado en caso necesario el derecho privado, al público; caso que sólo se presenta cuando hay extralimitación y abuso de aquél, o cuando el bien del Estado lo requiere, que es lo excepcional.
En principio, pues, el orden privado es independiente del poder supremo; de manera que cuando el individuo no extralimita su propio derecho privado, debe permitírsele obrar libremente y reconocerle la ley, con su eficaz sanción, el ejercicio de dicha facultad.
Así lo ha entendido el legislador al hablar de la sociedad civil cuya personería jurídica reconoce por el hecho de otorgarse el contrato de sociedad (Art. 2053).
¿Por qué no hizo lo mismo con las corporaciones y fundaciones del título XXXIII del libro I?
Responderemos a esta pregunta al tratar separadamente de unas y otras.
Durante muchos siglos el espíritu de corporación y de fundación constituyó uno de los elementos esencialísimos, casi diríamos característicos de la sociedad; las grandes corporaciones y fundaciones de la Edad Media fueron las principales fuerzas que movieron el mundo de entonces; mas cuando en los estertores del pasado siglo se produjo aquella gran revolución de ideas que cambió por completo los fundamentos en que descansaba la constitución social de los países, fue también necesario concluir con aquellas instituciones que los ideólogos de esos tiempos juzgaron contrarias al nuevo régimen que se deseaba establecer.
Encontraron las corporaciones religiosas, los gremios y las fundaciones de beneficencia que denominaron en general manos muertas, título con que hasta ahora son conocidas; y como ni la religión era necesaria y la beneficencia debía ser hecha por el Estado y el trabajo debía ser libre, fue indispensable suprimir todas esas instituciones. De las congregaciones religiosas se dijo que «estaban fuera de la sociedad y que eran contrarias al espíritu público»221 y en consecuencia fueron suprimidas porque la libertad así lo exigía.
Los gremios, o sea, las corporaciones de maestros y aprendices obreros, en los que la clase pobre de esa época encontraba constante trabajo y decidida protección en las diversas circunstancias de la vida, se habían convertido en cuerpos estrechos y habían llegado a cometer verdaderas ridiculeces como ser la de prescribir el número de hilos que debieran tener los tejidos, la destrucción de los que no los tenían completos, la de fijar las horas en que los maestros fruteros podían comprar sus frutas222 y mil otras reglamentaciones rayanas en lo absurdo. Los legisladores de esa época se impresionaron con la parte dañada de estas corporaciones; pero no vieron, o mejor dicho, no quisieron, ver la obra benéfica que, en la asociación obrera de la época, el gremio, se llevaba a efecto en tan grandes proporciones.
Siguieron observando y llegaron a las fundaciones en cuyas manos encontraron inmortalizadas enormes propiedades que pertenecían a la nación, como entonces se decía y secularizaron esos bienes.
Las manos-muertas eran, pues, contrarias al pueblo y debían desaparecer; ayudaba mucho en esta tarea destructora la opinión de los economistas que entonces hacían su aparición en el mundo, quienes propagaban la libertad de trabajo, extinción de los gremios y la difusión de la propiedad individual.
Y a pesar de todas estas razones nadie negará que las manos-muertas sostuvieron por siglo de siglos hospitales, universidades y escuelas que auxiliaban al pobre con generosidad que emanaba del corazón de los individuos, no como sucede la tendencia moderna, que la asistencia social se ejecuta con las arcas fiscales.
Sucede en los grandes trastornos humanos, sea en los políticos, ideológicos, como en los privados, que resalta, cuando ellos se producen, mucho más la parte viciada que la benéfica. Así en las revoluciones con la agitación de los ánimos nunca se concede al adversario bondad alguna; la persona enemistada con otra ve en ésta más el defecto que sus cualidades.
Algo muy parecido aconteció a los legisladores de la convención francesa con las manos-muertas: no vieron la bondad de las órdenes religiosas, ni de las corporaciones gremiales, ni de las fundaciones, vieron estrechez en la reglamentación y una propiedad paralizada por siglos de siglos; veían en todo esto un ataque a la libertad y, como ésta era el timón de todo el movimiento revolucionario, proclamaron este principio fundamental.
«Los cuerpos son simples instrumentos fabricados por la ley»223; ella los crea, ella también los destruye.
En nombre, pues, de la libertad se privaba al individuo de uno de los mejores usos de la libertad, la de asociarse y la de fundar obras pías y benéficas.
Sea lo que fuere, tal resolución de la famosa asamblea no puede censurarse en absoluto, pues debe tenerse en cuenta las circunstancias que la acompañaron, la agitación de los ánimos, la revolución de ideas, el deseo de innovar y la pasión de destruir todo lo que podía conservar algo del antiguo régimen.
El principio sancionado por la convención pasó a ser ley de la república y Napoleón, con su espíritu dominante, lo incorporó en su obra monumental.
Es curioso ver cómo se llega al mismo fatal resultado, la violación de un derecho individual, fundándose en dos principios diametralmente opuestos: el poder del Estado omnipotente y la omnipotencia de la ley civil; y es que ambos tienen una fuente común, el error de desconocer el derecho natural para constituir personas jurídicas.
Las manos-muertas eran en esos tiempos fantasmas que atemorizaban a los legisladores y todas las razones que contra ellas se dieron quedaron reducidas a que había abusos en su organización, y más que en su organización, en su régimen, y estos mismos temores son los que han seguido impresionando las legislaciones que del derecho francés se han derivado.
Se atacó, pues, en el siglo XVIII a esas personas morales no porque en sí fuesen malas, sino porque encontráronse en ellos varias prescripciones que pugnaban con el espíritu de entonces y se declamó contra el abuso de tales personas; y Laurent,224 hoy día exclama, como los convencionales de aquella época: Cuidado con los abusos de la mano-muerta!
Al ver este paralelismo entre lo que actualmente se dice en materia de personas jurídicas y lo que se dijo en los finales del pasado siglo y al considerar la influencia poderosísima de la Asamblea Constituyente en el código francés y luego la de éste en los demás que posteriormente se han dictado, hemos llegado a la conclusión que el criterio jurídico que hoy domina respecto a la condición jurídica de la persona moral, dependiente de la voluntad del legislador (ficción legal), es el resultado de una causa histórica que aún impera con sus errores y exageraciones de doctrina, es una herencia jurídica, transmisión directa del pensamiento de los constituyentes y los jurisconsultos y legisladores modernos.
Ha influido no poco en la adopción de este criterio el medio en que viven y han vivido estos últimos.
Acostumbrados como están a ver que la ley todo lo puede, han exclamado, al ver llegar ante los tribunales a las personas morales, representadas por sus legítimos personeros: «¿Quién tiene derecho a traer hasta aquí estas ficciones?», y han replicado: «Sólo el legislador»225.
¿Y es, por ventura, cierto que ese legislador omnipotente es quien crea la persona jurídica, o en otros términos es ésta una verdadera creación?
Si hay un derecho en los individuos para reunirse en cuerpos y fundar obras perpetuas, la ley no puede ser libre, ni puede en consecuencia depender del puro criterio del legislador el reconocimiento de la existencia de estos seres; la ley civil no puede violentar el derecho natural, sino determinar lo indeterminado de aquel derecho, pero de ningún modo para desconocerlo, calificándolo de ficción.
De que la ley civil intervenga en un acto no se deduce que ese acto sea creación suya; en el caso de las personas morales la autorización judicial, necesaria y pudiente no es el Fiat del Creador, sino que es la trompeta del heraldo que proclama la existencia de un nuevo ser jurídico.
La persona moral existe antes de la aprobación judicial y los hombres no se asocian, ni fundan obras de beneficencia porque la ley los autorice a ello, sino porque creen, y con justa razón, que tienen derecho para hacerlo; no es en consecuencia un beneficio del legislador, es un derecho del individuo.
No pueden criticarse las diversas instituciones de un pueblo o de una sociedad por ideas preconcebidas, como procedieron los filósofos y revolucionarios del pasado siglo; es necesario analizarlas, ver sus resultados y sobre todo examinar si su existencia daña algún derecho o si su supresión viola alguna facultad (poder) del individuo.
Así planteado el problema de las llamadas manos-muertas, creemos que la resolución de las tantas veces nombrada asamblea y su influencia poderosa en las leyes contemporáneas, fue contra derecho y privó a aquellos, en cuyo nombre se alzó la bandera de la libertad, de muchos e importantes beneficios.
Pregúntese a la historia a qué manos fueron a parar las propiedades de las personas morales; se privó a los conventos, corporaciones y gremios de todos sus bienes, ¿pasaron ellos al pueblo, a ese pueblo que seguía a ciegas a unos cuantos filósofos que le hacían creer lo que deseaban? No; pasaron a formar parte del patrimonio de los que tenían dineros con que comprarlos, como pasaron en Chile las propiedades de los jesuitas a manos de los ricos y no de los pobres.
