Fundándose El Ferrocarril en que los salarios no suben porque los capitalistas se resisten a pagar más de lo que pagan, cree que nada habría tan eficaz para provocar el alza como la asociación de éstos en el buen deseo de mejorar la triste suerte de la clase trabajadora.
La consecuencia sería justa si la premisa fuese verdadera. Por desgracia está muy lejos de serlo. Ni la voluntad de los capitalistas ni la voluntad de los trabajadores tienen poder alguno para modificar la tasa de los salarios. El hacendado que determinase pagar cincuenta centavos a sus peones, pudiendo tenerlos tales y tan buenos por treinta, haría tal vez una obra de misericordia, pero haría indudablemente un mal negocio. Todos los vecinos que hubiesen sembrado y cosechado a menos costo, podrían vender más barato. Esto equivale a decir que para el hacendado una prima en los salarios equivaldría fatalmente a una desventaja para sostener la concurrencia en el mercado.
La mejor prueba de que no es la resistencia de los hacendados lo que impide el alza de los salarios, está en el hecho de que actualmente sean lo que son. Si pagar más o menos al peón fuese sólo negocio de capricho, de generosidad o tacañería en los propietarios, es seguro que nunca los jornales subirían de cero. Si el que paga treinta pudiese tener trabajadores por veinte, veinte y no treinta pagaría. De manera, pues, que lejos de depender los salarios de la voluntad de los hacendados, se imponen a éstos por la fuerza de las cosas, y lo que es más todavía, por la fuerza de su propio interés. El que paga treinta, si pudiese pagana menos; al paso que el que gana treinta, si pudiese también exigiría muchísimo más. Entre estas encontradas pretensiones, se levanta por fortuna una ley ante la cual no hay privilegiados, la ley de la necesidad que obliga al capitalista a pagar aún más de lo que quisiera, a trueque de tener trabajadores, la ley de la necesidad que obliga al peón a trabajar por menos de lo que pretendiera, a trueque de tener pan.
Pero se aduce el ejemplo de las huelgas y se dice: Ellas prueban que a veces la voluntad humana se insurrecciona y protesta contra las soluciones de la ley económica.
¿Cómo no se ve, sin embargo, que el resultado constante de esas insensatas insurrecciones contra la ley económica, que no es otra cosa que el orden de la naturaleza, es la mejor prueba de la imposibilidad que hay de alterarlas y de la ineficacia de todas las tentativas que se hagan con ese objeto? Es un hecho perfectamente comprobado que ninguna huelga ha traído una mejora de condición para los obreros comprometidos en ella. Al contrario, en vez de ganar han perdido, cayendo en la miseria o viéndose reducidos a un trabajo mayor o a un salario menor del que anteriormente ganaban.
Por otra parte, si el ejemplo aducido es contraproducente, él nada tiene que ver con la cuestión que examinamos. En Chile, por más que se diga, por más que se quiera abusar de las palabras, no existe la huelga que se denuncia del capital contra el trabajo. Es una suposición completamente antojadiza. Quien dice huelga dice concierto de voluntades para doblegar por medio de la violencia la resistencia económica que no puede doblegarse por medio del interés. ¿Dónde están en Chile los capitalistas, los hacendados, los industriales, los jefes de taller, que se hayan puesto al habla para decirse mutuamente al oído: Hasta tal punto llegaremos, y aún con perjuicio nuestro, nos quedaremos en él para impedir que suban los salarios?
La verdad es que tal huelga no existe, y que en el día de hoy, capitalistas y trabajadores son perfectamente libres para pagar su dinero y prestar sus servicios a quien ofrezca mejores condiciones. Mientras esa libertad subsista, continuaremos nosotros creyendo que lo mejor que puede hacer el Estado es no tocarla, y que la voluntad de los particulares, aún asociados y aún asociados con los más nobles propósitos, sería impotente para alterar en favor o en contra de los trabajadores la tasa actual de los salarios.
Si esta intervención hubiera de emplearse, que se emplee en hora buena en modificar los elementos que combinados dan por consecuencia el precio actual de los jornales. Auméntese y perfecciónese el arte industrial, hágase más productivo el trabajo, es decir, auméntese el elemento positivo y vendrá el alza aún sin que se den cuenta de ello los trabajadores; dando facilidades a la emigración, disminúyanse los brazos, es decir, el elemento negativo, y los salarios subirán también aún a despecho de todos los capitalistas juntos.
Llamar a otras puertas, es llamar a puertas que no han de abrirse nunca; golpear en otra parte, es golpear en la herradura, es un procedimiento tan eficaz como ocurrir al peluquero pidiéndole la salud de un enfermo que se muriese de cólico.
El alza de los salarios III170
El Independiente se niega ha admitir que la resistencia o la distracción de los patrones modifica las sanciones de la ley de la oferta y el pedido en el movimiento de los salarios. Cree que ni trabajadores ni patrones pueden nada contra esa ley.
Si es así, ¿cómo se explica que habiendo mucho pedido de brazos y poca oferta de brazos, los salarios, sin embargo, permanezcan inmutables?
La ley de la oferta y el pedido no da la explicación, desde que establece que baja de precio es siempre mayor oferta y alza de precio es siempre mayor pedido.
Si esa ley no puede ser eludida, ni siquiera momentáneamente ni por patrones ni por trabajadores, será preciso concluir entonces dentro de la doctrina del Independiente, que la escasez de brazos no existe, es un capricho o una imaginación de algunas gentes.
¿Conviene en ello el Independiente?
¿Sí?
Pues debe despertar a los patrones de su mal sueño.
¿No? ¿Cree que la escasez es un hecho?
Pues entonces debe reconocer que las sanciones de la ley económica, si al fin se cumplen, no se cumplen con la oportunidad que lo necesitarían trabajo, industria, prosperidad.
Y ésa es la verdad. Y no la verdad de la teoría, si no la verdad de la experiencia reconocida por cuantos han estudiado atentamente la cuestión de los salarios.
En general se conviene que la costumbre tiene en ellos una influencia considerable, y que la costumbre sólo se modifica con gran lentitud. Para vencerla es indispensable, ora que los brazos se retiren de ciertas industrias, ora que la huelgas vengan a advertir y a forzar hasta cierto punto la mano de los patrones.
Es en los campos donde hoy sentimos de una manera más inmediata y más deplorable la escasez de brazos. Sucede por el momento en los campos de Chile algo igual a lo que ha sucedido en los campos de Francia. Ahí también ha habido escasez de brazos producida por la emigración a las grandes ciudades, por la gran emigración al extranjero, sin que eso modificase los salarios. Ha habido escasez de brazos, ensanche de cultivos, aumento de producción, mayores beneficios para el agricultor, y nada de eso se ha reflejado en los salarios. Exactamente como entre nosotros.
Algunos, para explicarse este hecho o fenómeno que no es la ley de la oferta y el pedido la que fija los salarios, sino que los fijan las necesidades de la subsistencia.
Error evidente, pues hay muchos salarios, el salario de las mujeres sin ir más lejos, que casi siempre son inferiores a esas necesidades.
Aquello acontece, como lo dice M. Batbie, resumiendo las observaciones más exactas y las opiniones más autorizadas, porque «la oferta y el pedido no son los únicos elementos que influyen en el precio del salario. Los salarios no varían sino cuando las causas que los modifican ejercen una fuerte acción». De manera que «si las condiciones de la oferta y el pedido no experimentaran un cambio considerable, el precio del salario se conserva por el poder del hábito».
Y eso es perfectamente exacto.
Como lo dice todavía M. Batbie, «las variaciones del salario no son semejantes a las de un termómetro que marca las menores diferencias, y donde se pueden leer los más pequeños cambios de temperatura. Mientras no se produce una gran perturbación en las condiciones de la oferta y el pedido, no se le ocurre a nadie cambiar el precio del salario».
Cualquiera que haya andado un poco en la industria convendrá en la precisión de esas reflexiones.
Así pues, la resistencia que no se opone a la ley económica es en cierto modo involuntaria.
Pero nuestro contradictor niega esa resistencia diciendo que, «si pagar más o menos al peón fuese sólo negocio de capricho, de generosidad o de tacañería de los propietarios, es seguro que los jornales nunca subirían de cero».
Eso es situar la cuestión en el terreno que se quiere y no en el terreno en que se debe.
¿Cuándo hemos dicho que dependiese de la voluntad exclusiva de los patrones fijar el salario?
¡Jamás!, y la mejor prueba es que siempre hemos reconocido la influencia de la ley de la oferta y el pedido. Todo lo que sostenemos, es que las sanciones de esa ley sufren lentitudes y embarazos. Si no la sufrieran, las huelgas no existirían o serían muy raras, y la emigración no tomaría proporciones considerables en países como el nuestro, donde hay trabajo para todos los brazos. La emigración prueba que el salario no corresponde a las necesidades de la subsistencia y que la ley económica es lenta en sus sanciones.
Y no por eso pretendemos, como nuestro contradictor se entretiene en suponerlo todavía, que el capital se haya puesto en huelga contra el trabajo. Sostenemos, sencillamente, que el capital olvida con frecuencia que el trabajo es su colaborador y no su súbdito.
Éste es un hecho, no una presunción ni una sospecha; y es un hecho que puede comprobar cualquiera que se moleste en observar cuáles son las relaciones de patrón a trabajador, y cuáles son las ideas que dominan a los patrones respecto de los trabajadores.
Es preciso mirar un poco los hechos, entrar en la vida real. Es lo que no hace nuestro contradictor y es lo que hacemos nosotros.
A hacer como nosotros, estableciendo la inflexibilidad de la ley económica, no deduciría de ella que si los salarios han aumentado, es por que no están en condiciones de aumentar. Habría convenido con nosotros que la ley económica puede hallar tropiezos que nunca será malo procurar allanarle.
Creemos indudable que los salarios subirán un poco más tarde o un poco más temprano. Todo lo que querríamos, es que se ayudase al alza, no por medio de la huelga ni de la emigración de los trabajadores, sino por medio de la coalición171 previsora de los patrones.
¿Eso no surtirá efecto?
Si así sucede, será sensible. Pero nada se pierde con intentar el arbitrio.
En el curso de la polémica que con respecto a la cuestión salarios tenemos trabada con El Ferrocarril hemos llegado a convencernos de que si estamos divididos no lo estamos más que en puntos secundarios. Él cree con nosotros que el jornal se determina por la oferta y la demanda de trabajo, de tal manera que todo aumento de oferta o disminución de demanda importa una baja, y que al revés, importa una alza cualquier aumento en la demanda o disminución en la oferta.
Estamos, pues, de acuerdo en la base y de acuerdo en el punto de partida. En otra cosa estamos todavía de acuerdo, y es en reconocer que las leyes económicas no producen sus efectos instantáneamente de la manera que el rayo produce los suyos. El nivel económico es algo semejante al nivel del mar: puede no existir en un instante y en un lugar dado, lo que no quita nada a la realidad de su existencia. No siempre existe, pero siempre tiende a existir, de tal modo que aun sus desnivelamientos y vacilaciones momentáneos no tiende a otro fin que al restablecimiento del equilibrio.
Llegados a este punto empezamos, sin embargo, a dividirnos, porque mientras nosotros afirmamos que la voluntad de los capitalistas es impotente para apresurar la hora del restablecimiento del equilibrio en un día y en un lugar dados, el colega cree que esa voluntad, puesta en acción, traducida en hechos, tendría cierta eficacia. Es decir, continuando en la comparación aducida que el colega cree que el agua levantada en la hora de la alta marea volvería un poco más aprisa a su nivel natural si al movimiento de reflujo se le auxiliase con algunas bombas.
¡Guárdenos Dios, con todo, de afirmar que el hombre carece de medios para acelerar o retardar el movimiento de las leyes económicas! Hemos dicho al contrario que podría hacerse algo para conseguir una alza en los salarios; pero que este algo no debería hacerse en los salarios mismos, sino en una de las causas que los determinan, en el arte industrial. Si se quiere que los salarios suban más rápidamente de lo que están subiendo, hágase algo por el perfeccionamiento de los métodos, por la economía de los procedimientos, y los salarios subirán. De otra manera y si se quisiese seguir el camino que nuestro colega propone, saldríamos inmediatamente del terrero de la industria para entrar al terreno de la beneficencia. Dígase lo que se quiera, si Pedro paga sesenta por un trabajo dado, pudiendo obtenerlo por cincuenta, paga sólo cincuenta y los otros diez los da de limosna.
Por no reconocer una verdad tan evidente, nuestro colega incurre en distracciones que nos sorprende. Él sostiene que de algunos años a esta parte se nota en Chile un aumento continuo y progresivo en el pedido de brazos, mientras que los salarios permanecen inmutables. Nada menos exacto; con el continuo y progresivo aumento del pedido de brazos, ha coincidido un aumento continuo y progresivo en los salarios. Si alguien lo duda, pregúntelo a cualquiera que haya tenido que servirse de trabajadores durante algunos años. Estamos por creer que en diez años casi se han duplicado. Hace diez años, había peones en abundancia que trabajasen por cuarenta centavos diarios en las ciudades; hoy comienza ya a pagárseles setenta y cinco, y es probable que antes de muchos años, continuando la demanda de trabajo y el aumento de capitales, el peón ganará en Santiago o en Valparaíso un peso diario, es decir, un jornal muy semejante al de Estados Unidos.
No hay, pues, para qué inquietarse por la pereza aparente con que hacen su camino las leyes económicas: ellas llegarán al término deseado en el momento preciso, sin estímulo ni ayuda de nadie.
Se nos objeta, sin embargo, las huelgas y la emigración al Perú como dos hechos que protestan contra las leyes económicas. Pero las huelgas son actos de pasión, no son actos de razón. Las huelgas cien veces forjadas contra las leyes económicas y cien veces desbaratadas por éstas, lejos de probar su inconsistencia, prueban que no pueden ser eludidas. Es preciso someterse a ellas o ser aplastado por ellas: es necesario comer del pan que ellas dan o tender la mano para recibir el pan de la caridad.
¿No se quiere ni esto ni aquello? Pues entonces, no hay más que resignarse a morir.
Y en cuanto a la emigración constante de nuestros trabajadores, si algo prueba, es la acción constante también de la ley económica que tiende a nivelar los salarios, no sólo en un país dado, sino en el mundo entero. Que en el Perú los salarios sean más subidos que en Chile no es una prueba de que en Chile sean más bajos de lo que debieran ser. Esto sin tocar para nada otras causas que no son económicas y que en nuestro concepto obran muy poderosamente para determinar esa emigración.
Lo que es verdadero en las ciudades no puede menos de ser verdadero en los campos, donde a pesar de todos los inconvenientes, los salarios, como ya tuvimos el honor de indicarlo, y como lo olvida El Ferrocarril, se han cuadruplicado en cincuenta años, subiendo de nueve centavos a cuarenta. ¿No corresponde este salario a la demanda de trabajo, por una parte y por otra a su oferta? Pues entonces decimos que la escasez de brazos tan cacareada no es más que una pamplina. ¿Dónde está el hacendado que haya debido perder su cosechas o limitar sus siembras por no encontrar peones que le trabajasen a razón de cuarenta centavos? Y si ese hacendado existe, ¿cómo podrá explicarnos el motivo que lo determinó a perder sus cosechas antes que ofrecer diez centavos más sobre el salario corriente a los trabajadores para atraerlos a su heredad? Se ve que éstas son hipótesis absurdas, hipótesis a las cuales es preciso recurrir, sin embargo, para explicarse el hecho absurdo, también, de que a la escasez de brazos y al aumento de trabajo no corresponde un alza en los salarios.
Para concluir, nos permitimos observar al colega que la autoridad que trae en su apoyo le juega una mala pasada deponiendo en su contra. Es indudable, las variaciones de los salarios no corresponden en todos sus ápices y en cada instante a las variaciones que se realizan en la oferta y en el pedido de trabajo; como rigurosamente hablando no es exacto tampoco, según parece creerlo la autoridad citada por El Ferrocarril, que el termómetro marca en todos sus ápices y a cada instante dados los cambios de la temperatura. Pero estas oscilaciones, estas momentáneas divergencias no autorizan a negar ni que los salarios son lo que la oferta y la demanda quieren que sean, ni que la columna termométrica sube y baja con la temperatura, como las oscilaciones de una nave no autorizan a negar que ella sigue la marcha que el timón le imprime. Esas oscilaciones nada hacen tampoco a la cuestión que debatimos, porque, ni puede sostenerse que los cambios verificados de algún tiempo a esta parte en la oferta y en el pedido de trabajo son insignificantes, ni la autoridad que cita El Ferrocarril hace otra cosa que reconocer las pequeñas y momentáneas fluctuaciones con que las leyes económicas surten sus efectos. La autoridad que se nos cita no sostiene entretanto, ni creemos probable que ninguna verdadera autoridad en materias económicas haya sostenido jamás, que para aumentar los salarios sea buen expediente que algunos propietarios den generosamente a sus trabajadores una prima sobre el valor corriente de su trabajo. Si El Ferrocarril conoce algún economista que sobre este particular sea de su dictamen, nos alegraríamos de conocerlo y le pedimos que nos lo presente.
Mientras esa autoridad no venga o no vengan nuevas y mejores razones de las que hemos escuchado hasta hoy, continuaremos creyendo que la medida propuesta por El Ferrocarril sería tan ineficaz para producir el aumento en los salarios como para aumentar la estatura de un niño sería ineficaz el expediente de hacerlo andar sobre zancos.
El alza de los salarios IV172
¿Qué nos divide con el Independiente?
Puntos secundarios dentro de la doctrina económica, como él dice y como es la verdad; pero puntos que tienen hoy cierta importancia práctica.
El Independiente conviene que las circunstancias pueden embarazar las sanciones de la ley de la oferta y el pedido, pues si la voluntad del hombre no la elude en último resultado, alcanza sí a retardar más o menos sus efectos. Precisamente es lo que hemos sostenido en todo el curso de la controversia.
¡Ahora bien! Si el Independiente conviene en ello, sólo queda por resolver cuál será la mejor manera de llegar al alza en los salarios.
El Independiente propone que se mejore el arte industrial.
¡Muy bien! Mas quiere la cosa que la situación actual reclama medidas inmediatas, y que si el temperamento del Independiente estaría en su lugar tratándose de prevenir un peligro por llegar, es ineficaz cuando el peligro ya está en casa. Es una medida de higiene económica que no debe echarse en el olvido, pero no el remedio que puede matar la epidemia. Ya no se trata de prevenir, se trata de curar.
