Los artículos que hoy reproducimos en este folleto debidos a la galana pluma del señor Augusto Orrego Luco se publicaron en 1884 en La Patria de Valparaíso, pero creemos que su oportunidad no ha pasado; al contrario, reputándolos de palpitante actualidad, los hemos coleccionado y, sin introducir en ellos modificaciones de ninguna especie, los presentamos en conjunto a la consideración de los hombres de estudio que se interesan por buscar soluciones prácticas a la cuestión social.
Los editores
LA CUESTIÓN SOCIAL
I
En una serie de artículos nuestro colega de El Independiente ha abordado una gravísima cuestión, de vasto alcance político y social, que creemos oportuno remover.
Observa nuestro colega que, a pesar de la asombrosa fecundidad de nuestra raza, estamos amenazados de ver despoblarse nuestro suelo por la doble acción de la mortalidad de los párvulos y la corriente de emigración que anualmente se apodera de millares de nuestros compatriotas. Esa doble plaga, que sólo se comprende en sociedades decrépitas, es un fenómeno anormal y peligroso en una sociedad que apenas ha alcanzado la plenitud de su vigor.
Por nuestra parte, no llegamos a las desesperantes conclusiones a que se deja arrastrar nuestro colega; no creemos como él que la despoblación nos amenaza y que la emigración deja un vacío que nada viene a subsanar; pero no por eso dejamos de ver que una serie de causas estorban el desarrollo de nuestra población bajo su doble aspecto físico y moral, y no por eso podemos prescindir del doble mal a que nuestro colega ha llamado la atención.
Es indispensable remover esas causas de agotamiento nacional, estudiar el mal que las produce y aplicar resueltamente el correctivo que ese mal exige; estudio complejo y penoso, pero del que no podemos ni debemos excusarnos desde que ese estudio afecta una de las cuestiones de más vivo interés para el país.
La estadística comprueba plenamente el hecho capital que nuestro colega ha aseverado; en Chile, el número de los nacimientos alcanza a una cifra proporcional muy elevada, a pesar de que causas evidentes no permiten que esa cifra llegue en los datos oficiales a la altura a que debe llegar en realidad. Los cuadros comparativos que el Anuario Estadístico consigna, relativos al decenio de 1869 a 1878 inclusive, dan a Chile un aumento de población por nacimientos de 4,10%. Sólo la Rusia, la Sajonia, la Croacia, la Hungría, la Servia y la Polonia superan esa cifra. Es mucho mayor que en Inglaterra, en Estados Unidos y en España; es casi el doble de la que alcanza en Francia.
Tenemos, pues, aquí una causa de desarrollo clara e indisputablemente establecida, que por el momento sólo queremos apuntar.
En cuanto al segundo hecho, que sirve de base a los cálculos sombríos del colega, no es por fortuna igualmente apoyado en la estadística. Es verdad que no tenemos datos rigurosamente exactos sobre el movimiento de nuestra emigración. No conocemos ni siquiera de una manera aproximada la cifra a que alcanza el número de los que atraviesan nuestras cordilleras para ir a poblar las pampas argentinas, y por el momento sólo estamos en posesión del cálculo que arroja el movimiento de pasajeros que hay en nuestras costas.
Ese cálculo, que hemos recogido en la Oficina de Estadística, abraza el movimiento de 1875 a 1882, y como hasta aquí no ha sido publicado, nos vamos a permitir reproducirlo.
Dice así:
De abril a abril | Entrados | Salidos | Restantes |
1875-1876 | 47.035 | 42.915 | 4.120 |
1876-1877 | 34.868 | 32.080 | 2.788 |
1877-1878 | 28.449 | 24.790 | 3.659 |
1878-1879 | 28.460 | 22.390 | 6.070 |
1879-1880 | 31.707 | 24.810 | 6.907 |
1880-1881 | 36.061 | 27.356 | 8.705 |
1881-1882 | 15.325 | 10.000 | 5.325 |
Sumando estas cifras encontramos que en el espacio de siete años han salido de Chile 184.331 pasajeros y han llegado 221.905, lo que arroja en favor de la inmigración un total de 37.574 individuos. A la luz de estos datos queda, pues, de sobra compensada la corriente de emigración con el número de extranjeros que se vienen a establecer entre nosotros.
Pero si esas cifras hacen perder su lúgubre aspereza a los cálculos de El Independiente, dejan al mismo tiempo establecido que anualmente están abandonando nuestras costas a lo menos 26.333 individuos y que a esta cifra todavía debemos añadir la emigración al través de las montañas.
No creemos que por ese camino se llegue a la despoblación del territorio, pero evidentemente estamos en presencia de un grave mal que por ahora obliga solamente a un número limitado de individuos al cruel abandono de la patria. Pero si ese mal aumenta, la cifra que lo traduce tendrá necesariamente que aumentar, y ya entonces podrá sobrepujar a la inmigración extranjera y dejarnos en presencia de un vacío desastroso.
Si a esto se añade otro hecho -que a pesar de todas sus imperfecciones la estadística permite establecer-, si se añade la mortalidad de los párvulos, que alcanza en Chile a la cifra inverosímil de un sesenta por ciento, según los cálculos menos abultados, se tendrá que reconocer que un vicio sordo trabaja el organismo nacional, que un mal latente o por lo menos no bien apreciado todavía se agita en las entrañas de nuestra sociedad.
¿Cuál es ese mal? ¿Dónde está la causa de esa corriente que emigra al exterior y de esa mortalidad que devora a nuestros párvulos? ¿Es la obra exclusiva de las condiciones económicas? ¿Es el resultado de dificultades sociales?
He aquí una serie de interrogaciones que nos proponemos contestar más adelante y que encierran en casi toda su amplitud el problema de nuestra organización económica y social.
II
A la luz de los datos que arroja la estadística, hemos dejado establecido en un artículo anterior que la cifra de los nacimientos alcanza entre nosotros a una altura muy considerable. Son pocos los pueblos que tienen esa fecundidad de raza, superada en Europa solamente por la Rusia, la Polonia, la Hungría, la Croacia, el Wurtemberg, la Servia y la Baviera.
Este dato de apariencias halagüeñas envuelve, sin embargo, una triste realidad, que bien examinada nos revela un estado social que no puede absolutamente lisonjearnos.
Desde luego, esa fecundidad asiática no es uniforme en toda la extensión de la república, que bajo éste como bajo todos sus aspectos sociales se divide en tres zonas geográficas diversas. El aspecto físico, el clima y el terreno, las producciones y la industria, todas las grandes leyes materiales que gobiernan el desarrollo de los pueblos, presentan en esas tres regiones caracteres muy hondamente separados y que hace necesario distinguirlas al abordar una cuestión social.
La generalización es imposible tratándose de un pueblo que por uno de sus extremos va a perderse en la zona tropical y por el otro de sus extremos se sumerge en las olas polares; que vive en el norte explotando riquezas minerales y en el sur recogiendo los mariscos de la playa. Son esas condiciones de vida tan diversas, que fatal y necesariamente tendrán que producir sociedades sujetas a una evolución y a leyes económicas distintas.
Apenas necesitamos apuntar apreciaciones que han pasado a los dominios de la observación vulgar y de que hasta ahora no se ha hecho seria aplicación en ninguno de los problemas que más gravemente nos preocupan. Sin embargo, ahí está la luz que más claramente puede iluminamos en las oscuridades de la cuestión que vamos a abordar.
Considerando solamente la distribución de la población urbana y la rural en esas tres zonas distintas, encontramos que la primera -que abraza las provincias de Atacama y de Coquimbo- tiene un total de 114.381 habitantes urbanos y 115.194 habitantes rurales, según el censo de 1875. Es decir, que en esta zona la población de los pueblos y los campos es igual.
En la segunda zona, que llega hasta las márgenes del Bío-Bío, tenemos, según el mismo censo, una población urbana de 562.507 habitantes y una población rural de 995.417 habitantes. Es decir, que la población rural es casi el doble de la urbana.
Y por último, en la zona meridional tenemos una población urbana de 52.743 habitantes y una población rural de 219.815 habitantes. Es decir, que vive fuera de los pueblos una población casi cuatro veces mayor que la que encierran sus ciudades.
Éste es el primer rasgo que dibuja la diversidad de esas regiones, acentuada todavía por otro hecho de gravísima importancia: la proporción en que se encuentran los dos sexos. La estadística general ha establecido que esa proporción es, en cifras reducidas, veintitrés hombres por veinte mujeres, ley general que en Chile no se halla confirmada.
En la zona minera de Atacama y de Coquimbo hay un pequeño exceso en el número de hombres. En la zona agrícola del centro hay un exceso en el número de mujeres, que están en la proporción de 103, 105 y hasta 106 por cada cien hombres. Sólo en la provincia de Linares la cifra de las mujeres es menor, y es en Aconcagua, el Maule y Curicó donde la desproporción de las mujeres es mayor.
En la región meridional nos encontramos con una brusca inversión de aquellas cifras, con un predominio considerable de los hombres, que están en la proporción de cien por 92, 89 y 85 mujeres. Sólo en Chiloé el número de mujeres es mayor: ahí tenemos 105 mujeres por cada cien hombres.
Podemos, pues, establecer, como resumen de estos datos estadísticos, que en la región del norte la ley que domina la distribución de los sexos en el mundo entero, no ha sufrido alteración, que tampoco la ha sufrido en la región meridional -haciendo abstracción de Chiloé-; pero en la zona central y en esta última provincia hay un predominio excepcional del sexo femenino, cuya explicación no se encuentra en la relación que tienen los sexos al nacer.
Haciendo sobre los datos que publica el último Anuario un cálculo de la cifra a que alcanzan los nacimientos, encontramos que en la región del norte, en 1879, han nacido 4.467 hombres y 4.328 mujeres; en la región central 32.210 hombres y 31.784 mujeres, y en el sur, 6.412 hombres y 6.181 mujeres. Es decir, que en las tres zonas el número de los hombres es mayor que el de las mujeres. Si en la región central y en Chiloé hay mayor número de mujeres que de hombres, ese hecho anormal no reconoce como causa un mayor número en el nacimiento de mujeres.
Tampoco se puede explicar la anomalía que presenta la estadística chilena suponiendo que la mortalidad de los hombres sea mayor, porque la estadística de 1879 arroja una cifra casi igual para ambos sexos, 31.861 hombres y 30.247 mujeres.
Si ese predominio femenino no es debido ni al mayor nacimiento de mujeres ni a una mortalidad mayor entre los hombres, sólo puede ser el resultado de una emigración que arrastra las fuerzas vivas del país fuera de la región central y de Chiloé.
Así la estadística nos lleva de la mano hasta esa rica región agrícola del centro y al áspero archipiélago del sur, y allí nos muestra el sitio en que la emigración se desarrolla.
En las condiciones de vida que atraviesa la masa de esas poblaciones está, pues, el secreto del peligroso mal que las invade, que debilita nuestra fuerza productora y amenaza el desarrollo nacional.
En Chiloé esa emigración no es un fenómeno que llame seriamente la atención. Una isla envuelta en brumas inclementes, que no ha sido animada por la industria, que explota sus bosques de una manera laboriosa y se ve arrastrada por las necesidades económicas a vivir entre los farellones de sus costas y frente al mar abierto, que le muestra el camino de una vida más abundante, más segura y más risueña, es una isla fatalmente condenada a sentir que sus hijos la abandonen.
Los arrastra la atracción irresistible de la vida y en cambio sólo retienen lazos de una débil energía. Es, pues, natural que una corriente de emigración se desprenda de esas islas.
Pero en la zona central ninguna de esas causas poderosas nos puede explicar este fenómeno. Son otras las causas y otros los resortes que arrojan un número considerable de emigrantes fuera del país. Son condiciones sociales y económicas, que creemos posible remediar y cuyo análisis dejamos para un artículo final.
III
Uno de los más hermosos triunfos de las investigaciones científicas del siglo es haber llegado a formular -aunque de una manera vaga todavía- las grandes leyes que dominan el movimiento social, y haber conseguido poner de manifiesto que esas leyes están sujetas a condiciones materiales que la estadística puede formular.
Los actos individuales de más caprichosas apariencias, que exigen un número mayor de circunstancias fortuitas para poderse producir y en que la voluntad del hombre parece dominar sin contrapeso, están sujetos, sin embargo, a una regularidad que pone de relieve un factor extraño y superior a la simple voluntad del individuo.
Todos sabemos que la criminalidad obedece a las fórmulas de una estadística casi absolutamente matemática, y que es posible decir de antemano no sólo cuál será la cifra de los crímenes que se van a cometer el año próximo, sino hasta su forma y hasta el instrumento con que los van a perpetrar.
Apoyándose en una masa enorme de datos recogidos, en dondequiera que hay una estadística medianamente organizada, ha llegado Quetelet a poner este hecho en completa transparencia. «En lo que se refiere a los crímenes, dice, los mismos números se reproducen con una constancia tal, que sería imposible desconocerla, aun para aquellos crímenes que parecen escapar más a toda previsión humana, tales como los asesinatos, puesto que en general se cometen a consecuencia de riñas que hacen sin motivo y en las circunstancias en apariencia más fortuitas. Sin embargo, la experiencia prueba que no solamente los asesinatos son anualmente más o menos en el mismo número, sino también que los instrumentos que sirven para cometerlos son empleados en las mismas proporciones».
El suicidio, que a primera vista es el acto que más difícilmente se puede sujetar a leyes regulares, las respeta, sin embargo, y por más temerario que parezca, se puede decir «el año próximo tantos hombres y tantas mujeres se verán arrastradas por la desesperación a una muerte voluntaria, como se puede decir el número de hombres y de mujeres que se van a unir en matrimonio».
Todo parece depender de leyes fijas, añade el autor que hemos citado; así encontramos anualmente casi el mismo número de suicidios, no sólo en general, sino aun haciendo la distinción de los sexos, de las edades y hasta de los instrumentos empleados para darse la muerte. Un año reproduce tan fielmente las cifras del precedente, que se puede prever lo que sucederá en el año próximo.
Desprender los hechos de esa atmósfera de la arbitrariedad caprichosa y presentarlos sujetos a leyes inflexibles que tienen una base material, que se derivan de condiciones económicas, es abrir un campo inmenso a la acción del estadista. Si se demuestra que la criminalidad obedece, por ejemplo, al precio de la alimentación, abaratar ese precio será la única solución lógica de ese problema formidable que inútilmente se trata de resolver por otros medios. Si se demuestra que la acción del clima, del terreno y del aspecto con que la naturaleza se presenta, tienden a desarrollar ciertas cualidades de carácter y cierta inclinación intelectual, la educación debe tomar un giro conveniente para favorecer a resistir su desarrollo.
La uniformidad de esas grandes leyes exige como una consecuencia que para llegar al mismo resultado emplee el hombre político resortes que puedan ser opuestos. Que dirija la educación en su país hacia el desarrollo de la imaginación y trate en otro de cortar su vuelo para llegar en ambos al equilibrio intelectual.
Que en un país se esfuerce en levantar el precio del salario y se empeñe en otro en deprimir el valor del alimento, para llegar en ambos a hacer la vida fácil y posible.
Todavía del ineludible imperio de esas leyes se deduce que al hombre de Estado no le es lícito encerrarse dentro del marco de fierro de una fórmula preestablecida y absoluta, sino que en cada país y en cada caso debe buscar una fórmula especial en armonía con sus condiciones materiales y morales. La única fórmula aceptable es no tener ninguna, y mirar con suprema desconfianza esas panaceas políticas con que se pretenden curar todos los males.
Aplicando al problema social que nos ocupa el criterio que hemos bosquejado anteriormente, nos vemos obligados desde luego a renunciar a la fácil solución que se le da generalmente. La emigración no puede ser el simple resultado de la voluntad o el capricho individual cuando se desarrolla en vastas proporciones en un fenómeno social necesariamente sujeto a alguna ley.
No puede, pues, explicarlo el carácter inquieto y vagabundo de nuestro bajo pueblo, porque esa explicación no haría más que presentarnos el mismo problema en otros términos. Sería entonces necesario averiguar por qué domina ese espíritu movedizo en nuestras masas, por qué tan fácilmente se desatan los lazos de la familia y de la patria y se siente arrastrado nuestro pueblo a esa vida de azares y aventuras.
La explicación del fenómeno debe ser un hecho elemental o una serie de hechos sencillos, familiares y cuyo valor ha sido comprobado.
Desde luego vamos a anotar un punto de partida que la historia nos permite aseverar, y es que la emigración chilena es un fenómeno reciente, que se ha desarrollado a nuestra vista y todavía no abraza cuarenta años. En este mismo espacio de tiempo se ha acentuado un sensible cambio en nuestro clima, que la desaparición de los bosques, entre otras causas importantes han contribuido poderosamente a transformar.
Después de la desaparición de las grandes masas vegetales, que sirven de reguladores de la atmósfera, no tenemos ya en la zona central aquel clima blando y suave de otros tiempos. Ahora esa zona está sujeta a cambios muy bruscos y a muy ásperos descensos. No son ya las condiciones del clima tan regulares, tan uniformes, tan eminentemente templadas. Ahora el organismo humano está sujeto a una lucha con la atmósfera para poder sostener el calor interior que el medio ambiente se empeña en sustraerle. Pero no se ha operado en la alimentación un cambio relativo al que ha experimentado nuestro clima, y nuestro bajo pueblo continúa alimentándose como lo hacía en medio de otras condiciones atmosféricas.