Aceptemos todos los abusos de las personas morales y coloquémoslos en uno de los platillos de la balanza de la historia, pero en la otra pongamos con la misma imparcialidad los bienes que ellas hacían.
Cuál es el abuso principal? El que hubo demasiada propiedad en sus manos, propiedades que no se enajenan, que se sustraen del comercio humano, privando así a la sociedad de pingües utilidades e inutilizando en gente inepta para el trabajo elementos de prosperidad para la nación.
No es ésta la ocasión de hacer una apología de los beneficios que a las clases populares rendía la mano-muerta: ella sostuvo hospederías para los viajantes, hospicios y refugios para enfermos y necesitados, escuelas para los ignorantes; y si para sostener todos estos hospicios y establecimientos perpetuamente era necesario que la propiedad perpetuamente quedara adherida a esas corporaciones y fundación que los regentaban, bendita sea esa propiedad que alimentaba al pobre, daba instrucción al ignorante y curación al enfermo.
Diríjase la vista hacia la balanza y véase de qué lado se inclina...
El que con criterio imparcial juzgue los bienes que hizo al mundo la llamada mano-muerta, reconocerá la verdad de lo que ha dicho el distinguido autor de los Orígenes de la Francia Contemporánea. Es justo y útil que la Iglesia, como en Inglaterra y en América, que la enseñanza superior cual sucede en Alemania e Inglaterra, que la enseñanza especial como acontece en América, en fin que las diversas fundaciones de beneficencia y utilidad pública permanezcan indefinidamente en posesión de su patrimonio226.
¿Qué podemos agregar a lo anterior? Nada, absolutamente, sino repetir que hay justicia y utilidad en que la expresada mano-muerta se desarrolle, porque es la obra de la iniciativa privada que ningún poder debe impedir, ni violentar; pues gracias a ella se satisfacen grandes necesidades sociales, que de otro modo tendrían que ser llenadas por el Estado, aumentando los gastos públicos y juntamente con ellos las contribuciones de los súbditos, dificultando así la vida y ahogando en los corazones nobles los sentimientos y afectos elevados que ellos exhalan en bien de los menesterosos, de los ignorantes y de los enfermos.
Hecho innegable es que el hombre en las distintas fases de su desenvolvimiento ha buscado siempre en sus demás congéneres la ayuda, el apoyo y la cooperación, pues con su limitado organismo y sus reducidas fuerzas no encontraban en su propio ser los medios necesarios para conseguir el bien que anhelaba.
Este hecho, repetido constantemente, en el orden material manifestado por las sociedades comerciales y civiles, en el orden científico por las asociaciones de sabios y hombres de estudio, en el espiritual por las corporaciones religiosas, está probando con la elocuencia de los hechos que el individuo, materia y espíritu, encuentra su complemento y se desarrolla al contacto y en compañía de los demás.
Aislado es pequeño, unido a otros, gigante.
No es posible negar que el hombre se asocia naturalmente y que en la asociación busca lo que por sí solo darse no puede; ésta es una tendencia natural, un hecho íntimo que emana de nuestra propia debilidad y del derecho de perfeccionamiento que todos tenemos.
El derecho natural lo reconoce y la ley civil no puede menos de sancionarlo con eficacia, ya que ella (la ley civil) está obligada a respetar lo que el primero respeta y a rechazar lo que a aquél repugna.
Ya hemos dicho cómo se engendra la asociación del orden individual y hecho ver que los actos del individuo no dejan de caer en el campo del derecho privado por más que ellos alcancen a miles de personas, siempre que no envuelvan ninguna función o atribución del poder público o del ser del Estado. El derecho individual no es un derecho numérico, sino que abarca y comprende todo lo que puede ser función del individuo, la instrucción, la beneficencia, el comercio, etc.
Por eso, pues, corresponde al Código Civil, que rige el orden y el derecho privado, el reconocimiento de la asociación y la intervención en los asuntos a que su existencia diere lugar; mas como la asociación, que es fuerza tan poderosa, ha servido de instrumento para los socialistas quienes, so capa de sociedades de protección mutua, ocultan en sus agrupaciones principios que conducen a trastornar el orden social, se hace necesario no entregar, en absoluto, al derecho civil todo lo que se relaciona con las asociaciones, sino que es preciso que el poder público, guardián del orden y de la paz pública, intervenga de un modo prudente, que dé libertad a los que aprovechan en bien propio y en el de los demás un medio tan adecuado de acción sin perseguir, violar derechos ajenos y que a la vez pueda ejercer una fiscalización severa y enérgica contra los que usan de la asociación para trastornar la sociedad.
Esta materia ofrece ahora una importancia capital en vista de la tendencia moderna hacia el espíritu de asociación, principalmente en las clases populares, que han obedecido a una ley que podríamos llamar de mecánica social: la reacción contra el individualismo, que se entronizó en la industria y en el trabajo en general, sentando como principio fundamental que el hombre debe valerse sólo por sus propias fuerzas, sin contar con la ayuda de los demás y rompió los vínculos paternales del taller del medievo, entregando al obrero al ¡Self help! solo, aislado, sin que valiera más que «una mercadería que se compra y que se vende».
Para el que tiene elementos, o una naturaleza superior el, ¡Ayúdate a ti mismo!, es un gran principio que ha dado el poder del mundo a una raza vigorosa; pero es de advertir que es esa misma raza la que está demostrando la efectividad de esa reacción.
Véase el grandioso incremento, casi increíble de los Trades Unions, donde se asocian más de dos millones de obreros para conseguir la protección mutua que el glacial individualismo nunca pudo darles.
Recuérdese el incremento de las sociedades de habitaciones obreras «Building Societies», que tienen por objeto facilitar a los socios la propiedad de una casa higiénica y barata; sociedades son éstas que cuentan con millones de capital y crecidísimo número de socios.
Tiéndase una mirada a las diferentes formas con que se ha presentado la cooperación obrera y se podrá admirar lo que vale la asociación cuando es bien dirigida y cuando tiende realmente a mejorar la condición económico-moral de las clases populares.
Pero ésta es la faz pura, noble y saludable de la reacción contra el individualismo; pero él ha producido otro efecto de fatales resultados: ha dado alas al socialismo.
Realmente parece una paradoja, pero los principios individualistas, el «dejad hacer», la «mercadería-trabajo», etc., en las clases capitalistas produjeron el egoísmo y en los proletarios de mala especie, el socialismo o su apéndice, el anarquismo. Y es que cuando se olvidan las leyes naturales y los preceptos de la moral, del fondo del hombre sale una bestia feroz que nada respeta y que se llama la bestia humana.
Es preciso, pues, estudiar el asunto de la asociación a la luz de esta tendencia universal que a ella inclina a las clases populares, dividiendo a los obreros en dos grupos: los que se asocian para mejorar su condición económica y los que lo hacen para destruir el orden establecido y perturbar la paz social.
¿Cuál es el movimiento obrero en Chile en materia de asociaciones?
¿Hay ante todo un movimiento?
Respecto a lo último, excusada parece una respuesta, cuando la prensa de cada día nos está dando cuenta de la aprobación de estatutos de sociedades obreras de diferentes partes de la república; constantemente estamos presenciando meetings, desfiles, asambleas, representaciones en que toman parte crecido número de sociedades227.
Como es natural, estas agrupaciones están radicadas principalmente en los grandes centros, en donde residen los obreros más ilustrados y que tienen más ocasión de imponerse de lo que ocurre en otros países.
El espíritu de imitación, que sea dicho de paso, es un incentivo poderoso, se ha apoderado mucho de nuestra clase obrera y la ha inducido a buscar la protección mutua y el socorro en casos de enfermedad o muerte, mediante sociedades más o menos bien organizadas; y se dan paso para organizar cooperativas formadas por la economía de los socios; lo que prueba que la clase obrera va viendo la importancia y la necesidad de unirse para mejorar su condición económica.
Ojalá que este movimiento se difunda, pues si hay algo que falta entre nosotros son los hábitos de ahorro; y todas estas asociaciones descansan en la economía de la pequeña cuota que constituyen el grandioso capital228.
Pero, juntamente con este movimiento hacia la protección mutua, se ha levantado en el pueblo la idea socialista y sabemos que en agrupaciones bien numerosas de obreros en Santiago se ha tratado de organizar un partido popular, cuyo programa económico -el social vendrá más tarde- está calcado de los programas socialistas del Viejo Mundo.
En presencia de estos antecedentes y teniendo en cuenta las asociaciones socialistas que allende los Andes existen y que se han difundido por todo el territorio; considerando la tendencia socialista moderna, el espíritu de imitación, la propaganda de algunos inmigrantes y de otros malos obreros chilenos, la corrupción del pueblo, la pérdida de su fe, la poca aproximación de las clases extremas de la sociedad, el olvido de los deberes paternales, cabe preguntar: ¿es posible que prendan las sociedades socialistas en Chile? ¡Quién puede predecir el porvenir de un pueblo!
