Pastoral que el Illmo. y Rvmo. Señor Doctor don Mariano Casanova, arzobispo de Santiago de Chile, dirige al clero y fieles al publicar la Encíclica de Nuestro Santísimo Padre León XIII sobre la condición de los obreros por Mariano Casanova
Mons. Mariano Casanova, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, arzobispo de Santiago de Chile.
Al clero y fieles de la arquidiócesis,
salud y paz en el Señor.
Nuestro santísimo padre León XIII ha hablado nuevamente al mundo en un documento que bastaría por sí solo para inmortalizarlo. Este documento es la encíclica monumental del 15 de mayo del presente año, en que con admirable sabiduría resuelve el arduo problema de la cuestión social, que ha preocupado en este siglo a pueblos y gobiernos. Como incansable vigía, su mirada observa de continuo todos los puntos del horizonte moral para señalar a las sociedades cristianas la nube oscura que perseguía próxima tempestad. Y no contento con señalar el peligro que las amenaza, indica los medios de conjurarlo con infalible eficacia.
Tal es el objeto de su última encíclica. En ella señala al socialismo como un peligro formidable que amenaza destruir el fundamento mismo de la sociedad humana, estableciendo una igualdad de condiciones y de fortunas contrarias a su naturaleza y a las disposiciones de la Providencia. Esta doctrina desquiciadora ha hallado en todas partes numerosos adeptos, porque halaga la codicia de los desheredados de la fortuna con la expectativa de riquezas adquiridas sin trabajo. Los espíritus ligeros se convencen fácilmente de la aparente injusticia que creen descubrir en el hecho providencial de que hombres iguales en naturaleza sean desiguales en condición social; y esta falsa creencia va engendrando un funesto antagonismo entre los ricos y los pobres, los patrones y proletarios, los favorecidos de la fortuna y los desheredados de ella. Y este antagonismo, que se ahonda cada día con la propaganda socialista, no tardará mucho en convertirse en odio implacable, si alguna mano poderosa no contiene sus estragos.
Mucho se han afanado los sabios en buscar en la ciencia económica un remedio para esta grave dolencia; mucho han trabajado los gobiernos por contener el torrente con los enérgicos recursos del poder; muchos sistemas se han ideado para restablecer la armonía entre las dos clases sociales que se disputan la posesión de los bienes de fortuna. Pero todo esfuerzo ha resultado ineficaz.
En esta situación, León XIII hace oír su palabra en medio de la tempestad social para indicar a pueblos y gobiernos dónde se encuentra el único remedio que pueda curar la llaga mortal del socialismo. Ese remedio de divina eficacia se encuentra en el Evangelio, que enseña a los ricos el desprendimiento y a los pobres la resignación, que obliga a los unos a mirar a los pobres como hermanos, a interesarse por la suerte y socorrerlos en la necesidad, y que impone a los otros el deber de buscar en el trabajo honrado y en una conducta arreglada los recursos necesarios para la vida. Y el Papa, interponiéndose como mediador entre los capitalistas y los obreros, pide a los primeros que, moderando su sed de riquezas, no arrebaten al obrero la justa remuneración de su trabajo ni le impongan mayor carga que la que pueden soportar sus fuerzas, al mismo tiempo que recuerda al proletario la dignidad altísima del pobre a los ojos del Evangelio y el ejemplo del Salvador del mundo que, por amor a la pobreza, pudiendo ser el Rey más opulento de la tierra, fue el obrero más humilde de Nazaret. Y, viendo que este antagonismo tiene por causa principal la ambición de riquezas, se empeña por moderarla con la consideración de que el hombre ha nacido para mayores destinos que la posesión de bienes caducos y vanos; que el hombre debe trabajar, porque el trabajo es ley providencial, pero haciendo del trabajo una virtud, es decir, un medio que le facilite la consecución de su eterno destino.
Y, aunque el recuerdo de las verdades cristianas bastaría para dar solución al gran problema social, León XIII no se contenta con ese recuerdo. Pide también sus luces y enseñanzas a la filosofía para demostrar que la doctrina niveladora del socialismo es impracticable, porque es contraria al orden natural y dañosa para los mismos a quienes se pretende favorecer. La desigualdad de condiciones y de fortunas nace de la desigualdad natural de talentos, aptitudes y fuerzas; y no está en la mano del hombre corregir esa desigualdad, porque no está en su mano igualar la condición de todos. Y sabiamente lo ha dispuesto así la Providencia, pues el día en que se nivelasen las condiciones y fortuna de los hombres, desaparecería la sociedad, que se funda en la reciprocidad de servicios que se prestan unos a otros. Y de aquí deduce el sabio Pontífice que no pueden ser enemigas las clases en que se divide la sociedad, sino que, al contrario, deben estar unidas, no solamente por los lazos de la comunidad de origen, de naturaleza y de destinos, sino también por los vínculos de mutuo interés. El rico necesita del pobre para el cultivo de sus campos, para extraer y beneficiar el oro de sus minas, para las variadas obras de la industria humana, para la construcción de sus edificios y hasta para la preparación de su alimento; el pobre necesita del rico para obtener los recursos de la vida con la remuneración de su trabajo. El uno y el otro se completan como los diferentes miembros del cuerpo humano.
Además de la práctica de las enseñanzas evangélicas y de las virtudes cristianas, que hace al rico desprendido y caritativo y al pobre resignado y laborioso, recomienda la Santidad de León XIII el uso de ciertos medios humanos que pueden cooperar eficazmente a la curación de la llaga social. En este punto corresponde al Estado una parte muy considerable, ya sea procurando el bienestar general por medio de buenas leyes, ya sea reprimiendo con mano severa los atentados contra la propiedad, ya procurando mejorar la condición de la clase proletaria protegiéndola contra las exacciones injustas y las exigencias inmoderadas de la codicia, ya haciendo obligatoria la ley del descanso dominical, y, por último, procurando con su auxilio que se guarde y fomente la religión y florezcan las buenas costumbres en la vida pública y privada.
Toca también a los particulares una parte no pequeña en la extirpación del mal que aflige a la sociedad actual. Contribuirá a remediarlo todo lo que se enderece a aliviar la penosa condición de los proletarios; y entre los varios medios conducentes a este fin, ocupa, a juicio del Papa, un lugar preferente la fundación de asociaciones de servicios mutuos, los protectorados o patronatos y otras análogas instituciones. En todo orden de cosas la acción común es mucho más eficaz que la acción individual; y, tratándose del alivio de las necesidades sociales, la experiencia de los siglos ha demostrado que la asociación es la manera más fácil de remediarlas. Por eso la Iglesia las ha multiplicado en su seno, de tal modo que no hay humana miseria que no encuentre alivio y remedio en alguna asociación de caridad. Y puesto que su eficacia es tan evidente, no debe el Estado estorbar su formación con leyes restrictivas de la libertad de asociación, no poniéndole otro límite que el que señalan la justicia, la moral y el bien público. Las asociaciones de obreros católicos dirigidas por hombres virtuosos y prudentes podrán llegar a ser, si se multiplican, puertos de salvación, no solamente para el pueblo que trabaja y que sufre, sino también para la sociedad doméstica y pública.
Tal es, amados diocesanos, expuesto en ceñidísimo resumen, el objeto de la encíclica De conditione opificum, que por su excelencia y oportunidad ha producido en el mundo tan honda sensación. Es tal vez el documento más acabado y más importante que ha salido de la docta y fecunda pluma del gran Pontífice, que ha cautivado al mundo con su sabiduría y pendencia. En ella se contiene la última y decisiva palabra entre la cuestión social que desde hace un siglo divide y apasiona los espíritus y de cuya resolución depende la suerte de la sociedad. La resolución dada por el Papa, apoyada en el Evangelio, en la filosofía y en los verdaderos principios de la ciencia económica, zanja las dificultades sin dañar ningún derecho y protegiendo con igual eficacia el interés de los ricos y de los pobres. Con lógica vigorosa pulveriza los errores antisociales que seducen a las masas, y los extraviados de buena fe volverán a buen camino convencidos y desengañados. De esta manera, el que por su misión en la tierra parece que no debiera preocuparse sino del bien de las almas, vela también con solicitud paternal por la suerte temporal de los pueblos cristianos. Y en esta ocasión como en tantas otras, el Papa será el salvador de la sociedad.
Con razón ha prestado el mundo una acogida tan favorable y entusiasta a este documento pontificio. Amigos y enemigos, obispos y gobiernos, diarios y universidades todo lo que sirve de órgano autorizado a la opinión pública, han expresado en términos encomiásticos la complacencia que les ha producido su lectura, y todos creen que la palabra infalible del Vaticano ha dado golpe mortal al socialismo contemporáneo en el momento en que parecía más seguro su triunfo. Los que no están dominados por el espíritu de secta le rinden homenaje de admiración; los otros guardan un silencio que parece significar la confesión de su impotencia.
Y a fin de que os penetréis, amados diocesanos, de la importancia de la encíclica, creemos conveniente transcribir el juicio que se han formado de ella hombres doctos y altamente colocados, comenzando por el episcopado, sea en las felicitaciones enviadas al Santo Padre, sea al publicar la encíclica.
El cardenal Foulon, arzobispo de Lyon, dice: «Esta enseñanza, de tan alto alcance, nos viene a la hora en que las cuestiones sociales agitan al mundo entero, al que da, con una autoridad infalible, la verdadera solución que en vano se esfuerza en buscar fuera del Evangelio».
El arzobispo de Rennes, cardenal Place, agrega: «Este documento es para mí uno de los hechos más considerables de nuestro siglo, uno de los actos más fecundos en consecuencias felices que haya emanado después de mucho tiempo, de la Cátedra Apostólica.
»El temido y complicado problema, considerado en toda su extensión, es estudiado en todas sus fases en luminoso y armónico desarrollo, sin preocupación de escuela, de sistema y de partido. Este documento pontificio es la carta de la verdadera economía social, y será el código de todo el que tenga la noble ambición de trabajar eficazmente en procurar la paz pública, la dicha de los pueblos, el mejoramiento material y moral de la clase obrera... Esta Encíclica producirá el acuerdo entre los hombres de buena voluntad, agrupará a los enérgicos y encenderá una llama de apostolado que producirá frutos ciertos...».
El obispo de Vannes (Francia) se expresa así: «Sólo vos en el mundo, Santo Padre, estáis autorizado para servir de árbitro en este grave y universal debate de que dependen la tranquilidad y la dicha de los pueblos.
»Si este documento magistral, que en nada cede a todos los otros que han señalado el curso de vuestro Pontificado, tan fecundo en palabras y en obras, fuese propagado en todas las clases de la sociedad, tranquilizaría a muchos espíritus inquietos, consolaría a muchos corazones ulcerados y contribuiría poderosamente a reconciliar a los hermanos divididos y a dar a cada uno lo que les es debido».
Refiriéndose a la encíclica, dice el arzobispo de Burdeos: «La palabra de Vuestra Santidad no ha menester del sufragio popular: ella tiene por sí misma su indiscutible autoridad y su soberano poder: es la luz, la expresión de la eterna verdad y por lo tanto está siempre segura de encontrar en todas partes la sumisión y la adhesión filial del mundo cristiano. Pero esta palabra tiene ahora, por el mérito personal que el mundo admira, una majestad y un brillo que obliga a los hijos a alabarla con los sentimientos de un vivo entusiasmo.
»El pueblo sabrá ahora mejor que el Papa es su padre y que los límites del Vaticano no pueden detener la caridad paterna que anima a Vuestra Santidad en favor del obrero cristiano en todos los lugares del mundo».
El obispo de Rochela dice así: «Habéis dado al mundo una solución clara y precisa a una cuestión de actualidad. Habéis probado victoriosamente, aún a los ojos de los incrédulos, que no os niegan sus elogios, que las doctrinas religiosas son las únicas capaces de moralizar a los pueblos.
»En una época en que las escuelas de mentira e impiedad se han multiplicado hasta el exceso y han sacudido los fundamentos de la conciencia humana, Vos habéis consolidado este edificio tan conmovido. Habéis hecho flamear bien alto en los aires el augusto estandarte de Cristo, como lo habíais ya hecho en vuestras anteriores cartas.
»Las sociedades encontrarán en la Encíclica la luz de que necesitan para entrar en el camino del orden, de la paz y de la grandeza».
El cardenal Langénieux, arzobispo de Reims, dice: «El universo entero, a estas horas, dirige al trono de Pedro sus acciones de gracia y la respetuosa expresión de su reconocimiento, porque una voz se ha oído que repite a la multitud, con un acento que llama la atención y atrae todos los corazones, la gran palabra del divino Maestro: misereor super turban!
»En adelante la multitud de los obreros no ignorará que la Iglesia, a la vez que tiene palabras de vida eterna, posee también el secreto de asegurar su dicha temporal; que ella tiene una ciencia social cuyo olvido ha causado la ruina y la división que lamentamos y cuya observancia restablecería la prosperidad de los antiguos días».
No han sido menos explícitos los gobiernos civiles. En el Parlamento español, en la sesión de 30 de mayo, el Ministro del Interior don Francisco Silvela, haciéndose intérprete de los sentimientos del presidente del Consejo de Ministros, declaró, contestando a una interpelación del señor Nocedal, que «en todos los casos de presentación de nuevas leyes, el gobierno español no se separará ni mucho ni poco de los principios sociales y políticos que se contienen en la última Encíclica sobre la cuestión obrera. Los principios en que se inspira el gobierno de S.M. en las cuestiones sociales, son perfectamente conformes a las admirables enseñanzas de la Encíclica pontificia». Concluyó su discurso asegurando, a nombre del gobierno, que «en los límites de la esfera legislativa, las mencionadas enseñanzas de Su Santidad serán tomadas en consideración y obedecidas».
Pocos días después, el señor Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministros, confirmó en el Senado cuanto había dicho el ministro Silvela en la otra Cámara, agregando que «hacía votos porque la doctrina de la Encíclica fuese observada por la generalidad de los pueblos y de los individuos, afirmando que si así sucedía, no sería necesaria la intervención del Estado en las cuestiones sociales». Agregó que se alegraba de encontrar en el mencionado documento «un íntimo conocimiento de las necesidades y de las circunstancias de la época» y concluyó diciendo que «puesto que al mismo tiempo que somos Ministros de la Reina y Ministros de un Estado Católico, tenemos la fortuna de ser nosotros católicos, podemos declarar también con satisfacción que en el espíritu, en el ideal, en la alta dirección, en todo aquello que debe informar todos nuestros actos y todas nuestras leyes, estamos enteramente de acuerdo con las ideas esenciales y fundamentales de la Encíclica de Su Santidad».
Los emperadores de Alemania y de Austria, el presidente de Francia y otros, han dirigido al Santo Padre mensajes de felicitación y de gratitud por la encíclica.
El juicio de la prensa amiga y enemiga es igualmente favorable.
No hay diario de cualquier color político que sea, que no haya hablado con interés de la encíclica. Es éste un verdadero plebiscito de la opinión pública en favor del Papa y de la doctrina católica respecto al gran problema que hoy se debate.
La misma prensa impía o protestante se ha hecho órgano de propaganda de la palabra vivificante del Vicario de Jesucristo.
El Pays, diario anticlerical, dice: «Esta Encíclica es el principio del siglo XX».
El Times, St. James Gazette, el radical Dundes Advertiser, el Anti Jacobin, la protestante Saturday Review, consagran largos artículos a la encíclica papal, en general llenos de sincera admiración, o al menos de la más alta consideración hacia este importantísimo documento.
El Temps, que representa exactamente las ideas del gobierno francés, ha aprobado el tono general, el trabajo tan completo y la suma prudencia de este documento.
El Soleil, órgano del Partido Conservador, hace un gran elogio de la encíclica «que ha venido en momento tan oportuno y que será el monumento más glorioso del reinado de León XIII, la gran carta económica del mundo moderno, con un espíritu conservador, liberal y democrático, y no contiene la panacea social sino enseñanzas que conviene que mediten especialmente los ricos».
La Europa, gaceta diplomática, compara «la política del Vaticano, noble, majestuosa, humanitaria, con la del gobierno de Italia, celosa, mezquina, vulgar».
El Petit Journal de París, cuya impresión pasa de un millón de números diariamente, dice: «Cualquiera que sea la opinión que se tenga es imposible no reconocer cuán elevados y generosos son los conceptos de León XIII y no ver la importancia de este documento.
»Es éste un acontecimiento considerable de que es necesario tomar nota y estudiarlo detenidamente».
La New Trice Presse de Viena, órgano del judaísmo, a pesar de que quisiera encontrar deficiencias en la encíclica, no puede menos que confesar «que este documento despierta la más viva simpatía, hace reconocer un espíritu elevado que se presenta rodeado de una aureola de reverencia y de cordial interés por los pobres.