He ahí lo que olvida el Independiente.
En consecuencia, es indispensable buscar un remedio para el mal presente: escasez de brazos, emigración despobladora.
El Independiente juzga el nuestro ineficaz. ¿Cuál es el suyo que sea más eficaz que el nuestro?
Parece que se resigna a aguardar que su higiene económica vaya modificado el mal. Pero, ¿cómo no recuerda que, mientras la higiene produce sus bienes, es humano y es cuerdo procurar que la epidemia haga el menor estrago posible?
El arte industrial no se mejora de un día para otro.
Por eso, menos resignados que él, hemos buscado cómo atacar la epidemia desde luego.
¿Qué la produce?, hemos preguntado.
La respuesta unánime ha sido que ella era originada por los mayores salarios que el extranjero ofrecía a nuestros trabajadores.
Pues si es eso -nos hemos dicho entonces-, veamos medio de aumentar los nuestros; es decir, vamos a remover la causa.
El Independiente nos replica que nada conseguiremos.
Así será; pero indudablemente nuestro arbitrio vale más que la ordenanza del intendente Echaurrren, el decreto gubernativo o el proyecto de ley del Senado, que iban a hacer delito de la emigración, un delincuente del emigrante, hasta convertir a toda una clase social en un hato de menores, de dementes, casi de siervos.
¿Qué se pierde de ensayarlo?
¿No surte efecto?
Tal día hizo entonces un año.
¿Producirá una alza artificial en los salarios?
Ello poco importa si el mal se remedia. Y después, esa misma alza artificial será una escuela para que los patrones, viendo cercenados sus beneficios, procuren mejorar sus cultivos para restablecerlos.
Lo que hoy pasa manifiesta que en los países americanos, escasos de población, no es posible mantener al trabajo sometido al capital, como sucede en Europa. Ahí sobran los brazos que faltan entre nosotros. Ahí la ventaja es de los patrones y entre nosotros es de los trabajadores, pues mientras el capital crece, sus servidores disminuyen en una proporción muy superior a la que ha seguido el aumento de los salarios, mal que pese a la cuadruplicación que ayer asegura el Independiente.
Al principio de la controversia sostuvo solamente que los salarios se habían triplicado en su precio. Pero no hacemos caudal de ello.
Si a pesar de que el salario se ha cuadruplicado, continúa la emigración y se agrava la falta de brazos, ¿qué concluir de tal hecho?
No hay otra conclusión que el salario, aún cuadruplicado, es todavía insuficiente.
Y esa es la verdad.
Chile fue en otra época uno de los países más baratos porque era también uno de los países más pobres. Se vivía en él con poca cosa. Sus salarios eran entonces extremadamente bajos. De esa manera, las alzas que han experimentado después, pareciendo considerables por la comparación, no lo han sido en la realidad.
Nada lo prueba mejor que las condiciones de la subsistencia. Un jornalero gana hoy más que ayer, pero no vive hoy mejor que ayer. Ayer podía comer carne todos los días, al paso que hoy es un poco difícil. La carne es hoy mala y cara. Las legumbres mismas experimentan de año en año alzas extraordinarias en sus precios. Estas alzas se producen a toda prisa, mientras los salarios suben con lentitud.
He ahí el hecho.
Si nuestro contradictor se diese el trabajo de entrar un poco en la prosa de la vida real, se convencería de que el aumento de los salarios está muy distante de haber seguido el movimiento de los valores, aún cuando su progresión sea considerable sobre la base de ahora cincuenta años.
Nuestro contradictor nos pide que le presentemos una autoridad que venga en auxilio del arbitrio que proponemos.
No tenemos a la mano esa autoridad impresa, ni nos curamos de buscarla, pues tenemos otras autoridades que valen más que ella; la lógica y el buen sentido.
Si la emigración es provocada por los salarios que ofrece el extranjero, ¿qué otro remedio tiene el mal que aumentar los salarios de casa?
Si la escasez de brazos reclama remedios prontos, ¿cuál otro que el aumento de los salarios descubre nuestro contradictor?
Medite este aspecto de la cuestión, en lugar de detenerse a disertar sobre la mayor o menor exactitud con que el termómetro hace sus indicaciones.
Estudie los hechos y deje en paz a los termómetros.
Cada vez que las cuestiones políticas escampan, la opinión pública se vuelve con marcado interés hacia las cuestiones sociales y económicas. Parece que instintivamente se comprendiera que si a la política pertenece el presente, el porvenir está todo entero en la solución acertada que se dé a algunos trascendentales problemas sociales y económicos, que si no tocan todavía a nuestras puertas, se vienen aproximando a vista de ojo para exigirnos antes de mucho una solución definitiva, acertada e inmediata.
Por desgracia esos arduos problemas toman como de sorpresa a muchos de aquellos que por deber o por afición se encargan de dilucidarlos ante el público. Con la mejor buena voluntad, con la buena fe menos dudosa, se esparcen graves errores, es decir, gérmenes de futuros desconciertos, de disturbios, de odios y de preocupaciones.
A diferencia de lo que acontece en la política, donde casi siempre la discusión versa sobre la aplicación más o menos acertada u oportuna de principios que todos reconocen, en las polémicas sociales y económicas se notan un embrollo y una discordancia tales, que están revelando a las claras que no se ha tenido el cuidado de explorar el terreno sobre que se pisa. Así se comprende que los principios más obvios que echen en olvido y que el primer llegado se sienta con el arrojo necesario para modificar las leyes sociales y para enmendar la plana a la naturaleza.
Son pocos todavía aquellos que han meditado lo bastante para comprender que las leyes económicas tienen la misma inflexibilidad, la misma exactitud y la misma perfección que las leyes físicas; son poquísimos aquellos que no encuentren algo que reformar en la obra de Dios.
Sin embargo, la pretensión de modificar esa obra es tan temeraria como lo sería la pretensión de modificar al hombre mismo, en las proporciones y miembros de su cuerpo o en la naturaleza y las facultades de su alma. Empresa tan difícil sería ésta que ni siquiera es concebible, ya que por más esfuerzos de imaginación que hagamos no podemos concebir al hombre dotado de otros miembros, de otras facultades, de otras proporciones que aquellas que en realidad tiene, sin convertirlo por esa misma hipótesis en un ente monstruoso; y así como es imposible concebir al hombre distinto de lo que es, imposible también es que las relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza dejen de producir las leyes sociales y económicas que producen.
De lo dicho dedúcese que sobre estas materias el gran principio que todos debemos sostener es el respeto a la organización natural de la sociedad y del trabajo y que la gran tarea de los publicistas y de los gobernantes, no es inventar una organización artificial más perfecta que la establecida por Dios, sino echar por tierra todos los obstáculos que contra esta organización natural oponen por una parte los viejos rutineros y por otra los empecinados sectarios. Ese principio del respeto a la organización natural de la sociedad y a las leyes también naturales por que se rige, es la estrella polar que nos ha guiado hasta aquí y que nos guiará en adelante, en todas, absolutamente en todas, las cuestiones sociales o económicas que se susciten. A la luz de ese astro bienhechor, cualquiera injerencia de los gobernantes o de los sectarios en ese campo cerrado a su espíritu inquieto, nos parece un atentado; a su luz vemos claramente que jamás penetra en él la mano de la autoridad o la mano de las escuelas sino para profanarlo, humillarlo y esterilizarlo.
Siendo ello así, nadie extrañará que condenemos con la energía de que somos capaces las ideas y los proyectos de un colaborador de El Mercurio, que últimamente le remitía un artículo titulado: «Derecho al trabajo». Las doctrinas que en aquel artículo sostienen, salvando siempre las intenciones, son abiertamente socialistas, tienden a matar toda iniciativa individual, a poner el trabajo, el capital, el hombre mismo bajo la tutela del Estado. De los principios que ahí se sientan pueden deducirse sin trabajo las leyes agrarias de los Gracos, los falansterios de Fouérier [sic] y el régimen comunista en que vivían los indígenas del Perú bajo el dominio de los incas. En efecto, ¿qué distancia hay entre afirmar el derecho al trabajo y negar la propiedad individual? ¿Por qué, si sería justo de exigir que Pedro, aun no necesitando trabajo, diese a Juan alguna tarea inútil para tener ocasión de darle algunas monedas por vía de salario, no lo sería al primero quitar un pedazo de su heredad o algunas monedas de su caja para dárselas al segundo?
¿Por qué si sería conveniente que el Estado adquiriese cuatro o seis haciendas para organizar otros tantos falansterios no había de ser convenientísimo que el Estado fuese el único propietario y que en esa virtud, como hacían los incas, distribuyese las semillas en tiempo de la siembra y guardase en su granero los frutos en la época de las cosechas? Es cierto que hasta allá no se va, pero no lo es menos que la escala de que se echa mano puede conducir hasta allá y que con un poco de lógica y un tanto de energía es fácil llegar hasta el fin.
Entre tanto se echan a volar ideas profundamente falsas, pero no por eso menos propias para hacer concebir esperanzas quiméricas, para despertar en los desheredados de la fortuna deseos, que aún no llegando a hacerlos criminales, pueden al menos hacerlos desgraciados, matando en sus almas la resignación y sobre todo aquella viril energía del hombre que lucha contra todas las dificultades de la concurrencia porque sabe que a pesar de todo, fuera del sistema de la concurrencia no hay para él otra tabla de salvación.
El derecho al trabajo es un grosero quid pro quo inventado por los holgazanes en contra de los trabajadores. Lo que éstos necesitan tener, lo que deben pedir, no es el derecho al trabajo sino la libertad de trabajar. El derecho al trabajo es una solemnísima mentira inventada por los explotadores de la ignorancia en odio a los ricos y en perjuicio de los pobres. El derecho al trabajo es sencillamente el comunismo o en otros términos la negación de la libertad.
«El verdadero derecho del hombre, dice Julio Simon, es de trabajar, no de imponer en su provecho una contribución al trabajo de su vecino, para jugar en seguida al obrero como los niños que se fatigan con un trabajo imaginario. Entre el derecho a trabajar y el derecho al trabajo hay toda la distancia que separa la libertad del comunismo, el derecho de la violación del derecho, el respeto de la naturaleza humana de la sujeción del espíritu y del cuerpo a leyes caprichosas, la igualdad proporcional y por consiguiente equitativa y fecunda, de la igualdad brutal, numérica, injusta, opresiva, homicida. El derecho al trabajo es la opresión de éste por el número, la igualdad de los salarios en la desigualdad de las capacidades y de los esfuerzos, la iniciativa privada destruida y reemplazada por el poder absoluto de la comunidad. Es el derecho de trabajar a costa de otro y contra la voluntad de otro. Es el comunismo revolucionario y demagógico».
«Me importa poco cuando tengo una carga sobre la espalda, saber quien ha apretado las correas. Puede llamarse Nerón o Catilina, sentarse sobre el trono del imbécil Claudio o sobre la silla curul de Cayo Graco. Ahí están los romanos que se gozaban en ser subyugados por César bajo el nombre de emperador y que lo hubiesen asesinado si hubiesen ejercido el mismo poder bajo el nombre de rey. Otros destronarían al soberano que hubiese subido al trono corrompiendo a los pretorianos e irían hasta hacerle ovaciones con tal que hubiese subido corrompiendo a los electores. Francamente, no tengo semejante superstición y no puedo ver en el tirano más que la tiranía. Llámate como quieras, ven del Oriente o del Occidente, poco me importa. Sólo la libertad es buena. No comprendo al hombre que habiéndose arrastrado bajo Luis XV corre, y sin sacudirse siquiera las rodillas, va a postrarse delante de Marat. La carmañola también es una librea».
Lo más singular, sin embargo, no está en lo que son semejantes doctrinas; lo más singular está en que vengan a predicársenos en nombre de la libertad y en la época que atravesamos. Porque a la verdad si los propaladores del supuesto derecho al trabajo pueden alegar en su favor las circunstancias atenuantes en ciertos países europeos, donde el trabajo escasea, los trabajadores abundan y los salarios tienden a bajar, en Chile, donde está sucediendo absolutamente todo lo contrario, proclamar el derecho a trabajo es aconsejar un remedio absurdo y repugnante a un hombre que goza de perfecta salud. En Chile no falta el trabajo a ningún hombre capaz de trabajar, y aún en el supuesto absurdo de que ese trabajo faltase, todavía el expendiente propuesto, es decir, la organización oficial del trabajo en ciertos falansterios, no sería otra cosa que la organización de la miseria.
No concebimos, por otra parte, cómo la cantidad de trabajo demandado aumentaría en Chile por el hecho de que el gobierno se hiciese dueño de cuatro o seis haciendas.
Lo probable es que el gobierno, una vez dueño de esas haciendas, las haría producir mucho menos de lo que actualmente producen a sus dueños. En otros términos, con la medida propuesta, la demanda de trabajo en vez de aumentar disminuiría. Sin ir más lejos, pues, es fácil descubrir el efecto perjudicial que en el caso de que tratamos, como siempre, produciría la invasión de la autoridad en el campo de la concurrencia.
Si queremos velar por los intereses de los trabajadores, guardemos con respeto las fronteras que separan el trabajo libre del trabajo reglamentado, porque no son otras las fronteras que separan al hombre que pertenece a sí mismo del siervo, que perteneciendo a su amo, trabaja para su amo. Dejemos de predicar antagonismos que no existen entre el capital y el trabajo, entre el rico y el pobre, entre clase y clase, entre nación y nación, y enseñemos en cambio a los ignorantes, que en el mundo económico, todos, absolutamente todos, trabajadores y capitalistas, productores y consumidores, nacionales y extranjeros, son solidarios; que el mal de uno es el mal de todos y que al revés, la prosperidad de uno jamás deja de influir sobre la prosperidad de todos.
Vuelven algunos de nuestros colegas a ocuparse de la emigración de nuestros trabajadores y de los medios que podrían emplearse, ya que no para destruir completamente el mal, al menos para disminuirlo reparando en parte sus desastrosas consecuencias. Estos medios se reducen en dos palabras a la repatriación, por cuenta del Estado, de los chilenos que residan en el extranjero y al acarreo de emigrantes de Europa en los buques de la armada nacional.
No ha costado mucho trabajo a La República demostrar todo lo que hay de impracticable y de oneroso en las medidas propuestas por El Ferrocarril, que fue quien primero lanzó tales ideas a la publicidad. No parece prudente distraer ningún buque de guerra cuando los que tenemos son pocos y tan insuficientes para hacer la policía en nuestro propio mar. Pero esto nada sería si, supuesta la posibilidad de ocupar uno o dos buques de guerra en la repatriación de chilenos o en el acarreo de inmigrantes, no tropezamos con un inconveniente mayor. Sabido es que los buques de guerra no son construidos para la conducción de pasajeros y que, dedicados a este objeto, no podrían conducir más que muy pocos, muy incómodamente y a gran costo. Dedicar al transporte una nave de guerra nos parecería algo tan desacertado como armar en guerra alguna de nuestras naves mercantes. Sin tener grandes conocimientos en el asunto, puede afirmarse que el transporte de un pasajero desde California hasta Valparaíso en un buque de guerra importaría por lo menos el doble que el transporte de un pasajero desde California a Valparaíso en un vapor mercante. Siendo esto así, es claro que si se adoptase la idea de repatriar gratuitamente a los chilenos que quisiesen regresar a su país valdría más que tenerlos en un buque de guerra de la armada nacional, proporcionarles el dinero necesario para que pagasen su pasaje en alguno de los vapores de la carrera.
Pero no es ése para nosotros el aspecto más interesante de la cuestión que suscita la idea de que nos venimos ocupando. Para nosotros la cuestión no estriba en saber cuál sería el medio más económico de repatriar chilenos y de conducir inmigrantes, está en saber si conviene que tales servicios se presten con fondos del Estado.
Para resolver el problema, no tenemos más que referirnos a los principios elementales de la ciencia económica a esos mismos principios a que hemos apelado cada vez que un celo indirecto o un espíritu amoldado a la vieja rutina ha pretendido exigir al gobierno en esta clase de negocios algo más que lo que el gobierno está obligado a dar: la libertad y garantías. Ahora, pues, como cuando se trataba de la cuestión salarios, rechazamos toda intervención administrativa y afirmamos que la consecuencia precisa y necesaria de toda intervención será siempre contraproducente.
Es extraño que los que con tanta energía condenan cualquiera intervención del gobierno para impedir que el emigrante salga sean los mismos que reclamen esa intervención para pedir que el emigrante vuelva; es extraño que los que en el primer caso dejan al emigrante toda su libertad y toda su responsabilidad, en el segundo lo declaren incapaz de valerse por sí mismo y acreedor a una parte del presupuesto de la caridad oficial.
¿Qué se diría si nosotros propusiésemos, como arbitrio para contener la corriente emigratoria, una contribución de cien pesos por cabeza para cada chileno que quisiese expatriarse? Se diría, con mucha razón, que proponíamos una enormidad. Pues reflexiónese un poco y se verá que, mutatis mutandis, es lo mismo que quieren los que proponen que se dé una prima de cien pesos por cabeza a todo chileno que desee repatriarse. En el primer caso se despojaría injustamente a cada emigrante de cien pesos en su propio daño y en daño de la comunidad; porque, reteniéndolo por fuerza en el país, contribuiría a la baja de los salarios. En el segundo caso se despojaría a los contribuyentes de tantos centenares de pesos cuantos fuesen los repatriados, en perjuicio también de la comunidad, porque esos expatriados vendrían a producir una baja artificial en los salarios.
En tales distracciones se incurre cuando se olvidan los principios y se cae en la tentación de enmendar la plana a la naturaleza. Si esos principios se recordasen se comprendería cuán grave es la contradicción en que se incurre afirmando que todo chileno que quiere salir es mayor de edad, dueño de su destino y responsable de sus actos, para afirmar en seguida que todo chileno que quiera repatriarse es un pupilo que necesita de tutor o un mozo calavera que tiene derecho a que el Estado pague la cuenta de sus calaveradas. Lo lógico sería: o considerarlos mayores de edad siempre o siempre pupilos.
Nosotros, si hemos de decirlo con franqueza, también hasta una época no muy lejana, caímos frecuentemente en la tentación de arreglar el mundo económico a nuestra manera; y aún creemos haber patrocinado alguna vez la idea de repatriar a los chilenos a costa del tesoro público. Pero un poco de meditación y un algo de estudio nos han curado por completo de esa manía; de tal modo que al presente todo intento de cambio en las leyes económicas nos parece tan absurdo como nos parecería cualquier intento de cambio en las leyes que rigen el mundo moral o en mundo físico. Así no encontraríamos diferencia entre sacar el dinero de arcas fiscales para gastarlo en acarrear a Chile inmigrantes y repatriados, y sacarlo para acarrear agua de la bahía de San Francisco o de la bahía del Callao a la de Valparaíso, con el objeto de levantar en ésta el nivel del mar.