Pero si hemos de fijarnos en la condición actual de las clases obreras de las ciudades y del espíritu de animadversión que contra el rico empieza a germinar y de ese desprecio por las autoridades que ya se hace sentir, afligen ciertos temores más o menos fundados.
Es cierto que países agricultores como el nuestro no son los más propicios al socialismo; verdad es también que no tenemos esa gran industria manufacturera en la cual, aglomerados como están miles de operarios de todas ideas, basta que uno de ellos empiece su propaganda para que los demás por curiosidad primero, por compañerismo después, por el si acaso en seguida y luego, cuando los impresos empiezan a circular de mano en mano, las hojas sueltas, los folletos y hasta ciertos tratados que el pueblo en su ignorancia cree verdaderos, entonces ya nace ese tipo especial de todo movimiento popular, el orador ignorante que entusiasma a sus compañeros por el uso de una que otra palabra entresacada de las páginas de Marx y de Kropotkine. Este sujeto es el mejor propagador porque es el que penetra al taller, charla en la calle pública, forma círculo en la taberna, visita de cuando en cuando las moradas de sus amigos y atónitos los deja con unas cuantas frases, como aquella del corifeo del socialismo «Proletarios de los países uníos».
Este tipo ya existe entre nosotros.
Nadie podrá negar que en épocas normales en Chile sobra trabajo y que lo que falta son brazos, brazos y brazos.
Cuántos campos que no se cultivan, cuántas minas que no se benefician, qué de empresas que no se realizan porque carecen de obreros: cierto es, pues, que el socialismo no tiene su razón de ser fundado en escasez de obra.
No se tome en cuenta una situación pasajera, como es siempre una crisis, para deducir de allí una consecuencia permanente, como es el socialismo. Éste se va formando paulatinamente y en el fondo, más que una cuestión puramente económica o empleando un vocablo vulgar, más que una cuestión de estómago, hay de por medio un problema moral, o como dice el profesor Menjer en su tratado El Derecho Civil y los pobres la cuestión social es propia de la ciencia del derecho.
No contribuye poco a formar al socialismo una atmósfera adecuada a su naturaleza la obra misma de la prensa que está en manos de miembros de la clase dirigente. Nos referimos al sistema de ataque a las autoridades y de presentarlas al pueblo envilecidas, desprestigiando por completo a los mandatarios públicos ante el concepto de las clases populares.
Quien haya tenido ocasión de tratar con obreros más o menos leídos habrá notado que en ellos se ha perdido mucho el respeto que en Chile siempre ha habido por la autoridad; y podrá notar esto con mucha más exactitud si alcanza a un centro apartado, a un pueblo de provincia, a una aldea, a un campo en donde casi se venera a los mandatarios.
Se dirá por algunos que esto revela abyección, ignorancia; pero eso es ofender demasiado lo que se llama sencillez y respeto al orden.
Recuérdese la sumisión, adhesión y cariño del pueblo inglés a su soberana y se podrá ver que la libertad no está reñida con el respeto y dignidad de la autoridad.
Es obra bien poco patriótica propender a hacer perder el prestigio y respeto a los poderes públicos, sobre todo en pueblos cuya cultura está en un grado tan bajo como el nuestro, pues a la manera que los chicos necesitan la dirección de sus maestros basada en el respeto y prestigio de su autoridad, así también los pueblos poco cultos requieren un poder sólidamente constituido y respetado; de otra manera hay el peligro de caer en el abismo.
Por diversas circunstancias en Chile se ha menospreciado la autoridad y debilitado su influencia y, sin embargo, es necesario que ella exista prudente, pero vigorosa.
Por estas consideraciones y viendo en la tendencia popular a la asociación un síntoma algo engañoso, pues con apariencias de sociedades de protección mutua suelen degenerar en centros de propaganda antisocial, creemos que el poder público debe intervenir en estas agrupaciones.
¿Hay en esto lógica, con lo sostenido anteriormente respecto a la no injerencia de dicho poder en actos que son privados?
En apariencia hay una inconsecuencia con la critica que hemos hecho del criterio jurídico sobre las personas jurídicas, pero en el fondo no existe.
Para aclarar la materia, entremos un momento en la clasificación que de las personas jurídicas hace nuestro Código Civil.
Clasifica la ley las personas jurídicas en dos grupos: las que pertenecen al derecho público, y las que forman parte del derecho privado.
Las primeras se rigen por leyes y reglamentos especiales (Art. 547); de ellas no tenemos para qué ocuparnos.
Las segundas se subdividen en dos grupos; en uno de ellos están comprendidas las sociedades civiles y en el otro las corporaciones del título XXXIII, cuyo carácter, como ya lo hemos dicho repetidas veces, es esencialmente privado, aunque su acción, sea ésta literaria, de beneficencia, de piedad, de protección mutua, etc., se extienda a miles de personas.
A las del primer grupo, que son las que tiene por objeto el lucro, la ley (Art. 2.053) les abre su manto protector y dice a los socios «el ser formado por vosotros es una persona jurídica».
A las del segundo, que son las que tienen un fin menos material, casi diríamos ideal229, las somete a un procedimiento enteramente diverso.
Obliga a los socios a obtener aprobación del Presidente de la República de acuerdo con el Consejo de Estado (546) y sin este requisito la personería jurídica no existe para la corporación.
¿Hay lógica de parte de la ley en conceder ipso facto, por el hecho de constituirse la sociedad civil, su personalidad jurídica y no hacerlo con las asociaciones del título XXXIII?
Nosotros creemos que no, porque tanto carácter individual tiene el negocio o lucro, como el socorro mutuo, la beneficencia privada (de los individuos) o la instrucción.
De manera que para aquellas asociaciones en las cuales no se viola un derecho, ni peligra el orden social, la ley debe ser tan generosa, como lo es para las sociedades civiles.
No lo ha sido; y bien, ¿por qué?
Ya hemos explicado la causa histórica que, a nuestro humilde juicio, ha influido en ese procedimiento jurídico; pero a ella es preciso agregar en vindicación del legislador una razón bastante fuerte y que es verdadera, pero a la cual se le ha dado demasiada extensión.
Nos referimos a los temores que abriga el Estado de que se formen corporaciones o asociaciones, dentro del territorio, de tal manera que sea por sus fines subversivos al orden público, o contrarios a la moral, o por ser opuestas a la Constitución, o, aunque sólo sea por su engrandecimiento, pudieran llegar a ser un estorbo para el libre desarrollo del país.
Son justamente esos errores los que legitiman la intervención del Estado en estos organismos; pero por lo mismo, en aquellas asociaciones en las cuales no hay fundamento para temer por el orden público, la moralidad, el derecho ajeno, etc., el Estado debe dejar desarrollarse la particular iniciativa.
El defecto, pues, de la ley es amalgamar en un principio único a todas las asociaciones, bien puedan éstas inspirar o no recelos justos al poder público.
Nosotros creemos que la corporación obrera envuelve, no por su propia naturaleza, por cierto, sino por razón de circunstancias, del espíritu de imitación, de la propaganda y de la ignorancia, envuelve, decimos, serios temores, que justifican y hacen necesaria una intervención del Estado.
Y para que no se crea que hablamos en el aire, recordaremos que a quienes primero buscan los propagadores de esa doctrina son a las sociedades obreras; y es natural que así sea, porque en ellas encuentran la unión de los obreros anhelosos de mejorar su condición y a los cuales alucinan con la idea de un nivelamiento brusco de la fortuna.
Nos encontramos, pues, en presencia de una verdadera dificultad: por un lado, el derecho de los individuos para asociarse buscando el desarrollo de sus facultades y el mejoramiento de su condición económica y por otro los serios peligros que en otros países ha ocasionado la sociedad de obreros.
Y concretando un poco más lo anterior, debe tenerse presente que siendo la corporación o asociación un medio para conseguir un fin digno del sujeto humano, la ley deberá mirar con ojos formales a aquellas asociaciones que tienden manifiestamente a un mejoramiento de nuestra condición social.
Por eso las sociedades de instrucción, las de beneficencia, las corporaciones religiosas, deben estar para la ley por lo menos equiparadas a las asociaciones civiles; en ellas no peligra el orden público ni hay violación de derecho ajeno; antes por el contrario se propende con su existencia al desarrollo del espíritu público en los ciudadanos; y no es poca cosa.
Por eso también debe animarse al pobre a que se una a otros pobres, mediante el ahorro y forme sociedades que le ayuden en los diversos contratiempos de la vida, en las enfermedades, en los accidentes de trabajo y hasta después de la muerte, que busque en la corporación con sus demás compañeros de condición social mayores comodidades para su existencia, el abaratamiento de los objetos de consumo, el préstamo de capitales para el trabajo, la adquisición de la propiedad, etcétera.
Nunca se ensalzará lo bastante el poder de la asociación; jamás se alcanzará a demostrar lo que puede hacer el pueblo por sí mismo en el mejoramiento de su condición moral y material mediante la corporación.