»Se propone como fin el mitigar los dolores de profunda herida y lo hace de un modo tal que ha de ser escuchado por todas partes con veneración y placer.
»Manifiesta así el viejo Pontífice que no quiere cerrar los ojos a esta vida mortal sin haber puesto en uso y aprovechado en beneficio de los pobres todo su poder y dignidad».
La encíclica se levanta, agrega, «cual torre elevada sobre la literatura que inunda al mundo con el nombre de conservadora y cristiana.
»El Pontífice no es solamente el Jefe Supremo de la Iglesia; es también un hombre docto, erudito, libre de toda preocupación o celo de casta y un amigo sincero de los trabajadores».
El Univers de París, escribe: «Nosotros pedimos la luz, y hemos tenido la luz. No es el hombre de una idea, de un sistema, de una escuela el que hemos escuchado, es la Autoridad».
El Journal de Jenève encuentra en esta encíclica: «La pluma de un hombre de Estado educado en la severa escuela de Santo Tomás y adoctrinado en la experiencia de la vida y en el conocimiento de los hombres».
El Journal des Debats de París dice que: «La Encíclica del 15 de mayo despierta un interés mucho mayor que una simple curiosidad literaria».
La Italia observa que la encíclica «es un documento que merece ser estudiado atentamente aún por aquellos que tienen observaciones que hacerle».
La Opinione dice: «que este documento es de gran importancia no tanto por la solemne autoridad de que ha emanado, cuanto por la fuerza numérica e intelectual del gran partido católico que esperaba quizás la palabra del Pontífice para reunirse en un solo haz».
La Perseveranza empieza un largo artículo diciendo «que el documento salido del pensamiento y de la pluma del Pontífice es digno de la larga expectación que le había precedido».
La Nation de Bruselas, diario liberal, dice «que León XIII es del mismo temple que los grandes reformadores de la humanidad, cuyo nombre pasará glorioso a la posteridad como una de las más grandes figuras de nuestro siglo, debiendo tener su obra sobre la cuestión obrera consecuencias incalculables en el porvenir».
El Journal des Tribunaux, de Bruselas, llama memorable la encíclica, y admirándola agrega: «Rara vez las cosas esenciales han sido dichas con más fuerza y elocuencia aún por los más fervientes partidarios. Nuestro testimonio de incrédulos no será sospechoso».
La Jermania dice en medio de los mayores elogios: «La Encíclica trata de la cuestión obrera ex officio, de un modo que en realidad agota la materia desde su más remoto origen hasta las íntimas y más peligrosas consecuencias, desde los principios fundamentales y teóricos hasta los proyectos más prácticos y más pequeños».
La Kolnische Wolks Zeitung escribe: «Puede asegurarse que la última Encíclica no es superada por ninguna de las precedentes en el perfecto desarrollo, en la exacta combinación de sus partes, en la exactitud de las expresiones, en el colorido y fuerza de estilo, y se manifiesta en ella que el Pontífice ha hablado también como hombre político.
»Con verdadera satisfacción el centro alemán saluda este nuevo documento de la sabiduría pontificia».
Las universidades y sociedades sabias no han sido menos favorables al documento pontificio.
La Universidad Católica de Lyon dice: «Publicada en el día en que el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, esta Encíclica es visiblemente ilustrada por un rayo de este Espíritu de luz y de amor. Nos atrevemos a decir que, de todos los oráculos que han descendido de la Cátedra de San Pedro, no hay ninguno que sea tan interesante ni más fecundo en felices consecuencias para el orden social y cristiano.
»Desde la Epístola de San Pablo a Filemón que proclama la igualdad del esclavo y del hombre libre ante Dios, desde las graves enseñanzas de Gregorio el Grande, Inocencio III y Pío I, que tan poderosamente han contribuido a elevar la dignidad humana, no hay documento que exprese mejor el gran principio de la fraternidad predicado a los hombres por el Divino Fundador de nuestra religión» (Firman todos los profesores).
Seríamos interminables si pretendiéramos resumir las felicitaciones y agradecimientos dirigidos a la Santa Sede con este motivo por las Sociedades de Obreros, de Socorros Mutuos y Gremios Industriales del Viejo Mundo.
Esta admirable uniformidad en la opinión ilustrada del mundo es la más elocuente demostración de la excelencia de esta obra.
Nosotros debemos congratularnos del valor y mérito de esta encíclica, no sólo como católicos, sino también como ciudadanos chilenos; porque sus enseñanzas llegan a nosotros en hora oportuna, en la hora de nuestra reorganización política y regeneración social. Hace ya tiempo que se notan en Chile manifestaciones socialistas que revelan la existencia de gérmenes malsanos en el seno de nuestro pueblo. Más de una vez hemos visto levantarse en huelga contra los dueños de establecimientos industriales a diferentes gremios de obreros, causando no pocos daños a la industria y privándose ellos mismos del jornal con que debían satisfacer sus necesidades. Hemos visto ataques tumultuosos a la propiedad particular, no solamente en situaciones normales, sino en épocas en que ninguna circunstancia extraordinaria podía servirles de excusa. Hemos visto con dolor y profunda extrañeza que se han estado propagando por la prensa diaria doctrinas socialistas y empleando como recurso político el azuzamiento del pueblo contra los ricos y de la democracia contra la aristocracia. Pocas veces deja de producir consecuencias funestas esta propaganda antisocial, por lo mismo que es halagadora de las pasiones y aparentemente favorable al interés de las clases proletarias.
Procuraremos, amados diocesanos, contrarrestar esas doctrinas y extirpar de nuestro pueblo los gérmenes que hayan sembrado en él manos temerarias y corruptoras, poniendo en práctica los consejos que se contienen en la encíclica del Papa, cuya atenta lectura recomendamos encarecidamente.
Rogamos a los jefes de talleres o de industrias la circulen entre sus operarios y ojalá sea posible hacerla conocer a todos ellos. En Lyon de Francia fue impresa en grandes caracteres y fijada en los sitios más concurridos de la ciudad.
Esperamos poder más tarde, cuando las circunstancias lo permitan, insistir en la manera práctica de llenar los deseos del Santo Padre y aprovechar sus enseñanzas por medio de asociaciones.
Recomendamos a nuestros amados cooperadores en el sagrado ministerio y en particular a los párrocos, dar a conocer las verdades de la encíclica por medio de predicaciones populares, sea leyéndola en diferentes domingos, sea extractándola según mejor convenga a los fieles.
Igualmente deseamos que en todas las corridas de ejercicios de hombres, lo mismo que en las misiones durante el presente año, se destine una instrucción especial para exponer y recomendar la saludable doctrina de esta encíclica.
A los obreros de san José damos también la honrosa comisión de circular en los talleres la encíclica, para lo cual hemos ordenado hacer una edición popular y económica.
Dado en Santiago de Chile el dieciocho de septiembre de mil ochocientos noventa y uno.
Mariano Manuel Antonio Román
Arzobispo de Santiago Secretario
Por mandado de S.S. Iltma. y Rvma
Honorable Comisión:
Obligado por los estatutos universitarios a discurrir sobre un tema jurídico o político para obtener mi título de Licenciado en Leyes y Ciencias Políticas, he resuelto ocuparme de un asunto que tiene vivamente preocupados a los estadistas de todo el orbe y que también llama la atención de los nuestros.
Me refiero al grave y trascendental problema relativo al mejoramiento de la condición del obrero por lo que respecta a su cómoda e higiénica habitación.
Problema es éste de complicada solución y de capital importancia por lo que respecta al porvenir de nuestra república.
Muchos son los diversos aspectos que presenta la cuestión, pero no pudiendo abarcarlos todos en el marco estrecho de una memoria universitaria, me concentraré simplemente a determinar cuáles son las facultades del Estado relativamente al problema de las habitaciones obreras, cuáles las medidas adoptadas en otros países que nos aventajan en cultura, y terminaré estudiando el estado actual de nuestra legislación a este respecto y las reformas que conviene introducir en ellas, como un medio de impedir los gravísimos males consiguientes a las pésimas condiciones en que vive el obrero chileno.
El problema que nos ocupa ha llamado la atención pública solamente desde principios del siglo, como consecuencia precisa de las grandes masas de obreros atraídos a los centros de la cultura europea por el desarrollo pasmoso de la industria moderna.
Antes de esta fecha nadie se preocupaba de semejante asunto, por cuanto el peligro no existía.
A medida que el mundo marcha en el sendero del progreso industrial, que siempre se desarrolla en las ciudades, afluyen los hombres en demanda de trabajo, y la necesidad de alojar convenientemente aquellos trabajadores aparece al punto.
Y ésta es la razón porqué en nuestros días dedican a esta materia sus mejores horas grandes pensadores y eminentes políticos.
La cuestión de las viviendas cómodas, higiénicas y baratas para el hombre que consagra su existencia entera al trabajo, y al trabajo activo de los músculos, es cuestión de mayor importancia que la vulgarmente atribuida a este asunto.
De diverso orden son los males acarreados a las sociedades cultas por la poca higiene de las habitaciones obreras y por sus malas condiciones y carestía; estos males pueden clasificarse de la siguiente manera: higiénicos, morales y económicos.
Efectivamente, las investigaciones científicas de nuestra época han venido a corroborar que la mayor parte de las enfermedades que atacan al hombre y principalmente las epidémicas, tienen su origen natural y su causa primera está en ciertos seres microscópicos que la ciencia denomina microbios.
Pues bien, estos pequeños seres tan perjudiciales en sus efectos nacen y se desarrollan en la humedad, en las materias pútridas, en los hacinamientos de población, lo cual sucede en casi todos los países del mundo por lo que respecta al estado actual de las habitaciones para obreros.
En todas partes se han hecho curiosísimas observaciones que patentizan la íntima y estrecha proporcionalidad que existe entre las malas condiciones higiénicas de los barrios de obreros y la mortalidad y estado sanitario de los pueblos y ciudades.
Generalmente las casas de obreros carecen del aire necesario, elemento indispensable para la vida, y esto tiene por origen la falta de densidad, de ventilación, o bien, el gran número de personas que habitan cada pieza en razón de la mucha gente, que necesita morada y de la falta y carestía de éstas.
De suerte que no es raro ver la inmensa mortalidad que se nota en Chile, mortalidad universalmente atribuida a las malas condiciones higiénicas de nuestro bajo pueblo.
En Francia se ha notado que el término medio de la vida en aquellos barrios en donde habitan una o dos personas por pieza es de 47 años; de 39 años en aquellas en donde el número de habitantes es de dos a cinco por pieza, de 37 en los de cinco a diez, y de 32 en aquellas partes en donde el número de habitantes por pieza es superior a diez. Dato es éste muy revelador, y se encuentra confirmado por los antecedentes recogidos en muchos otros países, lo cual manifiesta la necesidad imperiosa de mejorar las condiciones higiénicas de las habitaciones para obreros.
Era ya tiempo que las autoridades y los pensadores se ocuparan en nuestros días de este género de cuestiones, pues ya la mortalidad creciente de un pueblo, las epidemias reinantes con carácter endémico y aquellas que aparecen con caracteres aterradores, no son el resultado de la cólera divina que pesa sobre la mísera humanidad, no son tampoco el dedo de Dios que quiere probar la fe de los buenos, ni su único medio defensivo es la oración; no, otras son las lecciones del siglo, otros son los resultados sorprendentes de la ciencia que penetra intrépida a las profundidades de lo desconocido y que arrebata a la naturaleza sus secretos y sus miserias. La ciencia nos muestra que las enfermedades son fenómenos naturales, resultados de múltiples causas también naturales y compatibles por medios del mismo carácter.
Ella es la gran maestra de nuestra época, y es ella quien nos prescribe la atención preferente al mejoramiento higiénico de las habitaciones de obreros, pues la falta de esto acarrea males de trascendencia para todo un pueblo, sin limitarse en sus efectos a la sola clase directamente perjudicada.
Además de las graves y funestas consecuencias que acarrean para el estado sanitario de un pueblo las malas condiciones higiénicas en que viven los obreros que allí habitan, tiene esto influencia directa por lo que respecta a la moralidad.
Sabido es cuán trascendental importancia tiene el hogar como base y columna de la sociedad; allí aprende el hombre el respeto, el principio de subordinación, el amor recíproco, la abnegación, cualidades indispensables para formar al ciudadano y al hombre destinado a compartir con sus semejantes las amarguras y los deleites de la existencia.
Para ser buen ciudadano, para cumplir convenientemente con los deberes impuestos a todo miembro de la gran familia humana, es de evidente necesidad la influencia de hogar, en donde las caricias de la esposa, de la madre o de la hermana, marcan al hombre el camino del bien y del trabajo como el objetivo final, como el sendero requerido para la felicidad y bienestar de aquellas personas que endulzan las amarguras de la existencia.
El obrero, sobre cuyos hombros pesa con más rigor la inexorable ley del trabajo y de la lucha por la existencia, necesita más que nadie la influencia moralizadora del hogar; pero para que esto se obtenga, es menester procurarle una vivienda cómoda, sana y aseada. De otra suerte, cuando abatido por la fatiga, abrumado bajo el peso tremendo del cansancio, se retira a su habitación, el aspecto lóbrego y sombrío, su miseria y humedad le relajan el espíritu, las funciones de la vida se ejercen lenta y perezosamente por falta de los elementos primordiales y se siente instintivamente inclinado a alejarse de aquel recinto para dirigirse a la taberna en busca de un consuelo, de un enervante que le procure en el éxtasis del delirio el olvido absoluto de la vida y sus penas.
¿Cuál es la situación de aquellos desgraciados expulsados del hogar por el látigo cruel de la miseria, la inmundicia y la falta de higiene? De un lado el destino con sus rigores, el trabajo con todo su acíbar, y ni siquiera una dulzura, ni un deleite, ni un consuelo de aquellos que procuran la felicidad en el olvido: ¡desgraciado de aquél a quien se cierran las puertas del hogar!
Un hombre en esta situación pronto ve aparecer en su mente el desprecio por la vida que no le presenta en su horizonte ningún atractivo y pronto viene la idea del crimen, el cual ofrece la expectativa remota de un bien.
Aquellos moralistas severos de nuestra época que con tanto ahínco condenan el crimen y que con tan inusitado rigor tienden a sofocar al delincuente bajo el peso tremendo de la inexorable vindicta pública, deben pensar un momento, deben tender primero una mirada investigadora a las habitaciones de la generalidad de los obreros de diversos pueblos y países, y entonces verán si es posible la honradez cuando no hay quién la enseñe; si es posible la moralidad cuando una habitación inmunda priva al hombre del hogar, que es la única escuela donde ella se aprende.
Es en la pobre morada del obrero donde se puede ver si es posible el respeto por la mujer, el pudor, la honestidad, cuando cubre un mismo techo y una misma cama da abrigo a personas de distinto sexo; es allí donde se puede ver si es posible la fraternidad, el respeto y el amor a sus semejantes, cuando la asociación es imposible por la repugnancia y fastidio que causa la mala disposición y la ninguna comodidad de la mezquina e inmunda morada, falta de aire, de luz, de aseo y de elegancia sencilla.
Cuestiones son éstas que merecen ser tomadas en consideración y que deben preocupar el ánimo de los cáusticos y acres perseguidores de los desgraciados que se precipitan en la senda del crimen por falta absoluta de aquellas comodidades que da la fortuna, de las luces que da la instrucción y de los consuelos y dulzuras que trae consigo el hogar, palabra ignota para la gran mayoría de los obreros y pobres de nuestra época.
Fluye naturalmente de lo dicho cuán grandes son las perturbaciones económicas que descarga sobre un país la mala situación del obrero en el hogar.
Cada hombre es una fuerza productiva, es un rodaje de la gran máquina industrial que se agita con pasmosa actividad en nuestro siglo, y la energía y fuerza del conjunto dependerá del vigor individual, lo cual no existe cuando el obrero no conoce el reposo del hogar que es reemplazado por la actividad febril de la taberna.
Además, el ahorro, fuente fecunda de riqueza nacional y medio indispensable para la tranquilidad social, no puede existir ni desarrollarse sin la habitación, como centro de la familia y como sitio de amor y reposo.
En presencia de tanto mal, a la vista de tanta miseria, surge al punto la necesidad imperiosa de arbitrar un pronto y eficaz remedio, en lo cual convienen todos los publicistas y políticos: la disparidad de opiniones estriba en los medios que deben emplearse para combatir tanta calamidad. Sostienen unos que esto debe ser obra de la iniciativa particular; sostienen otros que es el Estado a quien cumple tan magna empresa.
Este problema presenta dos fases diversas, a saber: el abaratamiento de las habitaciones y su salubrificación.
Mucho ha hecho la iniciativa particular en diversos países por lo que respecta a la primera parte de la cuestión, pero en todas partes se ha mostrado impotente para extirpar el mal y destruir sus funestísimas y tremendas consecuencias. La iniciativa particular, donde se ha preocupado de semejante cuestión, se ha limitado a considerar el asunto solamente por lo que respecta al abaratamiento, sin cuidarse para nada de la salubrificación.