De aquí resulta una grave y peligrosa anomalía: la de un pueblo que habita un clima frío y tiene la alimentación vegetal de los países tropicales, y que está, por consiguiente, fatalmente condenado al abuso de las bebidas alcohólicas para poder sostener su lucha con el clima.
La alimentación vegetal no le da calor al organismo y es por eso el alimento de las tierras calientes, de las tierras en que el hombre no necesita producir calor dentro de sí mismo para resistir al frío de la atmósfera exterior. En estas condiciones de lucha la alimentación animal, que aumenta esa producción de calor, es la lógica, y si no está al alcance del bajo pueblo, la trata de reemplazar, de una manera instintiva, por bebidas alcohólicas que producen un resultado semejante. Todas las disposiciones que se puedan inventar para hacer que desaparezca la embriaguez, irán a estrellarse contra esa ley física insalvable, mientras la base de la alimentación no se reforme y sea como ahora vegetal.
No conocemos más que un solo ejemplo de un pueblo colocado en condiciones de clima análogas a las de la región central de Chile y que viva a expensas de alimentos vegetales: ese pueblo es la Irlanda. Allí, como observa Bukle, «la clase labradora se ha alimentado durante dos siglos principalmente de papas, que fueron introducidos a fines del siglo XVI o principios del XVII». La papa es el alimento más barato. Si comparamos su poder reproductivo con el alimento que contiene, encontramos que su pedazo de tierra sembrado con papas podrá alimentar un número doble de individuos que otro pedazo de tierra sembrado con trigo. La consecuencia es que donde viven con papas, la población aumentará con doble rapidez que donde viven con trigo. Y así ha pasado. La población de Irlanda aumentaba con doble rapidez que la de Inglaterra y de ahí nacía la desigualdad en la distribución de la riqueza de los dos países.
Aun cuando en Inglaterra el desarrollo de la población era algo rápido, y la oferta de trabajo abundante, no pagándose, por consiguiente, un salario suficiente, sin embargo, la condición de sus obreros era la de un suntuoso esplendor comparada con aquella en que estaban condenados a vivir los obreros irlandeses. La causa principal de la miseria en que éstos estaban sumergidos eran los salarios bajos que no les permitían ni siquiera las comodidades más vulgares de la vida civilizada, y esto era el resultado natural de esa alimentación tan abundante y barata, que traía el desarrollo rápido de la población.
«Ésas han sido las consecuencias de una alimentación barata en un país que posee mayores recursos naturales que cualquier otro de Europa. Y si examinamos en una escala más vasta las condiciones sociales y económicas de los pueblos, veremos que en todas partes se produce el mismo resultado. Veremos que la alimentación de un pueblo determina el aumento de su número, y el aumento de su número trae la baja del salario. También veremos que donde los salarios son invariablemente bajos, la distribución de las riquezas se hará muy desigual, lo mismo que la distribución del poder político y de la influencia social».
La alimentación vegetal nos explica, pues, la fecundidad de nuestra raza, el bajo precio del salario, la distribución desigual de la riqueza, de la influencia política y social.
Más aún, esa alimentación vegetal en un país frío es una contradicción que existe desde hace cincuenta o sesenta años, y desde entonces principió también a dibujarse la corriente de la emigración chilena.
Esa contradicción sólo existe en la región central de Chile; no en el norte, donde la alimentación y el clima son diversos, lo mismo que son diversos, en el sur, y de aquí fluyen condiciones distintas, como nos ha demostrado la estadística.
Insensiblemente el análisis somero que hemos hecho de esta causa, que domina, a nuestro juicio, la superficie entera del problema, nos ha llevado más allá de lo que hubiéramos querido y por hoy nos deja sin espacio en que poder concluir.
IV
En un artículo anterior nos hemos esforzado en hacer ver que la alimentación barata y vegetal de nuestro pueblo nos explica la notable fecundidad de nuestra raza y el bajo precio del jornal. En esas condiciones económicas es de todo punto inevitable una distribución desigual de la riqueza y del poder político y social.
Donde el jornal baja, el producto del terreno sube, la renta que paga el cultivador por el uso de la tierra también sube, y la clase propietaria en esas condiciones se enriquece mientras el bajo pueblo se hunde en la pobreza. Así, de una manera muy visible se han formado esas clases altas que nadan en la opulencia y esas clases bajas que se ahogan en la miseria, dueñas las unas del poder y desarrollándose las otras en una atmósfera servil que necesariamente enerva su carácter.
No tenemos ningún dato irrecusable que nos permita fijar la proporción entre la renta que paga el cultivador por arriendo de la tierra y el producto bruto del terreno; pero la cifra aproximada de que podemos disponer es una cifra enorme que, bajo este aspecto, nos coloca al nivel de los pueblos del Oriente.
En Inglaterra y en Escocia el valor del arriendo se estima en números redondos en 1/4 del producto bruto, en Francia es 1/3, en Estados Unidos mucho menos y en algunas partes es casi nominal; la República Argentina se encuentra en las mismas condiciones que la República del Norte: nosotros nos encontramos en las mismas condiciones que la India: pagamos casi la mitad del producto bruto de la tierra.
En presencia de ese fenómeno monstruoso la igualdad de las clases es una quimera irrealizable que perseguirán inútilmente los soñadores políticos, y que tendrá que subsistir mientras el salario bajo se mantenga dentro de los límites en que ahora lo tenemos. Y mientras la clase baja se sumerja en esas condiciones miserables, la sinceridad y la independencia del sufragio popular tendrá también que ser una quimera. La clase servil y miserable seguirá dócilmente las influencias de la clase rica y dominante, apoyándose el régimen feudal, constituido de ese modo en el poder tremendo de las leyes económicas.
Bajo esa misma base se han levantado las sociedades antiguas, los grandes y dóciles imperios del Asia y de la América, desarrollándose sus castas a la sombra de los mismos principios económicos. Y con la misma razón con que se ha dicho, que el arroz ha hecho la China, el ragi ha hecho la India, el maíz los grandes imperios de México y los incas, podemos decir que nuestro alimento va desarrollando todo un régimen social, régimen de clases y de castas, régimen de honda división que tiene como base el bajo precio del jornal.
Una válvula, sin duda alguna insuficiente y bajo muchos aspectos deplorable, es esa misma corriente de emigración que, como hemos visto, arrastra anualmente por lo menos 26.333 obreros de la zona central de la república. Esa enorme sustracción disminuye la oferta de trabajo y tiende a levantar el nivel de los salarios, o hace, por lo menos, que ese nivel no vaya más abajo todavía y desarrolle sus abrumadoras consecuencias.
También se empeña en establecer una base económica diversa la enorme mortalidad de nuestros párvulos. Como ya hemos dicho, los cálculos más modestos nos revelan que el sesenta por ciento de los niños mueren antes de llegar a los siete años. Esa espantosa mortalidad es el resultado de condiciones sociales y económicas. La miseria y las preocupaciones contribuyen igualmente a producirla. En medio de la miseria, la higiene es imposible, y la falta de higiene es mortal para el recién nacido. A esto se añade la superstición -esa hija desnaturalizada del sentimiento religioso-, que hace que el padre, desde el fondo de su miseria, no divise un porvenir mejor para su hijo que la muerte al nacer. En el bajo pueblo la muerte del hijo es una fiesta.
Si a esto se añade el fatalismo que domina en las creencias populares y que envuelve nuestras masas en la atmósfera de una enervante indiferencia, en esa resignación silenciosa de los pueblos orientales, sin iniciativa, sin esfuerzo por mejorar su condición, se explicará fácilmente que la muerte despedace esos muchachos entregados al acaso. Están irrevocablemente condenados esos hijos del azar, que sus padres ven nacer sin placer y ven morir sin dolor.
Mientras el bajo pueblo esté sumergido en la miseria, mientras viva en la promiscuidad horrible de los ranchos, no solamente tendremos condiciones físicas que hagan inevitable la mortalidad de los párvulos, sino también un fenómeno más grave, la falta de los sentimientos de familia en que nuestra sociabilidad se halla basada. La vida del rancho ha convertido la filiación en un problema casi siempre insoluble, y viene a acentuar más todavía las consecuencias de la superstición que hace mirar la muerte de los niños con una tremenda indiferencia. Sólo los padres lloran la muerte de los hijos, según la profunda y amarga expresión bíblica, y aquí, ¿quién es el que debe llorar?
Material y moralmente la atmósfera del rancho es una atmósfera malsana y disolvente, y que no solamente presenta al estadista el problema de la mortalidad de los párvulos, sino también el problema más grave todavía de la constitución del estado civil, de la organización fundamental de la familia; problema formidable en que hasta ahora no se ha fijado la atención y que está llamado a hacer una peligrosa aparición en un término acaso no lejano.
Y, sin embargo, esta vida del rancho tan desastrosa en la ciudad, es la forma más civilizada y más humana de la vida de los campos.
El sistema del inquilinaje ha sido durante muchos años el blanco de críticas acerbas, y bajo todas las formas se han exhibido sus errores y lastimosas consecuencias. Es evidentemente defectuoso un régimen en que no se concede al labrador el menor derecho sobre la tierra que trabaja; en que se le entrega a merced del propietario y en que sólo lo defiende de la caprichosa arbitrariedad de un señor una incierta y lejana protección social. Es evidentemente defectuoso un régimen que tiene todas las asperezas del régimen feudal sin tener en cambio ni siquiera su lado pintoresco.
Pero a la sombra de ese régimen el inquilino tiene un hogar, una tierra de sembrado, tiene animales, tiene la perspectiva de una posible economía, tiene hasta esos lazos que lo unen al propietario de una tierra en que ha nacido y ha pasado su vida trabajando, lazos, que, aunque débiles, establecen, sin embargo, cierta comunidad de interés y simpatías.
Hay ahí garantías de orden, garantías de sociabilidad; hay ahí la base de una familia. Ese hogar, ese sembrado, esos animales, esos hijos son garantías que el inquilino da a la sociedad.
Pero a la sombra de ese régimen, desde hace cuarenta o cincuenta años principió a aparecer el peón forastero, esa masa nómade, sin familia, sin hogar propio, sin lazo social, que recorre las haciendas en busca de trabajo. Esa masa flotante no echa raíces en ninguna parte, no tiene nada que la ligue, y constituye la fuerza y la debilidad de Chile, su miseria adentro y su grandeza afuera.
Hay un hecho histórico que nos muestra el momento en que esa masa flotante ha aparecido. Todos conocen las dificultades con que tropezó el reclutamiento de los seis mil hombres que formaron la expedición al Perú del año 39. Era necesario echar mano de medidas violentas para separar al inquilino de su hogar y de su siembra. Cuarenta años después, en 1879, las banderas de enganche recogían todos los voluntarios que habían recibido orden de enrolar, y sin esfuerzo más de cien mil hombres han pasado por las filas del ejército. Era la raza vagabunda la que suministraba ese enorme contingente militar y hacía posible que Chile presentara un frente de batalla que dejaba atrás todos los cálculos.
Esa masa enorme y peligrosa ha salido del rancho del inquilino, ha principiado a salir hace cuarenta o cincuenta años, precisamente en la misma fecha en que los efectos del cambio de clima se principiaron a sentir, en que el desequilibrio entre la alimentación y las condiciones atmosféricas se principió a acentuar, en que también las comunicaciones se principiaron a hacer fáciles, rompiendo las vías públicas el aislamiento en que vivían las haciendas.
Causas morales vienen a acentuar esos efectos de las causas económicas, como nos empeñaremos en hacer ver más adelante.
V
La masa de población que recorre nuestros campos y nos presenta con todos sus peligros el gravísimo problema del proletariado, es una consecuencia del antiguo inquilinaje. El peón nómade ha salido de los ranchos; es el hijo del inquilino que va a rodar tierras en busca del trabajo y de condiciones de vida menos duras que las que encuentra al lado de sus padres.
Esa raza vagabunda es la expiación del régimen económico y social a que nuestras haciendas han estado sometidas, régimen que sólo podía sostenerse mientras la dificultad de comunicación mantuviera separadas la población urbana y la rural y que naturalmente debía caer hecho pedazos el día que se estableciera una corriente entre las ciudades y los campos.
En medio del antiguo aislamiento no tenía el inquilino más término de comparación que la casa y la vida del propietario del terreno, y esa casa y esa vida no diferían mucho de la suya. Las comodidades de la vida civilizada no alcanzaban a llegar hasta su vista; no palpaba el contraste entre la miseria y la opulencia que desde hace cuarenta años se presenta a sus ojos de una manera tan hiriente.
La facilidad de los transportes y sobre todo los establecimientos bancarios, han hecho posible la construcción de habitaciones elegantes y suntuosas, y llevar a los campos casi todos los refinamientos de la vida urbana, presentando al inquilino un nuevo ideal, una nueva y deslumbradora aspiración.
Esa brusca revelación de la riqueza ha debido lógica y necesariamente producir un sacudimiento moral muy semejante al que experimentaron los bárbaros al ver aparecer de una manera repentina los esplendorosos monumentos del imperio.
Esa inesperada revelación de la grandeza y del poder ha sido, como observa Gibbon, la vibración moral más intensa que ha experimentado el espíritu del hombre. Sentimiento de debilidad y sacudimiento de sorpresa, que produjeron un cambio que alcanzó hasta las profundidades más íntimas del alma salvaje de los hombres, operando una transformación silenciosa e invisible, pero indeleble. Esa aparición del mundo civilizado marca una época en la vida de pueblos que sólo habían conocido la miseria.
Aunque en una escala inmensamente inferior, el mismo fenómeno de la sorpresa reveladiza se ha operado en nuestros campos, con la brusca aparición en medio de ellos de una civilización extraña y superior, y que bruscamente también despertaba en sus espíritus aspiraciones más vastas. Era aquello como si un rayo de luz penetrara en los ranchos, oscuros hasta entonces, alumbrando y poniendo de relieve las miserias que antes el ojo no veía.
Y al mismo tiempo que el inquilino se sentía abrumado por aquella grandeza y tenía conciencia de la distancia enorme que mediaba entre su condición oscura y aquella brillante condición, al mismo tiempo que se abría el camino de su rancho a la ciudad, principiaban a arruinarse sus pequeñas industrias, principiaban a caer sus telares que la competencia extranjera dejaba sin trabajo, lo mismo que los frenos, las carretas, los arados, que todos los productos de sus artes groseras. Los ferrocarriles transformaban la vida de los campos haciendo desaparecer las posadas y las ventas del camino, que eran para el inquilino pequeñas fuentes industriales, que daban ocupación a las mujeres y a los niños.
Bajo todos aspectos era aquella una violenta crisis económica, que disminuía las entradas, disminuía las ocupaciones y aumentaba directamente la pobreza al mismo tiempo que despertaba aspiraciones nuevas y abría el camino de la ciudad para escapar a esa tremenda situación.
Era, pues, natural que el hijo del inquilino abandonara el rancho para salir en busca de trabajo y principiara a constituirse el proletariado, que aquí, como en todas partes, «se compone de restos o fracciones aisladas y sin fortuna, que salen del sistema ordinario de las clases».
En los primeros momentos ese fenómeno social pasó sin ser apercibido, pero ya ha alcanzado proporciones que pueden alarmar al que es capaz de entrever algo más allá del horizonte de los políticos vulgares, al que sabe, como dice Blunstchli, que «el principal deber del hombre de Estado debe consistir en impedir que los restos de grupos organizados caigan en las masas necesariamente inorgánicas y atónicas del proletariado, y debe esforzarse a fin de que estos restos entren nuevamente en las clases, en donde por lo menos tengan asegurada su subsistencia».
La emigración ha estado conteniendo los efectos de esa disolución social, llevando fuera del país los elementos que se desprenden del antiguo inquilinaje y cuya permanencia habría podido sumergirnos en una situación incierta y desastrosa.
Pero, sobre ser la emigración un remedio que el estadista no puede aceptar en ningún caso, nos coloca en presencia de uno de los hechos más tremendos que pueda presentar la sociedad, en presencia de un número mayor de mujeres que de hombres, como sucede en toda la región feudal de Chile. Ese hecho monstruoso -que por primera vez se ha formulado en los artículos que estamos escribiendo-, no puede persistir sin traernos una revolución económica y moral, cuyo formidable desarrollo debemos tratar de combatir.
No creemos necesario ahondar más aún este problema, porque creemos haber bosquejado sus contornos con suficiente claridad para poder decir que estamos envueltos en una cuestión social amenazadora y peligrosa, que reclama la más seria atención del estadista; para poder afirmar que atravesamos una situación en que la corriente de emigración y la enorme mortalidad de nuestros párvulos son dos válvulas que nos impiden caer en un estado más grave todavía; para poder decir que el proletario se está constituyendo a nuestra vista, y que delante de nosotros se desorganiza la familia en los ranchos y se destruye el equilibrio en los sexos.
Ahora preguntamos si es posible dejar que se desenvuelva tranquilamente una situación social en que el inquilinaje es un ideal; en que la emigración y la muerte de los párvulos no son dos males deplorables bajo todos sus aspectos; en que las mujeres predominan sobre los hombres por su número; en que el estado civil desaparece de los campos.
No hemos querido atenuar en lo más mínimo los colores sombríos de ese cuadro, porque creemos necesario contemplarlo en su deplorable y vergonzosa desnudez, para que sacuda con fuerza la atención e inspire la energía necesaria para hacerlo desaparecer de nuestra vista.