No es ahora ocasión de decir cómo pueden organizarse y cómo han llegado a adquirir proporciones tan colosales aquellas sociedades cooperativas del Viejo Mundo; pero sí es momento de hacer ver que entre nosotros se despierta ese espíritu de cuerpo, pero por desgracia atendiendo sólo a la parte pecuniaria y no a la regeneración moral.
Bueno es lo primero, indispensable el aumento de los medios de subsistencia; el ahorro es la necesidad principal de nuestra clase obrera; pero creemos que asociaciones de esta naturaleza en las cuales no haya ese freno moderador por excelencia, ese principio supremo del orden y del verdadero bienestar del pueblo, la religión, están muy expuestas a degenerar en agrupaciones irrespetuosas del ajeno derecho.
La dificultad, pues, consiste en dejar libertad para que los individuos usen ese preciosísimo medio para fines propios del hombre y que no lo empleen para violentar el orden social.
Según esto, la teoría pura de la libertad de asociación tiene que sufrir modificaciones, no porque sea verdadero que sólo la ley puede crear personas jurídicas, sino porque la experiencia ha enseñado que la asociación es un procedimiento a veces peligroso, dada la corrupción del sentimiento moral.
Por lo demás, la intervención del poder público es necesaria, porque la asociación con malos caracteres sociales tiende a perturbar el orden público cuya conservación depende de dicho poder, y ningún individuo o agrupación tiene el derecho de violentar esa armonía. La asociación en tal caso deja de pertenecer al orden privado, e invade otro al cual no tiene derecho de penetrar y la autoridad está obligada no sólo a detener su marcha, sino a prohibir la existencia de una entidad dañina y perniciosa.
¿El procedimiento de intervención adoptado por el Código para la existencia de estos cuerpos, es el mejor?
No lo creemos, a más de las razones dichas en el capítulo anterior, porque si el objeto de la intervención gubernativa es fiscalizar la organización de sociedades que puedan dañar el orden público y las leyes de la república, muy candorosos serían los que sabiendo que los estatutos deben presentarse para su aprobación al Presidente de la República, fuesen a estampar en ellos ideas de ésas que la ley declara comprometedoras de la seguridad, o contrarias a los intereses del Estado (Art. 559); y de esta manera se burlaría el fin principal de la intervención.
La maldad de una asociación no la percibe la autoridad pública en los estatutos; ella se siente en la asociación interna, a puertas cerradas, donde se descubren la máscara los socios y donde en vez de presentar la oliva de paz y el principio de protección mutua a los asociados, colocan los cabecillas en el cerebro de la masa las sofísticas enseñanzas de Marx y las crueles doctrinas del anarquismo; donde poco a poco van destilando en el corazón de hombres ignorantes, que todo se lo creen, sentimientos de descontento, de odio, deseos de revuelta, llenándoles el cerebro con mentiras, colocándoles en sus manos primero la emponzoñada pluma, llevándolos como humildes carneros tras el estandarte de la revuelta por las calles públicas profiriendo gritos inconscientes, incitándolos por último al puñal y a la dinamita, el néctar del socialismo-anárquico; y el pueblo sigue caminando, sin saber a dónde, deslumbrado por unas cuantas frases huecas salidas de boca de un compañero insensato que en vez de darle, le quita lo poco que no cueste dinero, pero que vale más que eso: la fe y la bondad.
Se hace, pues, obra de verdadero beneficio a las clases populares si, a la vez de estimularlas a la asociación, se adoptan procedimientos que la libren de degenerar en instrumento socialista; procedimientos que eviten germinación de malas sociedades, junto con permitir la libre expansión del espíritu de asociación para la protección mutua, el mejoramiento moral, etcétera.
Si, según lo que hemos dicho en el capítulo anterior, las corporaciones son aptas para adquirir en cuanto son verdaderas personas morales y jurídicas, permítaseles, en razón de lógica, la conservación indefinida de esas propiedades tanto muebles como raíces. La propiedad es la vida de estos seres, sin ella mueren o es insignificante su acción.
Pero como los administradores de estas corporaciones no manejan fondos propios, sino de seres que no se valen por sí mismos, es preciso que se sujeten a las prudentes prescripciones del inciso 1º' del artículo 557.
Resumiremos lo dicho en las anteriores páginas con un proyecto de modificación al artículo que trata de la constitución de estas corporaciones, al que regula la propiedad y al que trata de la disolución de estas entidades jurídicas.
Probablemente se tachará de exorbitante lo que aquí se propone; pero debemos recordar que no se curan las heridas con lágrimas de compasión y que un pueblo tan celoso de la libertad, como la Francia, dictó en 1872 una ley en la que se lee que «toda asociación internacional que bajo cualquiera denominación tuviese por objeto provocar a la suspensión del trabajo, a la abolición del derecho de propiedad, a la supresión de la familia, de la patria, de la religión y del libre ejercicio de los cultos, constituye por el hecho de su existencia y de sus ramificaciones en el territorio francés, un atentado contra la paz pública»230 y castiga con severa pena no sólo a los socios sino aun al arrendador del local (Art. 4); y por otra prohibió en 1852 las sociedades secretas.
Sobre el temor de que se atribuya una excesiva atribución al poder central, creemos que está la consideración de la necesidad de robustecer un poco a la autoridad, ahora que ha surgido en el mundo entero esa secta demoledora, cuyo remedio inmediato y más oportuno es un gobierno enérgico y resuelto, pero que esta acción se ejercite realmente en sociedades perniciosas, pero que se deje amplio campo a las que tienden a mejorar la condición moral y material de los individuos.
PROYECTO DE LEY SOBRE ASOCIACIONES
1º. Toda asociación o corporación que no tenga por objeto el lucro o especulación, es persona jurídica por la inscripción de sus estatutos en el registro que indica el Art. 2º.
2°. En las intendencias y gobernaciones se abrirá un «Registro de Asociaciones» en el cual se inscribirán todas las asociaciones de derecho privado que persigan fines ideales, como la instrucción, la beneficencia, etc., las sociedades de socorros mutuos, toda asociación obrera y en general toda sociedad que no sea de las que rige el título XXVIII del libro IV del C. C. y los códigos de Comercio y Minería.
Antes de proceder a la inscripción, se publicarán avisos por quince días en periódicos de la localidad, si los hubiere o en carteles que se fijarán en tres de los parajes más frecuentados del lugar para que los que se crean perjudicados entablen la oposición de que habla el artículo 548 del Código Civil.
3º. En este registro se dejará constancia:
1. Del nombre de la asociación;
2. De su objeto y estatutos;
3. De su domicilio;
4. De sus directores y de sus domicilios;
5. De cualquiera modificación que se hiciera en alguno de los números anteriores.
4º. No se procederá a la inscripción de ninguna asociación que sea de las que la ley considera como ilícitas, quedando a salvo el derecho de los socios para recurrir a la justicia común.
5°. Toda asociación que faltare a la obligación impuesta en el número cinco del artículo 3º y a lo ordenado en el artículo 6º, será penado con $ 1.000 de multa, los cuales serán aplicados a un establecimiento de beneficencia de la jurisdicción social y que designe el Presidente de la República.
Si reincidiere, será considerada como sospechosa y acusada en la forma prescrita por el artículo...
6°. Toda asociación pasará semestralmente al Intendente o Gobernador respectivo o cuando éstos lo soliciten, una lista con los domicilios y profesiones de los socios que la componen.
7°. El Ministerio Público, por sí o por medio de un delegado, podrá asistir a las reuniones de las asociaciones, visitar el local social y tomará nota si en dichas sociedades se atenta contra la moral, el orden público y las leyes de la república, con el fin de entablar la acción criminal que regula el § 10 de título VI del libro II del Código Penal.
8º. Quedan exentas de las disposiciones de esta ley las corporaciones religiosas reconocidas por la Iglesia Católica, las cuales están obligadas a inscribir en el «Registro de Asociaciones» la autorización del ordinario; de otro modo se considerarán como asociaciones comunes.
9°. Todos aquellos a quienes los estatutos de una corporación irrogasen perjuicio, podrán recurrir al Intendente o Gobernador o a la justicia en subsidio para que en lo que perjudicaren a terceros se corrijan; y aún después de inscritos en el Registro de Asociación, les quedará expedito el recurso a la justicia contra toda lesión o perjuicio que de la aplicación de dichos estatutos les haya resultado o pueda resultarles.
10°. Las corporaciones o asociaciones pueden adquirir bienes de todas clases a cualquier título y conservar indefinidamente su propiedad.
11°. Las corporaciones o asociaciones pueden disolverse por voluntad de los socios, cancelando la respectiva inscripción y pueden ser disueltas por el Presidente de la República, previo informe del Intendente respectivo, y oído el Ministerio Público, si llegasen a comprometer la seguridad o los intereses del Estado.
12º. Los bienes de las corporaciones que se disolviesen por sí mismas, serán aplicados en la forma que previnieren los estatutos, y si ellos nada previeren como lo acuerda la mayoría de los socios.
Pero los de las que fueren disueltas por la autoridad suprema se destinarán al establecimiento que el Presidente de la República designe.