En Chile, por ejemplo, el mal ha tomado ya un pasmoso desarrollo sin que nada haya hecho la iniciativa particular para contenerlo.
Interesado nuestro gobierno por descubrir la causa de la gran mortalidad, dirigió, hace algunos años, una circular a los intendentes de la república, consultándolos sobre el particular, y casi todos estuvieron contestes en atribuir a la mala condición de las habitaciones obreras la razón principal de tan desastrosa mortalidad.
En Santiago, la mayor parte de las habitaciones de pobres son muy bajas, oscuras, húmedas, faltas de aire, se cocina dentro de ellas, etc., todo con grave detrimento de la salud y de la moral.
En Valparaíso hay a la fecha 543 conventillos con 6.426 piezas en las cuales viven más de diecisiete mil pobladores, lo cual arroja un término medio de tres habitantes por pieza.
De los 543 conventillos existentes, sólo 203 están en regular situación, los demás son completamente inadecuados para la vida y carecen de las más elementales condiciones que para ella se requieren.
Estos datos prueban el desarrollo que ya ha tomado entre nosotros el mal, y aquí, como en todas partes, la iniciativa particular ha sido impotente para extirparlo y contenerlo en su desarrollo.
Hechos son éstos que confirman la existencia de un grave y trascendental mal social junto con la importancia de la iniciativa particular para remediar esta situación, lo cual es bastante antecedente para legitimar la intervención del Estado en esta materia, como el único poder capaz de impedir las funestas consecuencias de la mala habitación del pobre y como el guardián celoso y obligado de los intereses generales de la comunidad.
No queremos nosotros, como algunos socialistas, que el Estado se convierta en constructor y empresario de habitaciones, no; semejante intervención es contraria a los principios fundamentales del derecho y condenable por sus resultados. La acción del Estado en esta materia debe limitarse a estimular la iniciativa particular, suprimiendo algunas cortapisas que la entraban, como sucede en Europa con ciertos impuestos sobre puertas y ventanas, facilitando la enajenación de la propiedad. Además debe el Estado tomar medidas restrictivas e inspectivas de todo género para que atiendan los constructores de habitaciones a la higiene y salubridad.
En casi todas las grandes ciudades europeas está muy generalizada la práctica de impedir se viva en habitaciones insalubres, y la ley francesa faculta a los comisarios de policía para practicar visitas domiciliarias con tal objeto, ordenando el mejoramiento de las que no cumplen con las prescripciones de la higiene y yendo hasta la demolición cuando son absolutamente inmodificables en este sentido.
La ley inglesa contiene análogas disposiciones y concede además la acción resolutoria de todo contrato de arrendamiento por motivo de insalubridad.
En otras partes, los planos de las nuevas habitaciones deben ser sometidos al examen de la autoridad, la cual no deja se practique la proyectada construcción cuando ella no da garantías suficientes de buenas condiciones higiénicas.
También es muy común que se prohíba habitar una casa antes de los seis meses de construida.
Por lo que respecta al abaratamiento de las habitaciones, en algunos países europeos se ha ideado un sistema de ferrocarriles sostenidos por el Estado, los cuales mantienen los fletes a ínfimo precio con el objeto de dar facilidades al obrero para transportarse a su trabajo desde un lugar lejano en donde la habitación es necesariamente más barata.
Tampoco es raro encontrar países en donde el Estado presta a los particulares dinero a bajo interés para que lo apliquen a construir habitaciones sanas y baratas.
Hemos ya visto cuáles son las medidas tomadas en otros países para solucionar el problema de las habitaciones para obreros; nos cumple ahora examinar nuestro derecho positivo a este respecto e indicar los rumbos que, a nuestro juicio, debe imprimírsele en lo sucesivo.
A fuer de francos debemos declarar que es muy escasa la labor de nuestros legisladores y estadistas por lo que a esta materia respecta.
Sólo existe una ordenanza municipal del año 68, que prohíbe las construcciones de ranchos dentro de ciertos límites urbanos; otra del año 74, que fija la altura máxima de los edificios, y por fin, la del 83, que hace ciertas concesiones a los empresarios que construyan habitaciones para obreros, cumpliendo con determinados requisitos exigidos por la municipalidad.
Las concesiones se reducen a las dos siguientes: 1º, uso gratuito de agua potable durante diez años; 2º, exención de pagar la contribución de sereno y alumbrado por el término también de diez años.
Pero estas concesiones se harán simplemente a los empresarios que sometan los planos a la aprobación de la municipalidad y que cumplan como requisitos principales los que pasamos a enumerar.
El piso debe estar quince centímetros sobre el nivel de los patios y éstos, a su vez, deben exceder en la misma cantidad al nivel de la calle; los cimientos deben ser de material sólido y las paredes de piedra o ladrillo; los pisos interiores, a lo menos, es necesario que estén enladrillados; las puertas y ventanas tendrán una medida determinada; la superficie tendrá un total de veinte metros cuadrados y la altura será de cuatro metros como mínimum; de manera que cada habitante pueda disponer de un volumen total de veinte metros cúbicos de aire. Además por cada veinte metros de habitación deberá haber catorce de patio; cada pieza tendrá su ventana y todo departamento deberá tener agua corriente, sobre la cual debe estar la letrina y un poyo de barro para hacer de comer.
Como se ve, nuestra legislación se ha limitado a estimular por el Estado la salubrificación de las habitaciones obreras, sin imponer medida coercitiva de ningún género; sin embargo, para la acertada solución de semejante problema se requiere la recíproca intervención del Estado, de los obreros y de los empresarios.
El obrero debe adquirir hábitos de aseo, lo cual se consigue mediante las visitas de inspección, la difusión de la enseñanza y la prensa.
Ahora se trata de determinar si ésta es cuestión propia y peculiar de los poderes generales, o bien de los locales.
Nuestra Constitución Política confía a las municipalidades la policía sanitaria, y la ley del 91 establece sus facultades taxativas, restringiéndolas en esta materia a prohibir la construcción de ranchos y a fomentar la construcción de buenas habitaciones obreras; de donde se desprende que la municipalidad no tiene facultad alguna para revisar planos, dar facultades inspectivas al Consejo de Higiene, ni tomar ningún otro género de medidas coercitivas.
Tampoco tiene el Presidente de la República este género de facultades, ni ninguna otra autoridad, según las disposiciones vigentes.
Sin embargo, es de toda utilidad que una ley nueva confiera atribuciones de este orden a alguna autoridad nacional y nos inclinamos en esta materia a favor del poder central o del Consejo de Higiene, pues en todos los países en donde se ha hecho de esto una incumbencia de las municipalidades, los resultados han sido pobres, poco eficaz la acción y el mal no ha sido detenido en su pasmoso desarrollo.
Además, es menester no olvidar que el funcionamiento de los cuerpos locales de nuestra república es altamente defectuoso, con excepción de aquellos que existen en las ciudades principales.
Por lo tanto, el único medio eficaz para librar a nuestras poblaciones de los profundos males con que las amenaza el mal estado de las habitaciones del pobre, está en el desarrollo y perfeccionamiento del recién fundado Consejo de Higiene, en la difusión de la instrucción pública y en una ley que confiera todo género de facultades en esta materia al Consejo de Higiene, donde sea posible su acción, y a las autoridades administrativas donde ésta no alcance, facultades que deben mirar tanto a la construcción de las habitaciones como a la inspección de los hábitos higiénicos de sus moradores.
Santiago, 23 de diciembre de 1892.
Hace pocos años que la plaga del socialismo no era conocida en Chile ni de nombre. Nuestros obreros no tenían más aspiración que la de buscar en el trabajo los medios de subsistencia. Sus jornales eran su tesoro, y los que sabían aprovecharlos encontraban en ellos lo que basta para el bienestar de la vida. Formados en la escuela del Evangelio y acostumbrados a recibir de manos de la caridad lo que no podía proporcionarles el trabajo, vivían tranquilos en su honrosa pobreza. Y lejos de mirar con envidia la fortuna de los ricos, recibían con agradecimiento el salario, que era el premio de sus fatigas.
Esta situación ha cambiado en poco tiempo. En muchos se han despertado ambiciones desmedidas de ganancia, que no serían censurables si no se intentase satisfacerlas por medios ilícitos. Pero hemos visto reclamar aumentos de salarios en son de guerra y a veces con perturbaciones del orden público. Hemos visto levantamientos de numerosos gremios de obreros en actitud amenazante y huelgas de muchos días, que engendran perjuicios considerables a los dueños de industrias y graves molestias a los consumidores. Hemos visto destrucciones e incendios inútiles de establecimientos industriales, sin que falten ejemplos de asaltos a casas de comercio y hasta escenas de sangre. Hemos visto a multitudes de obreros abandonar sus faenas a la voz de caudillos que organizaban la resistencia y alentaban sus pretensiones.
Estos procedimientos eran desconocidos en Chile. Patrones e industriales arreglaban los salarios de común acuerdo, y cuando era preciso modificarlos se hacía siempre en condiciones pacíficas, sin violencia, sin mido y sin daño de nadie. Los que se consideraban mal remunerados iban a buscar a otra parte o en otros servicios mayor utilidad, sin que ninguno se creyese con derecho para exigir por la fuerza o por medio de complots jornales más crecidos, o para imponer condiciones de vida o muerte para las industrias nacionales o particulares.
Juntamente con estas novedades ha comenzado a manifestarse en nuestras clases obreras mala voluntad para con las clases acomodadas, y cierto desvío de la religión. Hoy se mira con envidia la fortuna de los ricos; y ya que no es posible poseerla, hay en algunos empeño por destruirla.
Pero, lo que es más lamentable, la fe proverbial de nuestro pueblo va debilitándose de una manera rápida. No hace muchos años que el descreimiento era un fenómeno en nuestros artesanos. Entre ellos la fe católica se conservaba como en un santuario con todo el vigor y la sencillez con que la profesaron nuestros antepasados. Ahora se encuentran muchos obreros que creen darse importancia negando los dogmas fundamentales de nuestra fe y despreciando las prácticas más santas del catolicismo. Repiten con aires de una suficiencia de que carecen en absoluto las vulgaridades impías que leen en los malos periódicos, muchas veces sin comprender lo que significan y siempre sin dar razón alguna de sus negaciones.
Antes de ahora, nuestra clase obrera se distinguía por su respeto al sacerdote, en quien creía encontrar un amigo desinteresado y sinceramente solícito de su bien, el único que no se avergonzaba de su pobreza y a quien encontraba siempre dispuesto a servirla. Al presente, no son pocos los que desprecian al sacerdote y le prodigan palabras injuriosas y se complacen en repetir las calumnias inventadas por la impiedad para desprestigiarlo.
Ahora bien, ¿cómo ha podido arraigarse en Chile esta planta exótica del socialismo y de la impiedad? ¿Qué vientos han traído esta semilla a nuestras playas?
Esta plaga no ha nacido en Chile por medios naturales, sino por causas artificiales. Se comprende el desarrollo del socialismo en las naciones que van llegando a su decrepitud; en naciones en que escasean los recursos para la vida por la afluencia excesiva de trabajadores y la falta de trabajo; en naciones en que el pauperismo es una plaga social de vastas proporciones. En tales países el socialismo ha de encontrar naturalmente numerosos adeptos, porque sus doctrinas y sus promesas ofrecen a las clases desvalidas la esperanza de salir de su situación angustiosa con el suculento botín de la fortuna de los ricos. Y como para la realización de los ensueños socialistas son un estorbo la religión, que condena el robo, y la autoridad pública, que tiene el deber de impedirlo, se comprende también que en esas naciones se maquine a la vez contra la religión y la autoridad social. Y de ahí provienen los atentados cometidos en Europa contra los reyes y la propaganda activa emprendida para debilitar las creencias religiosas en las masas populares.
Pero Chile no se encuentra en tales circunstancias. Aquí el trabajo abunda y los brazos faltan. En las ciudades y en los campos hay ocupaciones lucrativas para un número duplicado de operarios. Y este exceso de trabajo con relación al número de trabajadores ha sido causa de que se haya triplicado el valor de los jornales. Por esta razón en Chile sólo faltarán los recursos necesarios para la vida, o por la ociosidad, que nada produce, o por el vicio, que todo lo derrocha.
Esta consideración demuestra que el socialismo y la impiedad, que es su natural consecuencia, se han producido en Chile por causas que podemos llamar artificiales. La primera de estas causas ha sido un mal entendido interés político. No habrán olvidado nuestros lectores que en las dos administraciones anteriores a la actual se adoptó el sistema de hacer intervenir al pueblo en las luchas electorales como elemento de obstrucción para el triunfo de los candidatos católicos.
Con este objeto, agentes del gobierno reclutaban en los garitos chusmas inconscientes para lanzarlas embriagadas y armadas de garrotes sobre las mesas electorales en que los católicos tenían mayoría de sufragantes. Y en torno de las mesas se producían escenas vergonzosas y sangrientas, que convertían en campo de Agramante el acto más solemne de la vida republicana. Y estos enormes atentados contra la libertad de sufragio se consumaban en todas partes al grito de, ¡mueran los frailes!, y de otros más injuriosos, que revelaban claramente el espíritu irreligioso que impulsaba a sus autores. Y, aunque el pueblo que tomaba parte en esas escenas lo hacía, o violentado por la policía, o estimulado por el licor y por promesas de recompensas, sin embargo, la repetición de estos actos iba engendrando en el corazón del pueblo el desprecio por la autoridad que lo lanzaba al atropello de los derechos populares, la falta de respeto por la religión y sus ministros que se les señalaba como objeto de sus ataques, y la desmoralización que debía resultar de los malos ejemplos e incitaciones al crimen que recibía de los agentes de la autoridad.
El pueblo debió discurrir de esta manera: «Si para combatir a los católicos en las urnas son lícitos el asalto, el atropello y la embriaguez, con más razón deben ser lícitas estas cosas contra las propiedades y bienes de los ricos y contra las autoridades constituidas. Si en el primer caso estos delitos traen asegurada la impunidad, ¿por qué habrían de ser castigados en otros casos?». Y discurriendo así, discurría lógicamente: porque el derecho electoral es tan respetable como el derecho de propiedad. Y si la violación del primero era consentida y estimulada por la autoridad pública, no había razón para castigar el atropello del segundo.
A esto es preciso agregar el procedimiento empleado para dar popularidad a los gobiernos y ejecutar venganzas políticas: el de organizar pobladas para asaltar los clubes políticos y molestar dentro y fuera del Congreso a los diputados desafectos a los gobiernos. Este procedimiento ha de haber producido, como fruto natural, el de acostumbrar al pueblo a mirar con desprecio a las personas que ocupan alta posición social. Y esto ha debido preparar el camino que conduce al socialismo, que mira con encono a los hombres de fortuna. Porque si no era un delito atropellar a las personas más respetables por fines políticos, tampoco debe de serlo cuando el atropello se verifica por fines de lucro u otro cualquiera.
Otra de las causas que ha contribuido a producir el socialismo en Chile es la propaganda de doctrinas antisociales que ha efectuado la prensa afecta al régimen dictatorial antes y después del triunfo de las armas constitucionales. Esta propaganda, mantenida con rara persistencia, se ha concretado principalmente a despertar en el pueblo odios enconados a la autoridad, al clero y a los ricos, es decir, a los elementos conservadores de la tranquilidad social. Nadie ignora que contra estas tres entidades sociales dirige el socialismo sus más rudos ataques. Ésa ha sido también la tarea de la prensa que estimula al pueblo para que se levante contra el orden establecido. Lo que quiere decir que por obtener la restauración de un régimen vencido lealmente en los campos de batalla y que la gran mayoría del país no aceptaría en ningún caso, se está corrompiendo a nuestro pueblo con doctrinas, que si llegasen a ser prácticas, llevarían al país a su ruina. Cualquiera comprende que esta tarea es profundamente antipatriótica, puesto que el perjuicio que acarrean los extravíos populares no afecta a grupos determinados de personas, sino a que la sociedad toda entera.
Esta propaganda tiende a hacer desgraciado al mismo pueblo a quien aparentemente halaga; porque aun en el supuesto imposible de que se lograse la ruina de los elementos conservadores de la sociedad, es indudable que el pueblo sería la primera víctima de la anarquía, por lo mismo que el primer fruto de la anarquía es el empobrecimiento general. La ruina de los ricos traería consigo la ruina de los pobres, como quiera que, faltando el trabajo, faltaría también el salario, que da el pan a los pobres.