En la materia de que tratamos lo mejor que puede hacer un gobierno es no hacer nada, que es también lo mejor que podemos hacer los que escribimos para el público. El único caso en que a gobiernos y a escritores les es dado salir de esa actitud pasiva es cuando el equilibrio natural no puede restablecerse porque tropieza con algunos obstáculos creados por la autoridad. Entonces gobierno y prensa deben remover esos obstáculos a fin de dejar a todo hombre expedito el camino para que atienda como mejor le cuadre a sus propios intereses, con la certidumbre de que el bien de la comunidad será el resultado preciso de la libertad, de la independencia y del bien de cada uno.
A lo menos nada sería más fácil que hacer un ensayo. Santiago, que ha dado tantos puñados de escudos para edificar hospitales, ¿por qué no prestaría los fondos necesarios para ensayar la construcción de habitaciones de obreros? Si el ensayo era desgraciado, la pérdida sería escasa, pues los accionistas tendrían la propiedad del terreno y de las construcciones. Si el ensayo andaba con fortuna, ¡qué progreso!
Pero todo inclina a creer que el ensayo traería fortuna.
Los primeros ensayos de esa naturaleza hechos en Inglaterra han producido resultados muy satisfactorios. Según las cuentas de una de las sociedades constructoras, resulta que obtiene seis por ciento líquido sobre el costo de los edificios y dos y medio por ciento. Entre nosotros es casi indudable que la utilidad sería mucho mayor.
¿Por qué no promovería un ensayo el nuevo presidente de nuestra edilidad?
Todo el mundo se inquieta hoy día por la falta de brazos en nuestros campos. Los agricultores, los diarios, las autoridades civiles, todos a una voz dejan oír un concierto unánime de dolencias. Por el momento hay un hecho cierto, y es que el mal es de día en día más grave. Las dificultades de la cosecha de este año han sido superiores a las de los años pasados, y a no ser por el empleo salvador de las máquinas no nos hubiera sido posible librarnos de una crisis inevitable. Hay en todo esto peligros para el porvenir de la agricultura, porque sus justos intereses sufren considerablemente, peligros para la riqueza nacional, porque las fortunas rápidas y efímeras que se improvisan en otros negocios, estimulan a muchos a abandonar la agricultura; peligros en fin para el Estado, porque es en el campo en donde se forman los ciudadanos más robustos y morales.
Nos proponemos en este artículo, en el cual se dejará ver nuestra inexperiencia, pero también la buena intención, nos proponemos, repito, estudiar dos puntos principales:
1°-.¿Cuáles son las clases que emigran?
2°-.¿Por qué razón emigran?
Una vez analizados estos dos principios, no nos será difícil encontrar el remedio.
I
Cualquiera que haya residido algún tiempo en nuestros campos, habrá podido distinguir las órdenes sociales en que está dividida la población campestre. Prescindiendo completamente, por ahora, de la mayor y menor educación, podemos reducir estas órdenes a cuatro.
1°-. Los propietarios o arrendatarios de los fundos grandes, gentes que por lo regular viven en los centros de población y sólo asisten sus predios en ciertas y determinadas épocas del año.
2°-. Los arrendatarios o propietarios de los pequeños fundos, que ellos mismos cultivan con su familia.
3°-. Los inquilinos de los grandes y pequeños predios.
4°-. Los peones ambulantes, llamados por otro nombre forasteros o pililos, sin hogar y sin familia, que emigran de un lugar a otro con excesiva rapidez y facilidad.
Aceptada esta división, fácil es presumir que la emigración al extranjero sólo puede tener lugar en las dos últimas clases. Ahora bien, los inquilinos son por lo regular padres de familia que gozan en las haciendas, fuera de su salario, de ciertos fueros y regalías que les es muy difícil abandonar por un porvenir incierto y lejano como es el que ofrece la emigración. En los fundos de riego tienen derecho a una cuadra de terreno para sus sembradíos y chacras, lo que les suministra el sustento para sus familias durante una parte del año. En los fundos de rulos, los inquilinos pueden sembrar diez o más fanegas de trigo o cebada, además de las ovejas o animales vacunos que les es permitido alimentar. Todo esto, hemos dicho, es ajeno del jornal ordinario que varía de dieciocho a veinte centavos por día. En otros tiempos, al inquilino se le obligaba a ciertos trabajos gratuitos que se llamaban de obligación; pero éstos han desaparecido casi completamente con la introducción de las máquinas de trillar y otros aparatos de agricultura. A todo esto se agrega que con la escasez de brazos y el aumento consiguiente del salario, los hacendados han comenzado a tratar mejor a sus inquilinos y a darles todavía más franquicias, de temor que, usando de su libertad, no busquen otros fundos donde servir. Su situación material está, pues, muy lejos de ser desesperante, sin que por eso se acerque a la perfección.
No podríamos decir otro tanto por lo que respecta a su situación moral. Si se habla de algún negocio o de otro asunto, con él no se saca en limpio más que un sinnúmero de perifrases o repeticiones inútiles. ¿De qué proviene esta eterna desconfianza si no es, sin duda, de que está acostumbrado por naturaleza y falta de educación a creer que todo lo que se le pregunta es con el objeto de sacar algún provecho de él? El huaso es embustero, grosero, egoísta y desconfiado en supremo grado. Mira a su mujer como un instrumento de trabajo y a sus hijos como máquinas productivas. El estado de sus sementeras le interesa más que la moralidad de sus hijos. Pero en cambio, tiene un entrañable amor al lugar en que ha nacido, y no hay nada para él más duro y penoso que abandonar el suelo donde ha permanecido largo tiempo.
Todo esto hace que el inquilino sea el ser más inadecuado para la emigración.
La gente del campo que emigra queda, pues, reducida única y exclusivamente al peón ambulante. Estos son, por lo regular, hijos de inquilinos que abandonan la casa paterna de edad de doce a veinte años, ya sea halagados por el mejor salario de los trabajos públicos, ya conquistados por otro campesino que le ofrece mayor ganancia, ya en fin dejándose llevar de su solo instinto de vagancia. Una vez lanzados en esta carrera, sin educación, sin principios morales, sin consideraciones de ningún género, se abandonan a todos los excesos, a todos los vicios de que son capaces las almas brutales. Éstos son los brazos que la emigración arrebata a la agricultura, brazos sin duda fuertes y vigorosos, pero inteligencias indómitas y tenaces. Tan cierto es esto, que no son los inquilinos los que ahora faltan en las haciendas, sino los hijos de estos inquilinos; que el dueño de casa que antes daba a la hacienda dos o tres peones, ahora se ve obligado muchas veces a dejar su familia y trabajos propios para servir él mismo en persona.
La falta de brazos en la agricultura, que ahora lamentamos, se dejó sentir, aunque paulatinamente, cuando comenzaron los grandes trabajos públicos de ferrocarriles, etc. Por entonces (años de 1861, 62 y 63), la agricultura atravesaba una época terrible de crisis y sus trabajos estaban paralizados. Los brazos sobrantes buscaron entonces en los trabajos del Estado un salario más crecido e independiente. Poco a poco la agricultura recobró toda su actividad, siendo sólo entonces cuando se halló con la falta excesiva de trabajadores. Éstos, por su parte, no volvieron a sus respectivos hogares, sino que quedaron diseminados en grandes grupos, buscando salarios más crecidos en las empresas particulares. Cuando la agricultura aumentaba sus salarios en épocas de cosecha, ofrecían sus servicios y eran un auxilio inesperado y poderoso. Transportados ahora al Perú los grandes trabajos públicos, los peones ambulantes han seguido a sus antiguos patrones, sus antiguos instintos aumentados con el aliciente de un gran salario, pero sin comprender que ese salario es puramente nominal y de ninguna manera efectivo. Poco a poco la emigración irá disminuyendo tanto porque la masa ambulante, la única que emigra, se va disminuyendo, cuanto porque en la verdad de las promesas halagadoras se va haciendo luz, aunque después de horribles desengaños.
II
¿Cuáles son las reglas que dirigen el salario? Cómo lo pretendía Turgot, el salario está basado en lo estrictamente necesario para la subsistencia del trabajador o bien es la ley general que exige que el precio de todas las cosas se arregle a la oferta y al pedido. Indudablemente que la única regla posible y general es la segunda. Ella comprende en todas sus partes a la primera, porque es innegable que el salario puede llegar a lo estrictamente necesario el día que haya muchísima oferta y poca demanda; y además de comprenderla la completa en su parte deficiente.
El salario de que gozan actualmente las clases agrícolas, salario basado en esta eterna ley de economía política, es el más alto de que puede disponer una industria como la agricultura. La emigración al extranjero, el desarrollo de los grandes trabajos públicos y privados en los centros de población; el mayor aumento de las faenas agrícolas, todo ha contribuido a dar impulso a la ley del aumento del salario por la mucha demanda y la poca oferta.
Hemos dicho que la agricultura paga el más alto salario que es posible disponer en su estado actual de desarrollo. Esto se explica fácilmente. No hay industria que domine menos a sus obreros que la agricultura. Los trabajos son muy variados y repartidos para que pueda haber una regular vigilancia. No puede el agricultor, como el propietario de una fábrica, tener siempre a la vista sus obreros ni tampoco repartir todas sus faenas por destajo. La agricultura tampoco no cuenta con las seguridades de una empresa industrial que sabe de antemano que tantos obreros trabajando le producen tanto de utilidad. Muchas veces el agricultor, teniendo que luchar con elementos fortuitos y sobrenaturales, al contrario de lo que dice el salmista173 siembra alegrías para cosechar lágrimas.
Veamos ahora, en la práctica, cuánto es ese salario.
El peón forastero o ambulante, el único que emigra, gana al día en la agricultura lo siguiente:
En épocas de cosecha o siembra, cuarenta centavos con alimento.
En las siegas, sin alimento, ciento veinticinco a ciento cincuenta centavos diarios.
El resto del año, veinticinco a cuarenta centavos diarios con alimento.
Comparados ahora estos salarios con los de algunos países agrícolas de Europa tenemos lo siguiente:
En Francia un franco cincuenta céntimos a dos francos diarios sin alimento.
En Lombardía cero franco cincuenta céntimos con alimento.
En Bélgica un franco a ciento veinte céntimos, sin alimento.
Como se ve, en un país como el nuestro, en que no hay fábricas y manufacturas en grande escala que hagan competencia a la agricultura, los salarios son muy crecidos en comparación de los que dejamos indicados. Es, pues, la emigración el único motivo que disminuyendo los brazos ha causado el alza de los salarios. En estas circunstancias, menester es tenerlo muy presente, los salarios agrícolas no bajarán, porque la experiencia así nos lo enseña.
Sentados estos principios preguntamos.
-¿Es el salario insuficiente o la falta de trabajo lo que hace emigrar nuestros peones?
Ni una ni otra cosa.
III
Al mismo tiempo que indicamos la causa de la emigración, haremos presente cuál es a nuestro modo de ver el remedio aplicable para este mal.
No hay duda de que en Chile el progreso material de las clases agrícolas no ha sido acompañado del progreso moral. Hemos andado inmensamente ligero en el sentido del bienestar, y hemos quedado estacionados por lo que respecta a la educación.
El progreso material se resume en la manera como una población vive y trabaja. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede asegurar que en las poblaciones rurales los trabajos son ahora más considerables, mejor arreglados y más productivos que ahora veinte años. Así, por ejemplo, la introducción de las máquinas de trillar, repartidas en toda la república, ha libertado a los trabajadores de una de las tareas más penosas y brutales, en la cual tenían que mezclar su sudor al sudor de las yeguas por uno o dos meses para cosechar tres o cuatro mil fanegas de trigo. A medida que los cultivos van siendo mejor hechos y más productivos, nuestras clases agrícolas van mejorando sus casas, sus vestidos y su alimento. No hay duda que la comodidad material está en razón directa del progreso del cultivo.
Si el progreso económico y material ha hecho, como hemos visto, algún adelanto, el progreso intelectual y moral se encuentra en el estado más deplorable. Quizá no hay un solo país en el mundo colocado en el alto rango de país productor como el nuestro en que las clases agrícolas sean más ignorantes, en que haya menos individuos que sepan leer y escribir. Los inquilinos, padres de familia, están condenados a producir eternamente hijos ignorantes, llenos de las rancias preocupaciones de sus padres. Eduquemos a los hijos, y éstos a su turno formarán la base de la verdadera familia.
No se puede contribuir de una manera más eficaz a la moralización de las razas trabajadoras que por medio de la instrucción primaria, gratuita y obligatoria. La instrucción representa la fuerza del interés material y representa la fuerza del interés moral y religioso. Hace que los hijos tengan por sus padres el respeto y la piedad que son debidas a sus años, y hace también que los padres a su turno tengan por sus hijos el respeto que es debido a su debilidad e inexperiencia. Hace también de las familias egoístas y groseras, familias verdaderamente cristianas, tiernas y abnegadas.
«El que sabe leer no sigue las banderas del primer caudillo que se levanta, ni marcha a pelear sin saber adonde ni contra quien».
«El que sabe leer tiene en sus manos cuanto puede desear para decidirse con acierto entre las opiniones que se disputan el imperio de la sociedad».
«Los habitantes de un país no se lanzan en una empresa descabellada cuando es fácil hacer llegar a sus oídos la voz de la razón».
«Los ciudadanos de una nación no se arrojan locamente en una aventura peligrosa, en pos de algún insensato, cuando se les puede mostrar de antemano que las probabilidades son adversas»174
Mientras tanto que nuestras clases agrícolas estén sumidas en su estado actual de ignorancia, inútiles son todos los consejos, todos los paliativos que se apliquen para disminuir el mal que deploramos. Cuanto se diga al campesino es enteramente perdido si está de por medio un compadre más ignorante que él que le aconseje lo contrario.
No estima en nada, ni los bellos discursos, ni los buenos ejemplos que vengan de otra persona que no sea su igual.
Reasumimos, pues, diciendo:
La emigración de los peones chilenos no tiene científicamente razón de ser.
Emigran por ignorancia175.
El remedio es la instrucción primaria, gratuita y obligatoria.
La transformación de los barrios pobres I176
Editorial de El Ferrocarril, Santiago, 28 de abril de 1872.
Ya es tiempo que nos preocupemos seriamente del bienestar de nuestras clases trabajadoras. La corriente de emigración que se produce en sus filas cada vez que asoma en el extranjero una expectativa cualquiera de fortuna, si puede atribuirse en algo al espíritu de aventura, prueba al mismo tiempo que esas clases sienten aspiraciones a una condición mejor, para la que aquí no encuentran horizontes.
Nuestra riqueza se desarrolla con increíble rapidez. La opulencia va ostentando por todas partes sus fascinaciones; ya es casi una orgía de palacios, de carruajes, de mármoles, de bronces, de cuadros, de tapices. Mientras tanto, las clases trabajadoras quedan a la puerta en estas harturas de la prosperidad. Para ellas es el reverso de la medalla, pues les traen serios embarazos. El precio de los alquileres sube y sigue el mismo rumbo el precio de todos los artículos de primera necesidad. ¡Qué de inviernos el obrero tiene que reducir su alimento para calentar su hogar, pues el carbón ha experimentado un alza loca! La carne camina a hacerse para él un consumo de hijo y cuando llega a su mesa es de la peor calidad.
Ahora, ¿qué decir de su habitación? Su insalubridad va más de prisa que los muertos de la balada alemana. Las habitaciones de la pobreza no se reparan. Sus paredes apenas si sospechan el blanqueo y sus puertas la pintura. Son de ordinario habitaciones bajas, oscuras, ahumadas, nido hospitalario de los insectos. Su atmósfera ahoga y enferma. El desaseo reina por todas partes. Ahí nacen y mueren generaciones raquíticas, enfermas de alma y de cuerpo. Salud y virtud tienen todos los trabajadores del mundo para penetrar y aclimatarse en tales sitios. Todo aquello es un presagio de hospital y de cárcel. ¡Qué triste es mirar a los niños que se albergan bajo esos techos! La niñez es alegría, esperanza, aurora, una sonrisa de Dios. Pero la niñez del hogar del pobre no es nada de eso; es niñez sin luz, sin aire, pálida, sombría, dolorida, de rostro lívido, de piernas temblorosas como la senectud. Sólo su vientre es enorme. Después de esto, ¿por qué admirarse de la mortalidad de párvulos, ni de los buenos negocios que realizan la peste y la fiebre? Ahí no hay concepciones de la vida. Ahí hay concepciones que hace la muerte para entretener sus ocios.
¿Qué amor al hogar ni a la familia puede aclimatarse en semejantes sitios? Se llega a ellos para sufrir y ver sufrir. En consecuencia, se da una vuelta por la taberna en busca de ánimo. Ahí se pierde dinero y cabeza para concluir la fiesta en una prisión. Principian las amistades con la cárcel. Es un prodigio que bajo las influencias de esta atmósfera material y moral se forme algún hombre. Tal atmósfera sólo es a propósito para formar bestias, enfermos, valetudinarios, criminales; aplasta almas y cuerpos.
Hasta ahora, el malestar de nuestras clases pobres no nos ha traído sino prostitución, inseguridad, epidemias, una considerable recluta para los presidios y alguna ocupación para el verdugo. Pero, ¿quién puede responder del día de mañana?
He ahí algo que debe preocupar, a Santiago sobre todo. Su población aumenta en proporciones capaces de convertirla en pocos años más en una de las grandes ciudades de la América. Afluyen hacia ella así la riqueza como la pobreza. El hombre que se forma una fortuna, viene a disfrutarla en Santiago. El hombre que no tiene una fortuna, viene todavía con frecuencia a buscarla en Santiago. Es el gran centro de la buena vida y de los buenos negocios. Por eso, nada tendría de raro que su población siguiera la misma escala ascendente que la población de Londres. Londres, que contaba 864.845 habitantes en 1801, contaba aproximadamente 2.400.000 habitantes medio siglo después, en 1851.
Cuando Santiago cuente doscientos o trescientos mil habitantes, entre los cuales habrá cien mil pobres cuando menos, ¿qué podrá esa buena voluntad impotente que se llama, ora caridad pública, ora caridad privada? Podrá mucho menos que hoy y hoy puede bien poca cosa. Santiago estará entonces aún más estrechado y más amenazado por las hordas de los hambrientos, que son la nueva invasión de bárbaros que castiga a todas las civilizaciones imprevisoras.