Desde luego, en presencia de esa amenazadora y grave situación, la doctrina de la indiferencia impasible, del laissez aller, laissez faire, está juzgada de una manera inexorable. Al amparo de esa doctrina imprevisora se ha desarrollado precisamente la situación que deploramos, y que de una manera natural se agravaría si permitiéramos que continuase desenvolviendo sus efectos.
Necesitamos, pues, intervenir para ayudar con mano vigorosa el establecimiento de nuevas condiciones económicas y nuevas condiciones morales, que nos saquen de la atmósfera en que las bajas capas sociales ahora se sienten asfixiar.
Necesitamos levantar el salario, y eso sólo se puede conseguir fomentando resueltamente el desarrollo industrial de este país, levantando la industria, protegiendo la industria; renunciando abierta y claramente a las pequeñas ventajas de la competencia extranjera que destruyen las pequeñas industrias nacionales, y que estamos pagando con el bienestar y la vida de nuestros compatriotas.
No sabemos que haya consideración que se pueda hacer valer en contra de una medida que tiende a emanciparnos del monstruoso tributo que pagamos a pretendidas armonías económicas; no sabemos que haya consideración que pueda paralizar al estadista que va a resolver un problema que importa para Chile una emigración de treinta mil hombres y la muerte de un sesenta por ciento de sus párvulos; que destruye el equilibrio de los sexos y perturba la organización de la familia; que desarrolla el malestar del bajo pueblo y engendra el proletariado en nuestros campos.
En presencia de ese problema formidable, la protección a la industria, aun llevada hasta el sacrificio de ligeras ventajas inmediatas, en una necesidad imperiosa y un cálculo egoísta. Si el proletariado se desarrolla nos sumergirá en una de esas situaciones inciertas y llenas de inquietudes que imposibilitan el movimiento comercial y suspenden sobre una sociedad la amenaza inminente de un trastorno.
Y la posibilidad de esas situaciones no puede ser una quimera para el que recuerda el estado social que atravesamos cuando estalló la guerra hace cinco años. Veíamos entonces que la cuestión social principiaba a hacer su sombría y tremenda aparición. Las doctrinas más disolventes flotaban en la atmósfera; los arrabales se presentaban a desafiar la fuerza pública en el corazón mismo de Santiago; partidas de bandoleros recorrían los campos; la policía estaba al acecho de incendiarios. Y aquella marea negra iba subiendo, haciéndose cada día más amenazadora y más audaz, y dejando entrever más claramente la perspectiva de esos trastornos sociales que no gobiernan las ideas sino las ferocidades salvajes del instinto.
Hasta allí nos llevó la imprevisión, el salario bajo, la falta de industrias nacionales, la miseria y la ociosidad del arrabal, y allí de nuevo nos veremos arrastrados si no conseguimos extirpar esas calamidades económicas.
No quiere esto decir que pidamos para la industria nacional una protección desatinada; que pidamos que se cierre la puerta a todos los productos extranjeros convirtiendo las aduanas en una muralla china que nos aísle del mundo comercial. Esa doctrina extravagante no puede ni siquiera pretender los honores de una formal refutación; pero la comprendemos mejor que la doctrina opuesta, que niega toda protección a toda industria del país y que de hecho protege las industrias extranjeras en su competencia con la industria nacional, desde que las primeras están ya organizadas y encuentran el capital a menor precio.
Esa alza del jornal que provoca el desarrollo de la industria, haría posible el cambio de alimentación, un desarrollo más regular de nuestra raza, la higiene y la economía -que no tendrá jamás un pueblo sumido en la miseria- y nos llevaría espontáneamente al cultivo moral e intelectual.
Una masa aguijoneada por las implacables exigencias de la vida no puede consagrarse a su mejoramiento intelectual, no puede pensar en economías ni higiene, está condenada a vegetar en el trabajo material y a que los vicios materiales la devoren.
Ahora, si esa masa es una masa nómade, errante, que va de rancho en rancho, de aduar en aduar, ¿cómo se puede pensar seriamente en inspirarle hábitos de higiene y de economía, en desarrollar su inteligencia y levantar su moral?
Lo primero es fijar esa masa, aglomerarla alrededor de un trabajo organizado, hacerla entrar en las clases sociales, presentarle un núcleo de condensación, y ese núcleo es el trabajo fijo del establecimiento y de la industria.
Esa condensación es, por otra parte, indispensable para organizar la enseñanza, que debe principiar por ser obligatoria, si se quiere llegar a un resultado, y que no podrá jamás tener ese carácter donde la mitad de la población está desparramada por los campos o lleva una vida vagabunda. La desagregación social hace imposible la educación del pueblo, que es la base de toda reforma y de todo desarrollo, y hará pedazos las tentativas que se hagan en esa dirección.
No necesitamos comentar las obvias consecuencias de un estado social en que la escuela no se puede establecer, y sólo hemos querido señalar la causa que reduce a generosas y estériles quimeras las tentativas que se hagan para establecer la enseñanza general y obligatoria.
Al lado de estas reformas que reclaman una protección resuelta de la industria y hagan posible su desenvolvimiento entre nosotros, viene naturalmente a colocarse la reforma en el régimen tributario del país.
El impuesto directo conserva la base feudal en toda su crudeza y ha presentado hasta hace poco los caracteres hirientes de un abuso. Caía con mano abrumadora sobre la pequeña industria y el hombre de trabajo, empeñándose estudiadamente en gravar tanto más al individuo cuanto mayor es la cantidad de esfuerzos que la ocupación de su vida le exija. Esa exorbitante carga del impuesto era una nueva barrera que impedía salir de la indigencia al hombre de las clases inferiores, haciendo artificialmente más penoso un desequilibrio económico, que era monstruoso por sí solo.
Gravar el trabajo y dejar pasar el capital era el principio supremo de ese régimen de impuestos, principio feudal que debemos invertir, para entrar en el criterio más justo y más humano de la organización social de nuestros días.
Si a esto se añade una aplicación más seria de los principios de la higiene, el establecimiento de la vacunación obligatoria, un servicio hospitalario para la asistencia de los párvulos y una organización menos estrecha de la caridad social, se tendrán en su conjunto las medidas primordiales que reclama de los hombres de Estado este problema que más adelante puede exigir soluciones de un carácter áspero y violento.
La cuestión agraria ha presentado en Irlanda caracteres de una tremenda gravedad y que deben servirnos de enseñanza.
Durante un largo período allí habría bastado la mejora de los trabajos agrícolas para hacer desaparecer todo el problema, como lo prueba el hecho irrecusable de que han escapado de esa desastrosa situación los grandes propietarios que en hora oportuna adoptaron ese camino que encontraron cerrado los que, pasada la hora de oportunidad, quisieron imitar. «¿Cómo, dice uno de los historiadores de esas luchas, en medio de los conflictos, de las perturbaciones, de los crímenes y sobre todo de las inquietudes por el porvenir, podrán los dueños de la tierra emprender mejoras agrícolas que exigen mucho tiempo y dinero? Se había entrado en un círculo vicioso de que la desgraciada Irlanda, a pesar de tantos esfuerzos, parece no poder salir. El crimen crea la desconfianza, y la desconfianza, engendrando la miseria, provoca al crimen. El capital no viene a fecundar el suelo porque no hay seguridad, y la seguridad falta porque el capital falta». Era, pues, necesario aprovechar los momentos en que existía todavía la confianza, en que no había aparecido todavía el crimen agrario que dio origen al círculo vicioso de la Irlanda; ese momento en que sólo unos pocos hombres previsores entreveían la cuestión social que se acercaba.
En Irlanda la cuestión agraria ha sido el resultado de fenómenos que se presentan igualmente entre nosotros. «Cuando se leen -dice un escritor de la Revista de Ambos Mundo- las quejas de los labradores irlandeses, los libros y discursos de los que se ocupan de la Irlanda, se llega siempre a esta conclusión: todo el mal viene de la falta de seguridad de los labradores (insecurity of tenure)». Ésta es la última palabra de la famosa investigación parlamentaria abierta en 1845 por una comisión conocida en Inglaterra con el nombre de «Devon comission». Esta expresión «falta de seguridad de la posesión» significa que no tiene en Irlanda seguridad de permanecer en la granja arrendada el hombre que la cultiva; significa que el trabajo no da ningún derecho a la tierra; y, ¿tiene entre nosotros el inquilino algún derecho a la tierruca que siembra? ¿Hay algo que le garantice que mañana no será expulsado por un simple capricho del señor de la tierra? ¿Podrá dejar a su hijo siquiera el pálido derecho de sucederlo en aquella vaga posesión? ¿Qué estímulo tiene entonces para mejorar su cultivo, arreglar su casa, para hacer cualquier trabajo? ¿Qué interés puede tener en aumentar la producción de un terreno que, si produce mucho, hará su posesión más incierta todavía, tentando la codicia del propietario?
Esa inseguridad de la tenencia es la base, como ya hemos dicho, de la cuestión irlandesa, y esa inseguridad de la tendencia también se presenta en nuestros campos. Allá produjo como primer efecto la emigración y el trabajador vagabundo -efectos que aquí también ha producido- después los white boys, los steel boys, los black feet y los ribonmen, es decir, el terror y el crimen agrario. Y por último los fenianos, que a todos los peligros de aquella situación vinieron a añadir las dificultades de complicaciones exteriores.
Los inconvenientes que la inseguridad de la tenencia desarrolla eran agravados por otro defecto, que también existe entre nosotros, y que se ha mirado como «un azote exclusivo de la Irlanda»: el absentismo, es decir, el propietario ausente, el propietario que vive lejos y consume fuera de sus tierras las rentas que ellas le producen. Son muy claras las desastrosas consecuencias de un sistema que, según Gladstone, «tiende a aumentar esa clase, ya desgraciadamente numerosa, de ociosos que tienen plata y nada más, y que parecen no tener más fin en su vida que enseñarnos a multiplicar las necesidades y elevar el nivel del lujo».
Como una consecuencia de esa doble falta vino el land bill de 1870 a dar un golpe tremendo al derecho de propiedad territorial. «No conozco, dice Lavelaye, estudiando esa ley, ejemplo de un pueblo que haya hecho hasta ese punto violencia a sus principios y a sus instintos para ir en auxilio de una población desgraciada. Ninguna población europea ha admitido, a lo menos que yo sepa, disposiciones tan revolucionarias en sus consecuencias. La Cámara de los Comunes las ha votado, sin embargo, comprendiendo que habrá sonado la hora de las reformas radicales».
La cuestión agraria, que medidas suaves y sencillas pudieron fácilmente resolver en su comienzo, exigió después violentos y ásperos remedios, que la necesidad suprema de salvar el orden social les imponía.
Vale más tomar en hora oportuna esas medidas que tener después que someterse al áspero imperio de la ley.
Señor presidente de la convención, conciudadanos: designado candidato del Partido Liberal a la Presidencia de la República, en esta convención de delegados elegidos por el pueblo y de honorables y autorizados representantes del Congreso Nacional, acepto reconocido la situación de honra, de labor y de responsabilidad que se me ofrece como un homenaje debido a la voluntad de mis correligionarios políticos y a las ideas liberales que he servido durante mi vida pública (Grandes aplausos y aclamaciones al señor Balmaceda).
Siento en este momento una justificada zozobra de espíritu, al contemplar la vasta y ardua tarea encargada a mi solicitud y esfuerzos. Me alientan, no obstante, los votos de esta numerosa asamblea, que espero habrá de prestarme siempre el concurso eficaz de sus luces y de su patriotismo (Aplausos).
Las nobles palabras del honorable presidente de la convención me hacen creer que es oportuna la manifestación, aunque sea muy breve, de ideas y propósitos comunes, que forman los vínculos políticos que hoy sellamos a la faz de la república entera.
Nuestra política exterior debe reposar sobre la observancia escrupulosa de los tratados y del derecho internacional, y en nuestro igual respeto a las naciones con las cuales vivimos en amistad. Acaso estaría excusado de afirmar que en toda eventualidad mantendremos incólumes los derechos y el honor de la república (Vivas y aplausos).
Concluida la guerra y celebrada la paz con las repúblicas vecinas, probaremos prácticamente a las naciones del Pacífico, que entre ellas y Chile no existen intereses antagónicos, pues buscamos la preponderancia pacífica del trabajo, de un mayor esfuerzo en el desarrollo comercial, y de una vitalidad nacional sostenida por el vigor de las instituciones y la cohesión del patriotismo en los negocios exteriores (Aplausos).
El cumplimiento de un mandato constitucional y la necesidad de fortalecer la constante seguridad del Estado, aconsejan dictar la ley que organice democráticamente la guardia nacional. Es un medio práctico de establecer la comunidad de los deberes impuestos a todos los ciudadanos, en servicio de los más altos intereses de la nación (Aplausos).
Todo el régimen liberal descansa en el ejercicio regular de los derechos individuales. No existe propiamente libertad individual allí donde prevalece un régimen de excepción o privilegiado.
La reforma, ya civil o política, que extiende y robustece la igualdad legal y el imperio del derecho común, no vulnera el principio de autoridad ni ofende la libertad de conciencia.
El derecho común, expresión práctica de la libertad civil, no es la negación de creencia alguna, es la aplicación del criterio positivo humano a la legislación del Estado para resguardar la libertad religiosa (Grandes aplausos).
No hay ni debe haber en la acción reformadora del Partido Liberal hostilidad a la conciencia ajena (Aplausos).
Nuestra obra es de tolerancia, de respeto a la fe religiosa de todos, pues no nos sería lícito desconocer que Dios ha creado la naturaleza humana y que ha reservado a Chile una parte de la providencia con que favorece el gobierno de las naciones (Prolongados aplausos).
Las leyes de cementerios, de matrimonio y de registro civil, han asegurado la libertad de constituir el estado civil de las personas y de las familias. La reforma así realizada ha fundado la libertad individual en el orden civil, como la ratificación de la reforma constitucional pendiente consagrará la libertad de los cultos, la independencia y la soberanía del Estado (Aplausos).
Afirmar esta conquista liberal, perfeccionarla y consolidarla gradualmente, a fin de arraigarla más en el espíritu y en las prácticas de la sociedad, debe ser la tarea del hombre de Estado que previene las reacciones que engendran las empresas precipitadas (¡Cierto! ¡Muy bien! ¡Muy bien!).
Y el medio más eficaz para consolidar la reforma es la difusión amplia y completa de la instrucción pública (Grandes aplausos).
Es la instrucción la luz del espíritu y la moral aplicada con discernimiento a las acciones de los hombres. Ella constituye el más seguro fundamento de los derechos individuales y la más seria garantía de la prosperidad general. La influencia intelectual, los progresos del siglo, la experiencia y la previsión política, señalan el campo de la instrucción pública como el punto cardinal en que el liberalismo chileno habrá de probar su inteligencia, la superioridad en su doctrina, y su positivo anhelo por los intereses del pueblo (Aplausos).
En la organización completa del preceptorado, en la aplicación general de los métodos más adelantados de enseñanza, en la creación de nuevas escuelas, en la preparación de los medios prácticos que nos conduzcan a la enseñanza primaria y gratuita y obligatoria (estrepitosos aplausos, la concurrencia se pone de pie y viva al candidato), en el ensanche y mejoramiento de los internados y externados de la instrucción secundaria, en la adopción de métodos y textos adecuados a los sistemas de enseñanza experimental y práctica, en la constitución del profesorado por la especialidad del profesor en cada ramo, en la fundación de escuelas especiales y propias para servir las industrias del país, y, finalmente, en la reforma de la ley de instrucción pública, encontraremos labor considerable, que requiere gran meditación y estudio, la consagración enérgica de nuestros más sanos esfuerzos (Prolongados aplausos).
Considero que para emprender con fruto esta interesante reforma, es necesario aplicar las fuerzas vivas del Estado, y desterrar de los recintos de la enseñanza pública todo espíritu de intolerancia o de secta (Estrepitosos aplausos).
La enseñanza no debe ser escéptica ni tolerante: debe ser sencillamente respetuosa de la conciencia individual (Aplausos).
El sistema tributario exige una revisión técnica y práctica, que guarde armonía con el igual repartimiento de las cargas públicas prescritas por la Constitución.
El cuadro económico de los últimos años prueba que dentro del justo equilibrio de los gastos y las rentas, se puede y se debe emprender obras nacionales reproductivas, que alienten muy especialmente la instrucción pública y la industria nacional (Vivas al señor Balmaceda).
Y puesto que hablo de la industria nacional, debo agregar que ella es débil e incierta por la desconfianza del capital y por nuestra común resistencia para abrir y utilizar sus corrientes benéficas.
Si a ejemplo de Washington y de la gran república del norte, preferimos consumir la producción nacional, aunque no sea tan perfecta y acabada como la extranjera (¡Muy bien, muy bien!); si el agricultor, el minero y el fabricante, construyen sus útiles o sus máquinas de posible construcción chilena en las maestranzas del país; si ensanchamos y hacemos más variada la producción de la materia prima, la elaboramos y transformamos en sustancias u objetos útiles para la vida o la comodidad personal; si ennoblecemos el trabajo industrial, aumentando los salarios en proporción a la mayor inteligencia de aplicación por la clase obrera (Aplausos estrepitosos y vivas prolongados al señor Balmaceda); si el Estado, conservando el nivel de sus rentas y de sus gastos, dedica una porción de su riqueza a la protección de la industria nacional, sosteniéndola y alimentándola en sus primeras pruebas; si hacemos concurrir al Estado con su capital y sus leyes económicas, y concurrimos todos, individual o colectivamente, a producir más y mejor y a consumir lo que producimos, una savia más fecunda circulará por el organismo industrial de la república, y un mayor grado de riqueza y de bienestar nos dará la posesión de este bien supremo de pueblo trabajador y honrado: vivir y vestirnos por nosotros mismos (Aplausos y prolongadas aclamaciones).