Estas tristes experiencias nos están indicando la necesidad de reaccionar contra las causas corruptores del pueblo. Es menester que los gobiernos se convenzan de que la mala política produce, tarde o temprano, frutos perniciosos. Por muchos años la política de nuestros gobiernos ha consistido en hacer guerra de creencias y de partidos, y todo lo han subordinado a este fin primordial, sin tomar para nada en cuenta los intereses generales del país. No se han detenido ni ante los atentados más odiosos con tal de anonadar a los adversarios políticos, sin exceptuar la descatolización del pueblo por medio de leyes irreligiosas y de persecuciones al clero.
Han de convencerse también de que por hermosa que sea la libertad de imprenta, ella debe tener un límite. Ese límite es la propaganda de doctrinas corruptoras del pueblo y desquiciadoras de las bases en que descansa la sociedad, esto es, la religión, la autoridad y la propiedad.
Pastoral sobre la propaganda de doctrinas irreligiosas y antisociales por Arzobispo Mariano Casanova
Nos, Mariano Casanova, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, arzobispo de Santiago de Chile.
AL CLERO Y FIELES DE LA ARQUIDIÓCESIS, SALUD Y PAZ EN EL SEÑOR
Hace tiempo que a favor de una libertad, que no puede ser ilimitada, se propagan en el país doctrinas irreligiosas y antisociales que envuelven grave peligro para la fe de nuestro pueblo y amenazan socavar los fundamentos en que descansa el edificio social. Se ha emprendido contra la religión una persistente tarea de descrédito con el propósito de hacerla despreciable y odiosa a los ojos del pueblo. Se niegan sus dogmas, se ridiculizan sus santas prácticas, se blasfema de Dios y de sus santos y se desprecian sus más augustos misterios.
Como en los peores tiempos de la impiedad, se intenta persuadir al pueblo de que todo el cuerpo de doctrina enseñado por la Iglesia, los sacramentos, la moral y el culto, son invenciones del clero, hechas con fines mundanos y de conveniencias temporales. Y sobre todo, hay empeño decidido de acumular sobre el sacerdocio católico calumnias y prevenciones de todo género para labrar su desprestigio y cambiar en odio o desprecio el amor y el respeto que le ha profesado el pueblo católico de Chile.
Esta propaganda contra la religión está dando sus frutos. Nunca se había visto entre nosotros mayor número de robos sacrílegos y de profanaciones de las cosas santas. Nunca se habían presenciado manifestaciones más explícitas de impiedad ni mayores irreverencias contra el estado sacerdotal. Nunca tampoco habíamos visto un número más crecido de publicaciones anónimas destinadas casi exclusivamente a atacar y denigrar a la religión, ni se había empleado jamás en el ataque tanta crudeza y destemplanza. Lo que prueba que se va de prisa en el camino de la impiedad y que la falta de eficaz correctivo por parte de quien debería aplicarlo y aun la indiferencia de no pocos católicos están sirviendo de estímulo a los enemigos de la religión.
Y mientras la prensa anónima derrama en el pueblo el veneno de las malas doctrinas, hay en las escuelas y colegios, costeados con los dineros de los católicos, cátedras que sistemáticamente propagan la irreligión en la juventud. Y si a esto se añaden los esfuerzos de los hombres dominados por la pasión política para descatolizar al pueblo a fin de sustraerlo a las influencias sacerdotales; si a esto se añade la creciente perversión de las costumbres, que hiela la fe y la piedad en las almas, no os será difícil comprender, amados diocesanos, la triste suerte que espera a la religión, combatida por tantos elementos conjurados contra ella, si no se unen y disciplinan para su defensa los que saben comprender y estimar sus beneficios y cifran en ella sus inmortales esperanzas y el bienestar y grandeza de la patria.
Y ya se dejan sentir también los efectos de la propaganda irreligiosa en la invasión de la plaga socialista, cuya existencia en la república se manifiesta con síntomas inequívocos. Nadie ignora que el socialismo, cuyas doctrinas y consecuencias se oponen a la ley de Dios, sólo se propaga donde la religión ha perdido su imperio.
Así pues, en vista de estos males y en cumplimiento de un deber imprescindible de nuestro ministerio pastoral, creemos conveniente prevenir al pueblo católico de los peligros que amenazan su fe, y llamar su atención sobre la injusticia y la ingratitud con que proceden los enemigos de la religión, de la Iglesia y del orden social.
I
¿Por qué se odia y se persigue a la religión? ¿Qué bien, qué interés privado o público se consigue maquinando su ruina? ¿Qué mal ha hecho a la humanidad? ¿Cuál es el crimen de que se le acusa? Estas preguntas no han tenido aún respuesta. Sucede con el catolicismo lo que sucedió a Jesucristo, su divino Fundador, ante el pretorio de Pilatos. Los escribas y fariseos, envidiosos de su poder y ofendidos por la santidad de su doctrina, lo condujeron como reo ante el tribunal del juez idólatra. ¿Qué crimen ha cometido este hombre?, preguntó Pilatos. Muchos falsos delitos se le imputaron; pero, examinados los testigos e interrogado el reo, el juez declaró que no encontraba en él ningún delito: Nullam invenio in eo causam.189 Sin embargo, Jesucristo fue martirizado y crucificado.
Es lo que pasa con nuestra santa religión. Muchos son los que la odian, la acusan y maquinan su muerte; pero todos los que en el curso de diecinueve siglos han examinado sus doctrinas y sus hechos con ánimo desprevenido y justiciero, han declarado que no encuentran en ella ninguna causa de condenación. Al contrario, hombres de todas condiciones, de todas edades, de todo tiempo, de todo pueblo, han declarado con voz unánime que la religión católica, como Jesucristo, ha pasado y pasa por la tierra haciendo el bien: haciendo el bien al individuo a quien santifica, a la familia a quien ha regenerado, a los pueblos a quienes ha civilizado, a la humanidad para quien ha abierto fuentes de consuelos en los inseparables dolores de la vida terrestre.
Así es, en efecto, y por eso hemos comenzado por afirmar que el odio a la religión es una injusticia y una ingratitud. Una injusticia, porque no hay razón alguna para perseguirla como si fuera culpable; una ingratitud, porque no se agradecen sus beneficios.
No es nuestro intento desenvolver ante vuestros ojos, amados diocesanos, todo el magnífico cuadro de los beneficios que el catolicismo ha dispensado al mundo. Eso sería tema para un libro o muchos libros, porque obra suya es todo lo que hay de grande en el mundo moral. Pero detengámonos por un momento para contemplar los beneficios que se le deben en el orden social.
Nadie ignora que la autoridad es un elemento indispensable para la subsistencia de la sociedad. Pero la autoridad no llenará su misión sino a condición de ser respetada y obedecida. Esto no se conseguiría sino imperfectamente por medio de la fuerza, toda vez que la fuerza pueda ser rechazada por la fuerza. Es la religión la mayor garantía del respeto y obediencia debidos a los depositarios del poder público. Dando a la autoridad un origen divino, la reviste a los ojos de los pueblos de un carácter augusto y sagrado, que le procura mayor ascendiente sobre los súbditos. Este altísimo origen ennoblece la obediencia, porque no es simplemente el hombre a quien se rinde sino al hombre en cuanto es representante de Dios e instrumento visible de su justicia y de su bondad. La obediencia a la autoridad deja de ser, según este pensamiento, la sumisión forzada y abyecta del esclavo, que se abate ante la fuerza; sino que, convertida en virtud cristiana, es la sumisión voluntaria y grata del hombre que reconoce a Dios como razón primera de todos los derechos y de todos los deberes.
Tal es la doctrina que el grande apóstol de las gentes dirigía al pueblo romano que había dado leyes al mundo: «Toda persona está sujeta a las potestades superiores, porque no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha establecido las que hay en el mundo... Por lo tanto, es necesario que estéis sujetos, no sólo por temor del castigo sino también por obligación de conciencia. Pagad, pues, a todos los que se les debe: al que se le debe tributo, tributo; al que temor, temor; al que honor, honor».190
Pero si la religión fortalece la autoridad, en cambio impone a los depositarios de ella deberes muy graves y muy sagrados. Son ministros de Dios para el bien, y, como tales, deben labrar la felicidad de sus pueblos, haciéndoles todo el bien posible, gobernándolos conforme a justicia, resguardando el orden y la paz, asegurando el goce tranquilo de sus derechos y libertades. La religión, que condena todos los abusos, condena también el despotismo, que es el abuso de la autoridad; señala los límites del poder y se constituye en protectora de los pueblos oprimidos.
Por esta razón, si los gobiernos quieren asegurar la estabilidad de las instituciones políticas y de las leyes, su primer deber y su primer interés es honrar y hacer honrar la religión. Las obras del poder humano son insuficientes para formar y conservar las sociedades. Sólo la religión, que tiene estímulos divinos para la virtud y freno poderoso para las pasiones, puede asegurar en los de arriba y en los de abajo el respeto a todos los derechos y el cumplimiento de todos los deberes. Y ésta es una verdad que han reconocido hasta los menos afectos a la religión. «Si la adhesión al culto divino, ha dicho Maquiavelo, es la prenda segura de la grandeza de un Estado, el desprecio de la religión es la causa más positiva de su decadencia».191
«Sucede con el cuerpo social lo que con nuestro organismo. Cuando el alma se separa del cuerpo del hombre, vienen la descomposición y la putrefacción. Igualmente cuando el espíritu divino se retira de una sociedad, se presenta la disolución que ningún esfuerzo humano puede detener».192
«La religión establece y consolida el mundo moral, agrega Bautain, como la gravitación funda y sostiene al mundo físico».193
II
¿Quién ha dado a la civilización más vigoroso impulso? Mirad los pueblos paganos antes de Jesucristo, ¡qué cúmulo de errores, qué perversión en las costumbres, qué desprecio por la humanidad, qué degradación en los caracteres, qué despotismo en los unos, qué abyección en los otros! Vino Jesucristo, y cambió la faz del mundo pagano. Cayeron las cadenas del esclavo, se levantó la mujer de su postración, y de esclava que era se convirtió en reina del hogar; la castidad tuvo altares, el despotismo reconoció un freno, el ciudadano dejó de ser paria, el pobre halló compasión y se vio en todas partes el espectáculo de las virtudes más heroicas. Consultad la historia y ella os dirá que donde entra Jesucristo brota la civilización, y donde concluye su reinado renace la barbarie. ¿Qué fue de la antigua y esplendorosa civilización del Asia? Desapareció con el sol del cristianismo apagado en su cielo por la invasión musulmana.
«Al cristianismo se debe, dice el Dr. Halles, cuanto subsiste aún de bueno en los estados más corrompidos y en el espíritu mismo de los libertinos».194
Las ciencias, las letras y las artes deben al catolicismo sus más espléndidos triunfos. Contad, si podéis, el número de los genios cristianos que las han ilustrado con sus obras monumentales. Contad, si podéis, el número de escuelas, colegios, universidades que en todos los tiempos y lugares han brotado a su impulso. ¿Qué religión, qué partido político ha reunido en comunidad a millones de hombres que se consagran especialmente a la difusión de las luces, a la enseñanza de la juventud de ambos sexos, a la ilustración del pueblo, dando una instrucción apta para ganar la vida honradamente? No hay, en verdad, quien pueda competir con el clero y las comunidades religiosas en este importante ramo del progreso humano.
La caridad es hija de la religión, y la caridad ha curado y remedia aún la mitad al menos de los males de la vida humana. Esta hermosa virtud fue desconocida para el mundo pagano y lo es hoy para todos los pueblos en que no reina Jesucristo. El corazón humano era insensible para con los desgraciados antes que el Evangelio revelase las santas ternuras de la caridad. Fue necesario que Jesucristo vertiera su sangre por rescatar al hombre para que el mundo comprendiera el valor del sacrificio de unos hombres por otros. Fue necesario que la caridad fuese impuesta como un precepto y se le estimulase con magníficas recompensas para que despertase compasión la desgracia ajena.
¿Y quién podrá contar las maravillas que ejecuta la caridad católica en favor de los infortunados de la tierra? Dónde está el dolor que no cure, la necesidad que no remedie, la lágrima que no enjugue? ¿Dónde están las miserias del alma o del cuerpo en que no se verifique la parábola del buen Samaritano? El huérfano, la viuda, el anciano, el enfermo, el leproso encuentran asilos abiertos por la caridad, y millares de personas consagradas a su servicio sin otra ambición que las recompensas del cielo. La caridad católica da protectores a la inocencia, regeneradores a la mujer prostituida, maestros a los ignorantes, madres a los expósitos, consuelo a los encarcelados, libertadores a los cautivos, pan al hambriento. Y para todos estos ministerios de sacrificio y de abnegación sublime suscita ejércitos de almas generosas que renuncian a todos los halagos y conveniencias de la vida. Y ese ejército se renueva perpetuamente, y para cada miseria que se descubre en el mundo, aparece un nuevo regimiento de almas para remediarla.
III
Y sabed, amados diocesanos, que el alma de todas estas grandes obras de la caridad es el sacerdocio. Sin religión no hay caridad, y sin sacerdocio no hay religión. Os regocijáis ciertamente de ver esparcidas por las varias provincias de la república esas congregaciones de doncellas cristianas que bajo diversos trajes y denominaciones se consagran al alivio de los desgraciados. Pues bien, ¿quién ha fundado esas admirables sociedades?, ¿quién las sostiene y las dirige? El sacerdocio. Privadlas de su palabra, de sus consejos, de sus socorros espirituales, y las veréis extinguirse como a una planta sin riego. De modo que si el sacerdocio llegase a faltar, como lo quieren sus enemigos, faltaría también con él todo lo que alivia y consuela a los desgraciados.
¿Y qué sería de los pueblos sin el sacerdocio católico? El sacerdocio es un ministerio de celo universal, que se extiende a todas las necesidades del hombre. Es por su estado y vocación el encargado de dirigir a las almas por el camino del cielo y de hacerlas felices haciéndolas mejores. Debe instruir a los hombres en sus deberes y aliviarlos en sus males; debe enseñarles las verdades más importantes y las únicas absolutamente necesarias. Los sacerdotes son los verdaderos maestros del pueblo: muchos no tienen más instrucción que la que reciben de sus labios.
En cada ciudad, en cada aldea hay un sacerdote que vive enteramente consagrado al servicio de sus semejantes; especialmente de la clase más indigente, la más olvidada, la que desprecian los ricos y los sabios, y que forma la inmensa mayoría de los pueblos. Este sacerdote es el párroco, que es todo para todos, como dice el apóstol: para el niño a quien hace renacer a la vida de la gracia en las aguas del bautismo, y a quien da a conocer sus inmortales destinos; para los adultos a quienes evangeliza; para los pecadores a quienes reconcilia con Dios; para los jóvenes esposos cuya unión bendice a nombre del cielo; para los moribundos que reclaman los auxilios de la religión. ¿Qué idea tendría el pueblo de Dios, de la Providencia, de la vida futura, de todas las verdades que aseguran las virtudes domésticas y sociales, si el sacerdote no se las enseñase? Por medio del ministerio sacerdotal se forman los buenos hijos, los buenos padres, los buenos esposos, los buenos ciudadanos, porque todo eso lo procura la fe que él sostiene y la virtud que él inspira. Por eso ha podido decir con toda verdad un sabio Obispo, «que el sacerdocio de la religión cristiana es la institución más favorable a la humanidad de cuantas el mundo ha conocido».
«El sacerdote, agrega Debreyne, es el hombre de la inmolación y de la caridad. El resume en su persona todas las abnegaciones y todos los sacrificios. Es el apóstol de la verdad, y por consiguiente de la sociedad, de la civilización y de la libertad, porque todos estos bienes nos han venido con la verdad».195
¿Por qué, pues, se odia al sacerdocio y se procura desacreditarlo? Aquí pudiéramos repetir la palabra del Divino Maestro delante de sus jueces: «Si he hecho mal, mostradme en qué; y si no, ¿por qué me hieres?». ¿Se encuentran defectos en algunos de sus miembros? No negamos que puedan delinquir, puesto que no son ángeles y viven en un mundo lleno de peligros, aún por razón de sus mismos ministerios; pero no hay justicia en tomar en cuenta sus imperfecciones y no apreciar sus virtudes y sus beneficios. Se recogen con placer los defectos, verdaderos o falsos, que esparce la maledicencia, y se olvidan los trabajos, las obras, las virtudes, a veces heroicas, de tantos pontífices, pastores, misioneros, miembros ilustres de comunidades religiosas que consagran su vida al bien de los demás. Los detractores del clero, para ser consecuentes, debieran proscribir sin piedad todas las profesiones, porque en todas ellas hay abusos inevitables. Pero los abusos, verdaderos o supuestos, del estado sacerdotal, no son en verdad más que pretextos para apartar a los pueblos de la religión. Sus enemigos comprenden que sin sacerdocio no puede mantenerse la religión, y que el descrédito es un medio de desvirtuar la acción sacerdotal en las almas. De modo que puede asegurarse con verdad que el odio al sacerdocio es una consecuencia del odio a la religión católica.