Esto nos hace insistir en la reconstrucción de nuestros barrios pobres. Si hoy la empresa reclama tal vez dos o tres millones, ¿qué no reclamará mañana cuando sea cuestión de salud acometerla? Será una empresa colosal.
La construcción de habitaciones de obreros no es un idea nueva. Es una idea que ha prosperado en Inglaterra, en Francia, en Prusia, produciendo en todas partes ventajas incontestables. Una de las sociedades que ha emprendido en Francia la construcción de habitaciones de obreros, la sociedad de Mulhouse, cuando vende a un obrero su habitación, recobra su capital con sus intereses, en diez, doce o catorce años según los términos del contrato. Si no ha ganado nada, porque su propósito no es ganar sino servir, tampoco ha perdido nada, como lo observa M. Julio Simon; pero ha conseguido hacer del proletario un propietario.
¿Y qué es hacer del proletario propietario?
Es radicarle al hogar y a la patria, permitirle que vea el fruto de su trabajo y de su ahorro, hacerle un miembro conservador de la sociedad, un buen ciudadano.
Pero no pretendemos que se imiten servilmente entre nosotros las habitaciones de obreros de la Europa. Todo lo que pretendemos es que el municipio o la asociación particular adquieran los barrios pobres que hoy sitian a Santiago y construyan en ellos habitaciones sanas y baratas, habitaciones con aire, con luz, con sol, esas queridas caricias del buen Dios que todos los días bajan a visitarnos. Queremos habitaciones que fueran el conventillo mejorado, pues serían el conventillo salubre, con jardín, con agua potable, con interiores bien arreglados, hasta con gas, porque hasta allí podría llegarse sin inconveniente.
A lo menos nada sería más fácil que hacer un ensayo. Santiago, que ha dado tantos puñados de escudos para edificar hospitales, ¿por qué no prestaría los fondos necesarios para ensayar la construcción de habitaciones de obreros? Si el ensayo era desgraciado, la pérdida sería escasa, pues los accionistas tendrían la propiedad del terreno y de las construcciones. Si el ensayo andaba con fortuna, ¡qué progreso!
Pero todo inclina a creer que el ensayo traería fortuna.
Los primeros ensayos de esa naturaleza hechos en Inglaterra han producido resultados muy satisfactorios. Según las cuentas de una de las sociedades constructoras, resulta que obtiene seis por ciento líquido sobre el costo de los edificios y dos y medio por ciento líquido sobre el arriendo del terreno. En todo, ocho y medio por ciento. Entre nosotros es casi indudable que la utilidad sería mucho mayor.
¿Por qué no promovería un ensayo el nuevo presidente de nuestra edilidad?
Nuestros lectores conocen ya el decreto expedido por el señor intendente de Santiago prohibiendo la mendicidad, y han podido ver también los considerandos en que la prohibición se apoya.
Por nuestra parte lo hemos leído atentamente, como lo exige la gravedad del asunto sobre que versa, y concluido por persuadirnos de que la medida se presta a algunas observaciones, ya que se la considere desde el punto de vista de su justicia o ya sea que se la considere desde el punto de vista de su practibilidad.
Antes, sin embargo, de exponer nuestras observaciones, cúmplenos confesar que tenemos por efectivos los abusos e inconvenientes que han dado origen al decreto. Es cierto que no todos, y es probable que ni aun la mayor parte de aquellos que recorren las calles de la capital implorando la caridad de sus moradores, se encuentran imposibilitados para ganar su vida por medio del trabajo. Es cierto que hay muchos holgazanes y no pocos caballeros de industria que viven explotando la caridad imprevisora, que se esfuerza por dar siempre y dar mucho, sin averiguar a quién da ni cómo da.
Esto reconocido y confesado, nada se opone a que planteemos la cuestión en su verdadero terreno, preguntándonos si la autoridad tiene derecho para prohibir la vagancia y si, caso de tener derecho, obra cuerda y humanamente prohibiéndola.
En otros términos: ¿la vagancia es un delito? Pero, ¿qué viene a ser la vagancia? Ni más ni menos que la facultad de pasearse y la facultad de no trabajar. En la acepción vulgar, un vago es un individuo que porque no tiene necesidad o porque no tiene voluntad de trabajar hace uso de su derecho de ir o venir por las calles, plazas y demás lugares públicos, sin otro objeto preconcebido que el de matar el tiempo.
A estos vagos de las clases pobres corresponden los desocupados y paseantes de las clases ricas, porque también entre la gente acomodada hay muchos individuos que no trabajan, o porque no quieren o porque no tienen necesidad de trabajar; y estos individuos también son vagos en el sentido científico de la palabra, porque vagan por las calles, plazas y paseos, con la única diferencia de que vagan con mayor comodidad y mayor tren que los vagos ordinarios de pata pelada y de calzoncillo ancho.
Siendo esto así, ya se comprenderá cómo es que ni los vagos son malhechores ni la vagancia es un delito. Un malhechor es un hombre que atropella el derecho ajeno, y el vago, absteniéndose de trabajar, no atropella ningún derecho. Delito es la infracción de una ley penal. ¿Y dónde está la ley que imponga a todos los habitantes de un país la obligación de trabajar continuamente o que les prohíba andar por las calles y lugares públicos todo el tiempo que se les dé la gana?
Las brevísimas observaciones que preceden bastan para demostrar que la vagancia no es delito y que la persecución de los vagos es tan injusta e irracional como aquella de que en otros tiempos fueron víctimas los judíos, los prestamistas de dinero a interés, los brujos, etc. Estas observaciones prueban también que, si la vagancia fuera delito, sería injusto castigarla en los pobres que vagan a pie y solos, y permitirla a los ricos que muchas veces vagan en coche obligando a vagar al mismo tiempo a sus caballos y a sus domésticos.
Pero se dirá acaso que si la vagancia no es un delito, lo es indudablemente la mendicidad, repugnante a la vista de la opulencia y ocasionada a engaños, a molestias y a raterías. Que los abusos sean efectivos ya lo hemos confesado; pero que estos abusos sean una razón para prohibir la mendicidad y que la prohibición sea su mejor remedio son cosas que siempre negaremos.
La mendicidad no es otra cosa que la libertad de pedir limosna. ¿Y en qué se diferencia la libertad de pedir limosna de la libertad de hablar? Que el que habla para pedir limosna pueda abusar de la palabra engañando a quien sea bastante necio para dejarse engañar, es evidente; pero, ¿no pueden abusar también y no abusan con frecuencia de la palabra los que se sirven de ella con cualquier otro fin que con el de pedir una limosna? ¿No puede engañarme el falte que me propone en venta una mercadería, el individuo que viene a ofrecerme sus servicios o a proponerme un negocio, y en fin, hasta la persona que se presenta a mi casa con el pretexto de visitarme y tal vez con el objeto de robarme? ¿Y esa sería una razón para que nadie sin previo permiso de la Intendencia pudiese hablar a otro, ni por motivos de negocios, ni por motivos de amistad?
¡Líbrenos Dios de disculpar la holgazanería cuando ella se presenta disfrazada con los andrajos de la miseria! El hombre que pudiendo vivir de su trabajo se atavía de mendigo, para robar a los mendigos el pan de la caridad, es el más despreciable de los hombres; así como las personas que tienen la costumbre de dar con los ojos cerrados, sin tomarse ningún trabajo para averiguar si el que pide es un pobre o un pillo, con las mejores intenciones del mundo, hacen a la sociedad un mal gravísimo.
Sin embargo, mientras los que dan puedan oponer aquellos que usan de su derecho de pedir, su derecho de negar, la intervención de la autoridad será injustificable. Porque es necesario que alguna vez reconozcamos que en aquellas cosas que atañen sólo a los individuos, es preciso dejar a los individuos toda su libertad y toda su responsabilidad; porque ya es tiempo que nuestras autoridades vayan comprendiendo que los ciudadanos no son niños sometidos a su tutela, sino hombres libres para usar de lo que les pertenece según su voluntad o su capricho. Por desconocer estos principios, las autoridades pierden su tiempo imponiéndose trabajos que no les corresponden, y que al fin de cuentas producen resultados contrarios a los que se proponen obtener. Por desconocerlos el señor intendente de Valparaíso creyó que debía prohibir la emigración al Perú, por miedo de que los emigrantes fuesen engañados y arrogándose su tutela; ni más ni menos, que el señor intendente de Santiago, constituyéndose en nuestro tutor, y con el laudable propósito de que no nos emboben los pillos disfrazados de mendigos, prohíbe la mendicidad.
Tales son las observaciones teóricas que queríamos hacer al decreto que nos venimos ocupando. Pasemos ahora a considerarlo bajo su aspecto práctico, diciendo sólo dos palabras sobre los fundamentos en que se apoya.
El primero de estos considerandos afirma un hecho que es de todo punto inadmisible. Afirmar que la mendicidad en Santiago es sólo un ardid del ocio o una repugnante especulación, es decir, afirmar que no hay verdaderos pobres entre nuestros mendigos, es afirmar algo contrario a la evidencia, incurriendo en una exageración poco propia de un documento público.
No es más sostenible el segundo considerando. Que haya menesterosos que no pueden salir de sus habitaciones por sus enfermedades o por su edad, es evidente; pero que haya muchos también que no sólo puedan salir, sino que necesitan salir para no perecer de miseria, es otro hecho también indudable que pueden certificar cuantos han tenido ocasión en ponerse en contacto con nuestros desvalidos.
En cuanto a asilos de diverso género que existen en Santiago y a la buena voluntad del vecindario para sostenerlos, serían un argumento si bastasen a satisfacer las necesidades de todos nuestros indigentes; pero no vemos cómo, del hecho de existir asilos para algunos pueda deducirse la prohibición de impetrar la caridad a domicilio, porque entonces cada vecino podría indicar al mendigo el camino del hospicio, con la seguridad de que el hospicio no había de cerrarle sus puertas.
Pero el señor intendente de Santiago desconoce completamente el mundo de nuestros pobres, al afirmar que en Chile no existen la razón ni el derecho de la mendicidad; que es lo mismo que decir que en Chile no existe la miseria y el pauperismo. Nada más inexacto. Tenemos personalmente conocimiento de lo que pasa en el mundo de nuestros miserables, y podemos asegurar que en Santiago existe la miseria con todas sus horrorosas consecuencias, y que si se hiciese su estadística y se publicase, más de uno se imaginaría estar soñando. Estamos cansados de oír que en Santiago nadie se muere de hambre; y entre tanto, los que han vivido algunos años visitando a los pobres a domicilio, los que saben cómo viven, dónde viven y con qué viven, saben que no exageramos afirmando que de diez párvulos que se mueren en la clase menesterosa, cinco al menos mueren de hambre y de miseria, y que de diez adultos, tres mueren por esa misma causa.
El país es rico, dice el señor Vicuña; pero, ¿cómo es que su señoría que tanto ha viajado y observado, no sabe que son precisamente los países más ricos aquéllos en que más cunde el pauperismo, de tal suerte que en Europa la Inglaterra es la que tiene más pobres y la Turquía la que tiene menos? ¿Qué importa que no falte el trabajo al hombre sano y robusto cuando la falta de instrucción en nuestro pueblo y los malos hábitos de nuestra sociedad dejan en la miseria a los ancianos, a los niños y sobre todo a las mujeres? Por barata que sea la vida en Santiago, y cada día va siendo más cara, la verdad es que una mujer sola que no posea ningún arte ni industria, por más esfuerzos que haga no puede ganar el mínimum necesario para su subsistencia. ¿Cuánto menos lo podrá si esa mujer es una viuda que tiene que ganar, no sólo lo necesario para proveer a su subsistencia, sino también a la de uno o varios hijos pequeños, a la de una madre anciana o a la de hermanas de menor edad? ¡Y cuenta que las familias que se hallan en ese caso y que viven luchando con la miseria no son pocas y que con ellas habría para llenar, si estuvieran desocupados, todos los asilos de Santiago y para ejercitar el celo de las conferencias de San Vicente de Paul, aun cuando fuesen diez veces más ricas y diez veces más numerosas de lo que son actualmente!
Si el señor Vicuña Mackenna, que no tiene motivo para conocer estas cosas, quisiera conocerlas, nada le sería más fácil. Para ello le bastaría ponerse en contacto con alguna de las sociedades de beneficencia o de los médicos que visitan a los pobres a domicilio. Las sociedades de beneficencia le dirían que es en ese campo donde realmente se deja sentir una gran escasez de brazos al lado de una grande abundancia de trabajo, y los médicos le revelarían cuán horribles son los estragos que la miseria y el hambre causan en las últimas clases del pueblo.
Entonces el señor intendente de Santiago comprendería que los nuevos departamentos que van a habilitarse en la casa de corrección de mujeres y en el hospicio, por vastos que sean, no podrán cambiar, no diremos de una manera absoluta, pero ni siquiera de una manera apreciable, la situación de los desvalidos, y que no bastando a suprimir naturalmente la miseria, menos pueden bastar como motivos para reprimirla artificialmente convirtiéndola en un delito.
En suma, creemos que la medida de que nos ocupamos es injusta, por cuanto califica de delitos actos que no lo son, ni ante la moral ni ante el derecho, que es cruel, porque vendrá a agravar la situación, ya de suyo harto triste, de muchos infelices, poniéndoles en la disyuntiva de morir de miseria o de violar las prescripciones de la autoridad. Creemos que hay exageración y desconocimiento de la situación de nuestros pobres en los considerandos del decreto, y en la parte dispositiva prescripciones inconciliables con las libertades individuales. Esto sin entrar en detalles de tarjetas, permisos y formalidades, que se avienen mal en la práctica, con los fueros que en todos los países libres deben tener los ciudadanos para hacer de su lengua, y de sus pies, y de su dinero lo que mejor les cuadre sin otra limitación que el derecho ajeno.
Por lo demás, si el decreto no es revocado tendrá que ser burlado, como lo son siempre aquellas disposiciones inútiles, impracticables y contrarias a la naturaleza humana. El pobre que se sienta morir de hambre pasará sobre el decreto para pedir una limosna, porque indudablemente querrá más bien ir a la cárcel que ir a la sepultura; y el rico que se encuentre en presencia de una necesidad que merezca ser socorrida, se hará un deber de socorrerla, prefiriendo obedecer a sus sentimientos de hombre y de cristiano que a las prohibiciones de un decreto, que queremos creer perfectamente intencionado, pero que será impotente para suprimir las manifestaciones de la miseria porque deja en pie todas sus causas.
A propósito del decreto de prohibición de la mendicidad I177
Desde el 5 de mayo se leerá en todas las entradas de nuestra capital esta inscripción: En el departamento de Santiago es prohibida la mendicidad.
Esa inscripción resume el decreto de su señoría el intendente de Santiago en que ordena perseguir la mendicidad en todas sus formas, para castigarla cuando es una insolente superchería de la ociosidad, para socorrerla y asilarla cuando es una verdadera miseria.
He ahí una medida reclamada de largo tiempo atrás por la moralidad pública, por la seguridad y el respeto de los hogares.
La mendicidad ha tomado entre nosotros proporciones amenazadoras. La mayoría de nuestras clases desheredadas mendiga un poco y hace de la mendicidad, ya su fuente única de entrada o ya una fuente para aumentar su entrada. Mientras el padre va al trabajo y la madre guarda el hogar, los hijos corren las calles solicitando la limosna. De esta manera, lo primero que aprenden es la industria de vivir sin trabajar. En esa industria pierden toda dignidad, todo sentimiento de decoro y concluyen por asociar el robo a la mendicidad. Está averiguado que es en las filas de la mendicidad donde el robo hace sus mejores reclutas. A título de mendicidad se golpea a todas las puertas y se penetra en todos los hogares. Si se ve al mendigo, solicitado una limosna. Si no se le ve, se la toma sin pedirla. De ahí que puede establecerse que no hay un solo ladrón que no sea mendigo y que casi todos los mendigos son ladrones.
Y el oficio debe dar buenos dividendos porque tiene cada día más operarios. Mientras los brazos faltan en el taller, en la fábrica, en el campo, en todos los trabajos útiles y en todos los oficios honrados, abundan en la mendicidad.
¿Se tiene pereza de trabajar? Se toman unos cuantos harapos y se corre la ciudad alargando la mano a todos los transeúntes. Se encuentra a la mendicidad en la calle, en el paseo, a la puerta del hogar, del club, del café. Hay mendigos diurnos y nocturnos. Aquellos son de ordinario repugnantes de ver. Estos otros irritan con su desenfado. Son con frecuencia gentes que revelan en su traje y en su aspecto la comodidad y la salud.
Es preciso poner atajo a semejante mendicidad. He ahí lo que hará el decreto de su señoría el intendente de Santiago siempre que sea cumplido con celo e inteligencia. No destruirá la mendicidad, pero limitará la mendicidad. Esto sólo basta para que sea un bien. Persiguiendo a la mendicidad, se conseguirá que sea un oficio riesgoso, lo que desalentará a muchos y hará emigrar a otros. Pero lo que conviene perseguir con más constancia es la niñez mendicante. Un niño mendigo será un hombre ocioso que concluirá en el robo y el asesinato. Una muchacha mendiga será ladrona y prostituta.
Pero no basta prohibir la mendicidad, hacerla delito y castigarla, es necesario prevenirla por medio de instituciones donde se la enseñe a trabajar. Por eso, tras la prohibición de la mendicidad, debería venir el establecimiento de talleres en que se obligase a hombres y a niños a aprender un oficio y a contribuir con su trabajo al pago de su alimento, de su habitación, de su vestido, de su custodia. Llevar al mendigo en salud, cuando todo su delito es la ociosidad, a engrosar las filas de los presidiarios, es exponerse a hacerle un perfecto bribón. Hay muchos ociosos que se hacen mendigos porque no tienen aún el valor de hacerse ladrones. En el presidio adquirirán ese valor.
Enseñar a trabajar a la mendicidad, que es pereza, producirá grandes resultados aquí como los ha producido por todas partes.
Tenemos delante de nosotros lo que ha sucedido en el departamento de la Nièvre, en Francia. En cinco años de aplicación de un sistema mixto de asistencia a domicilio y de trabajo, en el cual no se llevaba a los depósitos de mendicidad sino a los mendigos incorregibles y condenados, que formaban una escasa minoría, la mendicidad desapareció. En lugar de diez a once mil indigentes y necesitados socorridos en los dos primeros años, se vio en los tres últimos bajar su número a 6412.