13º. Quedan incorporadas en el presente proyecto las demás disposiciones del título XXXIII en lo que no se contrapongan a las anteriores prescripciones.
Naturaleza de ella. Misión social de la fundación. Su personalidad jurídica.
Contradicción de la ley. Síntesis. Examen de la ley civil sobre la materia.
Proyecto.
Por más que la losa del sepulcro quiera aplastar para siempre la vida del hombre, éste sigue viviendo en sus hijos, que son su propia vida, en sus escritos, que son su propio cerebro, sus mismas ideas, en sus riquezas y en sus obras que son sus esfuerzos mismos; permítasele también que perpetúe su corazón, la parte más noble de su ser.
La fundación es la continuación del hombre generoso, como el libro es la representación del hombre pensador: es el desarrollo de nuestra propia personalidad.
«Fundar», dice la enciclopedia, «es destinar un fondo o una suma de dinero para que se empleen perpetuamente en el cumplimiento del objeto que se propuso el fundador».
En la naturaleza humana hay una propensión constante a la perpetuidad de sus acciones; el hombre siempre quiere trascender su propia vida: el heroísmo, la virtud de los últimos momentos de la existencia, no es sino una manifestación de esa ambición, de ese deseo vivo, de perpetuarse como valiente y servir de ejemplo a los ciudadanos, para que ellos, recordando su arrojo, aprendan en su sacrificio a luchar hasta el último instante y a derramar la última gota de su sangre. El heroísmo es una de las formas de la perpetuidad, la fundación es otra.
Fundador es aquel que desprendiéndose de sus fines con la mira de hacer una obra de beneficencia pública, quiere que esa obra viva siempre para que perpetuamente sus beneficios se extiendan a la humanidad.
La beneficencia puede considerarse en dos formas: la que nace y muere con el hombre y la que a éste sobrevive; una y otra son grandes y necesarias, pero si se nos preguntase cuál es preferible, no trepidaríamos en contestar que la última.
El que hace el bien y la caridad derrama a manos llenas, sabe que al concluir sus días, esos pobres que abrigaba, esos niños a quienes instruía, esos enfermos a quienes curaba, ya no tendrán su apoyo e irán de nuevo buscando la Providencia, para que ella les dé abrigo, instrucción y medicina.
Esta especie de beneficencia, de caridad o filantropía, como quiera llamársela, existe generalmente en las almas de una sensibilidad extrema, que impresionadas por el mal presente a sus ojos, arrojan sus dineros al primero que se los pide; en estos actos resalta más el sentimiento y el corazón que la reflexión, compañera que siempre debe ser de nuestros actos.
Quien hace el bien de un modo perpetuo, que liga sus dineros a un objeto determinado al cual han de servir, mientras subsista la causa que motivó esa asignación, hace un acto de corazón, de generosidad, pero hace a la vez un acto de pensamiento, un acto más de hombre.
Y de no, examínese quiénes son los que llevan el título de fundadores y se verá que no son las personas vulgares y sentimentalistas, sino los hombres de corazón y de cerebro; aquellos que ven y sienten las grandes necesidades sociales y por eso se observará que las fundaciones siempre obedecen al deseo de satisfacer una verdadera e importante necesidad.
La fundación es, pues, la obra de los seres superiores que desean el bien público y que quieren que éste se siga ejerciendo con los propios recursos que ellos podían entregar en vida: el fundador se cree vivo en su fundación.
Pero para que este deseo se realice es necesario darle formar externa, constituirlo de tal manera que ese pensamiento de beneficencia perpetua sea un verdadero cuerpo casi material; en fin, una persona jurídica231, que viva y se desarrolle, que tenga derecho y obligaciones para que pueda llenar la misión social que el fundador ha deseado.
Sin esa personalidad, que imprime carácter a la fundación, ésta desaparecería pronto, porque la ambición y la envidia de los herederos del fundador estarían socavando constantemente para destruir y demoler lo fundado.
¿Y tiene acaso, se dirá, el hombre derecho para fundar?
Sí, porque es dueño de sus bienes en el derecho y porque tiene que compartirlos con los desgraciados, según las enseñanzas del deber de conciencia; y con derecho y deber hay obligación perfecta cuyo ejercicio nadie puede impedir. En consecuencia, violentar la facultad de fundar es en el derecho contradictorio, porque si se permite donar gratuita e irrevocablemente una parte de sus bienes a otra persona, natural o civil (Arts. 1.386 e inc. 1º 1.390), debe permitirse también donar esos bienes perpetuamente cuando se trata de hacer una fundación de beneficencia pública.
¿Acaso no es contradictorio manifiestamente el que una persona de suficientes bienes, dentro de las respectivas prescripciones legales, pueda donar cien mil pesos a los menesterosos de un país, en un momento determinado y que no pueda destinar esos mismos cien mil pesos para que con ellos se costee perpetuamente un asilo para huérfanos, por ejemplo?
¿En qué está el mal? ¿Cuál es el peligro social? ¿Cuál es el derecho que se viola con la libertad de fundación?
¿Por ventura es suficiente motivo la perpetuidad de la donación para impedirla? No, porque perpetua es también la donación entre vivos, y para ella hay plena libertad.
Se permite al hombre, salvo el caso de disipación, gastar gran parte de su dinero del modo que le plazca y no se le permite que ese mismo dinero suyo lo dedique a una obra de beneficencia pública perpetua, como si no hiciera más bien a la sociedad, al país, el filántropo o caritativo que el tunante que malgasta su fortuna.
¿Ésa es la justicia social: es esa la verdadera noción del derecho; esa la libertad conquistada con la civilización?
No; mil veces no. Es un absurdo de la ley, es una violación del derecho individual.
¿Y si consideramos este punto a la sombra del deber que tiene el rico para con el pobre de compartir con él una parte de sus riquezas, acaso no se ve la injusticia jurídica mucho mayor?
A quien tiene deber de ayudar al desvalido, no puede impedírsele ejecutar esa obligación, y mucho menos la ley, que se dice protectora de la justicia, amparadora de los débiles y sostenedora de los afligidos.
La fundación es una de las fórmulas más elevadas del cumplimiento de ese deber de caridad para con el prójimo y si se deja libertad para hacer el mal, por qué no se da siquiera esa misma libertad para hacer el bien?
Este asunto reviste ahora tanta mayor importancia, cuanto que al presente se debate en el mundo entero la cuestión social, es decir, la situación de las clases proletarias en sus relaciones con la aristocracia y la dificultad consiste en buscar vínculos que unan esas dos fuerzas sociales: el pobre y el rico.
Uno de los principales de esos vínculos es la fundación, porque con ella los ricos están demostrando perfectamente a los pobres que saben cumplir con sus deberes y los pobres encuentran perpetuamente también el auxilio que aquellos les extienden. La fundación es el abrazo perpetuo de las clases extremas de la sociedad.
En consecuencia, la ley, para ser verdaderamente ordenadora y reguladora de la paz social, debiera reconocer libremente la fundación de beneficencia pública.
Gracias a ella, muchas otras que no podrían establecerse porque su prosperidad depende de su libertad y de sus años de vida, existen robustas y grandiosas.
Allí está demostrándolo palpablemente la Fundación Peabody de Inglaterra, cuyo fundador donó doce millones y medio de francos para construir en Londres habitaciones higiénicas y baratas destinadas a los obreros, los cuales pagando cantidades exiguas van aumentando el capital de la fundación e incrementando el número de habitaciones, que han de alojar a millones de individuos.
Si no hubiese fundaciones, ¿existirían tantas universidades, institutos, hospitales, hospicios y escuelas en el mundo?
Lo dudamos, o por lo menos creemos que no llevarían una vida tan próspera como la que llevan, sin que el Estado sea siempre el sostenedor de todo. Con la fundación se da empuje poderoso a la iniciativa particular y se contrarresta mucho la tendencia moderna, torpe y peligrosa, del socialismo de Estado por el cual vamos entrando.
Mucho se habla de protección a las clases numerosas, pero llegado el caso de que la ley abra sus puertas de par en par a fin de que la caridad se abrigue en su santuario, los legisladores están allí diciéndole: «Podéis acogeros mientras seáis pequeña y temporal; mas, si venís con la ambición de perpetuaros en una persona jurídica que viva siempre haciendo el bien público, pasad primero por un examen; y si nos parece bien vuestra donación y las condiciones en que la hacéis, os permitiremos que deis vida duradera a vuestra generosidad, de otra manera, no os sujetáis a nuestro criterio, guardad mejor vuestro dinero».
Y la caridad particular exclama irritada que no es la ley ni son los legisladores los que regalan dineros para socorrer la miseria humana; que ni aquélla, ni ésos tienen derecho para entrometerse en el uso legítimo de la fortuna privada.
Pero los juristas exclaman que sólo a la ley corresponde la autorización de una persona jurídica y que en consecuencia los individuos deben solicitar de ella el permiso para constituir esa nueva personalidad.