IV
Otro de los males de la época actual a que queremos llamar la atención del pueblo católico, es la propaganda socialista que se hace en el país por medio de publicaciones y reuniones de la clase obrera. Nos contrista la idea de que nuestro pueblo acepte irreflexivamente las doctrinas que han llevado a otros países al borde del abismo y que están produciendo en algunas naciones de Europa trastornos sociales y delitos contra la propiedad que tienen en alarma a los más poderosos gobiernos.
El socialismo establece como un derecho la igual repartición de los bienes de fortuna entre todos los ciudadanos, y como consecuencia la abolición de la propiedad. ¡Guerra a los ricos!, es la consigna del comunista; y la derivación lógica de esta consigna es el despojo o destrucción de la propiedad particular.
La simple enunciación de esta doctrina basta para persuadirse de que su aceptación traería consigo la ruina de la sociedad tal como Dios la ha establecido. En efecto, la completa comunidad de los bienes de fortuna destruiría la desigualdad de condiciones sociales en que se funda la sociedad. Para que la sociedad subsista es menester que haya relaciones necesarias entre los asociados, de modo que cada uno de los asociados necesite para la satisfacción de sus necesidades del concurso y servicios de los demás. Así, es menester que el rico necesite del pobre, y el pobre del rico; que el obrero necesite del industrial para su salario, y éste necesite del obrero para dar impulso a su industria; que el hombre de profesión científica necesite del cliente para obtener beneficio de su ciencia, y el cliente necesite de aquel para la dirección y resguardo de sus intereses. El hombre entra forzosamente en sociedad, porque necesita del concurso de los demás hombres para vivir; pero la igualdad socialista, haciendo innecesario este concurso, haría desaparecer la necesidad de la asociación, que nos es impuesta por la misma naturaleza.
«El hombre ha nacido para la sociedad; su organización toda entera da de ello testimonio: la sociedad es una necesidad para su cuerpo, una necesidad para su corazón, una necesidad para su inteligencia».196
Por otra parte, la desigualdad de condiciones no es obra del hombre sino de la naturaleza, o sea, de Dios, que reparte desigualmente sus dones. Así como no todos tienen igual talento, iguales fuerzas, igual nobleza, así también no todos tienen igual fortuna. Y de esta desigualdad resulta la armonía social, esa variedad en la unidad que es como el sello de las obras divinas. La propiedad, ya sea heredada o adquirida, es un derecho tan sagrado como el que tiene todo hombre al fruto de su trabajo, de sus esfuerzos y de sus talentos. Y el día en que desapareciese ese derecho, faltaría todo estímulo para el trabajo, y, por consiguiente, se detendría el progreso en todos los órdenes de la actividad humana.
La doctrina socialista es, pues, antisocial, porque tiende a trastornar las bases en que Dios, autor de la sociedad, la ha establecido. Y no está en manos del hombre corregir lo que Dios ha hecho. Dios, como dueño soberano de todo lo que existe, ha repartido la fortuna según su beneplácito, y prohíbe atentar contra ella en el séptimo de sus mandamientos. Pero no por eso ha dejado sin compensación la suerte de los pobres. Si no les ha dado bienes de fortuna, les ha dado los medios de adquirir la subsistencia con un trabajo que, si abruma el cuerpo, regocija el alma. Si los pobres tienen menos fortuna, en cambio tienen menos necesidades: son felices en su misma pobreza. Si los ricos tienen mayores bienes, tienen en cambio más inquietudes en el alma, más deseos en el corazón, más pesares en la vida. Los pobres viven contentos con poco; los ricos viven descontentos con mucho. A los unos les basta lo necesario para la vida; a los otros no les basta lo que tienen, por mucho que sea; porque las aspiraciones del rico no se satisfacen jamás. «La pobreza objeto de escándalo para el ignorante y para el hombre sin fe es para el cristiano fuente fecunda de virtudes y de mérito. La verdadera fortuna del hombre es su trabajo, su actividad, su inteligencia. Saben los pobres que su pobreza es un tesoro para la vida futura, una semilla fecunda para la cosecha de la eternidad».197
Según la voluntad de Dios, lo superfluo de los ricos debe ser herencia de los pobres, de manera que si los ricos cumplen con su deber, nunca faltará el pan en la mesa del pobre ni la miseria de sentará en su hogar. Si Dios exige a los pobres la resignación en sus privaciones, en cambio exige a los ricos el desprendimiento en favor de los pobres. Y, ¡ay de aquellos que descuiden esta severa obligación! La parábola evangélica del rico avariento será siempre no una leyenda sino una severa lección para los ricos de duras entrañas para con los pobres.
A estas compensaciones temporales se agregan todavía para los pobres las compensaciones eternas. De ellos es el reino de los cielos, ha dicho el Salvador del Mundo: Beati pauperes, quoniam ipsorum est regnum coelorum.198 Son los pobres, dice un escritor católico, como esos colonos de ultramar que no poseen nada en un hemisferio, pero que tienen millones en otro. Nada tienen en este mundo, pero pueden tener todos los tesoros del cielo en el otro, si soportan con resignación cristiana las privaciones de su pobreza. Si el mundo los considera desgraciados, a los ojos de Dios son bienaventurados. Ellos son objeto de un amor de predilección de parte de Jesucristo, que siendo dueño de todo quiso ser en el mundo el más pobre de los pobres. Los desgraciados de este mundo serán los privilegiados de la patria inmortal. Allí estarán más cerca del Rey de la gloria, porque se asemejaron a Él por la pobreza; y por eso los que quieren llevar en la tierra vida perfecta, se abrazan con la pobreza voluntaria.
Esta sublime doctrina, que explica en los designios de Dios la desigualdad de la fortuna, desvanece completamente los vanos sofismas con que los socialistas intentan justificar sus pretensiones. Ellos pretenden desquiciar la sociedad para hacer felices a los pobres: pero lo que en realidad conseguirían, si llegasen a hacer prácticas sus doctrinas, sería hacer desgraciados a todos, a los ricos y a los pobres, porque todos los bienes de la tierra, repartidos por iguales partes entre todos los pobladores del mundo, caso que ese repartimiento fuese posible, dejarían a todos en la miseria y privados además de los beneficios inapreciables de la sociedad cimentada en el orden y la justicia.
«Si las fortunas fueran divididas, ¿queréis saber, dice el Dr. Beluino,199 lo que daría a cada uno la renta entera de toda Francia? Sólo cerca de setenta y cinco céntimos por día. ¿No sería esto la pobreza?».
No os dejéis, pues, alucinar, obreros católicos, por las perniciosas doctrinas que os predican los que, siendo enemigos de vuestra fe, lo son también de vuestra verdadera felicidad. Dios, que os ama infinitamente más que los que se llaman vuestros amigos, no os ha colocado en el puesto social que ocupáis sino para haceros felices. Él quiere que os santifiquéis en el trabajo para daros en el cielo recompensas mayores. Y en vano pretenderíais buscar el bienestar, violentando su divina voluntad y sus santas leyes, porque la única felicidad posible en la tierra es cumplir con la voluntad de Dios. Los que la violan encontrarán, tarde o temprano, su castigo, viendo desvanecerse como el humo sus esperanzas y cambiarse en desdicha la felicidad que creían conseguir por medios reprobados. Vivid resignados con vuestra suerte: la vida es corta y la recompensa es eterna.
Defended vuestra fe, pueblo católico; defended vuestra fe, que es vuestro mayor tesoro: tesoro de consuelo en vuestras penas, de alivio en vuestros trabajos, de esperanzas en vuestras caídas, de salvación en los peligros que os rodean. Preguntad a los que pretenden arrastraros a la impiedad, ¿qué bien os darán en cambio de la religión que os arrebatan? Preguntadles si ellos estarán dispuestos a reemplazar al sacerdote, que vive consagrado a vuestro servicio, que os consuela en la vida y os conforta en la muerte. Y si ellos no pueden daros nada mejor que lo que os da la religión, paz en la tierra y felicidad en el cielo, ¿cómo podríais prestar oído a sus palabras? La impiedad no ha hecho feliz a nadie; la fe y la virtud hacen a todos felices.
Explicad estos principios a los fieles, amados cooperadores en el sagrado ministerio, seguros de que la verdad se abrirá paso en las inteligencias y hará ver a los extraviados por falsas doctrinas el abismo en que quieren colocar a la nación, privándola de la fe católica y de su benéfica influencia. Yo confío en la sensatez de nuestro pueblo que ha de ver dónde está su verdadero interés y discernir claramente la verdad del error. Los ricos tienen recursos para dominar sus dolores y proporcionarse pasatiempos; pero al privar al pobre de los consuelos de la religión le quitan la causa de sus mejores alegrías y de sus más gratas esperanzas.
Predicad sin cesar la obligación gravísima que pesa sobre los católicos de evitar la lectura y circulación de esos papeles llenos de odio a Dios y a su Iglesia, y que hacen la funesta propaganda del error, de la calumnia y la maledicencia. Recordadles que pecan mortalmente y ponen sus almas en peligro de eterna condenación todos los que de cualquier manera favorecen tan vergonzosas publicaciones de la prensa impía. Llamad particularmente la atención de los padres y maestros que introducen o permiten en sus casas o establecimientos de educación diarios impíos. Exhortad a vuestros feligreses a proteger la buena prensa, constituyéndose cada uno en apóstol de la lectura sana, moral e instructiva.
Confiad en Dios, amados hermanos, pues su causa es la nuestra, y todo lo que hemos de desear es el advenimiento de su reino. Nuestro deber es trabajar aun cuando creyéramos que nada alcanzábamos, pues que entonces del mismo Dios recibiríamos toda la recompensa.
Esta pastoral será leída en todas las iglesias del Arzobispado en el domingo inmediato a su recepción.
Dado en Santiago de Chile el 23 de abril de 1893, fiesta del Patrocinio del señor san José.
Mariano,
Arzobispo de Santiago.
Por mandado de Su Señoría Illma. y Rvma.,
Manuel Antonio Román.
Secretario.
El Porvenir del domingo último anuncia que en el templo de San Agustín se iniciará «una serie de conferencias para caballeros (que son los que en Chile tienen derecho a sufragio), y cuyo tema preferente será el estudio, en su origen, en sus consecuencias y en sus remedios, de este profundo desquiciamiento moderno que se llama la cuestión social».
¿Quién podrá poner en duda que las tales conferencias serán políticas y nada más que políticas, dada la aproximación de la campaña electoral y dado el espíritu que anima a los sacerdotes católicos de hacer política en el templo entre los fanáticos e ignorantes?
Un sabio filósofo francés lo dijo: «La credulidad del pueblo constituye toda la ciencia de los sacerdotes católicos».
Contando, pues, los presbíteros y los frailes con la credulidad popular, nada más fácil para ellos que uncir a las masas inconscientes al carro del fanatismo religioso, y arrastrarlas a las urnas electorales a consagrar con su voto la dominación del poder clerical, y a la matanza de los liberales y al saqueo e incendio de sus viviendas.
El diario de los clérigos asegura que las asociaciones de obreros chilenos, que no sean las de San José o del Corazón de Jesús, importan una amenaza para la tranquilidad pública.
Y agrega:
«Desde que se ha querido reemplazar en el pueblo la certidumbre de un porvenir venturoso y eterno por el sensualismo del presente, se le ha lanzado a la lucha social, que no puede engendrar más que odios y desastres».
Sin embargo, la satisfacción de los odios ultramontanos por medio de los asesinatos y saqueos del 29 de agosto fue operada por asociaciones de obreros católicos, que tenían la certidumbre de un porvenir venturoso y eterno.
Continúa el órgano cantorberiano: «Se le ha quitado (al pueblo) la consoladora creencia en la felicidad futura, y no se le ha dado en cambio el bienestar presente; se le ha quitado la posesión de Dios, y no se le ha dado la posesión del mundo».
Predicad con el ejemplo, y el pueblo será distinto de lo que es. Pero mientras le prediquéis la resignación en la miseria, y os vea a vosotros nadando en las riquezas; mientras le habléis del Divino Redentor, que no tenía una piedra sobre que reclinar su cabeza, y sepa que su representante en la tierra, el papa de Roma, vive en un suntuoso palacio y coloca por valor de muchos millones en los bancos europeos las limosnas que le dan los creyentes, el pueblo tendrá que convencerse de que son los bienes temporales, que tanto codiciáis, los que constituyen su felicidad, y no los bienes de la vida eterna que vosotros no le enseñáis a ganar con el ejemplo de una vida de pobreza y sacrificios.
Prosigue el diario clerical:
«La primera aspiración de toda nueva sociedad obrera es la lucha (y el clérigo Ugarte confirmaba este aserto en la Catedral aconsejando a los obreros de San José que en la próxima lucha electoral derramaran por el triunfo de su causa hasta la última gota de sangre, si ello era menester), y, como consecuencia, su primer acto es la resistencia al orden establecido; hablan de fraternidad, cuando lo evidente es que son engendradas por el odio, puesto que levantan como único lazo de unión común el pendón de guerra a Dios y a la sociedad».
¡Y esto escriben los que azuzaron a la plebe religiosa, el 29 de agosto de 1891, a la destrucción y saqueo de los hogares balmacedistas y al incendio de la imprenta de La República!
Sigo copiando:
«Cuando las sociedades obreras, en vez de tener por base el ateísmo y por objeto las revueltas, se organicen teniendo por fundamento la cima luminosa y serena de la fe, y por objeto la caridad (¡la caridad!) y el perfeccionamiento moral, la cuestión moral dejará de ser tiniebla amenazadora para convertirse en rayo de luz (o en rayo abrasador que extermine a los impíos), dejará de ser explosión de odio (como la del 29 de agosto) para ser abrazo de verdadera fraternidad, dejará de ser aullido (evangélico) de desesperación para transformarse en himno de gozo inefable».
¡A otro perro con ese hueso!
¿Y qué remedio para tanto mal? El siguiente:
«El púlpito tiene autoridad bastante para llamar a los hombres de patriotismo, no solamente a los católicos (¡Hum!, ¿también se quiere hacer neófitos entre los impíos?), y hacerles pensar en este presente nebuloso, que anuncia terrible oscuridad para el porvenir (y para El Porvenir, si al fin se realiza la unión de la familia liberal). Hay que trabajar activamente en devolver al pueblo la fe (y en que vote por los candidatos conservadores); hay que estimular la unión de los obreros en la religión, que es también la moral; la incredulidad es un hijo de depravación que el pueblo no puede soportar sin estallar en breve».
Resumen:
El clero chileno sólo se ocupa en el bienestar del pueblo en vísperas de elecciones; y entonces le predica la unión para vencer en las urnas electorales y aniquilar a los liberales y masones, impíos que no le permiten esquilmar al pueblo a su regalado gusto.
-Y yo a los suyos, señor don Acarón. ¿Qué de nuevo lo trae por aquí?
-Vengo, por conducto de su periódico, a poner el grito en el cielo porque el cambio me tiene ya sin juicio.
-¿Es usted jugador de bolsa? No lo permita Dios. Pero es el caso que el pan, la carne, la leche y demás artículos de primera necesidad han encarecido hasta el punto de ser ya artículos de verdadero lujo para los que no somos millonarios. El panadero, el carnicero y el lechero se disculpan con los hacendados; y los hacendados se disculpan con el gobierno, que tiene el cambio por los suelos; y el gobierno se disculpa con los ingleses, que hacen bajar los bonos chilenos. Y aquello es un cobre allá que ni el Diablo que lo entienda.
-¿Y qué quiere usted hacer, don Acarón?
-Yo conozco el remedio para hacer subir el cambio.
-¡Hombre!, ha descubierto usted la piedra filosofal. Y, ¿cuál es ese remedio?
-Hace tiempo leí en no sé qué libros que entre los chinos millonarios hay la costumbre de tener médicos de cabecera muy bien rentados; eso sí, cuando los tales millonarios enferman, no les pagan un centavo a sus doctores. Así es que, en la China, los ricos siempre gozan de buena salud.
-El expediente es ingenioso.
-Pues bien; yo he ideado el modo de tener siempre el cambio más arriba de veinticuatro peniques.
-¿Cómo?
-Presentando al Congreso el siguiente proyecto de ley:
«Mientras el cambio esté más abajo de veinticuatro peniques, el Presidente de la República y sus secretarios de Estado dejarán de percibir sus sueldos respectivos».
-¿Y quién le pondrá cascabeles al gato?, más claro: ¿quién presentará ese proyecto?
-Pues, señor... no había contado yo con esa dificultad... ¡Ah! ¡El gobierno parlamentario, el gobierno parlamentario!...
-Dejemos el pan, la carne y la leche como están; no sea que, removiendo la piscina, se les abra el apetito a los usureros, y nos tiren más la cuerda que nos tienen puesta en el cuello.
-Entonces, ¡chitón!
-¡Chitea!