Prohibir sencillamente la mendicidad, perseguirla y castigarla, no es bastante. El mendigo en salud emigra o se hace ladrón. Y ello es bien natural desde que no tiene hábitos de trabajo. De ahí la necesidad de hacerle que los adquiera.
Es un hecho averiguado que si la represión modera la mendicidad, es incapaz de destruirla. ¡Qué de siglos ha que la mendicidad lucha con la ley! En Francia se la ha perseguido desde el siglo XIV. No por eso ha desaparecido. Se mantiene siempre viviente. De ahí que bajo el primer imperio francés se admitió en principio que antes de reprimir la mendicidad como un delito, era preciso ofrecerle el trabajo como un socorro.
Por eso, decimos: ¡la mendicidad inválida, al hospicio! ¡La mendicidad en salud, la mendicidad que es la juventud y la fuerza embargadas por la ociosidad, a un taller donde adquiera los hábitos del trabajo y comprenda las necesidades del trabajo! Pero no a talleres cuyos artefactos vayan a hacer competencia al trabajo libre, sino a talleres donde los artefactos que de ellos salgan tengan en cuenta al establecer su precio de venta todas las necesidades de los detenidos, que no deben estar a cargo de la caridad pública, sino a cargo de la previsión pública.
Como lo observa M. Wolowski, la caridad que se manifiesta simplemente por la limosna, es una especie de régimen protector de la miseria. La buena caridad, la caridad que levanta y no humilla, debe manifestarse por la previsión.
¿Tú eres mendigo porque eres ocioso? Pues te enseño a trabajar.
¿Tú eres mendigo porque después de largos años de trabajo te has hecho valetudinario? ¡Pues bien!, te socorro, pero al mismo tiempo procuro que los que vengan después de ti se hayan formado por su ahorro los medios de vivir de los frutos de su previsión y no de los dones de la caridad pública.
La era de la mendicidad no concluirá mientras a la caridad que da limosna, no se sustituya la caridad que prevee; es decir, la caridad que enseña a trabajar, la caridad que enseña a ahorrar, la caridad que sabe pedir a los buenos días de actividad, de juventud, de trabajo, los recursos necesarios para los tristes días de enfermedad y de martirio.
La represión de la mendicidad así como la caridad que da, van al efecto y no a la causa. Sólo la caridad que prevee va a la causa.
¿Qué hará una familia sin recursos cuyo padre agoniza en un lecho de hospital? Irá de puerta en puerta reclamando las dádivas de las gentes. A poco andar, si muere el padre o se hace valetudinario, continuará en el mismo oficio hasta habituarse a él. Esa familia aprenderá a mendigar y no aprenderá a trabajar. Pero si el padre ha conseguido reunir los recursos necesarios para las malas horas, esa familia no irá a mendigar: niño irá a la escuela, hombre irá al taller.
¡Represión y previsión!, he ahí lo que reclama la mendicidad.
El Ferrocarril de ayer consagra su artículo editorial al examen del decreto expedido por el señor intendente de Santiago prohibiendo la mendicidad. En general lo aplaude; pero cree que él no producirá los resultados que se buscan mientras a la represión de la mendicidad no se acompañen algunas medidas para prevenir la miseria. El colega concluye concretando su pensamiento en esta fórmula: represión y previsión.
Esa fórmula también es la nuestra, con sólo la diferencia de una alteración en el orden de las dos palabras de que consta. Es decir, que El Ferrocarril quiere represión y previsión; mientras que nosotros quisiéramos previsión y represión.
Ni se crea que hay aquí una insignificante cuestión de palabras, porque basta reflexionar un momento para comprender que se trata de una grave cuestión de justicia y de humanidad.
En efecto, la mendicidad no es otra cosa que la manifestación exterior de la miseria. ¿Cómo, entonces realizar, cómo concebir siquiera la supresión del efecto mientras la causa permanezca en pie? ¿Cómo impedir que el que tiene hambre pida, si no tiene otro medio posible para satisfacer su necesidad? El sistema de reprimir las enfermedades sociales castigando sus manifestaciones es tan absurdo y cruel como sería el sistema médico que tratase de curar las dolencias físicas castigando las quejas de los enfermos y todos los signos naturales del dolor. Se cuenta que el famoso tirano del Plata, don Juan Manuel Rosas, ensayó una vez ese sistema para poner término a la multitud de quiebras que estaba ocasionando entre los comerciantes de Buenos Aires una crisis mercantil. Con este propósito, y después de haber experimentado la inutilidad de otras medidas, dictó un decreto lacónicamente concebible más o menos en estos términos: En adelante todo individuo que quiebre será pasado por las armas.
¿Se imaginan nuestros lectores que ese bárbaro decreto lograría modificar considerablemente la situación mercantil de la plaza de Buenos Aires, y que él, a haberse cumplido en rigor, habría producido otros resultados que empeorar más la situación poniendo a los comerciantes, cuyos negocios ofrecían peligros de una liquidación desgraciada, en la alternativa de emigrar o de despacharse ellos mismos para el otro mundo? Y esto por la razón de que el mal de las quiebras no está en los actos que las manifiestan, sino en las causas que la producen y en los antecedentes que las preparan; ni más ni menos que el mal de la mendicidad no está en la manifestación de la miseria y en la solicitación de recursos, sino en las causas que la engendran y perpetúan.
De lo dicho se deduce que la alteración que proponemos a la fórmula indicada por El Ferrocarril es rigurosamente lógica y profundamente humanitaria. Síguese también que el decreto del señor intendente de Santiago, por haber decretado la represión de la mendicidad antes de haber estudiado y removido las causas de la miseria, es un decreto poco cuerdo y poco humano.
Se dice y se repite que la mendicidad va siendo entre nosotros una plaga, por los males que causa, y un negocio para los que a ella se dedican, por las utilidades que deja; y se reprueba con justicia a la holgazanería disfrazada de mendigo y la inocencia de la niñez que camina al abismo de la degradación y de la corrupción por los senderos de la mendicidad. Nada más justo ni nada más exacto. No seremos nosotros quienes salgamos al encuentro del policial que conduzca a la cárcel al ocioso, que pudiendo ganar su vida con el trabajo, prefiera ganarla sorprendiendo a la gente caritativa por medio de fingidas miserias y dolencias; mucho menos nos opondremos todavía a que se conduzca al niño huérfano a los establecimientos donde se le enseñe y obligue a trabajar. Pero, eliminados estos elementos que parecen desorientar a nuestro colega, nos queda todavía en pie la temerosa cuestión de la miseria efectiva que necesita ser socorrida y que no encuentra socorro en las casas de beneficencia. Repetimos que aquí está toda la cuestión, y que nosotros, al considerarla, no comprendemos cómo es que un hombre de sentimientos tan elevados y humanitarios como el actual intendente de Santiago no ha sentido temblar su mano al poner su firma al pie del decreto de que nos venimos ocupando. Por repugnante que sea el espectáculo, no diremos de la verdadera miseria (que si conmueve no puede repugnar al corazón) sino de la miseria fingida y transformada en negocio, jamás el bien puede hacerse suprimiendo ese espectáculo, llegará a compensar una sola muerte causada por la desesperación; pero, ¿qué decimos, una sola muerte?, ¡una sola lágrima, una sola idea de venganza, un solo pensamiento de odio engendrado por ella!
Tengamos, pues, la suficiente franqueza para reconocer que la terrible plaga del pauperismo existe entre nosotros; a pesar de la abundancia de los artículos de primera necesidad, a pesar de la escasez relativa de nuestra población y a causa del poco criterio con que los dones de la caridad se reparten, y a causa de la deficiencia de nuestras escuelas y de la mala calidad de la instrucción que se da en ellas, y esto reconocido, resignémonos a soportar las manifestaciones de la miseria mientras nos falte la voluntad o los medios de prevenirla.
¿Y cómo prevenirla? Inmediata y absolutamente es imposible. Poco a poco y en gran parte, sí que es posible atacando directamente las causas que la producen. Esas causas, como acabamos de decirlo, son la ignorancia y la inutilidad de la instrucción primaria que se da en nuestras escuelas. En cuanto a la ignorancia, la cosa es tan evidente que no hay necesidad de dar las pruebas; y en cuanto a la mala dirección de la instrucción primaria, basta saber en qué consiste la que se da y cuáles son los medios de que las mujeres, sobre todo, pueden valerse entre nosotros para ganar la vida.
A este respecto, la experiencia dice que una huérfana, por ejemplo, que se encuentre sin ningún apoyo y en la necesidad de proveer a su propia subsistencia después de haber aprendido todos los ramos que se enseñan en las escuelas, se halla tan desvalida y expuesta a caer en la mendicidad o en la prostitución, como si absolutamente nada hubiese aprendido. Sus conocimientos, más bien que medios de ganar la vida, serán en esa pobre creatura como una espina que lleve en el alma, y de la cual está libre al menos, aquella que no contemple continuamente el contraste desgarrador de sus circunstancias con sus aspiraciones.
Concluyendo, pues, con la misma fórmula de El Ferrocarril, aunque invertida, diremos: previsión y represión. Prevengamos la miseria haciendo la guerra a la ignorancia y dando una dirección más práctica a la enseñanza primaria; y después que esto hayamos hecho, y cuando estemos ciertos de que prohibiendo la mendicidad: no pondremos a ningún pobre verdadero en la alternativa de faltar a la ley o morir de hambre maldiciéndola, prohibamos la mendicidad a domicilio y convirtámosla en caridad a domicilio. La caridad a domicilio, es decir, la limosna material y moral llevada a la mansión del pobre por la mano y los labios del rico: la caridad a domicilio, es decir, la caridad practicada con discernimiento, con previsión, que alivia al pobre sin degradarlo y que aprovecha al rico tanto más que al pobre mismo a quien socorre, tal debe ser nuestro ideal y nuestra aspiración para con los miserables, mientras no sea la de suprimir la miseria... si es que alguna vez hubiera de realizarse esa brillante utopía.
Habiendo encontrado nosotros algo que observar a las opiniones vertidas por El Ferrocarril sobre el decreto de la intendencia de Santiago en que se prohíbe la mendicidad, lógico y natural era que El Ferrocarril encontrase algo que observar a las nuestras. Y aun cuando toca la cuestión muy a la ligera, como la materia es importante y como no queremos dejar en pie ninguna objeción, por fútil que sea, contra las doctrinas que hemos sustentado, vamos a agregar unas cuantas palabras, previo el permiso de nuestros lectores.
Dice El Ferrocarril:
«El decreto en que su señoría el intendente de Santiago prohíbe la mendicidad, no agrada a El Independiente. Sostiene la mendicidad libre.
¿Por qué no sostendría también la libertad de la embriaguez?
Embriaguez y mendicidad atacan la moralidad pública. Embriaguez y mendicidad son una amenaza contra la sociedad. ¿O la embriaguez debe ser prohibida sólo porque no deja provechos?
No queremos, de acuerdo en esto con El Independiente, que se haga un delito de la mendicidad, pero queremos sí que se la considere un mal social que es preciso combatir.
De ahí que hayamos dicho: previsión y represión. Socórrase a la mendicidad verdadera, ciérrese el paso a la mendicidad de que hacen su industria los ociosos. De esta manera gana la sociedad, pues aumenta sus brazos útiles, y gana la verdadera miseria, pues no divide con los bribones los socorros de la caridad».
Se ve que el argumento único que el colega nos opone está fundado en una comparación; y por más que pudiéramos contestar con el adagio francés que establece que una comparación no es una razón, preferimos demostrarle que en este caso los dos términos que se comparan son de todo punto diversos.
En efecto, ante la moral la embriaguez es un vicio. ¿Y qué moral ha contado entre los vicios la miseria? De aquí es que la embriaguez ataca la moral pública y que la mendicidad no la ataca. Pero un ebrio no es sólo un ataque viviente contra la moralidad pública; es algo más: es un amenaza contra la seguridad pública. Un ebrio es un hombre que por un acto espontáneo de su voluntad, se priva por algún tiempo de su razón, que pierde la conciencia de su responsabilidad, que deja de ser hombre, en una palabra. ¿Qué cosa más justa entonces que la autoridad intervenga para impedirle que se dañe a sí mismo o que dañe a los demás, como en el caso de un loco o de un demente?
El verdadero mendigo, es decir, el pobre que no puede bastarse a sí mismo y que pide a los que tienen una limosna, ¿se encuentra en igual caso? ¿Hay alguna ley moral que viole por el hecho de ser pobre o por el hecho de pedir un socorro haciendo presente su pobreza? Claro es que no; y no existiendo ley moral violada, ¿en qué puede fundarse nuestro colega para considerar la mendicidad como contraria a la moral pública, equiparándola con la embriaguez?
No comprendemos mejor por qué la mendicidad ha de constituir también una amenaza contra la sociedad, ya que no se concibe que se la amenace cuando se le pide algo, dejándola en la más completa libertad de contestar a quien le pide lo que mejor le plazca.
Tan cierto es esto, que El Ferrocarril mismo concluye por expresar una opinión casi del todo conforme a la que nosotros hemos expresado. Él no considera la mendicidad como un delito, lo que nos manifiesta que no puede tampoco aprobar en todas sus partes el decreto de la Intendencia, que implícitamente declara la mendicidad un delito desde que le señala un castigo.
Por lo demás nos hallamos en perfecto acuerdo. También nosotros queremos que se socorra a la verdadera miseria y que se cierre el paso a los ociosos disfrazados de mendigos; y precisamente porque es eso lo que queremos, no hemos podido aceptar el decreto de la Intendencia que, sin cuidarse de prevenir el mal, se ha creído autorizado a reprimirlo cerrando el paso, no sólo a los haraganes disfrazados de mendigos, sino a los mendigos verdaderos.
En resumen, nuestras conclusiones sobre el debate suscitado por el decreto de la Intendencia relativo a la mendicidad, son las siguientes:
1ª No hay derecho para prohibir la mera vagancia, porque el vago no es más que un hombre que pasea absteniéndose de trabajar, y porque no hay ley ni razón ninguna que prohíba a ese hombre que se pasea o que lo obligue a un trabajo continuo.
2ª La mendicidad a domicilio no puede ser prohibida en justicia, porque ella no es otra cosa que la manifestación de la pobreza y porque la pobreza no es un delito. Esta prohibición, que siempre sería injusta, es más que injusta, verdaderamente cruel, cuando se dicta en una ciudad que no cuenta con los asilos suficientes para albergar a todos sus pobres, ¿por qué entonces se pone a los pobres en la terrible alternativa de perecer de hambre o de ser conducidos a la cárcel como criminales?
3ª Es justo y conveniente castigar a los ociosos que, no siendo verdaderamente desvalidos, hagan de la mendicidad un negocio; pues éstos, fingiendo títulos que no tienen para ser socorridos, son estafadores públicos y caen por lo tanto bajo la jurisdicción de la autoridad que castiga a todos los estafadores.
4ª y última. Es preciso que autoridades y particulares, convencidos de que el pauperismo es una gravísima enfermedad social, se esfuercen por combatirlo, no en sus manifestaciones sino en sus causas, y que convengan con nosotros en que, siendo sus causas la ignorancia y la inutilidad de la instrucción primaria que se da en las escuelas, el remedio está en la generalización y en la reforma de ella.
A propósito del decreto de prohibición de la mendicidad II178
El decreto sobre mendicidad de su señoría el intendente de Santiago ha tenido un eco considerable en la prensa, donde ha encontrado más observaciones que simpatías. Se le atribuyen ataques a la libertad individual, que no vienen de él, sino de disposiciones anteriores. Por eso, cuando se le mira bien, se ve que hay en el fondo más acuerdo del que aparece a primera vista, entre los propósitos del decreto y los deseos de sus impugnadores.
No es el decreto del 1 de mayo el que ha consagrado delito la vagancia ni el que inicia la persecución de la mendicidad. Delito y persecución vienen de antiguo.
Ahí está el supremo decreto del 16 de agosto de 1843 que dispone más o menos lo mismo que el decreto de la intendencia de Santiago del 1 de mayo de 1872, ya no como éste, para un departamento, sino para el país entero. El artículo 5º de aquel decreto establece que «el gobernador departamental remitirá al juez competente del departamento a todo individuo que se encuentre pidiendo limosna sin licencia en la forma prevenida, para que sea enjuiciado y condenado como vago, en conformidad a lo dispuesto por las leyes». El artículo 4° del propio decreto «prohíbe mendigar en los pueblos donde exista hospicio de mendicidad».
En consecuencia, el decreto de su señoría el intendente de Santiago nada ha innovado y es sólo un reflejo del decreto supremo de 1843, que vivía olvidado. Así pues, no hay motivo para presentar a su señoría como al inventor del delito de mendicidad ni del delito de vagancia. El delito de vagancia existía antes de él.
¿La vagancia es un delito?
No, decimos nosotros; pero en el entretanto, no es al intendente de Santiago a quien corresponde borrarlo de nuestra legislación. Eso corresponde al legislador.
Fuera de ahí, nada quiere el decreto de mayo que también no quieran sus contradictores. Ese decreto quiere con ellos que la mendicidad sea el derecho exclusivo de los verdaderos miserables; quiere con ellos que se socorra la miseria real; quiere con ellos que los ociosos y los bribones no despojen a esa miseria de los dones de la caridad.
¿Cómo llegar ahí sin prohibir la mendicidad que no justifica su miseria?
La cosa es perfectamente imposible y bien lo comprenden los contradictores del decreto, pues uno de ellos, el Independiente, pide previsión y represión contra la falsa mendicidad, y el otro de ellos, la República, pide algo muy parecido.
Dice este diario:
«Fórmese un registro en la policía de todos aquellos que verdaderamente son inválidos para el trabajo, déseles una patente en que conste su nombre, filiación, etc., etc. y no se permita que otros, fuera de los patentados, reclamen la caridad pública. Póngase energía y vigilancia en el cumplimiento de una orden de esta naturaleza y sin crueldad, sin atropello de principios y garantías, habrán desaparecido los mayores inconvenientes de la mendicidad.
El número de mendigos que pulula actualmente por nuestras calles, asusta porque entre ellos se ocultan centenares de bribones. Redúzcase ese número a los verdaderamente imposibilitados para el trabajo, y se verá que la plaga es mucho menor de lo que se supone.