A la idea de industria nacional está asociada la de inmigración industrial, y la de constituir, por el trabajo especial y mejor remunerado, el hogar de una clase numerosa de nuestro pueblo, que no es el hombre de ciudad ni el inquilino, clase trabajadora que vaga en el territorio, que presta su brazo a las grandes construcciones, que da soldados indomables en la guerra; pero que en épocas de posibles agitaciones sociales o de crisis económicas puede remover intensamente la tranquilidad de los espíritus (¡Muy bien, muy bien!).
La organización independiente del poder municipal es el complemento de importantes leyes políticas dictadas en los últimos años. Las ideas han progresado visiblemente, y si bien no sería cuerdo sustituir de improviso el régimen municipal más avanzado por el insuficiente y caduco que hoy nos rige, reconocemos que el poder local debe existir con vida propia y rentas suficientes, con libertad y responsabilidad completas (Aplausos).
Los partidos políticos pueden y deben organizarse en Chile en conformidad a las ideas que representan, pues la reforma política resguarda el libre ejercicio de los derechos políticos. Las leyes de elecciones, de garantías individuales y del régimen interior promulgadas recientemente por el Partido Liberal, constituyen el poder electoral fuera de las influencias del Poder Ejecutivo, protegen las personas contra todo exceso de autoridad, limitan las atribuciones de los agentes del poder público, establecen medios fáciles para hacer efectiva la responsabilidad de los mandatarios que abusan, y rodean, en consecuencia, al ciudadano elector y a la libertad personal de garantías legales que no alcanzaron jamás (Aplausos).
Hábitos inveterados y procedimientos extremos de los partidos en actividad prueban que sólo es útil la lucha que se desenvuelve en la esfera de la ley y con fuerzas políticas organizadas; que ésta es la manera de fundar el parlamentarismo correcto, pues únicamente en la doctrina, en la solidaridad de las ideas y en la razonable sujeción a la voluntad de la mayoría legal, alcanzarán honor, poder y estabilidad (Grandes aplausos).
Si, pues, la reforma de las leyes políticas ofrece a los partidos nuevas y más amplias condiciones de existencia, justo es que vivan y se generen regularmente, en la órbita que las ideas liberales o conservadoras trazan a las agrupaciones políticas que en el Estado moderno se disputan el imperio de la sociedad (Vivas y aclamaciones).
Señores: mucho se ha descentralizado en los últimos años la acción y la distribución de la riqueza nacional, aplicándola a la realización de obras útiles en todas las provincias y departamentos de Chile. Debe continuarse esta obra de reparación y de justicia distributiva, pues juzgo por propia experiencia que la mayor si no la sola satisfacción que puede experimentar un hombre o un partido es hacer el mayor bien posible, y que la mano bienhechora de la autoridad, cubra el territorio de la república (Aplausos).
Señores y amigos: en el cumplimento de mis deberes como hombre de partido, y en la especial situación a que me llamáis, como ciudadano que debe procurar la felicidad de todos los chilenos, corresponderé a vuestra confianza, haciendo en servicio de Chile cuanto pueden dar de sí una firme convicción, una voluntad constante y un alma honrada (La concurrencia, de pie, viva y aclama por mucho tiempo al señor Balmaceda).
No todos los hombres han nacido con la estrella de manejar la herramienta del trabajo.
Hay unos que nacen en cuna dorada, y que como tales viven en un desahogo completo, entregándose a los placeres de la vida.
Así se dividen las clases en el pobre y el rico.
Mientras estos últimos se dan una vida holgada; en los hogares del proletario reina la miseria.
Mientras los hombres del oro pasean alegremente disfrutando de su fortuna; el obrero trabaja sin descanso.
Mientras el que se meció en cuna dorada, divisa para mañana un porvenir halagüeño; el que se meció en cuna humilde, sólo divisa el porvenir en su constante trabajo.
¡Honor pues, al digno obrero, que se gana la vida a costa del sudor de su frente!
Al obrero no le vence la miseria, no le vencen las fatigas de su trabajo diario, ni le vencen sus azarosos días.
Al obrero no le permite su escaso salario, ni de dar suntuosos banquetes, de vestir de seda, ni de vivir en elegantes palacios; sin embargo, vive por demás feliz y risueño.
Déjese, pues, todas esas pompas para los ricos, que las consideran indispensables.
El artesano debe trabajar, trabajar sin descanso, aunque su trabajo le produzca poco.
Más vale saber hacer una cosa, que adquirirla con el dinero.
El dinero se va, se disminuye, y el que lo poseía no sabe cómo ganarse el pan diario y el obrero sabe cómo ganárselo, porque ha manejado la ruda herramienta del trabajo.
¡Honor al obrero!
Vejotavea.
¡Qué mísera situación por que atraviesa hoy día el obrero!...
Su escaso salario ni siquiera le alcanza a sufragar sus gastos necesarios.
Conviene, pues, que miremos hacia nuestro porvenir:
Ya es tiempo que las sociedades obreras de Chile despierten del sueño aletargado en que están sumidas.
Ya es tiempo que cada ciudadano recupere sus derechos, vilmente pisoteados.
Ya es tiempo que todos los hijos del trabajo reunidos en sociedad se unan en un solo cuerpo y hagan el poder y fuerza de la república.
¡Alerta ciudadanos!, haced una tentativa y veréis que vuestros esfuerzos alcanzarán la felicidad del proletario.
Hoy día compañeros nosotros los hijos del pueblo sólo estamos sirviendo de vil instrumento de los hombres que poseen el oro.
Es, pues, necesario que estemos a la altura que nos corresponde.
Bajo el punto de vista los hombres del trabajo son héroes de la humanidad.
El hijo del trabajo ha sido palanca poderosa para llevar a cabo las más grandes obras de las naciones más adelantadas del universo.
Desde luego, el obrero es gran campeón del progreso universal.
¿En qué consiste gran parte de la grandeza de Francia y Estados Unidos? En la unión de sus hijos. Ahí el proletario es respetado como merece.
¿Y por qué nosotros los hijos de Chile no hacemos otro tanto?
Nadie nos lo impide.
En nosotros está realizarlo.
Consultemos nuestros derechos y veamos el bien que nos reportará unirnos.
¡Si todos nos unimos cual un solo hombre, podemos con nuestro voto llevar al poder verdaderos representantes de nuestros derechos; hijos del pueblo que hayan manejado la herramienta del trabajo y que sepan cuanto le cuesta al proletario ganarse el pan de cada día!
Cuando ese día llegue, no sucederá lo de hoy día que atravesamos poco menos que por la calle de la Amargura.
Entonces el obrero vivirá tranquilo, pues los representantes sabrán ventilar proyectos que reporten utilidad al proletario.
Sí, compañeros, se ha llegado la hora que debemos probar una vez más esa verdadera máxima, que «la unión hace la fuerza», hagamos, pues una tentativa y entonces podremos exclamar con justa razón que «el pueblo chileno es verdaderamente pueblo democrático».
Vejotavea.
Valparaíso, julio de 1887.
El servilismo político y lo que existe en el fondo de las huelgas en Chile por J. J. Larraín Zañartu
En el año de gracia de 1888, que tantos fenómenos ha presentado a la exhibición y a los ojos de Chile, en el orden físico y material, ha aparecido también otro fenómeno de orden moral y económico, digno de la más severa y rígida observación por parte de los hombres que piensan, que meditan y que se preocupan seriamente del porvenir y de la prosperidad de la nación.
Ese fenómeno son las huelgas.
I
Las huelgas han revestido en Chile todas las fases y todos los colores del más prismático de los iris.
Ya han sido lóbregas, lúgubres y sangrientas, como una página del Germinal de E. Zola; ya cómicas y bufas, como un vaudeville de Labiche o de Halévy.
Su aparición revistió el primero de esos caracteres.
¿Quién no recuerda las piras funerarias que alumbraron las tinieblas crepusculares de la capital, y el auto de fe ejecutado con los tranvías, animal sine fraude, en la Alameda de Santiago?
¿Quién podrá olvidar esas escenas tumultuosas, esas cargas de caballería, esas patrullas que inspiraban pavor a las gentes menos tímidas y recelosas del porvenir?
Como la obertura de Nabuco, hubo en esa aparición de las huelgas mucha abundancia de instrumento de cobre, exceso de decoración, una mise en scène demasiado recargada de luces, aunque no fueran precisamente de Bengala.
La nota habíase elevado demasiado, sin embargo, y tenía que descender.
El partido democrático, que entonces se exhibía, tomó fantásticas proporciones.
Nadie, o muy pocos al menos, dudaban de su fuerza y su prestigio.
¡Y, sin embargo, el sol estaba en su cenit...!
Vino después la huelga de los obreros del ferrocarril; la huelga de los panaderos en Valparaíso; y ellas, como el Partido Democrático, perecieron en medio del silencio y de la oscuridad, sin dejar en la historia ni siquiera la débil estela que una ligera embarcación imprime en las inmensidades del océano.
II
Este resultado ha sido apreciado, sin embargo, diversamente.
Los optimistas, los satisfechos, han declarado entre sonrisas que el malestar económico no existía en esta Arcadia que se llama Chile, y que las visiones lúgubres habían desaparecido por completo, cediendo su puesto a graciosas nubes de oro y azul.
Otros ánimos han pensado, por el contrario, que el movimiento comunista no había desaparecido, sino simplemente abortado, y que si no se deseaba verlo en adelante viable y robusto, era menester reflexionar seriamente e impedir su nueva aparición.
Confieso francamente que soy de la opinión de estos últimos, y los motivos de esta opinión son los que paso a dar más adelante.
III
¿Qué origen reconocía el movimiento socialista que se estrenó tan estrepitosamente en la capital y vino a morir de languidez y anemia en el primer puerto de la república?
¿Era acaso un malestar económico?
El precio de los artículos de consumo y de primera necesidad, ¿había excedido los límites de las familias aún indigentes y menesterosas?
El salario, ¿había descendido hasta los límites insuperables, en presencia y como compensación del trabajo?
Las contribuciones y gabelas, ya fiscales o ya municipales, ¿habían trepado a una escala inaccesible para el obrero y el proletario?
Nada de eso.
Todo mantenía su escala normal.
Más aún: como nadie podrá negarlo, el alza de medio centavo en la conducción a largas distancias por los tranvías de la capital, representaba apenas una suma relativamente insignificante en la tarifa de los salarios que obtienen, no sólo los obreros, sino hasta los gañanes de la capital de Chile.
La aparición del Partido Democrático en su primer acto, con su cortejo de meetings, arengas incendiarias, tendencias destructoras, declaraciones de guerra al capital, etc., ni tiene, pues, su origen en ningún fenómeno, ni siquiera en un malestar económico.
Su origen es político y social.
Ese partido es un feto que para nacer, quiso romper prematuramente el vientre materno, y a quien, sin embargo, faltaba la viabilidad y el oxígeno indispensables a la existencia.
Pero sus tendencias, sus propósitos, su programa, tienen base; son el grito que viene repitiéndose largos siglos, desde que sonara con Espartaco desde el monte Aventino en Roma.
Es el grito de las democracias contra el absolutismo oligárquico; el grito de los siervos contra el amo; de los que sufren y pagan, contra los que monopolizan y explotan.
En sus cargos hay, sin duda, exageración, hipérboles, amplificaciones e inexactitudes de largo alcance; es verdad.
Pero no lo es menos tampoco que en el fondo esos hombres, condenados como el Sísifo mitológico, a contener o subir eternamente una piedra que no descansa jamás, no pueden raciocinar con la frialdad del que sólo mira el mundo desde la altura de sus placeres y de sus ambiciones satisfechas.
IV
Esos hombres, desposeídos del derecho de esperar siquiera, condenados eternamente a obedecer, no encontraron otra forma que dar a su protesta que la de huelga, y clamaron contra el capital, cuando de su protesta aparece que sus cargos eran contra el servilismo político.
He aquí la palabra.
Trataré de definir la cosa.
V
En todas las industrias y operaciones humanas existe, como se sabe, como valla, límite y correctivo del monopolio, la competencia o concurrencia de otros al desempeño, o ejercicio de la misma industria, y de consiguiente a la obtención del mismo lucro.
Pero esta ley, inmutable en la industria y en el comercio, falla en absoluto, o más propiamente, no existe tratándose de la política.
En este ramo de industria, el monopolio reina y gobierna sin constitución previa, pero bajo el dominio de facultades absolutas.
La oligarquía, sea cualquiera la forma de gobierno, toma en cada nación o Estado la parte llamada del león.
Los partidos, esta nueva forma del gobierno colectivo, este Deus ex machina del dominio de los Estados, forman la gran legión de los Gargantúas del país.
Preocupados teóricamente de hacer prevalecer ciertas doctrinas que declaran el específico necesario a la felicidad del Estado, pero prácticamente abstraídos por la necesidad de concentrar en su mano las riendas del gobierno, sin soltarlas por razón alguna; ondulando aquí y allá, reclutando sus ejércitos por medio de la corrupción o la intimidación, sin preocuparse absolutamente ni del bien público ni de la moralidad de sus actos, predican con su ejemplo al pueblo el abandono de toda idea que no encamine a esos resultados, y le señalan como única puerta para llegar al santuario donde se distribuyen los dones de la fortuna y los honores la puerta del servilismo político.
VI
El servilismo político, he aquí la frase y la idea que yo buscaba y que retrata mi pensamiento.
El servilismo político, esa sumisión maquinal, inconsciente, a todo cuanto mande el partido, a cuanto disponga y cuanto ordene; esa compañía de seguros en favor de los sumisos, a las órdenes del jefe cuya prima consiste en el ascenso y la impunidad; he aquí el origen principal y directo de ese malestar social que se reveló súbitamente en Chile conjuntamente con la aparición en la escena pública del partido democrático.
Ese mal, mediante las doctrinas hoy en boga, lejos de remediarse, va, por el contrario, en vía de empeorar más y más aún.
Hace ya algunos años, el que esto escribe sostenía, apoyado en textos de la ley y resoluciones de los tribunales, que no se podía en Chile obligar a los reos a trabajar públicamente y en las calles.
Años han pasado, y después... ¡los condenados por faltas siguen sufriendo la pena de vergüenza pública, abolida y borrada por el Código Penal del catálogo de nuestras leyes!
Un jefe de policía decíame una vez: ¡Para mí, la ley de garantías individuales es sólo letra muerta!
Y lo era efectivamente, y sigue siéndolo...
¿Y esa facultad de conmutación que permite al Consejo de Estado, ordena se reciba como multa del rico, el precio de un crimen que el potentado paga, y que el proletario paga también, pero con su sangre en el cadalso, y con su agonía lenta en la prisión?
Tal es lo que se nota en la oligarquía social.
¿Qué pasa en la oligarquía política?
¿No se ha sostenido en estos días que el deber del Presidente de la República consiste no sólo en reinar y gobernar a la vez, sino antes que todo en ser el gerente y mandatario de los intereses de un partido?
Y, ¿qué quiere decir esto?
Quiere decir simplemente que un Jefe del Estado tiene ante todo por principal misión distribuir al ejército, quiero decir al partido, los cargos lucrativos y los otros beneficios, por cuya posesión han combatido.
Quiere decir que ese mismo jefe de la nación tiene ante todo el imperioso deber de aumentar el número de los empleos, multiplicar los favores, los privilegios y las protecciones, aunque para ello sea menester aumentar a la vez las cargas que pesan sobre el Estado.
Quiere decir que se encuentra en la necesidad de crear un personal administrativo cuya primera consigna sea la de servir al partido, y la última la de servir al país; personal que mantendrá una doble garantía, la del ascenso e impunidad si se mostrare fiel; una sanción, la del abandono o destitución en caso de debilidad.
Este monopolio, sin competencia posible, produce en los cargos públicos la inferior calidad de los servicios; en los eternamente desheredados de ellos la desesperación y la irritación.
Funcionarios que no dependen del público, que nada esperan del público, no guardan, como se sabe, respetos considerables a este mismo público.
Esto es lo que se ve con lamentable frecuencia en el seno de naciones que, como Estados Unidos de América, han tomado a lo serio tal sistema.
De aquí el debilitamiento de las funciones públicas en calidad, y su aumento correlativo en cantidad; he aquí el desgreño de parte del público para acudir en busca de ese género de servicios, prefiriendo las tortuosidades al camino recto y plano.
El servilismo político disminuye así el mérito de los servidores y la bondad de los servicios, creando de esta manera en las oficinas públicas verdaderos ejércitos de mediocridades o doublures, como dicen en jerga teatral los franceses, que, sin preparación alguna, saltan de la guerra a las finanzas y a la administración política, no dejando otra huella en el tránsito que la de sus errores, su ligereza y su incapacidad.
VII
Mas dejando a un lado consideraciones como las que preceden, y que parecerían de un carácter exclusivamente político, para examinar solamente las que se refieren a un carácter económico, es fácil ver que el sistema delatado crea en este orden un estado de cosas verdaderamente perjudicial y alarmante para la prosperidad nacional.
Como he dicho más arriba, lo que importa en el fondo el acaparamiento de los funciones públicas por un partido privilegiado o vencedor, es el más odioso y absoluto de los monopolios.