Hay muchos que trabajan de diferentes maneras por apagar la fe en el alma de los desheredados de la fortuna. Para conseguirlo se dan a luz publicaciones en que se hace el ridículo de la religión, se desacredita a sus ministros y se niegan las verdades más fundamentales del catolicismo; se fundan sociedades de obreros con fines aparentemente honestos, pero en realidad destinadas a cooperar a la realización del ideal masónico; se predican por todas partes doctrinas encaminadas a extraviar el criterio religioso del pueblo, abusando de su ignorancia. Esta propaganda no ha sido infructuosa, a juzgar por ciertos síntomas que se notan de tiempo atrás en las clases trabajadoras. Y es de creer que el éxito obtenido hasta el presente por los sembradores de malas doctrinas encuentren en esos resultados estímulos bastantes para continuar en su obra de perversión.
Llega, pues, el momento de pesar las consecuencias de esta propaganda irreligiosa, a fin de buscar los medios de neutralizarla.
Nadie ignora que una de las grandes novedades del presente siglo es el aparecimiento en son de guerra de las clases inferiores en el mundo social. Mientras que las clases superiores, enervadas por la molicie, apenas se preocupan de los intereses sociales, las inferiores, ardientes y robustas, atormentadas por vagos deseos, y llenas, como en la juventud, de locas esperanzas, se proponen reformar la sociedad removiendo sus cimientos. Quieren hacer práctica una igualdad imposible por medio de la nivelación de las fortunas; quieren que no haya ricos para que no haya pobres, sin pensar que toda la fortuna de la tierra, repartida entre todos, no bastaría para las necesidades de uno solo.
¿De dónde nacen estas aspiraciones? ¿No ha habido siempre pobres en el mundo? ¿No ha habido tiempos de mayor miseria que los presentes? ¿Por qué sólo, en este siglo, llamado del progreso, se han creído los pobres con derecho a sentarse en el banquete de la fortuna al mismo nivel de los más afortunados?
Este fenómeno sólo tiene, en nuestro sentir, una explicación satisfactoria. Es que la fe católica se ha ido apagando gradualmente en el pueblo, y en la misma medida ha ido disminuyendo la resignación que ella infunde en los sufrimientos y privaciones de la vida. En otros tiempos, la fe en las clases inferiores era tan viva como generosa. Convencidas de que es Dios quien reparte los dones de la fortuna en conformidad a designios providenciales, soportaban con paciencia el lote que les había tocado en suerte. Este convencimiento impedía que se levantasen en sus pechos aspiraciones a cambiar de situación por otros medios que los de la sobriedad, la economía y el trabajo. La religión explicaba al pequeño por qué hay pequeños; al pobre, por qué hay pobres; a los que sufren, por qué hay quienes sufre; recordándoles que el destino del hombre no es el de gozar en la tierra, sino el de merecer con sus buenas obras las felicidades eternas, y que los sufrimientos de la tierra, soportados con resignación, facilitan la adquisición de los bienes del cielo. Y el pobre, sentado a la puerta de su cabaña, como el Job antiguo, decía mirando al cielo: «Yo sé que vendrá un día en que veré al Salvador con estos mismos ojos con que contemplo mis miserias». Y sabiendo por la fe que Jesucristo se hizo pobre por amor a la pobreza y padeció privaciones para enseñar el precio del sufrimiento, el pobre se consolaba en sus penas mirando el crucifijo, y en vista de ese ejemplo magnífico de la mayor resignación en el mayor dolor, concluía por encontrar amables sus sufrimientos.
Los pobres veían en la religión el mejor y el único amigo que no se avergüenza de sus miserias, sino que las enaltece, declarando bienaventurados a los que las soportan con paciencia. Y en efecto, la Iglesia ha sido siempre la gran bienhechora de los pobres, y con una solicitud verdaderamente maternal ha procurado aliviar su situación. Impone a los ricos el deber de compartir sus bienes con los pobres; ha hecho de la caridad la más hermosa y amable de las virtudes cristianas, y el Evangelio ha enseñado que el ejercicio de esta virtud es una condición indispensable para entrar al reino de los cielos. La Iglesia ha sido la protectora de las grandes miserias: ella dio libertad a los esclavos, redimió a los cautivos, se ha hecho madre del huérfano, báculo del anciano, consoladora de la viudez desamparada; y para todas esas necesidades suscita ejércitos de almas generosas que consagran la vida entera al alivio de todos los infortunios. Por eso en todo tiempo los pobres han llamado madre a la Iglesia, y buscado en su seno el consuelo en sus privaciones.
Así es como la fe ha mantenido a las clases inferiores resignadas con su suerte en las sociedades cristianas. Pero, ¿qué ha sucedido desde que esa fe ha comenzado a apagarse en ellas? Privadas de esa fe divina que les explica el lugar que ocupan en la jerarquía social, desheredadas de la celestial esperanza que les hacía aguardar con paciencia una compensación inmortal, mal instruidas para comprender los inconvenientes del movimiento que las arrastra a un cambio ilusorio de condición, y sin las virtudes necesarias para contener ese movimiento dentro de los límites de la moderación y de la justicia, comienzan a mirar a los ricos, primero con envidia, y después con odio violento. Fuera de la religión, esa envidia tiene algo de lógico: si la vida no es más que el sueño de un momento, una orgía entre dos nadas; si no hay más vida que la presente ni esperanza de goces futuros en una vida inmortal accesible a todos, por qué no habrían ellos de tener su parte en el festín de la fortuna? ¿Cómo se explicaría, dentro de las doctrinas de la impiedad, esa desigualdad de condiciones que hace a unos perpetuamente felices sin ninguna obligación, y a otros perpetuamente desgraciados sin ninguna compensación? Si esa desigualdad no es otra cosa que un capricho de la suerte, y no una ordenación sapientísima de la Providencia, es lógico que a la ceguedad de la suerte se oponga la ceguedad de la fuerza para restablecer la igualdad de condiciones. Si se proclama como verdad incontestable que el fin del hombre es gozar en la tierra, es lógico también que cada uno trate de cumplir este fin del modo que le sea posible: el que no tiene fortuna, arrebatándola al que la tiene por medio de la abolición de la propiedad.
Tal es la lógica inflexible de la falta de fe; y por eso en vano se querría persuadir al pueblo a quien se ha separado de la religión de que el socialismo es una injusticia. Fuera de la religión, no hay una sola razón que valga para exigir al pueblo que acepte su sacrificio de todos los días y se mantenga en la resignación. Una de dos: o la felicidad después de esta vida, merecida por la virtud y accesible a todos, o la felicidad en este mundo, pero igual para todos.
Por esta razón, los que se preocupan seriamente de la suerte de la sociedad, deben procurar, ante todo, volver la religión al pueblo, que es su único consuelo en las privaciones que hacen penosa su condición, y la única que le ofrece en las esperanzas inmortales compensaciones capaces, por su excelencia, de mantenerlo en la resignación. De donde se deduce que no hay crimen social comparable con el de quitar la fe al pueblo y precipitarlo, por medio de la incredulidad desoladora, en los brazos de una desesperación sin remedio.
Ilustrísimos señores:
Señores:
Si entre las resoluciones prácticas que hubieran de resultar de esta manifestación augusta, en honor del Supremo Jerarca de la cristiandad, figurase alguna en provecho de la clase obrera de Chile, creo que habríamos revestido esta asamblea de un título de especial simpatía y complacencia para nuestro santísimo padre, León XIII.
Y no se tome a ilusión de nuestro amor propio la creencia de que pueda ser especialmente grata al Pontífice cualquiera medida que unos cuantos hijos ignorados en este rincón del mundo adoptemos en favor de nuestros hermanos los obreros; porque no estamos tan lejos del corazón de León XIII y porque la suerte del obrero ha sido una de las más constantes preocupaciones de su pontificado.
No estamos lejos del corazón de nuestro Santo Padre.
Cuando a la hora del Angelus, León XIII extiende cada día sus brazos sobre la ciudad de Roma para bendecirla, en ese momento cubre con sus manos el universo. Las alas de la oración del Pontífice abrigan por igual a todos sus hijos. Bajo su amparo también somos cobijados nosotros.
Y cuando la piedad cristiana llega a los pies del Papa en romería, las de los obreros encuentran la más tierna de las acogidas. Entonces la blusa del obrero goza de más afecto en el Vaticano que los entorchados de los magnates.
León XIII ha sido el continuador de la solicitud jamás interrumpida de sus predecesores en la confirmación de la fe y en el magisterio de la verdad.
Todo lo abarca en sus exhortaciones, que son verdaderos monumentos de doctrina y de previsión. Desde su asiento del Vaticano, el gran vigía escudriña el horizonte social, y no se le escapan ni los signos de bonanza ni los indicios de tempestad. Desde allí ejerce un predominio moral que sobrepuja al de todos los monarcas y que alguien ha calificado gráficamente diciendo «que vale más una campanada del Vaticano que cien cañonazos del Rey».
Comprendiendo que la cuestión social es la más grave de nuestros tiempos, León XIII la toca desde sus primeras encíclicas. Casi en la mayor parte de ellas le dedica algunas consideraciones profundas, que son como el preludio de la grande encíclica que consagra al asunto200.
Y aborda la cuestión más ardua de este siglo con sabiduría que asombra a los doctos.
En medio de la tormenta social que trae desquiciado el orden público y a punto de zozobrar las instituciones seculares, el gran Pontífice, como Jesús Nuestro Señor en el lago de Tiberíades, avanza sobre las olas señalando en el firmamento la solución del conflicto.
Yo pretendo sacar provecho de sus enseñanzas en favor de mi país, porque la tormenta universal empieza a sacudirnos. De sus grandes marejadas comienzan a llegarnos algunos oleajes. Ya hemos tenido manifestaciones subversivas, que en ocasiones han llegado hasta las vías de hecho; y ya circulan panfletos socialistas y periódicos que llevan el conocido lema: La propiedad es un robo.
Ha habido pequeñas huelgas, y sabido es que hay conexión entre el socialismo y las huelgas, porque cuando éstas no tienen por causa una manifestación socialista, la tienen por efecto.
¿Qué causas han podido producir este espíritu de revuelta en nuestro país? ¿Existe entre nosotros la tiranía del capital? ¿Falta la caridad y, en consecuencia, faltan institutos de beneficencia? ¿Se muere la gente de hambre? ¿Existe entre nosotros la sórdida codicia de los dueños de fábricas confabulados para explotar al obrero? ¿Hay distancia irritante y falta de relaciones, de hombre a hombre entre el patrón y el obrero? ¿Existe entre nosotros el odioso trabajo nocturno? ¿Se exige al artesano un trabajo sin reposo y mal remunerado? ¿Hay sufrimientos materiales que exasperen a nuestros gremios de obreros? En una palabra, existe en Chile, como sucede en otros países de la Europa, alguna razón económica capaz de producir las huelgas?
Francamente, no veo por este lado razones de nuestro malestar. Pero mientras tanto el fenómeno está a la vista y va cundiendo de día en día.
Entonces debemos ver en el socialismo nuestro la manifestación de un hecho natural y permanente, que ha existido en todos los tiempos y naciones y que proviene del odio del que no posee contra el que posee y de un espíritu de repugnancia del humilde contra la natural desigualdad de las condiciones sociales. Este hecho es tan antiguo como el egoísmo y como la envidia.
Luego, si el malestar que nos aqueja no reviste por ahora en Chile los caracteres de una cuestión económica, es simplemente una cuestión moral y de clases, que principia a manifestarse en todas la sociabilidades luego que comienzan a formarse las grandes fortunas.
La acumulación de capitales en unas pocas manos trae la molicie en las clases pudientes y suscita la envidia de las menesterosas. El espectáculo del lujo despierta la idea socialista. El escándalo de las costumbres y el derroche de las riquezas enconan el corazón de las multitudes, envidiosas de su yo.
En una sociedad pobre y de modesto vivir, el socialismo, o no se manifiesta, o no cunde. Mientras Chile fue un país pobre no hubo en él socialistas; pero vinieron las riquezas; vino el lujo con su séquito de ostentaciones irritantes para el pobre; se entronizó aquí el ansia de poseer y de gozar, con su cohorte de escándalos y de degradaciones sociales, y en el acto el socialismo asomó la cabeza entre nosotros.
Coincide con esta decadencia de las costumbres que la educación religiosa del pueblo se ha descuidado o torcido absolutamente. Quitando el freno de la moral cristiana, que enseña a cada uno a contentarse con su suerte y a buscar en el trabajo, en el ahorro y por caminos lícitos, el mejoramiento de las condiciones sociales, ha tenido que suceder lo que estamos viendo.
Porque la cuestión social y la religión están íntimamente unidas201.
Si no se inspira al hombre la creencia de una vida futura de recompensa y de expiación, no damos base a su moralidad y lo entregamos a la fiebre de gozar lo más posible en el corto espacio de la vida.
Si le enseñamos el menosprecio de ese principio, lógicamente lo llevamos al menosprecio del derecho de propiedad, porque sólo en la comunidad de bienes podrá encontrar, el que nada posee, la saciedad de su ansia de goces.
En Chile estamos abandonando al obrero; lo estamos dejando solo, y ni siquiera le dejamos la compañía de Dios, que llena las deficiencias o el descuido de los hombres.
Pensemos en que a medida que de los pueblos se aleja la fe cristiana, que, en el peor de los casos, para quienes la menosprecian, es un inofensivo embeleso de almas ingenuas y freno de intemperancias, se introduce la pestilencia de la demagogia que, en el mejor de los casos, es la provocación insolente del libertinaje y amenaza constante de sediciones.
El Viejo Mundo va andando entre incendios, sobre escombros y al son de explosiones de dinamita, fruto de la propaganda demagógica. Estamos palpando los estragos de la enseñanza materialista, porque ella es la índole de los trastornos públicos y de las desgracias privadas.
Estamos palpando tanta desgracia y anarquía y, lejos de reaccionar contra un sistema que nos llevará a extremos deplorables, se trata de excluir la autoridad de la Iglesia de la enseñanza de la niñez. Pensemos en esto, que es grave: ya es tiempo de pensarlo.
Si arrancamos a Dios del corazón de la juventud, le quitamos su mejor maestro de sumisión a la autoridad, de bien vivir, de amor a la patria y de caridad con el prójimo. Si quitamos a Dios de los códigos, imperará en ellos la injusticia; si lo quitamos del taller introducimos en él el espíritu de sedición; si lo quitamos de la escuela, introducimos en ella la inmoralidad; si lo arrojamos del templo..., ¡ah!, cerrar un templo es abrir las puertas de la licencia, el mayor enemigo de toda potestad.
Y bien: si no detenemos al socialismo incipiente, mejorando la condición económica de nuestros obreros, morigerando sus costumbres y aplacando sus instintos por medio de la enseñanza cristiana, ¡ay de nosotros y ay de ti, patria amada! En un porvenir, próximo acaso, no te valdrían los laureles segados como la mies por la valentía de tus hijos, ni los centenares de monumentos levantados por tu caridad inagotable. No bastarían a escudarte los corazones de los buenos ni los templos henchidos de plegarias.
El malestar social que experimentamos en Chile proviene, pues, de desorden moral más bien que de la condición material de nuestros obreros. Aquí el obrero gana lo que quiere y trabaja como quiere y cuando quiere. Lo que hay es que es intemperante; y si a lo intemperante se agrega lo descreído y, al descreimiento, el encono que inspira el derroche, o la indolencia de algunos ricos, tendremos explicadas las causas de nuestro doméstico socialismo.
Pero no es el obrero socialista el único responsable de su situación, porque, respecto de él, no se han adoptado las medidas de precaución más eficaces para guiarlo bien. Al contrario, se le inspiran doctrinas que le corrompen de raíz; y resulta que no se le enseñan virtudes, pero se le castigan sus vicios.
Son dignas de notarse estas contradicciones de doctrina.
Mientras la tarea de la Iglesia consiste en inspirar virtudes, la de sus enemigos se limita a reglamentar vicios. Ellos, que suministran las causas, reprimen, sin embargo, los efectos. Se toman medidas para formar un pueblo ateo, escéptico, o en todo caso, un pueblo sin moral cristiana: y cuando el pueblo lógicamente procede a ejecutar actos inmorales o subversivos, derivados de su incredulidad o inmoralidad, ¡ah!, ya es otra cosa; y entonces, es necesario multar, encarcelar o sablear al pueblo.