Si hay pordioseros repugnantes por sus enfermedades que se les conduzca a los hospitales, para ello habrá siempre razón; si los hay que molestan con sus cantinelas, prohíbaseles gritar si esto es posible; hágase todo esto, pero no vayamos, como decía el Independiente de ayer, a empeorar la tristísima y dura condición de esos infelices arrojándoles a un hospicio que siempre es una especie de cárcel y donde no serán nunca tan bien atendidos como lo desea el señor intendente».
Pero, lo repetimos, la República olvida que su señoría el intendente de Santiago no puede derogar un decreto supremo y que hay un decreto supremo, el decreto de 1843, que es terminante a ese propósito. Manda lo mismo que el decreto del 1 de mayo de 1872.
En buena verdad y en buena justicia, no es el decreto de mayo el que debe condenarse, sino el decreto de 1843 de donde aquel arranca. Los mendigos que hoy andan a caza de los óbolos de la caridad sin permiso competente, ejecutan un acto ilegal, son verdaderos delincuentes dentro del criterio administrativo.
Mal criterio que condenamos entre los primeros. Siempre creeremos que la represión no basta para extirpar la mendicidad. La experiencia está con nosotros. Prender al mendigo, enviarle al hospicio cuando es valetudinario, ponerle a disposición de la justicia cuando es un hombre en salud, son procedimientos que pretenden destruir la causa aplastando al efecto. Vamos a la causa.
Pero, en el entretanto, ¿se ha meditado en las consecuencias que acarrearía la absoluta libertad de mendigar? Traería un colosal acrecentamiento de la mendicidad; harta de la mendicidad un oficio que se transmitiría de padres a hijos, como ha sucedido en Bélgica y como ha sucedido un poco entre nosotros. Habría familias mendigas como hay familias nobles. Semejante estado de cosas es contrario a la seguridad social y a la prosperidad social. De ahí las tremendas represiones ejercidas contra la mendicidad. El mendigo ha llegado a ser en algunas épocas hasta reo de muerte. Crueldades inútiles. La mendicidad vivirá mientras la imprevisión reine y gobierne entre los conductores de los pueblos.
Por eso no hemos creído en la eficacia del decreto de su señoría el intendente de Santiago, si sus medidas represivas contra la mendicidad no venían auxiliadas por medidas de previsión. La represión nada vale por sí sola. Ahí está el decreto de 1843. Nadie lo cumple y casi nadie lo recuerda.
La represión por sí sola es un remedio peor que la enfermedad. El mendigo perseguido se hará ladrón. El mendigo aprisionado, convertido en delincuente y colocado en la sociedad de los delincuentes, aprenderá a tener el valor de robar, si antes no se le enseñaba a tener el hábito del trabajo.
Es necesario que la represión busque su eficacia en la previsión. Es de gracia que se lo olvide de ordinario. La autoridad se imagina que castigar vale tanto como prevenir. Así, mientras persigue al mendigo, al ladrón, al asesino, al ocioso, esa primera materia de todos los delitos, no se cuida de ir a las causas de la mendicidad, el robo, el asesinato, la haraganería.
De esta manera su obra vale tanto como el decreto de Rosas contra las falencias, oportunamente recordado por el Independiente. Rosas ordenaba fusilar a los fallidos, en lugar de procurar que hubiera confianza en la estabilidad de sus instituciones. Reprimir sin prever vale tanto como matar a los apestados para concluir con la peste. Los apestados se van, pero la peste se queda: vive en sus gérmenes.
El señor intendente de Santiago, aprovechándose tal vez de la holganza que proporcionó a su febril actividad el último aguacero, ha escrito algunas cuantas líneas en defensa del decreto que expidió prohibiendo la mendicidad y cuyos inconvenientes nos creímos en el deber de manifestar en compañía de varios de nuestros colegas de la prensa.
Muy reconocidos al honor que nos dispensa el señor Vicuña Mackenna oponiendo los fundamentos de su decreto a las críticas que nosotros le habíamos dirigido, vamos a permitirnos, sin embargo, manifestarle cómo es que esas críticas subsisten en toda su fuerza después de los hechos y de las disposiciones legales que alega como concluyentes y decisivas.
Líbrenos Dios de cerrar los ojos ante los hechos para negar su existencia o lo que es lo mismo la veracidad de los que lo afirman. Pero una cosa es reconocer los hechos y otra muy distinta explicar sus causas y deducir sus legítimas consecuencias.
El señor comandante de policía hace saber, por medio de un informe, que desde el 5 de mayo, día en que comenzó a regir el decreto sobre mendicidad, sólo cuatro mendigos se han presentado a la policía, solicitando dos de ellos ser trasladados al hospicio y los otros dos licencia para mendigar a domicilio. La solicitud de los dos primeros fue atendida, y negada la de los dos segundos. Agrega el señor comandante que se han conducido también a la policía dos demanderos que no llevaban consigo sus licencias originales y a quienes se puso en libertad tan pronto como las presentaron.
Tal es la contestación que los hechos han venido a dar a nuestras críticas. Pero esos hechos que nada prueban sobre la justicia, humanidad y legalidad del decreto, no prueban tampoco, en nuestro concepto, que entre la multitud de mendigos que recorrían las calles de Santiago no hubiera más que dos verdaderamente necesitados, es decir, los dos que han sido encerrados en el hospicio.
Todos aquellos que hemos tenido ocasión de tratar con los pobres, de conocer sus gustos, sus sentimientos y sus preocupaciones, sabemos cuán invencible es la repugnancia que sienten por la reclusión, repugnancia que los decide a soportar toda clase de privaciones y miserias antes que resolverse a tomar el camino del hospicio. Aun en medio de su abyección profunda conservan el amor, que es innato en el hombre, a la libertad; amor que en ellos se revela por el miedo al gendarme, por el odio a la placa de la autoridad y por cierta resistencia superior a las privaciones, a las enfermedades y aun a la muerte misma, que los hace sucumbir a la miseria y a la enfermedad, despreciando los socorros del hospital o del hospicio. Ese es el hecho que nosotros oponemos al hecho revelado por el señor comandante de policía. Que ante él revelen otros su extrañeza o su indignación. Nosotros que lo comprendemos, como hombres y como cristianos, si podemos compadecernos, no nos creemos autorizados a indignarnos.
Y luego, dejando aparte esta explicación del hecho alegado por el señor intendente de Santiago para probar que entre nosotros no existen verdaderos mendigos, y pasando a otra clase de consideraciones, nos atrevemos a preguntar: ¿si se cree que aun existiendo en muchos pobres la voluntad de ir al hospicio, habría en todos ellos la posibilidad de encerrarse? El señor Intendente muestra cierto asombro en presencia del mendigo que habla de sus obligaciones de familia y de la necesidad de mantener a otros seres que viven bajo su dependencia. ¡Cómo si la familia fuese siempre una fuente de recursos y no muchas veces una pesada carga! ¡Cómo si los hechos no nos dijesen que los pobres más dignos de limosna, son precisamente aquellos que, incapaces de ganar su vida, tienen, sin embargo, a su cargo la vida de otros seres más incapaces, más desvalidos y más desamparados todavía!
Nadie más que nosotros comprende todo lo que hay de pernicioso y de funesto para el porvenir de la sociedad en esas familias que se forman, se educan y se desarrollan en la ignorancia, en la miseria y en la corrupción: nadie como nosotros deplora esa triste necesidad; pero entretanto, el hecho existe y mientras no sepamos prevenirlo continuaremos negando a la autoridad y a la sociedad misma el derecho de reprimirlo. Cuando la autoridad en vez de contestar al pobre que se niega a ir al hospicio alegando la obligación que tiene de sostener a su familia, como contesta ahora: ¡que esa familia os mantenga!, pueda contestarle ofreciéndole para esa familia asilo, trabajo y educación, entonces tal vez se discurriría lógicamente presentándonos la escasez de personas que voluntariamente reclaman un lugar en el hospicio como una prueba concluyente de la escasez de pobres que hay en nuestra capital.
Si contra estas observaciones se objetase la razón de la necesidad y del hambre, más fuertes que la repugnancia contra la clausura y que los afectos de familia, si se añadiese que desde que se puso en vigor el decreto; no se sabe de pobres que se hayan muerto de hambre, nosotros contestaríamos sin trabajo, que los pobres han seguido pidiendo limosna a domicilio a pesar del decreto, y que los que no son pobres, a pesar del decreto han continuado dándola. Puede ser que desde el cinco acá, con la prohibición, se haya logrado espantar algunos pillos; pero en cambio, ¿quién podría asegurarnos que desde el cinco acá por causa de esa prohibición, no hayan caído al suelo, al par de las goteras de los ranchos agujereados, muchas lágrimas de ancianos, de niños y de mujeres? ¿Quién podría decirnos si al compás de la lluvia no han oído las quinchas de esas tristes moradas los suspiros del dolor que se resigna, o las voces de la desesperación que estalla en maldiciones y blasfemias? No son más que hipótesis contra las cuales nada pueden los informes oficiales ni los hechos en que ellos descansan ni la sanidad de los propósitos que busca en ellos una justificación y tal vez un consuelo.
Eso y nada más que eso, lo que deseábamos contestar a las afirmaciones prácticas que ha opuesto el señor Intendente a nuestras críticas y a las críticas de algunos de nuestros colegas. En cuanto a las razones legales, nuestra contestación será todavía mucho más breve.
Para probarnos la legalidad de su decreto, el señor Intendente exhibe algunos decretos anteriores; y para demostrarnos que la vagancia es un delito, se da el trabajo de copiar algunas disposiciones de la legislación española.
Por lo que respecta a los antiguos bandos de policía, el señor Intendente sabe mejor que nosotros que ellos no son leyes y que no pueden por lo tanto alegarse como prueba de legalidad del decreto del primero de mayo. Siendo actos de una misma naturaleza, era evidente que al objetar la legalidad del último, objetábamos la legalidad de todos ellos, y que las citas que se traen a colación no constituyen un argumento en nuestra contra.
Para saber si lo constituyen las leyes de Toro y las pragmáticas de Felipe II y de Carlos III es preciso empezar averiguando si esas leyes están o no vigentes.
El señor Vicuña Mackenna, bajo la fe de su palabra, nos asegura que lo están, y nosotros, con su permiso, nos permitiremos asegurarle que no tienen en la actualidad valor alguno.
Esta cuestión de la vigencia de las leyes españolas nos ha preocupado muchas veces, y nuestros lectores saben en qué sentido la hemos resuelto. Declarar vigentes todas aquellas leyes que no han sido expresamente derogadas, nos parece un tanto peligroso, sobre todo para los señores que se precian de librepensadores. ¿No ha pensado muchas veces el señor intendente de Santiago que busca en el fárrago de la legislación española armas contra los pobres, qué sería del país, qué sería de él mismo si, suponiendo un imposible, llegasen a ponerse en vigor todas las leyes de Toro, las pragmáticas y las reales cédulas que no han sido hasta ahora expresamente derogadas?
Para nosotros cada vez que esas leyes contradicen la letra o el espíritu de nuestra Constitución política, cada vez que se encuentran en pugna con los principios proclamados en ésta, no tienen más valor que las leyes de Minos, de Licurgo, de Solón o de Justiniano.
Por eso es que, conociendo las leyes, las pragmáticas y reales cédulas que se nos citan, o sospechando por lo menos que existieran (ya que en el arsenal de la legislación española hay armas para todas las causas) nos habíamos atrevido a afirmar que el decreto en que se prohíbe la vagancia y la mendicidad era ilegal: ni más ni menos que calificaríamos de ilegal un decreto que viniera a imponer penas a los judíos, a los usureros, a los brujos, etc., fundándose en las leyes españolas. Y esto, no precisamente porque estas leyes hayan sido derogadas de una manera explícita, ni porque la Constitución permita expresamente creer que el Mesías aún no ha venido, o dar dinero o a interés, o celebrar pactos con el Diablo; sino porque los principios proclamados por la Constitución derogaron implícitamente las leyes que se oponían a aquellas creencias y prácticas.
Esto es precisamente lo que ha pasado con la vagancia. Que la prohibieran los monarcas españoles, que se creían facultados para señalar en las fábricas la calidad de las telas, su ancho y su color, en las tiendas el precio de las mercaderías, en los hogares el traje de los hombres y de las mujeres, y en general en todas las partes el número, peso y medida de cuanto se pensaba, decía, escribía o ejecutaba, nada tiene de extraño. Pero que hoy día, cuando todos tenemos una noción clara del derecho, cuando todos tenemos la libertad y el deber de señalar a la autoridad los límites de su misión y los medios de realizarla, se pretenda sostener aquella prohibición, transformando en delito el derecho que tiene todo hombre para pasearse y para no trabajar, es algo que choca y que causa extrañeza.
Digan lo que quieran las leyes españolas, andar por la calle sin hacer nada no es un delito, porque no delinque quien no atropella ningún derecho ajeno. Mucho menos la vagancia puede constituir un delito en el pobre y ser un acto lícito en el rico como se deduce del decreto de la intendencia, porque en Chile no hay ni puede haber dos clases de leyes, unas para los hombres de levita y otras para los hombres de poncho, unas para los que vayan en coche arrastrando suntuosos equipajes y otra para los que vayan a pie cubiertos con los harapos de su miseria.
Opinamos, pues, sin gastar para ello mucha arrogancia contra la teoría de las leyes de Toro, de Felipe II y de Carlos III, y no vemos en sus disposiciones con respecto a la vagancia sino otras tantas muestras del atraso de los tiempos y de la omnipotencia de la autoridad que todo lo invadía. No así en cuanto a todos los tratadistas antiguos y modernos cuya opinión, aunque de paso, se invoca en nuestra contra.
No conocemos a todos los tratadistas antiguos, ni aun siquiera a la mayor parte de los modernos; pero agradeceríamos mucho que se nos citase algún autor verdaderamente ilustrado de este siglo que sostuviese que existe en la autoridad derecho y justicia para castigar al hombre que se pasee por las calles o los lugares públicos.
La verdad es que los tratadistas modernos y las legislaciones modernas, incluyendo nuestra Constitución de 33, reconocen el derecho que tienen todos los habitantes de un país para moverse, pasear, viajar, ir, venir, entrar y salir, sin otra limitación que el derecho de tercero, y que el decreto de 1 de mayo no puede sostenerse sino buscando entre las ruinas de la legislación española, algunos viejos y apolillados puntales, más propios para el fuego que para apuntalar actos de un mandatario que se precia de liberal y de ilustrado.
La transformación de los barrios pobres II179
Está bien que se combata la epidemia y se procure libertarnos en el porvenir de sus irrupciones. Pero en el entretanto, es preciso precaverse de sus intemperancias del buen deseo que formulan pretensiones realmente enormes.
Tal es la que querría la destrucción del rancho por mandato de ley.
Nos hemos contado de los primeros para reclamar la transformación de los barrios populares, que son una incesante amenaza de epidemia, focos de infección material y moral, donde los cuerpos no tienen medios de desarrollarse y las almas sólo hallan oportunidad de pervertirse.
Pero, a pesar de eso, ¿de dónde arrancar el derecho de decir al propietario de un rancho que le convierta en habitación salubre, ni en el derecho de decir al alquilador que lo abandone y vaya a vivir salubremente? Habría en ello una arbitrariedad irritante. Si el propietario no contaba con los medios de reconstruir, hele ahí privado del uso de su propiedad. Si el alquilador no tenía como pagar un hogar más caro, hele ahí lanzado a la calle y en la necesidad de llamar a la puerta del hospicio. Esto no es posible. Entre un rancho y nada, vale más un rancho.
A la verdad que la cosa no merece gastar tiempo en discutirla.
Aun cuando hubiera un Congreso bastante atolondrado que consagrase ley la demolición del rancho y la expulsión inmediata de sus moradores, la autoridad vería muy pronto de manera práctica la imposibilidad de convertir en hecho semejante ley.
Pero se dirá que la transformación de los barrios pobres es indispensable, pues va en ello la salud de una gran ciudad.
¡Cierto! Mas ahí se puede llegar sin caer en medidas desatentadas. ¿Por qué no levantaría el municipio un empréstito para la compra y la transformación de esos barrios? Su empréstito sería fácilmente cubierto y el municipio haría con él el bien de la ciudad y el provecho de su arca. Y si así no fuera, ¿cómo ir a imponer a ciertos propietarios pérdidas de consideración, un verdadero tributo, en homenaje a la mayoría? La justicia está en que todos cubran los gastos de la transformación, pues todos van a usufructuar de ella; y no en que sean unos cuantos quienes cubran la cuenta de la ventaja de todos.
La transformación de los barrios pobres por mandato de ley, sería ataque al derecho de propiedad, carga para unos cuantos, muchas familias sin albergue, alza en los alquileres. La habitación que hoy cuesta un peso, costaría entonces dos, cuando menos; pues el propietario querría reembolsarse pronto y con abundancia del capital invertido; y acaso no sin razón. Ora habría distraído ese capital de una colocación ventajosa, u ora habría tenido que tomarlo a préstamo en condiciones onerosas. Mientras tanto el municipio, merced al empréstito, puede hallar capitales a mejor interés que un propietario cualquiera, y como persigue la ventaja de la ciudad antes que una mira de especulación, puede limitar sus exigencias a encontrar el servicio de los intereses y de la amortización del empréstito. Además, procediendo él a la transformación, será posible hacerla de una manera metódica, estorbando así aun alzas momentáneas en los alquileres.
Pretender la transformación de los barrios pobres por otro camino que un empréstito del municipio o la libre acción de la iniciativa particular, vale tanto como ir a escalar el cielo, pues los fueros de la propiedad ya no son una vana palabra entre nosotros.
Y después, si hoy se ordena por mandato de ley y en nombre de la salud pública, a los dueños de ranchos que los demuelan y a los dueños de conventillos que los mejoren, ¿por qué no se ordenaría mañana a los dueños de casas demasiado altas que echasen por tierra sus segundos pisos, que en las calles estrechas son una amenaza de morir aplastado en un terremoto, y que son todavía poca luz, poco sol, poco aire, poca salubridad?
Es jugar con fuego intentar por mandato de ley la transformación de los barrios pobres. Si el municipio no los transforma acudiendo al empréstito, o los transforma la iniciativa particular, no hay otro remedio de llegar a ese resultado -medio lento indudablemente-, que hacer la cruzada de la limpieza.
La limpieza no se decreta, y decretada es un decreto al aire, a menos que la autoridad vaya a someter a los ciudadanos a incesantes visitas domiciliarias. Y todavía, ¿qué podría responder al que le dijera que llevaba harapos porque no tenía medios de comprarse un traje mejor, ni al que le observara al irle a expulsar de su rancho, que ello era ponerle en medio de la calle?