A virtud de este mismo estado de cosas, las ambiciones juveniles, el esfuerzo, el espíritu, la labor y el estudio se detienen, se paralizan e inmovilizan, al encontrar frente a sí, y en el atrio de la carrera a la que dedicarán su contracción y estudios, una inscripción fatídica algo parecida a la que viera el Dante en el Infierno:
¡Vosotros que pretendéis entrar, abandonad toda esperanza, a menos de no abandonar en el dintel vuestro criterio, vuestra independencia y vuestra libertad!
VIII
Esta convicción, sentimientos y raciocinios tales, han inspirado indudablemente, más que el malestar económico, a los directores y jefes del Partido Democrático.
Las huelgas no fueron sino un pretexto mal buscado, y peor desarrollado aún.
Lo que aparecía, lo que bullía, lo que latía en sus discursos y arengas tribunicias, en sus alegatos ante los tribunales de justicia, en sus publicaciones de prensa, era el amargo despecho del esclavo en contra de la tiránica opresión del amo.
Por eso, porque eran un simple pretexto de manifestación, porque no tenían base alguna en el orden económico, las huelgas han desaparecido y seguirán desapareciendo con la rapidez de esos juramentos de amor, de los que dice Hamlet que, hechos para toda la vida, se evaporan en un día.
IX
Pero lo que no desaparece tan pronto, lo que tiende a perpetuarse, y, sin embargo, lo que interesa y conviene hacer desaparecer a la brevedad posible, es ese irritable desdén contra las clases medias e inferiores, que forma el modo de ser, el cachet como lo denominaba no ha muchos años el corresponsal del New York Herald, que existe en Chile contra las clases media e inferior.
Lo que se necesita es sustituir a ese espíritu de burocracia, al cual Guizot dirigía su cínica proclama: ¡Enriqueceos!, un espíritu diverso, de patriotismo, de inteligencia y de verdadera democracia y republicanismo.
Lo que importa es abolir en Chile el monopolio, en sus múltiples, pero siempre odiosas y repugnantes manifestaciones, ya por vía de contratos, ya por vía de privilegios, elevando en su lugar el espíritu de libre concurrencia para todo género de trabajos y de servicios públicos.
Lo que importa, para decirlo todo de una vez, es concluir con el servilismo político, con el espíritu de ciego partidarismo, y dejar al Estado y exigir de él obre con igual espíritu que los particulares; estimulando el sentimiento de la competencia y dando a cada uno según sus obras.
Las huelgas han muerto en Chile: ¡que la tierra les sea pesada!
Otro tanto deseamos para el servilismo político de esta querida patria.
Lentamente va abriéndose camino la religión de la humanidad, sublime doctrina a que se hallan vinculados los felices destinos del mundo. La mayor parte de los espíritus permanecen aún sordos a sus santos llamados, envueltos como están en la más profunda anarquía mental y moral. Sin embargo, merced a una paciencia a toda prueba y una firmeza inquebrantable en la gloriosa empresa, ha de conseguirse vencer al fin la glacial indiferencia de un público ofuscado. Entonces llegará a persuadirse de que el tiempo de los derechos pasó ya para siempre, y que estamos en la época de los deberes. A la verdad, según la doctrina positiva, todos hemos de ser cooperadores en la labor humana, para llenar dignamente nuestra misión terrestre. Deberes tienen que cumplir y no derechos que exigir, el sacerdocio, la mujer, el patriciado y el proletariado, los cuatro elementos fundamentales que constituyen el orden social.
Cuanto se intente ahora por medios violentos, es tan infecundo como pernicioso. En todas las esferas de la actividad humana no cabe progreso alguno fuera del orden. La moral debe presidir a la totalidad de nuestra existencia. Y tal obligación pesa, particularmente, sobre los que tratan de enseñar a los demás de palabra o por escrito. Lejos de guiar a la sociedad, no hacen sino descaminarla los sembradores de odio. Si se quiere sinceramente aliviar la condición del pueblo, foméntese por todas partes el altruismo. Así los patricios velarán abnegadamente por los proletarios y serán respetados por ellos. Las predicaciones negativas son funestas. Todo lo desordenan y retrasan. Sólo las predicaciones positivas logran mejorar la vida social. Ellas alumbran los espíritus, santifican los corazones, producen la armonía y enaltecen, por tanto, a la especie humana.
Toda la fuerza espiritual que se encuentra hoy esterilizada en el teologismo, debe vivificarse en la religión de la humanidad, para promover eficazmente el verdadero progreso. Ello es indispensable. Urge llegar cuanto antes al régimen sociocrático, pues el desconcierto actual se prolonga demasiado. A los sacerdotes les incumbe dirigir la grandiosa reconstrucción, poco notada aún que se está operando en el mundo. Su función efectiva es la de guardianes de la humanidad, el verdadero Ser Supremo que todo lo centraliza. Condúzcanse, pues, cual sus dignos servidores, levantando las almas, con fervorosa elocuencia, hasta la doctrina positiva. Si así no lo hicieren, serían culpables de haber desatendido la suprema labor religiosa del presente. Mas no sólo los sacerdotes, sino también todas las naturalezas nobles deben concurrir a ella, cualquiera que sea su condición.
Las funestas divisiones que separan a los pueblos entre sí, y a las clases sociales dentro de cada país, han de convertirse en una benéfica cooperación universal. Tal es el más augusto objeto que se propone la religión de la humanidad. Dos pueblos que se hacen la guerra militar o mercantilmente, violan sus deberes positivos, perjudicando los destinos generales de nuestra especie. Igual cosa pasa con las luchas entre las clases sociales en cada nacionalidad. Tanto las clases sociales como los pueblos enteros, están moralmente subordinados a la humanidad, cuyo soberano imperio siempre deben acatar. Y más grave es la rebeldía de una nación contra la humanidad que la de una clase social, como ésta más que la de una familia, y ésta más que la de un individuo. Por eso la verdadera moralidad religiosa, debida a la doctrina positiva, comienza en las relaciones internacionales, y desciende de ahí a las relaciones cívicas, en seguida a las domésticas, para reglar, por último, la conducta personal.
Ante la religión altruista no caben ni partidos, ni discordias. Todos somos hermanos en la humanidad y cooperadores en la misma obra colectiva, que se extiende por el planeta entero y atraviesa la serie indefinida de los tiempos. Nunca podremos honrar suficientemente al excelso maestro Augusto Comte que elaboró en París la doctrina final. Mediten su Sistema de política positiva o Tratado de sociología, instituyendo la religión de la humanidad, los que anhelen iluminar las almas en el bien y la verdad. Ése es el Libro de los libros, la guía eterna de todos los que sepan enseñar.
La religión de la humanidad pide a todos los hombres, que sean valientes sólo para la virtud. Aconséjales también glorificar el pasado. De ahí que debiera honrarse cual corresponde a la revolución francesa en su próximo centenario. La exposición industrial con que se le va a celebrar en la metrópoli humana, es una conmemoración insuficiente de tan gran suceso. Sólo fiestas morales podrían recordarlo dignamente. Pero ellas han de realizarse en espíritu de noble concordia. Es preciso olvidar todo lo que la Revolución Francesa tuvo de agresivo y destructor, para fijarse únicamente en sus inmortales aspiraciones de regenerar el mundo. Asociarse hoy a sus, en ese entonces, inevitables negaciones del pasado y a sus violencias, sería un funesto extravío. Para honrar debidamente a la Revolución Francesa hay que ligarla en gloriosa filiación con el curso entero de la evolución social, que ha llegado, al fin, a través de esta misma gran crisis del 89, a la religión de la humanidad, donde vamos a armonizarnos todos en el trabajo y el altruismo.
A los individuos como a los pueblos, las caídas, si los han de avergonzar, no deben desalentarlos, sino, por el contrario, inducirlos a un mayor perfeccionamiento. El espectáculo sin nombre y sin fecha que se verificó hace poco en la capital de la república, exige un vigoroso avance, hacia la religión altruista, de la ciudad llamada precisamente a ejemplarizar a todo el país. El hogar, la escuela y el templo deben uniformarse para enseñar de acuerdo el amor a la familia, la patria y la humanidad. Todo se compenetra en el orden social y tiende a identificarse. La vida privada y la pública se influyen, en bien o en mal, recíprocamente. Eduquemos a todo el pueblo chileno en la religión de la humanidad para que resplandezca en el mundo por sus virtudes y coopere dignamente al progreso universal.
Juan Enrique Lagarrigue
(calle de la Moneda, Nº 9)
Nacido en Valparaíso, el 28 de enero de 1852.186
Santiago, 11 de César de 100 (2 de mayo de 1888).
I. Su importancia. II. Causas que lo provocan y medios de que dispone. III. Su programa y propósitos. IV. Su probable porvenir.
No son nuevas en Chile las asociaciones obreras dirigidas a fines meramente económicas o de sociabilidad.
El ahorro y el socorro mutuo han reunido a la mayor parte de los artesanos de la república en instituciones gremiales o generales; a tal punto que es rara la ciudad de alguna importancia que no cuente en su seno una o varias sociedades de esta naturaleza.
En Santiago descuella por su bien cimentada prosperidad la Unión de Artesanos, institución de socorros mutuos que reúne gran número de asociados sin distinción de profesiones.
Vienen en seguida otras instituciones más reducidas, dirigidas también al socorro mutuo y organizadas por gremios. Así tenemos: Sociedad de Sastres, Sociedad de Pintores, Sociedad de Cigarreros, Sociedad de Ebanistas, de Zapateros, de Tapiceros, de Tipógrafos, etcétera.
La organización de estas sociedades deja mucho que desear; pero cualesquiera que sean sus defectos, contribuyen poderosamente a desarrollar hábitos de ahorro y de previsión, de moralidad y de trabajo que hacen el bienestar de la mayor parte de los asociados.
Al lado de las instituciones meramente económicas existen otras de sociabilidad, como ser la Filarmónica de Obreros y la Filarmónica José Miguel Infante, en cuyo seno se cultivan con esmero las buenas relaciones sociales.
El trabajador huraño y maldiciente, fatigado por ruda tarea, contrariado por las mil atenciones de su modestísima existencia, se torna en el recinto social atento y cariñoso con los extraños, respetuoso y hermanable para con sus coasociados.
Es digno de admirar el donaire con que las jóvenes, hijas y hermanas de obreros, acompañadas de sus consocios, bailan las más difíciles y complicadas cuadrillas que ideara el arte de Terpsícore.
Las representaciones dramáticas sobre temas generalmente patrióticos y las veladas musicales, siempre honestas y escogidas, son parte muy eficaz en el mejoramiento progresivo de nuestras familias de artesanos.
Pero no es de este género de asociaciones que queremos hablar a los lectores de la REVISTA, por más interesante que sea su estudio y aun cuando se relaciona estrechamente con el tema de que vamos a ocuparnos.
Nuestra colaboración tiene por objeto dar a conocer ese movimiento sordo y persistente que viene produciéndose en el seno de las clases trabajadoras y que dice relación al mejoramiento social, económico y político del obrero chileno.
Ese vago rumor, precursor de los grandes cataclismos sociales, que agita a la democracia en todo el globo y que en Europa se manifiesta por estallidos de pólvora y dinamita, aquí ha tenido su primera manifestación en el acuerdo de una gran parte para constituir un partido político que, dentro de la ley, realice sus aspiraciones.
Nada más interesante para el sociólogo, para el economista y para el hombre de Estado, que el estudio atento de estas manifestaciones sociales que, cuando son constantes y repetidas, hacen presumir un grave malestar a que es preciso poner eficaz y pronto remedio.
I
La importancia del movimiento que se opera en el seno de las clases trabajadoras se mide por los fines y propósitos que persiguen y que tienden a la emancipación política de la democracia, a la igualdad social ante el derecho, y a la independencia del trabajo nacional frente a frente del capital y del trabajo extranjeros.
Basta enunciar estos tres puntos de mira para comprender que se trata de una verdadera reforma social de vastísimos horizontes y de trascendentales consecuencias para el desenvolvimiento futuro de la república.
El advenimiento del gobierno de las democracias, basado en la dirección de los más aptos; el abatimiento de las castas y de las oligarquías que hoy se adueñan de la dirección de los negocios públicos y que hacen servir la autoridad en su propio beneficio, es sin duda una aspiración levantada, digna de los corazones patriotas que a ella se consagran y que habrá de traer profundas modificaciones en nuestra manera de ser social y política.
Esta aspiración vive latente en el seno de la democracia.
El pueblo ha visto con estupor que se le arrebata su soberanía, que se conculcan sus derechos, que se le priva de libertad y, cuando ha comprendido que eso importaba reducirle a la servidumbre y conducía al entronizamiento de la desigualdad e injusticia social, fuerte en los derechos que le asegura la Constitución y fuerte por su número y disciplina, ha desplegado al viento el estandarte de la regeneración política y proclamado la inviolabilidad del derecho de sufragio, manifestación de su soberanía.
II
Natural consecuencia del fraude con que se usurpa el sagrado derecho de gobernarse a sí propio, es la desigualdad irritante que vemos producirse entre los miembros de una misma asociación de hombres.
En la Antigüedad era el vencedor que reducía al vencido a la esclavitud; en la Edad Media, es el señor que instituye en su beneficio la servidumbre; en la Edad Presente es el propietario de la tierra y del capital que reduce al hombre ya libre a la semiesclavitud del inquilinaje y del salariado.
Estas tres fases de la evolución social que ha venido verificándose, han mejorado notablemente la condición del pueblo en el terreno del derecho escrito: la igualdad ha sido proclamada. Pero en la práctica los resultados no han correspondido a las expectativas.
Y ello es natural. El arreglo social existente es el reflejo de la situación anterior creada por sí y en favor de las clases privilegiadas.
El siervo obtuvo la libertad de derecho, pero en el hecho se vio privado de los medios de subvenir a sus necesidades materiales.
La riqueza acumulada por los patrones a costa del trabajo de los siervos permaneció siempre en su poder; mientras éstos sin más fortuna que su fuerza muscular o su destreza en el trabajo continuaron dependiendo de sus amos de la víspera.
La justicia social exigía que junto con la usurpada libertad, se hubiera devuelto también al pueblo los frutos de su trabajo.
Lo que sucedió a la época de la manumisión de los siervos ha venido perpetuándose hasta nuestros días y la institución del salariado ha sido la consecuencia forzosa de la antigua desigualdad social.
Por todas partes el privilegio político y económico ha hecho ilusorio el principio de igualdad.
En Grecia, como en Roma; en la Edad Media, como en la edad presente, hase formado siempre una aristocracia dominante que ha gobernado a su capricho y acaparado en su provecho el trabajo de las democracias.
En todas partes también la democracia ha sostenido encarnizada lucha por sus derechos y los de la patria.
Cuando la oligarquía tebana, posponiendo el honor y la salud de la patria, prefirió la amistad de Jerjes a la de los helenos, la democracia ateniense, inspirada por Temístocles, salvó la independencia de la Grecia.
Cuando el patriciado romano redujo al pueblo o sea a la plebe a la más horrenda miseria económica y social, la plebe se retiró al Monte Sagrado y los patricios se vieron obligados a partir con ella el gobierno concediéndole un magistrado, el tribuno, que debía enfrenar los abusos de los patricios.
Más tarde el mismo pueblo abolió la monarquía y proclamó la república.
Pero la lucha entre el patriciado y la plebe en vez de cesar se transportó del terreno político al terreno económico.
Los patricios eran dueños exclusivos de la tierra.
Tiberio y Cayo Graco pagaron con la vida su noble ardimiento por sostener las leyes agrarias que aseguraban al pueblo medios de no morir de hambre.
¿Irlanda no agoniza en manos del propietario inglés?
«En la Edad Media, el pobre pueblo, exclama Dechanel, no tenía nada para sí; su cuerpo pertenecía al señor, su alma al sacerdote, durante la vida y después de la muerte».
La opresión y el instinto de la igualdad hacían estallar de siglo en siglo terribles revueltas que eran reprimidas de la manera más feroz. A los siervos de Normandía rebelados el año 997, se les cortaron las manos y los pies.
Con igual crueldad fueron tratados los paisanos insurreccionados en Inglaterra, Francia, Helvecia, Turingia, Bohemia y Polonia en los siglos XIV y XVI.
En 1793 el obispo de Chartres, interrogado sobre el estado de su pueblo, respondía que el hambre y la mortalidad eran tales que los hombres comían la hierba como carneros y morían como moscas.
Y mientras el pueblo moría de hambre los nobles y el clero nadaban en la riqueza y en el lujo. ¿No pasa lo mismo entre nosotros? ¡Contad las grandes fortunas y contad el inmenso número de proletarios!
La nobleza y el clero poseían cerca de los dos tercios del territorio francés; el otro tercio lo poseía el pueblo, que pagaba el impuesto al Rey, un gran número de derechos feudales a la nobleza, la décima al clero y estaba además obligado a soportar las devastaciones de los cazadores nobles (Thiers, Historia de la Revolución Francesa.)
Pero el pueblo que sufre en silencio las injusticias cometidas en su daño, acumula los odios, reprime sus iras y al fin llega tremendo el día de la venganza y ahoga en sangre a sus opresores.
Tocó a la revolución de 1789 el honor de cumplir el voto de tantas generaciones oprimidas.
Pero no ha cesado, sin embargo, el privilegio político y económico que continúa existente en la sociedad moderna.
El pueblo sigue siempre excluido de la vida política y del gobierno del Estado.
El trabajo solamente podía redimirle y mejorar su condición; pero desgraciadamente sus esfuerzos han sido infructuosos.