Nuestra enseñanza tiende a la defensa de los intereses de nuestros propios adversarios en ideas. Ha llegado uno de esos casos frecuentes, en los cuales los católicos hemos de procurar el remedio de daños que no han producido nuestras doctrinas, sino, al contrario, el desprecio de esa doctrina católica que dice a todos, por los labios de León XIII: «Respeto a la propiedad privada». Que dice a los gobiernos: «Considera al obrero como tu mejor amigo y tu principal apoyo; dale justicia y moralidad». Que dice al rico: «Gana el cielo por tu liberalidad; distingue entre la justa posesión del dinero y el justo uso; satisfecha la necesidad y el decoro de tu casa, socorre al indigente con lo que sobra». Que dice al obrero: «Gana el cielo con tu paciencia; ahorra, no te avergüences de tu pobreza; Cristo, Nuestro Señor, fue hijo de artesano; la virtud es patrimonio de todos y sólo ella es digna de la más grande de las recompensas, la eterna». Que dice al patrón: «Da descanso a tu obrero, en atención a su naturaleza y a la condición de su trabajo; mira por su salud, no lo explotes, y su salario ha de ser el suficiente para el sustento de un obrero frugal y de buenas costumbres»202.
Trabajar en favor de nuestros obreros no debe ser entre nosotros cuestión de doctrina, porque ya va siendo cuestión de defensa nacional.
León XIII es quien nos aconseja que, así como los socialistas reclutan sus secuaces entre los obreros, «es oportuno favorecer las asociaciones de los mismos: que colocados bajo la tutela de la religión, se habitúan a contentarse con su suerte, a soportar meritoriamente los trabajos y a llevar una vida apacible y tranquila».
Es nuestro Prelado quien nos ha dicho «que las asociaciones de obreros podrán llegar a ser, si se multiplican, puerto de salvación, no solamente para el pueblo que trabaja y sufre, sino también para la sociedad doméstica y pública»203.
Que, por su parte, nuestros ricos se capten con su desprendimiento, con su austeridad de vida y la afabilidad de su trato con los artesanos, el respeto y el cariño de éstos. No puede haber muchos socialistas donde hay muchos filántropos.
¿Acaso faltarán entre nosotros imitadores de la generosidad del patricio chileno que, al morir, ha vinculado su gloria a la suerte de una institución protectora de obreros, creada bajo el nombre del inmortal pontífice León XIII? He ahí el papel social de la riqueza.
Trabajando para mejorar la condición moral e intelectual de nuestros obreros, salvaremos a nuestra raza viril e inteligente de una decadencia inminente.
Que nuestros gobernantes se preocupen de la suerte de la clase obrera, cuidando que en las leyes un individualismo moderado prevalezca sobre el tutelaje del Estado, que lleva al absolutismo despótico. Matar el individualismo es fomentar el socialismo. Cuanto más crezca el predominio del Estado, tanto mayor será la codicia de las masas para aprovecharlo.
Que nuestros gobernantes se inspiren en aquel consejo memorable del anciano emperador Guillermo de Alemania, que poco tiempo antes de morir, cargado de años, de experiencia y de virtudes, decía a sus íntimos: «No quitéis la religión al pueblo».
Católicos, defended la sociedad y defendeos vosotros mismos. Sujetad a nuestro pueblo por medio del freno de la religión. Acordaos que nuestro pueblo es feroz, cuando se desborda.
Y si se desborda, ¿qué será de vosotros los que lleváis el precio de vuestros ahorros en las canas y en los pliegues de vuestra frente? ¿Habéis pensado en la suerte que correrán vuestros hijos y sus patrimonios amasados con el esfuerzo de la inteligencia y el sudor de vuestras fatigas? Católicos, ¿habéis pensado en la suerte que correrán nuestras instituciones de piedad y de enseñanza? ¿Qué será de nuestros templos, de nuestros colegios, y qué será de ti, asilo de mi infancia, nido de mis más dulces recuerdos, y de vosotros, mis viejos maestros, que habríais abandonado la patria y las delicias del hogar nada más que para recibir en la hora tardía de la recompensa una persecución, tal vez sangrienta, por el delito de haber formado ciudadanos de orden y hombres de provecho?
Señores, defended la sociedad y defendeos vosotros mismos.
¿Cómo?
Ahí están los institutos salesianos; ahí está la Sociedad de Obreros de San José, esperando de vuestro desprendimiento el apoyo que necesitan para salvar a la patria, para salvar vuestros propios intereses y los de nuestros mismos enemigos.
Dignísimos prelados de la Iglesia chilena, reunidos hoy por una coincidencia providencial: oíd el clamor de angustia que se escapa de nuestras almas creyentes y patriotas; unid vuestros esfuerzos en una labor común de redención social, y habréis secundado el propósito más trascendental de León XIII y la aspiración más vehemente de los católicos chilenos.
A don José Agustín González, vice-presidente de la Asamblea Radical de Santiago.
La formación de partidos de obreros, bajo el nombre de socialistas o democráticos, es uno de los fenómenos políticos de más grave trascendencia que se operan en el agitado seno de los pueblos cultos.
Hasta hoy, si exceptuamos las épocas revolucionarias, durante las cuales los elementos inferiores han solido aparecer transitoriamente a la superficie, sólo habían actuado en la política la clase media y la clase aristocrática.
Es error imperdonable imaginarse que fue el pueblo el que luchó contra los eupátridas en Grecia, contra los patricios en Roma, contra los barones en la Edad Media, y en la Moderna contra los nobles y los grandes. Los démotas de Atenas, los plebeyos del Tíber, los rotos (gueux y roturiers) de los Países Bajos y de Francia, los villanos y los comuneros de España fueron tan enemigos de la nobleza, que sentían sobre sus cabezas, como del proletariado204, que oprimían bajo sus plantas. Por primera vez en la historia de la humanidad aparece hoy actuando regularmente en el juego de la política una fuerza constituida por los elementos inferiores de la sociedad.
De nación en nación el nuevo partido ha nacido en actitud de hostilidad contra las antiguas clases gobernantes, abrumando a los más insignes servidores públicos con los epítetos de oligarcas, usurpadores de la propiedad, explotadores del pueblo; y en todas partes ha formulado programas de reformas que no miran al bien general de la sociedad, sino al interés exclusivo de los obreros.
Alarmados por esta declaración de guerra, los partidos históricos le han recibido de un extremo a otro del mundo culto en el carácter en que él mismo se ha presentado, esto es, como enemigo común e irreconciliable; y no ha sido raro que para combatirle, vencerle y exterminarle, hayan unido sus fuerzas celebrando pactos de alianza ofensiva y defensiva. Pero todo ha sido en vano. En los últimos treinta años no hay ejemplo de que el Partido Obrero haya experimentado algún contratiempo que se pueda considerar como un desastre irreparable. Su crecimiento ha sido incesante. Con la suspensión de sus diarios, con la disolución de sus corporaciones, con la prohibición de sus reuniones, con el encarcelamiento de sus caudillos, no se ha conseguido más que enardecer y aumentar los prosélitos de la causa del pueblo. Las persecuciones odiosas de que ha sido víctima han acabado de justificar todas sus querellas contra el egoísmo de las clases directivas y sus padecimientos le han granjeado las simpatías de todos los corazones generosos, así como su perseverancia le ha captado la admiración de todas las almas grandes.
En Chile, este partido apareció por primera vez como órgano de la clase obrera hacia 1887. Aquí, como en Europa, se hizo presente lanzando a la faz de los oligarcas una alarmante declaración de guerra; y aun cuando los partidos históricos le recibieron o con desdén o con hostilidad, su desarrollo ha sido tan rápido cuanto las causas de descontento popular y la restringida difusión de la instrucción pública lo han consentido.
Es éste un fenómeno político que por su trascendencia social se impone al estudio de los más altos pensadores. Dondequiera que se ha constituido el partido de los pobres, los partidos reaccionarios se han sentido como desangrados, los gobernantes han empezado a fijar la atención en males que habían pasado inadvertidos, la política ha modificado su rumbo tradicional para interesarse en la suerte de los desheredados, y un derecho nuevo ha nacido, un derecho que afirma y enaltece la personalidad del obrero frente a frente del patrón, del capitalista y del empresario.
En Chile mismo, la constitución del nuevo partido ha empezado a surtir efectos que, desarrollándose de día en día, están llamados a alterar las fuerzas respectivas de los partidos históricos, a imponer modificaciones substanciales en los programas y a expulsar de La Moneda y del Congreso la política esencialmente negativa del libre cambio. Fruto suyo es que muchos obreros se hayan alejado de las cofradías de la reacción, donde se explota su sentimiento religioso en interés de la misma clase que los mantiene humillados. Fruto suyo es igualmente la resistencia contra la venalidad que se notó en las últimas elecciones (1894) porque en muchos pobres se va sobreponiendo el interés de clase al interés personal. Fruto suyo es asimismo el advenimiento al desempeño de las funciones electorales de numerosos ciudadanos que antes se abstenían porque se sentían impotentes para cambiar el rumbo de la política.
Desgraciadamente, también son frutos suyos, por un lado, la actual decadencia de los partidos liberales (no digo del liberalismo) en casi todas las naciones cultas, y por otro, la renovación de la lucha de clases, fatal para la subsistencia del principio de la igualdad.
Estos fenómenos convidan al estudio. Todo repúblico que viva atento a satisfacer las nuevas necesidades sociales debe indagar cuáles causas han dado existencia al socialismo y cuál política se debe seguir para quitarle su carácter revolucionario, conservándole su tendencia orgánica. En mi sentir, es ilusión de gobernantes empíricos imaginar que se pueda exterminarlo mediante una política de hostilidad o anularlo mediante la eliminación de sus caudillos.
Un partido es un fenómeno político que se produce a virtud de causas sociales; y en cualquier orden de la naturaleza, si no se remueven las causas, no hay poder humano capaz de impedir la producción de los efectos. Es a la vez una fuerza colectiva que se constituye para satisfacer, mediante la acción del gobierno, aspiraciones más o menos generales, y de suyo se infiere que mientras ellas no sean satisfechas, siempre habrá quienes las sientan, siempre habrá quienes traten de satisfacerlas. Perseguir a los descontentos para restablecer la paz vale tanto como perseguir a los sedientos para calmar la sed.
No queramos eludir responsabilidades. El aparecimiento de todo nuevo partido envuelve una acusación contra los partidos preexistentes en cuanto significa que ellos han dejado sin atención algunos intereses, sin curación algunos males, sin satisfacción algunas necesidades. Indagar las causas del nacimiento de un nuevo partido es en substancia formar el proceso de los antiguos, y cuando un partido antiguo hace este estudio, en realidad hace un examen de conciencia.
En Chile es el Partido Radical el que puede reportar más provecho de tan interesante indagación, porque para conservar su puesto en las filas más avanzadas, necesita desarrollar su programa atendiendo a las nuevas necesidades y no está tan lejos del pueblo que no comprenda las causas de su malestar ni tan lejos de las clases conservadoras que no comprenda las causas de sus alarmas.
Aquellos de mis lectores que conocen la historia recuerdan de cierto una época en que el trabajo manual estaba encomendado a los esclavos. Esclavos eran los obreros que trabajaban en los talleres domésticos; y esclavos, los peones que labraban las tierras.
Recordarán también que los esclavos en calidad de tales no tenían derechos civiles ni políticos, ni podían comparecer en juicios, ni testar, ni adquirir; y el amo estaba facultado para enajenarlos, prestarlos y destruirlos, etc. En una palabra, ante el derecho no eran personas; eran cosas, mercancías esencialmente venales, instrumentos semovientes de trabajo y de labranza.
Por último, nadie ignora al presente que el imperio romano fue el triunfo obtenido después de cinco siglos de lucha incesante por la plebe dictatorial, pero progresista, contra el patriciado republicano, pero reaccionario. Desde los Gracos, y sobre todo desde Julio César adelante, hasta la formación de las aristocracias bárbaras, la plebe fue la verdadera clase directiva del imperio, la que lo administró, lo gobernó, le dio leyes y presidió al desenvolvimiento de su cultura.
En fuerza de estos antecedentes, el derecho romano, tal cual ha llegado a nosotros, lleva impreso en todas sus páginas el sello de su origen plebeyo. Para provecho de la plebe se trastornaron las bases antiguas de la propiedad; en homenaje a ella se disolvieron las tribus, las gentes y las clases, por exigencias suyas se formaron el derecho hereditario, el derecho penal, el derecho procesal, el ceremonial del matrimonio y las formalidades de los contratos; y en cuanto a las instituciones de derecho público, todas se organizaron en interés suyo a costa del patriciado y con absoluta exclusión de los esclavos.
A consecuencia de la tendencia exclusivamente plebeya de la legislación romana, en dicho sistema no pudo desarrollarse aquella parte del derecho que mira al bien de los desheredados. La plebe era tan egoísta y tan inexorable como el patriciado, y ni se preocupaba ni se condolía de la suerte de los esclavos, que constituían la clase obrera y servil de aquellos siglos. En los códigos romanos apenas figura en forma naciente y embrionaria el importantísimo contrato de la locación de servicios; no se garantizan los derechos de los obreros, ni se imponen obligaciones en favor suyo a los patrones; de los esclavos casi no se habla si no es para establecer los derechos del amo, y para decirlo todo con una palabra, no se conoce ni de nombre la legislación industrial, que hoy forma códigos voluminosos.
Para los pueblos cultos de nuestros días, este carácter unilateral del derecho romano ha sido sobremanera pernicioso, porque fundada nuestra educación jurídica en el estudio de las Pandectas y de las Institutas, su tendencia se ha impuesto a nuestro espíritu en términos que no concebimos el derecho sino al estilo romano. Todos los códigos contemporáneos, que son simples calcos, se hacen notar por las mismas omisiones; en todos aparecen reproducidos los mismos errores, a todos se puede dirigir las mismas críticas. Es lo que han demostrado Menger, Cimbalí, D'Auganno y otros autores que están empeñados en renovar el concepto del derecho.
Ejemplos comprobatorios se podrían citar hasta la saciedad.
Todos los códigos contemporáneos han reproducido, verbigracia, la célebre presunción del conocimiento del derecho: la ley se supone conocida por todos, y ninguno puede alegar su ignorancia para excusar su inobservancia. Por de contado, no voy a sostener que esta disposición debe abrogarse; pero sí sostengo que si la redacción de los códigos no se hubiese confiado exclusivamente a jurisconsultos burgueses representantes de las clases doctas, acaso al establecer semejante presunción se habría adoptado algún temperamento para prevenir efectos que el legislador no ha tenido en vista. En Estados donde la simple recopilación de las leyes ocupa grandes estantes, no hay persona fuera del orden forense que las conozca siquiera sea superficialmente; y en estas condiciones, la presunción aludida es para el pobre, que no puede pagar consultas de abogado, la más inicua de las presunciones, un lazo tendido a su ignorancia por la inadvertencia del legislador.
En los más de los códigos vigentes se reproduce también la prohibición de indagar la paternidad ilegítima205. ¿Con qué propósito? Con el propósito de precautelar la tranquilidad de las familias constituidas legalmente. ¿En beneficio de quién? En beneficio de las clases superiores de donde salen los seductores que niegan sus hijos. ¿Y en mal de quién? En mal de las clases inferiores que suministran víctimas y pasto a la depravación aristocrática. A nadie se le ocurrirá pensar que el legislador hubiese prohibido la indagación de la paternidad si al dictar la ley hubiese contemplado la suerte de los desheredados con interés parecido al que tuvo en favor de los afortunados.
La parcialidad del legislador contemporáneo aparece de manifiesto aún en aquellos casos en que rompiendo con las tradiciones romanistas, ha establecido un derecho nuevo. Es evidente, por ejemplo, que la libertad de contratar tiene en nuestros códigos un alcance mucho mayor que en los tiempos de Justiniano. La disolución de las corporaciones industriales, la abolición de la servidumbre y la abrogación del sistema de privilegios mercantiles han hecho jurídicamente a cada uno árbitro de su persona, de su trabajo y de sus obras. Pero esta nueva situación, que ha atizado la lucha por la vida, ha hecho a los desvalidos víctimas de los fuertes y de los poderosos. El régimen de libertad, que es un régimen esencialmente negativo, que no es régimen de garantía, es el mejor de los estados jurídicos para los que contratan y obran en condiciones de relativa igualdad. Mas, cuando no existe esta igualdad, la libertad es una irrisión para los débiles, porque «no hay desigualdad mayor que la de aplicar un mismo derecho a los que de hecho son desiguales»206.
Es lo que pasa en el contrato de mutuo, en el de locación de servicios y generalmente en todos aquellos que por su naturaleza se celebran entre los ricos y los pobres. Jurídicamente el prestador y el prestamista, el patrón y el obrero, contratan en condiciones iguales; cada uno puede decidir soberanamente lo que juzgue conveniente; el Estado ofrece a unos y a otros la seguridad de que ninguno será arrastrado por la fuerza a contrariar su propia voluntad, y los economistas nos garantizan que las leyes naturales del orden económico impiden los abusos reduciendo los precios de las casas y de los servicios a términos equitativos.