En este punto creemos que debe hacerse una distinción entre la personalidad jurídica de la corporación y la de la fundación de beneficencia pública.
Como ya lo hemos dicho, la asociación, siendo de derecho natural y cuyo reconocimiento se impone a la ley civil, sin embargo, dados los peligros que ella puede acarrear en virtud del abuso de la libertad y teniendo en cuenta el orden y la paz sociales, hemos concluido en que es necesario y conveniente que la autoridad pública intervenga en el ejercicio del derecho de asociación.
¿Puede y debe decirse lo mismo de la fundación de beneficencia pública?
Plantear la cuestión es resolverla.
¿Qué cosa es la fundación? Es simplemente una donación particular destinada a servir perpetuamente el bien público. Sobre esto no hay ni cabe discusión.
Ahora bien, ¿de los elementos constituidos de la fundación se desprende alguna causa que autorice la intromisión de la autoridad suprema?
Analicemos.
Sobre la duración particular ya sabemos las reglas a que están sujetas, cuya síntesis consiste en que puede donar todo aquel que no es privado por la ley de la administración de sus bienes (1387-1388); en que nadie puede privarse de lo necesario para su congrua sustentación (Art. 1.408) y que todo donante debe pedir autorización judicial, cuando su donación exceda de cierta cantidad determinada por la ley (1.401).
Estamos en que hay plena libertad para el sui juris de hacer donación de sus bienes.
Pasando ahora al otro constitutivo de la fundación, su calidad de perpetuidad, no encontramos en esto nada de extraordinario a los principios generales del derecho, porque vemos en el título XXVII del libro IV de nuestro Código Civil consagrado libremente el derecho de constitución de censo, que no es otra cosa que una fundación de carácter perpetuo en beneficio de un particular; y si la ley favorece esta especie de donación perpetua, no vemos por qué no hubiese de mirar con igual liberalidad a otra donación, perpetua también, cual es la fundación.
Y llegamos al último elemento, el de beneficencia pública, y aquí nos parece encontrar la razón de esa estrictez de la ley para con la fundación.
Al particular se le permite hacer donación y constituir censo perpetuo en beneficio de otra u otras personas; pero no se le permite hacer una donación a perpetuidad para atender a las necesidades públicas, a las de una gran porción de los habitantes y para constituir a firme una obra que siempre esté favoreciendo a las clases numerosas, a quienes generalmente se dedican las fundaciones de beneficencia.
Dos razones se nos ocurren que han de tener los sostenedores de la doctrina de que sólo a la autoridad suprema es permitido autorizar fundaciones de beneficencia pública: es la primera de que siendo la autoridad, directora de la sociedad, a ella corresponde dictaminar dónde hay verdadero bien público y dónde no lo hay; es la segunda de que la personalidad jurídica solamente puede ser concedida a la fundación que es autorizada por el poder público.
Ante todo, queremos aclarar la materia con una salvedad: en la fundación hay que considerar la fundación misma, es decir, el derecho para hacer una obra de bien público y de duración perpetua, y segundo la personalidad jurídica.
Sobre lo primero ya hemos tratado bastante y creemos que nadie negará al individuo la facultad de donar a perpetuidad sus bienes para satisfacer las necesidades públicas, como privadas. La discusión no radica en eso, está en la personalidad jurídica de la fundación.
Establecido el derecho de hacer donaciones perpetuas, porque cada cual puede hacer de su capa un sayo, queda por averiguar si existe para el individuo el derecho de darle a esa donación el único carácter con que puede ser realmente perpetua y duradera su donación, o lo que es lo mismo, si a esa donación puede investirla, sin necesidad de recurrir al legislador, del título de persona civil o jurídica.
En el terreno del puro derecho, que es en el que discurrimos por ahora, creemos que sí, porque quien tiene facultad para donar a perpetuidad, puede adoptar aquellos medios legítimos que hagan que su donación viva al través de los tiempos con vida propia e independiente; es, en consecuencia, de lo más a lo menos. El medio por excelencia es la personalidad jurídica, porque en virtud de ella, la obra de beneficencia se incorpora en la sociedad, la donación no es ya la cantidad de dinero, sino que es un verdadero ser jurídico que puede crecer y desarrollarse.
Sin personalidad jurídica, las fundaciones, que por sí solas no son capaces de derechos, porque éstos pertenecen a las personas humanas o morales, no podrían percibir donaciones, ni legados, ni cualquier otra asignación que viniesen a ayudar la obra a que esas fundaciones estaban destinadas; y de esa manera el bien que se podía hacer se restringe y decrece increíblemente.
Es cosa muy diferente que la ley reconozca la personalidad jurídica a las fundaciones de beneficencia pública por el hecho de constituirse, que obligar a éstas a solicitar ese derecho individual, como un verdadero beneficio legal.
Hay muchas personas que se retraen de este último procedimiento por los trámites engorrosos que deben llenarse; muchas hay también y nosotros las hemos conocido que desean hacer la caridad en una forma determinada, que ellas juzgan la mejor y que, sin embargo, han estado a punto de no emplear los dineros que para la beneficencia pública tenían destinados, porque la autoridad encargada de revisar la fundación no creía que el modo de pensar del fundador era el más adecuado al bien público. A eso conduce la intervención excesiva de la autoridad en cuestiones que se refieren a la generosidad particular.
Poner trabas hoy día para que el bien se difunda y para que la caridad se multiplique y viva de vida próspera y segura e independiente del fisco, es simplemente contribuir a fomentar los odios y dificultades sociales.
Quien hace el bien y practica la caridad o filantropía, dueño es de hacerlo como le plazca, dando a su obra una existencia jurídica, que le es necesaria para su desarrollo y existencia futura, imponiendo las condiciones que él juzgue prudentes.
Y si en todo esto se viola el derecho de terceros, o el de la justicia general, aquellos, o los que a ésta defienden, reclamarán ante los tribunales ordinarios, quienes resolverán con criterio judicial -y no político u oportunista, como suele ser el de la autoridad pública- en dónde está la violación y en quién reside el derecho y la justicia.
Queremos discurrir con hechos; y en confirmación de lo dicho recordaremos algo sucedido no hace muchos años.
Se trataba de hacer una fundación de beneficencia pública, llamada a remediar uno de los grandes males que aquejan y matan a nuestra clase obrera. El fundador recurría a los trámites ordinarios pidiendo para su obra que la autoridad le concediese la personalidad jurídica; y esa autoridad, que no podía desconocer el alcance social de la fundación proyectada, las sanas miras del fundador y los beneficios incalculables que al obrero chileno iba a derramar la nueva obra, decía que si se aceptaban las modificaciones propuestas por ella y que en sustancia se reducían a cuestiones políticas, podría concederse a esa fundación el beneficio de la personalidad jurídica, que de otro modo debiera reducirse a una vida privada.
La fundación no habría sido hecha, si poco después el Consejo de Estado y el Presidente de la República no hubieren aprobado, como lo hicieron, los estatutos tales cuales salieron del pensamiento del fundador.
Por lo demás no es lo mismo la personalidad jurídica de la asociación, que la de fundación, porque en aquella puede abusarse para atacar el orden social y la fundación, como lo dice la misma ley, es para atender a la beneficencia pública.
No negamos que en la fundación de beneficencia pueda caber abusos, pero no es lo natural, no es lo que ha sucedido hasta el presente: se han hecho fundaciones para sostener escuelas, universidades, hospitales y hospicios; se han formado sociedades para hacer el bien, como para sembrar el mal y el terror en la sociedad: hay sociedades científicas, pero también las hay de anarquistas y nihilistas cuyo mayor placer y objetivo principal es ver volar por los aires, en medio del humo de la dinamita, las testas coronadas y los hombres de fortuna.
Hay razones para que el poder supremo intervenga en la personería jurídica de la corporación; esas razones no existen para la fundación; la ley debe concedérsela, como se la concede a la sociedad civil, por el hecho mismo de constituirse (Art. 2.053).
Estámpese en el derecho civil ese reconocimiento generoso de la personalidad jurídica a la fundación de beneficencia pública y se habrá estimulado poderosamente la caridad particular, se habrá reconocido un derecho juicioso al individuo y a las clases numerosas se les habrá hecho un verdadero beneficio.
Resumiremos en pocas palabras cuanto dejamos dicho en las anteriores páginas:
1°. La fundación de beneficencia pública es una donación particular, privada, destinada a servir perpetuamente el bien público.
2º. Sus fundamentos son el desarrollo de nuestra propia personalidad, la libertad de donar y el deber de asistencia social que tienen los ricos para con los pobres.
3°. Su importancia social está basada: 1º en que con la fundación se apaciguan mucho los odios de clases; 2° gracias a ella se pueden ejecutar grandes obras que de otro modo difícilmente se realizarían. Así se mantienen, por ejemplo, los grandes hospitales y universidades del Viejo Mundo y empiezan a sostenerse las cátedras de una universidad chilena, debida a la iniciativa privada.