El operario, obligado, bajo el imperio de la necesidad y del hambre, a ofrecer sus brazos al empresario, al capitalista, al propietario, se ve explotado por todos los medios imaginables, y en lugar de independizarse ha caído en la más espantosa miseria.
Gladstone decía en 1842 a la Cámara de los Comunes: «Uno de los aspectos más tristes de nuestro país, es que el aumento constante de la riqueza de la clase elevada y la acumulación de capitales, estén acompañados de una disminución del poder de consumo en el pueblo y de una mayor suma de privaciones y de sufrimientos entre la clase pobre».
Lo que entonces se decía de Inglaterra tiene hoy perfecta aplicación a Chile.
Veinte años después Gladstone repetía: «De 1842 a 1853 la renta ha aumentado en Inglaterra en un 6%; y desde 1853 a 1861 en un 20% y, hecho casi increíble pero real, este prodigioso aumento de riqueza se ha producido casi exclusivamente en provecho de la clase acomodada».
He aquí un hecho digno de ser meditado por los partidarios de las pretendidas armonías económicas.
«Precisamente porque la fuerza de las cosas, escribe Rousseau, tiende siempre a destruir la igualdad, es que la fuerza de la legislación debe siempre tender a mantenerla».
El mismo Gladstone, el libérrimo Ministro de un país citado como contrario a toda injerencia del Estado en materias de contrato, decía ante la Cámara estas memorables palabras:
«Nadie aprecia más altamente que nosotros la libertad de contratos: es ésa la base de toda condición normal en la sociedad. Pero aún en aquellas condiciones sociales que reconocemos como normales, no es posible conceder ilimitada libertad de contratos. La legislación inglesa está llena de esta injerencia del Estado, y el Parlamento ha demostrado una tendencia decidida a multiplicarla».
Tanto en nuestra actual organización social como en nuestras prácticas políticas y en nuestro sistema económico, debemos buscar las causas que determinan esta lucha ardiente entre el trabajo y el capital, entre la democracia y la aristocracia, entre el derecho de soberanía y la usurpación erigida en sistema de gobierno.
Renunciamos a explayar estas causas, porque llenaríamos un folleto.
Los medios de que dispone el pueblo para salir airoso en la lucha por su emancipación varían con las necesidades que se propone satisfacer y con las exigencias de la estrategia, según sea el terreno en que se libre la batalla.
Descuella en primer término la asociación, la unión de fuerzas y de propósitos en vista del fin común.
En el terreno político, su principal medio de acción es el sufragio, por el cual se propone obtener la debida representación en los distintos cuerpos colegiados.
Para conseguir este resultado, junto con constituirse el pueblo obrero en partido político, se propone instruirse en los principios de la verdadera ciencia. Así comprenderán ellos cuál es su interés bien entendido y sabrán conducirse en consecuencia.
Hasta ahora los obreros han estado a merced de los agitadores ignorantes y ambiciosos, que halagaban sus pasiones para mejor seducirles y engañarles.
Hoy, con nociones más exactas de sus deberes y derechos, con una concepción clara de la importancia de las cuestiones que deben defender, encuentran en un programa común el centro de unión que antes buscaban alrededor de personalidades determinadas, que sobresalían un tanto del nivel medio de la generalidad.
«La ciencia es el alma de una sociedad, ha dicho M. Renan, pues la ciencia es la razón. Ella ha creado la superioridad militar y la superioridad industrial. Ella creará un día la superioridad social, quiero decir, un estado de sociedad en que la cantidad de justicia, compatible con la esencia del universo, sea procurada.
«Cuando los hombres de Estado hayan adquirido nociones científicas sobre la naturaleza o del organismo social, cuando las leyes de la sociología sean tan conocidas, tan esparcidas en el público y tan comprobadas como las de la física o de la química, se realizará una suma de bienestar moral comparable al bienestar material de que gozamos hoy día».
A la necesidad de instruirse y de comunicarse entre sí las propias impresiones obedece la serie de pequeños periódicos que han visto la luz pública en estos últimos tiempos.
El decano de esas diminutas publicaciones, que desde hace tres años viene defendiendo los intereses de la democracia, es La Igualdad, periódico democrático y proteccionista, que trata principalmente las cuestiones político-sociales y económicas y que es hoy el órgano del Partido Democrático.
Al lado de La Igualdad podemos señalar EL Gutenberg, El Obrero, La Asamblea, La Situación, en Santiago; La Voz de la Democracia, Los Ecos del Taller y La Ilustración Tipográfica, en Valparaíso; El Demócrata, en Concepción.
En Talca y en Chillán dos diarios de tamaño medio, La Libertad y La Discusión, redactados por convencidos demócratas, sirven también con valentía la causa de la democracia.
En general, la prensa pequeña y media de provincia simpatiza y prestigia el movimiento.
El mismo Ferrocarril, el más reputado en la prensa del país, consagró no ha mucho sus columnas editoriales a aplaudir y comentar la emancipación del obrero que se iniciaba con la constitución del Partido Democrático.
La prensa que ilustra; la fraternidad que asocia a los obreros y a todos los demás ciudadanos sin distinción de clases ni condiciones; el sufragio que es la manifestación de la soberanía, son los medios de que dispone la democracia para salir airosa en la lucha por su emancipación.
No quiere ni provocará jamás medidas de violencia, no va contra la propiedad debidamente constituida ni contra los poderes del Estado; su triunfo lo deriva del convencimiento de la reforma de las instituciones y de su propia fuerza.
Pero no teme tampoco la resistencia armada si a ello le provoca la opresión y tiranía de los gobernantes, en especial si se pretende arrebatarle el derecho de sufragio por medio del fraude y de las bayonetas.
El derecho contra el derecho, en el terreno de la legalidad; la resistencia contra el abuso, en el terreno de la arbitrariedad.
¡Ay de los que en su necio orgullo pretendan contrarrestar el ejercicio legítimo de los derechos del pueblo!
III
Conocidas las causas que han dado origen al movimiento obrero de que nos ocupamos y los medios de que dispone, queda trazado también su programa y delineados sus propósitos.
El medio más eficaz de curar las grandes dolencias sociales consiste en apartar las causas que les han dado nacimiento, combatiéndolas en su propia cuna.
Mas como los progresos sociales no se verifican por saltos, sino que siguen la natural evolución que domina todo lo existente, el programa democrático no ha podido abarcar desde un principio el máximum de las aspiraciones que forman su credo, y se ha limitado a procurar la satisfacción de aquellas necesidades más imperiosamente sentidas por la porción social que lo constituye.
Por la misma razón ha debido eslabonar las nuevas ideas con algunas otras que si bien se encuentran en los programas de «antiguas y tradicionales agrupaciones políticas» no han sido jamás llevadas a la práctica, aun cuando aquellas tradicionales agrupaciones han dominado sin contrapeso y dirigido por largo tiempo los destinos del país.
Lo que prueba que las antiguas agrupaciones se sirven de estos principios como de un cebo para atraerse el concurso de la opinión pública y luego que llegan al poder dan al olvido ideas que nunca sintieron, principios que jamás abrazaron con sinceridad.
Así, por ejemplo, la autonomía de los poderes electoral, legislativo, judicial y administrativo, y la independencia de los municipios, permanecen siendo una soñada aspiración, sin que liberales ni conservadores hayan querido jamás realizarlas, si bien sus proclamas electorales las estampan y las circulan a todos los vientos.
Igual cosa sucede con la incompatibilidad absoluta de funciones legislativas, municipales o electorales con todo otro cargo público remunerado.
A los demócratas ha parecido lógico principiar por establecer la incompatibilidad de funciones que diversificando las aptitudes y haciendo necesarios los servicios de mayor número de ciudadanos, impide en cierta manera las oligarquías de unas pocas familias y abre campo a la igual admisión de todos los chilenos al desempeño de los cargos públicos.
Otro tanto decimos de autonomía e independencia de los poderes del Estado. Es evidente que mientras el ejecutivo absorba la mayor parte de las funciones que corresponden a los otros poderes, su omnipotencia no reconocerá límites. Si todos los demás poderes encuentran su generación en la voluntad del Presidente de la República, le convertimos en un autócrata tanto más peligroso cuanto que sus facultades emanan de nuestra propia defectuosa constitución política.
El Partido Democrático no ha querido seducir al pueblo con retumbantes novedades, sino procurarle la solución de cuestiones que, aunque «sabidas» no ha debido «omitir» en su programa, hasta tanto que no las vea realizadas, en el sentido que la ciencia política experimental lo aconseja y lo exige.
Siendo el Congreso Nacional y demás cuerpos políticos los encargados de la dirección de los negocios sociales; generándose en su seno la ley, las ordenanzas y demás actos de la vida republicana, la democracia aspira a hacerse representar en ellos, no en el desacreditado y absurdo despropósito de enviar allí artesanos, por el sólo hecho de serlo, sino en el de hacerse representar por los más aptos, los más sinceros, los que mejores servicios hayan prestado y con mayor abnegación hayan abrazado la causa de la democracia.
La instrucción obligatoria, gratuita y laica, dada por el Estado, figura en primer término como una de las aspiraciones más vehementes de la democracia.
No hay emancipación posible sin la instrucción. No basta querer y poder, es menester saber: Las fuerzas de la naturaleza están al servicio de la ciencia; aquel que no sabe utilizarlas queda en una condición de inferioridad y difícilmente saldrá bien en la lucha por la existencia, sólo el saber asegurará al pueblo los beneficios de la libertad; la ignorancia engendra por todas partes la servidumbre, puesto que el ignorante está siempre expuesto a dejarse engañar y a engañarse a sí mismo.
La cuestión de la enseñanza obligatoria se relaciona estrechamente con la noción que del Estado tienen los individualistas.
Para los que juzgan engañosamente que el individuo es todo frente al Estado; que es la fuente y origen de todo derecho; que la libertad consiste en extender la esfera de acción del individuo, evidentemente la instrucción obligatoria es un atentado contra el derecho que cada individuo tendría de ser ignorante, de no estudiar: «Aquello que no cree ser útil o que no le da la gana de aprender».
Los que creemos que el cuerpo social es un organismo del cual los individuos no son sino células, no atribuimos tanta importancia al derecho de los individuos de ser ignorantes; porque estimamos que sobre este pretendido derecho está la obligación de contribuir al desarrollo armónico de las funciones sociales, y el derecho correlativo del Estado de hacer cumplir esa obligación.
Todo individuo es el compuesto de una sociedad de células más o menos independientes; toda sociedad es una unión de individuos más o menos independientes.
«Un pueblo no debe ser considerado como una asamblea de hombres que no tienen ninguna relación entre sí. Forma un cuerpo de los más perfectos, compuesto de elementos que gozan de facultades las más bellas y mejor coordinadas... La vida de un Estado es como la de un particular, tiene su juventud y su edad madura» (Quetelet.).
«La constitución de un Estado, dice Mr. Taine, es cosa orgánica como la del cuerpo vivo».
Las sociedades experimentan todos los accidentes de la evolución biológica: se forman, crecen, se reproducen (las colonias), envejecen y desaparecen. Hay en ellas períodos de salud, de vigor, de enfermedad.
«La historia que nos muestra la naturaleza orgánica del Estado, dice Bluntschli, nos hace ver al mismo tiempo que no se encuentra en la misma escala que la planta o el animal; es un organismo intelectual y moral capaz de apropiarse las ideas y los sentimientos de los pueblos, de formularlos bajo la forma de leyes y de realizarlos en los hechos».
El fin del Estado, según el mismo autor, es «el perfeccionamiento, el desenvolvimiento de las facultades de la nación» y mal se concilia esta misión con el derecho de permanecer ignorantes que alegan los individuos.
La biología que ha revolucionado en el presente siglo todas las ciencias, demuestra que «es muy difícil determinar exactamente lo que es un individuo». La noción del individuo se desvanece poco a poco, pues es tan inaccesible como el átomo físico. Todas las células vegetales y un gran número de células animales encierran muchos núcleos; son, pues, en cierta medida sociedades embrionarias.
Por otra parte, la sociología, dándonos una noción más científica del Estado, reduce la acción del individuo a sus límites precisos, en cuanto no daña las funciones sociales.
Para explayar estas ideas, necesitaríamos un volumen, y renunciamos a seguir en esta digresión por no sobrepasar los límites de un simple artículo.
Estimamos, pues, en resumen, que el Estado tiene obligación de enseñar a los individuos que lo componen, a fin de ponerles en aptitud de llenar las funciones que les corresponden en la sociedad; que esta enseñanza debe ser también industrial y artística (en el sentido de artes útiles) a fin de poner a los individuos en condiciones de contribuir a la nutrición, riqueza y preponderancia de la nación; que debe ser laica, porque el Estado no debe forzar a nadie a adorar a Mahoma o a Boudha; que debe ser gratuita, por lo mismo que es obligatoria, con lo cual no se vulnera la justicia y se cumple el mandato evangélico de «enseñar al que no sabe».
En todos los tiempos la soberanía del Estado ha sido un axioma de derecho público. Tocaba a los individualistas y a los cosmopolitas desvirtuar por su base esta noción, para suplantarla por asociaciones de otro orden, civil o religioso, con iguales o superiores atribuciones que el Estado.
La supremacía del Estado (no del gobierno) sobre todas las asociaciones que se formen en su seno es tan elemental como la cartilla. No se trata de «tutela» ni de supervigilancia, ni de «sometimiento», como por una errónea comprensión se ha significado en esta Revista.
Lo único que aquel principio significa es que frente a frente del Estado no hay institución alguna, llámese civil o religiosa, que pueda parangonársele, que esté a la altura del Estado o que pueda sobreponérsele.
Es una forma más científica de pedir lo que otros llaman separación de la Iglesia y el Estado.
No se concibe separación de dos entidades una de las cuales, el Estado, es soberano y supremo, y la otra es constituida para fines diversos y que dentro del territorio nacional le está subordinada.
No se conciben dos entidades supremas; una debe estar subordinada a la otra. En cuanto a los partidos políticos, ellos, más que nadie, están sometidos a las leyes que reglan el ejercicio de los derechos sociales. ¡Sería curioso ver a un partido sobreponiéndose a la Constitución y avasallando los fueros del Estado!
La asistencia pública debe ser organizada y costeada por el Estado, en favor de los enfermos, ancianos e inválidos del trabajo; cosas muy diferentes de la actual beneficencia, sometida por decretos a la suprema y discrecional voluntad del Presidente de la República.
Nótese que cuando decimos Estado, no significamos en modo alguno al simple funcionario que se llama Presidente. El Estado puede organizar la beneficencia, costearla y dejarla sometida a la suprema y discrecional voluntad del Arzobispo, como estaba antes, sin que por ello sufra menoscabo el principio mismo.
La asistencia pública es la manifestación de la justicia y fraternidad social. Demasiado egoístas nos hace el interés individual para que le procuremos una expiación de sus culpas, obligándole a contribuir para socorrer a los inválidos de la edad o del trabajo.
En el terreno económico, la democracia exige protección a la industria nacional. Quiere la protección como medio de alcanzar el grado de adelantamiento y de poder productivo que han desarrollado las naciones del viejo continente y los Estados Unidos.
La libertad de comercio internacional sin la igualdad de condiciones entre los contratantes, es la expoliación del más débil, el privilegio en favor del más fuerte, el monopolio para los que principiaron primero.
Los librecambistas que niegan al Estado toda función económica (porque desconocen la verdadera noción del Estado), no comprenden que en el régimen de libertad, el extranjero, bajo el juego de la libre concurrencia legista para nosotros, dirige nuestro movimiento económico en el sentido que le place y le conviene; pues cuando arruina nuestras fábricas, ¿hace otra cosa que condenarnos a sembrar eternamente papas y trigo?
Es éste un tema que merece artículo aparte, y lo dejamos hoy de la mano para concluir una vez esta ya larga colaboración.
Concédasenos la protección tal como la deseamos y probaremos luego que los salarios suben, que los precios de las mercaderías bajan y los de los productos agrícolas aumentan. ¡Pluguiera al cielo que la dieta guardada por la democracia fuera parte a conseguir el futuro engrandecimiento de la patria!
El heroísmo de una lucha a muerte puede traer una resurrección futura. Los atenienses bajo Temístocles, ¿no han dado un magnífico ejemplo?
La liberación de los pesados impuestos que gravan el trabajo en todas sus formas es otra de las aspiraciones formuladas por la democracia en su programa. Pide, por consiguiente, la supresión de los impuestos sobre los consumos de alimentación y sobre el ejercicio de las artes e industrias, reemplazándoles por una contribución sobre los capitales que excedan de cinco mil pesos.
Nada hay en esta aspiración que no sea arreglado a la más estricta justicia, y sólo un examen superficial puede descubrir contradicción con la igual repartición de cargas públicas, en porción a nuestros haberes, que establece la Constitución.
Las contribuciones sobre los consumos de alimentación atacan directamente la renovación de las fuerzas productivas y están condenadas por la ciencia económica.
Están condenadas también por la ciencia social, como que atacan al desarrollo de la nacionalidad, por la razón, por la caridad y por cuantos sentimientos generosos y justos abriga el corazón humano.
Las contribuciones sobre el ejercicio del arte y de la industria son contrarias a la ciencia (aun a la librecambista) y a nuestra Constitución y a toda idea de justicia.
Es una verdad elevada a la categoría de principio económico que las contribuciones deben pesar sobre el capital o sobre la renta del capital, pero no sobre la capacidad del individuo.
Las capacidades (según la ciencia ortodoxa) no son riqueza, no son valores, ni son capitales, por la muy sencilla razón de que no son materiales, ni se pueden medir, ni cambiar, etcétera.