Entre tanto, ¿qué pasa en la realidad? Lo que pasa es que cuando el mutuo se conviene entre un banco y un capitalista, o cuando la locación de servicios se conviene entre un capitalista y un grande abogado o un eximio pintor, los contratantes se sienten realmente libres para discutir, imponer, aceptar o rechazar condiciones. Pero cuando un pobre pide dinero en préstamo a un monte de piedad, o pide trabajo al empresario de una construcción, no hay igualdad entre los contratantes y la libertad de derecho no se traduce en libertad de hecho porque el uno obra apremiado por un hambre que no admite espera, y el otro se siente árbitro de una situación que no se desmejora sensiblemente por la tardanza207. Para mí no hay duda alguna: si los pobres fuesen consultados en una reforma del derecho civil, sin vacilar, renunciarían a una porción de esta libertad en cambio de alguna protección de parte del Estado contra la avidez de los usureros y contra el despotismo de los empresarios.
En las otras ramas del derecho privado se nota la misma tendencia unilateral. En todas ellas se han declarado derechos, garantizado libertades, creando instituciones que a la sombra de la igualdad jurídica fomentan la desigualdad social, porque mejoran la condición de los ricos y empeoran la de los pobres. Examínese para muestra lo que se ha hecho en el derecho procesal y en el derecho penal de todos los pueblos cultos.
Nadie pone en duda que las grandes reformas hechas en las leyes que reglan el procedimiento judicial, están dirigidas a garantizar la administración imparcial de la justicia. Merced a ellas, son más leales las contiendas jurídicas, se hacen más raras las iniquidades y los errores de los jueces y el derecho se siente más fuerte. Pero estas reformas que han hecho más necesaria la intervención de los abogados, de los procuradores, de los receptores, de los síndicos, de los peritos, de los fiscales, etc., se han realizado exclusivamente en bien de aquellos que pueden pagar todos estos servicios desde antes de ganar los pleitos.
En cuanto a los pobres, son víctimas en todo caso porque, o abandonan sus derechos dejando triunfante a la usurpación, o consumen en gastos judiciales mucho más de lo que reclaman. En Chile no hay causa de descontento que irrite y exaspere más a las clases inferiores contra el gobierno de las superiores. Aun cuando sea intrínsecamente mucho más imperfecta, mucho más ocasionada en errores y abusos, los pobres prefieren cien veces la justicia primitiva de san Luis, administrada a la sombra de una encina, sin aparato judicial, sin alegatos escritos y sin intervención de terceros.
Igualmente indudable es que las reformas penales han limpiado en parte esta rama del derecho de los restos de barbarie y la han acomodado mejor al estado actual de la cultura. Pero tampoco es dudoso que el sistema de fianzas de cárcel segura, que el pobre no puede rendir, y el de multas, que el pobre no puede pagar, sólo han mejorado la condición de los delincuentes ricos. Y es asimismo evidente que el legislador no procede con ecuanimidad cuando impone una misma pena al criminal pobre, ignorante, que se ha criado en la contemplación de ejemplos perversos, y al criminal rico, malvado, que delinque con toda malicia, a sabiendas de los males que ocasiona y rompiendo las tradiciones de honor en que ha sido educado.
Hojeando los códigos contemporáneos, sería fácil desarrollar mucho más estas observaciones y demostrar con otros ejemplos igualmente decisivos, que en todo el derecho privado se adivina a la vez que un propósito laudable en el legislador, precautelar los intereses de la clase directiva, y un desconocimiento y un olvido absolutos de las reales necesidades de los pobres. El derecho doméstico, el derecho hereditario, el derecho adjetivo y el derecho substantivo se han instituido sobre la base de la igualdad, sin reconocer diferencias de condición entre los pobres y los ricos. Para nuestros empíricos legisladores no hay causas sociales que justifiquen las diferencias jurídicas.
Lo mismo organizan la familia de nuestras clases sedentarias que la de nuestros peones nómades, y un mismo derecho hereditario rige para los ricos, agrupados en la comunidad del hogar, y para los obreros ambulantes, que no reconocen lazos de familia y llevan dispersos una vida de afectos puramente ocasionales.
En una palabra, el legislador burgués de nuestros tiempos ha procedido esencialmente como el legislador plebeyo de Roma; ha precautelado muy bien los intereses de su clase; aun se ha empeñado en impulsar el desenvolvimiento de la cultura general; pero no ha estudiado las necesidades de las clases desvalidas, no ha instituido garantías que amparen a los pobres contra los ricos, mira impasible que se aplique al orden social la ley materialista de la selección de las especies, propia del orden biológico, y deja subsistente el derecho plebeyo, el derecho oligárquico o de clase en perjuicio del derecho social, que es el derecho humano por excelencia.
Pasemos ahora al derecho público.
Se ha definido al Estado diciéndose que es el órgano del derecho.
En mi sentir, esta definición es incompleta, por cuanto el Estado está llamado no sólo a garantizar las relaciones jurídicas, sino también a fomentar activamente el desarrollo de la cultura. Su misión no se reduce al orden: abarca también el progreso; y además de las funciones jurídicas, ejerce funciones políticas.
Con todo, la definición aludida pone de manifiesto la existencia de relaciones estrechas entre la política y el derecho, y explica por qué la educación jurídica afecta más o menos gravemente a la educación política. Hombres que se forman bajo el influjo de la tendencia plebeya del derecho romano, difícilmente desarrollan en el gobierno una tendencia de índole más social y más generosa.
Examinemos sólo la obra de la administración, del gobierno y de la política contemporánea.
En todos los pueblos cultos, los grandes administradores públicos están empeñados en garantizar la idoneidad y la responsabilidad de los funcionarios del Estado; y al efecto, exigen a los aspirantes, por un lado, la adquisición de una suma mínima de conocimientos, y por otro lado, la rendición de cauciones pecuniarias más o menos cuantiosas. De cierto estas condiciones de admisibilidad propenden a mejorar los servicios del Estado. Pero a la vez dificultan a los pobres el acceso a los cargos públicos y convierten la administración en un monopolio de aquellos que poseen la instrucción y la responsabilidad requeridas, esto es, de los burgueses. La exclusión no pierde su carácter odioso porque se prueba su conveniencia.
Como consecuencia de este régimen, régimen que vincula las funciones públicas a la clase más culta, las familias de los pobres no tienen opción a este medio de subsistencia, y los sueldos, tanto como las pensiones de jubilación, de retiro, de montepío y de gracia, ceden en provecho exclusivo de las familias acomodadas. La parcialidad burguesa con que se reparten los beneficios del Estado se manifiesta con caracteres de la más irritante iniquidad en la organización militar de la república; por una parte, se da allí pensión de montepío a las familias de los oficiales y se niega a las de los soldados, y por otra, se impone el servicio de la guardia nacional a los pobres y se le deja como voluntario para los ricos.
La misma tendencia se nota en muchos actos de la administración. ¿Se trata, por ejemplo, de extender la zona agrícola del territorio? Pues bien, inspirado por la burguesía dominante, el Estado prefiere entregar sus tierras al dinero, que es el signo del trabajo, antes que al trabajo mismo, y en lugar de cederlas gratuitamente a todo el que quiera labrarlas por sí mismo, las enajena en pública subasta al mejor postor. En buen castellano esto se llama entregar la propiedad rural a los que ya poseen la riqueza pecuniaria y quitar a los desheredados una esperanza de mejorar su condición y enajenar por un plato de lentejas un medio inapreciable de contener la expatriación de nacionales.
En el derecho político se nota más o menos la misma tendencia. No se concede derecho de sufragio sino a los que ganan cierta renta208.
El poder electoral es constituido por mayores contribuyentes, y ningún ciudadano puede ser Diputado o Senador si no posee medios propios de subsistencia. En 1889, para acentuar más el carácter oligárquico del Estado chileno, para dificultar hasta donde era posible el advenimiento de los pobres al Congreso, el legislador estableció desfachatadamente en la Constitución la gratuidad de las funciones legislativas.
Para lo sucesivo quedó inamoviblemente establecido que sólo los ricos pueden ser legisladores, o a menos que los pobres se avengan a vivir de limosna o a morir de hambre.
Después de organizar el gobierno con elementos oligárquicos, la burguesía habría conseguido fácilmente hacerse perdonar el monopolio siguiendo una política menos exclusivista y más generosa. Nadie le exigía que sacrificara sus propios intereses al mejoramiento de la condición de los desvalidos.
Tampoco nadie le disputaba el gobierno. Para perpetuarse en el poder sobre una base inconmovible de popularidad, le bastaba consagrar una hora de las 24, un día de los 365, para ver modo de aliviar la suerte de los pobres. Pero no lo ha hecho así.
Si exceptuamos la abolición de la servidumbre, el establecimiento de beneficencia pública, el de la instrucción popular y el del sufragio universal, cuatro buenas cosas instituidas en bien de los desheredados, la extraordinaria actividad política del presente siglo se ha consagrado de una manera casi exclusiva a garantir los derechos, las libertades y los intereses de la burguesía.
En efecto, ¿cuál es la obra política de nuestros días?, ¿cuáles son las conquistas que el espíritu liberal ha afianzado por medio de las instituciones? Son el establecimiento del régimen constitucional, del régimen republicano, del régimen federal, del régimen electivo; son la abolición de los mayorazgos, de los títulos nobiliarios y de las corporaciones industriales; son las instituciones del matrimonio civil, del régimen civil y del cementerio laico; son la separación de los poderes públicos y la de la Iglesia y del Estado; son las libertades de conciencia, de imprenta, de comercio, de enseñanza, etc., reformas todas que no aprovechan directamente más que a las clases gobernantes y que de ordinario se realizan o con la indiferencia o con la hostilidad de las clases proletarias. Si todos son católicos, ¿para qué les sirve la libertad de cultos? Si ninguno sabe escribir, ¿qué ganan con la libertad de imprenta? Si carecen de recursos para hacerse propietarios, ¿qué perjuicio les trae la subsistencia de las propiedades inalienables? Y si bajo el nuevo régimen han de vivir tan esquilmados como bajo el antiguo, ¿qué les importan los cambios de gobierno y las reformas constitucionales?
Por de contado no digo yo que lo hecho por la burguesía sea malo. Lo que digo es que de entre las necesidades sociales que han reclamado la atención de los gobiernos, casi no se han satisfecho más que aquellas que interesaban al estado superior de cultura política y se han dejado en el mayor abandono aquellas cuya satisfacción interesaba más vivamente a los pobres.
Tal es la obra de las clases gobernantes.
La burguesía de nuestros días ha seguido la misma tendencia de la plebe romana.
Por no haberse preocupado más que de sus propias necesidades, los burgueses han constituido un Estado burgués, así como los plebeyos, por razón análoga, organizaron un Estado plebeyo.
Para justificar el hecho, la burguesía se ha puesto a fabricar artificialmente el derecho.
Desde el día en que acometió la grande empresa de la reorganización del Estado antiguo, inventó doctrinas que enseña en sus cátedras y que difunde por medio de sus diarios, dirigidas a justificar una política negativa y egoísta que da a los burgueses todo lo que les conviene y niega a los proletarios todo lo que necesitan. Aludo a las doctrinas del libre cambio y el individualismo.
En efecto, ¿qué es lo que necesitan los grandes para explotar a los pequeños, los fuertes a los débiles, los empresarios a los obreros, los hacendados a los inquilinos, los ricos a los pobres? Sólo una cosa: libertad, y nada más que libertad, o sea, la garantía de que el Estado no intervendrá en la lucha por la existencia para alterar el resultado final en favor de los desvalidos. Eso es lo que el libre cambio da a los burgueses.
¿Y qué es lo que necesitan los desvalidos para no sucumbir en esta contienda despiadada: donde el egoísmo prevalece contra la caridad, la inteligencia contra el corazón, la fuerza contra el derecho? Sólo protección, y nada más que protección, o sea, la garantía de que el Estado igualará las condiciones de los combatientes dando armas a los débiles para luchar con los fuertes. Esto es lo que el individualismo niega a los desvalidos.
Los efectos no se han hecho esperar: tanto en Europa como en América, conforme se ha venido difundiendo la instrucción, las clases inferiores se han sentido agitadas por necesidades y anhelos desconocidos; los pobres que han visto a los gobernantes dejar en el abandono la causa de los desheredados han empezado a constituirse en partido autonómico; y los partidos liberales han venido perdiendo de día en día al pueblo.
Habituado a gozar de la popularidad a pulmones llenos, el liberalismo se ha sentido a la vez decepcionado y desorientado. Ingenuamente se había imaginado que para captarse a firme la voluntad del pueblo, le bastaba darle libertades, derecho de sufragio e instrucción; y para él ha sido motivado de dolorosa sorpresa la repentina esquivez de los obreros.
Mas, ¿a cuáles necesidades del pueblo subviene el liberalismo clásico? ¿Acaso la doctrina liberal mejora su habitación, cambia sus hábitos higiénicos, salva a sus hijos de la viruela, de la difteria, de la anemia, del cólera? Acaso asegura su subsistencia durante las enfermedades, o para los casos de invalidez? ¿Acaso enseña algún oficio al pobre que roba para vivir porque no sabe trabajar? ¿Acaso le da algún derecho contra el empresario que le niega el trabajo para hacerle ceder a solicitaciones vergonzosas? ¿Acaso le da justicia gratuita, compasiva y capaz de comprender las causas de sus caídas? ¿Les presta amparo contra algún peligro? ¿Auxilio contra alguna amenaza? No; absolutamente no. Todo lo que el liberalismo de nuestros días ha hecho por los pobres se reduce substancialmente a la instrución y al sufragio; esto es, a ilustrarle para que conozca mejor sus miserias y a armarle para que pueda exigir por sí mismo el remedio de sus males. Sorprenderse del aparecimiento del socialismo es sorprenderse de que la instrucción popular rinda su fruto más genuino, el de dar capacidad al pueblo para estudiar sus propias necesidades.
Es ya tiempo de reaccionar contra esta política egoísta que obliga a los pobres a organizarse en las filas hostiles frente al resto de la sociedad. Sólo el abandono en que hemos dejado los intereses populares puede explicar la singular anomalía de que en el seno de nuestras sociedades igualitarias se estén renovando las luchas de clase, fatales para el funcionamiento regular de la verdadera democracia. Es nuestro egoísmo, es nuestra indolencia, es nuestra política de mera expectación de lo que irrita y exaspera a los que padecen hambre y sed, enfermedades e injusticias209.
Por su posición media entre las clases más egoístas y las más desvalidas, a mi juicio es el Partido Radical el llamado a salvar la sociedad chilena de las tremendas convulsiones que agitan a la sociedad europea. Proveer a las necesidades de los desvalidos es remover la causa del descontento, es acabar con el socialismo revolucionario, es hacer política científicamente conservadora.
No nos curemos de la grita de los librecambistas. La política no es el arte de establecer el libre cambio: es el arte de satisfacer necesidades sociales. Como doctrina económica el libre cambio es una antigualla cuya moda ha pasado hace años, y como doctrina política es un absurdo, es la negación del gobierno.
No nos creamos tampoco de las protestas de los individualistas. El individualismo es la doctrina que dice a los gobernantes: «curaos de las clases directivas y no os preocupéis de los desvalidos; curaos del orden y no os preocupéis del progreso». En buenos términos, esto significa que el individualismo es la doctrina natural de los partidos conservadores, como lo prueba el hecho de que ellos se la hayan apropiado en todos los pueblos católicos. Ningún partido de progreso puede inspirarse en ella sin inhabilitarse para cumplir su misión.
A diecinueve siglos un hombre cuya perfección moral no ha sido jamás superada y cuya impertérrita valentía ejemplarizará eternamente a los grandes luchadores de la humanidad, un hombre a quien se empequeñece cuando se le diviniza, hizo suya la causa de los menesterosos, cerró con resolución a los ricos las puertas de los cielos, abrumó a los egoístas con ignominiosas invectivas, impuso a todos la caridad, y trató de imponer a los propietarios la comunidad de bienes. Sus enseñanzas interpretaron tan bien las aspiraciones de los pueblos, que su nombre no ha cesado de ser bendecido y glorificado hasta hoy mismo por los pobre y los desvalidos de la cristianidad entera.
En nuestros días, cambiadas las condiciones sociales, deben cambiar también los remedios. Ahora es vana ilusión halagarse con la esperanza de convertir la propiedad en comunidad, la caridad apenas sirve ya más que como paliativo y un partido pierde su derecho a gobernar si declara la guerra a cualquiera clase social. Pero en los modestos límites de nuestra patria, el Partido Radical puede continuar la obra generosa del augusto fundador del cristianismo, puede enseñar con Augusto Comte, que ser rico es desempeñar una verdadera función social, la de creador y administrador de la riqueza en beneficio común; y puede repetir diariamente a los egoístas la apóstrofe inmortal del tribuno romano: «Ceded una parte de vuestras riquezas si no queréis que un día os sean quitadas todas». Concluyo.
La causa de los pobres fue siempre la causa de los corazones más generosos.
La causa de los pobres debe ser la causa del radicalismo.