4°. Como es el fundador quien hace donación de sus bienes, dueño es él de imponer las condiciones que le plazcan.
5°. Tiene derecho a exigir de la ley civil el reconocimiento de la personalidad jurídica, porque ésta se la concede el derecho de fundar una obra, es decir, un ser moral, llámese hospital, instituto, universidad, etc., con el carácter de persona capaz de existir socialmente; esto es, con aptitudes de tener derechos y de contraer deberes.
6°. La misión de la ley civil no es coartar la generosidad particular, sino propender a su desarrollo prudente, evitando incurrir en el socialismo de Estado.
7º. Conforme a este principio se debe reconocer en la ley general misma -y no por ley especial- el derecho de fundar, bastando para ello la escritura pública de donación perpetua, según las reglas generales de la donación, porque no es motivo suficiente el que se trate del bien público para que la autoridad deba intervenir en esta clase de donación.
8º. La ley autoriza la donación perpetua en beneficio de un particular, como sucede en el censo y no concede el mismo derecho cuando se trata del bien general del país, lo cual es una contradicción manifiesta.
9°. La personalidad jurídica ex jure es consecuencia de la naturaleza de la fundación; exigir la autorización del poder público es coartar el derecho de propiedad, violentar la caridad o filantropía e incurrir en un verdadero socialismo de Estado.
10º. Si la fundación cayese en abuso, es decir, si violentase derechos de terceros, o fuera contra el orden, la Constitución y la moral pública, en ese caso, que no es lo común, está abierta la acción de la justicia ordinaria.
11º. Como persona jurídica, la fundación puede adquirir bienes muebles o raíces, a cualquier título, sujetos, sin embargo, sus directores a las prudentes reglas que para su administración ha establecido la ley.
II
De acuerdo con las ideas que hemos expuesto pasamos ahora a analizar lo que respecto a fundaciones de derecho privado ordena nuestro Código.
Es solamente persona jurídica la fundación que ha sido aprobada por el Presidente de la República con acuerdo del Consejo de Estado (Art. 546); ella funciona conforme a los estatutos que el fundador le hubiese dictado y en caso de no haberlo hecho, o realizado incompletamente, les corresponde a las mismas autoridades que autorizaron su existencia el suplir ese vacío (Art. 562). Los bienes de la fundación son suyos y no de sus directores (549); en cuanto a estos bienes debe advertirse que puede adquirir inmuebles, pero sin permiso especial del Congreso no puede conservar la propiedad de ellos por más de cinco años, llegados los cuales debe enajenarlos, so pena de caer en comiso; mas, con la autorización dicha, puede conservarlos generalmente dar treinta años por interpretación que se ha dado al artículo 556. En cuanto a la forma de administración de estos bienes, como se equipara la persona jurídica al menor, no habilitado de edad, rigen para ella las mismas prohibiciones que para éste (Art. 557).
Ésa es la doctrina del Código Civil, de la cual se desprende desde luego que la fundación sólo tiene el carácter de persona civil o jurídica cuando la autoridad suprema lo permite.
De este principio general se deducen todas las demás disposiciones; por consiguiente, averiguado y analizado el dicho fundamento, habremos aclarado mucho la materia.
Por una tradición universal de la sociedad humana se han considerado ciertos cuerpos, como en las universidades, los hospitales, etc., como verdaderas personas capaces de derechos y de obligaciones; ese consentimiento general ha sido reconocido por las leyes civiles de los diferentes países y se ha llamado personas jurídicas a esos cuerpos u organismos sociales en los cuales aparece el hombre, no como individuo, sino representado en una sociedad y en una obra de beneficencia pública.
La personería jurídica de la fundación, como se ha dicho, es consecuencia del derecho de desarrollar nuestra personalidad que, propietaria de ciertos bienes, los afecta a una obra de beneficencia cuya existencia desea perpetuar.
No es éste el modo de pensar de la escuela francesa, a cuya sombra se desarrolló nuestro derecho civil; para ella, la existencia jurídica de la fundación es un acto facultativo del poder público: Troplong, en su Tratado de las donaciones y testamentos y Laurent, en su obra ya citada, sostienen que solamente a la autoridad suprema le es dado constituir la persona jurídica, porque es ésta un beneficio que se concede en vista de la utilidad general a que la tal fundación está destinada y, como el cuidado de la sociedad pertenece a esa autoridad, a ella debe recurrirse para la constitución de la referida personería.
Si se examina sin pasión la anterior doctrina podía notarse que en ella hay una especie de confusión en la naturaleza del acto público que requiere intervención del poder supremo.
Se debe tener presente que el individuo en la sociedad civil ejerce dos clases de derechos: sociales unos y políticos otros, estos últimos se fundan en el derecho político, que es derecho público, derecho que rige la autoridad suprema, guardiana y censuradora del organismo político del Estado: en tales casos la intervención del poder supremo es necesaria en conformidad a la Constitución y leyes del Estado; pero los actos sociales del individuo, sea que pertenezcan al orden puramente individual, como son los contratos, o al orden de relaciones de los hombres entre sí, como sucede en la familia, en la beneficencia, etc., deben ser regidos por el derecho civil, porque todos estos actos son actos civiles que se refieren al compuesto social, no al organismo político.
La escuela francesa no ha hecho esta distinción y dio injerencia a un poder político en un acto privado, como es el de fundar.
¿De qué proviene esto?
Del alcance que se ha dado a la palabra pública.
Se dijo: todo lo que pertenece al interés general (público) de la nación está en manos del poder supremo; y de esta premisa se dedujo que teniendo la fundación un carácter universal (público) debía ser autorizada por dicha autoridad.
Olvidábase que el hombre, persona civil, tiene obligaciones para con sus semejantes y que estas obligaciones no están reducidas a uno que otro individuo, o a un grupo de individuos, sino a una verdadera clase social, a los necesitados, sean éstos los llamados pobres, o ignorantes, o enfermos, etc.
El alcance mayor o menor de un acto no le cambia su propia naturaleza, así una donación no deja de ser tal por el hecho de que sea de cien pesos como de mil; lo mismo una acción de asistencia jurídica no se cambia porque ella se practique con diez o veinte personas, o porque se haga extensiva a miles: el acto en sí es uno mismo; en consecuencia, el acto que debe regirlo debe ser idéntico, sin funciones de la vida privada que han de ser regulados por el derecho civil general, no por leyes especiales.
En tales casos se da a la voz pública, un sentido político, cuando el que realmente le corresponde es un significado numérico -universal-, pero sin que por eso la fundación deje de pertenecer al derecho privado.
No hace, pues, un acto político el fundador de un hospital o de una escuela, de modo que necesite autorización del poder político, o supremo, para llevarlos a la práctica, bastándole en consecuencia, que el derecho civil y su autoridad tangible, el poder judicial, le autoricen el acto de su fundación, según las reglas generales.
Descompongamos la acción de fundar y veamos si hay realmente algún fundamento para la injerencia y dominio del Estado.
Lo primero que vemos es un individuo que desea realizar una obra benéfica, cuyo objeto es generalmente atender a los enfermos, enseñar al que no sabe, mejorar la condición del menesteroso, en una palabra, ejercer alguna obra de misericordia: todos actos del orden privado.
En seguida presenciamos una acción generosa, por la cual ese individuo se desprende de una parte de sus bienes particulares para llevar a efecto la idea preconcebida: acto del orden privado también.
Luego, impone las bases y echa los fundamentos -estatutos- de la nueva obra a la que imprime el sello de su personalidad, en su pensamiento y en su corazón: a nadie puede ocurrírsele que estas acciones no son del orden privado.
Llegamos, por último, al deseo y al derecho que tiene ese individuo a perpetuar su obra en el tiempo, haciéndola capaz de subsistir mediante ciertos bienes que afecta perpetuamente a ella y colocándola en aptitud de poder percibir otros bienes que otras personas quieran asignarle para desarrollar su propia obra, o sea la constituye como persona de derecho.
Francamente que no vemos en ninguno de estos actos algo que permita, en derecho, la injerencia de un poder político en funciones esencialmente de derecho privado, pero de alcance social; no sería lo mismo si una fundación tuviera un alcance político, pues entonces la injerencia de la autoridad suprema sería justificada; de lo que se deduce que si una fundación saliera del terreno del derecho privado, para entrar en el del político, por ese solo acto quedaría sujeta al poder supremo.
Dar al Estado la intervención que en nuestro Código, siguiendo las doctrinas francesas, se le ha dado en instituciones de esta naturaleza, es introducir un elemento extraño en el orden de las relaciones privadas de los individuos, es una intromisión injustificada del poder público en actos que no son de su propio resorte.
Por estas razones y las dichas anteriormente creemos poder concluir que la fundación de beneficencia pública de que habla el Art. 546 del Código Civil debe quedar fuera de la intervención del poder público y dentro de los principios generales que rigen las donaciones, centros, etc., es decir, sujeta a la fiscalización de la justicia común, reguladora del derecho privado.