La salud pública es una buena cosa, pero el respeto al derecho es mucho mejor que ella.
Como lo observa el Independiente, «para concluir con los ranchos, donde actualmente viven nuestros pobres, no hay más que un medio, y este medio es construir antes habitaciones más higiénicas para ofrecérselas a lo más por el mismo precio que pagan por las infectas, húmedas y miserables que actualmente habitan».
¿Puede imponerse a los propietarios tal deber? Ello sería llegar a las más intolerables extremidades de la arbitrariedad: tendríamos la tasa de los alquileres. Cordura, practicabilidad, justicia, aconsejan no jugar tal juego. La derrota de la autoridad sería segura.
Sólo el municipio o la iniciativa particular pueden hacer el bien que se persigue, y estamos ciertos que alcanzando buenos provechos. Para convencerse, basta averiguar que dejan hoy los alquileres aun en los barrios más pobres.
Atrévase el municipio a levantar un empréstito, y la cuestión quedará resuelta sin daño para nadie. Y aun cuando hubieren pérdidas, ello no debe arredrarle. El presupuesto del bien de todos debe ser cubierto por todos.
Odioso impuesto para los habitantes de Chiloé180
Acaba de presentarse a la Cámara de Diputados un proyecto increíble cuando menos.
Véase si no tenemos razón.
Pretende imponer a los habitantes de la provincia de Chiloé, desde la edad de veinte años hasta la de cincuenta años, la obligación de prestar su trabajo personal para la apertura de vías públicas, su construcción y mantenimiento, durante cinco días en cada año. Podrán eximirse de ese servicio los que envíen un reemplazante o paguen cincuenta centavos por cada día de exención. Quedan igualmente exceptuados, sin cargo alguno, los que tengan imposibilidad física o moral, mientras esa imposibilidad dure, si es transitoria.
Se nos imagina que basta exponer las disposiciones del proyecto para comprender toda su enormidad. Crea un impuesto odioso porque es servidumbre, odioso porque es desigualdad, y odioso todavía porque impone a los habitantes de una provincia la capacidad de ser gañanes; pues no se trabaja en la apertura, construcción o mantenimiento de una vía pública sin tener la fuerza, la resistencia, los hábitos de un gañán.
¿En Chiloé todos son gañanes? Si no lo son, el proyecto decreta gañanes a todos sus habitantes, desde que les impone una obligación personal que sólo el gañán puede desempeñar.
Sería curioso ver a un mercader, un zapatero, un platero, un carpintero, un pintor removiendo la tierra de una calzada. Se desempeñarían a las mil maravillas.
Pero se les deja exención, dirá el increíble autor del increíble proyecto que discutimos.
¡Cierto! Pero la exención es ora un impuesto de dos pesos cincuenta centavos en cada año, carga considerable para los habitantes de cualquiera provincia; u ora el envío de un reemplazante hábil, que valdrá lo mismo o poco menos en monedas.
Y después, ¿la mayoría no tendría buen derecho para asilarse en la excepción de imposibilidad física o de imposibilidad moral? Un hombre sin el hábito de los trabajos corporales, se halla imposibilitado físicamente para ellos. Hay todavía imposibilidad física e imposibilidad moral para improvisar gañán al comerciante, al letrado, al industrial, a todo aquel que nunca ha sido gañán. Además, decretar gañanes a todos los habitantes de una provincia, es algo que no cabe en cabeza humana, es odioso, grotesco, imposible; es someterlos al trabajo forzado del galeote.
¿Cuál es el crimen de los habitantes de Chiloé? ¿No tener ni buenas ni malas carreteras? Pero eso no es su culpa desde que pagan su parte de impuesto como los demás contribuyentes.
El autor del proyecto asegura que el servicio personal ha existido por esas regiones. Nadie se lo negará. Pero debió averiguar por qué había desaparecido. A haberlo hecho, se habría libertado de la desgraciada idea de presentar un proyecto que será toda una fiesta para la gente risueña y amiga de divertirse con la necedad humana.
Su señoría cree que ese servicio se ha ido porque la ley no lo consagraba, porque se le exigía sin tasa y porque era poco equitativo, pues le soportaban tan sólo los soldados de la guardia nacional, a quienes se alistaba para convertirles en gañanes y no en soldados.
Pero aun cuando hoy la ley consagrara ese servicio y tuviera tasa, todavía sería desigual, pues sería abrumador para los que no tienen los hábitos del gañán y concluiría por pesar, como antes, sobre una parte de los contribuyentes. ¡Y qué contribuyentes! Aquellos más desheredados. Los demás se acogerían a la imposibilidad física o a la imposibilidad moral.
Figurémonos por un momento que el Congreso, en un mal cuarto de hora, perdiera su tiempo en hacer ley el proyecto de su honorable camarada, ¿cómo se entendería la autoridad con el hombre que dijera: no sé manejar una azada, no tengo salud, fuerzas ni hábito de manejarla, y no tengo todavía medios de pagarme un reemplazante? ¿Se le haría ir al trabajo? Y si no trabajaba, porque no podía trabajar, ¿se emplearía el látigo del mayoral contra él? Hele ahí siervo. Es el caso de preguntar, ¿quién pondría el cascabel al gato?
Si Chiloé no se amotinaba sería un pueblo de marmotas. Si se amotinaba, ¿quién se atrevería a condenar su rebelión?
Cuando un proyecto como el que venimos discutiendo llega a la Cámara, consideramos urgente que se establezca en sus secretarías un nuevo archivo, -el archivo de los proyectos grotescos; que será indispensable hacerlo bien espacioso, si la reforma electoral no viene a depurar nuestro personal parlamentario.
Pero ya es tiempo de doblar la hoja.
Enviamos al proyecto nuestra más sincera carcajada.
La transformación de los barrios pobres III181
La reconstrucción de los hogares de la pobreza preocupa a Santiago y preocupa vivamente al presidente de nuestra edilidad. La visita que acaba de practicarse en ellos confirma cuánto sobre ellos dicho: son focos de infección, de muerte, de vicio, almacenes de depósito para proveer de víctimas a las cárceles y a los hospitales. Santiago no encontrará salubridad mientras no desaparezcan tales focos de infección.
Pero todo presagia que desaparecerán.
Ya se han establecido las bases de una empresa que, llevada a término, dará a Santiago barrios pobres dignos de una gran ciudad civilizada y previsora.
Según las bases propuestas, la caridad y la especulación podrán darse la mano. Ello es perfectamente cuerdo; pues, a pesar de todas sus generosidades, nuestra caridad nunca podrá procurar los millones que reclama la empresa sino con lentitudes deplorables. Llamando a la especulación, sin cerrar la puerta a la caridad, ya es otra cosa. Las limosnas vendrían despacio. Los accionistas vendrán de prisa; pues la construcción de habitaciones obreras es un buen negocio, como lo prueban los gruesos beneficios que hoy obtienen los dueños de rancherías y los dueños de conventillos.
Por eso creemos con la comisión informante que no se necesita asegurar a los capitales que se inviertan en la obra la garantía de un interés.
Si la sociedad constructora debe constituirse en Santiago y ser una sociedad local, doméstica en cierta manera, sus acciones no irán a colocarse en el mercado extranjero mientras ese mercado no toque las ventajas de la especulación. Entonces la garantía de un interés será innecesaria, y antes de esa hora no tendrá ventaja ninguna.
En cuanto a las concesiones que la comisión informante reclama para la empresa, todas nos parecen perfectamente justas, porque redundando en su provecho particular, redundarán ante todo en provecho de la localidad. Interés particular e interés general se servirán mutuamente.
Además, las concesiones que se solicitan no son considerables.
Vamos a verlo.
Se pide exención de alcabala en las compras de terrenos; se pide agua potable en la medida de veinticinco litros por habitante, obligándose la empresa a construir baños gratuitos; se pide policía de seguridad, policía de aseo, alumbrado, libre de todo gravamen; se pide al Estado la donación de los árboles necesarios para las plantaciones; se pide, en fin, exención del derecho de timbre.
No descubrimos qué podría observarse contra estas concesiones.
El Estado, cobrando la alcabala, vendría a pesar sobre la empresa, en lugar de protegerla.
La municipalidad, vendiendo a la empresa el agua potable, vendría a especular con la salubridad, cuando su deber está en servir a la salubridad.
Otro tanto decimos respecto a la policía y alumbrado.
Este impuesto, que valdría para la empresa fuertes sumas anuales, no valdrá para el municipio sino gastos de poca trascendencia. Gracias a las reconstrucciones, su policía de seguridad y su policía de aseo serán mucho más fáciles y mucho mejores que hoy. Serán policía buena y policía barata. Y quién sabe si no significarán para más tarde una economía. ¿Cuánto costaría vigilar y alumbrar grandes barrios pobres en sus actuales condiciones, cosa que cada día va haciéndose más necesaria? Mucho más, indudablemente, que cuando esos barrios ya no sean laberinto, encrucijada, callejuela, desorden de habitaciones. Y dar a esos barrios una buena vigilancia, ¿no es mejorar la vigilancia de los barrios centrales que pagan el impuesto?
Respecto a la donación de árboles y a la exención de timbre, se nos imagina que ésas son mercedes que no merecen discutirse.
Municipio y Estado harían un buen negocio subvencionando la empresa de construcción. Entonces, ¿cómo podrían vacilar en hacerla mercedes que son sencillamente renuncia a provechos que no alcanzarían sin la empresa y que valen menos que las ventajas que la empresa promete? ¿Cuánto cuesta cada año al Estado, hospitales, hospicios, casas de expósitos, cárceles, presidios? ¿Cuánto le cuesta cada epidemia? La reconstrucción de los barrios pobres limitará esos gastos, y las mercedes que haga en su provecho no sería raro que fuesen cubiertas, en parte cuando menos, por las economías que le procurarán.
Figúrese a Santiago rodeado de barrios pobres que sean limpieza, aire, luz, sol, árboles, calles, avenidas, plazas. ¡Qué alegría! Será vestir de fiesta a la pobreza.
La reconstrucción de los barrios pobres será la regeneración de las clases pobres, que encontrarán hogares salubres, hogares que predisponen a la alegría, a la dicha honrada, y en su vecindad la escuela, el templo, la caja de ahorros, en lugar de la chingana, el bodegón o el garito. Todo invitará ahí a la honradez, la limpieza, la piedad, a los placeres del hogar y de la familia. Los pulmones respirarán bien, los corazones palpitarán mejor, habrá horizonte para el alma, atmósfera para la inteligencia. Esos hogares serán una especie de Beocia trabajadora. Tendremos la transformación moral y la transformación material de Santiago.
Pero si la especulación particular, tan bien comprendida y tan bien servida por la comisión, no se atreve a emprender la obra, insistimos en que la emprenda el municipio, como fue nuestra primera idea y es todavía nuestra idea. Puede hacerlo sin riesgo alguno y dando serias garantías a los tenedores de su deuda.
Si, por desgracia, el municipio no encuentra en el país los capitales necesarios para realizar la empresa, creemos todavía que no habría temeridad en que el Estado contrajera un empréstito e hiciera préstamos de él al municipio. Ese empréstito sería cubierto sin dificultad en el servicio de sus intereses y en el servicio de su amortización.
Querer es poder. Atreverse es triunfar. Para querer y triunfar basta en este negocio con hacer un simple cálculo aritmético: qué costará la tierra, qué costarán los edificios, qué producirá su alquiler en escudos y en bienes.
Hágase ese cálculo.
I
Érase un hombre alto de cuerpo, de largas piernas, encorvado más por la edad que por los sufrimientos, de andar lento y pausado, de ojos hundidos y de mirar cabizbajo y pensativo, de rostro flaco y pálido y de cabello blanco como la nieve. Con un tesón sin igual había pasado los años de su vida trabajando día y noche.
Los vecinos veíanle salir por la mañana, ir al mercado, comprar allí su comida, escatimando hasta el menor centavo; veíanle después volver cargado con la carne y las legumbres para ahorrar el salario del ayudante. Su casa pasaba cerrada; él mismo se servía. Su ropa por lo raída y rota anunciaba decenas de años de un incesante trabajo; sus codos, rotos también, estaban zurcidos por una mano poco diestra, la suya propia, y en sus faldones apenas si se conocía el color primitivo. En la noche notábase luz hasta muy altas horas. El hombre velaba contando el dinero. De todos desconfiaba y en cada negocio en el cual él veía que podía lucrar un centavo, una sonrisa cruzaba sus delgados labios. ¿Su nombre?... no tenía nombre, llamadlo si queréis Artifex el que trabaja.
Pues bien, un día Artifex sospechando que le pudiesen hurtar aquel dinero, que tantos insomnios le costaba, encerrolo en una caja y en el patio de su casa cavó un foso y sepultó allí aquel tesoro, más caro para él que su vida. Miró, observó, registró todo y escuchó si en el silencio de la noche podía sentir alguna voz o algún paso que le indicase que alguien tenía aún abiertos los ojos, pues temía que se le viese dejar allí al hijo de sus entrañas. No importaba la distancia; la malicia a veces conoce las cosas que pasan a centenares de millas. Después de meditar, guardó su oro y se recogió en puntillas a su pieza.
Mas, al mejor zorro se le va la presa. Dios sólo sabe cómo hacía días que unos pillos intentaban asaltar al buen hombre. Esa noche era la convenida para dar el golpe. El pobre Artifex sin querer les había entregado ese oro que le deslumbraba. Jamás había sonreído, jamás había amado, ni la desgracia ni el placer tenían eco en su alma; el oro sólo le hacía entreabrir sus labios para dar lugar al gozo; el oro, sólo el oro le hacía soñar, reír, llorar, pensar y cavilar.
Esa noche la madre y la amada cayeron en manos ajenas.
A la aurora siguiente Artifex levántase precipitadamente a ver su oro. Él ya no existía. Tocó el suelo, removió varas de varas, registró su casa, pensó y cuando se cercioró de que su cofre había sido hurtado, aquel hombre, por primera vez, prorrumpió en amargo llanto. Largo rato lloró y al fin salió a las calles dando voces: ¡al ladrón! Los vecinos alarmados con aquellos lastimeros y doloridos gritos, se le juntan y él, en medio de los lloros y lamentos, de los ayes y de los más minuciosos detalles, los conduce al patio.
De aquí, de aquí me lo han robado, decía. Soy pobre, soy pobre como nadie y me han quitado la comida; soy viejo y no puedo trabajar. ¡Sólo me queda la muerte!... ¡Ah!, ¡el ladrón!, ¡el ladrón!
Algunos se enternecieron, pero otros se retiraron diciendo: era un avaro. Entre éstos, alguien le dijo: ¡Y bien! ¿Qué sacabais con el oro? Vivía, respondió Artifex, brillando en sus ojos la esperanza. ¡Ah, señor anciano, señor guardián, yo os daré vuestro oro! Tomad esta piedra, colocadla en el foso, tapadlo bien e idos a dormir. De noche la vigiláis, de día la contempláis... ¿No produce el mismo efecto?
La moraleja es antigua. El fabulista decía: «Esta fábula demuestra que la posesión de las cosas sin el goce de ellas nada vale».
¿Ya qué esta fábula?, me diréis. ¿A qué? ¿No lo sospecháis? Sois el maestro Artifex, tenéis el oro, que es el trabajo, la fuerza, la inteligencia y los medios de ser feliz, y no lo usáis, y ya el ojo del pillo brilla como el del zorro... quien sabe si cuando atinéis a custodiar el tesoro, se os ofrezca una piedra para que la guardéis.
Mostraros este tesoro y los medios de usarlo, tal será el tema de esta conferencia o más bien dicho: cuál es la actual condición del obrero, cuáles los medios para reformarla y en qué consisten.
II
Nace el hombre, tal es su triste condición, y el que va a tener el brazo fuerte y musculoso, el pecho robusto, ancho y erguido como su alma es arrullado desde la cuna, lecho de los felices e inocentes sueños, por la ignorancia y el trabajo, por el beso de la madre y muchas veces, ¡ay!, por la miseria y el hambre. Allí, en la casa, crece y vegeta sin saber nada, ignorándolo todo. Allí aprende, apenas, el rezo con que la madre encomienda su alma para el ángel de la guarda, después de haber oído durante una noche, en una pieza oscura, alumbrada por la vacilante y amarillenta luz de una vela, en medio de un silencio triste y sombrío, los cuentos de brujas, los famosos milagros de algún nuevo santo, o las historias increíbles de los acontecimientos, de los sucesos diarios o de los hombres.
La esfera de pensar en nada ha aumentado, en nada ha cambiado. De los inocentes juegos de la niñez ha pasado a creer sin saber por qué cree, a obrar porque así le enseñaron, a trabajar porque ésa es la ley cruel y dura de la miseria, porque ese, ¡ay!, es el maldito y triste destino del hombre. Todo lo ignora y todo lo admite, y cuando a los sucesos que lo espantan se les da una explicación racional, después de oírla, una sonrisa de incredulidad cruza sus labios y murmura: ¡Ésos son cuentos!
La mayor parte cree que más vale no saber y piensa que el salario es para apagar el hambre y que el trabajo es para pasar la vida, ley que el rico da, que no da Dios; ley que a ellos sólo toca y que no es ley por consiguiente; que su destino es vegetar y no levantarse. La ignorancia forma sus almas, la necesidad guía sus brazos. Armado así marcha y marcha en aquel sendero de la vida en que, según la expresión de un poeta,
...cada cual alguna cosa deja | |||
La oveja su blanca lana, el hombre su virtud. |
Ignorando todo, el trabajo llega a ser para él no una ley santa y noble, ni una necesidad del alma, menos la vida, es sólo la tarea diaria que lo saca de la inercia por el hambre para ganar un salario que no se cuida de convertirlo en capital, sino que hoy lo bebe, mañana lo empeña y que el santo sábado hace desaparecer. No lo comprende ni lo entiende y por consiguiente el placer no es trabajar sino descansar, es decir, no hacer nada, no pensar nada, no desear nada. No goza trabajando ni descansa trabajando. He aquí de donde ha nacido esa perversa fiesta que celebran casi todos nuestros obreros al poderoso y grande San Lunes.
Así también se ha hecho incapaz de aprovechar los elementos de que dispone para mejorar su posición para adelantar, para descubrir, para hacer más insensible el trabajo físico y más amena la ocupación diaria. Es una máquina cuyos brazos los mueve la necesidad.