Por consiguiente, no son susceptibles de gravamen alguno; todo intento de imponerles una contribución es injusto y contrario a la ciencia.
Porque, retorciendo un argumento que se hace en esta revista, ¿quién querría ejercer arte, o industria, o profesión alguna?
Nuestra Constitución quiere que cada cual contribuya en proporción a sus haberes, esto es, establece sistema de contribución sobre el capital, puesto que el arte, la industria, la profesión no son haberes, son a lo más aptitudes, capacidades, productores intelectuales, o como quiera llamárseles.
Cuando se me impone una contribución de cincuenta pesos por el ejercicio de mi profesión de abogado, se falta a la Constitución, porque no se gravan mis haberes sino mi locuacidad para alegar o mi ligereza para hacer escritos, cualidades que pueden ser de mucha valía, pero que también pueden dejarme todo el año sin una mala moneda feble.
Lo mismo sucede con el sastre, el zapatero, el médico, el cervecero, el curtidor, etcétera.
Tan grande es la injusticia de semejantes contribuciones que nuestro Congreso se apresuró a abolir la de haberes sobre el sueldo de los empleados, porque se reconoció que las aptitudes no son materia imponible, no son haberes como exige la Constitución.
Los impuestos deben pesar sobre el capital, exceptuando los pequeños capitales menores de cinco mil pesos, cantidad en que se avalúa el mobiliario y útiles indispensables con que un obrero pueda ganar cómodamente su subsistencia y la de su familia.
Esta excepción es justa por todo extremo; nadie puede ser obligado a dar aquello que le es indispensable para subsistir.
Entre los haberes de un individuo no pueden contarse sus herramientas y máquinas, que no son capital, sino instrumentos de trabajo, medios de producción sin los cuales no puede subvenir a sus necesidades.
Nuestro Código Civil hace inembargables las herramientas hasta por doscientos pesos, tratándose de obligaciones perfectas; ¿con cuánta razón no deberemos excluir estas herramientas del impuesto hasta el valor de cinco mil pesos, tratándose de una obligación imperfecta?
El impuesto progresivo sobre el capital es la manifestación suprema de la justicia social, el último perfeccionamiento de la ciencia económica.
Que el que tenga diez pague uno y que el que posea veinte pague tres y el que acumule cuarenta pague siete y así progresivamente.
Pero no arrebatemos al pobre lo necesario a su subsistencia mientras el rico nada en la abundancia.
La justicia social y la moral cristiana quieren a una que mientras haya necesidades que remediar no haya derecho a acumular lo superfluo, y para probar que la democracia no anda en tan mala compañía citaremos a san Juan Crisóstomo que decía: «El rico es un ladrón. Es preciso que se haga una especie de igualdad, dándose el uno al otro lo superfluo. Sería mejor que todos los bienes fuesen comunes».
IV
¡El porvenir! ¿Quién puede presagiar el porvenir? Con todo, no es aventurado predecir que el porvenir pertenece a las democracias.
La evolución será más o menos lenta, se verá contrariada por la resistencia de las oligarquías empeñadas en someterlas y esclavizarlas; pero si el progreso existe, a medida que la ciencia social gane terreno, que se tenga una noción más exacta de la constitución del Estado, es indudable que llegaremos al gobierno de la democracia por y para la democracia.
El pueblo ha cumplido ya tres fases de la evolución ascendente que lleva a la reivindicación de sus derechos: de la esclavitud pasó a la servidumbre; de la servidumbre, al salariado; del salariado pasará sin duda a ser propietario o al menos conquistará un grado de bienestar más en armonía con los altos fines que debe llenar en la sociedad.
En esa tarea le acompañarán nuestros votos y nuestra más entusiasta cooperación.
Un nuevo partido acaba de constituirse: los obreros independientes de la capital y de Valparaíso, en unión de la juventud radical y de todos los hombres de trabajo, sin distinción de clases ni de condiciones, han levantado en alto la bandera de la regeneración social, política y económica del pueblo y echado las bases de un gran Partido Democrático.
El directorio ha creído uno de sus más primordiales deberes, dar a conocer los propósitos, las tendencias y los fines que se propone el nuevo partido; los medios de que habrá de servirse y las causas que han dado origen a su constitución.
Al constituirnos en nación independiente y soberana, mediante los esfuerzos del invicto pueblo chileno, estableciose que el gobierno de la república sería popular y representativo; esto es, que, el pueblo sin coacción de ninguna especie elegiría los poderes del Estado y se daría las leyes que tuviera a bien por medio de sus representantes en el Congreso.
Todos sabemos hoy por triste experiencia que la designación de los altos poderes del Estado no tiene de popular sino la forma y el nombre con que se la bautiza y que la representación del pueblo no representa otra cosa que la omnipotente voluntad del Jefe de la Nación.
Al presente es Diputado, Senador y aún Municipal sólo aquel que desea el Presidente de la República: la voluntad del pueblo no pesa para nada en la balanza en que se cotizan los más delicados e importantes puestos de la administración y del gobierno.
La omnipotencia cesariana del Presidente lejos de ser contenida por los hombres de fortuna y de ilustración que tienen en sus manos la dirección de los negocios públicos, encuentra en el interés y en el egoísmo de tales hombres su más firme y poderoso apoyo.
Si el jefe del Estado es supremo dispensador de fortuna y honores y hasta de inteligencias, ¿cómo habrían de atreverse a contrariar su omnímoda voluntad, cómo habría de acomodarles modificar tan ventajoso arreglo social?
A la sombra de esta práctica erigida en sistema, se ha formado gradual y lentamente una oligarquía despótica y tirana para con los gobernados, sumisa y obediente hasta el servilismo para con su superior jerárquico.
Sólo cuando la familia ha venido a ser bastante numerosa y los empleos de la administración insuficientes, se producen entre los mismos favorecidos estas guerras fratricidas, que se denominan luchas políticas y que traen la división, la reconstitución o las alianzas de los partidos.
Yen todas esas luchas que anarquizan el país y detienen su desarrollo, el pueblo juega el triste papel de instrumento ciego; después de haber contribuido al triunfo del vencedor, ve remachadas sus cadenas con una contribución más con una libertad menos.
Todos los partidos toman por pretexto de sus disensiones los grandes intereses morales y religiosos del pueblo; se habla de libertad civil, política y de conciencia; se derrama la sangre del pueblo por el triunfo del Papa o del poder civil, se lucha por el cielo o el infierno.
Mientras tanto el bienestar material del pueblo, la prosperidad de la nación, son relegadas al último término; las artes y las industrias son descuidadas, menospreciado su ejercicio; las fuerzas económicas y sociales se ven embarazadas por un fiscalismo estrecho, el desenvolvimiento de las fuerzas productivas impedido por un sistema comercial absurdo, las fuentes de la riqueza nacional agotadas por falta de estímulo poderoso y enérgico.
Nuestro sistema económico basado en la exacción de contribuciones, doquiera haya una fuerza productiva en movimiento, arruina indefectiblemente a la nación.
Contribución de abasto, de matadero, de carnes muertas, de agua potable; contribución sobre el ejercicio de las artes, la industria, la profesión, el empleo. ¡Es demasiado!
¿Muere un padre de familia? Los hijos pagarán con motivo del fallecimiento, contribución sobre la herencia.
¿Empobrece un propietario?, ¿se ve obligado a vender su propiedad? Pagará entonces 4% de su valor a título de alcabala.
Eso es monstruoso, insoportable.
Entregados exclusivamente a la agricultura, vivimos en un estado vecino a la barbarie. El pobre se ve condenado irremisiblemente a la semiesclavitud del inquilinaje, a las rudas labores de la barreta y del arado. El trabajo inteligente, la destreza y la habilidad manual no tienen campo de ejercicio entre nosotros. Los desheredados de la fortuna nacen condenados a la miseria y a la ignorancia, al servilismo y al proletariado, su única herencia social, su sola propiedad individual y familiar.
Bajo semejante régimen se produce la pereza de espíritu, la pesadez del cuerpo, el apego a las antiguas ideas y antiguos usos y costumbres, a las añejas preocupaciones; la falta de educación, de libertad, de bienestar.
Este lamentable estado de atraso no ha permitido al pueblo contribuir a la civilización general, ni apreciar el mérito de las instituciones políticas, ni mucho menos tomar la parte activa que le corresponde en la conducción de los negocios públicos, en la defensa de su libertad y de su derecho.
Es así como entre nosotros reina la arbitrariedad, la servidumbre, la superstición y la ignorancia, la falta de civilización, de relaciones, la pobreza, la impotencia política en fin.
A medida que florece la industria manufacturera, el espíritu humano se halla menos encadenado, la tolerancia gana terreno y la verdad moral reemplaza el constreñimiento de las conciencias.
Las manufacturas y las fábricas son las madres y las hijas de la libertad civil, de las luces, de las artes y de las ciencias, del comercio, de la navegación y de las vías de transporte perfeccionadas, de las civilizaciones y del poder político.
Es esto lo que no han querido concedernos los partidos existentes; en su estrecho egoísmo han resuelto que es preferible comprar al extranjero mercaderías destinadas a perecer, antes que desenvolver permanentemente las fuerzas productivas del país, independizándole económicamente del extranjero y basando en sólido cimiento la futura prosperidad y engrandecimiento de la patria.
Ignoran los muy ciegos que cada fábrica duplica el valor de la tierra y por consiguiente el de la renta y que el encarecimiento momentáneo de los consumos se compensa en exceso con el mayor valor y mayor demanda de los productos de la agricultura.
Eso es lo que los demás partidos no han querido o no han podido comprender y practicar, eso es lo que se propone realizar el Partido Democrático.
Protección a la industria nacional amplia y general, sin privilegios ni monopolios odiosos.
Supresión de las contribuciones que pesan sobre el trabajo y los alimentos.
Enseñanza industrial.
Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, fundado en la dirección de los más aptos.
Queremos libertad basada en la prosperidad; porque no hay pueblo libre allí donde reina la miseria y el pauperismo; no hay estabilidad social allí donde una parte, la más numerosa del pueblo, carece de bienestar; no hay progreso ni civilización allí donde los hombres viven aislados, esperando la mayor parte del año de la naturaleza o del buen Dios el buen o mal resultado de sus siembras.
Y para realizar todo eso nos unimos y llamamos a todos los hombres de buena voluntad, amantes de su país y conscientes de su derecho y de sus intereses, sin distinción de clases ni condiciones cierto de que correrán presurosos a engrosar las filas de los que anhelan el engrandecimiento de la patria.
La lucha pacífica de las urnas, el sufragio digno y honrado será nuestra única arma de combate, él es nuestro derecho y nuestra fuerza. Por lo mismo no nos lo dejaremos arrebatar ni conculcar. El sufragio es la soberanía, y la soberanía del hombre es imprescriptible e inviolable. Todo hombre es libre y soberano de sí mismo.
No puede, pues, el hombre renunciar su derecho de soberanía sin abdicar de su libertad, sin renegar de su personalidad.
Hasta aquí la soberanía del pueblo no ha existido sino en el nombre: clero y gobierno, poder espiritual y temporal, teocracia y oligarquía se han dado la mano para oprimir los derechos más sagrados del hombre, su libertad moral y material.
Reivindiquemos, pues, para el pueblo el ejercicio de su soberanía, el imperio de la razón, el goce de la libertad y el bienestar material y moral.
Unámonos en un partido fuerte y numeroso para ejercitar nuestros derechos políticos y afianzaremos la soberanía popular.
Unámonos para instruirnos y habremos alcanzado el predominio de la razón.
Unámonos para ejercitar la libertad y seremos libres.
La libertad no es algo que deba mendigarse: sólo se la obtiene ejerciéndola.
Mil hombres enérgicos en Santiago y Valparaíso se han puesto ya de pie. Allá como aquí la juventud entusiasta y generosa se ha unido al pueblo y a todos los hombres de trabajo para echar las bases de la verdadera democracia.
Toca a nuestros conciudadanos de las demás provincias secundar el movimiento. Talca, Chillán y Concepción, las hijas predilectas de la libertad, en cuyo seno jamás se albergó el despotismo ni la tiranía, serán las primeras, no lo dudamos, en escuchar el grito de emancipación política, social y económica que lanzamos sus hermanos de la capital.
A la obra y a la organización, el porvenir pertenece a las democracias.
Antonio Poupin (presidente). Artemio Gutiérrez, Moisés González (vicepresidentes). Genaro Alarcón. Avelino Contardo. Fructuoso González. Juan Rafael Allende. Manuel Meneses. Juan de Dios Pérez. Germán Caballero. José Elías Díaz. José Ignacio Silva. Directores. José Manuel Saldaña. Tesorero. Moisés Anabalón. Malaquías Concha, secretarios.
Art. 1º. El Partido Democrático tiene por objeto la emancipación política, social y económica del pueblo.
Art. 2°. Para llenar estos fines se propone trabajar por obtener la debida representación en los diversos cuerpos políticos. Congreso, municipio, juntas electorales, etcétera.
Art. 3º. Instrucción obligatoria, gratuita y laica. Combinación de la enseñanza literaria con el aprendizaje de algún arte u oficio. El Estado debe mantener en cada capital de provincia, por lo menos, escuelas profesionales y museos industriales.
Art. 4º. Independencia de los municipios y autonomía de los poderes electorales, legislativo, judicial y administrativo.
Art. 5°. Incompatibilidad absoluta de funciones legislativas, municipales o electorales, con todo cargo público remunerado.
Art. 6°. Reducción del ejército permanente y supresión de la guardia nacional; en subsidio igualdad absoluta de cargos militares.
Art. 7°. Supremacía del Estado sobre todas las asociaciones que existen en su seno. Organización por el Estado de la asistencia pública en favor de los enfermos, ancianos o inválidos del trabajo.
Art. 8º. Reforma de nuestro régimen aduanero en el sentido de establecer la más amplia protección a la industria nacional, liberando la materia prima, recargando las manufacturas similares del extranjero y subvencionando las industrias importantes, los descubrimientos útiles y los más acabados perfeccionamientos industriales.
Art. 9º. Abolición de los impuestos sobre los artículos de alimentación y el ejercicio de las artes e industria reemplazándolos por un impuesto progresivo sobre los capitales que excedan de cinco mil pesos.
Santiago, marzo 19 de 1888.
Sr. don Ángel C. Oyarzún
Chillán.
Estimado amigo y correligionario:
Deliberadamente he retardado escribirle hasta poner en conocimiento del directorio del partido la acogida entusiasta, dispensada por los demócratas de esa independiente ciudad, a la idea de constituir en toda la república un gran partido democrático.
El directorio me ha encargado transmitir a los amigos y correligionarios de Chillán la viva complacencia con que se ha impuesto del excelente espíritu que los anima y de la reunión preparatoria celebrada con el objeto de llegar a un acuerdo sobre tan importante materia.
Fiado en tan buenas disposiciones, el directorio confía ver realizado en breve el pensamiento de que los demócratas de ésa se constituyan en asociación política, como la nuestra, único medio de salvaguardar nuestros derechos hollados por la oligarquía imperante.
A llenar tan honroso cometido tiende la presente carta.
En todas las sociedades humanas, aún en las mejor organizadas, se manifiesta constantemente la tendencia a desposeer a las masas en provecho de unos cuantos.
Ahora bien, el hombre no se reúne en sociedad para disminuir o perder su bienestar, sino al contrario para hacerle fructificar.
Los asociados no deben ni pueden dormirse en una seguridad engañosa, sobre la fe del optimismo ciego.
Mientras la fuerza predomine sobre la justicia, los débiles, los desheredados a quienes incumbe e interesa en mayor grado hacer prevalecer la justicia, deberán permanecer con el arma al brazo.
Esa arma redentora es el derecho de sufragio; es el deber de concurrir al gobierno de la patria por medio del ejercicio de la soberanía.
El sufragio es la más preciada libertad del hombre: sin él las sociedades humanas vienen a convertirse en rebaños a quienes dirigen y esquilman ya sea gobiernos que carecen de toda autoridad legítima sobre la tierra y que por lo mismo se llaman de origen divino, ya gobiernos de imposición o de hecho como el de los conquistadores y de los que violan la soberanía del pueblo.
En uno y otro caso el pueblo conquistado y aquel cuyo derecho a sufragio ha sido violado, son reducidos a la esclavitud.
Tan esclavo es un pueblo que obedece a un amo extranjero, como el que obedece a un presidente de facto, impuesto por la fuerza sobre la voluntad y el derecho de los electores.
De ahí nace que las democracias, si aspiran a conservar incólume su libertad, esto es: el ejercicio íntegro de sus facultades físicas, morales e intelectuales, deben vigilar con patriótico celo la inviolabilidad del sufragio, deben mirar en él el fuego sagrado de la libertad, la divinidad augusta a quien debemos rendir imperecedero culto.
Para llenar debidamente obligación tan sagrada no basta el ejercicio aislado de la soberanía.
Es menester asociarse, organizarse, disciplinarse.
En la lucha por la vida, así como en los combates entre la tiranía y la libertad, los más fuertes, los mejor dotados, a menudo los más ricos, se sobreponen y triunfan; los débiles y pusilánimes, los más ignorantes y los más pobres, son vencidos y condenados a perecer o a llevar vida miserable de siervos o de simples bestias de carga.
El único medio de contrarrestar el predominio abrumador de la fuerza, nos lo suministra la propia naturaleza de este otro principio denominado: «asociación para la lucha».
Por todas partes vemos a los seres más débiles asociados para resistir a los poderosos.