Si la fundación, como esperamos haberlo demostrado, es persona jurídica por derecho natural, en virtud de esa personalidad es hábil para ejercer derechos y contraer obligaciones civiles; entre esos derechos hay el que se llama de propiedad.
Si ésta es necesaria al individuo, como complemento de su ser y le sirve para su desarrollo, lo mismo debe decirse de la propiedad para la fundación, como persona jurídica.
¿Qué avanzaría con existir una fundación si no se le dan los elementos para seguir existiendo? A la fundación le es tan necesaria la propiedad raíz, por lo mismo que esta clase de propiedad es la más segura y estable y como el objeto de la fundación es asegurarse una vida futura, exenta en lo posible de los riesgos de perder lo que la mantiene, se desprende, creemos, que esa propiedad raíz es la más propia de su fin.
¿Qué se hace cuando se desea constituirle a una persona una renta fija y duradera? Gravar un predio rústico o urbano, porque el fundador de esa renta sabe y la ley le ha concedido el derecho de hacerlo- que lo más seguro es afectar esa pensión a un bien raíz, que siempre existe y siempre tiene valor.
La ley recomienda a los tutores (Art. 406) que empleen los dineros de sus pupilos en comprar bienes raíces y les carga responsabilidad por la omisión en esta materia.
Si es, pues, la propiedad raíz la más firme y si se equipara la persona jurídica al menor sujeto a tutela o curaduría y si para éste la ley recomienda la adquisición de inmuebles, ¿por qué no es lógica y dice a los administradores de fundación que inviertan los dineros en dichas propiedades?
¿Por qué lejos de aconsejárselos les dice: si compráis bienes raíces podéis conservarlos sólo por cinco años y en seguida, si no tenéis autorización legislativa debéis desprenderos de ellos?
Francamente no vemos razón legal alguna.
O la fundación es persona jurídica o no lo es: si lo primero tiene derecho y la ley se los reconoce en el artículo 545; uno de los derechos es el de propiedad, íntimamente ligado con el de personalidad; en consecuencia, debe reconocerlo.
Que la propiedad está afecta a la persona jurídica se deduce de su propia existencia, porque si tiene derecho a la vida, tiene también a los medios para vivir y nadie negará que la propiedad es el principal de los medios de subsistencia.
Esto es de sentido común y la ley lo prescribe terminantemente cuando dice que «lo que pertenece a una corporación (o fundación) no pertenece, ni en todo ni en parte a ninguno de los individuos que la componen», sino a la corporación o fundación misma (Art. 549); y lo confirma al añadir que estas personas jurídicas «pueden adquirir bienes de todas clases» (556).
Ahora bien, si tienen derechos las fundaciones para adquirir bienes de todas clases, se deduce en buena lógica que pueden conservar esos bienes, porque quien tiene derecho de propiedad, puede conservar ese derecho; de otro modo es un derecho ilusorio y por desgracia de esta clase es el que nuestro Código concede a la fundación.
Podéis adquirir bienes de todas clases, dice la ley a las fundaciones, pero no os es lícito conservar las raíces más de cinco años.
¿Es acaso un derecho distinto el que se ejercita cuando se adquieren bienes muebles, o cuando se poseen bienes inmuebles? No; en uno y otro caso se ejercita el derecho de propiedad sobre objetos distintos.
Después de observar que la ley concede el derecho de propiedad a la fundación sobre toda clase de bienes, no se comprende, sino como una contradicción manifiesta, la exclusión que a renglón seguido hace de los inmuebles.
Pero el legislador siempre ha tenido razones para legislar y esas razones son las que tratamos de averiguar si son tales.
Se dice que, facilitada la adquisición perpetua de bienes raíces por la fundación, se retiran del comercio general todos esos bienes, con lo cual sufre y padece la sociedad. Ésta es la gran razón en que se fundó el legislador, que tuvo ante sus ojos el recuerdo de la propiedad de la mano-muerta.
Ya hemos hablado de esta última y hemos dicho que con los bienes que a ésta pertenecían se hacían grandes beneficios y citamos la opinión de Taine, que reproducimos ahora, no por el placer de citar, sino porque habiendo heredado nosotros de la Francia los principios que nos rigen en la materia, es oportuno ver a qué conclusión ha llegado el distinguido escritor.
Es justo y útil decía Taine, que «las fundaciones permanezcan indefinidamente en posesión de su patrimonio».
Está la justicia en que siendo persona jurídica puede adquirir y en que los individuos que quieren contribuir al desarrollo de una fundación legando o donándole algún bien raíz están en su derecho para hacerlo.
La utilidad de la conservación indefinida de estos bienes raíces proviene del fin mismo a que está destinada la fundación: ella sirve para dar instrucción al ignorante, habitación al indigente, alimento al hambriento, remedio al enfermo y como siempre habrá ignorancia, miserias y enfermedades, siempre también la fundación, propietaria indefinida de sus bienes, estará satisfaciendo esas necesidades sociales.
Se ataca la perpetuidad de la propiedad raíz en la fundación, mirando la utilidad pública y nosotros creemos que hay mayor utilidad en la propiedad perpetua que en la temporal de cinco años.
Desenredemos la trama tejida alrededor de la fundación, perpetuamente propietaria de sus bienes raíces y veremos más claro dónde está la utilidad general.
Se quiere, con el impedimento que criticamos, hacer pasar la propiedad raíz de la fundación, en manos de los particulares porque éstos negociarán mejor con ella; y bien, quién podrá negar que hay gran utilidad para un país en que existan aseguradas firmemente, como lo serán por la propiedad indefinida, fundaciones en las cuales se instruya al pueblo, se dé habitación higiénica y barata al trabajador, etc., etcétera.
La razón de conveniencia no es tal, es más bien de egoísmo y la ley, en vez de fomentar el egoísmo, debe propender a desarrollar los buenos sentimientos humanos, a mejorar la condición social de las clases numerosas y a procurar fomentar la iniciativa particular, liberando al Estado de cargas que los ciudadanos anhelan llevar sobre sus hombros.
Si el Código concediera libremente a la fundación el derecho de poseer bienes raíces a perpetuidad, sería más lógico en sus disposiciones y favorecería mucho más el interés del mayor número, que son las clases pobres, a cuyo servicio está destinada dicha persona jurídica.
Si nos hemos declarado partidarios de la libertad de fundación de beneficencia pública y del derecho de censurar perpetuamente la propiedad de bienes raíces, no por eso se crea que rechacemos las trabas impuestas a los administradores y directores de la fundación en lo que se refiere a la enajenación y gravamen de los dichos bienes raíces.
Equiparadas, como están, las personas jurídicas o las menores, es conveniente que se sujeten los directores de la fundación a las reglas que indica el inciso 1º del artículo 557, porque interesada la sociedad en que la fundación prospere y se administren sus bienes con celo y honradez, debe exigir de la ley que obligue a los representantes de la fundación a que administren conforme a reglas prudentes que garanticen la seguridad de la misma.
Esta disposición de la ley es tanto más necesaria cuanto que se trata de la administración de intereses anónimos con los cuales se procede muchas veces con desidia y acaso pudiera temerse algún abuso, que sería tanto más deplorable cuanto que se trataba de una obra cuyo objeto era hacer el bien y la felicidad de muchos.
Para concluir, resumiremos nuestras ideas en forma de artículos de modificación a los correspondientes del Código Civil sobre la materia que hemos analizado.
En primer lugar nos parece preferible designar a las personas jurídicas con el término de personas morales, en lugar del de ficticias con que se les califica en el artículo 545.
En segundo, propondríamos en sustitución del 546, otro que dijera así:
Son personas jurídicas, por ministerio de la ley, las fundaciones de beneficencia pública hechas por particulares en testamento solemne o por escritura pública por acto entre vivos.
Si se hiciere alguna donación, y se asignare alguna cantidad para el sostenimiento de estas fundaciones se seguirá para ello lo dispuesto en el título De las donaciones entre vivos, sin perjuicio de las demás disposiciones legales sobre derechos de terceros.
En cuanto al régimen a que deben sujetarse en el ejercicio del derecho de propiedad, sustituiríamos el artículo 556, quitando las trabas que en él se imponen y diciendo que las fundaciones de beneficencia pública pueden adquirir a cualquier título y conservar a perpetuidad la propiedad de toda clase de bienes.
En lo que se refiere al gobierno de estos bienes, dejaríamos subsistentes las trabas que impone el Código en su artículo 557 inciso 1º y naturalmente de acuerdo con lo dicho en el párrafo precedente, suprimiríamos el inciso 2°.
Por último, las fundaciones se disolverían en conformidad con los estatutos de fundación; pero si éstos no lo previenen, y llegasen a comprometer la seguridad o los intereses del Estado, podrán ser disueltas por el Presidente de la República, oído el Ministerio Público. A este mismo Ministerio correspondería determinar si una fundación corresponde o no a su objeto primitivo, para los efectos de su disolución por el Presidente de la República.