Ignorando lo que es el trabajo y no comprendiéndolo, el vicio se enseñorea libremente entre ellos, los acecha, los acaricia, los subyuga y los postra. La bebida mata sus cuerpos y embota sus almas. Su rostro macilento, sus mejillas rojas, sus ojos de mirar vago y extraviado marcan día a día cuál es la noche que pasó el obrero; el juego concluye por robarles el sueño, y las orgías la salud. Muerto el cuerpo mañana va a golpear a las puertas de la misericordia y a pedir una cama para sufrir y para morir.
En este estado, el trabajo decae y se hace improductivo. ¿Qué provecho ha sacado el que ha encanecido su cabeza en la tarea diaria? Muere pobre y deja pobre a su familia. El dinero caía en un pozo sin fondo. El trabajo era sólo el cansancio y el fastidio, y así hoy trabaja solo, porque el obrero vive generalmente aislado, piensa solo, y se reúne únicamente para el juego o la bebida.
Careciendo de honor y de aquella elevación de espíritu que da la educación y el trabajo, todos se creen con derecho para despreciarle, pues lo compran para mirarle en menos; pues lo ven salir ebrio de la taberna, para rechazarle, pues ignora lo que debe saber. La familia de consiguiente, vive y medra bajo la sombra del litre. El hijo ve golpear a la madre, le ve reñir, y muchas veces a él se le trata mal, se le descuida y se le enseña mal. Ese elemento, la familia, vida de la sociedad, ¿qué fruto puede dar, de qué medios puede disponer? De ninguno. La mujer, más ociosa que el hombre, cose, cocina y vegeta. El hijo mientras no puede salir al trabajo, vaga, vive entre el animal y vegeta también. En ninguna parte está el estímulo, el niño no lo conoce, la madre no lo siente. Ella, por su parte, procura gastar lo poco que la embriaguez que embota los sentidos, salvó por casualidad. Allí viven también, la superstición y el fanatismo. Creen las extravagancias mayores y obedecen ciegamente a los consejos de aquellos que piensan que el trabajo es la herencia del pobre, que el pobre es el mejor instrumento para dominar, sostenerse y muchas veces para satisfacer vergonzosos instintos.
Como elemento social indispensable es explotado y no tiene vida, ni creencia, ni pensamiento suyos. Su influencia está en manos de otros hombres, su voz es apagada a su antojo, y su acción tampoco de ellos. La idea porque deben trabajar es hoy una pobre ramera que se entrega al primero que le sonríe en la noche y que entre licor desliza en sus manos el oro.
Como elemento moral está decrépito, es un cuerpo gastado y sin fuerzas que va a pedir vida a aquel que le da alimento o a aquel haciéndolo su víctima, llamándolo hermano, lo domina y lo subyuga tomándole sus almas, dándoles un Dios y mostrándoles un infierno y un diablo, un cielo y un ser de ira y de rabia que hace y dice todo lo que ellos quieren que haga y diga.
¿Sabéis lo que sois? Hubo un día en que el hombre se creyó señor del hombre y desde entonces él, sabio o elegido de Dios, guerrero o noble, os llamó paria, esclavo, feudotorio, obrero, criollo, gañán, pobre y por fin artesano y desde entonces, como Aaswerus, el eterno viajero, porque dijisteis: somos iguales y ésa es la ley, tenemos los mismos derechos, se os marcó en la frente, se os cargó de cadenas y se os condenó a morir y andar, ¡a sufrir y a sufrir! Pasaron los siglos y los siglos vieron al esclavo siempre infame, siempre inerte; pasaron las ideas y las ideas veían azotarlos y venderlos y pasaron los hombres y los hombres les daban con el pie: y el siglo y la idea y el hombre murmuraban: ¡trabajad!, ¡trabajad! Ellos pensaron y sus hijos y los hijos de éstos repetían: ¡trabajad!, ¡trabajad!
Santa palabra, eso es el lema, ésa es la vida, y probad que el hombre cuando trabaja es hombre porque es honrado, porque es virtuoso, porque el sudor honra como empaña la mentira, porque el deber enaltece como empaña la hipocresía. Sea nuestro lema la palabra de ignominia de los siglos, que es destello del cielo, bendición de Dios. Todos han pasado por esa época, todos desde que nacen atraviesan ese bosque sombrío y oscuro, pero algunos salvan y alcanzan al llano.
Demos un guía a los pobres extraviados.
Triste es el cuadro, sombría la condición; pero es cierto. La generalidad, pues hay nobles y honrosas excepciones, modelos de virtud y de constancia, es así y la verdad no hiere cuando se muestra para alentar y enaltecer.
III
¿Cuáles son los medios de reforma? ¿Cuáles los elementos que anulen y borren esta situación?
El obrero es el agente de la producción; el obrero es el hombre que lleva el concurso de su trabajo más o menos material, intelectual y moral cualquiera que sea su condición y su profesión en la sociedad.
Formando una crecida cifra de la población, ella crece como su previsión y su alma. La ruina del trabajo, la ignorancia, la falta de previsión lleva, aumentando la población sin aumentar los medios de la vida, a la miseria. La familia, que debe contar con su trabajo, su conducta y el ahorro, no encuentra sino un trabajo que es la más cruel antítesis del ocio, una conducta hija de un alma inculta y un ahorro que se llama San Lunes. De aquí un paso a la corrupción del taller y así con razón se ha dicho por alguien «la miseria del obrero pende sólo de ellos mismos, de su imprevisión, de la bebida y de la orgía. Si goza de comodidad, es turbulento e indócil».
Como base, pues, de la reforma está la libertad de obrar, de creer, de pensar y juzgar. La atmósfera que necesita el que trabaja es la libertad: si la vida es la acción, la acción sólo se manifiesta cuando la libertad vive, es comprendida y sentida. Y como consecuencia de la libertad, la unión, dando fuerzas, trae mayores conocimientos, mayor poderío, auxilio, socorro y sostén. Jamás la mano del hermano dada con amor ha llevado el veneno de la discordia o el soplo ahogado de la calumnia.
En este campo, y sólo en este campo de la libertad, bajo la salvaguardia de la unión, crece y se levanta ese templo donde la oración es el murmullo de los que aprenden, donde el sacerdote es el libro, el holocausto más puro el alma del niño y Dios, ese ser eterno, inmenso, incomprensible, se traduce por virtud, ciencia, amor y trabajo.
Es la escuela, pues, y la biblioteca la que salva al obrero, radica la familia; es ella la que está llamada a operar la revolución moral, herencia de los héroes, a cimentar la libertad y dar personalidad, vida propia al obrero; es la escuela la que, enseñando el deber, trae el ahorro, la unión, el estudio, es ella la que moraliza al hombre, levanta a la mujer y salva a los hijos porque hace seres morales y conscientes.
Fuera de la escuela, que es la base (y no olvidéis) de las reformas, base necesaria, pues enseña, eleva, depura, voy a enumerar diversas instituciones, todas ellas salvadoras, que traen la unión y que hacen, continuando la obra de la escuela, de todos los obreros un brazo, una palabra, una idea.
Es necesario que cada uno sepa lo que vale y que comprenda que todos necesitan darse la mano. El patrón que conozca al obrero, el obrero al patrón. Ambos tienen los mismos derechos, para ambos la ley es la misma, para ambos la virtud es la honradez, el deber, el mejorarse, el trabajar. Nada más que un contrato los une y que tiene por base la buena fe que da la conciencia honrada. Jamás debe usar medios violentos para conseguir un derecho, porque la fuerza engendra la desigualdad; la lucha trae la miseria y el atraso. No lo olvidéis, somos hermanos y sobre la sangre del fratricida cayó la eterna maldición de Dios y el oprobio de la humanidad entera.
Debemos borrar también otra idea común y es que hay profesiones que infaman o degradan. No hablo, no, del que hace su oficio esparcir la sangre, ni del que vende el honor, o engaña, no; ésos no son oficios, ni son hombres, son los gusanos de las úlceras de la sociedad. En el banquete de la vida el primero y el último asiento son iguales; el que se sienta en brocato o el que se sienta en madera, el que come con útiles de plata o el que come con útiles de cobre, son iguales. El trabajo honrado a nadie deshonra, a nadie rebaja, al contrario, enseñorea y fortalece. ¿Por qué el que imprime ha de ser más noble que el que amasa pan? ¿Por qué el que teje la seda ha de ser más elevado que el que pisa el barro o hace zapatos? ¿Lincoln y Franklin no fueron hermanos?
Si uno es instruido y el otro no, a la verdad hay diferencias, pero si los dos conocen sus deberes, si los dos practican la virtud, decidme, qué los separará? ¿Por qué si ante el cielo son iguales ante el hombre son diferentes?
Otro error aún y es el creer que el premio del trabajo es el ocio. Idea fatal y perniciosa que creída por muchos y practicada por muchos más, tiene por vísperas los sábados y domingos y por fiesta el San Lunes; idea que conduce al derroche y a la pérdida del salario, que trae la miseria a la familia, pues si el salario era menester, ya no existe; y donde vive la necesidad, que con nada transige, que impide el ahorro y fomenta la miseria.
A nadie se le aconseja la austeridad de un anacoreta; no, el placer es parte de la higiene y de la vida, pero no la embriaguez, ni el juego, ni la orgía, ni el ocio, ni el derroche. Eso es pernicioso y fatal.
¿Queréis ver las consecuencias?
En tanto que el hijo gime y la mujer aguarda que el amo llegue ebrio, sienten hambre y frío. Un momento después, oyen en el silencio de la calle sus pasos inciertos y su voz ahogada y ronca. Poco después, furiosos golpes se sienten en la puerta; tiemblan. Más tarde, se fastidia, hiere y maltrata a la esposa y al hijo, hasta que el sueño embota las fuerzas y apenas repara las pérdidas. Su mirada es vaga, su ojo, rojo. Duerme, sólo se oye su aliento escapar con fuerza en medio de palabras entrecortadas. Y esto cuando no es la pendencia en la calle pública en que a la palabra sucede la bofetada, a la bofetada el arma y al arma la vergüenza de la cárcel y, ¡ay!, del que allí entra, porque aprendió el crimen.
He ahí las consecuencias.
Es menester salir del trabajo para leer y estudiar, hablar y discutir; es menester borrar y marcar con fuego la garita, emponzoñar el borde de ese vaso que con el licor lleva el crimen y la miseria, unirse contra el ocio, y hacerle la más cruel, terrible guerra.
Es menester reformar la familia y darle vida, hacer del hogar el lugar de paz, de la mujer la compañera, educarla, instruirla, levantarla, es menester darle el libro y el amor al estudio que con él va la dignidad y la moralidad, que así el hijo será hombre y trabajará y desde pequeño sabrá por los labios de su madre el deber, que ella premiará cada acción con el beso, bendición del cielo, o la castigará con aquella mirada o aquel semblante triste más duro y cruel que el látigo o la ira del Señor.
Formado el matrimonio por seres que se comprenden, que conocen sus deberes, será la base de la familia, la cuna de la educación, el banco donde se comienza por el ahorro para formar el capital, el dulce hogar de la felicidad que trae el placer del descanso junto con la enseñanza del deber y que será el más suave bálsamo para curar las heridas, las profundas heridas del alma.
Allí vivirá el amor, no la riña, imperará el trabajo y huirá el ocio, que aquél trae el aprecio de los hombres, la reputación de la honradez, la paz del alma.
En fin, es menester reformar al hombre llevándolo a la escuela, enseñándole a pensar libremente, a creer, a que viva y obre por sí solo, a que crea porque así su razón le enseña, a que luche y trabaje porque ésa es la ley que une a los hombres, y a que viva del amor porque ésa también es la ley.
Esto es lo que debemos hacer para reformarnos. Ésta es nuestra obra; éste es el deber de los que creen que el bien de los hombres es el primero y el más santo de los deberes; ésta es la virtud para los corazones honrados. Santa obra iniciada por nuestros padres, tócanos a nosotros concluirla y llevarla a cabo. ¡El obrero es nuestro hermano, y es fuerza, es abrazo, es vida, es palabra y es luz!
He aquí el tesoro que tenéis en vuestras manos, poseéis los medios, los brazos, las inteligencias... Maestro Artifex, no seas avaro que si no lo usáis os van a jugar una mala partida. Hace tiempo que os acechan. He sentido el ruido de pasos y el eco de voces de gente sospechosa. Está ya en vuestras puertas y si no me equivoco, he oído correr los cerrojos e introducir llaves ganzúas en las chapas de vuestras cajas...
Octubre, 18 de 74. F. Santa María.
¿Tenemos en Chile una cuestión obrera? Desde algún tiempo atrás las teorías sustentadas en el periódico La Industria Chilena, redactado, sostenido y leído especialmente por obreros, nos hacían presumir que pronto la sentiríamos llegar: hoy la tenemos ya golpeando a la puerta de la prensa y del parlamento. El domingo hizo su estreno en el teatro Lírico de Santiago y después de observarla y de oírla, deber nuestro es manifestar el juicio que nos ha merecido.
Desde luego, principiaremos felicitándonos del hecho. Para los que no anhelamos otra cosa que el progreso de nuestro país y la felicidad de nuestros conciudadanos, es una fortuna que un grupo numeroso y en gran parte desgraciado de éstos, que se siente perjudicado y oprimido por los actuales arreglos sociales, formule en alta voz sus quejas, para examinarlas y después de examinarlas, decirles con la franqueza de la honradez: ¡Lo que pedís es justo, contad con mi concurso para alcanzarlo! O bien: ¡Lo que pedís es un ataque a la justicia distributiva en el cual siento infinito no me sea posible acompañaros!
Hasta este momento no conocemos, es verdad, de una manera precisa, cuáles son las quejas que hacen valer los obreros e industriales ni cuáles son tampoco los arbitrios que proponen para mejorar su situación.
Sin embargo, conocemos ya en substancia los discursos que se pronunciaron en la reunión del domingo, y no es tarea difícil la de condensar el pensamiento de los oradores, tanto sobre las causas que atribuyen al mal que aqueja no solamente a los obreros de Santiago, sino también a todos los habitantes de la república cuanto sobre las medidas que deberían tomarse para hacerlo, por lo menos más llevadero.
Previas estas observaciones vamos a entrar en materia, dejando ante todo establecido que como el que más somos hijos de nuestras propias obras; que no hemos vivido ni un solo día de los que contamos de existencia a cargo de los contribuyentes; que no cedemos a nadie en amor a nuestros hermanos, y que hemos estado y es nuestro firme propósito estar siempre prontos a servirlos, con la más absoluta abnegación, sin distinguir clases, ni jerarquías, en la defensa de sus libertades, de sus derechos y de sus garantías. Para nosotros es tan sagrado el derecho que tiene el mendigo de mendigar, como el que tiene el millonario de recorrer las calles y paseos repantigado en su lujoso coche; y por eso hemos hecho campañas muy largas y muy rudas para decir atrás a la autoridad que quería destruir los ranchos, para defender la libertad de mendigar de los mendigos contra las prohibiciones atentatorias del Código Penal, para impedir que con los dineros de los pobres se costee la instrucción de los hijos de los capitalistas, para que no se inviertan esos dineros en traer de Europa competidores para los obreros nacionales y ocupadores de las pocas tierras colonizables que tiene la república, etcétera.
Pero si en esos y muchísimos otros casos hemos defendido aún los intereses de los más desvalidos de nuestros conciudadanos, no ha sido porque eran ellos los interesados, sino porque su causa era la de la justicia; y de ahí es que ese concurso les faltará, sean ricos o pobres, millonarios o mendigos, pocos o muchos, cuando lo que pidan sea algo más que libertad, derecho y garantías.
Fuera de estos bienes sostendremos siempre con la persistencia de la más profunda convicción, que el Estado nada más debe a nadie, y que nada más puede conceder a nadie sin transgredir los lindes de sus facultades propias, sin agraviar a unos para favorecer a otros, y sin entorpecer gravemente el progreso de la comunidad.
Hechas estas declaraciones preliminares, veamos cuáles son los términos en que se ha planteado el problema que preocupa a nuestros industriales. Por invitación de algunos de ellos, el domingo se reunieron en meeting en el Alcázar Lírico como dos mil obreros deseosos de oír a los oradores que se presentasen llevándoles la palabra de consuelo y de salud. Hubo varios discursos, algunos de industriales, otros de funcionarios públicos o de individuos que no ganan la vida ni en las artes manuales ni en la industria, siendo todos ellos muy aplaudidos.
Al parecer, todos los que usaron de la palabra se encontraron de acuerdo en dos puntos: 1º Industriales y obreros atraviesan una época difícil: el trabajo escasea considerablemente y cuando se halla no obtiene las remuneraciones que alcanzaba en años anteriores. Los consumos han disminuido y los consumidores manifiestan cada día una tendencia más marcada a comprar a quien les venda más barato lo que necesitan, sin tomar en cuenta la nacionalidad del fabricante ni del vendedor. 2º El remedio de este grave mal debe buscarse en el alza del impuesto aduanero, alza que debe llegar hasta el punto en que no conviniendo a los extranjeros traer sus mercaderías, los consumidores chilenos tendrían que privarse de ellas, o que comprarlas a los artesanos e industriales chilenos, por el precio a que éstos pudiesen ofrecerlas en venta; 3º Debe procederse a establecer cajas de ahorros a fin de que éstos tengan recursos disponibles en casos de enfermedad, de huelgas, etcétera.
Tales han sido, si no hemos comprendido mal, las ideas capitales emitidas en el meeting del domingo.
El medio de llevarlas a cabo no es otro que el de dirigirse al Congreso, a fin de que éste modifique la legislación aduanera vigente en el sentido de proteger a la industria y al trabajo nacionales, contra la industria y el trabajo extranjeros. Así, por ejemplo, para proteger el trabajo de los sastres, debería aumentarse el impuesto de un 25% que paga la ropa hecha, a un 35% o a un 50%, en una palabra en tanto cuanto fuese preciso para que los importadores se retirasen y los consumidores tuviesen que acudir forzosamente a los sastres chilenos o extranjeros establecidos en Chile. Así también, y siempre en obsequio de los sastres, mientras se gravase con subidos derechos la ropa hecha, debería disminuirse los que pagan los paños y casimires para que pudieran obtener barata su materia prima; a no ser que los fabricantes de paño se opusieran, alegando que si para proteger a los sastres deben ponerse fuertes derechos a la ropa hecha, para protegerlos a ellos deberían ponerse unos igualmente subidos a los paños y casimires extranjeros.
Tales son los problemas planteados: tales las soluciones propuestas. Vamos a ver lo que hay en ellas de verdad y de error, de justicia o de injusticia, de real o de quimérico.