En las sociedades humanas, sin la asociación de las democracias bien pronto serían reducidos a la servidumbre.
Ejemplo: la esclavitud antigua. Homo homini lupus.
«Los hombres son lobos ciegos y feroces que la libertad progresiva hace sociales».
De ahí nace esta lucha constante, que divide la clase menesterosa de la clase rica; la multitud que obedece de la oligarquía que manda; los oprimidos de los opresores; la libertad de la tiranía.
Entre nosotros se hace más necesario, que en parte alguna, la organización de la democracia en vista de la defensa común.
Privados del ejercicio legal y correcto de nuestra soberanía, hemos venido a convertirnos, de pueblo soberano, en parias de la oligarquía que ha logrado entronizarse en el poder.
Todas nuestras leyes, todo nuestro sistema político, nuestra organización social y económica, están basadas sobre el privilegio de unos pocos, contra el derecho de la comunidad.
El gobierno representativo y popular es una pantalla tras la cual se oculta el cesarismo más absorbente y despótico, como en los buenos tiempos del imperio romano.
Y como si la anulación de nuestras libertades políticas no fuera en sí misma un grave mal, los propietarios de la tierra y del capital se encargan de reagravarlo explotando sin piedad el trabajo de nuestros campesinos, realizando enormes provechos sobre el esfuerzo del trabajador chileno.
El mediero, el arrendatario, el simple inquilino, después de un año de rudas tareas, se encuentran con que la cosecha alcanza a duras penas para cubrir el arriendo o los gastos de explotación.
El que toma dinero con interés con hipoteca de su pequeña heredad ve con horror el día funesto en que un ministro de fe le arroja sin ceremonias a la calle, a consecuencia de una rápida acumulación de intereses.
Es por este medio que la bancocracia, o sea, la aristocracia de los banqueros, ha logrado acaparar una gran parte de la riqueza territorial y de la propiedad urbana del país.
Cuando la aristocracia tiene el poder de dictar la ley y la fuerza para hacerla ejecutar, la dicta precisamente en su favor.
Es así como se promulgó la ley sobre Bancos de emisión que confiere a esas instituciones el privilegio de hacer moneda, esto es, el derecho de emitir billetes por valor del 150% de su capital.
Y cuando los bancos, ávidos de usura, prestaron no sólo el capital representativo, sino también el capital representado, esto es toda su emisión en billetes y además el capital metálico; cuando por esta grave falta de precisión se encontraron en falencia, vino todavía el Congreso en su ayuda y dictó la ley expoliatoria que se ha llamado de inconvertibilidad, y que hizo pasar a manos de la bancocracia la mitad de la fortuna mobiliaria del país.
Es verdad que el Congreso se compone en su casi totalidad de accionistas de bancos y que un banquero dirigía en aquellos momentos la hacienda pública de Chile.
No se comprende la eterna ceguera de nuestros propietarios.
Ayudados del crédito que les garantiza la ley, los bancos prestan papeles que no tienen ningún valor propio y que por esto se llaman de curso forzoso, con la garantía hipotecaria de la tierra.
Mas, como queda a merced de los mismos bancos el alza o baja de los descuentos, alterando a su arbitrio el valor del papel circulante; como pueden aumentar o restringir la circulación y limitar repentinamente sus créditos, resulta que provocan, cuando les parece, crisis monetarias que hacen bajar la propiedad y entonces hacen su agosto, apoderándose por mínimo precio de tierras y casas que tienen valor efectivo, en cambio de papeles descreditados que jamás pagarán porque tienen a su servicio la facultad de dictar para ellos leyes de privilegio y de excepción.
Es así como la fortuna de cierta familia que inventarió cinco millones de pesos, hace diez años, posee hoy mucho más de dieciséis millones de pesos en magníficas propiedades urbanas y rurales de esta provincia, y en buenos lingotes de oro existentes en las cuevas del Banco de Inglaterra.
Porque esa familia tiene banco y aprovechó diestramente de la crisis de 1879 que contribuyó a provocar.
Tal es la razón de la plaga de bancos que nos está invadiendo, en especial la de los hipotecarios.
¡Alerta propietarios! Un poder superior viene minando las bases de vuestras fortunas; si no os ponéis en guardia, quedaréis en la calle.
El papel bancario inconvertible es a la propiedad, lo que el cólera al hombre: mata en muy breve tiempo.187
El trabajo nacional, encerrado en los estrechos límites que les señala el interés del hacendado y del capitalista, permanece reducido al esfuerzo muscular, a la fuerza bruta.
En Chile o son jornaleros o cargadores, mineros o pastores.
Y como una gran parte de los que reciben alguna instrucción rehúsan trabajar en el arado o en la barreta, se ha formado entre nosotros la lepra social de los proletarios de raída levita y abollado sombrero de pelo.
Es de entre esta clase social que pulula alrededor de los tugurios de donde nacen la mayor parte de los empleados de mínima cuantía y aún de máxima que forman la vanguardia de la intervención electoral, como si diéramos la guardia pretoriana de los tiranos de Roma.
Es también esta clase especial de proletarios la que suministra la mayor cantidad de pensionistas a las cárceles y penitenciarías.
El arte, la industria con sus mil variadas formas de trabajo, podría librarnos de esta calamidad social, fuente y origen de la empleomanía, de la corrupción y del servilismo más degradante, pero el arte y la industria no se aclimatan allí donde el propietario necesita inquilinos en lugar de industriales; donde la oligarquía hace siervos de los ciudadanos y donde el capital más saca sus ganancias de la usura que de la transformación de nuestros productos.
Un régimen inteligente de protección a las industrias nacionales podría ciertamente salvar a este país, devolviéndole junto con el desarrollo de sus fuerzas productivas, la pasada riqueza y el perdido bienestar.
Ese bienestar que nace de la equitativa y proporcional distribución de la riqueza y de las fuentes de adquisición.
La riqueza de un país no consiste en poseer muchas minas ni grandes ingenios. Perú y Bolivia con sus inagotables yacimientos de oro y plata y sus feraces valles, nos presentan un ejemplo.
La felicidad social se produce por una extensa repartición de las fuentes de riqueza; por una distribución proporcional de las distintas aplicaciones del trabajo dentro de un mismo país.
Es un verdadero peligro para la tranquilidad del país y para su futuro desarrollo esa grande acumulación de fortunas en unas pocas manos, mientras la inmensa mayoría de los ciudadanos vive cercana a la miseria y entregada a los más penosos y rudos trabajos.
La industria, diversificando las aptitudes, creando fuentes desconocidas de riqueza, dando ocupación útil a todas las clases de la sociedad, pone en manos del niño, del hombre robusto, de la mujer, del anciano y hasta del inválido los medios de ganar cómoda subsistencia y de contribuir a la riqueza general del país.
El pueblo paga entre nosotros los más pesados tributos de sangre y de dinero.
Él es quien empuña las armas en los momentos de peligro para la patria; él es quien, después de una semana de trabajo, va todavía al cuartel cívico a ejercitarse en la milicia.
Para el pobre pueblo no hay un momento de descanso.
El trabajador paga tributo al capital que le explota y sobre lo que le resta para subsistencia, debe contribuir todavía a los gastos generales y locales con las gabelas más onerosas.
Aparte de los impuestos de aduana, que gravan principalmente los artículos de primera necesidad y de más general consumo, existen una infinidad de contribuciones todas las cuales pesan directa e indirectamente sobre la clase desvalida.
EL trabajo en todas sus formas es objeto de tributos.
El arte, la industria, la profesión, el empleo son los que soportan el más injusto y abrumador de los impuestos.
En efecto, las otras contribuciones, como la alcabala, la de herencias, la mobiliaria están basadas sobre el capital, mientras que la de patentes grava la aptitud del individuo, la simple probabilidad de ganancia, lo que es monstruosamente absurdo.
El sastre y el zapatero junto con tomar las tijeras y el batesuelas tienen que pagar al fisco, adelantadita la patente.
¿No gana el sastre?, ¿muere de hambre el zapatero?
¡Qué importa! ¡La patente!
¿Carece de pleitos el abogado?, ¿de clientes el médico?, ¿de trabajo el ingeniero? ¡La patente!
¿Queréis beber agua? ¡Pagad primero la contribución de agua potable!
¿Deseáis comer un pedazo de carne?
No lo haréis sin haber pagado los impuestos de matadero, de carnes muertas, de recova, de puestos en la ciudad.
¿No alcanza el salario para carnes y vais a comprar legumbres?
Sobre el precio de la legumbre hay que satisfacer algo para arrendamiento del puesto en el mercado.
¿Os dais la satisfacción de tomar dulces? Haced seña al vendedor ambulante y éste os informará que ha pagado diez centavos por el derecho de callejear su mercadería.
Eso es demasiado; es menester reaccionar contra esta verdadera explotación del pueblo por la clase dirigente.
El propietario vende sus frutos por la trasera de su casa y no paga contribución alguna.
La justicia social reclama la abolición de estas gabelas tan odiosas como desiguales y su reemplazo por un impuesto único sobre el capital, excepción hecha de los pequeños capitales que no llegan a cinco mil pesos.
El mínimum que necesita un ciudadano para vivir holgadamente y trabajar con descanso, son cinco mil pesos.
Lo justo es entonces no gravar aquello que necesitamos indispensablemente para vivir.
A remediar estos gravísimos inconvenientes de nuestra organización política y social, obedece la constitución del Partido Democrático.
Por eso hemos inscrito por divisa en nuestro programa la emancipación política, social y económica de la democracia.
Queremos la abolición de la guardia nacional como una de las instituciones más odiosas y más irritantes por su desigual organización.
La reducción del ejército permanentemente arrebata a la industria los brazos más robustos, recarga nuestros gastos y sirve a la opinión de las libertades públicas.
Para reemplazar unos y otros proponemos la educación militar en las escuelas y colegios del Estado.
Ese aprendizaje no se olvida jamás, es higiénico, moralizador, y tiene para el niño un atractivo encantador: ¡jugar a los soldados!
Queremos amplia protección a la industria nacional, como único medio de alcanzar el bienestar y la comodidad de las clases trabajadoras, de levantar el espíritu público y alejarlas de la miseria y de la servidumbre.
Los pueblos hambrientos son presa fácil de la tiranía; la libertad y el hambre no pueden vivir bajo un mismo techo.
El hambre es mala consejera.
La industria es compañera inseparable de las ciencias y de las artes.
No hay operación industrial que no se sirva del dibujo, de la física, de la química, de las matemáticas.
Doquiera nacen las industrias, allí se arraiga la libertad.
Queremos la abolición de los impuestos sobre los consumos de primera necesidad, porque atacan el desarrollo de nuestra constitución física, disminuyen nuestra actividad para el trabajo, son injustos y odiosos porque pesan exclusivamente sobre el pueblo que constituye la mayoría de la nación.
Y como complemento de todo esto abogamos por la instrucción obligatoria, gratuita y laica, no solamente literaria, sino que comprenda algún acto u oficio útil.
La importancia de la instrucción, bajo el punto de vista del interés social, está por sobre toda ponderación. No hay emancipación durable sino por la instrucción.
Las fuerzas de la naturaleza están al servicio de la ciencia: aquel que sabe utilizarlas mejor será siempre el más fuerte.
La ignorancia engendra por todas partes la servidumbre; el ignorante no solamente está dispuesto a engañarse a sí mismo, sino también a dejarse engañar por sus amigos.
De ahí nace la obligación que tenemos de instruirnos; no tenemos derecho para detener o dificultar, con nuestra ignorancia la marcha de la sociedad hacia su acrecentamiento continuo de bienestar y de moralidad, hacia el progreso y la justicia que la humanidad persigue con ánimo infatigable.
Instrucción laica. El Estado no puede imponer a los ciudadanos la obligación de adorar a Mahoma o a Budha.
Todo gobierno que llama la religión en su ayuda, es un gobierno de privilegio que la sostiene para perpetuar su reinado.
Aquellos que defienden la religión del Estado, como un medio de moralizar a las masas, son los peores enemigos de la libertad.
Tal principio es un arte pérfido, es el arte de hacer entrar la religión en la política y la política en la religión, en exclusivo provecho de los que lo practican; de extraviar los espíritus simples por un hábil confusión entre los intereses de la religión y los intereses de la Iglesia.
Esta confusión ingeniosa, hija de todas las religiones, madre de todos los privilegios, es lo que se denomina con el apodo de clericalismo.
Entiéndase que al hablar de clericalismo, no nos referimos a ninguna religión.
Bajo todas ellas se ha visto nacer esta planta venenosa que enerva los espíritus y envilece las conciencias.
Sólo la instrucción laica, esparcida profundamente en el pueblo, preservará a las sociedades de la servidumbre moral y material a la que le someten los gobiernos, en complicidad con el clericalismo.
La base de la enseñanza del Estado debe ser la moral laica que se define: «la regla de las buenas costumbres».
El objetivo de la moral es el interés social que se alcanza mediante la práctica del respeto a la persona humana y a sus derechos.
La moral laica es progresiva como la sociedad cuyos intereses representa, mientras que las religiones, teniendo todas ellas la pretensión de ser perfectas, no pueden progresar, son invariables.
La moral laica reivindica el trabajo y la fecundidad del matrimonio.
Las religiones (excepto la mormona) glorifican la pereza, la mendicidad y la esterilidad del celibato tan contrario a las buenas costumbres como a la ley natural del desenvolvimiento humano.
El medio de conquistar para nuestra cara patria los progresos que ansía la opinión, consiste en asociarnos, en constituir un partido político, fuerte y poderoso, capaz de llenar a la representación nacional mandatarios genuinos de la voluntad popular, sostenedores ardientes y convencidos de las reformas sociales y económicas que reclaman el progreso y el bienestar de la nación.
A la consecución de este propósito tiende la invitación que hace, por medio de la presente, el directorio del Partido Democrático, a los demócratas de Chillán y demás pueblos del sur, a fin de que se organicen y secunden el movimiento político iniciado en Santiago.
Sólo mediante la unión fraternal y solidaria de todos los demócratas, habremos alcanzado días de libertad y de bienestar para nuestros hijos, de gloria y preponderancia para la patria.
Valparaíso acaba de dar un noble ejemplo, alzando ya en sus robustos brazos la bandera de la democracia.
Chillán, que ha visto conculcado su derecho de sufragio, debe comprender que sólo una fuerte organización política puede conquistarle el respeto y la integridad de sus derechos por parte de las autoridades que la oprimen.
Pocos o muchos (no importa el número) sentemos el principio y levantemos bandera, ciertos de que a su sombra bienhechora vendrán a cobijarse todos los hombres honrados que aún sienten en su pecho el amor sagrado de la patria, de la familia y de la propia libertad.
Réstame agradecer a los entusiastas obreros de Chillán las manifestaciones de amistad y de aprecio con que empeñaron mi reconocimiento a mi paso por ésta.
A ellos y a Ud., querido amigo, mi eterna gratitud junto con mi mayor aprecio.
Soy su afectísimo amigo y correligionario.
Malaquías Concha.
Al borronear estas líneas, no se me oculta que voy a afrontar una cuestión bastante difícil: hacer un estudio más o menos profundo, más o menos extenso acerca del salario, es tanto como abordar por completo todo el problema político-económico-social de la época presente. En efecto: ¿qué es lo que verdaderamente caracteriza y distingue a la clase obrera? El salario. ¿Cuál es la condición económica del obrero? La de asalariados.
El problema social en los presentes momentos, y por lo que al salario se refiere, no debe plantearse bajo el aspecto de las necesidades del obrero, que no son distintas de las de los demás hombres, sino bajo el punto de vista de los medios propios con que el obrero cuenta para satisfacerlas; y llegados a este punto, no debe tratarse de saber si el salario es crecido o escaso, sino si representa efectivamente el valor del producto del trabajo del obrero.
En efecto: ¿no se declara por todos los defensores del presente sistema económico que la principal base de la sociedad es el derecho de propiedad, y que éste fundamentalmente sólo por el trabajo se legítima? Pues o tal declaración carece de significación en absoluto o quiere decir que no hay nada que mayor y más profundo respeto merezca que el fruto del trabajo individual; y como para el obrero, dentro del actual orden social, se halla aquel representado por el salario, veamos si, en efecto, éste representa el producto de su esfuerzo. Y que así juzgan los obreros que debe plantearse el problema, lo demuestra el que realmente no es protección, favor o limosna lo que piden, sino que, de un modo más o menos consciente, lo que reclaman o desean es justicia.
Hay, entre los varios argumentos que presentan en defensa de la explotación que el obrero sufre, uno en virtud del cual se pretende fundar las utilidades del capitalista en el anticipo que hace al obrero de los resultados de la producción en la forma de salario. El capitalista no anticipa al obrero nada, antes, por el contrario, es el obrero el que anticipa su trabajo al capitalista.
El salario, ya se cobre semanal, quincenal o mensualmente, no es el pago anticipado del valor de un producto en elaboración, es la arbitraria y mermada remuneración de un servicio temporal ya cumplido, y bajo este verdadero punto de vista, cuando el obrero recibe el salario, no sólo no recibe en él el producto de su trabajo, sino que ha anticipado su esfuerzo durante una semana, una quincena o un mes, si el pago se hace por mensualidades. Así, por consiguiente, el argumento deducido de un falso anticipo, no sólo es infundado, sino que, antes bien, su aplicación debiera hacerse en sentido contrario. Para el obrero, en la práctica, no hay más derecho que el que al capitalista conviene ni más ley que la de sujeción al trabajo.